8

Phantom

No tenía ni idea de qué hora sería cuando me desperté. Notaba un martilleo incesante en mi cabeza y sentía como si tuviera la lengua de papel de lija. Me costó ordenar de un modo coherente la secuencia de la noche anterior y, cuando lo logré, pensé que mejor habría sido no hacerlo. Sentí una oleada de vergüenza mientras evocaba mi aturdimiento, mis balbuceos, mi incapacidad para tenerme en pie. Recordé que Gabriel me había tomado en brazos y que había en su voz un tono de inquietud pero también de decepción. Ivy me había desnudado y acostado como si fuese una cría, y recordaba haberle visto una expresión de consternación en la cara. Mientras ella me cubría con las mantas, había oído a Gabriel en la puerta dándole otra vez las gracias a alguien.

Luego empecé a recordar que me había pasado casi todo el tiempo en la fiesta de Molly desplomada contra el cálido cuerpo de un desconocido. Gemí en voz alta cuando visualicé vívidamente el rostro de aquel extraño. De entre todos los gallardos caballeros que habrían podido acudir en mi ayuda, ¿por qué tenía que haber sido justamente Xavier Woods? ¿En qué estaría pensando Nuestro Señor en Su infinita sabiduría? Me esforcé en reunir los fragmentos de nuestra breve conversación, pero mi memoria se negaba a ofrecerme detalles.

Me sentía abrumada por una mezcla mortificante de remordimiento y humillación. Me ardían las mejillas del bochorno. Me oculté bajo la colcha y me hice un ovillo, deseando quedarme allí para siempre. ¿Qué pensaría ahora de mí Xavier Woods, el flamante delegado de Bryce Hamilton? ¿Qué pensaría todo el mundo de mí? Apenas llevaba una semana en el colegio y ya había avergonzado a mi familia y proclamado a los cuatro vientos que era una novata integral en las cosas de la vida. ¿Cómo no me había dado cuenta de lo fuertes que eran aquellos cócteles? Y por si fuera poco, les había demostrado a mis hermanos que era incapaz de cuidar de mí misma y de arreglármelas sin su ayuda.

Me llegaban voces amortiguadas desde abajo. Gabriel e Ivy conversaban entre susurros. Noté que me ardían otra vez las mejillas mientras pensaba en la posición en que los había colocado. ¡Qué egoísta había sido al no considerar el impacto que mis actos tendrían también en ellos! Su reputación estaba en peligro igual que la mía. Mejor dicho, la mía había quedado hecha trizas sin paliativos. Consideré la posibilidad de que nos marcháramos y empezáramos de nuevo en otro sitio. Gabriel e Ivy no esperarían que me quedase en Venus Cove después de haberme puesto en ridículo de aquella manera. Ya casi daba por supuesto que aparecerían de un momento a otro para darme la noticia y que empezaríamos a recoger en silencio nuestras cosas para trasladarnos a un nuevo destino. No habría tiempo para despedidas; los lazos que había establecido allí quedarían reducidos a un puñado de recuerdos entrañables.

Pero nadie subía y, al final, no tuve otro remedio que aventurarme a bajar para afrontar las consecuencias de lo que había hecho. Me miré un instante en el espejo del pasillo. Tenía un aspecto frágil y sombras azuladas bajo los ojos. El reloj me informó de que ya casi era mediodía.

Ivy estaba sentada a la mesa de la cocina, haciendo un bordado con increíble destreza, mientras que Gabriel permanecía frente a la ventana, más erguido que un párroco en el púlpito. Tenía las manos entrelazadas a la espalda y miraba pensativo el océano. Fui a la nevera, me serví un zumo de naranja y me lo bebí a toda prisa para apagar la furiosa sed que sentía.

Gabriel no se volvió, pero yo sabía que percibía mi presencia. Me estremecí: una bronca airada me habría sentado mejor que aquella muda recriminación. Me importaba demasiado la estima de Gabriel para estar dispuesta a perderla. Si no para otra cosa, su cólera habría servido para aliviar en cierta medida mi culpa. Deseaba que se volviera para verle al menos la cara.

Ivy dejó su bordado y me miró.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó. No sonaba ni enfadada ni defraudada, cosa que me desconcertó.

