TOMO SEGUNDO

PARTE PRIMERA
LA SEÑORA DE QUIRÓS

I. PROPAGANDA JESUÍTICA

En marzo de 1866, una de las notabilidades más de modas en Madrid era un reverendo padre jesuita que en las principales iglesias predicaba sermones conmovedores tomando por tema la aflictiva situación en que se hallaba el Papa y fustigando de paso con mano fuerte el espíritu del siglo que se alejaba rápidamente de la benéfica sombra de la Iglesia para arrojarse en el torrente de impiedad revolucionaria que inundaba al mundo.

Sus sermones valían tanto como las óperas del Teatro Real, y si para la alta sociedad era un sacrilegio no haber oído al tenor Tamberlich, no se creía menos censurable ser mujer a la moda, buena cristiana y amiga de las santas tradiciones, sin haber ido nunca a escuchar la ardiente palabra de aquel buen padre jesuita que sabía ensartar los más manoseados lugares comunes, poniendo los ojos en blanco y empleando todas las rebuscadas artes de un actor afeminado y dulzón.

La iglesia donde el jesuita dejaba oír su voz dos veces por semana, veíase completamente llena desde algunas horas antes de la anunciada para las conferencias; que tal título daba el buen jesuita a sus sermones.

El elocuente padre Luis vio desde su primer discurso acrecentarse rápidamente su fama oratoria, gracias al reclamo hábil que hacía fijarse en su persona la atención pública.

Era la mano del padre Claudio quien movía aquella máquina que hacía caer sobre la persona del orador de la Orden, una lluvia de aplausos y de gloria. Había que batir a la revolución que se mostraba ya próxima y amenazante, y para ello convenía excitar el fervor y la devoción en las clases poderosas y conservadoras por medio de tales predicaciones.

El padre Claudio lograba los fines que se había propuesto, pues los sermones de su subordinado alcanzaban un éxito colosal y aquel público elegante, perfumado y vestido de riguroso luto para dar más solemnidad al acto, salía del templo más dispuesto que nunca a resistir la impiedad defendiendo sus santos y tradicionales privilegios y pidiendo a los poderes públicos que no perdonaran ocasión alguna de zurrar al populacho, revolucionario e irrespetuoso con los que gozaban de todas las delicias del mundo sin deshonrarse con el trabajo.

La penúltima conferencia del padre Luis viose aún más concurrida que todas las anteriores, a pesar de que la tarde era muy lluviosa y soplaba un vientecillo helado que ponía en dispersión a los transeúntes.

A las tres el templo estaba lleno por completo. Desde el altar mayor al centro de la gran nave, estaba ese todo Madrid que los revisteros de salones consignan en sus artículos; conjunto de mujeres elegantes con título nobiliario o sin él, que antes de ir al templo del Señor pasábanse media hora en su tocador pensando qué traje negro favorecería mejor su hermosura y de qué modo sentaría bien a su rostro la clásica mantilla. El resto de la iglesia ocupábalo la beatería de baja estofa; viejas rozadoras, ancianos con facha de cura, obreros de rostro obtuso, infelices mujeres de aspecto resignado; toda esa demagogia fanática mil veces más terrible que las turbas revolucionarias y que vive a la sombra del clero, en la mayor miseria, mirando sin odio el lujo y el despilfarro de las clases elevadas, convencida por sus protestares de que hasta en el cielo hay jerarquías y de que eternamente han de asistir en el mundo, ahítos y hambrientos, señores y esclavos.

Habían ya comenzado los cánticos que precedían siempre a la conferencia, cuando entró en el templo una joven señora vestida de negro y con mantilla de blonda, llevando en sus manos devocionario y rosario de nácar y oro.

Para que no existiera en el templo una lamentable confusión de clases y evitar que el pueblo con su rudeza maloliente incomodara al público privilegiado, los padres de la Compañía, organizadores de aquellas fiestas, habían colocado en la puerta algunos devotos oficiosos, que con una gran medalla sobre el pecho y una pértiga rematada en cruz, iban a guisa de bastoneros de baile, de un extremo a otro de la iglesia, alineando a la gente y procurando embutirla en aquel espacio, que aunque grande resultaba mezquino para tal aglomeración.

Uno de estos sacros celadores, vejete sonriente y de cabeza blanca y sonrosada, salió al encuentro de la joven señora justamente cuando ésta, después de santiguarse junto a la pila del agua bendita, permanecía indecisa ante un grupo de mujeres del pueblo, no sabiendo cómo romper aquella apretada muralla de carne.

—Pase usted, señora —dijo el vejete—. Sígame que yo la conduciré al lugar de costumbre. Hoy se ha retrasado usted.

—Sí, señor —contestó la joven con voz queda, no atreviéndose a conducirse en el templo con la desenvoltura que al viejo devoto daba la costumbre—. He tardado un poco. Ocupaciones…

—¿Y la señora baronesa? ¿Cómo no ha venido?

—Está algo enferma. Por eso he tardado. Está muy disgustada por no poder oír esta vez al padre Luis.

—Lo comprendo. Es una señora modelo de cristianas. Yo me honro siendo amigo de ella. Hemos trabajado juntos en varios asuntos de cofradía.

Y el devoto, que mientras decía esto iba haciendo sonar su pértiga contra el suelo con aire de autoridad y repartiendo sendos empujones a diestro y siniestro, consiguió abrirse paso y conducir a la joven, a quien trataba con gran consideración, a un pequeño claro que existía entre aquellos grupos de aristocráticas damas esparcidos al pie del púlpito.

La señora, después de arrodillarse y rezar breve rato, sentóse en una silla que le buscó el oficioso viejo y una vez habituada a la difusa claridad que existía en el interior de la iglesia, paseó su mirada por las personas que la rodeaban y contestó con graciosas inclinaciones de cabeza al mudo y sonriente saludo de algunas caras conocidas.

Aquella aparición de la recién llegada parecía entretener e interesar mucho a las aristocráticas damas que sólo en fiestas como aquélla conseguían ver a la joven señora de Quirós.

Todas aquellas mujeres que mientras llegaba el instante de escuchar la palabra de Dios se entretenían en despellejarse unas a otras interiormente, examinando los trajes de las demás y buscándoles defectos, tenían idéntico pensamiento contemplando a hurtadillas a la recién llegada.

¡Pobrecilla! ¡Cuán cambiada estaba! Todavía era hermosa, eso sí, pero en ella no quedaba nada de aquella frescura juvenil, de aquella vivacidad graciosa que tan atractiva la hacían tres años antes.

Desde su casamiento, que tanto ruido produjo en la alta sociedad madrileña a causa de las circunstancias novelescas de que fue precedido, la vida de la señora de Quirós se había oscurecido, encerrándose en lo más sagrado del hogar. La hija del conde de Baselga procuraba el menor contacto posible con la sociedad, como si se sintiera avergonzada ante aquellas gentes que conocían el secreto de su vida.

Éste mismo rubor envalentonaba a todas aquellas damas que tenían en su vida faltas mayores que la cometida por Enriqueta, a pesar de lo cual elogiaban con aire de compasión a aquella infeliz (así la llamaban) que sufría el remordimiento producido por la ruidosa ligereza que la había conducido al matrimonio.

Para nadie era un secreto la existencia que hacía la señora de Quirós. Vivía separada por completo de su marido, que ya no era el alegre y servicial Joaquinito de otros tiempos, pues desde que tenía millones, las echaba de personaje grave, había fundado un periódico ultramontano y figuraba en las Cortes, entre la minoría reaccionaria con la que transigían todos los gobiernos así los presidiera O’Donell como Narváez, por saber éstos, que el tal grupo político estaba protegido por la gente de Palacio.

Enriqueta pasaba su existencia entregada al cuidado de su hija, la pequeña María, que ella criaba, a pesar de que su naturaleza se mostraba rebelde a cumplir las funciones de la maternidad.

Su cariño a aquella niña, prueba palpable del escándalo deshonroso que la había obligado a casarse con Quirós, rayaba en los límites de lo absurdo, y hacía creer a muchos que los incidentes novelescos de su vida le habían perturbado la razón. No se separaba un solo instante de su hija sin tomar antes grandes precauciones y reñía muchas veces con su hermana la baronesa cuando ésta mostraba empeño en acariciar a la niña o en conservarla en sus habitaciones.

Tenía Enriqueta, en concepto de aquellas elegantes señoras, la manía de las persecuciones, y por esto, sin duda, se mostraba tan recelosa al tratarse de su hija, y profería ciertas palabras que hacían pensar que la joven madre creía en alguna absurda conspiración fraguada para robarle aquel pedazo de sus entrañas.

La historia de la joven, su novelesco casamiento, la vida retirada y modesta que hacía a pesar de sus riquezas y sus continuas disensiones con la baronesa, aunque eran cosas que sólo incompletamente y desfiguradas por la murmuración conocían las gentes elegantes, hacían que Enriqueta fuera mirada con interés o más bien con curiosidad, siempre que se presentaba en público entre las personas de su clase.

Aquella curiosidad resultaba justificada por la conducta que observaba la joven. Si después de su casamiento hubiese vuelto a los dorados salones solicitando con una sonrisa alegre el olvido de todo lo anterior, Enriqueta hubiese sido una de tantas y el bullicio de la vida elegante, como onda de agua lustral, hubiese pasado sobre su vida borrándolo todo; pero era altiva, obstinada en no pedir clemencia a aquella sociedad hipócrita, deslumbrante por fuera y corrompida por dentro, que tan mal había hablado de ella, y esta soberbia era la principal causa de la despreciativa y curiosa compasión que la rodeaba, siempre que se confundía entre las gentes de su clase.

Aquellas mujeres, elegantes figuras de baile cuando solteras y ornato de los salones y consuelo de célibes hermosos cuando casadas, no podían comprender los sentimientos de una joven que por cuidar una niña, fruto de unos amores que tardaron en legalizarse más de lo conveniente, renunciaba a todos los placeres y atractivos de la vida elegante.

La curiosidad de aquellas damas, sus cuchicheos y miradas de inteligencia, no tardaron en extinguirse.

Habían terminado ya los cánticos en el coro y a los acordes misteriosos de un armónium que entonaba una dulce melodía, acababa de subir al púlpito el padre Luis, ni más ni menos que en pasaje culminante de una ópera, aparece el tenor acompañado por vigoroso y fantástico trémolo de violines.

¡Qué buena mano tenían los padres de la Compañía para revestir la devoción de un aparato poético y teatral!

Las elegantes damas fijaron enternecidas sus ojos en aquella figura cortesana, de rizado y albo sobrepelliz, que se erguía en el púlpito, mirando como un sublime inspirado el rayo de luz blanquecina y difusa que filtrándose por un ventanal, venía a caer sobre su cabeza rodeándola de una aureola brillante.

Guapo mozo era el tal padre Luis y razón tenían las aristocráticas devotas para dividirse en bandos al tratar de sus prendas físicas, disentiendo en los salones con gran calor qué era en él más notable, si sus ojos grandes y ardientes como los de un moro, su boca fresca y entreabierta como una rosa que en vez de perfumes exhalaba torrentes inagotables de mística elocuencia, o aquella apostura majestuosa que le hacía lucir la sotana con la misma majestad que un patricio romano ostentara su toga viril.

El padre Claudio había sabido escoger bien el hombre encargado de conducir al cielo a aquellas buenas y delicadas católicas, que no reconocían a Dios más que sentadas cómodamente en un templo bien iluminado que permitiera ver los trajes de las compañeras y al arrullo de una música de opereta.

La voz meliflua del padre Luis, que modulaba todos los sonidos de una de aquellas flautas pastoriles de los melodiosos idilios, sumió pronto al ilustrado concurso en un dulce estado de somnolencia, a través del cual llegaban las palabras del orador vagas y halagadoras como las notas sueltas de una sinfonía fantástica.

¡Qué elocuencia tan dulce! ¡Qué facilidad para convencer los ánimos más obstinados, haciéndoles comprender las ventajas de ser fieles a Dios y lo poco que cuesta estar en su gracia! Se necesitaba tener el corazón muy duro y estar poseído del demonio, para no cumplir lo mandado por el Señor y ganarse un puesto en el cielo.

El autor de todo lo creado, del que era en aquellos momentos fiel representante el padre Luis, no quería el castigo del pecado, sino su arrepentimiento; no era tan inexorable que por un crimen más o menos cerrara para siempre a una criatura la puerta de la misericordia; el Señor era iracundo, inflexible y justiciero algunas veces, pero sus cóleras sólo las guardaba para los impíos que le desconocían, yendo contra la Iglesia y contra sus ministros que eran los sacerdotes.

Poco importaba ser bueno si a esta condición no iba unida la de hijo fiel y sumiso de la Iglesia. Se podía ser un honrado padre de familia, un buen ciudadano, un hombre respetuoso con sus semejantes e incapaz de cometer contra éstos el menor atentado, y sin embargo caer de cabeza en el infierno por el horripilante delito de no creer en el dogma que enseña la Santa Madre Iglesia, y mirar con la mayor indiferencia la triste suerte del Papa y denigrar a los sacerdotes representantes del Altísimo; en cambio se podía arrastrar una vida digna de maldición, atentar contra todo lo humano, ser un peligro para la sociedad, y a pesar de esto no desconfiar de la eterna salvación. Al más criminal le bastaba para entrar en el cielo un acto de verdadera contrición, un arrepentimiento de última hora y sobre todo no haber atacado nunca la legitimidad de la Iglesia y sus sacrosantos derechos; con esto la salvación era segura, pues Dios es tan infinitamente misericordioso con el pecador que nunca duda de las buenas ideas que le inculcaron en su niñez, como inexorable con el impío, aunque éste no cometa en su vida ningún acto reprobable. Con el escándalo basta para que arda eternamente en las llamas del Infierno.

¡Pero qué bien hablaba el padre Luis! No había que dudar que en la Compañía de Jesús estaban los sacerdotes de mayor talento, santos varones que no contentos con salvar las almas, cubrían de blandas alfombras y de olorosas flores el camino del cielo, para que las gentes distinguidas pudieran hacer con más comodidad el viaje.

Una emoción enternecedora se difundía por todos aquellos aristocráticos pechos cubiertos de raso y terciopelo y las lágrimas velaban las dulces miradas que algunos cientos de ojos femeniles lanzaban al elocuente orador.

¡Oh, qué delicia! ¡Si Arturo, Pepito o algún otro pollo de sangre azul, en vez de hablar en el fondo de la alcoba, entre beso y beso, de la yegua recién comprada, o del traje que fulanita iba a estrenar en el próximo baile de la embajada, supieran expresarse con aquella dulce elocuencia que hacía amar más aún las cosas mundanas y reconciliaba con las divinas!

En cuanto a los hombres no se enternecían menos. Aquellos condes y marqueses que confundidos con banqueros y políticos de oficio y formando grupos en torno de las columnas o en el fondo de las capillas, escuchaban el sermón mirando a las mujeres entre las que estaban sus esposas e hijas, sentíanse invadidos por una seráfica tranquilidad oyendo las palabras del padre Luis. ¡Oh! ¡No debían ya tener miedo! Para ellos no estaban cerradas las puertas del cielo. Nunca se les había ocurrido dudar de lo que la Iglesia predica ni atacar a sus sacerdotes; les bastaba, pues, con arrepentirse a última hora, y entretanto podían con toda tranquilidad escarbar por hábiles medios la bolsa del prójimo, jurar en falso, mentir a todas horas y mirar sin cólera su casa convertida en un burdel, mientras ellos iban en busca de la mísera obrera para seducirla o robaban el pan a sus hijos para satisfacer los caprichos de una mundana. ¡Oh, cuán bueno era aquel Dios bonachón y sencillo que cerraba sus ojos a todos los crímenes de sus criaturas esperando pacientemente la hora de su arrepentimiento! ¡Qué divino consuelo proporcionaba al alma aquella santa doctrina! Que se presentaran allí esos impíos revolucionarios que en su afán demoledor quieren privar a las almas católicas de los consuelos que proporciona la religión.

Ni con los muchos millones que representaban unidas las fortunas de todos aquellos aristocráticos seres, podía pagarse la dulce emoción, el angélico placer producido por las palabras del orador de la Compañía.

¡Y qué sencillez la suya al señalar los vicios de la época, los escollos que levantaba el pecado para que naufragase toda virtud y de los cuales él rogaba a sus oyentes que se alejasen!

Huid, ¡oh cristianos!, del teatro, de ese centro de perversión y malas costumbres, donde se excitan las pasiones y se tienta de mil modos la carne siempre flaca; no presenciéis las representaciones de esas operetas francesas, obras inmorales y corruptoras, que bailando conducen a un hombre al infierno; no repitáis esas canciones infames que hacen asomar el rubor a las mejillas, ese ¡ay mamá que noche aquélla!… y otras que hacen pensar en cosas sucias y pecaminosas.

Y el elocuente jesuita, deseoso de dar color a su peroración, repetía las mismas canciones que anatematizaba, produciendo gran contento en sus oyentes.

Francia, la impía Francia, la nación que produjo al infernal Voltaire y a la horripilante Revolución del pasado siglo, era la culpable de aquella corrupción universal llevada a cabo por medio del can-can y de las inmorales canciones, y el predicador se deshacía en denuestos contra el pueblo galo, como si en él hubiese surgido espontáneamente tal podredumbre, guardándose de hacer caer la responsabilidad sobre el segundo imperio que era su verdadero autor y sobre aquel Napoleón III al que respetaba la Iglesia a pesar de todos sus crímenes, por ser el asesino de la segunda república francesa y el protector interesado de Pío IX.

Pero cuando el padre Luis se remontaba a las alturas de la sabiduría y hacía la crítica histérica de las naciones impías y de todas las religiones falsas, el auditorio sentíase conmovido y apreciaba una vez más la ciencia sublime de los padres de la Compañía.

¡Con qué sencillez y rápidos rasgos sabía retratar el elocuente jesuita todas las creencias que hacían la guerra al catolicismo! ¡Con qué sátira tan fina las ridiculizaba, desentrañando su verdadero significado! Para el padre Luis no existían problemas históricos y todas las creencias, a excepción de la suya, eran producto del egoísmo o de las más bajas pasiones.

La revolución religiosa del siglo XVI era para él la obra de un frailecillo ignorante llamado Lutero, gran aficionado al escándalo, que revolvió el mundo porque el Papa le había negado el monopolio de las indulgencias que producía muy buenos cuartos y porque estaba harto de ser célibe y buscaba casarse con una monja; el islamismo era una doctrina fantástica, inventada por un hombre sensual y lujurioso como un mico, que soñaba en huríes de eterna virginidad y quiso consagrar su insaciable apetito dándole un carácter religioso; los adoradores de Brahma eran unos indios imbéciles que se sentían poseídos de santo respeto en presencia de una vaca; y todos los sectarios, en fin, de todas las religiones conocidas, eran una turba de malvados o estúpidos a juzgar por las palabras del padre Luis, quien punzaba todos los dogmas con el fin de librarlos de la hinchazón del error y hacer que el catolicismo surgiera victorioso por encima de ellos.

Su crítica de las creencias impías que germinaban dentro de las naciones cristianas no era acogida por aquel auditorio con menos entusiasmo y respeto. ¡Qué inspirados acentos de indignación le arrancaba la Revolución Francesa, aquel nido de horribles ideas que como voraces serpientes se enroscaban a las más santas y tradicionales doctrinas, intentando exterminarlas con el veneno de la impiedad! El republicanismo, combatíalo él con una fiereza sin limites, demostrando hasta la saciedad, al honorable concurso que le escuchaba, cómo era imposible que las naciones subsistieran sin reyes que se encargaran de guiarlas como el pastor a sus rebaños.

¡La República! ¡Horror! Había que estremecerse ante tal nombre, pues recordaba el año 93 con todos sus crímenes.

La más cruel inflexibilidad no era aún suficiente para los que defendían tan absurda forma de gobierno; había que sellar para siempre sus bocas; había que exterminar a sus audaces propagandistas que no contentos con despreciar a los reyes, atacaban a los sacerdotes de Cristo, o de lo contrario se corría el peligro de que por arte del demonio triunfase tan horripilante doctrina algún día, viéndose obligadas a emigrar a Marruecos todas las personas decentes.

¿Y dónde estaba la causa infernal de aquella propaganda revolucionaría e impía que tanto agitaba a España?… ¿Dónde estaba?

Y el padre Luis, después de hacer estas preguntas con voz atronadora a su silencioso auditorio que le escuchaba cada vez más fervoroso y convencido, miraba la bóveda del templo, paseaba sus ojos de águila por aquel mar de cabezas que a impulsos de la emoción se agitaba bajo el púlpito, y por fin con la misma expresión de Arquímedes al hacer su inmortal descubrimiento, manifestaba que el motivo de todos los males de la patria residía en la masonería, institución infernal que vivía en la sombra, congregándose en lóbregos subterráneos y allí con el mismo aparato que las antiguas brujas en los aquelarres, en torno de una peluda efigie de Satanás, juraban puñal en mano todos los iniciados el exterminio de los buenos, la destrucción de la religión y hacer una guerra a muerte a Dios y a la virtud.

¡Qué imaginación la del padre Luis! ¡Con qué colores tan vivos sabía pintar todos los crímenes y desafueros de los masones! ¡Cuán listamente había procedido para enterarse de todos los misterios de la horrible sociedad secreta!

Lágrimas de triste emoción y suspiros angustiosos escapábanse a todas aquellas señoras oyendo al predicador y más de una condesa delicada hubiera dado algo por tener al alcance de sus uñas a uno de aquellos masones que se imponían la obligación de cometer un crimen todos los días, que deseaban triunfasen sus ideas para comerse a los curas y que en sus infernales francachelas aullaban de placer cuando en vez de vino bebían la sangre de algún acólito recién degollado o de un niño cristiano inmolado por saber al dedillo el catecismo.

¡Oh!, aquello era abominable y producía escalofríos de terror. Bien hacía el padre Luis en dolerse de que la impiedad del siglo hubiese suprimido la Inquisición y en pedir a Dios que iluminase a los monarcas cristianos impulsándolos a exterminar a tales monstruos.

La muchedumbre que llenaba el templo estaba agitada por la ebullición del entusiasmo. Nunca el sacro orador se había mostrado tan elocuente y entre él y los oyentes existía esa corriente simpática que hace que con la menor palabra se inflame el auditorio.

Podría ser momentáneo aquel entusiasmo, pero resultaba altamente consolador para todo buen católico. Aquellos ojos brillantes, aquel sordo rugido de indignación que se elevaba sobre la confusa masa y aquella voz meliflua en unos pasajes y en otros tronante como la trompeta del Juicio, recordaban a Pedro el Ermitaño, predicando la primera Cruzada.

Eran aquel tropel de hombres y mujeres los cruzados de las santas ideas prontos a caer sobre la impiedad para exterminarla a la voz de su tribuno; pero… ¡ay!, había algo en aquella muchedumbre que olía a muerto.

La fe se movía, se agitaba, pero con los inconvenientes y rígidos movimientos de un cadáver agonizando.

