PARTE OCTAVA
DONDE ACABA DE CUMPLIRSE EL PLAN DEL PADRE TOMÁS
I. SEÑORA Y CRIADO
Reinaba una calma dulce e inalterable en aquel lujoso y elegante gabinete, de alfombras mullidas y paredes acolchadas de raso azul, adornado con todos los objetos superfluos y hermosos que produce la moda.
Sillones de curvo perfil que parecían convidar al sueño, sillas doradas con bordados asientos, taburetes de rameado terciopelo con rapacejos que arrastraban por la alfombra, y almohadones de deslumbrantes colores estaban esparcidos con aparente y artístico desorden por aquella aristocrática habitación, cuyos ángulos estaban ocupados por vistosas plantas artificiales en macetas gigantescas de chinesca porcelana, y aparadores de ébano poblados por todo un mundo de bibelots, estatuillas de biscuit en las más graciosas posiciones y jarrones vetustos que demostraban la superioridad de la antigua cerámica.
En un extremo, ocupando uno de los ángulos del gabinete, había un lecho sencillo, que entre aquellos esplendores de un lujo soberbio parecía simbolizar la imagen de la modestia.
Tan elegante estancia producía en los ojos como una embriaguez de colores escalonados armoniosamente; pero existía algo en la atmósfera que destruía inmediatamente el efecto del brillante golpe de vista. Entre tanto esplendor, algo había que olía a enfermo.
No era olor punzante de medicinas lo que allí se notaba, sino ese ambiente indefinible que parece existir doquiera se encuentra una persona debilitada por esas enfermedades terribles que son lentas y mortales.
La tenue claridad de la tarde, que se filtraba a través de las cortinas de blonda que dejaban en parte al descubierto los abullonados cortinajes de terciopelo, conservaba la habitación en una agradable penumbra, propia de una persona que, hallándose enferma, temía la caricia demasiado fuerte del sol de la tarde.
Sentada en un gran sillón de forma antigua y elevado respaldo estaba, junto a una de las semiveladas ventanas, la dueña de aquel elegante gabinete, la enferma que parecía empapar el ambiente de la habitación con el hálito de su dolor.
Vuelta de espaldas a la puerta de entrada, el respaldo del alto sillón sólo dejaba al descubierto el remate de una linda cofia de encajes que se agitaba de vez en cuando movida por una tosecilla seca y significativa que hubiera hecho fruncir el ceño al médico menos experto.
Era María, la condesa de Baselga, que pasaba casi todo el día sentada en aquel sillón, dominada por una inercia que se iba apoderando rápidamente de su organismo, y sin otra diversión que contemplar con ojos distraídos, a través de los resquicios que dejaban las corridas cortinas, los vistosos trenes de lujo y los grupos elegantes que pasaban ante su hotel por el espacioso Paseo de la Castellana.
Desde que murió su hijo, cinco meses antes, la salud de la condesa había empeorado visiblemente, tomando un carácter más alarmante aquella tosecilla seca, cuyos progresos seguía con mirada atenta el padre Tomás.
El médico de la casa y la misma baronesa de Carrillo manifestaban gran confianza acerca de la suerte de la joven. Doña Fernanda se mostraba optimista en extremo. Ya desaparecería aquel malestar que, en su concepto, sólo era el resultado del disgusto terrible que había producido en su sobrina la muerte del niño.
Ordóñez también se mostraba igualmente confiado, y mientras tanto la enfermedad hacía rápidos progresos, y como si dentro del delicado cuerpo de la condesa existiese una voraz hoguera que consumía sus músculos y tejidos, iba demacrándose rápidamente todo su organismo, hasta el punto de que su rostro, antes tan hermoso, presentase ahora el aspecto de un cráneo pelado, cubierto por una piel terrosa que se pegaba a todas sus sinuosidades; y de que por entre las mangas de su peinador de blonda asomasen unas manos enjutas y afiladas, que parecían un manojo de látigos al extremo de un brazo blanco y descarnado como un hueso.
La pobre enferma vivía en el mayor abandono, pues su tía y su esposo, amparándose siempre en la consabida frase de que aquello no era nada, seguían entregados a sus gustos y aficiones sin preocuparse de la infeliz María ni atender a su curación. La baronesa seguía dedicada a sus asuntos devotos, que ocupaban todo su tiempo, y en cuanto a Ordóñez, éste continuaba su vida elegante, con el mismo abandono que si fuese un soltero, y cuando le preguntaban en los salones por su esposa, entonces se acordaba de que era casado y solía responder con expresión indolente:
—No es cosa grave lo que tiene María: la emoción que le ha producido a la pobre la muerte de nuestro hijo. Así que olvide un poco el triste suceso, de seguro que se pondrá tan sana y robusta como antes.
Y así seguía viviendo la infeliz María, en medio del mayor abandono y siempre con el pensamiento puesto en su hijo.
La persona que más la visitaba era el padre Tomás, que intentaba animarla con frases hechas sobre la bondad de Dios y la posibilidad de que cuanto antes recobrase su salud, si es que el Altísimo así lo disponía; pero a la enferma gustábanle poco estas visitas, pues con ese instinto especial de las mujeres adivinaba algo funesto y terrible en aquel poderoso jesuita que tanto había intervenido en su vida.
La fría mirada del padre Tomás tropezaba siempre, al entrar allí, con los grandes ojos de María, que la enfermedad había hecho más vivos y brillantes, y que mirándole fijamente parecían interrogarle, buscando una coyuntura para penetrar en lo más hondo de aquel tétrico personaje cuyas intenciones eran un misterio.
De todas cuantas personas rodeaban a María, sólo una le inspiraba simpatía y confianza, por el franco cariño y los cuidados que le prodigaba, sin afectación ni deseo de hacerse agradable. Era el criado Pedro, aquel doméstico callado, atento e inteligente que parecía adivinar sus deseos y que acudía inmediatamente a todos sus llamamientos, sin demostrar la menor contrariedad ante los caprichos y las nerviosidades propias de una enferma.
Desde que María quedó como abandonada en el fondo de su lujoso hotel, sin recibir otras visitas que las del padre Tomás por la mañana y las de Ordóñez y la baronesa antes de acostarse, el fiel criado se había constituido en su perpetuo auxilio, y cuando no estaba dentro de aquel gabinete-dormitorio, rondaba por cerca de la puerta, para acudir al primer llamamiento.
Parecía adivinar los menores deseos de su señora, y ésta, muchas veces, al volver rápidamente la cabeza, sorprendía en él una mirada de intensa ternura.
Era que el antiguo asistente de Álvarez se reprochaba el haber creído un monstruo de orgullo y altivez a aquella joven, víctima de oculta fatalidad, que abandonada villanamente por los suyos sabía sostener su desgracia con tanta mansedumbre y dulzura.
Por las tardes nadie visitaba a María, pues ésta, reconociéndose sin fuerzas para recibir a las numerosas personas de la alta sociedad, que por pura cortesía y sin afecto alguno entraban en el hotel a preguntar por su salud, había dado orden de que no estaba visible para nadie, y las gentes aristocráticas, muy satisfechas de esta disposición, que las libraba de ver a un enfermo, retirábanse después de dejar sus tarjetas al conserje.
Las horas de la tarde eran, pues, las que pasaba María en la más absoluta soledad y toda su ocupación consistía en contemplar un gran retrato de su hijo muerto, que tenía en lugar preferente del gabinete, o en besar, llorando, un gran medallón que contenía los cabellos de Paquito.
Estos desahogos de fúnebre cariño, que le costaban raudales de lágrimas, agravaban terriblemente su enfermedad, y aun después de haberse serenado, su tos era más seca y dolorosa; como si a cada uno de sus accesos se desgarraran sus pulmones.
Algunas veces, cuando mirando el retrato de su hijo asaltábanle aquellos pensamientos que la enloquecían, temía entregarse a su fúnebre dolor y entonces era cuando llamaba a su criado Pedro, haciéndole sentar en su presencia y entablando conversación con él, pues parecía que la presencia y las palabras de aquel hombre, a quien la domesticidad no había quitado cierta altivez franca y simpática, disipaban momentáneamente su dolor y la hacían olvidar su triste situación.
Esto mismo ocurrió en la tarde en que María, sentada cerca de una ventana, miraba por entre las cortinas la gente que pasaba ante su hotel.
La vista de algunos niños que sus madres, con expresión de gozo, llevaban cogidos de la mano, evocó en la condesa el recuerdo de su hijo, y tan triste se sintió que hubo de acudir inmediatamente a su recurso extremo, cual era buscar compañía que la distrajese.