Me llevé sin querer las manos a las sienes, que aún me palpitaban.

—Podría estar mejor, la verdad. —El silencio se cernía en el aire como un sudario—. Lo siento mucho —continué con un tono sumiso—. No sé cómo ocurrió. Me siento como una cría.

Gabriel se volvió a mirarme con sus ojos grises, pero solo vi en ellos el profundo afecto que me tenía.

—No te apures, Bethany —dijo con su compostura de siempre—. Ahora que somos humanos estamos condenados a cometer algunos errores.

—¿No estáis enfadados? —exclamé, mirando a uno y otro alternativamente. La piel nacarada de ambos relucía con un brillo luminoso y tranquilizador.

—Claro que no —dijo Ivy—. ¿Cómo vamos a culparte de algo que no podías controlar?

—Esa es la cuestión justamente —repuse—. Que debería haberlo sabido. A vosotros no os hubiera pasado. ¿Por qué soy la única que comete errores?

—No seas demasiado severa contigo misma —me aconsejó Gabriel—. Recuerda que esta es tu primera visita aquí. Las cosas te irán mejor con el tiempo.

—Es fácil olvidar que la gente es de carne y hueso, y no indestructible —añadió Ivy.

—Procuraré tenerlo presente —dije, más animada.

—Ya solo me queda sacarte ese taladro que notas en la cabeza —me dijo Gabriel.

Todavía con mi pijama de franela, me puse a su lado para observarlo mientras sacaba ingredientes de la nevera. Los midió y los vertió en una licuadora con la precisión de un científico. Por fin, me tendió un vaso lleno de un líquido turbio y rojizo.

—¿Qué es? —pregunté.

—Zumo de tomate y yema de huevo con un toque de pimentón —explicó—. Según la enciclopedia médica que leí anoche es uno de los mejores remedios para la resaca.

El olor y el aspecto del brebaje era asqueroso, pero el martilleo de mi cabeza no parecía que fuese a apaciguarse espontáneamente. Así pues, me tapé la nariz y me bebí el vaso entero. Después se me ocurrió que Ivy podría haberme curado la resaca poniéndome dos dedos en las sienes, pero quizá lo que pretendían mis hermanos era que aprendiera a cargar con las consecuencias de mis actos.

—Creo que hoy deberíamos quedarnos en casa, ¿no? —dijo Ivy—. Hemos de tomarnos un poco de tiempo para reflexionar.

Nunca me habían dejado los dos tan maravillada como en aquel momento. La tolerancia que habían mostrado solo podía describirse como sobrehumana, cosa que era sin duda.

Comparados con el resto de la gente, nosotros vivíamos como cuáqueros: sin televisión, ni ordenadores ni teléfonos móviles. Nuestra única concesión al estilo de vida terrenal del siglo XXI era un teléfono fijo que nos habían conectado en cuanto nos instalamos. Nosotros veíamos en la tecnología una influencia nociva que fomentaba una conducta antisocial y socavaba los valores familiares. Nuestro hogar era un sitio para estar juntos, no para pasar el tiempo comprando por Internet o mirando estúpidos programas televisivos.

Gabriel, en especial, odiaba la influencia de la televisión. Durante la preparación para nuestra misión nos había mostrado para subrayar esta idea el principio de un programa. Consistía en una serie de personas con problemas de obesidad a las que dividían en grupos y les ofrecían platos tentadores para ver si conseguían resistirse. Los que cedían a la tentación recibían severos reproches y quedaban eliminados. Resultaba repulsivo, decía Gabriel, jugar con las emociones de la gente y cebarse en sus debilidades. Y aún era más repugnante que el público mirase semejante crueldad como un entretenimiento.

