Cuarta carta. Sobre los cuáqueros

Más o menos por ese tiempo apareció el ilustre Guillermo Penn14, que estableció el poder de los cuáqueros en América, y que les hubiera hecho respetables en Europa, si los hombres pudiesen respetar la virtud bajo apariencias ridiculas; era hijo único del caballero Penn, Vicealmirante de Inglaterra y favorito del duque de York, desde Jacobo II.

Guillermo Penn, a la edad de quince años, encontró un cuáquero en Oxford, donde hacía sus estudios; ese cuáquero le persuadió, y el joven, que era vivo, y de natural elocuente, y que tenía nobleza en su fisonomía y en sus maneras, ganó pronto a algunos de sus camaradas. Estableció sin ser notado una Sociedad de Jóvenes Cuáqueros, que se reunían en su casa; de tal suerte que se encontró siendo jefe de secta a la edad de dieciséis años.

De vuelta a casa de su padre el Vicealmirante al salir del Colegio, en lugar de postrarse de rodillas delante de él y de pedirle su bendición, según el uso de los ingleses, le abordó con el sombrero en la cabeza, y le dijo: «Amigo, me alegro mucho de verte bueno». El Vicealmirante creyó que su hijo se había vuelto loco; pronto se dio cuenta de que era cuáquero. Puso en práctica todos los medios que la prudencia humana puede emplear para decidirle a vivir como otro cualquiera; el joven sólo respondió a su padre exhortándole a que él también se hiciera cuáquero.

Finalmente el padre se avino a no pedirle otra cosa sino que fuese a ver al Rey y al Duque de York con el sombrero bajo el brazo y que no les tutease. Guillermo respondió que su conciencia no se lo permitía y el padre, indignado y presa de desesperación, le echó de su casa. El joven Penn agradeció a Dios lo que sufría ya por su causa; se fue a predicar a la ciudad, donde hizo muchos prosélitos.

En los sermones de los ministros había cada día más claros; y como Penn era joven, hermoso y bien hecho, las mujeres de la Corte y la villa acudían devotamente para oírle. El patriarca Georges Fox vino del fondo de Inglaterra a verle a Londres por su reputación; los dos resolvieron irse a misionar en países extranjeros. Se embarcaron para Holanda, después de haber dejado obreros en número suficiente para cuidar la viña de Londres. Sus trabajos tuvieron un feliz éxito en Amsterdam; pero lo que les hizo más honor y lo que puso más en peligro su humildad, fue la recepción que les hizo la Princesa Palatina Elisabeth, tía de Jorge I, rey de Inglaterra, mujer ilustre por su espíritu y por su saber, y a la que Descartes había dedicado su novela de filosofía15.

Vivía ella entonces retirada en La Haya, donde vio a esos amigos, pues así es como llamaban entonces a los cuáqueros en Holanda; tuvo varias conferencias con ellos, predicaron a menudo en su casa y, si no hicieron de ella una perfecta cuáquera, confesaron por lo menos que no estaba lejos del reino de los cielos.

Los amigos sembraron también en Alemania, pero recogieron poco. No gustó mucho la moda de tutear, en un país donde siempre hace falta tener en la boca los términos de Alteza y Excelencia. Penn volvió pronto a Inglaterra, al tener noticia de la enfermedad de su padre; llegó a recoger su último suspiro. El Vicealmirante se reconcilió con él y le abrazó con ternura, aunque fuese de una religión diferente; Guillermo le exhortó en vano a no recibir los últimos sacramentos y a morir cuáquero; y el viejo buen hombre recomendó inútilmente a Guillermo llevar botones en sus mangas y plumas de ganso en su sombrero.

Guillermo heredó grandes bienes, entre los que se encontraban deudas de la Corona, por adelantos hechos por el Vicealmirante en expediciones marítimas. Nada era menos seguro entonces que el dinero debido por el rey; Penn se vio obligado a ir a tutear más de una vez a Carlos II y a sus ministros, para conseguir su pago. El gobierno le dio, en 1680, en lugar de dinero, la propiedad y la soberanía de una provincia de América, al sur de Maryland: aquí tenemos a un cuáquero hecho soberano. Partió para sus nuevos estados con dos barcos cargados de cuáqueros que le siguieron. Se llama desde entonces al país Pennsilvania, por el nombre de Penn. Allí fundó la ciudad de Filadelfia, que hoy es muy floreciente. Comenzó por hacer una liga con sus vecinos americanos. Es el único tratado entre esos pueblos y los cristianos que no haya sido jurado y que no haya sido roto. El nuevo soberano fue también el legislador de Pennsilvania; dio leyes muy sabias, ninguna de las cuales ha sido modificada desde entonces. La primera es no maltratar a nadie con motivo de su religión, y mirar como hermanos a todos los que creen en un Dios.