Tal vez entre aquella demagogia negra que estaba en último término, surgieran hombres ignorantes y rudos capaces de obedecer automáticamente a la Iglesia y de defender su religión con todas las intransigencias del fanatismo; pero bajo aquellas levitas próximas al púlpito, bajo aquellas blondas que se movían a impulsos de agitados pechos, no había un solo corazón que pudiera conservar mucho tiempo el entusiasmo que allí sentía.

Cuando aquel público elegante y sensible se viera en la calle, la insustancialidad de su existencia se encargaría de borrar las impresiones recibidas en el templo, y como único comentario, recordarían a la noche en los aristocráticos salones, el sermón del padre Luis, junto con el do de pecho de Tamberlich o la última estocada del Tato.

Sobre flojos cimientos elevaba la Compañía el edificio de la nueva fe.

En medio de aquel entusiasmo, de aquella santa agitación que predominaba en el templo, sólo una persona permanecía indiferente.

Era la señora de Quirós.

Gustábale a Enriqueta la oratoria del padre Luis; acudía a todas sus conferencias ansiosa de gozar cierta emoción artística y de ser acariciada por aquella elocuencia dulzona y pegajosa que le producía el efecto de una embriaguez de jarabe; pero en aquella tarde se sentía tan obsesionada por una idea, que apenas si atendía ni se daba cuenta del lugar donde estaba.

Las palabras del jesuita se estrellaban en sus oídos, pues el pensamiento se negaba a admitirlas ocupado como estaba en ciertas reflexiones.

Al salir Enriqueta de su casa y al ir a subir en su elegante berlina, había visto parado en la acera de enfrente un hombre que inmediatamente llamó su atención sin que ella pudiera explicarse la causa.

Nada tenía aquel hombre que excitase la curiosidad. Iba embozado en una capa con vueltas de grana y llevaba el sombrero hongo tan encasquetado que apenas si se le veían los ojos.

En una tarde tan fría, no era extraño ver a un hombre cubriéndose el rostro con tanto cuidado; pero a pesar de esto, Enriqueta lo miró varias veces antes de entrar en su carruaje.

Parecíale adivinar en aquella figura que se ocultaba bajo la nube de paño, algo que despertaba en ella antiguos y adormecidos pensamientos. Pero apenas estuvo algunos minutos en el interior abrigado de su berlina, que corría veloz por las calles de Madrid, se fue borrando aquella impresión.

¡Cuán loca estaba! ¡Pensar que aquel hombre pudiera ser…! ¡Bah!, aquello había sido un hermoso sueño de la juventud que se desvaneció para no reproducirse jamás.

¡Qué ideas tan extrañas le acometían en aquella tarde! Ya adivinaba lo que le ocurría. Eran los nervios excitados por la temperatura. Aquella lluvia incesante y el cielo oscuro y monótono la excitaban de un modo horrible. Pronto pasaría aquello; necesitaba distraerse y en la iglesia lograría calmarse.

Cuando ya estaba próxima a la iglesia, pasó rozando su berlina un veloz coche de alquiler a través de cuyos cristales empañados por el frío y la lluvia creyó distinguir la misma capa de embozos grana y algo más, que le produjo un repentino estremecimiento.

¿Todavía aquella absurda ilusión?

Pasó el carruaje como visión fantástica arrastrando lejos, muy lejos, los retazos de grana y aquellos ojos que ella había visto brillar por un instante, y cuando la joven señora, transcurridos algunos minutos, se apeó a la puerta de la iglesia, vio próximo a ésta, al mismo hombre de la capa, en igual posición que lo había mirado por primera vez en la calle de Atocha.

Enriqueta tuvo miedo al desconocido, y apresuradamente entró en el templo, temerosa de que aquél fuese tras sus pasos.

Creía ella que la fiesta religiosa y aquella oratoria que otras veces tanto la deleitaba, borrarían de su ánimo la extraña preocupación causada por tal encuentro, pero no pudo ni por un solo momento despojarse del recuerdo de aquel embozado que creía conocer.

¡Si fuera él!… Y Enriqueta, al formular tal pensamiento, estremecíase unas veces de alegría y otras de terror.

Parecíale grato el recordar aquella época pasada, que había sido la más feliz de su vida; pero al mismo tiempo experimentaba un interno terror, al imaginarse que se podía encontrar frente al hombre que tanto había amado.

Reconocíase débil para resistir la impresión que el antiguo amante causaría en ella, y su pudor sublevábase anticipadamente ante el peligro que pudiera correr su virtud.

«Por fortuna —decíase Enriqueta deseosa de aplacar aquella indignación de mujer honrada que se apoderaba de ella al pensar en la posibilidad de ser débil ante el amor—, por fortuna, todas estas ideas no son más que ilusiones absurdas. ¡Cuán loca estoy! ¿Por qué ha de ser él ese embozado desconocido que he visto? Algo hay en ese hombre que interesa mi corazón y lo hace latir como en presencia de un ser conocido. Pero no… esto son locuras; cosas de mis nervios, que están hoy más excitados que de costumbre. Aquél se halla muy lejos; nunca volverá, y tal vez a estas horas no se acuerde de que yo existo en el mundo».

Y Enriqueta se esforzaba en tranquilizarse, demostrando con valiosas razones a su exaltada imaginación lo infundadas que eran sus sospechas.

Preocupada con tales pensamientos, transcurrió para Enriqueta más de hora y media, que fue el tiempo que el padre Luis invirtió en su conferencia.

Por fin, el orador lanzó su párrafo final con los brazos extendidos y los ojos fijos en la bóveda, pidiendo a Dios el exterminio de la impiedad y que derramase su santa gracia sobre aquel cristiano auditorio, y sus últimas palabras fueron acogidas con un gigantesco murmullo de satisfacción que exhaló aquella multitud, libre ya del encanto que obraba sobre ella la elocuencia del jesuita.

Él público comenzó a desfilar, encaminándose a las puertas del templo, en las cuales se estrujaba la muchedumbre ansiosa por salir. Tras la gente menuda que ocupaba el fondo de la iglesia, salió el público elegante, no sin antes formar corrillos en la nave central en los que se cambiaban saludos y se daban citas para las diversiones de la noche.

Enriqueta seguía inmóvil y cabizbaja en su asiento, no habiéndose aún dado cuenta exacta del final del discurso.

El vacío que se fue extendiendo en torno de ella hízole salir de su abstracción, y al ver la iglesia desocupada y casi desierta, levantose de su asiento disponiéndose a salir.

Sólo quedaban algunos grupos de beatas que, arrodilladas cerca del altar mayor, rezaban las oraciones, y el sacristán que, seguido de sus acólitos, iba de una capilla a otra apagando las luces de las lámparas de cristal.

Enriqueta se arrodilló para rezar una corta oración, y una vez terminada ésta dirigiose a la puerta del templo.

—Es tarde —iba pensando—, Fernanda me esperará y además ¡Dios sabe cómo habrán cuidado a la niña!

El temor que le inspiraba su hermana, la baronesa, y sus alarmas maternales la hicieron olvidar la impresión producida por la presencia del desconocido.

Avanzó rápidamente y en la oscuridad proyectada por las dos columnas que orlaban la puerta interior, y al lado de la pila de agua bendita, vio marcarse la silueta confusa de un hombre.

Enriqueta se estremeció sintiendo que los anteriores terrores volvían a reaparecer; pero siguió adelante dirigiéndose a la pila bendita y procurando aparentar indiferencia.

Conforme se acercaba iba aumentando su alarma.

No había duda. Era él; el hombre cuya misteriosa presencia tanto la preocupaba aquella tarde y que aunque ahora, por hallarse dentro del templo tenía la cabeza descubierta, ocultaba su rostro inclinado, entre los embozos de su capa que sostenía con una mano.

La agitación de Enriqueta iba en aumento.

II. A LA PUERTA DE LA IGLESIA

Fingiendo la joven señora de Quirós una serenidad que no tenía y con la vista fija en el suelo para no ver a aquel hombre, llegó a la pila y al avanzar su mano para tomar agua, sintió en sus dedos el contacto de una mano ardiente.

Levantó la cabeza y a pesar de que después de las anteriores reflexiones se encontraba preparada para recibir la más inesperada emoción, no pudo contener un ligero grito de sorpresa ni evitar el retroceder algunos pasos.

Parecía fascinada por aquel hombre que había dejado caer el rojo embozo mostrando su rostro y figura.

Era él; era Esteban Álvarez, que aún conservaba en su rostro aquella belleza varonil que ahora parecía realzada por las huellas dolorosas que tremendas aventuras y luchas gigantescas habían impreso en su rostro.

Silencioso, inmóvil y erguido, miraba a Enriqueta fijamente sin que en sus ojos se notara el menor signo de reproche y la joven por su parte no se atrevía a moverse como si estuviera sugestionada por la inesperada aparición de aquel hombre.

Transcurrieron algunos momentos que parecieron interminables a Enriqueta y sólo recobró algo de su serenidad cuando Esteban le dirigió su palabra.

—Soy yo, Enriqueta. Comprendo tu sorpresa; no es fácil encontrar en una iglesia a un revolucionario emigrado sobre el que pesa una sentencia de muerte…

Tranquilízate, Enriqueta. No vengo a dar una escena. Quería verte… hablarte, nada más. Ahora mismo me iré.

La joven señora, aunque intranquila y temblorosa, había ido acercándose a su antiguo amante como cediendo a un poder irresistible que la empujaba.

A pesar de esto permanecía muda.

—Nada temas, Enriqueta, tranquilízate —continuó el conspirador—. ¿Crees acaso que voy ahora a recordarte tiempo pasados que son ya para nosotros como bellos sueños que se desvanecieron para no volver? No, demasiado comprendo nuestra respectiva situación. Tú eres la señora de Quirós, de un hombre respetable y digno y no puedes permitirte volver la vista atrás para contemplar, aunque sólo sea por una vez, el corazón que pisoteaste; y yo soy un desgraciado, un criminal fugitivo que se oculta al ir por las calles, con el que no se puede hablar so pena de comprometerse, y que no puede pedir cuentas a nadie de su conducta, pues se expone a ser conocido y a morir inmediatamente. Hoy ni tú ni yo somos ya los mismos. Tú eres un sol esplendoroso y yo un astro errante y muerto; nos hemos encontrado en nuestro camino, nos vemos, cruzamos un saludo y a seguir cada uno su ruta, para no volver a tropezamos en toda una eternidad. ¿Qué importa lo que entre nosotros pueda haber existido? ¿Qué importa lo que nos hayamos amado? Ya te he visto; ya he podido recordarte que existo aún. Era mi único deseo. Ahora… ¡adiós!

Y el desgraciado Álvarez no podía contener en su pecho la amargura que rebosaban sus palabras y sus ojos comenzaban a empañarse de lágrimas.

Iba ya a alejarse con paso lento, pero la miraba con indecisión como esperando una palabra, un suspiro, algo que le demostrase que su recuerdo no había muerto en la memoria de Enriqueta.

Ésta se sintió más conmovida por el desaliento de su amante que por la alarma que antes había experimentado.

Le pareció que en su interior se rompía algo inundando su pecho de súbita ternura; el pasado surgió con fuerza en su imaginación borrando el presente, se olvidó de su esposo y de la familia pensando únicamente en el desgraciado conspirador, y avanzando más cogió sus manos, diciendo con acento de fuego:

—No huya usted; antes tenemos que hablar.

Enriqueta notó el gesto de extrañeza que hizo su antiguo amante al oír un tratamiento tan ceremonioso. Como si temiera que se escapara, dijo instintivamente y sin comprender a lo mucho que se comprometía con tales palabras:

—¡Esteban!… ¡Esteban mío! Quédate; te lo ruego. No huyas de mí sin oírme antes.

El rostro de Álvarez se iluminó con una sonrisa de alegría.

También para él parecía haberse desvanecido el pasado y oprimiendo las manos de Enriqueta se creía aún en aquella feliz época en que ambos se sentían acariciados por las más risueñas ilusiones.

Transcurrieron algunos minutos sin que los dos se atrevieran a hablar Después de su separación habían ocurrido sucesos que ambos temían abordar aunque no por esto estaban menos deseosos de hablar de ellos.

La importuna presencia de dos beatas que cuchicheando y mirándolos maliciosamente se dirigían hacia la puerta, los obligó a retirarse al fondo de una capilla lateral, cuya oscuridad apenas si disipaba el rojo chisporroteo de una lámpara de aceite.

Álvarez fue el primero en romper aquel silencio que se hacía embarazoso.

—Somos unos niños al permanecer de este modo, mudos y temerosos sin atrevernos a hablar de lo que deseamos. ¡Cuánto tiempo sin vernos! Es posible que tú creyeses que ya jamás volveríamos a encontrarnos en este mundo; pero la vida tiene sorpresas inesperadas y a lo mejor surge a nuestro paso la persona a quien creíamos haber perdido para siempre. Hace una semana estaba yo muy lejos de imaginarme que podría volver a verte como ahora te veo. ¡Si supieras cuánto he sufrido desde que nos separamos de un modo tan extraño en aquella aciaga noche!

Y el acento con que Álvarez decía estas palabras era todo un poema de tristeza. ¡Quién sabe las aventuras, las empresas abortadas con riesgo de la vida y las audaces comisiones, que habrían constituido la existencia azarosa y novelesca de Esteban Álvarez en aquellos años de ausencia!

—Tú, en cambio —continuó—, no debes haber sufrido. Te casaste y eres feliz porque de otro modo no comprendo cómo te decidiste a unirte con un hombre que no amabas. ¡Oh! No te alteres por esto que te digo; no vayas a llorar. Te engañas si crees que abrigo algún resentimiento contra ti. Todo pasó ya, y de las cosas que no tienen remedio lo mejor es no hablar.

Enriqueta lloraba al oír expresarse de tal modo a su antiguo amante.

—¡Oh! ¡Si supieras…! —murmuró—, ¡si supieras todo lo sucedido desde aquella noche en que me abandonaste para ponerte a salvo! ¡Si conocieras todos mis sufrimientos desde entonces!

—Enriqueta, yo lo sé todo.

—¿Tú? —preguntó con extrañeza la joven.

—Sí, yo. Allá en la triste emigración procuré enterarme de tu suerte y supe que ese… señor Quirós había fingido ser tu raptor logrando casarse mediante tan villana estratagema. Esto me hizo comprender tu conducta que no quiero calificar. Para que apareciera como tu raptor en aquella terrible noche, preciso es que tú accedieras a todo, que afirmaras cuanto él dijera y esto, Enriqueta, me ha producido aún mayor dolor que la consideración de que ahora eres de otro. Esto me ha enseñado para siempre la fuerza que el juramento tiene en labios de mujeres.

La joven, que de vez en cuando se llevaba su pañuelo a los ojos para secar las lágrimas, no protestó al escuchar las últimas palabras y únicamente dijo con ansiedad:

—¿Y no sabes más?

—Nada más. Sólo de tarde en tarde han llegado hasta mí noticias de tu vida y éstas siempre confusas. Estando en París, supe tu casamiento; que habías tenido una niña y que tu marido iba en camino de ser un personaje de estos que ahora se usan; pero éstas fueron las únicas noticias. Te escribí varias veces, y en vista de tu silencio, me decidí a hacer lo mismo. Aunque entonces todavía eras soltera comprendía que, o interceptaban las cartas o tú no querías saber más de mí. Esto último era lo más probable. Es poco grato amar a un hombre perseguido por el gobierno, sentenciado a muerte y que se halla en extranjero suelo.

Enriqueta lloraba más aún al escuchar estas palabras.

—¡Oh! ¡Si yo hubiese recibido esas cartas! Tal vez hubiese repetido el sobrehumano esfuerzo que me condujo hasta tu casa en aquella noche fatal. Yo no sabía nada de ti, Esteban. Puedes creerme. Ignoraba cuál era tu suerte, y hasta muchas veces llegaba a dudar si existías. Desde el instante en que me abandonaste he ignorado tu paradero, sin duda porque en torno de mi persona existían seres muy interesados en conservarme en tal ignorancia. ¡Ah! ¡Si conocieses mi historia!… ¡De qué distinto modo me juzgarías!…

Y Enriqueta, deseosa de justificarse ante aquel hombre del que le separaba su presente estado, pero al cual todavía amaba, púsose a relatar su vida desde el instante en que Álvarez la abandonó en la casa de huéspedes.

Ella se había confiado por completo a la caballerosidad de Quirós, había obedecido todas sus órdenes creyendo que así salvaba a su novio, como su acompañante le aseguraba, y únicamente cuando en la mañana siguiente en el despacho del gobernador de Madrid este funcionario le dirigió un largo sermón de moral reprochando la conducta que había observado huyendo de su casa con Quirós y explicándole las consecuencias que forzosamente había de tener tal fuga, fue cuando comenzó a comprender algo de aquella horrible trama de la que era víctima.

Las emociones sufridas en la noche anterior y el abatimiento moral que le producía el conocer, aunque vagamente, el conflicto en que había puesto a su honra por obedecer fielmente las indicaciones de Quirós, hiciéronla caer enferma en su lecho apenas llegó a su casa.

La fiel Tomasa, que en vano había estado aguardándola toda la noche a la puerta de la aristocrática vivienda, era la única persona que permanecía junto a su lecho prodigándole los más exquisitos cuidados y sin separarse de ella un solo instante.

¡Infeliz Enriqueta! Su único consuelo no tardó en serle arrebatado.

—Aquella misma tarde —siguió diciendo la joven señora de Quirós— unos hombres de aspecto horrible que, según supe después, eran de la policía, entraron en mi cuarto para arrebatarme casi a viva fuerza a la desgraciada Tomasa, que gritaba y se defendía como una loca.

—Conozco ese suceso —dijo Álvarez con voz temblorosa por la emoción.

—¡Cómo! ¿Sabes tú lo ocurrido?

—Mi fiel compañero, Perico, averiguó en la emigración todo lo ocurrido a su tía, y del mismo modo su triste fin. La pobre Tomasa llevaba mis papeles comprometedores ocultos en el pecho; la policía los encontró, sentenciola un consejo de guerra a reclusión perpetua como agente de nuestra conspiración, y la infeliz fue conducida a la cárcel-galera de Alcalá, donde murió al poco tiempo. La desgraciada, quebrantada por el dolor, falta ya de su primitiva energía, y agobiada por los achaques de la vejez, no podo resistir tan inmenso infortunio.

El recuerdo de su fiel doméstica, a la que consideraba como una segunda madre, sumió a Enriqueta en un doloroso silencio, del que le sacó la voz de su antiguo amante.

—Fue aquello un crimen a cuyo autor le ha de pesar algún día, pues hechos como éste no deben quedar sin venganza. Tú conoces al criminal más aún que yo, y acuérdate bien de lo que te digo: ese miserable será castigado.

—¿A quién te refieres? ¿De quién sospechas?

—De ese hombre que se llama tu esposo y cuyo repugnante nombre llevas. Quirós era el único que sabía dónde estaban mis papeles y cómo los guardaba Tomasa. El hecho de haber buscado al día siguiente la policía a la pobre vieja sabiendo ya que los papeles los ocultaba en el pecho, da a entender que tu marido fue quien hizo la delación.

—Tal vez sea así —dijo Enriqueta pensativa—. En ese hombre todo es creíble, pues está acostumbrado a la delación. Es un monstruo.

Y los dos, impresionados por el recuerdo de la infeliz vieja, quedaron en silencio algunos instantes hasta que por fin Enriqueta reanudó su relación.

Tardó mucho en salir de aquella enfermedad, que por ser más moral que física, los médicos no sabían cómo combatir.

Cuando entró en una penosa y difícil convalecencia, la baronesa y el padre Claudio fueron las únicas personas con las que pudo tratarse y que intentaban ejercer sobre ella una influencia sin límites.

Al principio le hablaron sencillamente de cosas religiosas, evitando el hacer la menor alusión a su huida que tantos y tan desfavorables comentarios había producido en el gran mundo; pero cuando ella estuvo ya completamente restablecida, los dos compadres religiosos acometieron francamente la realización de su plan, aconsejándole con acento dulce, pero imperioso, lo que debía hacer. Ella había agraviado mucho a Dios con aquella fuga impúdica, indigna de una joven cristiana y bien educada; por pecados menos importantes iba un alma al infierno por toda una eternidad, y para que ella alcanzase la salvación era preciso que expiase su crimen, cumpliendo por fin aquella vocación religiosa que tan general estimación le valía antes de que fuera tentada por el diablo e ingresando en un convento, como ya se lo había prometido al padre Claudio en el sagrado tribunal de la penitencia.

Enriqueta no opuso ninguna objeción. Estaba demasiado abatida su voluntad por las desgracias, para poder presentar una oposición enérgica, y además comprendía que estando completamente sola y a merced de la baronesa y su director sería inútil su resistencia.

Por esto se limitó a responder evasivamente a todas aquellas excitaciones, y con una astucia que sus dos consejeros no podían recelar en ella, dióles a entender que estaba dispuesta a abrazar la vida monástica, pero que deseaba un plazo para dedicarse a preparar su alma y fortificar su débil cuerpo.

Enriqueta hacía una vida casi claustral, pues su hermanastra era una especie de cancerbero que, interponiéndose entre ella y el mundo, impedía a la joven todo contacto con la sociedad.

Quirós no visitaba ya a la baronesa y sorprendió a ésta hablando un día con su poderoso director y aplicando los más denigrantes calificativos al escritor católico.

Dos meses después de aquella fatal noche, Enriqueta salió por fin a la calle acompañada de su hermanastra, la cual accedía por fin a los consejos del doctor Peláez que pedía para la joven muchos paseos y ejercicios corporales, so pena de que volviese a aparecer la enfermedad con más terrible carácter.

Enriqueta, a poco de entrar en el paseo de la Castellana, conoció su situación social. Sus antiguas amigas volvían el rostro por no saludarla, cientos de ojos se fijaban en ella insolentemente con maliciosa curiosidad y varias veces sorprendió a muchas personas señalándola con expresivo ademán que la llenaba de rubor. La presencia de Quirós, que con aire triunfal se paseaba a pie, siendo objeto de la curiosidad de la gente que ocupaba los coches, dio a entender a Enriqueta el significado de aquella general murmuración.

La virtuosa sociedad aristocrática, clase digna del mayor respeto por lo bien que sabe sofocar el escándalo poniendo a un lado el amante y al otro el confesor, señalaba a Enriqueta con el dedo como la amante de una noche del simpático Quirós, indignándose santamente al ver que su familia no se apresuraba a remediar por medio del matrimonio aquel suceso que redundaba en desprestigio de la privilegiada clase.

La joven, irritada por aquel engaño general, hubiese querido protestar; creía preciso decir que Quirós era un falsario y que el único hombre a quien ella había amado era el revolucionario Esteban Álvarez… pero ¿para qué? Nadie la creería; resultaban muy novelescos e inverosímiles los amoríos de una joven aristócrata con un conspirador que estaba sentenciado a muerte, y además era ya tarde para hacer tal declaración. Ella, vigilada por su hermana, no podía ir de una en otra persona dando explicaciones que nadie le pedía, y Quirós había sabido manejarse tan hábilmente, que era general y arraigada la opinión que le consideraba como raptor de Enriqueta.