Tocó un timbre que estaba en una mesilla inmediata, y aún sonaban en el espacio las últimas vibraciones, cuando se presentó en la puerta el criado Pedro, vistiendo el uniforme flamante y de vivos colores, que Ordóñez había puesto a toda su servidumbre masculina.
—¿Manda algo la señora? —dijo el criado, cuadrándose con su antiguo aire de militar.
—Entre usted, Pedro. Me siento muy triste y le ruego que haga el favor de acompañarme por algún rato. Me distrae mucho su conversación y le pido por favor que me dispense las molestias que le causo.
Cada vez que la aristocrática señora le hablaba con tanta dulzura y sencillez, el criado enrojecía de satisfacción y no sabía cómo contestar a tanta amabilidad.
Avanzó tímidamente entre aquellos muebles esparcidos por el gabinete y al fin se detuvo indeciso ante una silla, colocada a pocos pasos de la condesa.
—Siéntese usted, Pedro —insistió María—. Deseche usted esa cortedad: estoy tan sola y me manifiesta usted tanto cariño y respetuosa solicitud, que no es posible que yo lo trate como a un criado cualquiera. Hablemos como amigos.
Pedro se sentó ruborizado por la satisfacción que le causaba el oír que la condesa lo llamaba amigo, y descansando en el borde de la silla en actitud respetuosa y pronto a ponerse en pie a la menor orden, esperó que hablase su señora.
—Vamos a ver, Pedro. Cuénteme usted algo que me distraiga; es una obra de caridad entretener a los pobres enfermos, para que olviden sus dolores. Usted debe saber cosas muy interesantes, porque ha corrido algo el mundo y ha vivido mucho tiempo en Francia. Además, el otro día, creo que usted me dijo que había sido soldado. ¿No es eso?
—Sí, señora condesa —dijo el criado con cierta satisfacción—. He sido soldado y me he batido en la campaña de África.
—¿Y qué motivo le llevó a usted a París donde vivió tantos años? Varias veces he pensado en esto y como no puedo evitar el ser curiosa con las personas que me interesan, tenía grandes deseos de preguntárselo.
—Señora, he estado emigrado por cuestiones políticas.
—¡Ah! —exclamó María con extrañeza—. ¡Se ha mezclado usted en política! ¿Es que era usted carlista?
—No, señora; estuve emigrado por republicano.
La condesa hizo un mohín de disgusto, por lo que el criado se apresuró a añadir:
—Yo, señora, aunque odio la tiranía, realmente no me he metido por mi voluntad en los asuntos políticos. Como hombre de pocos alcances, no entiendo mucho de estas cosas; pero servía a un comandante del que había sido asistente y como éste era un temible revolucionario, le acompañé a la emigración y a su lado estuve hasta que murió. Le quería como si fuese mi padre y no me remuerde la conciencia el haberle sido infiel en ninguna ocasión.
—¿Y no ha servido usted a otras personas?
—No, señora condesa —dijo Pedro con intencionada expresión—. En toda mi vida, sólo he tenido un amo y muerto él sólo podía servir a usted.
—¿A mí? —exclamó con extrañeza la condesa no comprendiendo aquellas palabras—. ¿Y por qué no a otras personas?
—Es verdad, señora; no he sabido explicarme bien —contestó el criado comprendiendo que había estado próximo a descubrirse y queriendo enmendar su descuido—. Quería decir que después de estar acostumbrado a un amo a quien servía más por cariño que por obligación, sólo podía prestar mis servicios a una persona tan digna de ser amada como la señora condesa.
Por el pálido y enjuto rostro de aquella infeliz enferma vagó una triste sonrisa al escuchar el alarde de cortesanía del criado.
Durante algunos minutos el silencio fue absoluto, hasta que María, deseosa de reanudar la conversación, preguntó:
—¿Y era buena persona ese comandante?
—Un ángel, señora condesa. Muchos hombres he tratado en esta vida, y sin embargo no he encontrado uno solo que pudiera ser comparado con él. Era muy bueno, noble y valiente, al mismo tiempo que sencillo y crédulo, y por esto fue muy infeliz en esta vida, y murió, sin duda, abrumado por antiguos disgustos.
Calló Pedro, y en su frente contraída, adivinábase el esfuerzo mental que estaba haciendo para encontrar palabras y comparaciones que retratasen fielmente lo que en la vida había sido su antiguo amo.
—¿La señora condesa ha leído Los Tres Mosqueteros?
Hay que advertir, que la célebre novela de Dumas, era para el antiguo asistente, la mejor de las obras conocidas, la producción maestra de la inteligencia humana, pues experimentaba goces infinitos enterándose de las intrigas y contando las estocadas y estupendas pendencias de que se componía el libro.
Por esto, cuando la condesa contestó afirmativamente a su pregunta, se apresuró a añadir con satisfacción:
—Pues bien, señora condesa, mi amo era una exacta copia de aquel caballero Athos que aparece en dicho libro. Era valiente, noble y sabio como él y quería a su asistente con delirio; pues yo, más que un criado era un respetuoso amigo, un fiel acompañante en toda clase de aventuras. Nos queríamos mucho, señora condesa; como tal vez nunca en la vida se hayan querido dos hombres.
Detúvose Pedro, y después de lanzar una rápida mirada a su señora, añadió bajando los ojos.
—Tengo la seguridad de que si la señora condesa hubiese llegado a conocerlo, también le hubiese concedido su amistad. ¡Qué hombre aquél! —continuó el criado en un rapto de entusiasmo y animándose su voz y sus gestos—. ¡Cómo exponía su vida para salvar a un amigo!… ¡Aún recuerdo, como si acabase de suceder, lo que nos ocurrió en África!
—¿Y qué fue ello? —preguntó María, que ansiosa por distraerse, deseaba que su criado le contase algo que despertara su curiosidad.
—No fue ningún asunto de verdadero interés, que pueda entretener agradablemente a la señora condesa. Nada… un lance de los muchos que tiene la guerra. ¿Se empeña la señora condesa en que lo cuente?… Pues fue que yendo con mi amo, en la compañía de guías que se habían formado por orden del general Prim una mañana marchamos a la descubierta, delante de la vanguardia del ejército. Componíase la compañía de gente muy distinguida: licenciados de presidio, aventureros de mala especie, gente, en fin, de pelo en pecho, de cuyo mando se había encargado mi amo, ganoso siempre de estar en el puesto de mayor peligro, donde se conquistara la gloria a fuerza de balazos y cuchilladas. Como gente valiente, y por tanto confiada, nos adelantamos demasiado a la vanguardia, el ejército nos perdió de vista, y en esta disposición, abandonados de todos, sin más auxilio que el de Dios, cincuenta hombres que éramos, caímos en una emboscada y de repente resonó un infernal griterío y nos vimos rodeados por centenares de moros harapientos, feos como demonios. No había salvación para nosotros.
La pobre enferma atendía con la expresión propia del interés poderosamente excitado, y al ver que el criado se detenía como para coordinar mejor sus recuerdos, preguntó con impaciencia:
—¿Y qué ocurrió después?
—A la primera descarga que hicieron los moros yo caí al suelo. Una bala perdida, después de chocar contra una piedra, vino a darme aquí, en la sien, donde todavía tengo una cicatriz, y me derribó, aunque sin hacerme perder el sentido. Al ver que tenía la cabeza manchada de sangre, creyéronme muerto, además de que la situación no era la más propia para atender a los que caían. La compañía, formando un apretado pelotón, comenzó a retirarse, haciendo un fuego horroroso, que no lograba tener a raya a aquel enjambre de moros. Yo, como ya he dicho, no había perdido el conocimiento y me daba cuenta exacta de mi situación. Tendido en el suelo, y con todo el aspecto de un muerto, pues aquella bala parecía haberme anonadado con su golpe, vi cómo retrocedían mis compañeros, y al mismo tiempo, cómo algunos moros, al avanzar, iban rematando con sus gumías a los que habíamos caído. ¡Aún me horrorizo cuando recuerdo aquello! Un negrete que parecía un gigante se acercó a mí con su yatagán desenvainado, para cortarme la cabeza, como ya lo había hecho con otros, pero en el mismo instante que su cuchilla brillaba sobre mis ojos, le vi caer exhalando un rugido de muerte, e inmediatamente me sentí cogido por los sobacos y levantado en alto. Era mi amo, que al verme próximo a perecer, había abandonado el pelotón que mandaba, y despreciando las balas y riñendo cuerpo a cuerpo con los más audaces enemigos, había llegado donde yo estaba, matando al negrazo de un tiro de revólver. Sosteniéndome con uno de sus hercúleos brazos, mientras con el otro se defendía jugando magistralmente su sable, intentó llegar a donde estaban nuestros compañeros, cada vez más abrumados por la superioridad del número, pero le fue imposible, pues un grupo de moros nos cerró el paso. Mi amo apoyó sus espaldas en una roca, y esperó valientemente, con la desesperación del que va a morir.