Así pues, aquella tarde no recurrimos a la tecnología para entretenernos, sino que pasamos el rato tumbados en la terraza, leyendo, jugando al Scrabble o simplemente enfrascados en nuestros pensamientos. Tomarnos tiempo para reflexionar no significaba que no pudiéramos hacer mientras tanto otras cosas; solo quería decir que las hacíamos en silencio y que procurábamos dedicar un rato a analizar nuestros éxitos y fracasos. O más bien, que Ivy y Gabriel analizaban sus éxitos y yo contemplaba mis fracasos. Miraba el cielo y mordisqueaba tajadas de melón. Había llegado a la conclusión de que la fruta era mi comida favorita; su frescura dulce y limpia me recordaba nuestro hogar. Mientras seguía mirando, reparé en que el sol aparecía en el cielo como una bola de un blanco deslumbrante. Enfocarlo directamente me cegaba y me dañaba los ojos. En el Reino la iluminación era distinta. Nuestro hogar estaba inundado de una luz suave y dorada que podíamos tocar y que se deslizaba entre nuestros dedos como una miel cálida. Aquí, en cambio, la luz era más violenta, pero también —en cierto sentido— más real.

—¿Habéis visto esto? —Ivy apareció con una bandeja de fruta y queso y tiró el periódico en la mesa con disgusto.

—Ajá —asintió Gabriel.

—¿Qué pasa?

Me incorporé y estiré el cuello para ver los titulares. Atisbé la fotografía que abarcaba la portada. Se veía gente corriendo en todas direcciones: hombres que trataban en vano de proteger a las mujeres, madres que recogían a los niños caídos en el polvo. Algunos rezaban apretando los párpados; otros abrían la boca en gritos silenciosos. Detrás, las llamas se elevaban hacia el cielo y la humareda oscurecía el sol.

—Bombardeos en Oriente Medio —dijo mi hermano, dándole la vuelta al periódico con un gesto rápido. Ya no hacía falta: la imagen se me había quedado grabada a fuego en el cerebro—. Más de trescientos muertos. Sabes lo que esto significa, ¿no?

—¿Que nuestros Agentes allí no están haciendo bien su trabajo? —Me salió una voz trémula.

—Que no pueden hacer bien su trabajo —me corrigió Ivy.

—¿Quién se lo impide? —pregunté.

—Las fuerzas de la oscuridad se están imponiendo a las fuerzas de la luz —dijo Gabriel gravemente—. Cada vez más.

—¿Acaso crees que solo el Cielo envía representantes a la Tierra? —Ivy parecía impacientarse un poco ante mi lentitud para comprender la situación—. Tenemos compañía.

—¿Y no podemos hacer nada?

Gabriel meneó la cabeza.

—Nosotros no podemos actuar sin autorización.

—¡Pero ha habido trescientos muertos! —protesté—. ¡Eso debería contar!

—Claro que cuenta —repuso Gabriel—. Pero no han sido requeridos nuestros servicios. A nosotros nos han asignado un puesto y no podemos abandonarlo porque haya sucedido algo terrible en otra parte del planeta. Nuestras instrucciones son que permanezcamos aquí y vigilemos Venus Cove. Por algo será.

—¿Y qué pasa con toda esa gente? —pregunté, todavía con la imagen de sus rostros horrorizados destellando en mi mente.

—Lo único que podemos hacer es rezar para que se produzca una intervención divina.

A media tarde nos dimos cuenta de que la despensa estaba casi vacía. Aunque me sentía débil, me ofrecí para hacer unas compras en el pueblo. Confiaba en que el paseo me ayudara a borrarme aquellas imágenes turbadoras de la mente y a pensar en otra cosa que no fueran las calamidades humanas.

—¿Qué traigo? —pregunté, tomando un sobre que había a mano para anotar la lista en el dorso.

—Fruta, huevos y un poco de pan de esa tienda francesa que acaban de abrir —me dijo Ivy.

—¿Quieres que te lleve? —me propuso Gabriel.

—No, gracias. Cogeré la bicicleta. Me hace falta ejercicio.

Lo dejé leyendo, fui a recoger la bicicleta en el garaje y metí en la cesta una bolsa de lona doblada. Ivy se había puesto a recortar los rosales y me dijo adiós con la mano cuando pasé por delante del jardín pedaleando.

El trayecto de diez minutos hasta el pueblo me resultó tonificante después de tantas horas durmiendo como un zombi. El aire fresco y limpio, impregnado del aroma de los pinos, contribuyó a disipar mi abatimiento. No quería que mis pensamientos derivasen hacia Xavier Woods y deseaba cerrar el paso a los recuerdos de la noche anterior. Pero, claro, mi mente seguía sus propios derroteros y no pude dejar de estremecerme al evocar la firmeza de sus brazos mientras me sujetaba, y la caricia de la tela de su camisa en mi mejilla, y el contacto de su mano al apartarme el pelo de la cara con un gesto rápido, tal como había hecho también en mi sueño.