Tan terrible fue la impresión que experimentó la joven que ya no quiso salir más a paseo y permaneció encastillada en su cuarto, evitando hasta el entrar en el salón de la baronesa como si las pocas personas que visitaban a ésta pudieran hacer al verla los mismos comentarios infamantes que le producían un terrible remordimiento.

Por entonces comenzó a experimentar con mayor fuerza ciertos síntomas que ya se habían marcado antes en su organismo aunque ella no les daba gran importancia.

Tuvo continuamente náuseas, vomitó con frecuencia y algunas noches sintió algo extraño y doloroso en sus entrañas.

Enriqueta no era tan inocente que no llegase a comprender lo que aquello significaba y por eso su terror fue inmenso cuando, a pesar de todas las precauciones martirizantes a que obligaba su cuerpo para ocultar su estado, doña Fernanda se enteró de lo que ocurría.

La ira de la baronesa no tuvo límites. Dio dos soberbias bofetadas a Enriqueta y en este mismo tono hubiera seguido a no ser porque la detuvo alguna oculta consideración. Pero de palabra supo desahogar su rabia.

—¡Ah, grandísima cochina! ¡En buena nos has metido! Ahora te salen a la cara tus porquerías con aquel pillete que debía estar en España para que le dieran garrote.

Así nombraba doña Fernanda al capitán Álvarez por primera vez, después de la célebre noche de la fuga.

Desde que la baronesa hizo tan fatal descubrimiento no hubo ya tranquilidad en aquella casa.

Sus conferencias con el padre Claudio fueron numerosas, y Enriqueta no tardó en notar que algo muy importante inquietaba al director y su penitenta.

Las desgracias y más que todo aquella existencia árida y monótona habían modificado el carácter de la joven haciéndola curiosa hasta la imprudencia. Por mil medios procuraba ella escuchar los diálogos entre el jesuita y la baronesa y así pudo saber lo que ocurría.

Aquel Quirós o era el mismo diablo o por lo menos tenía hecho pacto con Satanás, pues únicamente de este modo podía comprender doña Fernanda que sin entrar en la casa ni mantener con su persona la menor relación, tuviera conocimiento del estado en que se hallaba Enriqueta.

—Ese canalla —decía el padre Claudio a su penitenta refiriéndose a Quirós— se da buena maña en deshonrar a Enriqueta para conseguir sus fines. Ahora va proclamando por todas partes el estado en que se halla la niña y dice a cuantos le quieren oír que nosotros por nuestro egoísmo nos oponemos a que él y Enriqueta se casen a pesar de lo mucho que se aman.

La baronesa desesperábase al saber las tretas de su antiguo amigo que demostraba ser un perfecto aventurero.

Lo que más excitaba su rabia, era el reconocer que el padre Claudio se declaraba impotente para combatir a aquel travieso enemigo. Recordaba el jesuita lo mucho que el escritor católico podía decir contra la Orden y sus negocios, y esto hacía que se limitase a lamentarse de su audacia sin atreverse a poner en juego contra él su poderosa influencia.

La cínica propaganda de Quirós dio pronto sus resultados.

La baronesa apenas si podía salir de su casa sin verse obligada a tratar tan enojoso asunto, emprendiendo agrias discusiones con sus antiguas amigas, que en nombre de la moral y para evitar un escándalo deshonroso para la clase, le pedían que casase a la niña cuanto antes. En las juntas de cofradía veíase obligada a disputar muchas veces con beatas aristocráticas a las que consideraba como amigas inseparables, las cuales llevadas de esa falsa bondad que obliga a mezclarse en todos los negocios que nada importan, tomaban la defensa de Quirós, al cual elogiaban como buen muchacho y de sanos principios y dando por seguro que Enriqueta y él se amaban desde mucho tiempo antes, pedían a doña Fernanda que remediase el terrible escándalo e hiciese la felicidad de aquellos muchachos casándolos.

Bien había sabido urdir su plan aquel infame Joaquinito, impidiendo a la baronesa que lo deshiciera relatando la verdad de todo lo ocurrido.

Doña Fernanda, para desenmascarar a aquel farsante, podía decir que el verdadero amante de su hermana, el hombre tras el cual ésta había huido, era un pobre militar y por añadidura revolucionario; pero el orgullo de clase —circunstancia sabiamente prevista por Quirós— se rebelaba impidiendo a la baronesa hacer tal declaración, que atacaba el prestigio de la familia y su tradición religiosa y monárquica, y una vez que hablando con la más íntima de sus amigas se atrevió a iniciar algo de lo ocurrido, revelando el nombre del verdadero seductor, se detuvo al ver la sonrisa incrédula con que sus palabras eran acogidas.

Era inútil decir la verdad, pues aquel público preocupado de antemano y hábilmente influido por Quirós la acogería como una pura novela.

Conforme crecían el escándalo y la murmuración, la rabia del jesuita y su penitenta iban en aumento. Urgíales tomar una resolución para poner término a aquel estado de cosas que era el continuo tema de conversación en los salones.

Llevar a Enriqueta a un convento era imposible. La joven se resistía, y además, esto hubiera recrudecido la cruzada que Quirós levantaba contra la baronesa y su director, pintándolos como monstruos, que por egoísmo se oponían a la unión santa de dos jóvenes amantes.

Pero el padre Claudio, conforme aumentaban los obstáculos, se revolvía más furioso contra ellos y además le ponía fuera de sí el aire triunfal y la sonrisita de superioridad que Quirós ostentaba cada vez que lo encontraba a su paso.

No eran ya sus planes sobre el porvenir de Enriqueta lo que le hacía defenderse tercamente de las maniobras de aquel aventurero; era su orgullo herido, pues la consideración de que el maestro pudiera ser vencido por aquel intrigantuelo audaz, le ponía fuera de sí.

Casi al mismo tiempo se le ocurrió a él y a la baronesa idéntica idea. Llamaron al doctor Zarzoso, y el padre Claudio, con la gran confianza que le daba su superioridad sobre el protegido, ordenole sin duda el aborto; pero Enriqueta estaba sobre aviso. Palabras sueltas oídas al descuido, y su instinto de mujer que parecía haberse aguzado con tan continuas peripecias, la hacían presentir lo que contra ella se tramaba y por esto se negó rotundamente a tomar cuantas medicinas le ordenaba Zarzoso, ni a cumplir muchos de los mandatos de su hermanastra.

Hubo a diario escandalosos altercados y golpes a granel en la casa de Baselga; la servidumbre, siempre curiosa, se enteró de cuanto ocurría entre las dos hermanas, y aquel endiablado Quirós que estaba al corriente de todo lo que sucedía (como si algún duende en forma de doncella o de lacayo fuera a hablarle al oído a cambio de un billete de cinco duros), extremó más que nunca sus ataques contra la baronesa y su director diciendo que querían envenenar a la pobre Enriqueta, o por lo menos hacerla abortar para lo cual recibía los más bárbaros tratamientos.

Él daba detalles a cuantos se los pedían en los salones sobre los tormentos sufridos por Enriqueta y aseguraba que la infeliz cediendo a las amenazas de sus tiranos, tercos en su propósito de impedir el casamiento, aseguraba que no era con él con quien se había fugado sino con un capitán que ahora estaba emigrado. Y todos los oyentes de Quirós sonreían sarcásticamente al escuchar esto, confesando que la baronesa demostraba poca imaginación al inventar una historia tan ridícula e inverosímil como era la de los amores de su hermana con un revolucionario.

Por aquella afirmación que la infeliz Enriqueta hacía para contentar a su hermana, de que Quirós no había sido su raptor, permanecía inactivo el escritor católico y no solicitaba el auxilio de los tribunales; pero ya que le era imposible valerse de su derecho se defendería con la pluma, su única arma, y ya estaba preparando un folleto en el que relataría todo lo ocurrido demostrando quiénes eran la baronesa y su director.

Crecía con esto la importancia de Quirós, que considerado por muchos como un segundo Abelardo, separado violentamente de su Eloísa, paseaba por los salones su romántica aureola de amante desgraciado.

El padre Claudio rugía de furor contra aquel farsante que parecía gozarse en su desesperación.

Intentó poner en juego todos los ocultos resortes de que disponía para mover y transformar la opinión pública; pero fue en vano. Sus subordinados en los confesonarios, en las visitas y hasta en el púlpito, con alusiones bastante claras intentaron hacer saber toda la verdad al aristocrático público; pero el trabajo resultó infructuoso. Aquella sociedad elegante respetaba mucho al padre Claudio pero no tenía en menos aprecio el satisfacer su curiosidad maligna, hambrienta de escándalos, y entre el jesuita y el placer que le proporcionaba el comentar aquella lucha, despreciaba al primero y se ponía resueltamente al lado de Quirós.

Mientras tanto adelantaba el embarazo y aquel escándalo del cual Enriqueta apenas si tenía noticia, se hacía cada vez más intolerable para la baronesa que casi había roto las relaciones con todas sus amigas y evitaba el presentarse en público como si ella fuese la que se hallaba en un estado deshonroso.

Un día Enriqueta recibió del padre Claudio, y como a quemarropa, la proposición de casarse con Joaquinito Quirós.

Ella jamás supo la causa de aquella rápida transformación, ni la baronesa pudo explicarse claramente el rápido cambio que experimentó su director, antes tan tenaz en combatir a Quirós y «su infame canallada» como decía en sus momentos de desesperación impotente; pero todo se explicaba sabiéndose que Joaquinito había estado el día anterior en el despacho del padre Claudio.

Audaz era éste y sin embargo, quedó pasmado ante la insolencia de aquel mozo que, sin inmutarse al ver la acogida casi feroz que le hacía el jesuita le dijo así:

—Creo que ya nos hemos hecho bastante la guerra y que no es necesario pasemos adelante para saber quiénes son el vencedor y el vencido. ¿No es lástima, querido maestro, que dos hombres de nuestro valor se hagan la guerra y se destrocen para servir de diversión a toda esa gente aristocrática estúpida de nacimiento? Que esto cese y a ver si nos arreglamos. Yo lo necesito a usted para que me proteja y encumbre y a vuestra paternidad le resultan muy buenos mis servicios en ciertas ocasiones. Recuerde usted hace pocos meses lo bien que le serví en el asunto de Tomasa, aquella vieja gruñona. ¡Vaya, querido maestro! Nos acreditamos esta vez de imbéciles si no nos entendemos. Usted le busca a Enriqueta sus millones y yo también: en este punto estamos de perfecto acuerdo; a ver si nos ponemos del mismo modo en los demás. Usted tiene ya seguros los millones de Ricardito Baselga, a quien ya me parece estar viendo embutido en la sotana de la Compañía. Los de Enriqueta serán también de usted con el tiempo; pero cáseme usted con ella; déjeme que goce sus riquezas en usufructo y me proporcione otras con audaces especulaciones, que yo le aseguro seré su más fiel discípulo y antes que defraudarle cuidaré de administrar acertadamente los bienes de mi mujer. La fortuna de Enriqueta será de la Orden: todo consistirá en que ingrese en el tesoro de la Compañía algunos años después de lo que usted había pensado. ¡Qué!… ¿Estamos acordes, querido maestro? ¿Volvemos a ser otra vez buenos amigos?

Y el aventurero tendió su mano al poderoso jesuita.

Pudo ser convencimiento de la propia impotencia, simpatía por un discípulo tan hábil y aprovechado o ambas cosas a un mismo tiempo; pero lo cierto es que el padre Claudio cediendo repentinamente, estrechó la mano de Quirós y la unión entre ambos quedó pactada.

El resultado de esta escena, que quedó en secreto aun para la misma baronesa, fue que el jesuita se declarara partidario repentinamente de una solución antes tan odiada como era la de casar a Enriqueta con Quirós.

Doña Fernanda, acostumbrada a obedecer sin réplica a su poderoso director, ayudole en la tarea de convencer a Enriqueta y hasta el padre Felipe, el bonachón «caballo padre» de la Compañía que, como de costumbre, pegado a las faldas de la baronesa era el más sólido lazo que unía a ésta con la Orden, puso de su parte cuanto pudo para convencer a la joven de que debía dar su mano a un muchacho tan honrado y buen católico.

Enriqueta que, aunque no por completo, conocía algo del escándalo que hacía trizas su nombre y que sabía que el mundo la suponía enamorada de Quirós, odiaba a éste a pesar de que aún creía que en aquella noche fatal él había sido el salvador del capitán Álvarez.

La consideración de que aquel hombre aparecía a los ojos del mundo ocupando el lugar que únicamente correspondía a Álvarez, era suficiente para que ella lo mirase con marcada antipatía y por esto cuando el jesuita le propuso el casamiento con Quirós, contestó con una negativa rotunda.

Cuando Enriqueta en el fondo de la oscura capilla al relatar a su antiguo amante su vida durante tan larga ausencia, llegó al punto de su matrimonio con Quirós, su voz se hizo aún más débil y temblorosa y las lágrimas volvieron a correr por su rostro.

Ella sabía bien que no podía justificar la locura y la infidelidad con que había procedido al dar su mano a Quirós, pero quería demostrar que no era por completo culpable de tal veleidad y que a las circunstancias era a quien debía hacerse responsables antes que a ella.

El padre Claudio la asedió a todas horas con sus consejos, dichos en tono paternal, demostrándole bajo los más diversos aspectos que su casamiento con Quirós era lo único que podía poner a salvo su honra y la de la familia. Era inútil que ella se extremase en demostrar que el capitán Álvarez era su verdadero seductor y que en aquella noche infausta Quirós no había desempeñado otro papel que el de amigo oficioso. La sociedad creía tenazmente lo contrario y consideraba los amores de Enriqueta con un revolucionario como una fábula ridícula inventada por la baronesa y su director. Tomasa que era el único testigo que podía probar lo contrario había muerto.

Comprendía el jesuita que la resistencia de la joven descansaba principalmente en el amor que aún sentía por Álvarez y a combatir esta pasión dirigiéronse todos sus esfuerzos.

Con aquella facilidad de expresión que tan convincentes hacía sus palabras, el padre Claudio turbó la firmeza amorosa de la joven haciéndole ver que era una locura seguir adorando a un hombre que la abandonó en críticas circunstancias y que ahora viviendo en París, halagado por todas las impúdicas seducciones de la gran metrópoli, no se acordaba de ella.

Esto producía mucho daño a Enriqueta, la cual condoliéndose de que Álvarez no le hubiera escrito desde que huyó, se inclinaba a creer en aquel olvido que para martirizarla le recordaba el padre Claudio.

Ignoraba la infeliz que la baronesa llevaba ya quemadas unas cuantas cartas de Álvarez.

Conforme se desvanecía la fe de la joven, el jesuita redoblaba sus ataques pintando a Quirós como un dechado de perfecciones y de caballerosidad. El padre Claudio se enfadaba al notar la antipatía que la joven profesaba a Joaquinito. ¡Pobre muchacho! ¡Odiarlo justamente por una de sus más nobles acciones! Porque ahora resultaba, según las afirmaciones del jesuita, que si Quirós había mentido presentándose en público como el raptor de Enriqueta era tan sólo por salvar a ésta, a la que amaba en silencio desde mucho tiempo antes y evitar que fuese complicada en la causa que se había formado a Álvarez como conspirador.

Además, su abnegación era sublime y digna de las mayores consideraciones. Sólo un alma grande, un hombre verdaderamente enamorado era capaz de ofrecer su mano y su honor a una joven que casi había visto en los brazos de otro.

Todo esto impresionaba poco a Enriqueta, pero últimamente el jesuita la conmovió profundamente con una proposición que le hizo en nombre de la baronesa.

El honor de una familia tan ilustre no había de quedar por los suelos. O se casaba con Quirós, lo que haría terminar tan vergonzosa situación cortando de raíz las murmuraciones, o entraba inmediatamente en un convento para expiar su falta con continuas oraciones.

Enriqueta, al llegar a este punto de su relación, se detuvo como si la vergüenza le impidiera seguir adelante y al fin dijo con voz temblorosa:

—Fui débil y cedí. Los placeres del mundo me atraían aún y temblaba solamente al pensar que podía verme encerrada en un convento para siempre. Por otra parte me movía una consideración de faena irresistible. Sentía agitarse en mis entrañas un ser al que amaba con delirio antes de haberlo visto y con el cual conversaba como una loca en la soledad de mi cuarto. ¿Iba a ser por mi culpa un desgraciado, sin nombre y sin padres conocidos, al cual mirase la sociedad como un fruto de deshonra? Esto fue lo que me impulsó a ser perjura, a olvidarme de ti por el momento uniéndome a un hombre a quien aborrezco. Fui traidora, te ofendí del modo más villano pero todo lo hice con tal de borrar el deshonor de la frente de mi hija. Sacrifiqué tu amor a cambio de la felicidad de un ser que lleva tu sangre.

Esteban, impresionado por las últimas palabras, pareció olvidarse de todo lo dicho anteriormente por Enriqueta.

Parecía dudar ante una felicidad inesperada.

—¡Pero esa niña!… ¿Es realmente hija mía?

—Sí, Esteban. Mi María es tan hija tuya como mía. Te lo juro por la memoria de mi madre cuyo nombre lleva ella.

—¡Ah!, ¡hija mía! —murmuró Álvarez con acento inexplicable.

Y las lágrimas asomaron a los ojos de aquel hombre enérgico cuyo férreo carácter no habían logrado nunca enternecer las más supremas emociones.

III. EL PRESENTE DE ENRIQUETA

Quedaron silenciosos los dos antiguos amantes durante algunos minutos, como saboreando el placer que les producía pensar en el ser inocente venido al mundo, cual recuerdo de aquella noche de amor tan trágicamente interrumpida.

Enriqueta fue la primera en romper aquel silencio, pues sentía deseos de hacer olvidar el pasado a Álvarez hablando únicamente de su hija.

—¡Si vieras cuán hermosa es! Su parecido contigo es tan exacto, que hasta Fernanda, que te ha visto pocas veces, lo notó desde el primer instante. Bastaría que vieses a mi Marujita un solo momento para que inmediatamente te convencieras de que es tu hija. Hay algo en aquellos ojitos que es una chispa de la misma luz que brilla en los tuyos.

Álvarez seguía pensativo y de vez en cuando fruncía las cejas como agobiado por una idea penosa. Por fin habló para preguntar a Enriqueta con cierta rudeza:

—Y tú, ¿amas mucho a tu esposo?

—¡Quién!… ¿Yo? Lo aborrezco. Es un infame.

—Entonces serás muy desgraciada.

—Tengo a mi hija y esto me basta. Nunca he amado a Quirós. En los primeros días de nuestro matrimonio, le miraba con indiferencia benévola. Lo consideraba como una persona amable con la que estaba obligada a vivir, y procuraba tratarle con cierto afecto, aunque evitando siempre la menor intimidad

—¿Y las costumbres matrimoniales? —pregunta Álvarez con tono de incredulidad.

—No han existido nunca para nosotros. Cuando preparado ya el asunto por el padre Claudio vino Quirós a casa a pedir mi mano a Fernanda, yo le hablé con entera claridad, recordándole el amor que a ti te profesaba. Fingió él gran desesperación por mis palabras; pero con todo se conformó, con tal de ser mi esposo, diciendo que el tiempo se encargaría de hacerle justicia y de procurar que yo le amase aunque sólo fuese un poco. Las condiciones que entonces pactamos se han observado hasta hoy. A la vista de la sociedad somos un matrimonio cual todos, con nuestras alternativas de cariño y de enfado; pero en la intimidad dentro del hogar, Quirós y yo nos tratamos con toda la ceremoniosa frialdad de los príncipes que por razón de Estado, se unen para siempre. Mis habitaciones están a un extremo de la casa y las suyas al otro; pasan días sin que crucemos más palabras que las que nos obliga a fingir la presencia de algún extraño. Los dos tenemos muy diversas preocupaciones que nos obligan a no pensar en nuestra situación. Él sólo se ocupa de la política, de su periódico y de todos los medios propios para convertirse en un personaje importante, y yo dedico el día entero al cuidado de mi hija.

—¿Pero ese hombre nunca ha intentado hacer valer sus derechos de marido?

—Sí, hubo una época, a raíz de nuestro casamiento, en que emprendió la conquista de mi afecto en toda regla. Mostrábase amable hasta la impertinencia, y me asediaba de mil modos; pero de entonces data el odio que le profeso y que reemplazó a la antigua indiferencia con que le miraba. Un día, creyendo con ello halagarme y demostrar la intensidad de su amor, me hizo una confesión monstruosa, horrible. Desde entonces lo detesto considerándolo como un ser abyecto y repugnante.

—¿Qué te dijo? —se apresuró a preguntar Álvarez—. ¿Dudas decírmelo? ¿No tengo yo derecho para saber todas tus cosas?

Enriqueta no disputaba a su antiguo amante el derecho de saber cuanto le ocurría, aun aquello de carácter más íntimo pero se resistía a revelarle aquella declaración de Quirós, que ponía al descubierto toda la ruindad de su alma.

Ella no quería crear conflictos ni aumentar la desesperación de su antiguo amante. Aunque odiase a Quirós, al fin era su marido ante el mundo y no debía concitar contra él las iras de nadie.

Álvarez como si adivinase lo mucho que le importaba aquella declaración importunaba a Enriqueta para que hablase.

Rogó, amenazó, manifestose ofendido en su dignidad y al fin, después de muchas vacilaciones y de hacerle prometer que no intentaría nada contra Quirós, se decidió Enriqueta a hablar, vencida por la curiosa tenacidad de su amante.

—Pues bien, ese hombre que ahora se llama mi esposo es el autor de tu desgracia y por tanto de la mía. Él fue quien te delató al Gobierno como conspirador, facilitándote después la huida para apoderarse mejor de mí.

Álvarez no esperaba aquella revelación; así es que hizo un marcado ademán de sorpresa. Pero pronto la reflexión le hizo creer que era imposible aquello que Enriqueta le revelaba.

—Eso no puede ser —dijo—. Quirós no me conocía ni sabía que tú me amabas, y mal pudo averiguar mis compromisos políticos que yo ocultaba con tanto cuidado.

—Mi marido fue el delator. Es inútil que te empeñes en reflexionar sobre la certeza de lo que te digo. Él mismo me confesó su crimen un día que yo resistía como siempre a sus halagos amorosos. Me dijo entonces que me amaba desde el primer día que entró en casa haciéndose amigo de mi padre, y además, que conociendo mis relaciones contigo, y enloquecido por los celos, te había delatado con el deseo de que huyeses o perdieras la vida, pudiendo él entonces dedicarse con entera libertad a mi conquista. Él me hizo tan horrorosa confesión con el propósito de demostrarme la inmensidad de su amor, que le había conducido hasta el crimen; pero desde entones le odio y siento ante él la misma repugnancia que en presencia de una inmunda alimaña. Debe él haber conocido el horror que me inspira, por cuanto desde entonces ha cesado de importunarme con sus demandas amorosas y se dedica en absoluto a sus aficiones políticas.