—¿Y cómo se salvaron los dos? —interrumpió la interesada condesa.
—Yo no sé cómo fue aquello; pero apenas mi amo, echando mano al revólver, contra los que nos cercaban sus dos últimos tiros y cuando ya sus espingardas y sus yataganes se dirigían a nuestros pechos, les vimos huir perseguidos por un tropel de jinetes que pasaron a galope tendido, con las lanzas en ristre y gritando ¡viva España! Eran dos escuadrones de lanceros que Prim había enviado para salvarnos.
—¡Ah!… ¡Por fin! —exclamó María con la expresión del que se libra de un pensamiento angustioso.
—Sí, nos salvamos en tan difícil situación; pero yo, antes de que llegase nuestra caballería a sacarnos de tan apurado trance, cuando la muerte nos acechaba a pocos pasos, pronta a caer sobre nosotros, experimenté la más grata satisfacción que he sentido en mi vida. Miraba aquellas armas enemigas prontas a destrozarnos, y sin embargo me sentía feliz.
—¿Cómo pudo ser eso?
—Cuando mi amo se consideró perdido, viendo el círculo de enemigos que nos estrechaba, dispúsose a morir, pero antes… ¡ah, señora condesa!, ¡todavía me conmuevo al recordar tal escena! El capitán me sostenía con su brazo izquierdo, y antes de defenderse a sablazos de los ataques de la morisma, me miró con unos ojos que aún parece estoy viendo; me contemplaba como mi pobre padre cuando yo era niño, y él, que era todo un caballero, un grande hombre, un portento de valor y de sabiduría, me dio un beso en la ensangrentada frente, diciéndome con un acento que me llegó al alma: —«¡Adiós, Perico! ¡Hermano mío! ¡Hasta que nos veamos en la eternidad!»—. Yo no contesté, pues el golpe de la bala me había privado de mis facultades; pero aquella voz aún parece que la tengo en los oídos.
El criado quedó silencioso y meditabundo un buen rato, abismado en sus conmovedores recuerdos.
—Ya ve usted, señora condesa —continuó—, que actos como los de mi pobre amo no se olvidan con facilidad.
—Sí que era un hombre notable el señor a quien usted servía. ¿Y murió en París?
—Sí, señora. Murió allá cansado de la vida, hastiado del mundo y abrumado por los desengaños y pesadumbres que habían llovido sobre él sin compasión alguna. Aquí en Madrid había desempeñado muy altos cargos cuando mandaba la República: en el Ministerio de la Guerra fue el dueño absoluto durante mucho tiempo, y sin embargo murió pobre; y él y yo, señora condesa, no siento rubor al confesarlo, hemos sufrido mucha hambre en París.
—¿No tenía familia ese señor?
—La tenía, pero nunca quiso ésta reconocerle. Yo fui para él toda su familia y quien se encargó de cerrarle los ojos, después de ser su fiel compañero durante treinta años.
—¿Y cómo era que los suyos no le reconocían?
—¡Ah, señora condesa! Es una historia muy triste la de mi pobre amo; una relación que parece propiamente una novela.
—Ante todo, mi amo, siendo capitán y poco después de llegar de África, cometió la tontería de enamorarse locamente de una mujer perteneciente a una clase muy superior a la suya.
—¿Era noble y rica?
—Era la hija de un conde millonario; una señorita muy hermosa que parecía corresponder al amor de mi amo; pero que al fin se portó con él con la mayor ingratitud.
—¿Le abandonó?
—Sí. Mi pobre amo, estando en la emigración por primera vez, triste y en la miseria, supo que la mujer amada, aquélla en la que él tenía una absoluta confianza, había dado su mano a otro hombre que por sus antecedentes y por su carácter era indigno de merecer tal honor.
—¿Y qué hizo entonces el amo de usted?
—Mi señor debía haber olvidado a la mujer ingrata; pero no lo hizo así, porque la amaba mucho, y por algo dicen que el amor es ciego. Además, aquellos amores sostenidos en secreto habían dado su fruto, y mi señor tenía una hija, una niña encantadora que constituyó en adelante su eterno pensamiento, su constante ilusión.
—¿Y qué es de esa hermosa condesa? ¿Vive todavía?
—No, señora. Murió hace ya muchos años.
—¿Y la hija?
—La hija vive y es una de las más elevadas damas de Madrid
—¿Y conoció a su padre? —preguntó la condesa, que se iba interesando rápidamente por aquella historia, en la que adivinaba algo muy importante.
—Señora condesa —contestó Pedro, que temía decir demasiado pronto la verdad—, mi amo no sólo fue desgraciado como amante, sino que como padre sufrió las mayores amarguras. Fue una historia muy triste la de sus relaciones con su hija, y francamente, como la señora condesa ha sido tan buena madre, y aún está conmovida por el recuerdo de su hijo, temo entristecerla con la relación de los sufrimientos de un padre infeliz.
—No, Pedro; hable usted sin cuidado. Me interesa mucho esa historia.
—Pues bien, señora condesa, mi amo ha muerto antes de conseguir que su hija le reconociera como a padre. Había nacido cuando su madre estaba ya unida a otro hombre y ella creía y sigue aún creyendo de buena fe que éste último, de quien lleva su apellido, es su verdadero padre.
—¿Y no consiguió nunca ese pobre señor acercarse a su hija revelándole de viva voz el secreto de su nacimiento?
—Sí que lo intentó, pero sus gestiones resultaron siempre infructuosas. Hay que advertir, señora condesa, que sobre la familia de aquella otra condesa parecía pesar una terrible fatalidad. Un jesuita ambicioso dirigía los asuntos de la familia para llevar poco a poco a todos sus individuos a la perdición, y éste es el que hizo una cruda guerra a mi amo, comprendiendo que podía estorbarle sus planes. Tenía ciertas miras sobre la niña, una de las cuales era sin duda el arrebatarle su colosal fortuna, y por esto le interesaba que la hija no llegase nunca a conocer a su padre y que siguiese sola y abandonada, sometida a las órdenes que él quisiera dar y a la vigilancia de parientes fanáticos.
María se estremeció mirando fijamente el respetuoso rostro de su criado, para ver si adivinaba en él alguna intención determinada al decir tales palabras. Llamábale la atención el sorprendente parecido que comenzaba a encontrar entre aquella historia y la suya propia.
—¿Y murió ese señor sin haber logrado que su hija le reconociera y sin que en el último instante de su vida recibiera de ella una frase de consuelo?
—Nada de esto. Mi infeliz amo murió en la más espantosa soledad, como antes he dicho, y puedo añadir que la ingratitud, que el desvío de su hija, fueron la principal causa de su muerte. Mi pobre viejo se imaginaba que el silencio de su hija obedecía al orgullo y al desprecio, y yo creo ahora que aquel silencio sólo era debido a que la hija desconocía la existencia de su verdadero padre. El comandante tenía, sobre todo, clavado en el alma, un recuerdo cruel que acibaraba su existencia. Esa gente diabólica que por su interés tenía moralmente secuestrada a la pobre señorita, no se contentó con impedir que el padre llegase a ser reconocido por su hija, sino que hizo creer a ésta que aquel hombre a quien debía la vida sin que ella lo supiera era un ser horrible, una especie de bandido monstruoso, que por un odio tradicional era el perseguidor de la familia, de generación en generación.
—¡Ah! —exclamó la condesa con asombro al encontrar una circunstancia que aún hacía mayor la identidad entre aquella historia y la suya propia.
—¿Y qué escena fue esa de que usted hablaba? —preguntó después la condesa con ansiedad que era ya visible.
El criado calló, mostrando una expresión indecisa, como si no se atreviera a decir a su señora las últimas palabras, que serían la solución decisiva del misterio, la revelación de toda la verdad; pero al fin se determinó a hablar, con un violento esfuerzo de su voluntad.