Dejé la bicicleta atada con cadena en el soporte que había frente a la oficina de correos y me encaminé al supermercado. Cuando ya llegaba a la puerta, me detuve para dejar que salieran dos mujeres: una de ellas vieja y algo encorvada, la otra robusta y de mediana edad. Esta última ayudó a la anciana a sentarse en un banco, volvió a la tienda y pegó un cartel en el escaparate. Al lado del banco, obedientemente sentado junto a la mujer, había un perro gris plateado. Era la criatura más extraña que había visto. Su expresión pensativa y reconcentrada parecía casi humana, e incluso sentado sobre sus patas traseras mantenía su cuerpo erguido con una actitud majestuosa. Tenía los carrillos algo caídos, el pelaje lustroso y satinado y los ojos tan incoloros como la luz de la luna.

La anciana mostraba un aire apesadumbrado que me llamó la atención. Al mirar el cartel comprendí sin más el motivo. Era un anuncio que ofrecía el perro «gratis a un buen hogar».

—Es lo mejor, Alice, ya lo verás —le dijo la más joven con tono práctico—. Tú quieres que Phantom sea feliz, ¿no? Él no podrá seguir contigo cuando te mudes. Ya conoces las normas.

La otra meneó la cabeza tristemente.

—Pero estará en un lugar extraño y no entenderá nada. Nosotros, en casa, tenemos nuestras pequeñas costumbres.

—Los perros son muy adaptables. Bueno, volvamos antes de que se haga la hora de cenar. Seguro que empieza a sonar el teléfono en cuanto entremos por la puerta.

La mujer llamada Alice no parecía compartir la convicción de la otra. Vi que retorcía con sus dedos nudosos la correa del perro y que se los llevaba luego al pelo, que tenía recogido en un moño medio deshecho en la nuca. No parecía tener ninguna prisa por moverse, como si levantarse del banco implicara sellar un trato que aún no había podido considerar a fondo.

—¿Pero cómo sabré yo que lo cuidan bien? —dijo.

—Nos vamos a asegurar de que quien se lo quede acepte llevarlo de visita a tu nuevo hogar.

Se había deslizado una nota de impaciencia en el tono de la más joven, y advertí que cada vez levantaba más la voz. Respiraba de un modo agitado y se le empezaban a formar gotitas de sudor en las sienes, tan empolvadas como el resto de su rostro. No paraba de mirar el reloj.

—¿Y si lo olvidan? —Alice sonaba irritada.

—Seguro que no —replicó su acompañante con desdén—. Bueno, ¿necesitas algo antes de que te lleve a casa?

—Solo una bolsa de golosinas para Phantom. Pero no las de pollo, esas no le gustan.

—¿Por qué no te esperas aquí un momento mientras yo entro a comprarlas?

Alice asintió y miró a lo lejos, resignada. Se inclinó para rascarle detrás de las orejas a Phantom, que levantó los ojos con un aire de perplejidad. Parecían entenderse en silencio aquel animal y su dueña.

—¡Qué perro tan bonito! —le dije, a modo de presentación—. ¿De qué raza es?

—Es un weimaraner —respondió Alice—. Pero por desgracia ya no va a seguir siendo mío por mucho tiempo.

—Sí. No he podido evitar oír la conversación.

—Pobre Phantom. —Alice suspiró y se agachó para hablarle al perro—. Tú sabes muy bien lo que pasa, ¿verdad? Pero te estás portando como un valiente.

Me arrodillé para darle a Phantom unas palmaditas. Él me husmeó con cautela y me tendió su enorme pezuña.

—Qué raro —dijo Alice—. Normalmente es más reservado con la gente que no conoce. Debes de ser una amante de los perros.

—Ah, me encantan los animales —dije—. Si no le importa que se lo pregunte, ¿por qué no puede mudarse el perro con usted?

—Me traslado a Fairhaven, la residencia de ancianos del pueblo. ¿Has oído hablar de ella? No admiten perros.