Esteban estaba convencido de la maldad de Quirós. Aunque no podía comprender por qué medios el repugnante aventurero había averiguado sus compromisos revolucionarios, la declaración de Enriqueta borraba todas las dudas que pudieran ocurrírsele.

Él, durante la época de su emigración en París y recordando sus desgracias, había llegado a creer que el delator era el padre Claudio terriblemente ofendido y ansioso de venganza por la conferencia algo violenta que ambos habían tenido en la plaza de Oriente; pero ahora desechaba sus anteriores sospechas para hacer caer toda la responsabilidad sobre Quirós.

Ignoraba que el jesuita y su discípulo iban íntimamente unidos en el asunto de la delación.

Enriqueta, después de hacer aquella declaración, mostrábase arrepentida de su femenil ligereza y procuraba convencerse de que su antiguo amante no intentaría nada contra Quirós.

—No te preocupes tanto en favor de ese canalla —dijo Álvarez con rudeza—. Por más que te empeñes y ruegues en su favor, día ha de llegar en que yo le exija severas cuentas por su infame conducta. Mas por el momento permanece tranquila. Pesan sobre mí peligros muy terribles y tengo demasiado interés en permanecer oculto para que vaya yo a comprometerme y a poner en peligro una empresa casi santa presentándome ante ese miserable. Ya vendrá el tiempo en que a la luz del día podré retar a tu marido concediéndole la honra de morir como un caballero.

El interés que manifestaba Álvarez en permanecer oculto hizo pensar a Enriqueta en la situación aventurada que atravesaba su amante.

—Haces bien en ocultarte —le dijo—. Según he oído varias veces a mi hermana, una sentencia de muerte pesa sobre ti, y es realmente una imprudencia que te presentes en las calles en pleno día. ¿A qué has venido a Madrid?

Álvarez sonrió con expresión algo feroz.

—No tardarás en saberlo, y contigo todo Madrid. Mi presencia en España nada bueno indica para lo existente. Soy como esas aves funestas que vuelan delante de la tempestad anunciándola y pronto estallará el trueno sobre esas santas instituciones de que hablaba hace poco ese jesuita empalagoso que no sé cómo escuchas con calma. Ya veremos si todo ese público distinguido que tanto se entusiasmaba hace poco, sabe salir a la defensa de lo que va a perecer.

Enriqueta que, a pesar de todo su amor, estaba influida por las preocupaciones de clase, se estremeció al escuchar tales palabras y miró alarmada a Álvarez.

—Pero ¡Dios mío!, ¿qué vais a hacer?

Esteban no contestó, limitándose a sonreír del mismo modo que antes.

Quedaron silenciosos los dos amantes y oyeron sonar en el fondo de la iglesia un ruido de hierros que poco a poco iba acercándose.

Era el sacristán que, agitando un gran manojo de llaves, iba por las capillas diciendo en alta voz a las beatas rezagadas.

«Se va a cerrar. ¡A la calle, pronto, que voy a cerrar!». Nos echan de aquí —dijo Esteban.

—Sí, separémonos antes que nos vean juntos en esta capilla oscura. Adiós, Esteban.

—¡Eh!, aguarda. ¿Crees que podemos separarnos así? ¿No he de volver a verte? ¿O es que quieres que pase espiando unas cuantas tardes la puerta de tu casa aguardando con ansia una ocasión propicia para hablarte?

—No, Esteban; no conviene que nos veamos. En mi estado no son muy regulares estos encuentros, y aunque yo permanezca fiel a mis deberes como estoy dispuesta a hacerlo siempre, nuestras entrevistas serán conocidas y darán pábulo a la murmuración. Además, a ti te conviene permanecer oculto.

—¿Y mi hija? ¿Crees tú que podré yo permanecer tranquilo sabiendo que tengo una hija y sin haberla visto nunca? No, Enriqueta, es preciso que yo la vea, para besarla, para experimentar ese goce paternal que hasta ahora sólo conozco a medias. Enriqueta, ya sabes que yo nunca me detengo cuando me empeño en conseguir lo que deseo. Déjame ver a nuestra hija, o me siento capaz de entrar en tu casa a viva fuerza y hacer una locura, aunque esto me descubra y ponga en peligro mi vida.

Enriqueta sabía que Álvarez era capaz de cumplir sus promesas, y como al mismo tiempo viese en su rostro una expresión conmovedora de súplica, se decidió en favor de lo que le pedía.

—Bien; verás a María. No debíamos hablarnos más, pero que así te empeñas, volveremos a repetir nuestras conferencias aun cuando tengo la convicción de que esto ha de producirnos alguna desgracia.

—¿Cuándo veré a la niña?

—No puedo decírtelo; pero buscaré ocasión propicia para ello. Por de pronto, quedemos acordes sobre el punto donde volveremos a vernos.

—Aquí mismo: es el lugar más seguro para mí.

—Está bien. Pasado mañana dará el padre Luis su última conferencia. Espérame como hoy en este mismo sitio, y ya te diré entonces lo que hemos de hacer para que tú veas a nuestra hija.

—¡Señores! ¡Qué voy a cerrar! ¡Qué se va a cerrar! —gritó el sacristán próximo a la capilla, agitando sus llaves resonantes.

Los dos antiguos amantes se estrecharon las manos, dándose un mudo adiós.

Álvarez, conmovido sin duda por la dulce tibieza de aquellas finas manos, acercó su rostro al de Enriqueta, pero ésta se desasió, separándose rápidamente con las mejillas teñidas por el rubor.

—¡Aquí!… ¡oh, no! ¡Qué horror! Piensa en mi estado actual, y no intentes la menor cosa si quieres que sigamos viéndonos. Seremos dos buenos amigos, o de lo contrario, si eres malo te odiaré. ¡Adiós, Esteban!

Cuando el sacristán agitó sus llaves frente a la capilla, los dos amantes, uno en pos del otro, salían ya de la iglesia.

IV. RENUÉVANSE LAS RELACIONES

Poco a poco fue restableciéndose entre los dos antiguos amantes un afecto, que si no era igual a la pasada pasión, equivalía a algo más que a una intimidad amistosa.

El adormecido amor volvía renacer en Enriqueta y, aun cuando ella, en su interior, se dirigía a sí misma sermones morales recordando sus deberes y el peligro que corría cediendo a la pasión, lo cierto es que muchas veces se olvidaba de que a los ojos de la sociedad pertenecía a otro hombre, y se entregaba sin reserva al trato con Álvarez.

La vigilancia de la baronesa y el género de vida que hasta entonces había hecho, no le permitían salir con frecuencia de su casa completamente sola, pero aprovechaba todas las ocasiones que se le ofrecían para cambiar unas cuantas palabras con Álvarez, unas veces ante el escaparate de una tienda elegante, otras en las alamedas del Retiro, y las más en alguna iglesia donde no fuera muy grande la concurrencia de fieles.

Tanto atrajo a Enriqueta aquel hombre cuya presencia y palabras parecían transportarla a la época más feliz de su vida, que comenzaba a vigilar con menos cuidado a su idolatrada niña y a permitir que la baronesa la tuviera horas eternas en su salón, a pesar de que temía que aquel pequeño ser fuera víctima de alguna asechanza infame.

Enriqueta recordaba aún con horror aquel período de su embarazo durante el cual su hermana y el doctor habían empleado todos los medios para matar la criatura que llevaba en sus entrañas.

Aquella niña estorbaba a doña Fernanda, y como Enriqueta conociendo los sentimientos de su hermana, sabía de lo que era capaz, de ahí que temiera que con su hija se repitieran las mismas criminales tentativas que contra ella.

El vehemente deseo que Álvarez sentía de ver a su bija cumplióse por fin una tarde en que Enriqueta, aprovechando una ausencia de su hermana, salió en coche con la pasiega encargada del cuidado de la niña.

En el paseo, Álvarez, fingiendo ser un amigo íntimo de la familia para no excitar las sospechas de los cocheros y de la doméstica, saludó a Enriqueta y después de una conversación sin importancia, subió al carruaje, tomando en sus brazos la niña que contemplaba aquel rostro desconocido con marcada alarma.

¡Cuan dolorosos esfuerzos hubo de hacer aquel padre para ocultar sus impresiones y no derramar lágrimas de alegría al estrechar la niña en sus brazos!

Aunque muy torpemente, fingió esa indiferencia cariñosa propia de las personas que por cortesía acarician niños ajenos; pero cuando molestada por el roce de sus recios bigotes la niña rompió a gimotear agitándose furiosa en sus brazos, el infeliz padre estuvo próximo a llorar de pena.

Parecíale que su hija se negaba a reconocerle y sintió impulsos de decirle en acento de dulce reproche:

—¡Cállate, pequeñuela! ¿No sabes que soy tu padre?

Varias veces vio del mismo modo el emigrado a su hija y en todas ocasiones se separó entristecido, pues notaba en la pequeña María un desvío y una alarma que le causaban daño.

Durante el tiempo que se verificaron aquellas entrevistas, algunas de las cuales resultaban audaces, pues eran en puntos donde Enriqueta podía ser fácilmente conocida, la joven señora notó en su antiguo amante algo que, despertando sus preocupaciones de clase, la llenaba de terror.

Semanas enteras transcurrían a veces, sin que le viera Enriqueta, que salía muchas veces con la esperanza de que Álvarez, que siempre surgía a su paso como un personaje fantástico, apareciera por alguna parte.

Después Esteban durante muchos días volvía a rondar la calle, recatándose de ser visto y aprovechaba la menor ocasión para hablar con Enriqueta, y cuando ésta se atrevía a interrogarle sobre aquellas extrañas ausencias, el conspirador sonreía de un modo feroz y hablaba de tempestades que estaban próximas.

Enriqueta, a pesar de su inocencia en asuntos políticos, comprendía que algún suceso grave iba a verificarse, y al pensar en el peligro que iba a correr Álvarez, la figura de éste se agrandaba de un modo heroico en su imaginación.

Ella, que por haber oído muchas veces a la escogida sociedad que reunía su hermana, hablar de los furores de la demagogia y del salvajismo de las turbas, odiaba todo lo que significara revolución; no podía menos de alterarse al ver al hombre adorado expresándose de un modo tan terrible; pero la pasión hacía enmudecer todas sus preocupaciones y Álvarez era siempre para ella aquel ser que le había revelado la existencia del amor.

Podía ella, escudada en su estado y recordando sus deberes, oponerse con tenacidad indomable a aquellas pretensiones atrevidas que renacían en Álvarez como retoños de la antigua pasión y que la hacían acoger con expresión ceñuda todos sus osados avances; pero, a pesar de esto, el terrible conspirador era el único hombre que moralmente la poseía y cuya imagen ocupaba por completo su imaginación.

V. MAL ENCUENTRO

Se hallaba Esteban Álvarez hacía ya dos horas en la calle de Atocha espiando desde alguna distancia la casa de Enriqueta.

Era domingo, habían ya dado las diez de la mañana y Álvarez esperaba, confiando en que Enriqueta saldría a misa, sola como otras veces, y podría cambiar con ella algunas palabras a la puerta de la iglesia.

Paseaba el conspirador embozado en su capa para no llamar la atención, y en una de sus vueltas, que le alejó bastante de casa de Enriqueta, al desandar lo recorrido y volver hacia su punto de partida, o sea cerca de la casa de Baselga, vio a pocos pasos en el centro de la acera, a un caballero que envolvía en un rico gabán de pieles una obesidad extraña en un hombre joven.

A aquellas horas en que el Madrid elegante todavía estaba en la cama descansando de los placeres de la noche anterior, resultaba algo raro ver en la calle un personaje tan elegantemente vestido, y tal vez por esto Álvarez fijó en él su atención.

Parecióle en el primer momento al conspirador encontrar algo en aquel hombre que le era conocido y le recordaba algún suceso del pasado que él no podía explicarse tan de repente; pero pasado el efecto que le produjo la primera ojeada, aquella reminiscencia fue desvaneciéndose y, al cruzarse con el bien portado personaje, ya no notaba en él nada conocido.

No ocurría lo mismo a aquel caballero.

Cuando estaba aún separado de Álvarez por algunos pasos de distancia, mirábalo con indiferencia como a un transeúnte descontado, pero al encontrarse junto a él y fijarse en las facciones de Álvarez, que en aquel momento dejaba al descubierto el embozo, su rostro palideció y toda su persona agitose con esa conmoción que produce un encuentro inesperado.

Esta impresión no pasó desapercibida para Álvarez, que volvió a fijarse en el desconocido, haciendo esfuerzos mentales para recordar quién era.

Ya había pasado el caballero de las pieles y se alejaba volviéndole la espalda, a pesar de lo cual, todavía Álvarez, parado y con la mirada fija, siguió examinándolo.

Volvió la cabeza un poco el desconocido para ver si le miraba Álvarez, y entonces, al presentar su rostro de perfil, fue reconocido inmediatamente.

Los rasgos típicos de Quirós surgieron a los ojos de Álvarez destacándose de aquel rostro grasoso y prematuramente marchito.

Aquel descubrimiento conmovió profundamente al conspirador.

Era la primera vez que veía a aquel hombre después de la triste noche en que le conoció, y el recuerdo de su infame traición surgió inmediatamente en su cerebro.

Aquél era el hombre que le había robado la mujer amada; el cínico aventurero que ahora gozaba la opulencia conquistada por medio de sus infamias y que salía de su casa contento y satisfecho como un ciudadano que siente tranquila su conciencia.

Esteban experimentó una repentina indignación que rápidamente se apoderaba de él hasta embriagarlo de rabia, e instintivamente, sin darse cuenta de lo que hacía, siguió a Quirós, quien había apresurado el paso al notar que acababa de reconocerle aquel hombre a quien tanto temía.

En la plaza de Antón Martín fue alcanzado por Esteban, quien se colocó familiarmente a su lado.

Quirós temblaba al sentir a sus espaldas los pasos de aquel hombre que se acercaba rápidamente, pero al verle a su lado hizo, como vulgarmente se dice de tripas corazón, y asomó a sus labios la más amable de las sonrisas.

—¿Me conoce usted? —preguntó Álvarez con voz que enronquecía la ira.

—No tengo el honor… —contestó Quirós, siempre sonriente, y deseoso de prolongar aquella situación difícil con amables palabras.

—Pues soy Esteban Álvarez —le interrumpió el conspirador—. Ya sabe usted que tenemos una antigua cuentecita que saldar y aprovecho la ocasión de encontrarle. A un canalla como usted hay derecho de sobra para aplastarlo aquí mismo, pero soy generoso y le doy tiempo para morir como un caballero. ¿Cuándo estará usted dispuesto a romperse el bautismo conmigo?

—Pero ¡por Dios!, señor Álvarez. ¿Por qué hemos de reñir dos buenos amigos como nosotros lo somos? Usted está en un error, no conoce mis actos y me toma por algo que yo no soy. Comprendo que usted esté enfadado conmigo, pero esto es porque no conoce mi verdadera conducta. En el momento que usted sepa la verdad de cuanto yo hice, me lo agradecerá y hasta es posible que se convierta en mi mayor amigo.

Álvarez quedó pasmado ante el cinismo de aquel hombre.

—¡Cómo, miserable! —dijo indignado—. ¿Qué es lo que yo te he de agradecer? Me pasma tu sangre fría, ¡gran canalla! Basta de palabras. O te bates conmigo hoy mismo o te estrangulo inmediatamente.

—Pero, señor Álvarez, ¡por la sangre de Cristo! No se sulfure usted ni me trate de un modo que no merezco. Es cierto que yo soy hoy el esposo de la mujer que usted amaba, pero esto ha sido contra mi voluntad; a las circunstancias hay que culpar más que a mi persona. Por evitar compromisos a Enriqueta y buscando que no apareciera complicada en la causa que a usted le formaron, creí útil el fingir que era yo su raptor; esto sin ninguna intención malvada; después, el mundo, con sus murmuraciones, agravó lo que yo había hecho sin proponerme ningún fin determinado, y merced a las gestiones de respetables personas que querían evitar el escándalo, me vi en la precisión de optar entre la deshonra de Enriqueta o el darle mi mano. ¿Qué hubiera usted hecho en mi caso? Lo mismo que yo indudablemente. Había que salvar el honor de una mujer a quien usted no podía devolvérselo, y usted mismo debía agradecerme este noble sacrificio que hice.

—¡Mientes, miserable falsario! —rugió Álvarez cada vez más indignado por el cinismo de aquel hombre—. ¡Con qué facilidad sabes disimular tus repugnantes traiciones! ¡Cómo intentas justificar tus actos que excitan la cólera de toda persona honrada! Tú eras un aventurero hambriento de poder y de riquezas; pusiste tus ojos en Enriqueta y aprovechaste la ocasión para perderme a mí y apoderarte de una pobre joven para ser dueño de su fortuna. Te has valido de todo cuanto de malo existe en el mundo para realizar tus ambiciones. Has sido delator, cobarde, hipócrita y, sobre todo, embustero; pero te ha llegado ya tu hora, como les llega a todos los canallas y te las vas a ver conmigo que he sido la víctima de tus infamias. Admite este reto con que te honro o te aplasto aquí mismo.

—Repórtese usted, señor Álvarez; serénese usted y piense que estamos en la calle llamando la atención y que yo no tengo por qué ocultarme ni estoy interesado en que nadie me conozca.

—¡Aún me insultas! —dijo Álvarez acercando su rostro congestionado por la ira, al de Quirós, que estaba cada vez más pálido—. ¡Aún te atreves a hablar de mi desgraciada situación que me obliga a vivir oculto cuando tú eres el autor de mi infortunio!

—¿Yo, señor Álvarez? —exclamó Quirós abriendo sus ojos cuanto pudo para demostrar su extrañeza e inocencia—. ¿Yo el culpable de que usted, por revolucionario, se halle fugitivo y sentenciado a muerte?

—Sí, tú —afirmó Álvarez con energía—. Tú que fuiste quien me denunció; tú que entregaste a la infeliz Tomasa a la policía causando su muerte; que hiciste llegar a manos del gobierno mis papeles políticos, por los cuales muchas familias lloran hoy a sus padres que viven en presidio, y que has hecho caer sobre mí una sentencia de muerte.

Y Álvarez, al recordar el cúmulo de desgracias que había producido la traición de aquel hombre y al verlo ante él con la expresión de un hombre feliz y la prosopopeya de un personaje, sintió que su indignación llegaba al paroxismo y sin darse cuenta de lo que hacía, avanzó sus manos intentando estrujar aquel cuello grasoso y blanducho que se hundía en la solapa de ricas pieles.

Quirós se libró retrocediendo algunos pasos y en sus mejillas pálidas notose un temblor nervioso.

—Repórtese usted, señor Álvarez. Por interés a usted se lo advierto: estamos llamando la atención de la gente y a usted no le conviene un escándalo en medio de la calle.

El conspirador recobró un poco la calma con esta observación, y mirando a su alrededor vio parados a pocos pasos de distancia a algunos chicuelos y criadas de servicio que esperaban con plácida curiosidad que aquellos dos señoritos se dieran de mojicones.

Esta expectación le hacía correr el peligro de ser detenido por los agentes de la autoridad y tal pensamiento bastó para que inmediatamente fingiera una fría calma que estaba muy lejos de sentir.

—Es verdad —dijo el capitán—, estamos llamando la atención y esto no es conveniente. Acabemos pronto.

—Acabemos —dijo Quirós, que estaba más deseoso que nunca de terminar aquella situación saliendo escapado inmediatamente.

—¿Dónde ventilamos nuestro asunto?

—Ahora no puedo. Me esperan para una cuestión política de gran importancia.

—Siento que retardemos el placer que indudablemente ha de producirnos vernos los dos frente a frente. Sin embargo me hallo dispuesto a complacerle retardando el encuentro. Nos veremos esta noche. Señale usted punto y hora.

—Pero, señor Álvarez, esto es usurpar la misión de nuestros respectivos padrinos. Ellos se encargarán de arreglar todos estos detalles.

—¿Qué está usted diciendo? ¿Cree usted acaso que vamos a perder un tiempo precioso incomodando a cuatro amigos con el asunto de nuestras enemistades que a ellos nada les importan? Quédense los padrinos y las negociaciones de honor para aquellos lances que son susceptibles de arreglo; aquí no son necesarios tales preparativos. Uno de nosotros sobra en el mundo. El asunto no puede ser más sencillo; se trata de ver si un hombre honrado puede matar noblemente a un pillo a quien podía en este mismo momento estrangular. Tome usted un revólver esta noche y acuda al sitio que tenga a bien señalar.

—Pero… ¡don Esteban! ¡Eso es brutal!, ¡eso es salvaje! Los caballeros como nosotros deben arreglar sus cuestiones de un modo más distinguido. Dígame usted dónde vive y yo le enviaré mis padrinos.

—¡Ea, basta de farsas! ¿Cree usted que un hombre fugitivo como yo, y sentenciado a muerte, está en circunstancias para perder el tiempo y exhibirse en negociaciones que por más que ocultáramos no tardarían en ser públicas? Yo, fugitivo, oculto y comprometido en importantes empresas, no dispongo de amigos para mezclarlos en estos asuntos, ni puedo dar mis señas a un hombre acostumbrado a las delaciones policiacas. ¡Acabemos ya! O viene usted esta noche a matarse, o le abofeteo y le doy de puntapiés aquí mismo.

Y Álvarez se adelantaba hacia su enemigo, dispuesto a unir la acción a la palabra.

Quirós a pesar del miedo que experimentaba, sintió sublevarse su dignidad ante aquella agresión y cobrando valor contestó con cierta firmeza:

—Está bien. ¡Basta ya de insultos! Nos batiremos como a usted le parezca mejor. Estoy a sus órdenes esta noche.

—¿Punto y hora?

—Si le parece a usted podríamos reunimos a las nueve de esta noche frente a las Caballerizas Reales. De allí podemos dirigirnos a la Casa de Campo, y junto a sus tapias podremos cambiar algunos tiros, sin temor a que nadie nos estorbe.

—Conforme. Ahora sólo falta que usted me prometa no olvidar ese compromiso que ahora contrae.

—¡Caballero! ¿Cree usted que yo falto en asuntos de honor?

—Yo tengo derecho a esperarlo todo del hombre que me delató. ¡Júreme usted no faltar esta noche a la cita!

—Lo juro —dijo Quirós, que deseaba cuanto antes terminar aquella conversación, aunque para ello tuviera que aceptar las mayores humillaciones.

—Está bien. Por su interés le advierto que si usted falta a su juramento no será la última vez que nos veremos, y entonces seré más exigente. Buenos días.

Apenas Álvarez volvió la espalda, Quirós se apresuró a alejarse.

El diputado ultramontano estaba aún agitado por aquella débil indignación que le habían producido los insultos de Esteban Álvarez, pero conforme se iba alejando, se desvanecía la animación que le había sostenido momentos antes, y al llegar a la calle de Carretas, Quirós ya comenzaba a estremecerse pensando en lo prometido.