—Señora, esa escena fue terrible, según la relataba mi pobre amo. Al caer la República, no quiso marchar a la emigración sin antes ver a su hija, y se dirigió a Valencia para visitar a la niña que estaba en un colegio dirigido por monjas. Aquel hombre, tan dulce como enérgico, después de algunos años de continua agitación en que había expuesto cien veces su vida y derrochado la fuerza de su inteligencia, quería, antes de sumirse en la calma y la miseria de la emigración, dar un beso a su hija, oír de sus labios una palabra cariñosa, y con esto se conceptuaba ya con fuerzas suficientes para arrostrar todas las contrariedades y las tristezas del proscrito.
—¿Y qué colegio era ése a donde se dirigió su antiguo amo? ¿Cuál era su título?
—Creo que se llamaba de Nuestra Señora de la Saletta. El pobre comandante fue allá; preguntó por su hija y no quisieron reconocerle, y cuando a fuerza de ruegos y amenazas, consiguió que se la mostraran, entonces no sé cómo su corazón no se rompió en pedazos. La niña no sólo no quiso reconocerle, sino que al oír su nombre se estremeció de horror, pues como antes he dicho, los enemigos que querían monopolizar su suerte le habían hecho creer que mi amo era un bandido, un perseguidor tenaz y sanguinario que acosaba a su familia. Yo creo que desde aquel día mi pobre señor adquirió la enfermedad que le llevó a la tumba.
La condesa, a pesar de que su rostro estaba siempre pálido por la enfermedad, aún perdió algo de color al oír estas palabras, y se agitó nerviosamente en su asiento. ¡Gran Dios! No cabía ya la duda: aquella historia era la suya propia.
—Pero…, ¿qué nombre era el de ese señor? —preguntó con ansiedad—. ¿Cuál era su nombre?
—Se llamaba don Esteban Álvarez.
María, a pesar de sus años y de su posición, sentía aún tan latentes los recuerdos de su niñez que no pudo menos de estremecerse de horror al oír el nombre que tanto miedo le había causado cuando niña.
Pedro la contemplaba con mirada fija, y al ver en su señora tan marcada expresión de terror, dijo con acento triste:
—Veo que aún duran en el ánimo de la señora condesa las huellas de las infames calumnias con que la engañaron cuando era niña. La señora puede odiar todo cuanto quiera el recuerdo de aquel pobre mártir, pero tenga la seguridad de que no ha existido en el mundo mujer alguna a quien haya amado su padre con más vehemente cariño.
La condesa estaba asombrada y aturdida ante el tono sincero con que el criado decía sus palabras.
Reinó un largo silencio, durante el cual la señora y el criado parecían reflexionar, y por fin Pedro continuó:
—¿Quiere la señora condesa que le diga cuáles fueron las últimas palabras que me dirigió al morir ese monstruo terrible, ese perseguidor horripilante? Pues bien, ese hombre, a pesar de la ingratitud y olvidando antiguos pesares, sólo tuvo fuerzas para recomendarme y hacerme jurar por el honor, que nunca abandonaría a su hija y que buscaría el medio de vivir junto a ella velando por su vida, obedeciendo todos sus mandatos y haciendo por ella cuantos sacrificios fuesen necesarios. La señora condesa —añadió el criado con sencillez—, puede decir si yo he cumplido mi juramento.
Por fin conocía María la verdadera causa del cariño que le demostraba su criado y de aquellas miradas de paternal afecto que había sorprendido muchas veces en sus ojos.
—¿De modo que usted —preguntó María asombrada por tanta abnegación—, ha entrado aquí con el único objeto…?
—Señora —le interrumpió el criado con sencillez, no exenta de noble altanería—, he servido durante treinta años a un hombre demasiado grande para que yo pudiera conformarme ahora a recibir las órdenes de ningún otro. Soy soldado y no criado, y si he llegado a vestir este traje, ha sido por cumplir el sagrado juramento que le hice a un pobre moribundo, a quien quería como a mi padre. Puede pensar la señora condesa lo que aquel hombre la amaría, cuando en la hora de la muerte, su último pensamiento era para ella y me obligaba a mí a dedicar toda la existencia al cuidado de su hija. Señora, tal vez resulte insolente y atrevido, pero en este momento, puesto ya a decirlo todo, creo que me ahogaría si llegase a callar alguna verdad. Mucho ha querido la señora condesa a su pobre hijo, pero su amor no puede ser comparado ni remotamente con el que el pobre don Esteban le profesaba a su hija, a pesar de que la creía ingrata y orgullosa.
La pobre enferma estaba aturdida y asombrada por aquella revelación que la sorprendía casi a las puertas de la muerte y que tan radicalmente venía a trastornar su pasado.
Parecíale extraña y novelesca tal historia, pero al mismo tiempo abonaba su veracidad, el aspecto sencillo y franco del criado y aquel cariño inexplicable que le había demostrado en todas ocasiones.
Además, ¿qué interés podía tener aquel hombre en suponerla hija de un pobre señor que ya había muerto?
Aparte de esto, ella recordaba la escena ocurrida en su niñez allá en el colegio de Valencia y que siempre le había parecido muy extraña, recordando todavía que don Esteban Álvarez la había llamado ¡hija mía!, varias veces, con una expresión tan dulce y melancólica que a ella le había impresionado a pesar de que le decían que aquel hombre era un monstruo.
Ahora comenzaba a comprender algo de aquella expresión misteriosa y solapada que había creído adivinar en el padre Tomás, cuyos actos le inspiraban ya mucha desconfianza.
—¡Pero Dios mío! —dijo al criado que la contemplaba atentamente para apreciar el efecto que le había producido sus revelaciones—. ¡Yo pierdo la cabeza al pensar en estas cosas tan extrañas! ¿Qué misterios son éstos? ¿Cómo puede usted explicarme que ese señor me creyera su hija, cuando mi padre fue don Joaquín Quirós, al que yo no conocí, pues murió siendo yo muy niña, pero de quien habla muchas veces mi tía?
El criado vio llegado el instante de relatar toda la verdad, para acabar de conquistar la confianza de aquella mujer, y volviendo a sentarse respetuosamente, comenzó la relación de la vida de Álvarez, de sus amores con Enriqueta, de aquella fuga de la casa paterna que acabó en noche de bodas, de la emigración forzosa que sobrevino inmediatamente; y terminó haciendo una pintura exacta del carácter y la moral de Quirós.
El criado guardose de decir quién era el que había disparado el tiro desde la barricada de la plaza de Antón Martín, pero tan hábilmente supo describir al hombre que en apariencia era el padre de María que ésta se lo imaginó inmediatamente como un sujeto igual a su marido, y sintió una profunda compasión por su pobre madre que habría sido tan desgraciada como ella con Ordóñez.
Pedro contó a la condesa cuanto sabía del que era su verdadero padre y que tanto había sufrido por ella, y al hablar de su vida oscura y penosa en París deslizó hábilmente en la conversación el nombre del doctor don Juan Zarzoso.
María se incorporó en su asiento con las mejillas coloreadas por un fugaz rubor.
—¡Ah! —exclamó sorprendida—. ¿También ha conocido usted a ese señor?
—Vivía con nosotros en París, y el pobre don Esteban le amaba como un hijo al saber que era el hombre que poseía el cariño de su hija.
La condesa mostraba deseos de hacer nuevas preguntas sobre aquel hombre, cuyo recuerdo compartía en su memoria en lugar preferente con el del infeliz niño Paquito; pero el criado deseaba que toda la conversación versara sobre su amo, y por esto se apresuró a añadir:
—Ya hablaremos después del señor Zarzoso y se convencerá la señora de que no era tan malo como ella creía en cierta época. Pero ahora hablemos de mi pobre amo; hablemos del padre de la señora condesa.
Y Pedro continuó la apasionada y conmovedora descripción de los sufrimientos de aquel pobre padre, que sin más familia ni seres queridos que su hija, veíase desconocido por ella.
—Aquel hombre fue muy desgraciado. La señora condesa, que hoy se halla enferma y llora continuamente recordando a su hijo que murió, es un ser feliz comparada con aquel desgraciado que no tenía ni un retrato de su hija para contemplarlo.
María hizo un movimiento de extrañeza y asombro al oír hablar de su felicidad.