Apenas hubo establecido su gobierno cuando varios mercaderes de América vinieron a poblar esa colonia. Los naturales del país, en lugar de huir a los bosques, se conciliaron insensiblemente con los pacíficos cuáqueros: tanto como detestaban a los otros cristianos conquistadores y destructores de América, amaban a estos recién llegados. En poco tiempo, gran número de esos pretendidos salvajes, encantados por la mansedumbre de sus vecinos, fueron en masa a pedir a Guillermo Penn que los recibiera como vasallos suyos. Era un espectáculo completamente nuevo, ese soberano al que todo el mundo tuteaba, y a quien se hablaba sin descubrirse uno, un gobierno sin sacerdotes, un pueblo sin armas, ciudadanos completamente iguales, semejantes a la Magistratura, y vecinos sin envidias.

Guillermo Penn podía gloriarse de haber traído a este mundo la edad de oro de la que tanto se habla, y que probablemente no ha existido más que en Pennsilvania. Volvió éste a Inglaterra por asuntos de su nuevo país, a la muerte de Carlos II. El rey Jacobo, que había amado a su padre, tuvo el mismo afecto por el hijo, y no le consideró como un secretario oscuro sino como un muy gran hombre. La política del rey coincidía en esto con sus gustos; deseaba halagar a los cuáqueros aboliendo las leyes hechas contra los no-conformistas, a fin de poder introducir la religión católica a favor de esta libertad. Todas las sectas de Inglaterra vieron la trampa y no se dejaron coger en ella; siempre están unidas contra el catolicismo, su enemigo común. Pero Penn no creyó deber renunciar a sus principios para favorecer a los protestantes que le odiaban, contra un rey que le amaba. Había establecido la libertad de conciencia en América; no quería parecer intentar destruirla en Europa; permaneció pues fiel a Jacobo II, hasta el punto de que fue generalmente acusado de ser jesuíta. Esta calumnia le entristeció sensiblemente; se vio obligado a justificarse con escritos públicos. Sin embargo, el desdichado Jacobo II, que como casi todos los Estuardos era una mezcla de grandeza y debilidad, que como ellos hizo demasiado y demasiado poco, perdió su reino sin que pudiera decirse cómo sucedió la cosa.

Todas las sectas inglesas recibieron de Guillermo II y de su Parlamento esa misma libertad que no habían querido obtener de manos de Jacobo II. Fue entonces cuando los cuáqueros comenzaron a gozar, por la fuerza de las leyes, de todos los privilegios de los que están hoy en día en posesión. Penn, después de haber visto finalmente su secta establecida sin disputa en el país de su nacimiento, volvió a Pennsilvania. Los suyos y los americanos le recibieron con lágrimas de alegría como a un padre que volvía a ver a sus hijos. Todas sus leyes habían sido religiosamente observadas durante su ausencia, lo que no le había ocurrido a ningún legislador antes de él. Permaneció varios años en Filadelfia; partió finalmente a su pesar para ir a solicitar a Londres nuevas ventajas en favor del comercio de los pennsilvanos; vivió a partir de entonces en Londres hasta una extrema vejez, considerado como el jefe de un pueblo y de una religión. No murió hasta 1718.

Se conservó a sus descendientes la propiedad y el gobierno de Pennsilvania, y ellos vendieron al rey el gobierno por doce mil piezas de oro. Los asuntos del rey sólo le permitieron pagar mil. Un lector francés creerá quizá que el ministro pagó el resto en promesas y se apoderó de todos modos del gobierno: nada de eso; como la Corona no había podido satisfacer en el tiempo marcado el pago de la suma completa, el contrato fue declarado nulo y la familia de Penn recuperó sus derechos.

No puedo adivinar cuál será la suerte de la religión de los cuáqueros en América; pero veo que se depaupera diariamente en Londres. En todo país la religión dominante, cuando no persigue, acaba a la larga por absorber a todas las otras. Los cuáqueros no pueden ser miembros del Parlamento, ni poseer ningún oficio, porque habría que prestar juramento y ellos no quieren jurar. Se ven reducidos a la necesidad de ganar dinero por medio del comercio; sus hijos, enriquecidos por la industria de sus padres, quieren gozar, tener honores, botones y bocamangas; se avergüenzan de ser llamados cuáqueros y se hacen protestantes para estar a la moda.

Cartas filosóficas
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