El esposo de Enriqueta aterrábase al imaginarse la posibilidad de que aquella misma noche, en la oscuridad, y junto a una tapia solitaria, se viera, revólver en mano, frente a Álvarez, que tenía para él la supremacía del hombre honrado sobre el canalla.

El miedo le aturdía de tal modo que le hacía discurrir torpemente.

Él no se batía de aquel modo tan brutal y desprovisto de probabilidades de arreglo, aunque una legión de hombres como Álvarez le pateasen las costillas en medio de la calle.

Ante el mundo tenía él, para poner a salvo su honor, el pretexto de que un personaje de su importancia no podía batirse con un revoltoso sentenciado a muerte. Esto encubriría perfectamente su cobardía, y aún añadiría a su persona una gran dosis de dignidad.

Pero apenas aceptaba la consoladora solución de no acudir a la cita, conmovíase pensando que al día siguiente, al salir de su casa, volvería a encontrar a aquel enemigo, más amenazante e inflexible que nunca.

¡Dios santo! ¿Qué iba a hacer? ¿Qué resolución sería la más acertada?

¡Ah!, ya lo tenía pensado. Iría inmediatamente a consultar con el padre Claudio, que estaba tan interesado como él en librarse de Álvarez, y entre los dos encontrarían el medio más adecuado de suprimir a tan tenaz e iracundo enemigo.

VI. EN DEMANDA DE AUXILIO

El padre Claudio estaba aquel día dado a todos los diablos, según se decía Quirós al salir de su despacho.

Apenas el diputado cambió con él las primeras palabras, conoció que algún asunto de gran importancia, y no muy grato, preocupaba al poderoso jesuita, hasta el punto de hacerle olvidar aquel disimulo sonriente que era en él característico.

El padre Claudio, contra su costumbre, se mostraba brusco y malhumorado, y tal era su distracción que se le habían de repetir muchas veces las mismas palabras para que llegase a fijarse en ellas.

Nunca había visto Quirós en tal estado al reverendo padre, y no podía comprender que existiesen en el mundo asuntos suficientemente graves para turbar de tal modo a aquel genio de la intriga, carácter férreo creado para salir invencible de las más difíciles luchas.

Sin embargo, aquel disgusto que experimentaba el poderoso jesuita, no podía ser más justificado.

Seguía dirigiendo los asuntos de la Orden en España; era poderoso en el Real Palacio, y ninguno de sus subordinados oponía la menor resistencia a su despótica autoridad; pero, a pesar de esto, el padre Claudio mostraba cierto azoramiento y miraba a todas partes con aire de alarma, presintiendo que en aquella atmósfera de tranquilidad y sumisión que le rodeaba, existía algo hostil y amenazante que no tardaría en condensarse sobre su cabeza como una nube tempestuosa.

Su fino oído creía percibir los sordos golpes de ocultos zapadores que lentamente iban minando su poder, para en un momento dado hacer que le faltase tierra bajo los pies; y hábil para adivinar de dónde procedía el peligro, así como enterado perfectamente de los procedimientos y costumbres de la Orden, miraba a Roma, cerebro y centro directivo del jesuitismo universal.

Allí estaba el peligro, al lado del general de la Compañía, y apenas se convencía una vez más de que en Roma dirigían aquellos subterráneos trabajos contra su autoridad, estremecíase de miedo con la certeza de que su ruina era segura teniendo enfrente tan poderosos enemigos.

El padre Claudio repasaba toda su vida deseoso de encontrar el motivo que concitaba contra él las superiores iras.

Él era en la Orden el personaje más apreciado por los valiosos trabajos que había llevado a cabo, y recordaba el recibimiento afectuoso con que siempre había sido acogido en sus viajes a Roma para conferenciar con el general. ¿Por qué, pues, aquella guerra sorda e inexorable que le hacían desde la capital del mundo católico? ¿Conocería acaso el general sus gigantescas ambiciones y sabría ya los trabajos llevados a cabo por él para acelerar su muerte y sucederle en la dirección de la Compañía?

Aquel bandido teocrático incapaz de conmoverse ante el crimen más horroroso, con tal que le sirviera para la consecución de sus fines, sentía un miedo sin límites al pensar que en Roma podían conocer sus planes y ocultas maquinaciones. Él había procedido con gran sigilo, hasta el punto de abandonar procedimientos muy útiles por temor a que se hicieran públicos; pero esto no le proporcionaba tranquilidad alguna. Había trabajado en el seno de la Compañía, y en ésta el espionaje y la delación constituyen las mayores virtudes. Sabía que la fidelidad y el cariño entre los jesuitas eran absurdos mitos y tenía el convencimiento de que su secretario, el padre Antonio, aquel jesuita al cual tanto había protegido, le haría traición apenas se le presentara una ocasión favorable.

De aquí su intranquilidad y que se considerase vendido a todas horas, sin otro apoyo que el que él mismo pudiera proporcionarse con su diabólico talento y a merced de las delaciones de aquellos mismos sacerdotes que comparecían ante él, humildes, con la frente inclinada y los ojos bajos.

El día en que Quirós, después de su encuentro con Álvarez, se presentó en el despacho del superior de la Orden en España, éste se encontraba más intranquilo y malhumorado que de costumbre.

Había llegado a Madrid, procedente de Roma, un jesuita italiano, el padre Tomás Ferrari, varón de aspecto sencillo y cándido, pero en quien el esparto ojo del padre Claudio adivinó inmediatamente lo que se llama un pájaro de cuenta.

Había estado ejerciendo sus funciones durante muchos años en la secretaría del generalato y llegaba a Madrid, según las órdenes del supremo director de la Orden, desterrado por ciertos pecadillos; pero el padre Claudio sabía bien el grado de credulidad con que debía acoger tales manifestaciones.

El jesuita italiano hablaba el español con bastante corrección y sin otro defecto que su acento; y Madrid no era el punto indicado para desterrar a un subordinado infiel. Pensando en esto, adivinaba a lo que aquel hombre venía a Madrid, y aunque lo trataba con paternal benignidad, no le perdía de vista y en la casa-residencia tenía algunos jesuitas fieles que lo vigilaban de cerca.

Pensaba el padre Claudio sondear hábilmente su ánimo con el intento de adivinar sus propósitos, pero por adelantado se prometía una derrota, pues comprendía que aquel italiano no era hombre capaz de dejarse sorprender.

El hábil intrigante reconocía a su cofrade bajo la máscara hipócrita de mansedumbre y humildad con que se ocultaba el taimado italiano.

Preocupado estaba el padre Claudio con las reflexiones que le sugería la inesperada llegada del padre Tomás a Madrid, cuando entró en su despacho su protegido Quirós.

Su aspecto azorado y la palidez de su rostro, llamó inmediatamente la atención del jesuita, quien con una mirada pareció preguntar a su discípulo lo que le ocurría.

—Reverendo padre —dijo el diputado con precipitación—, ya tenemos aquí otra vez a ése.

—¡Ah! —contestó el jesuita con displicencia—. ¿Y quién es ése?

—¿Quién ha de ser? Esteban Álvarez, ese descamisado, enemigo de Dios y de los reyes, que se encuentra en Madrid, sin temor a la sentencia terrible que pesa sobre él.

Quirós esperaba que aquella noticia produciría honda sensación en el padre Claudio, y por esto su sorpresa fue grande cuando vio que la recibía sin pestañear y con una desesperante frialdad.

—Bueno, pues que esté en Madrid cuanto guste —dijo el jesuita con acento despreciativo—. Poco me importa su suerte, y además, bastante le ha castigado Dios convirtiéndole en fugitivo sentenciado a muerte, para que nosotros volvamos a ocuparnos de él.

La llegada del padre Tomás era lo que ocupaba al jesuita, y pensando en sus asuntos íntimos, todo lo demás le tenía sin cuidado.

—¡Pero qué tranquilo está usted, reverendo padre! ¡Parece mentira que conserve esa flema! ¿No recuerda usted lo terrible que es el tal personaje, y el interés que usted tenía en otro tiempo en anularlo para siempre?

—Sí, sí, lo recuerdo —contestó el jesuita bastante distraído—. Pero ahora me tiene sin cuidado la tal persona. Vaya, Joaquinito, deje usted en paz a ese infeliz, y pasemos a hablar de otra cosa, si es que usted quiere algo de mí.

—¡Pero, reverendo padre! ¡Dejar en paz a ese demagogo! ¡A ese energúmeno! Yo bien lo dejaría tranquilo, pero sería con tal que él no se acordase de mí. Mas lo terrible es que él, a pesar de estar caído nos busca camorra, y dice que no ha de descansar hasta que consiga vengarse de los que le han conducido a tan triste situación. ¡Si usted supiera lo que acaba de sucederme! Lo encontré en la misma calle de Atocha, me abordó… y aquello fue escandaloso.

Y Quirós comenzó a relatar con lenguaje animado a su poderoso protector todo lo ocurrido, cuidando de disimular el miedo que sintió al hablar con Álvarez, y adornando con algunas mentiras su relación, con el objeto de hacer creer al jesuita en un valor que había estado muy lejos de demostrar.

El padre Claudio, al oír a Quirós se había interesado algo, desapareciendo en él la anterior distracción.

—En resumen —dijo cuando el diputado cesó de hablar—, que Álvarez desea vengarse de las perrerías que usted hizo para casarse con Enriqueta y que le esperará esta noche con la intención de meterle una bala en el cráneo.

—Eso es. ¿Qué le parece a usted que debo hacer?

—Asistir a la cita —contestó el padre Claudio con cierta sorna—. Es lo propio en un caballero.

—Pero, padre Claudio. ¿Cree usted que así puedo yo exponer mi vida, ni más ni menos que porque se le ocurra matarme a un demagogo, furioso por ciertos actos que ya no tienen remedio? Cualquiera al oírle hablar a usted de ese modo creería que tiene ganas de librarse de mí y que aprovecha la ocasión.

Quirós había adivinado el pensamiento del padre Claudio, y éste, que preocupado por sus asuntos dentro de la Orden olvidaba el disimulo, contestó con brutalidad:

—Tal vez acierta usted.

—Sí, ¿eh? —exclamó el diputado indignado por aquella ruda franqueza—, pues en justa reciprocidad, también se me puede ocurrir el librarme de un protector tan enojoso como lo es vuestra paternidad en ciertas ocasiones, y, para ello, tal vez no tenga más que decir a ese energúmeno toda la verdad, o sea, que si yo lo delaté al gobierno, fue por mandato del reverendo padre Claudio, de la Compañía de Jesús.

El jesuita no se inmutó, limitándose a contestar con desprecio:

—¡Bah! Estoy yo demasiado alto para que llegue hasta mí la mano vengativa de ese sujeto.

—No hay enemigo pequeño. Más altos que vuestra paternidad están los reyes y, sin embargo, muchas veces ha llegado hasta ellos la bala de una pistola.

El padre Claudio volvió a hacer un gesto de desprecio.

—No sea usted tan altivo y confiado —continuó Quirós—. Yo sé bien lo ocurrido entre usted y Álvarez, y tengo el convencimiento de que el hombre que en medio de la plaza de Oriente estuvo a punto de abofetearle no vacilará en tratarlo de un modo más terrible así que se convenza de que a usted debe todas sus desgracias y de que yo sólo he sido un ejecutor de todos sus mandatos. Si a usted le parece bien, haremos la prueba revelando yo al tal Álvarez la participación que usted tuvo en todo cuanto le ocurrió.

El padre Claudio permaneció en apariencia inmutable; pero Quirós comprendió que sus palabras le habían producido alguna mella cuando poco después le oyó expresarse de este modo, con acento fingidamente burlón:

—¡Pero qué farsante es usted! ¡Cómo exagera las cosas cuando se cree en peligro y ve en estado crítico la integridad de su persona! ¡A qué hablar tanto!, ¿tiene usted miedo a Álvarez? ¿Quiere usted no verse frente a él con una pistola en la mano? Conforme; por ahí debía haber empezado. Teme usted a ese enemigo y viene a buscar una ayuda que yo no le puedo negar.

Quirós, conociendo que el jesuita, por la solidaridad que entre ambos existía, estaba dispuesto a ayudarle y seguro ya de su valioso apoyo, intentó echarlas de valiente protestando contra aquella opinión de cobardía en que le tenía el padre Claudio; pero éste le impidió seguir adelante diciéndole con la misma brusquedad de antes:

—Tonterías aparte, amigo Quirós: tiene usted miedo y no es necesario que se extreme en demostrarme lo que no es verdad. Por eso mismo que lo veo tan apocado me decido a prestarle mi auxilio.

—Es que usted también está interesado en librarse de ese hombre.

El padre Claudio sonrió con expresión tan cínica como feroz.

—¡Bah! Si yo no vistiera esta sotana y fuese lo que usted es, ya sabría librarme por mi propia mano de un hombre que me estorbara, sin necesidad de implorar la ayuda de nadie.

Y al hablar así había tal expresión en el rostro del jesuita, que se adivinaba cómo a pesar de sus años era capaz aquel perfumado bandido de cometer los más horripilantes actos sin el menor remordimiento.

Quirós, que una vez más comprendía la superioridad de aquel hombre nacido para el mal, se abstuvo de reclamaciones y fingimientos.

—Tranquilícese usted —continuó el jesuita—, que yo lo libraré esta misma noche de ese enemigo que le ha salido. Además, prestaremos un gran servicio al gobierno y a la causa del orden. La aparición de ese hombre en Madrid nada bueno indica.

—Eso mismo he pensado yo. Álvarez debe haber entrado en España para hacer algún trabajo revolucionario.

—El general Prim, después del levantamiento fracasado que le obligó a refugiarse en Portugal, conspira desde París con los militares emigrados y nos prepara otra insurrección. El gobierno está sobre la pista, y prendiendo a un agente revolucionario tan acreditado como Álvarez, tal vez se descubra todo el plan.

—Haga usted, pues, que lo prendan, padre Claudio, y así me evitaré yo otro abordaje como el de hoy.

—Pero ¿dónde está, criatura? ¿Dónde está ese hombre para que la policía pueda echarle el guante? Usted no sabe dónde se oculta y hay que aprovechar la cita de esta noche para prenderle. Yo creo conocer su carácter y tengo la seguridad de que no deberá de acudir al punto citado y a la misma hora fijada por usted.

—¿Qué es, pues, lo que usted me aconseja que haga?

—Usted debe estar esta noche frente a las Caballerizas Reales a la hora indicada, y allí aguardar la llegada de Álvarez. Sin mostrar miedo alguno le recibirá usted, diciendo que está dispuesto a ir junto a las tapias de la Casa de Campo y ¡no tema usted!, pues antes de emprender la marcha ya caerá sobre él la policía, que estará oculta en las inmediaciones. Yo me encargo de que el gobernador envíe allí esta noche los más listos de sus agentes.

A Quirós no le agradaba la combinación.

—Mire usted, padre. Francamente, no me gusta eso de que tenga que desempeñar siempre los más odiosos papeles, y repugnante resulta el que en mis propias barbas prendan a un hombre que acude a un punto citado por mí. Esto es proceder del mismo modo que un traidor de melodrama.

—¡Vaya unos escrúpulos! Está usted hecho un diablo predicador, y desde que es rico y aspira a convertirse en personaje político, todo le parece denigrante y poco digno.

—Yo lo que quisiera es no mezclarme en el asunto, tanto más cuanto que mi presencia no es necesaria. ¿No podía estar la policía oculta y al ver llegar a Álvarez, buscándome en vano por el lugar indicado, arrojarse sobre él?

—Eso estaría muy bien si la policía conociera a Álvarez; pero aunque su nombre sea conocido por todos los agentes del gobernador como temible revolucionario, no hay uno solo que sepa cómo es él personalmente.

—Podría dar sus señas.

—Eso no basta, y con ellas podría la policía equivocarse y prender a otro individuo, el primer transeúnte que se le ocurriera detenerse en la calle de Bailen, frente a las Caballerizas. Total, que por necio escrúpulo de usted daríamos un golpe en vano del que mañana hablaría la prensa de oposición, y advertiríamos a Álvarez, el cual se pondría a salvo.

Quirós pareció convencido.

—¡Bien! ¡Conforme, reverendo padre! Lo que usted quiera. Vuestra reverencia siempre hace de mí lo que mejor le parece y me maneja como a un niño. Estaré en la calle de Bailén a la hora indicada. Usted se encargará de enviar la policía, ¿no es eso?

—Sí, señor. Esté usted tranquilo, que antes de que ustedes se dirijan hacia la Casa de Campo, apenas la policía vea a usted hablando con Álvarez, se arrojará sobre éste, maniatándolo para que no se escape ni se defienda.

El diputado ultramontano manifestose muy alegre por aquella solución que evitaba todo peligro para su vida y le libraba de un temible enemigo; pero de pronto sus ojuelos brillaron con cierta malicia y se rascó su colgante y grasosa sotabarba con expresión de incertidumbre.

Miró fijamente al padre Claudio y después dijo con lentitud:

—Reverendo padre, hablemos claro. ¿Es seguro que la policía vendrá esta noche?

El jesuita extrañó mucho la pregunta.

—¿Y por qué no ha de ir? Yo en persona iré a hablar con el gobernador. Me extrañan sus palabras.

—Tengo bastante memoria y recuerdo la franqueza con que me habló usted hace poco. A vuestra paternidad no le parecería mal el librarse de mí y sería una jugada bonita el dejarme solo esta noche en poder de ese bruto de Álvarez, para que me espachurrara sin compasión. Sería un golpe que haría honor a la travesura de vuestra reverencia.

—¡Bah! Es usted un malicioso sin objeto. Yo nunca empleo tales procedimientos para librarme de mis enemigos, y si usted me estorbase realmente crea que no me faltarían medios mejores para anularlo. Vaya usted tranquilo esta noche, que yo no faltaré. Lo que dije antes fue solamente un arranque propio del malhumor que hoy me domina. Aunque usted no quiera creerlo, lo aprecio a usted por lo mismo que lo necesito y aún podemos hacer muchas cosas juntos.

Poco después, Quirós, ya más tranquilizado, salía de la casa del padre Claudio.

Creía que éste cumpliría su palabra por estar tan interesado como él en librarse de Álvarez.

¿Y si lo engañaba? ¿Y si no acudía la policía, y él cumpliendo su palabra, se veía obligado a ir hasta la Casa de Campo para cambiar algunos tiros?

Todo menos eso. Estaba él dispuesto a todo antes que a ponerse en un apurado trance y con tal de no verse ante el revólver de Álvarez, se creía capaz de echar a correr así que se convenciera de que su protector no había preparado una policía providencial que cortase el lance, llevándose preso al temible revolucionario.

VII. LA ABNEGACIÓN DE PERICO

Comenzaba el crepúsculo a dejar flotante su manto de sombras y todavía don Esteban Álvarez, junto a la abierta ventana, escribía sobre una mesilla cuyo tablero estaba manchado de tinta y de grasa.

La habitación era tan modesta, que le faltaba poco para ser una mísera buhardilla.

No había encontrado el conspirador asilo más seguro que aquella habitación, perteneciente a la vivienda de un pobre obrero, entusiasta por las ideas avanzadas y comprometido en cuantos movimientos revolucionarios se preparaban en Madrid.

Aquel pobre carpintero y su familia, afanábanse por servir al fugitivo capitán y lo ocultaban con tanto cuidado como si se tratase de un tesoro.

Cada una de las salidas que hacía Álvarez, producía hondo disgusto al dueño de la casa, que temía fuese el militar reconocido por la policía. El entusiasta obrero hablaba de esto a Perico con la esperanza de que éste obligase a su amo a ser más prudente.

En dicha tarde, por ser día de fiesta, había salido el carpintero con su familia a dar un paseo, como la mayoría de los vecinos que ocupaban aquella casa de la Ronda, y Álvarez se había quedado en la casa acompañado de su fiel asistente.

Hacía ya más de una hora que escribía teniendo a la vista gran número de papeles, y Perico le contemplaba, observando un respetuoso silencio, pues conocía bien el significado de aquellos trabajos.

El antiguo asistente había cambiado mucho. Ya no era aquel mocetón aragonés tan rudo en el carácter como en presencia, pues su estancia en París había obrado en él grandes modificaciones.

En la gran metrópoli francesa habíase visto obligado a desempeñar varios oficios para atender a su subsistencia y muchas veces a la de su amo, y el trato continuo con gentes de esmerada cultura, había ido limando poco a poco las asperezas de su carácter, revestido de una virginal rudeza.

Hasta su exterior se había modificado mucho y en la actualidad era un muchacho de agradable aspecto, que vestía con esa distinción propia de los domésticos extranjeros. Su rostro, antes curtido y de rasgos sobradamente enérgicos, estaba ahora atenuado por las sombras de una barba fina y escrupulosamente cuidada.

Se encontraba, como ya hemos dicho, el fiel criado observando cómo su amo, a pesar de las sombras que invadían la habitación, seguía trabajando en aquellos papeles revolucionarios, y sentado en una silla desvencijada seguía atentamente todos los movimientos de su señor, con la misma fruición del que contempla el ser amado.

Al ver que la oscuridad se hacía cada vez más densa y que Álvarez seguía escribiendo casi a tientas, sin darse cuenta de lo que le rodeaba, salió Perico de la habitación y poco después volvió trayendo una palmatoria con una vela de sebo encendida, la cual colocó sobre la mesa, procurando no distraer a su amo.

El capitán pareció volver en sí al sentir el roce de su asistente y le habló con aquel acento breve e imperioso que le era peculiar y que al muchacho aragonés le parecía el más cariñoso del mundo:

—Perico, todos estos papeles los guardarás inmediatamente.

El aragonés pareció extrañar aquella orden. Claro era que debían guardarse con cuidado aquellos documentos tan comprometedores. Pero acostumbrado a obedecer ciegamente a su señor, se abstuvo de hacer la menor objeción.

—Los guardarás, como te digo —continuó Álvarez—, y por toda esta noche permanecerás en casa. Si mañana al amanecer no he vuelto, los llevarás a la redacción de La Iberia para entregarlos al director del periódico un señor cuyo apellido es Sagasta.

Perico acogía las órdenes de su superior con señales de obediencia; pero aquello de que su amo podía no volver a la mañana siguiente causábale cierta inquietud.

Deseaba hacer una pregunta para desentrañar aquel misterio; pero únicamente se atrevió a preguntar a su amo si deseaba alguna otra cosa.

—Nada más. Recoge estos papeles inmediatamente, guárdalos en lugar seguro, y ya sabes mis órdenes. Si mañana amanece sin que yo esté aquí, entrégalos al director de La Iberia, que es de la confianza del general Prim. Yo voy a marchar ahora mismo.

El asistente se mostró aún más alarmado e indeciso que antes, y por fin, haciendo un supremo esfuerzo como si rompiese una barrera gigantesca que se opusiera a su paso, preguntó a Álvarez con expresión humilde:

—Señor, ¿me permite usted una pregunta?