—Si, señora condesa; me afirmo en lo que digo. Si la señora llora hoy la muerte del señorito, al menos tuvo una época feliz en que se estremecía de placer al sentir su cabecita apoyada en sus rodillas, y en que gozaba una satisfacción sin limites, convirtiéndose en su enfermera y pasando las noches en vela a la cabecera de su cama. Podía besar a su hijo, oír su encantador y balbuciente lenguaje, y esto es siempre una felicidad, un recuerdo que llena el alma de dulce melancolía, aunque después venga la muerte a amargar tanta dicha. Pero ¿y mi pobre amo? ¿Y aquel desgraciado don Esteban que por ser hombre tenía que avergonzarse del llanto y muchas veces se tragaba las ardientes lágrimas que le quemaban los ojos? Él estaba convencido de que tenía una hija y, sin embargo, murió abandonado de ella, soñando siempre en una felicidad que nunca llegaba y que para él consistía en que una voz pura y argentina, que yo he oído mil veces, le llamase ¡padre mío! Esa situación sí que es horrible; es, como él decía, el suplicio de Tántalo; ¡tener casi a la vista una hija querida, un ser que hasta en su rostro lleva algo del que le dio la vida, y sin embargo no poder acercarse a ella, no poder abrazarla derramando sobre su frente lágrimas de dulce emoción!
La condesa se había cubierto el rostro con las manos y lloraba silenciosamente, sin que Pedro pudiese asegurarse de si aquellas lágrimas procedían del recuerdo de su hijo o de la emoción que le causaban las penalidades de aquel pobre padre al que reconocía por fin.
El criado quiso excitar más aún aquella emoción.
—Hay para espantarse al considerar la desgracia de aquel hombre, sostenida con heroico valor por espacio de más de veinte años. La señora condesa, que es madre, podrá apreciar mejor que yo hasta dónde llegó el infortunio del pobre don Esteban. ¿Qué hubiese hecho la señora, que tanto amaba a su hijo, si éste no la hubiese querido nunca reconocer como madre? ¡Cuán inmenso dolor hubiese experimentado si cuando iba a verlo en el colegio de Valencia, el señorito, en vez de recibirla con los brazos abiertos, hubiese huido de su madre como si fuese un monstruo! ¿No es verdad que la señora hubiese muerto entonces de pena? ¿No se hubiera roto su corazón en mil pedazos? Pues bien, el pobre don Esteban sufrió todas estas pruebas terribles, y sin embargo aún quedó en pie durante muchos años para vivir agonizando. Juzgue la señora condesa si la vida de su padre no fue un verdadero infierno.
María seguía llorando, pero sus suspiros eran ya cada vez más ruidosos, y con acento entrecortado murmuraba cariñosas exclamaciones.
—¡Oh, padre!… ¡Padre mío!
El criado, apenas le pareció oír estas palabras, dichas con voz casi imperceptible, buscó apresuradamente algo en los bolsillos de su casaca.
Mientras tanto María, convencida por sentimiento de que aquel Álvarez que tanto la había horrorizado era su padre, y recordando algunas palabras sin sentido que había sorprendido a su tía y al padre Tomás y que ahora se explicaba perfectamente, lloraba conmovida por el recuerdo de aquel pobre mártir que tanto la había adorado.
La voz de Pedro le hizo apartar las manos de los ojos y levantar su cabeza.
—¡Aquí está! ¡Contemple la señora condesa!
Era que el criado le mostraba un sencillo marquito de latón, a través de cuyo cristal se veía una fotografía iluminada, que representaba, de medio cuerpo, a don Esteban Álvarez cuando todavía era capitán y acababa de regresar de África.
El fiel asistente, como si aquel recuerdo de su amo fuese un poderoso talismán, lo llevaba siempre consigo.
María contempló con fruición aquella cabeza vigorosa, de enérgica hermosura, y en la que se veía retratada la fiera altivez y la mirada pensadora, de un hombre nacido para la guerra al mismo tiempo que para el estudio. Sustituyendo el poncho del uniforme por una gola de hierro y un coleto de ante, aquella cabeza podía confundirse con la de los ínclitos soldados del siglo XVI, que sojuzgaban Flandes o conquistaban imperios como Méjico o el Perú.
La condesa, con el escuálido rostro animado por el rubor de la emoción, examinó atentamente aquel retrato, encontrando inmediatamente su parecido con ella, en la época que aún era hermosa y la enfermedad no había consumido su organismo.
Todavía en sus ojos quedaba algo de aquella mirada brillante y avasalladora que en los momentos de indignación llegaba a imponer.
María no dudó más sobre la verdad de cuanto le había dicho su criado.
No razonó, pues en tales momentos de emoción la razón se anula dejando su puesto al sentimiento.
La condesa se dejó llevar de su instinto; de un impulso vehementísimo e irresistible que la empujaba, y llevándose el retrato a sus labios, al mismo tiempo que volvía a derramar lágrimas, murmuró con un acento que equivalía a un reproche a sí misma por su indiferencia:
—¡Oh, padre!, ¡padre mío! Si me oyes, perdóname.
II. LA ÚLTIMA ADVERTENCIA
Cuatro días después de aquella tarde en que Pedro hizo su revelación a la condesa, en el momento en que los relojes del hotel daban las ocho de la noche, bajaban la pequeña escalinata del edificio el elegante Ordóñez y el padre Tomás, conversando amigablemente.
El jesuita tenía el mismo aspecto de siempre, y en cuanto al marido de la condesa, su sombrero de clac y el gabán abrochado para ocultar el traje de etiqueta, daban a entender que pensaba pasar la noche en alguna fiesta del gran mundo.
Los dos hombres siguieron la ancha avenida que, partiendo el jardín del hotel conducía a la verja, fuera de la cual esperaban dos carruajes, y al llegar a un espacio donde no alcanzaban las luces de las dos farolas que adornaban la puerta del edificio, el jesuita se detuvo, cogiendo suavemente a su protegido por un brazo.
—Mira, Paco —le dijo con entonación de consejero bondadoso—, harías muy bien en no salir esta noche de casa o al menos en volver cuanto antes. No sé por qué, me parece que esta noche va a ocurrir lo que tanto tememos y que tu esposa no verá el sol de mañana. Ya ves que, al menos, por el buen parecer y para que no murmure la gente, conviene que tú permanezcas esta noche al lado de María cumpliendo tu deber de buen esposo.
—Pero, padre, ¡si María no morirá esta noche! Hace usted mal en alarmarse tanto. Los enfermos de tisis son como esas luces que se apagan lentamente y cuando uno cree que ya están extinguidas, vuelve a surgir la llama y aún alumbra trémula y vacilante por mucho rato.
—¿Qué ha dicho el médico esta tarde?
—La verdad es que la ha dado ya por muerta y ha dicho que de un momento a otro sobrevendría el fin.
—¿Ves como debes quedarte?
—Sí, pero tengo la confianza de que María ha de llegar a mañana, aunque sólo sea para desmentir al médico. La tisis tiene sus bromas.
—Pues ten la seguridad de que esas bromas las reserva para ti, que tan convencido pareces de que tu esposa llegará a mañana. Créeme, Paco: quédate esta noche en casa, o si es que tienes verdadera precisión de salir, regresa pronto, para que la gente murmuradora no pueda decir nada contra ti.
—Volveré a las dos de la mañana; antes me es imposible. Tengo precisión de asistir esta noche al baile de la embajada francesa.
—¡Desgraciado! ¿Teniendo a tu esposa tan grave te atreves a ir a un baile? ¿No comprendes que la sociedad murmurará con sobrada razón y que tú perderás con ello el escaso prestigio que te queda?
—¡Bah! La gente está ya acostumbrada a verme en todas partes teniendo a mi mujer enferma, y no se fijará esta noche en mí, pues todos ignoran que María se halle tan grave. En las enfermedades lentas, la gente se cansa de preguntar y acaba por olvidarse del paciente. Además, reverendo padre, es un compromiso de honor el que yo acuda esta noche a ese baile.
—Lo sé, desgraciado; lo sé todo. No creas que ignoro que en la actualidad haces el amor a la esposa de uno de los empleados de la embajada; una francesa que te sorberá el poco seso que te queda.
Ordóñez, a pesar de su ligereza fría y aristocrática, que se cifraba especialmente en no asombrarse de nada, no pudo evitar un gesto de extrañeza al oír tales palabras.
—¿Cómo sabe usted eso, padre Tomás?
—¡Bah! No te creía capaz de asombrarte por tan poco. Yo sé todo lo que hacen mis amigos. Ya sabes que mi despacho es como un fonógrafo, que me repite todas las palabras y hasta los actos de cuantos amigos tengo esparcidos por el mundo. Hay pocas cosas que yo no sepa.