—¡Qué lástima! —dije—. Pero no se preocupe. Estoy segura de que un perro como Phantom encontrará otro dueño enseguida. ¿Tiene ganas de trasladarse?

La mujer pareció sorprendida por la pregunta.

—¿Sabes?, eres la primera que me lo pregunta. Supongo que me da igual una cosa que otra. Me sentiré mejor cuando lo de Phantom esté resuelto. Yo esperaba que se lo quedara mi hija, pero ella vive en un apartamento y no puede ser.

Mientras Phantom restregaba contra mi mano su esponjoso hocico, se me ocurrió una idea. Quizás aquel encuentro era una ocasión que me ofrecía la Providencia para enmendarme por mi irresponsabilidad. ¿No era para eso, al fin y al cabo, para lo que estaba allí, es decir, para ejercer una influencia benéfica en la gente, y no para centrarme en mis propias obsesiones? Yo no podía hacer gran cosa para solucionar una crisis que se desarrollaba en la otra punta del mundo, pero allí tenía una situación en la que podía ser de ayuda.

—Tal vez podría quedármelo yo —le propuse impulsivamente. Sabía que si me lo pensaba mejor, me echaría atrás. El rostro de Alice se iluminó en el acto.

—¿De veras podrías? ¿Estás segura? —dijo—. Sería maravilloso. Nunca encontrarás un amigo más fiel, te lo aseguro. Bueno, ya se ve que le has caído bien. Pero ¿qué dirán tus padres?

—No les importará —dije, confiando en que mis hermanos vieran mi decisión del mismo modo que yo—. ¿Estamos de acuerdo, entonces?

—Ahí viene Felicity. —Alice sonrió ampliamente—. Vamos a darle la buena noticia.

Phantom y yo miramos cómo se alejaban en coche las dos mujeres: una secándose los ojos; la otra, visiblemente aliviada. Aparte de un gañido lastimero dirigido a su dueña y de una mirada conmovedora, Phantom parecía impertérrito por el hecho de encontrarse de repente en mis manos, como si comprendiera por instinto que aquella era la mejor solución dadas las circunstancias. Aguardó fuera con paciencia mientras yo hacía la compra. Luego colgué la bolsa de un lado del manillar, até su correa del otro lado y arrastré la bicicleta hasta casa.

—¿Te ha costado encontrar la tienda nueva? —me gritó Gabe al oírme llegar.

—Ay, lo siento, se me ha olvidado el pan —dije, mientras entraba en la cocina con Phantom pisándome los talones—. Pero he pillado una auténtica ganga.

—Oh, Bethany —exclamó Ivy, entusiasmada—. ¿Dónde lo has encontrado?

—Es una larga historia —respondí—. Alguien que necesitaba que le echaran una mano.

Les resumí mi encuentro con Alice. Ivy le acariciaba la cabeza a Phantom y él le puso el hocico en la mano. Había en sus ojos claros y melancólicos algo casi sobrenatural, como si realmente nos perteneciera a nosotros.

—Espero que podamos quedárnoslo.

—Claro —dijo Gabriel sin darle más vueltas—. Todo el mundo necesita un hogar.

Ivy y yo nos afanamos en prepararle a Phantom un sitio para dormir y elegimos un cuenco especial para él. Gabriel nos observaba, con el principio de una sonrisa asomando en la comisura de sus labios. Sonreía tan raramente que cuando lo hacía era como si surgiera el sol entre las nubes.

Estaba claro que Phantom iba a ser mi perro. Él ya me miraba como si fuese su madre adoptiva y me seguía por toda la casa a grandes zancadas. Cuando me derrumbé en el diván, se acurrucó a mis pies como una bolsa de agua caliente y enseguida empezó a roncar suavemente. A pesar de su tamaño, Phantom era de naturaleza más bien indolente y le costó poco tiempo integrarse del todo en nuestra pequeña familia.

Después de cenar, me duché y me acomodé en el sofá con la cabeza de Phantom en mi regazo. Su afecto ejercía sobre mí un efecto terapéutico. Me sentía tan relajada que casi se me había olvidado lo sucedido la noche anterior.

Entonces alguien llamó a la puerta con los nudillos.