El capitán miró con sorpresa a su asistente al ver que por fin una vez se atrevía a preguntarle, y con un gesto le indicó que podía hablar.

—Ya sabe usted, mi capitán, que nunca me he tomado la menor libertad que pudiera interpretarse como falta de respeto, ni me he atrevido a preguntarle jamás lo que pensaba hacer. Me he limitado a obedecerle y a seguirle a todas partes y así seré en todas cuantas ocasiones se presenten.

—¡Bien!, ¡adelante! Haz la pregunta pronto y déjate de rodeos.

—Pues bien, mi capitán. Quisiera saber adónde va usted esta noche y por qué cree que es posible que mañana no se halle aquí. Esto no me parece muy tranquilizador, y como usted es la única persona que tengo en el mundo…

Y Perico, profundamente conmovido, terminaba su oración con un gesto de dulce humildad con el cual parecía pedir perdón por su atrevimiento y solicitar de su señor la revelación del peligro que indudablemente iba a arrostrar en aquella noche.

Álvarez, que al principio había escuchado con expresión ceñuda las palabras de su asistente, se humanizó al ver de un modo tan patente el inmenso cariño que le profesaba.

—No hay motivo para asustarse, muchacho —dijo el conspirador, intentando dar a sus palabras una expresión alegre—. Voy esta noche a cambiar unos cuantos tiros con un canalla y como uno de los dos ha de quedar allí y nadie está exento de sufrir una desgracia, de ahí que te haya hecho el anterior encargo.

No era la primera vez que Perico veía partir a su amo para ir a exponer su vida en un duelo; en dos distintas ocasiones había tenido Álvarez iguales lances en París; pero a pesar de esto, en la presente circunstancia, el fiel aragonés sentía mayor alarma, como si su instinto le anunciase un inmediato peligro

—Pero, mi capitán —dijo con tono de reconvención respetuoso—, ¿ha pensado usted en la situación en que estamos? Usted no se pertenece y tiene graves compromisos con el general, que está allá, confiando en sus servicios. Un hombre en la situación que usted se encuentra no debe mezclarse en esos llamados lances de honor.

—¡Bah! Saldré con fortuna de él como he salido de otros; tengo la seguridad de ello y sólo por una prudente medida de precaución te he hecho el encargo de antes.

Perico calló, pero aún manifestaba deseos de seguir preguntando, por lo que le habló así su amo, el cual se reía de su confusa actitud.

—¿Qué más quieres saber?

—Lo que quisiera es que usted me permitiese asistir a ese encuentro.

—¡Imposible! El lance ha de ser sin testigos. He sido yo mismo el que ha obligado a mi enemigo a aceptar esta condición.

—Pues al menos dígame usted quién es el hombre con el que va a luchar.

—¿Para qué quieres saberlo? Bástate saber que tú no eres ajeno a la cuestión y que al meterle a ese hombre una bala en la cabeza, tal vez te vengo a ti.

Perico quedó pensativo al escuchar estas palabras, y poco después sonrió con satisfecha expresión.

—Me parece que sé quién es ese hombre.

—¿De veras? Haría honor a tu penetración el haberlo adivinado.

—Indudablemente ha tenido usted una cuestión con aquel pillete que es causa de nuestras desgracias y de la muerte de mi pobre tía.

Álvarez no pudo desmentir la apreciación de su asistente y se limitó a decir:

—¿No te parece que tengo motivos de sobra para matar a ese pillete, como tú dices?

—Sí, mi capitán. Vaya usted a castigar a ese malvado y crea que siento no encontrarme en su situación para poder hacer lo mismo.

Después de una breve pausa, continuó el asistente:

—Tengo la seguridad de que volverá usted mañana antes del amanecer. Indudablemente debe existir algo de tejas arriba que castigue a los pillos y proteja a los hombres de bien, pues de lo contrario, sería imposible la vida en este mundo. No me cabe la menor duda; usted matará a ese canalla.

Estas palabras halagaban a Álvarez, quien, entretanto, arreglaba los papeles en un paquete para que los guardase su asistente, y después examinaba un revólver americano que había sacado del cajón de la mesilla.

—Permítame usted otra pregunta, capitán, ya que tan tolerante es conmigo. ¿Dónde va usted a encontrar a ese hombre?

—Frente a las Caballerizas Reales.

—No se batirán ustedes allí, por supuesto.

—No; iremos a matarnos junto a las tapias de la Casa de Campo. Así lo hemos convenido Quirós y yo.

—¿Y es ese señor quien ha marcado el punto y la hora?

—Sí, he dejado este asunto a su elección ¡Miserable canalla! ¡Y cuán cobarde es! Apenas si el temblor le dejaba hablar en mi presencia.

Perico quedóse pensativo y por fin dijo con convicción:

—Mi capitán, ríñame usted cuanto quiera, dígame bruto e imbécil, pero le aseguro a usted que hará muy mal si acude a esa cita.

—¿Y por qué no he de acudir? ¿Un hombre como yo va a dejar que un Quirós pueda el día de mañana tacharle de cobarde por no haber acudido a una cita?

—Ese Quirós es un pillo redomado que no debe tener muchas ganas de verse otra vez frente a usted, y que además está acostumbrado a librarse de un enemigo, por medio de la delación. ¿Qué cosa más fácil para él que librarse de un hombre que lo amenaza de muerte y que es buscado por la policía como prófugo y sentenciado a la última pena? Usted es muy cándido, mi capitán, y cree que todos proceden como usted, con idéntica nobleza. No me cabe duda alguna, me lo dicta el corazón. A estas horas ese Quirós le ha delatado a usted a la policía que tiene ya armada la trampa para cogerlo entre sus garras.

Estas afirmaciones de Perico produjeron gran confusión en el capitán.

Su carácter noble y resuelto, incapaz de imaginar la menor traición, no había podido abrigar tales sospechas; pero las palabras de su asistente tenían tal tinte de verosimilitud, que comenzó a recelar algo malo en aquella cita de honor a la que iba a asistir.

Pero no tardó su carácter caballeresco en rebelarse contra lo que le dictaba su instinto de conservación.

—Tal vez sea Quirós tan traidor como tú lo pintas; pero, a pesar de todo, no faltaré a la cita.

—Pero eso es una locura, mi capitán. No hay hombre en el mundo, por valiente que sea, que se presente solo y confiado en un punto donde sabe le aguarda la traición para hacerlo su víctima. Usted no debe asistir a la cita, y aunque me insulte y me golpee, yo me opondré a ello. ¡Don Esteban!, ¡señorito!, ¡amo mío!, máteme usted, acabe conmigo y únicamente así podrá conseguir que vaya a donde le ha citado ese granuja, digno de la horca.

Y el pobre muchacho decía estas palabras casi llorando y en actitud suplicante, avanzando sus manos como para impedir que se moviera su señor.

Perico agotó todos los argumentos que en poco rato pudo proporcionarle su cerebro, para decidir al capitán a que no acudiese a la cita.

La traición era clara. Aquel hombre infame le tenía miedo, y nada más fácil para uno de su clase que una delación, tanto más cuanto que sabía que Álvarez era muy buscado por la policía. Y si por un falso sentimiento de honor y presintiendo lo que iba a ocurrirle acudía a la cita y la policía le apresaba, ¿cuál iba a ser la suerte de los preparativos revolucionarios? ¿No produciría una terrible impresión en los conspiradores ver en poder de la autoridad al poseedor de todos los secretos de la insurrección? Además, el general Prim le había enviado a Madrid como hombre de confianza, para que preparase un movimiento revolucionario y no para comprometerse en asuntos particulares, dejándose arrastrar por una quijotada de su carácter, que podía terminar en desastrosa prisión primeramente, y después en el cadalso.

Álvarez mostrábase convencido de la verdad que encerraban las palabras de su asistente; pero a pesar de esto, seguía obsesionado por aquella idea que Perico calificaba de quijotesca.

—¿Y si no existiera esa traición que tú supones? ¿Y si Quirós asistiera a la cita completamente solo, y con la intención de batirse noblemente conmigo? Comprende en qué situación tan terriblemente desairada quedaría yo en tal caso… No te opongas, Perico. Forzosamente he de asistir a esa cita. Lo exige mi honor y no faltaré.

El asistente, que conocía perfectamente la tenacidad de su superior, al escuchar estas palabras se convenció de que era inútil insistir en impedirle la salida y mudó inmediatamente de actitud.

—Puesto que usted se empeña, acuda a la cita, aun sabiendo que va a ser víctima de la traición; pero al menos permítame señor que yo le acompañe.

—¿Para qué?

—Para evitar en lo posible las malas artes de ese canalla.

—Imposible. Quirós irá solo, y nadie, por tanto, debe acompañarme. El lance es entre los dos, ninguna persona extraña debe mezclarse, y si yo te llevara conmigo, es indudable que si por desgracia me tocara caer a mí, ese miserable tendría luego que batirse contigo, y eso no lo juzgo digno.

—Bien pudiera suceder así —dijo el asistente con malicia—, pero yo le prometo a usted no mezclarme para nada en el duelo. Yo solicito acompañarle con distinto objeto.

—¿Qué es lo que deseas?

—Quiero ir con usted, desempeñando el mismo papel que las descubiertas en campaña. Déjeme acompañarlo hasta el lugar donde lo espera ese hombre, y si allí me convenzo de que realmente es él sólo quien aguarda y de que no existe apostada gente dispuesta a caer sobre usted, entonces le prometo retirarme, esperando con la consiguiente intranquilidad el fin del lance.

Álvarez se mostraba indeciso.

—¿Me negará usted esto que le pido? —se apresuró a decir el fiel muchacho—. ¿No merezco por el interés y fidelidad con que siempre le he servido, que usted me permita el acompañarle?

Álvarez estaba conmovido por aquellas muestras de cariño que le daba su asistente, pero a pesar de esto, no pareció dispuesto a concederle el permiso solicitado con tanto ahínco.

—Pero muchacho —dijo el capitán—, tú estás loco y no piensas que si efectivamente ese hombre prepara una traición, el resultado será más desastroso acompañándome tú. Los dos seremos entonces cogidos por la policía y a la causa revolucionaria conviene que por lo menos quedes tú libre, pues de lo contrario se perderán estos papeles cuya importancia ya conoces.

El asistente sonrió con expresión de confianza.

—¡Quizá, mi capitán! Yendo yo con usted no hay cuidado de que a ninguno de los dos le agarre la policía. Déjeme usted que le acompañe, y aunque sólo sea por una vez, permítame que le ordene lo que debe hacerse. Yo salgo garante del éxito.

Transcurrió más de media hora importunando Perico con fervientes súplicas a su amo y éste sin querer ceder, hasta que por fin Álvarez, cansado sin duda de la tenacidad de su fiel sirviente, o pesaroso de negarle aquel favor que tan cariñosamente le pedía, se decidió a darle el anhelado permiso.

Perico dio muestras de la mayor satisfacción ante la conformidad de su amo.

—Ahora va usted seguro. Usted es demasiado valiente y confiado, y esto es lo que le pierde. Déjese guiar por mí, pues el mundo con todas sus perrerías me ha enseñado a ser malicioso, y tenga la seguridad de que si ese hombre le ha preparado alguna encerrona va a quedar chasqueado. Yo me encargo de ver por mí mismo lo que ese señor Quirós tenga dispuesto y le avisaré si existe algún peligro.

Álvarez guardó su revólver en un bolsillo del pantalón, envolviéndose después en su capa, y Perico se vistió un hermoso paletó azul, prenda que constituía su orgullo y que era producto de sus ahorros en París.

Poco después salieron amo y criado de la casa con gran alarma del obrero revolucionario y su familia, que, vueltos ya de su paseo, estaban en el taller situado en la planta baja.

VIII. EL FRACASO DE QUIRÓS

Aquella noche había gran función en el Teatro Real y por todas las calles principales afluían a la plaza de Oriente lujosos carruajes, en cuyo interior iban las más encopetadas familias de la aristocracia madrileña.

En las puertas del célebre coliseo agolpábase gran gentío y los agentes de policía se afanaban en establecer un turno riguroso en la numerosa fila de carruajes, que lentamente avanzaba hacia el vestíbulo para depositar en él sus elegantes cargamentos.

Contrastaba el bullicio, la animación y la luz que existían en los alrededores del aristocrático coliseo, con la soledad, la sombra y la quietud que reinaban en el resto de la plaza.

Alrededor del jardincillo y en torno del cinturón de estatuas, sólo se destacaba alguna que otra sombra que marchaba veloz hacia el teatro o permanecía inmóvil en actitud sospechosa; y frente al real palacio, bajo los grandes faroles, paseaban cadenciosamente y con el fusil al brazo, los centinelas y de vez en cuando haciendo retemblar el empedrado bajo las resonantes herraduras, transcurrían veloces los jinetes encargados de la ronda por las cercanías del regio alcázar.

La noche era bastante apacible para ser de invierno, y únicamente el vientecillo helado que enviaba el Guadarrama hacía incómodo el permanecer al raso paseando sobre aquel empedrado que parecía sudar frío.

A aquella hora llamaba la atención de los escasos transeúntes que pasaban por la calle de Bailen un caballero que paseaba con lentitud por la acera existente a lo largo de las reales Caballerizas.

Era el diputado don Joaquín Quirós.

Tan confiado estaba en la promesa del padre Claudio que no queriendo perder la función de aquella noche en el Real, se había vestido con traje de etiqueta que ocultaba su rico gabán de pieles.

El asunto para él era muy sencillo. Dentro de poco rato llegaría el temible Álvarez, le entretendría él diciendo que estaba dispuesto a ir al lugar del combate, aunque retardando en lo posible el momento de la partida; llegaría mientras tanto la policía, se apoderaría por sorpresa del conspirador y él iría tranquilamente a oír la ópera y a visitar en su palco a una duquesa muy religiosa y todavía apetecible, con la cual estaba próximo a entrar en relaciones.

Era tan cómodo y fácil aquel sistema de librarse de un temible enemigo, que apenas si impresionaba a Quirós el cual estaba esperando que llegase cuanto antes Álvarez para terminar el asunto y entrar en el teatro.

Cuando llegó a la plaza y comenzó a pasearse por el lugar que él mismo había indicado, no podo evitar una impresión de miedo al ver lo desierta que estaba la calle de Bailén y el trozo de plaza que desde ella se veía.

Quirós, predispuesto siempre a imaginarse lo más malo, no tardó en pensar que el padre Claudio se había olvidado de avisar a la policía o que intencionadamente le dejaba desamparado en aquel punto peligroso, para que Álvarez saciase en él su afán de venganza.

Esta última consideración le produjo tal pavor, que estuvo a punto de huir, como si ya viera apuntado a su pecho el revólver de Álvarez, pero afortunadamente para el prestigio valeroso del reaccionario diputado, pronto vio algo que fue devolviéndole una parte de su perdida tranquilidad.

Varias veces destacáronse en la embocadura de la calle por la parte de Palacio algunos hombres, que, por fin, desaparecieron como si se hubieran emboscado en la sombra que existía en las inmediaciones del regio alcázar.

Aquellos hombres debían ser la policía, y Quirós, seguro ya del auxilio, continuó su paseo con el aplomo y la confianza de un héroe, seguro de sus fuerzas.

Oyó pisadas tras él y se apartó apoyándose en la pared de las Caballerizas para dejar paso franco a un embozado, que llevaba sombrero de copa alta.

—Espere usted tranquilamente, don Joaquín —dijo el embozado sin detenerse—. Tengo ahí mi gente y no tardaremos en aparecer, así que el pájaro se presente.

Quirós reconoció en aquel hombre que se alejaba a un comisario de policía que gozaba de cierta celebridad, por ser el esbirro a quien todos los gobiernos reaccionarios encargaban la persecución de los delincuentes políticos.

La tranquilidad que desde entonces gozó el diputado fue completa, y a pesar de aquella soledad que le rodeaba se sintió seguro y omnipotente, como si en la sombra tuviera ejércitos enteros dispuestos a acudir en su auxilio al menor llamamiento.

Sonaron horas en el reloj de Palacio, y antes que Quirós acabara de contarlas se detuvo al ver que por el lado de la plaza de San Marcial avanzaba un hombre de buen aspecto que vestía un largo gabán.

Lo examinó atentamente el diputado y cuando lo tuvo cerca, convencióse de que no era Álvarez, por lo cual se apartó para dejarle franco el paso; pero con gran extrañeza vio que aquel desconocido se dirigía rectamente a él.

Quirós, temiendo que un importuno viniera a estorbar su asunto, intentó evadirse pasando a la otra acera, pero antes de que pusiera el pie en el arroyo ya tenía a su lado a aquel hombre.

Tuvo entonces que mirarlo y vio que era un hombre joven, de rostro enérgico, que acercó su boca para hablarle, lanzándole a las narices su resuello que olía a vino.

Parecióle a Quirós un extranjero importuno, perturbado por el alcohol madrileño y dispuesto a incomodar con sus palabras al primer transeúnte que encontrase.

—Cabagerro… —dijo tartamudeando y con pronunciación extranjera y dificultosa—. Decirme esté oú est la Port del Sol.

Quirós se impacientó al verse detenido por aquel francés borracho que le cortaba el paso y parecía dispuesto a entretenerle con su charla.

Su primer impulso fue enviar al extranjero enhoramala, pero aquel buen mozo parecía adivinar su pensamiento y se asía familiarmente a sus solapas de piel repitiendo siempre con aquella voz dificultosa que olía a vino:

—La Port du Sol, cabagerro… Diga osté oú est la Port du.

Quirós se sentía cada vez más impaciente por la pesadez de aquel borracho que no quería soltarle y que oía sus explicaciones sin comprenderlas, volviendo nuevamente a hacer la misma pregunta.

En vano le marcaba el diputado a aquel ebrio francés la ruta que debía seguir para llegar a aquella Port du Sol que repetía como un pesado estribillo, pues el maldito se empeñaba en no comprender, y siempre agarrado a las solapas del rico gabán, se estaba allí plantado, zarandeando a Quirós, que algunos momentos sintióse dominado por la cólera y estuvo próximo a dar una bofetada a aquel importuno.

Pero no…, ¿qué iba a hacer? Golpear a aquel hombre sería llamar inmediatamente la atención de la policía y espantar a Álvarez que iba a llegar de un momento a otro.

Esta consideración aturdía a Quirós más aún que las pegajosas libertades que se tomaba aquel borracho.

¿Y si llegaba Álvarez en aquel momento? ¡Maldito francés!, no poder librarse de el dándole dos buenos mojicones que le hiciesen medir el suelo.

¿Pero quién era aquél que se acercaba? Indudablemente Álvarez que llegaba en la peor ocasión… Pero no, le seguían de cerca cuatro hombres y otros surgían de las sombras de la plaza apostándose en la desembocadura de la calle.

¡Maldición! Era la policía que al ver a Quirós hablar acaloradamente con un hombre que, cogiéndole de las solapas lo zarandeaba, había creído que éste era el revolucionario Álvarez.

Condolíase Quirós interiormente de aquella torpeza que ponía al descubierto su plan, e intentaba alejar con señas a aquellos hombres que avanzaban cautelosamente a espaldas del extranjero; pero todo fue inútil.

El borracho se sintió de pronto cogido fuertemente por los brazos y una voz le dijo con acento imperioso:

—Dese usted preso. Si intenta resistirse es muerto.

Era el inspector quien hablaba así, asomando por bajo de la capa su diestra armada de un revólver.

Dos agentes tenían fuertemente agarrado al francés que miraba con estupefacción a Quirós y al comisario de policía.

El diputado estaba tan colérico que a pesar de toda su religiosidad lanzó una blasfemia.

—¿Qué es eso, don Joaquín?

—Que es usted un torpe, señor inspector. ¿Quién le mandaba usted venir tan pronto? ¡Buena la hemos hecho!

—¿Pero este señor no es…? —preguntó el policía con asombro

—Este señor —le interrumpió Quirós— es un borracho impertinente que ha venido a incomodarme y del que yo me hubiera librado sin necesidad de que ustedes se movieran.

El borracho afirmó y soltó otra vez su resuello vinoso, en el que iban envueltas palabras tan pronto españolas como francesas. Él pedía perdón una y mil veces al señor policía y a todos los presentes, pero él no era ningún criminal para que lo prendieran, era un súbdito francés como podía acreditarlo con su pasaporte y el certificado del cónsul, y se había permitido el preguntar a aquel caballero por dónde iría más pronto a la Puerta del Sol.

Tan marcada era la expresión de desaliento en el rostro del inspector y tan evidente la embriaguez e inocencia de aquel extranjero, que los dos agentes, sin esperar orden alguna, soltaron los brazos del detenido.

El comisario, furioso por la decepción sufrida, que le ponía en ridículo ante un personaje como Quirós, y deseoso de venganza, intentó dar un puntapié al francés, pero éste supo sortearlo hábilmente y miró a los dos agentes como para ponerse a cubierto de una lluvia de golpes.

—¡Eh, señor inspector! —dijo Quirós con acento áspero—. No vayamos a empeorar su desacierto dando un escándalo. Ese hombre aún no ha venido y aunque esto empieza mal podemos tener todavía alguna esperanza. Cada uno a su puesto y aguardemos.

El comisario aceptó sumiso la orden de Quirós y señalando imperiosamente el extremo de la calle, dijo al extranjero:

—¡Largo de aquí, borrachín!, o ¡por Cristo vivo!, que…

Y fue nuevamente a golpearle, pero el francés anduvo listo y salió escapado, marchando con dirección a la plaza de Oriente, con el paso vacilante propio de un hombre que, aunque ebrio, no tiene aún vencida completamente su energía por la fuerza del alcohol

Los policías, que estaban apostados al tramo de la calle, le dejaron escapar y vieron cómo aquel hombre pasaba junto a los carruajes que estaban a la puerta del Teatro Real, cómo contemplaba un buen rato con expresión estúpida la iluminada fachada y cómo, por fin, después de dudar un buen rato, cual hombre que no sabe el camino y teme preguntar, se entraba en la calle de Felipe V.

Nadie pensó en seguirlo y cuando el extranjero, guareciéndose tras la esquina del coliseo se convenció de que no iban tras sus pasos espiándole, dirigiose a la plaza de Isabel II con paso firme.

Apoyado en la verja del jardinillo y con el embozo de la capa subido hasta los ojos, estaba un hombre que al verlo se acercó a él poniéndose a su lado y marchando a su mismo paso.

—Perico —preguntó el embozado—, ¿aguarda solo ese hombre?

—¡Solo! Buena soledad nos dé Dios —dijo Perico con su acento natural—. Ese canalla tiene allí apostada toda la policía de Madrid. Acabo de verlo.

Y el fiel asistente, sin dejar de andar y remontando la calle del Arenal, relató en voz baja a su amo que marchaba a su lado, todo lo que acababa de ocurrirle.

—Pero ¿cómo te has hecho pasar por extranjero? ¿No te habrán conocido?