Los dos hombres quedaron silenciosos y avanzaron algunos pasos con dirección a la verja.
Ordóñez se detuvo al ver que el jesuita se plantaba mirándole con sus ojos fríos e interrogadores que parecían llegar al alma.
—Mira, muchacho —dijo con severa superioridad—. No sólo conozco a fondo la vida de mis amigos, sino que leo en su pensamiento y adivino todo cuanto se proponen hacer en contra mía. Ha llegado el momento de que hablemos claro: ninguna ocasión mejor que ésta.
—Diga usted, reverendo padre —murmuró Ordóñez, algo alarmado al notar el giro que tomaba la conversación.
—Pues bien, te hablaré claro. Tu esposa va a morir y ha llegado el momento de que se cumpla el pacto que hicimos antes de que te casases.
—¡El pacto!… ¿Qué pacto es ése, padre Tomás? —dijo Ordóñez con expresión distraída, como si fuese en busca de un recuerdo que se le escapaba.
—Eso es; hazte el olvidadizo. ¿No te acuerdas ya, angelito? —contestó el jesuita con sarcástica ironía—. Veo que eres muy desmemoriado; pero afortunadamente yo, como te decía, leo en el pensamiento de los amigos y te ayudaré a recordar, diciéndote que a la hora en que me dé la gana, a pesar de tu lujo, de tus brillantes relaciones y de fama de hombre elegante y calavera, puedo enviarte a presidio. ¿Te acuerdas ahora?
—Vuestra paternidad tiene un modo terrible de recordar las cosas.
—Es porque tu memoria resulta como uno de esos caballos maliciosos que remolonamente se niegan a andar. Conviene darle algún latigazo para que se avive.
—Bien, padre Tomás; me acuerdo del pacto, ¿qué quiere usted de mí?
—Sabes que con arreglo al último Código Civil, tus derechos de marido te hacen heredero en usufructo de la mitad de la fortuna de tu mujer.
—Ya sé, reverendo padre; ¿qué es lo que usted quiere advertirme?
—Conforme al trato que hicimos los dos, antes de que tú te casases con María debías limitarte a gastar sus rentas, y te quedaba prohibido inducir a tu esposa a que enajenase la más mínima parte de su capital.
—Así lo he hecho, reverendo padre. No tendrá usted queja de mí en este punto y creo estará satisfecho.
—No del todo, pero en ciertas ocasiones has gastado algo más que las rentas, embrollando con esto la administración de tu casa; pero no me quejo de estos pequeños excesos. Al fin, así y todo, te has portado con bastante prudencia si se tienen en cuenta tus antecedentes de hombre desordenado.
—¿Y qué es lo que usted quiere ahora?
—Que se cumpla lo convenido en nuestro pacto, renunciando tú a la parte que corresponde en la herencia de tu mujer.
Ordóñez se atusó el erizado bigotillo con marcado aire de decisión.
—Padre Tomás, eso es muy duro. No resulta razonable tal exigencia.
—Pues así ha de ser.
—Fíjese vuestra reverencia en que sólo se trata de un usufructo. El día menos pensado me ataca una pulmonía o me dan una estocada en un desafío, y entonces esa parte de la fortuna de mi mujer irá a parar, sana y sin detrimento alguno, a manos de quien corresponda.
—La baronesa de Carrillo es vieja y además no está para esperar a que tú mueras.
—¡Ah! ¿Conque es doña Fernanda la que ha de heredar toda la fortuna de mi mujer? —preguntó el elegante, con una expresión de incredulidad que no procuró disimular.
—Sí, la baronesa heredará a su sobrina, y ya que pareces dudar de mis palabras, para que no creas que aquí se encierra algún misterio o alguna negociación censurable, te diré toda la verdad. La virtud no necesita recatarse de nadie. La baronesa heredará a tu mujer e inmediatamente traspasará la fortuna a manos de nuestra santa Compañía, para que ésta la emplee en obras de caridad y en hacer propaganda para la mayor gloria de Dios. Es una promesa que doña Fernanda ha hecho al Altísimo. Ya comprenderás que en un asunto tan sagrado y que directamente interesa a Dios, tú, pobre criatura humana, no debes oponer tu mezquina voluntad.
Ordóñez, a pesar de que hacía esfuerzos por conservar su exterior indiferente y desdeñoso de hombre elegante y despreocupado, que tantos triunfos le valía en la alta sociedad, sentía hervir en su interior el fuego de la ira.
—Pero eso es robarme mis derechos de marido —dijo, no pudiendo contenerse.
—¿Robar? —contestó el padre Tomás con su imperturbable frialdad—. Dura es la palabreja, pero ya que la has dicho, la acepto y te contesto que antes has robado tú a otros con escrituras falsas y firmas falsificadas. Por esto mismo puedo enviarte a presidio a la hora que quiera, y esta hora llegará inmediatamente si te niegas a obedecer mis órdenes.
Ordóñez conocía perfectamente a su protector, y sabía que era imposible que éste retrocediese así que adoptaba una resolución. Además, el elegante, viviendo con lo que le proporcionaban las rentas de su esposa, había perdido su ductilidad de aventurero y no era capaz de humillarse pidiendo misericordia a aquel hombre terrible, que se mostraba sordo a los ruegos que le contrariaban.
El aristócrata resistió su desgracia con dignidad, y únicamente se dignó hablar de su porvenir.
—Y si yo renuncio a mis derechos, ¿qué será de mí, padre Tomás?
—Permanece tranquilo, que renunciando a la herencia sirves a la Compañía y ésta jamás olvida a los que le son fieles. Aquí estoy para protegerte. No vivirás con el mismo esplendor que ahora, pero te sostendré en una posición que corresponda a tu rango, y ¿quién sabe si encontraré para ti otra mujer con algunos millones de dote?
Estas palabras no parecían tranquilizar mucho a Ordóñez, y por esto el jesuita se apresuró a añadir:
—No puedes quejarte de mi protección. Antes de casarte vivías entrampado, sin tranquilidad alguna y próximo a caer en la deshonra. Te tendí la mano, te libré del precipicio, has vivido algunos años derrochando como un potentado, y ahora, al morir tu mujer quedarás en la misma situación de antes, aunque con la ventaja de no tener deudas y de contar con mi protección, que será más eficaz y segura. ¿De qué te quejas pues?, ¿has hecho acaso un mal negocio?… Cree que me irrita tu ingratitud.
El jesuita dijo estas últimas palabras con expresión de disgusto, y durante largo rato permanecieron silenciosos el protector y su protegido.
—Vamos a ver —dijo el padre Tomás, cansado por aquel silencio—. Decidámonos pronto. ¿Renuncias a la herencia? ¿Cumples la palabra que me diste?
Ordóñez hacía un gesto de desesperación en la sombra. ¡Siempre cogido!, ¡siempre a merced de aquel hombre, a pesar de la fama de listo que a él le concedían en la alta sociedad!
Había que conformarse forzosamente, y Ordóñez tendió su mano al jesuita en muestra de aprobación, y murmuró:
—De usted es toda la fortuna de María.
—Conforme. Quedo agradecido a tu desprendimiento, y te prometo no abandonarte nunca. Ahora vámonos, pues se hace tarde y los dos tenemos ocupaciones apremiantes. Procura volver pronto a casa, pues esta noche ocurrirá el suceso que esperamos.
Los dos hombres atravesaron la verja, y después de estrecharse la mano, subieron a sus respectivos carruajes; el uno para dar un vistazo al Casino, antes de ir al baile, y el otro para volver a trabajar en aquel despacho, que era como el centro del horrible embudo formado por la telaraña jesuítica que envolvía a toda la península.
Ninguno de los dos miserables que con tanta frialdad habían estado hablando sobre la próxima muerte de María, volvieron la cabeza para lanzar una mirada de compasión a aquella ventana, que sobre la oscura fachada del hotel destacábase débilmente, bañada en una luz pálida, velada e indecisa. Los millones de la agonizante era lo único que ocupaba su pensamiento.
Los dos carruajes se alejaron en distintas direcciones separando a aquellos dos compadres de crimen que se aborrecían mutuamente.
—¡Vive Dios! —decía Ordóñez en voz alta y rugiente, que tal vez era oída por sus cocheros—. Ese tío es un ladrón que me tiene cogido por las orejas.
Si algún día se me presenta ocasión le había de meter un palmo de acero en el vientre.