—¡Bah! Hablaba aquel francés pésimo que tanto hacía reír a usted cuando estábamos en París, y además había tenido la precaución de entrar en cuantas tabernas encontré al paso desde que nos separamos, enjuagándome la boca con un vaso de tinto. Olía a vino y chapurreaba como un diablo; ni más ni menos que uno de esos gabachos que vienen aquí y se entusiasman demasiado con el caldo del país.

—¿Y dices que me esperan aún?

—Sí, allí están aguardando que aparezca usted para echarle la zarpa. Puede creer que de buena se ha salvado siguiendo mi consejo.

—Gracias, Perico. No olvidaré que te debo la vida una vez más.

—¡Bah! Mucho he de hacer todavía para pagarle lo que por mí hizo en África.

—Yo buscaré a ese miserable —dijo el conspirador tras un largo silencio— y así que lo encuentre no le valdrán sus malas artes. Lo de esta noche es una traición más que he de añadir a la cuenta de sus infamias.

—Búsquele usted, mi capitán; estoy conforme en ello, pero no será por ahora. Con lo de esta noche la autoridad sabe ya que usted se halla en Madrid y redoblará las persecuciones. Debe usted reservarse para el asunto que más importa, lo demás todo se alcanzará. En resumen, amo mío, vámonos a casa, ocultémonos con más cuidado que antes y pise usted la calle únicamente en caso de necesidad, que el diablo anda suelto para nosotros en forma de policía.

IX. TRISTE AMANECER

Transcurrieron algunos meses y llegó el verano.

La vida de Enriqueta, que antes se deslizaba tranquila y monótona, dedicada por completo al cuidado de su hija, estaba ahora turbada por el recuerdo tan continuo que tomaba el carácter de una obsesión.

Mientras Esteban Álvarez le salía al encuentro y, conmovido por los recuerdos de la antigua pasión, intentaba recobrar la felicidad pasada, audacias que eran siempre mal recibidas y merecían enfados y reprimendas, Enriqueta sólo había sentido por aquel hombre una tierna simpatía y una imprescindible necesidad de hablar con él para recordar el período más dichoso de su vida; pero cuando de repente dejó de verlo, cuando transcurrieron semanas enteras sin que ella, desde la ventana de su gabinete o tras los vidrios de su berlina, columbrara la airosa capa con embozos de grana, comenzó a sentir un hondo malestar que la mortificaba a todas horas.

Ella era honrada, se había jurado no faltar nunca a sus deberes accediendo a aquellas súplicas apasionadas que continuamente le dirigía Esteban, no había pasado por su imaginación, ni aun remotamente, la idea del adulterio, comprendiendo que con esto se rebajaría al nivel de Quirós, perdiendo la superioridad moral que sobre éste tenía; pero Álvarez se había hecho necesario para ella, sentía hacia él el mismo atractivo que la beldad hacia el espejo que retrata su hermosura, pues hablando con él veía reflejarse en su imaginación su pasado amoroso con todas sus dulces impaciencias y sus placeres celestiales.

Era Enriqueta como una niña que estima poco el juguete cuando lo tiene en sus manos y lo trata a golpes, para llorar después con desconsuelo cuando lo ve perdido.

Conforme transcurría el tiempo sin que Esteban apareciera, Enriqueta sentía crecer el afecto hacia aquel hombre, y en sus horas de soledad su imaginación se forjaba las más absurdas suposiciones para explicarse tan extraña ausencia.

Salía de casa con una frecuencia que alarmaba a la baronesa, y el objeto de sus correrías por Madrid, que, aparentemente, eran con un fin devoto o para ir de compras, no tenían otro que el de encontrar a Álvarez y reanudar las relaciones amistosas interrumpidas tan extraña e inesperadamente.

Nunca se le ocurría a la joven señora de Quirós dudar de que Esteban se hallaba en Madrid.

Conocía ella, aunque superficialmente, el motivo que había llevado a Esteban a Madrid, haciéndole trocar las seguridades de la emigración por un continuo peligro, y esto mismo aumentaba las inquietudes de Enriqueta, que se imaginaba a Álvarez amenazado por los más terribles peligros.

Tales pensamientos sólo servían para aumentar el amor que sentía la joven. La figura del conspirador oculto y perseguido agrandábase ante sus ojos revestida de un ambiente de sublime heroísmo, y Enriqueta se sentía atraída por un sentimiento que no sabía si era amor o admiración.

Obsesionada por aquel afecto, no se daba ya cuenta exacta de sus sentidos, y muchas veces se creía juguete de absurdas ilusiones. Más de una vez, al entrar en una iglesia o al subir a su coche a la puerta de una tienda, había creído ver entre el gentío aquella capa que se le aparecía en sueños y los ojos de Álvarez fijos en ella; pero todo desaparecía inmediatamente y Enriqueta quedábase indecisa pensando si sería víctima de una ilusión o realmente Esteban, por el placer de verla, la seguía algunas veces de lejos recatándose para no llamar la atención de los que indudablemente le perseguían.

Así transcurrió para Enriqueta todo el resto del invierno y la primavera entera.

Su marido seguía siendo para ella un ser indiferente en unas ocasiones y antipático en otras, y Quirós podía hacer la vida que mejor le placiese sin miedo a recriminaciones de su esposa ni a tragedias conyugales.

No procedía de igual modo la baronesa. Entre ésta y Quirós se había efectuado una reconciliación que borró la malevolencia que a raíz del casamiento mostraba doña Fernanda contra su cuñado.

Cuando la aristocrática señora olvidó un poco la maquiavélica conducta observada por el aventurero para obtener la mano de Enriqueta y lo vio en camino de convertirse en un personaje importante de la buena causa, doña Fernanda sintió renacer la antigua simpatía y se propuso ser nuevamente su directora, llevada de su ambición devota.

En los salones hablábase alguna vez que otra de las brillantes defensas del catolicismo y las sanas ideas que el diputado Quirós hacía en el Congreso, y esto bastaba para trastornar los sentimientos de la baronesa que, ganosa siempre de figurar al lado de las personas que eran el núcleo del movimiento religioso en España, sentía una inmensa satisfacción al pensar que tenía en su casa un hombre destinado a ser, según decían las aristócratas beatas, el sucesor de Donoso Cortés y el rival de Aparici y Guijarro.

El orgullo más que el cariño, hizo que la baronesa buscase el reanudar su antigua amistad con Quirós, y en adelante los dos cuñados tratáronse como buenos camaradas, que de sobremesa hablaban del medio mejor para salvar al mundo volviéndolo como oveja descarriada al redil del catolicismo.

Doña Fernanda experimentaba una satisfacción sin límites al pensar que algunas de las ideas que ella emitía para hacer la felicidad de España, las podía repetir algún día en las Cortes el simpático Joaquinito, y tanto la dominaba la pasión que ahora sentía por él, que hasta trataba con menos cariño al padre Felipe, del que decía que era un santo varón muy ignorante, y no se afligía por las largas ausencias del padre Claudio.

Tanto era el cariño que sentía por Quirós que la irritaba la frialdad que Enriqueta mostraba a su marido, no pudiendo comprender cómo no se conmovía ante el saber, la elocuencia y la naciente fama del diputado ultramontano.

La fundación del periódico clerical que dirigía Quirós, fue idea de doña Fernanda, la cual todas las mañanas, al tomar el chocolate, gozaba lo que no es decible leyendo mientras se llevaba distraídamente las sopas a la boca, las mismas ideas vertidas por ella el día anterior, encerradas ahora bajo la berroqueña envoltura del estilo amanerado, convencional y soporífero propio del articulo doctrinal.

Unidos por esta fraternidad político-literaria los dos cuñados tratábanse del modo más cariñoso, y en la intimidad de aquella familia, lejos de las miradas de los intrusos, doña Fernanda más parecía la esposa de Quirós que aquella Enriqueta que miraba a su marido y a su hermana unas veces con frío desprecio y otras con ira, como si con su presencia turbasen su recogimiento interno, cuyo objeto era recordar aquel amor que constituía las páginas más felices de su pasada vida.

Quirós, por su parte, comprendiendo que la superioridad teníala en aquella casa la dominante baronesa, halagábale estar en tan buenas relaciones con ella, pues así tenía la seguridad de no ver turbada la tranquilidad de su vida.

Pero aquel afecto tenía también sus inconvenientes, y de éstos el más principal era que doña Fernanda, con su genio arrebatado, había venido a convertirse para él en una especie de amante moral, que se mostraba celosa y quería tenerlo a todas horas a su disposición.

La vida agitada que llevaba Quirós, entregado de lleno a la política y al periodismo, irritaba a la baronesa, que no podía acostumbrarse a la idea de que el elocuente diputado volviera a casa todas las madrugadas a las cuatro, por estar hasta tal hora en la redacción, después de la salida del teatro.

Además, pronto vinieron unas traidoras noticias a exacerbar la bilis de la baronesa. Interesábala tanto su cuñado, cada vez más reacio a conferenciar con ella y a pedirle humildemente consejos, que se dedicó a averiguar la vida que hacía y pronto supo por boca de unas amigas de la aristócrata, cosas que según ella decía poníanle los pelos de punta.

Quirós hacía el amor, o estaba en relaciones poco santas (existían diversos pareceres en las noticieras), con una duquesa vieja que gozaba de gran fama por su estrecha amistad con la reina y su gran prestigio político, y además pasaba algunas noches con algunos chicos de las principales familias, haciendo locuras en compañía de algunas coristas y bailarinas del Real.

Doña Fernanda sintió un santo horror al saber tales cosas, más no por esto el diputado de la buena causa perdió en su concepto, antes bien pareció que adquiría un nuevo prestigio a los ojos de la baronesa, pues en ésta, a pesar de toda su mojigatería, los calaveras siempre habían producido cierta atracción.

Pero a pesar de esta complacencia sentía amargo despecho al ver a Quirós en relaciones con una mujer como la duquesa dedicada a la política, y considerando que era su protección lo que buscaba en ella el diputado, experimentaba gran indignación al imaginarse que algún día Joaquinito llegaría a ser célebre, no por sus consejos, sino por la ayuda de aquella vieja rival.

Tan furiosa estaba doña Fernanda y tal deseo sentía de recobrar su superioridad sobre aquel futuro personaje, que ansiosa por hacerlo volver a la buena senda, llegó a cometer la tontería de revelárselo todo a Enriqueta.

Doña Fernanda, a pesar de su afición a curiosear y de su perspicacia, ignoraba el verdadero estado de los dos esposos.

Creía que éstos constituyen uno de los tantos matrimonios aristocráticos que se tratan con frialdad, pero estaba lejos de imaginarse que entre los dos no había mediado la menor intimidad cariñosa, y que el dormitorio de Enriqueta había sido siempre para Quirós una región desconocida.

En la creencia, pues, de que su hermana, aunque falta de amor hacia su esposo, no dejaría de irritarse por sus infidelidades y pondría en juego todos sus derechos para separarlo de la duquesa y volverlo a la vida del hogar, reveló a Enriqueta todo cuanto sabía, aunque dando a sus palabras un carácter desinteresado, propio de quien hace tan penosas declaraciones por el honor de la familia y por restablecer la paz y la moralidad en el seno de un matrimonio.

Fue aquello en la noche del 21 de junio; bien se acordaba la baronesa muchos años después.

Acababan de cenar las dos hermanas y estaban en el salón donde la baronesa acostumbraba a recibir las visitas.

Había poca luz y los balcones estaban abiertos para que el viento de la noche refrescase las caldeadas habitaciones.

Enriqueta había acostado a su hija dejándola al cuidado de una criada fiel, y sentada en una mecedora, junto al abierto balcón, contemplaba con expresión soñadora el trozo de cielo estrellado y límpido que quedaba visible entre las dos filas de tejados que formaban la calle.

Doña Fernanda abordó inmediatamente la cuestión.

Habló primero de lo agradable que era en verano la vida nocturna y esto fue como el exordio con que preparó la declaración de que Quirós volvía siempre a casa muy entrada la mañana.

Enriqueta hizo un gesto de desprecio para indicar lo indiferente que le era la conducta que pudiera seguir su marido, pero la baronesa para remover el fuego de los celos en aquello que ella creía frialdad aparente, añadió que Quirós, algunos meses antes volvía de la redacción a las tres de la madrugada, pero que ahora tocaban muchas veces las siete sin que él hubiese entrado en su cuarto.

Y puesta ya doña Fernanda en camino de hacer revelaciones, desembuchó todo cuanto sabía de las relaciones del periodista con la duquesa, no olvidando las bacanales famosas con las bailarinas del Real.

Enriqueta seguía mostrando la misma frialdad, y únicamente acogía algunas de aquellas revelaciones demasiado subidas de color, con gestos de asco.

Su indiferencia desesperaba a la baronesa, que aguardaba una ruidosa explosión de celos.

—Haces mal, hija mía —decía a su hermana—, en tomar las cosas con tanta calma. Yo bien sé que tú y Joaquinito no os queréis gran cosa; pero al fin tu marido es, llevas su nombre, y no es muy grato hacer un papel ridículo a los ojos de la sociedad, que conoce las locuras de tu señor marido. Tus amigas manifiestan lástima al hablar de ti; pero ten la seguridad de que en su interior se ríen del desairado papel que haces. Es necesario que evites este escándalo, sobre todo, porque como mil veces te he dicho, en nuestra esfera social es más preferible inspirar envidia que lástima.

Doña Fernanda, sin saberlo, había encontrado el medio de interesar a Enriqueta, cuyo carácter era muy sensible a las heridas del ridículo.

La joven señora de Quirós, a pesar de aquella indiferencia natural que sentía hacia su esposo y de que por nada del mundo hubiese consentido franquearle la entrada de su dormitorio, sentíase indignada por las revelaciones de su hermana y estremecíase de rabia al pensar los comentarios que ocasionaría en la alta sociedad aquella infidelidad conyugal.

Le causaba repugnancia aquel aventurero, que por medio de una maquiavélica trama había conseguido su mano; le era indiferente que se encenegase con otras mujeres a puerta cerrada, en todas las asquerosidades de una orgía sin término; pero lo que no podía consentir era el escándalo, eran aquellas relaciones con una vieja duquesa a la vista de todos, para hacerla a ella objeto de una compasión general que la irritaba.

Había heredado de su padre aquel carácter susceptible, que se descomponía a la menor suposición de hallarse en ridículo.

Además la irritaba el libertinaje de aquel hipócrita, que en público tenía siempre en sus labios las palabras religión y moral católica, tildando a todos sus enemigos de monstruos de impudicia y maldad, y sentía una secreta complacencia en poder arrojar al rostro de aquel antipático personaje toda la doblez de su conducta. Causábale náuseas la hipocresía de aquel campeón de la fe.

La baronesa adivinaba el efecto que sus palabras producían en su hermana y repetía las noticias que había adquirido, para convencer plenamente a Enriqueta de lo ciertas que eran las adúlteras relaciones.

Escuchándola, la señora de Quirós forjose rápidamente un plan. La halagaba el confundir a aquel miserable, sobre el cual le importaba mucho tener cierta superioridad, y por esto se determinó a esperar hasta la madrugada la vuelta de Quirós, para echarle en cara su conducta.

Adivinaba ella que su esposo podría excusar su libertinaje, fundándose en el desvío y alejamiento que ella mostraba; pero Enriqueta preparó su contestación.

Ella no se oponía a que su esposo fuese un libertino, un hipócrita, que en público predicase la moral católica y en la vida privada sirviera de perro de lanas a las bailarinas de la Ópera; lo que ella, como esposa, no podía consentir, es que la pusiera en ridículo con unos amores conocidos por todos y que tenían por ideal una duquesa vieja, una cortesana averiada por las lides del amor y que podía competir en impudicia con las más degradadas mujeres que surgen de las sombras nocturnas para pegarse al primer transeúnte desconocido.

Ese alarde de cinismo que Quirós hacía, sosteniendo tales relaciones, no lo consentiría ella, y así se lo manifestó a doña Fernanda con tono enérgico e imperioso. Aquella misma noche sabría su marido quién era ella.

La baronesa estaba muy satisfecha de la energía de su hermana. Conocía por experiencia los arranques tardos, pero violentos, de aquella mosquita muerta, como ella llamaba a Enriqueta. Estaba segura de que la reyerta conyugal sería tan grande como se la había imaginado, y sentíase halagada por la esperanza de que Quirós abandonaría sus relaciones con la duquesa, volviendo a ponerse bajo su protección y a seguir sus consejos.

Hasta después de medianoche acompañó la baronesa a su hermana, y cuando satisfecha de su triunfo se retiró a descansar, Enriqueta abandonó el salón, entrando en un lindo gabinete inmediato a la antecámara y que tenía ventana a la calle.

Estaba decidida a aguardar a su marido sin reparar en la hora a que volviese, y desde allí, aunque la rindiera el sueño oiría perfectamente el ruido producido por Quirós al abrir con su llavín la puerta de la escalera.

A la velada luz de una elegante lámpara, púsose a leer Los tres mosqueteros de Dumas padre, única novela con la que transigía su hermana, la devota baronesa, sin duda por su afición a las intrigas, y así permaneció algunas horas, procurando aturdirse en el torbellino de aquella acción interesante, y haciendo muchas veces involuntariamente internas comparaciones entre Athos y D’Artagnan y su amante de otros tiempos Esteban Álvarez. Donde no existían puntos de similitud, ella se encargaba de imaginarlos.

Cuando llevaba ya leída una tercera parte del volumen, la pesadez que sentía en su cerebro y el cansancio de sus ojos la obligaron a levantar la cabeza, y entonces notó que la lámpara alumbraba con débil luz.

Una claridad lívida se difundía por la estación y los vidrios de la ventana brillaban como láminas de pálido azul, dejando adivinar confusamente los perfiles de las casas fronterizas.

Era la luz del nuevo día.

Enriqueta, fatigada, entumecida y molesta en aquella habitación caldeada por la luz artificial, abrió la ventana para respirar la brisa matutina.

El fresco hálito de la mañana la serenó y sintió la misma impresión de una sonámbula que despierta de improviso y no puede explicarse cómo se halla fuera de su lecho.

¿Por qué estaba allí? Dirigióse esta pregunta, y entonces recordó su conversación con la baronesa en la noche anterior, arrepintiéndose de la resolución que había tomado. ¡Cuán tonta era! ¡Valiente cosa le importaba a ella la conducta de su marido!

Cierto era que le escocía un poco la ridícula situación en que la colocaba Quirós, pero al mismo tiempo, ruborizábase de vergüenza al pensar que aquel fatuo podía llegar de un momento a otro, y, al ver que le había estado aguardando toda la noche, creyese que se hallaba enamorada de él.

Era ya de día y Quirós todavía no había llegado. ¡Bueno estaría que aquel libertino hipócrita la viese a ella asomada a la ventana, lo mismo que una mujer enamorada que, tras larga noche de llanto e insomnio, aguarda ansiosa al esposo querido!

Ahora mismo me acuesto, se decía Enriqueta; pero permanecía inmóvil en la ventana, halagada por aquella frescura y el espectáculo del amanecer, completamente desconocido para una joven aristocrática que jamás se había levantado de la cama a tal hora.

¡Qué bonita estaba la calle completamente desierta, con sus dos filas de grandes casas, con sus puertas cerradas y sus ventanas de las cuales sólo la suya estaba abierta!

Tenía cierta sublime grandeza aquel silencio que se deslizaba majestuoso por entre las casas, que encerraban un tesoro de vida y animación, muerto ahora, y que, al resucitar pocas horas después se derramaría por todas partes como ola de agitación y de estruendo.

La luz perdía poco a poco sus tonos de azulada lividez, el cielo se aclaraba y unas nubecillas que asomaban poco antes pardas y feas sobre los lejanos tejados del tramo de la calle, tomaban ahora cierta transparencia de grana y oro. Era el sol que comenzaba a salir, embelleciéndolo todo con sus caricias de fuego.

Enriqueta, ante aquel silencio, sentía caprichos de niña y casi estuvo a punto de gritar, pero otros se encargaron de esto: los gorriones en alegres bandadas saltaban sobre los aleros de los tejados, aleteaban en las copas de los árboles y bajaban hasta el desierto pavimento de la calle, acompañando todas sus infantiles travesuras con un incesante piar en infinitos tonos. Eran los violines que preludiaban la gran sinfonía del amanecer.

Despertaba la vida con aquel toque de diana de la naturaleza, y Enriqueta veía ya por la parte de la plaza de Antón Martín pasar alguna que otra mujer con la cesta de buñuelos y el aguardiente en busca de parroquianos.

Una taberna de la calle acababa de abrir sus puertas pintadas de rojo, y el muchacho gallego, de gruesos zapatos y puntiagudos pelos, arreglaba en una mesilla las botellas de anisete y bala rasa, para tomar de mañana.

A Enriqueta le encantaba aquel espectáculo.

De pronto avanzó la cabeza con expresión de sorpresa y como queriendo oír mejor.

Habían sonado a lo lejos sordos estampidos, semejantes a descargas de fusilería. Esperó para convencerse de la realidad de aquellos ruidos y éstos no tardaron en repetirse.

Enriqueta no podía explicarse qué era aquello; pero, sin saber por qué, experimentó cierta inquietud y pensó en Esteban.

¿Qué haría a aquellas horas? ¿Estaría aún amenazado por terribles peligros y empeñado en sus difíciles empresas?

El recuerdo de Álvarez sumió a la joven en honda meditación, del que le sacó el estrépito producido en la desierta calle por varios soldados de caballería que en desorden y con visible azoramiento, iban a todo galope de su cabalgaduras.

Eran ordenanzas del Ministerio de la Guerra, y Enriqueta los siguió con la vista, hasta que al extremo de la calle perdiéronse en diversas direcciones.

La joven presentía algo terrible. Nada de extraño tenía ver a tales horas un pelotón de jinetes, pero aquellos soldados llevaban en sus rostros una marcada expresión de intranquilidad y marchaban con demasiada rapidez, como temerosos de llegar tarde a su destino o de que alguien les cortase el paso.

Poco después vio pasar uno tras otro a varios oficiales con el mismo aspecto de intranquilidad, llevando en sus rostros un gesto de inquietud y en sus ojos las señales del sueño recientemente interrumpido.

Marchaban apresuradamente, casi corrían, seguidos de sus asistentes y algunos de ellos todavía iban abrochándose el uniforme puesto con precipitación o ajustándose el cinturón de la espada.

Pronto comprendió Enriqueta lo que aquello significaba.

Por la plaza de Antón Martín entró en la calle un grupo de hombres armados. Eran en su mayoría obreros, llevaban al hombro viejos fusiles, escopetas de caza y algunos trabucos; y al frente, con el revólver en la mano, iba un joven de rostro simpático, adornado por bigote, perilla y melena romántica y que vestía levita y sombrero de copa. Tenía el tipo de un hombre dedicado a la literatura y parecía el jefe de aquel pelotón que marchaba bulliciosamente mirando a todas partes con expresión de triunfo.

Aquel grupo revolucionario al entrar en la dormida calle prorrumpió en gritos:

—¡Viva la libertad! ¡Viva Prim! ¡Muera Isabel II!

Y los más humildes del grupo, los que llevaban en su rostro las huellas del sufrimiento y en sus ropas los desgarrones de la miseria, intercalaban en dichos gritos otro que producía cierta alarma en aquellos del grupo que tenían cierto aspecto burgués.

—¡Viva la República!

El grupo pasó frente a la ventana que ocupaba Enriqueta la cual sentía miedo al ver algunos de aquellos rostros endurecidos por esa expresión feroz que da la miseria.

El jovenzuelo de aspecto romántico, al ver una mujer hermosa contemplando el paso del revolucionario pelotón, estirose con la petulancia de un mozo guapo y la saludó con una amable sonrisa, creyéndose un héroe.

Enriqueta pensaba en Álvarez y cuando el grupo se detuvo a la puerta de la taberna que estaba más abajo de su casa, fue fijándose uno por uno, en todos los hombres, como si esperase encontrar al capitán disfrazado y confundido entre aquellos revolucionarios.

En esto le distrajo la presencia de un hombre que venía indudablemente del Prado y subía la calle apresuradamente. Era un viejo general conocido de Enriqueta por haber sido amigo y compañero de armas de su padre, el conde de Baselga.

Acababa de ser despertado y aún iba por la calle abrochándose la galoneada levita, sin dejar de correr.

Al verle se produjo un terrible movimiento a la puerta de la taberna.

Muchos de aquellos hombres apuntaron con sus fusiles a la acera de enfrente por donde pasaba el general, y el anciano se detuvo, pálido y altivo, llevando instintivamente la mano a la empuñadura de la espada.

Fue una escena muda y terrible que angustió a Enriqueta, única espectadora, y que duró solamente algunos segundos.

El jefe del grupo, aquel joven de aspecto interesante, púsose ante los fusiles de los suyos, y gritó con una energía que no hacía esperar su delicadeza física.

—¿Qué vais a hacer? ¿Ahora que empieza la revolución vamos a deshonrarnos matando a un hombre que va solo? ¿Somos acaso asesinos? ¡Abajo las armas!

Y aquel dandy literario hablaba con tan imperiosa energía, que las armas asestadas contra el general se bajaron inmediatamente.

—Pase usted, general, y siga su camino —gritó el jovenzuelo—. De aquí a un rato nos combatiremos, pero ahora le respetamos a usted porque es un hombre que va a cumplir con su deber y nosotros no somos asesinos.

El general quedó indeciso y como confuso ante aquella inesperada nobleza y por fin quitose el galoneado ros, y sonriendo con paternal benevolencia les saludó diciendo:

—¡Gracias, señores! Son ustedes unos valientes dignos del nombre de españoles. ¡Que Dios les dé buena suerte!

Y saludando otra vez al grupo popular con visible enternecimiento, siguió su camino apresuradamente hasta que, al llegar al palacio de Baselga, se fijó en Enriqueta a la que conocía.

—¿Qué hace usted aquí, hija mía? —le gritó—, adentro en seguida, que va a haber tiros. Los artilleros del cuartel de San Gil se han sublevado contra la reina y Madrid está que arde. Escóndase, que la sarracina va a ser gorda.

Y el anciano fue a seguir su marcha, pero aún se detuvo, como cediendo a una necesidad interna de desahogar su pensamiento.

—¿Pero ha visto usted, Enriquetita lo que acaba de hacer esa gente? Al diablo con esos descamisados y los escritores boquirrubios que los levantan de cascos. ¡Lástima de valientes! Crea usted que me remuerde la conciencia de tener que ametrallar a una gente que así procede.

Sonaron a lo lejos nuevas y más fuertes descargas, y el general siguió su camino apresuradamente sin despedirse de Enriqueta.

Mientras tanto, el grupo revolucionario continuaba su marcha y las dormidas gentes despertaban con gritos inesperados.

—¡Abajo los Borbones! ¡Viva la libertad!

X. EL 22 DE JUNIO

Comenzaba a clarear el alba y los centinelas del cuartel de la Montaña pasaban por las terrazas para librarse del entumecimiento que produce el frío del amanecer.

En el vasto edificio militar reinaba un silencio absoluto y únicamente las ventanas del cuarto de banderas estaban iluminadas, sin duda porque en tal habitación se hallaban aún despiertos y vigilantes los oficiales de guardia.

Un hombre de rostro enérgico con gran barba, era el único ser que rondaba por las inmediaciones del cuartel, que a aquella hora estaban completamente desiertas.

Era don José Rivas Chaves, dueño de un acreditado establecimiento de lencería, y el principal hombre de acción del partido progresista. Su fortuna y los grandes sacrificios que había prestado en varias ocasiones a la causa revolucionaria dábanle gran prestigio entre la gente dispuesta a empuñar las armas, y como decidido propagandista en el elemento militar, era el agente encargado de sostener las relaciones de los organismos directores de la conspiración con los sargentos comprometidos.

Chaves, situándose a la espalda del cuartel de San Gil, agitó su pañuelo, y desde una de las ventanas altas del edificio le contestó un sargento de la artillería acuartelada, haciendo ondear una sábana. Era ésta la señal convenida.

Pasó después al cuartel de la Montaña y parándose junto a una reja cambió breves palabras con otro que estaba dentro, y al dirigirse al otro extremo del gran edificio tropezó con un centinela con el que entabló conversación ofreciéndole un cigarro, y mientras el soldado lo encendía, el conspirador sacudió su sombrero con el pañuelo, seña a la que alguien contestó también agitando un lienzo blanco en las ventanas altas.

El aviso había circulado ya; no había novedad alguna y el volcán revolucionario iba a estallar después de una preparación tan larga como lenta.

Los sargentos de los cuerpos de artillería acuartelados en San Gil iban por fin a ver satisfecha aquella impaciencia sediciosa que mostraban en todas las reuniones revolucionarias.

Chaves, satisfecho de la buena marcha que seguía la conspiración y agitado por esa emoción que siente todo hombre en un momento decisivo, sentóse al borde de un abrevadero que existía en la plaza de San Marcial, frente a la puerta del cuartel, esperando con nerviosa impaciencia los acontecimientos.

El gigantesco edificio permanecía silencioso y no se notaba en él ningún signo que denunciase interna agitación.

El conspirador miraba con ansiedad las largas filas de ventanas cerradas, de las cuales, las más bajas, estaban casi cubiertas por la hilera de árboles que rodeaban el edificio, y fijaba su vista en la cerrada puerta, a cuyos dos lados alzábanse solitarias y desiertas las blancas garitas de madera.

De pronto en aquellas ventanas comenzaron a verse soldados a medio vestir que se asomaban con aire risueño para volver a ocultarse, y de vez en cuando algún sargento ya uniformado y con armas, lanzaba una mirada de inquietud a la desierta plaza.

Reinaba en ésta la calma y la soledad propias del amanecer, y sólo un grupo de hombres del pueblo interrumpió con sus pasos aquel silencio matinal, bajando por la calle de Bailén.

Iban todos ellos armados, y al frente marchaba un caballero de rudo aspecto, con la capa terciada, quien los guió por la escalerita de la calle del Río.

—¡Allá va don Manuel Becerra con su gente! —murmuró Chávez viendo cómo desaparecía el armado grupo.

Transcurrieron algunos minutos, sonó en el interior del cuartel el toque de diana e inmediatamente se oyeron algunos tiros.

Se había iniciado ya la insurrección de los artilleros del cuartel de San Gil.

El gobierno, que hacía mucho tiempo sospechaba la conspiración existente en Madrid, había ordenado grandes precauciones militares, y entre éstas, la más importante era que una parte de la oficialidad de los regimientos durmiese en los cuarteles para evitar una insurrección.

Los oficiales de artillería habían pasado toda la noche en el cuarto de banderas jugando al tresillo, sin que les rindiera el sueño. Esperaban los sargentos comprometidos en el movimiento, sorprenderlos adormecidos a la madrugada; pero en vista de que era llegada la hora de iniciar la insurrección y los oficiales seguían entregados al juego, entraron los conspiradores en el cuarto de banderas, apuntándolos con sus carabinas e intimando la rendición.

No querían los sargentos derramar sangre; pero la voz imperiosa del deber inclinó a los oficiales a la resistencia y sobrevino la catástrofe.

Disparó un oficial su revólver e inmediatamente una descarga que mató o hirió a casi todos los jugadores.

Horroroso era el hecho; pero no cabía ya retroceder, y los sargentos, enardecidos por la vista de aquella sangre, se apresuraron a poner en práctica el plan revolucionario.

En pocos minutos cambió el aspecto del cuartel que, conmovido de arriba a abajo, comenzó a vomitar por sus puertas hombres, mulas y cañones.

Iban los sargentos al frente de los pelotones de los artilleros, revueltos por la indisciplina y la estupefacción que les producía ver el cadáver de un oficial tendido en la puerta del cuarto de banderas. El desorden era completo, y el entusiasmo que comenzaba a apoderarse de los soldados, excitados por la proximidad del combate, contribuía a que las órdenes de los sargentos apenas pudiesen ser oídas y que costase mucho el verlas ejecutadas.

Por fin los tiros de mulas fueron enganchados a los cañones contribuyendo a acelerar la operación la presencia del general Pierrad, jefe militar de la insurrección, quien arengó a los artilleros y las órdenes del capitán Hidalgo, único oficial de artillería comprometido en el alzamiento.

Momentos después, las calles de Madrid conmovíanse con el estruendo producido por los cañones que los artilleros sublevados llevaban de una parte a otra, sin saber qué hacer de ellos por falta de dirección.

La capital estaba ya en plena insurrección, y grupos de paisanos armados aparecían en todas las calles, saludando con vivas a aquellos soldados, que rojos por el entusiasmo, inclinados sobre el cuello de sus mulas y dejando flotar los encarnados cordones de sus roses, galopaban arrastrando las temibles bocas de hierro, cuyas ruedas botaban sobre el empedrado produciendo un sordo estremecimiento, semejante a una lejana tempestad.

Surgían de todas partes los hombres armados; el entusiasmo era general; había en la atmósfera esa agitación nerviosa propia de las grandes revoluciones; veíanse esas caras feroces y extrañas cataduras que sólo aparecen en los días de gran tormenta, cuando la espátula revolucionaria revuelve hasta las últimas heces del líquido social; adivinábanse en un rasgo, en una palabra, héroes y mártires entre aquella entusiasmada muchedumbre, que con una pistola vieja o un trabuco, se sentían capaces de luchar contra toda la guarnición de Madrid; pero se notaba algo, por fortuna todavía oculto, y que de ser conocido podía producir inmediatamente el desaliento: la falta de un plan bien ejecutado, la carencia de una dirección rápida y acertada.

Muchos de los regimientos comprometidos, acuartelados en diferentes puntos de la capital, no podían unirse a los insurrectos por estar ya sus sargentos arrestados y tener al frente a sus jefes fieles al gobierno.

Los oficiales designados por el Comité revolucionario para ir a ponerse al frente de dichos cuerpos, habían esperado en vano la orden; y cuando por fin, cansados de aguardar, fueron a los cuarteles, los soldados, a la voz de sus jefes que habían sido más activos, recibieron a tiros a los mismos que hubieran aclamado y seguido de llegar algunos minutos antes.

Fue aquella revolución la más anárquica de cuantas han ocurrido en España. Todos mandaban y ninguno obedecía. Los artilleros emplazaban sus cañones donde mejor les parecía, y el pueblo levantaba barricadas sin aguardar órdenes, con ese instinto estratégico que la masa revolucionaria desarrollaba en los momentos difíciles.

Se sabía a la media hora de haberse iniciado la revolución que ésta no podía contar ya con más faena que la artillería de San Gil y se tenía la certeza de que toda la guarnición iba a caer sobre los sublevados; pero esto no lograba amilanar a ninguno de aquellos combatientes por la libertad.

El pueblo no retrocede una vez iniciada una revolución, aun teniendo conciencia de su derrota; y los sublevados del 22 de junio únicamente experimentaban una amarga decepción al ver aquella artillería que como ruidoso meteoro de hierro y fuego, iba de un punto a otro sin saber qué hacer ni en qué emplearse, por falta de dirección.

Mientras tanto el gobierno organizaba certeramente la resistencia y tomaba con rapidez la ofensiva.

El aviso de lo ocurrido en el cuartel de San Gil llegó a la presidencia del gobierno cuando O’Donell, después de pasar la noche en vela, disponíase a acostarse. El caudillo de África montó inmediatamente a caballo y con un batallón de ingenieros se dirigió a la Puerta del Sol, de la cual habían intentado apoderarse los revolucionarios sin éxito alguno.

Desde allí dirigiose a Palacio para poner a la reina a cubierto de un golpe de mano, pero ya se le había adelantado su eterno rival, el general Narváez, quien llegó al regio alcázar casi a medio vestir, organizando inmediatamente la resistencia y ametrallando con dos cañones emplazados en la calle de Bailén, la fachada del cuartel de la Montaña.

El héroe de Arlaban y verdugo de sus compatriotas, excitado por el grandioso espectáculo de aquella revolución, que él mismo calificaba de la más terrible que había conocido, recobró el valor ciego, impetuoso y temerario de su juventud y fue a colocarse en los puntos de mayor peligro, sin temor al fuego que hacía el paisanaje desde las calles inmediatas.

Una bala perdida derribó a Narváez del caballo, causándole una herida de poca gravedad, pero la débil senectud reapareció en el veterano al verse bañado en su propia sangre, y el general fue conducido a Palacio, exánime con la creencia de una próxima muerte.

La reina, consternada y temerosa de una insurrección que estallaba casi a las mismas puertas de su alcázar, se encargó del cuidado de aquel antiguo amigo y defensor, que pálido, exánime y cubierto de sangre, aparecía a sus ojos con todo el prestigio de un héroe de la causa monárquica.

Narváez estaba alejado algunos años del poder por el triunfo de la Unión Liberal, cada vez más omnipotente, pero a pesar de esto las gentes de Palacio no se equivocaron.

—He aquí una bala —dijo un cortesano— que ha dado en el general Narváez y ha matado al general O’Donell.

La profecía fue exacta. Pocos días después la reina destituía a O’Donell y la reacción, simbolizada por Narváez, volvía a ocupar el poder.

En el primer momento el gobierno no supo cómo combatir aquella insurrección, que a pesar de sus escasas fuerzas militares se presentaba imponente y magnífica.

El pueblo de Madrid se mostraba tan belicoso y dispuesto al heroísmo que únicamente podía ser comparada su insurrección con aquella otra que inmortalizó la fecha del 2 de mayo.

El cuartel de San Gil habíase convertido en una fortaleza, para cuya conquista se necesitaba derramar mucha sangre, y en el barrio del norte y sur de la capital, miles de combatientes acosaban por todas partes a las tropas del gobierno, las cuales, después de sostener terribles combates, donde creían encontrar vencidos, tropezaban con nuevos y tenaces obstáculos.

Nada significaba que el coronel Camino se hubiese apoderado de algunas piezas de artillería de los insurrectos, deshaciendo muchas barricadas; nuevos baluartes amasados con piedras, tierra y muebles, volvían a cortar las calles y desde balcones y ventanas se hacía sobre los asaltantes un fuego mortífero.

El ejército se revolvía como el león acosado por infinito enjambre de avispas, que mientras destruye un venenoso insecto con su robusta zarpa, recibe las picaduras de mil.

Pero a las pocas horas de lucha, O’Donell había adivinado ya el punto flaco de aquella imponente insurrección. La falta de relaciones entre unos puntos y otros, la carencia de dirección y la nulidad de los jefes revolucionarios, saltó inmediatamente a su vista y se propuso ahogar la rebelión por partes, dirigiendo todas las fuerzas sucesivamente sobre las diversas zonas donde se había localizado la resistencia.

El cuartel de San Gil era el más temible núcleo revolucionario y contra él se dirigió el primer ataque de la mayor parte de las fuerzas. Los artilleros insurrectos habían cometido la torpeza de encastillarse en el cuartel, a excepción de las fuerzas que habían salido en el primer momento a recorrer las calles, y pronto se vieron bloqueados por las fuerzas del gobierno y cortadas todas sus comunicaciones con los revolucionarios que se batían en el resto de Madrid.

El general Serrano había salvado al gobierno y decidido la victoria con un rasgo de temerario valor. La actitud de la infantería acuartelada en la Montaña, junto al cuartel de San Gil, era enigmática para el gobierno, y para convencerse de su fidelidad o en caso contrario decidir a los batallones en favor de la reina, Serrano salió de Madrid, dio un rodeo hasta encontrarse frente al cuartel de la Montaña, y subiendo con gran trabajo por una pendiente casi vertical, se introdujo en el edificio, siendo recibido por los cuerpos con vivas al gobierno.

Esta hazaña fue la señal de derrota para los sublevados de San Gil, que se vieron atacados por el frente por las tropas que mandaba Zabala, teniendo a la espalda a Serrano con toda la infantería del inmediato cuartel.

Aquellos insurrectos, cogidos entre dos fuegos, despreciaron todas las intimidaciones que se les hicieron, y supieron resistirse y perecer con esa sublime tenacidad que desarrolla el soldado español cuando se ve frente a frente con la muerte.

Cañones y fusiles cruzaban en el espacio una granizada de plomo; el rugido de las descargas ensordecía a los combatientes, en las bocacalles inmediatas, así como en las ventanas del cuartel, flotaban girones de blanco humo, que parecían vellones arrancados a las nubecillas que adornaban un cielo hermoso y esplendente propio de un día de verano.

Hacía abominar de la humanidad ver cómo ante la divina sonrisa de la naturaleza en todo su esplendor, se exterminaban centenares de hombres por los intereses de un grupo de tiranos, degradados y repugnantes.

Un batallón de zapadores, desafiando la fusilería y la metralla, echó abajo la puerta del cuartel y por aquella brecha arrojose la infantería con bayoneta calada a apoderarse del edificio.

La lucha tomó entonces un carácter horrible. Callaron los cañones, cediendo el puesto al fusil y al machete, a la bayoneta y al sable.

Combatíase cuerpo a cuerpo, hacíase fuego a quemarropa y el instinto de conservación, unido a la rabiosa sed de venganza, utilizaba como baluarte y fortaleza el quicio de una puerta, el saliente de una columna, la revuelta de un corredor, localizando el combate en estos detalles arquitectónicos.

Cada habitación del piso bajo costaba ríos de sangre, y los asaltantes atravesaban un umbral, esperando la descarga a quemarropa que aclaraba las filas o el salvaje machetazo que hendía el cráneo.

Las oficinas, los armeros, los almacenes, eran teatro de las más horrorosas escenas, y en las desiertas cuadras, chocando contra los vacíos pesebres y tropezando con los montones de paja, se buscaban los hombres con ciego furor, se herían con bárbara complacencia y, muchas veces, rotas las armas o perdidas, caían fuertemente abrazados y mordiéndose en el rostro se revolcaban a los pies de alguna mula vieja o caballo abandonado, pobres bestias que amedrentadas por la tempestad que rugía fuera, miraban con ojos melancólicos aquellas escenas de horror, no pudiendo comprender sin duda las locuras de una raza superior que del asesinato en masa hace un título de gloria.

Los asaltantes se hicieron por fin dueños del piso bajo, pero la resistencia continuó arriba en los pisos superiores, en aquellos vastos dormitorios cuyas paredes estaban acribilladas por los metrallazos que enviaban las baterías sitiadoras y de cuyas ventanas no quedaban más vestigios que 105 rotos goznes y algunos jirones de madera que se bamboleaban al estrépito de cada descarga.

Las escaleras fueron cráteres de volcanes invertidos, que despedían el fuego hacia abajo y los peldaños desaparecieron bajo los cadáveres El humo cegaba a los asaltantes; las paredes trepidaban con el ruido de las descargas, las voces de mando apenas sí se oían en aquella confusión, y los asaltantes, cegados por el picante hálito de la pólvora, rabiosos por aquella resistencia y enloquecidos por el peligro a que les empujaban sus jefes, subían como una marea de agudas bayonetas, sin fijarse en lo que ocurría a su lado, destrozando al muerto con sus pies y desoyendo al compañero herido que exhalaba alaridos de dolor.

Ya estaban las tropas del gobierno en el primer piso, ya cargaban a la bayoneta por los dormitorios y los horribles detalles de una lucha marcial volvían a reproducirse.

Las bayonetas hurgaban furiosas bajo las camas de donde salían tiros de revólver, el soldado recibía moribundo sobre su pecho al compañero que le precedía al atravesar una puerta, y sobre las revueltas sábanas y los rotos jergones, caía fusilado el mocetón que, machete en mano, se defendía como una fiera acorralada.

Costó mucho a las tropas del gobierno apoderarse del cuartel de San Gil.

En cada piso fue necesario primero un asalto para llegar a él, y después una batalla para apoderarse de sus acribilladas habitaciones.

En el segundo piso defendiéronse los artilleros con igual fiereza que en el primero, y cuando se vieron desalojados de él, aún quedaron trescientos desesperados que se fortificaron en las buhardillas, causando gran daño a los sitiadores.

Por fin las tropas del gobierno se hicieron dueñas del edificio y los insurrectos que sobrevivieron a la lucha quedaron desarmados y prisioneros.

O’Donell respiró al ver vencida la insurrección militar y antes de dirigirse contra los elementos civiles que sostenían la bandera revolucionaria, encaminóse a Palacio para tranquilizar a Isabel II y a su pusilánime y afeminado esposo don Francisco de Asís que temblaba como una damisela, a pesar de su categoría de capitán general del ejército.

La reina dio las gracias a O’Donell por el servicio que acababa de prestarle y le excitó a que cuanto antes exterminase al paisanaje que en los barrios populares defendía su terrible red de barricadas. Hablando así aquella mujer pensaba ya en destituir a O’Donell que por ella exponía la vida, sustituyéndolo por Narváez. Tan perfectamente sabía mentir Isabel II, que nadie podía dudar que era legítima hija de Fernando VII.

El duque de Tetuán dirigió el grueso de sus tropas contra los barrios del norte de Madrid, y tras un combate de muchas horas consiguió vencer las fuerzas populares que mandaba Contreras.

En el sur de la capital la lucha se desarrolló en las últimas horas de la tarde, y al anochecer era tomada por las tropas la barricada de la plaza de Antón Martín, último baluarte de los revolucionarios.

Así terminó la insurrección popular más heroica y entusiasta y peor dirigida que ha existido en España.

Las tropas, enfurecidas por aquel combate tenaz que diezmaba sus filas, fusilaron al pie de las destruidas barricadas a todos aquellos prisioneros cuyo aspecto denunciaba el carácter de jefes revolucionarios y O’Donell aún permaneció algunos días en el poder para encargarse de la deshonrosa misión de escarmentar a los revolucionarios ejecutando sesenta y seis sargentos y cabos.

Después de esta hecatombe, la reacción, como el bandido que luego de cometido el crimen arroja lejos de sí el puñal ensangrentado, derribó a O’Donell del poder, lanzándolo al olvido y acelerando con sus desdenes el fin de su existencia.