Mientras tanto el padre Tomás murmuraba en el interior de su berlina, con acento de hipócrita escandalizado:
—Abandona a su mujer para ir a hacerle la corte a otra, y tal vez la pobre condesa haya entrado ya en el período de agonía. Siempre le he tenido por un canalla, pero no me imaginaba que su cinismo fuese tanto.
III. LA MUERTE DE MARÍA
La condesa moría lentamente en aquel gabinete elegante, donde había pasado toda su enfermedad.
Se veía casi abandonada de los suyos, mas no por esto se consideraba sola, pues la rodeaban hermosos recuerdos que parecían endulzar sus últimos instantes.
Las sombras de su hijo, don Esteban Álvarez y del infortunado Zarzoso, aquellos tres seres queridos a los que pensaba encontrar más allá de los umbrales de la muerte, parecían rodear su lecho y animarla con invisibles sonrisas en tan supremo trance.
María sabía ya toda la verdad sobre su pasado.
El fiel Pedro, no sólo había relatado la historia de su padre, sino que justificó a Zarzoso, haciéndole saber la repugnante maquinación que contra él se había urdido allá en París, para lograr que María le aborreciese por su infidelidad manifiesta, que era más obra de las circunstancias y de pérfidas intrigas que de su propia voluntad.
La condesa, gracias a las revelaciones de su criado, conocía ya la terrible participación que los jesuitas, y en especial el padre Tomás, habían tomado en los asuntos de su familia, y por esto miraba con franco horror al reverendo padre y no ocultó la repugnancia que sentía cuando éste se aproximaba a su lecho.
La pobre joven, extenuada por la terrible enfermedad, cansada de un mundo que sólo le había proporcionado dolores y tristezas, y deseosa de sumirse cuanto antes en la sombra eterna con esperanza de encontrar allí a su padre y a su antiguo adorador, con los cuales había sido injusta aunque sin voluntad para ello, caía impasible y sumisa, sin el menor intento de rebelión y limitándose a compadecer aquellos hombres negros que tanto daño le habían causado.
—¡Les perdono! —murmuraba la pobre mártir—. Perdono a todos a pesar de mis desgracias. Ellos también han de morir; ellos también se verán en el mismo trance que yo, y entonces de seguro que no experimentarán esta santa tranquilidad que ahora siento.
Y la infeliz perdonaba también mentalmente a aquel esposo ligero e infame que era el autor de su infortunio, que había envenenado su sangre pura con los gérmenes de una terrible enfermedad adquirida en el vicio, y que en el momento supremo no se cuidaba ni aun de fingir un dolor propio de las circunstancias y la abandonaba para ir a una fiesta donde indudablemente haría el amor a otra mujer.
Sí, ella perdonaba a Ordóñez, a pesar de todas sus infamias y no le causaba impresión alguna la cínica serenidad de aquel hombre sin conciencia, pues su pensamiento, su corazón, estaban puestos en aquellos tres seres queridos, cuyas sombras parecíale ver vagar en torno de su lecho, para ayudarla a bien morir y escoltar después su espíritu por las infinitas regiones de lo desconocido.
La condesa perdonaba también a su tía, aquella mujer irascible, fanática e hipócrita, que le había martirizado cuando niña, y que después, obedeciendo automáticamente órdenes superiores, la había entregado en brazos de un hombre corrompido, cuyos besos resultaban contagiosos y mortales.
Aquella misma baronesa, que estaba muy lejos de recelar lo que pensaba su sobrina, se hallaba en tales momentos cerca de su cama, sentada junto a una mesa sobre la que se erguía un hermoso crucifijo entre un par de cirios.
Doña Fernanda, arrastrada por sus preocupaciones devotas, no había tenido inconveniente alguno en amargar los últimos momentos de la enferma, aterrándola con todo el imponente aparato que el fanatismo guarda para tales casos.
María, que al fin había conocido quiénes eran los sacerdotes que la habían rodeado desde la niñez, aunque sin abandonar por esto las creencias religiosas en que la habían educado, se negó en absoluto a confesarse con el padre Tomás, desobedeciendo con ello las recomendaciones de la baronesa.
Ésta se hallaba escandalizada por la tenaz negativa de su sobrina, y deseosa de que la próxima conquista de la muerte no careciese del refrendo de la religión, había montado un altar sobre una de las mesitas del gabinete, y sentada al lado de él, leía en voz baja un grueso libro de oraciones, mirando de vez en cuanto a la enferma, que inmóvil y respirante penosamente, fijaba sus ojos en el techo como absorta en sus pensamientos.
A pesar de que, con esa falsa esperanza que nunca abandona a los tísicos, María aún creía que su fin estaba lejano, no quería mirar todo aquel aparato religioso montado por su tía, pues la horrorizaba, al par que le producía cierto despecho la falta de consideración que mostraba la baronesa.
El silencio era absoluto en aquella habitación: una lámpara velada y las llamas de los dos cirios alumbraban el gabinete, formando en su centro un círculo de luz, más allá del cual, todo quedaba en una densa penumbra.
Junto a la puerta, erguido e inmóvil cual una estatua, estaba el fiel Pedro esperando órdenes, La oscuridad que le envolvía no permitía a la baronesa el ver el gesto extraño, mezcla de compasión y de ira, que contraía el rostro del criado al contemplar a la pobre enferma.
Pedro se sentía con deseos de estrangular aquella vieja bruja, como él llamaba a la baronesa, la cual, después de desatender a su sobrina en la época que su enfermedad todavía era susceptible de curación, permanecía ahora a su lado, para amargar sus últimos instantes con terroríficas muestras de devoción, impidiendo de paso que pudiera acercarse a la enferma, él, que era el único ser de aquella casa que sentía por la desgraciada algún interés.
La condesa pareció salir de su profunda meditación cuando uno de los relojes de la casa dio las diez.
—¡Pedro! —dijo la enferma con voz débil.
Y al acercarse el criado, dióle a entender con un gesto lo que deseaba.
Aquél le trajo una rica capa forrada de pieles y la puso sobre los hombros de la condesa que se había incorporado.
Después la enferma, mostrando sus extremidades devoradas por la consunción y que parecían los huesos de un esqueleto, bajó de la cama ayudada por los robustos brazos del criado, y apoyándose en él, llegó penosamente hasta un gran sillón que estaba colocado de espaldas al Cristo y a las dos luces de la baronesa.
María experimentaba la necesidad, que todos los tísicos sienten de morir erguidos y fuera de la cama, que parece causarles horror.
Pedro, sin abandonar su actitud respetuosa, miraba fijamente a su ama y no podía ocultar la impresión de desconsuelo que le producía aquel rostro terroso, enjuto y consumido por la enfermedad. Veíanse en él los signos de una próxima muerte y sobre sus facciones parecía extenderse un denso velo que las ennegrecía.
Pedro recordaba lo que aquella tarde había dicho el médico sobre el próximo fin de la enferma, y se afirmaba en la creencia de que la condesa moriría aquella misma noche. Extinguíase la vida en el interior de aquel organismo anonadado y ya no quedaba en él más que un débil soplo vital que le permitía hablar, aunque con voz tan tenue que sólo podía oírse en aquel absoluto silencio.
—Pero tía —dijo débilmente dirigiéndose a la baronesa que estaba a sus espaldas—, ¿es que tiene usted deseos de que yo muera pronto y por eso me aturde con esas oraciones que murmura?
Este reproche dicho de un modo dulce hizo que la baronesa levantase su cabeza, en la que se marcaba un gesto de indignaciones.
—Mira, María —contestó con una severidad impropia de las circunstancias—. No quiero que una persona de mi familia vaya al infierno, y como tú te niegas a ponerte bien con Dios yo me encargo de subsanar esta falta y le ruego al Señor que te reciba en su santa gloria, si no por tus méritos, al menos por los de otras personas de tu familia.
La enferma estuvo callada durante algunos minutos y después dijo con dulzura:
—Yo no necesito confesarme. He sido muy desgraciada en este mundo y no recuerdo haber hecho daño a nadie. He obedecido siempre a las personas que me han rodeado, creyendo firmemente cuanto me decían.
Calló la enferma breves instantes y añadió después con marcada intención, volviendo la cabeza y buscando con la mirada a su tía:
—¡Ojalá no hubiera sido tan crédula y obediente! No hubiese sido tan desgraciada y tal vez ahora me vería en diferente situación.
La baronesa no contestó, pues adivinaba un gran cambio en el carácter y las ideas de su sobrina, y no quería exponerse a que ésta, con la franqueza del que va a abandonar la vida, le dijese algunas verdades que forzosamente habían de resultar amargas.
Volvió doña Fernanda a abismarse en la lectura de sus oraciones, afirmando los lentes de oro sobre su picuda nariz, y mientras tanto, la enferma, después de lanzar una mirada de gratitud a aquel criado, modelo de fidelidad y de abnegación, que parecía consternado al contemplar a su señora, volvió sus ojos al rincón más oscuro de su gabinete, y así permaneció impasible e inmóvil.
Transcurría el tiempo en aquella inercia silenciosa, que sólo turbaba el murmullo de los rezos de la baronesa y las llamas crepitantes de los cirios.
Los relojes del hotel daban sus campanadas para marcar el paso del tiempo y a aquellas tres personas les parecía cosa de milagro la rapidez con que se sucedían las horas, pues absortas en sus pensamientos, creían que las horas se confundían unas con otras según la frecuencia con que las escuchaban.
Pasaba el tiempo velozmente, y era ya más de medianoche cuando la enferma pareció volver en sí de sus tristes reflexiones y dirigió la palabra a su fiel criado, que seguía de pie, sin que la fatiga consiguiera rendirle.
En el rostro de la condesa veíase una expresión más animada que parecía presagiar el principio de un restablecimiento. Su cutis, antes tan pálido, estaba ligeramente coloreado, y su voz había adquirido nueva potencia.
La baronesa miraba a su sobrina con cierto asombro, no pudiendo explicarse cómo aquel cuerpo tan débil, todavía tenía fuerzas para resistir la enfermedad; pero el criado se entristeció al notar aquella mejoría.
Sabía bien lo que significaba. El médico le había dicho que momentos antes de morir, los que estaban enfermos de la misma dolencia que la condesa experimentaban una rápida y fugaz mejoría.
Pedro, pues, veía próxima la muerte de su señora; muerte dulce y casi insensible, como la de todos los tísicos, y cual convenía a aquella pobre mártir que tanto había sufrido en vida.
Acababa de dar el reloj del gabinete la una de la madrugada cuando María se incorporó sobre los almohadones que Pedro había colocado en su sillón, y tendió sus brazos al fiel criado, agarrándose a sus hombros con la intención de levantarse y respirar mejor puesta en pie.
La capa se deslizó a lo largo del escuálido cuerpo y la enferma quedó en ropas menores, mostrando sus brazos enjutos y consumidos, capaces de inspirar lástima al más indiferente.
La condesa sosteníase agarrada a su criado, sin dar ninguna orden ni atreverse a andar. Su cuerpo se agitaba con un débil estremecimiento, y sus ojos, desmesuradamente abiertos y con expresión de angustia, miraban a aquel rincón oscuro, como si en él viera impalpables imágenes que en aquellos instantes atraían toda su atención.
—¡Ah! ¿Estáis ahí? —murmuró con voz tan queda y débil como un suspiro—. ¡Hijo mío! ¡Juanito! ¡Papá! Allá voy.
Y sus manos soltaron los hombros del criado, mientras su cuerpo caía inerte en el sillón.
La baronesa se levantó de un salto, y el criado, tosca pero cariñosamente, agarró entre sus manos aquella cabeza que caía inerte sobre uno de los enflaquecidos y angulosos hombros.
No era posible dudar: la condesa había muerto.
Pedro contempló aquellos ojos desmesuradamente abiertos, vidriosos y empañados, que miraban todavía al oscuro rincón; la nariz, que adquiría un tinte negruzco, y aquella boca entreabierta y todavía contraída por una sonrisa sobrehumana, como si hubiese sido provocada por una visión hermosa, por la vista de la felicidad existente más allá de la tumba.
El aspecto horrible de aquel cadáver, miserable manojo de huesos y piel, al que faltaba ya la misteriosa esencia que lo hacía atractivo y aquel calor vital que rápidamente se iba desvaneciendo dejando al cuerpo cada vez más frío, trajeron a la realidad al pobre criado, que rugiendo de dolor, para desahogar su oprimido pecho, se arrojó a los pies del sillón y comenzó a besar, con la furia de un loco, una de las manos amarillentas y descarnadas.
—¡Señorita!…, ¡señorita! —gritaba el pobre hombre conmovido por aquel suceso, a pesar de que lo esperaba hacía ya mucho tiempo; y trastornado por su desesperación, echábase en cara el no haber salvado a la infeliz hija de su antiguo amo, el no haber velado por su vida tal como lo prometió en París, como si el desdichado tuviera poder para combatir a la más terrible de las enfermedades.
Permaneció así postrado, el infeliz Pedro, mientras tuvo fuerzas para llorar, y por fin, extenuado, debilitado y recordando que su deber le exigía algo más que entregarse al llanto, se levantó, abandonando aquella fría mano inerte sobre el brazo del sillón.
Cuando Pedro, puesto en pie, miró con extrañeza a su alrededor, vio agrupados en la puerta a la baronesa y a Ordóñez, mirando con espanto casi supersticioso aquel cadáver hundido en el sillón, que parecía aún más repugnante por las desnudeces descarnadas y angulosas que dejaba al descubierto.
El marido de la condesa conservaba todavía su traje de etiqueta, pues acababa de llegar del baile.
Había vuelto una hora antes de lo que había prometido. No se diría que era un esposo incorrecto y desatento con su mujer. Aún había llegado a tiempo para ver el cadáver de su esposa, y… ¡Dios mío!, ¡cuán fea era la muerta! Ver aquellos hombros que con sus rígidas puntas parecían romper la piel, cuando aún los ojos guardaban el recuerdo de los hermosos escotes contemplados en el baile, resultaba un contraste extraño, una visión dolorosa que él sufría como buen marido, aunque convencido de que nadie le agradecería tan terrible sacrificio.
En cuanto a la baronesa, estaba también conmovida por la fealdad de la muerte. Era ya vieja, su fin estaba próximo, y aunque por sus aficiones devotas estaba en relación amistosa con Dios y los bienaventurados, contando como seguro su ingreso en la corte celestial, no por esto dejaba de producirle una impresión anonadadora el espectáculo de la muerte.
Además, sus gustos y sus delicadezas de persona distinguida sublevábanse a la vista de un cadáver, y comenzaba a encontrar que en aquel gabinete existía un olor especial que hería e irritaba su aristocrático olfato.
El rudo y fiel criado, a quien la reciente desgracia había hecho olvidar lo que él era y representaba en aquella casa, lanzó una mirada altiva e interrogadora a la baronesa y a Ordóñez, esperando que éstos se acercasen al cadáver; pero al ver que permanecían inmóviles, levantó los hombros con expresión desdeñosa y de desprecio, y agarró el inanimado cuerpo para conducirlo a la cama.
Anduvo algunos pasos cargado con aquel cadáver que pesaba menos que un niño, oprimiéndolo contra su pecho con expresión cariñosa y paternal y procurando que la inanimada cabeza descansase sobre su hombro. Los caídos brazos golpeaban suavemente sus rodillas como si la muerta acariciase cariñosamente al único ser que había hermoseado los últimos días de su existencia con un poco de amor y abnegación.
Al llegar cerca de la cama, el criado volvió la cabeza con instintivo impulso, y al ver a los que estaban en la puerta, no pudo ahogar una exclamación de sorpresa.
La baronesa de Carrillo aspiraba con codicia el contenido de un bote de perfume, mientras que en honor a las circunstancias hacía esfuerzos porque asomasen algunas lágrimas a sus ojos; y el lindo Ordóñez, se tapaba la cara con las manos para llorar, pero lo que agitaba su cuello no era el estertor del llanto, sino el escalofrío de la repugnancia y de la náusea.
El honrado Pedro sintió que en su interior despertaba una indignación feroz y que, a no tener sus brazos ocupados en el cadáver, le hubiese arrastrado al homicidio. Pensó en el pasado, en que aquella vieja aristócrata y aquel aventurero distinguido eran los principales causantes de la muerte de María, de aquella joven infortunada nacida bajo el peso de una fatalidad y que había atravesado la vida pagando cada minuto feliz con interminables años de dolor; y olvidando su condición de criado, pensando únicamente en que en tal momento representaba al pobre padre muerto allá en París y a todos los Baselgas caídos uno tras otro en la inmensa red de la negra araña jesuítica, fijó sus ojos centelleantes en la tía y el sobrino, y con voz ruda, atronadora, como si saliese de la boca de un dios vengador, les apostrofó diciendo:
—¡Canallas! ¡Tienen asco!