14
Desafiando a la gravedad
Alo largo de la semana, la fogata de la playa se perfiló como una sombra amenazante en mi imaginación. Me aterrorizaba lo que había planeado, pero también sentía una rara excitación. Ahora que había tomado la decisión, era como si me hubiese quitado un gran peso de encima. Después de todo el tiempo que había pasado debatiéndome, me sentía sorprendentemente segura de mí misma. Ensayaba una y otra vez para mis adentros las palabras que utilizaría para decirle la verdad a Xavier, y hacía sutiles ajustes cada vez.
Xavier se comportaba ya como si fuéramos pareja, cosa que me encantaba. Eso nos colocaba a los dos en un mundo propio y exclusivo al que nadie más tenía acceso. Y significaba que nos tomábamos en serio nuestra relación y que creíamos que tenía futuro. No era un simple capricho del que acabaríamos cansándonos: estábamos contrayendo un compromiso el uno con el otro. Cada vez que lo pensaba, no podía impedir que se me pintase en la cara una gran sonrisa. Desde luego, recordaba las advertencias de Ivy y Gabriel y su convicción de que no era posible que existiera un futuro para los dos juntos. Pero todo eso había dejado de importar ya. Podían abrirse los cielos y llover fuego y azufre; nada me borraría la sonrisa de la cara. Ese era el efecto que él tenía en mí: una explosión de felicidad en mi pecho, que se esparcía por mi cuerpo con un hormigueo y me hacía estremecer de pies a cabeza.
Una vida con Xavier parecía preñada de promesas. Pero él ¿seguiría deseándola cuando le revelase mi identidad?
Procuraba ocultar mi euforia ante Ivy y Gabriel. Bastante les había costado recuperarse de mi última escapada con Xavier; no creía que fuesen capaces de soportar otra. Cada vez que me sentaba con ellos me sentía como un agente doble y no paraba de preguntarme si mi expresión me delataría. Pero que mis hermanos pudieran leer la mente humana no significaba que pudiesen leer la mía, y mi capacidad para hacer comedia debía de haber mejorado, porque mi entusiasmo pasó inadvertido y sin mayores comentarios. Se me ocurrió pensar que por fin comprendía el significado de la expresión «la calma que precede a la tormenta». Todo parecía transcurrir sin sobresaltos, pero yo sabía que las apariencias engañan y estaba a punto de producirse una explosión. La tensión, la cólera y la culpa borboteaban bajo la superficie de nuestra representación de una familia feliz, listas para irrumpir brutalmente en la superficie en cuanto Ivy y Gabriel descubrieran mi traición.
—Uno de mis alumnos me ha preguntado hoy si existe el limbo —dijo Gabriel una noche durante la cena. Me pareció irónico que la conversación derivase hacia la cuestión del castigo de los pecados.
Ivy dejó el tenedor en el plato.
—¿Y qué has dicho?
—Que nadie lo sabe.
—¿Por qué no le has dicho que sí? —le pregunté.
—Porque las buenas obras deben ser voluntarias —me explicó mi hermano—. Si las personas saben con seguridad que serán juzgadas, actuarán solo por eso.
Ahí no cabía discusión.
—¿Qué es el limbo, de todos modos?
Sabía bastante sobre el Cielo y el Infierno, pero nunca me habían hablado sobre aquel punto intermedio de la vida eterna.
—Se presenta con distintas apariencias —dijo Ivy—. Puede ser una sala de espera, o una estación de tren…
—Algunas almas afirman que es aún peor que el Infierno —añadió Gabriel.
—Qué disparate —me burlé—. ¿Por qué habría de ser peor?
—La nada eterna —dijo Ivy—. Un año tras otro esperando un tren que no llega, aguardando a que alguien pronuncie tu nombre. Las almas pierden la noción del tiempo y todo se acaba convirtiendo en un mismo instante borroso e inacabable. Entonces suplican que las envíen al Cielo, o intentan arrojarse ellas mismas al Infierno. Pero no hay salida, y las almas deambulan sin rumbo. Y nunca se acaba, Bethany. Pasarán siglos en la Tierra y ellas seguirán allí.
—Ah —murmuré. Fue lo único que se me ocurrió.
Me pregunté si un ángel podía ser exiliado al limbo.
El martes, a la hora del almuerzo, me senté con Molly y las demás chicas en el césped, bajo un sol radiante de mediodía. Las ramas de los árboles empezaban a llenarse de brotes verdes y todo parecía volver a la vida. La mole imponente de Bryce Hamilton se alzaba a nuestra espalda, arrojando su sombra sobre un grupo de bancos dispuestos en círculo alrededor del anciano roble. La hiedra ascendía serpenteando en torno a su tronco en un abrazo amoroso. A lo lejos, hacia el oeste, veíamos el mar extendiéndose hacia el horizonte y las nubes que se desplazaban perezosamente por encima. Nos estiramos todas sobre la hierba exuberante, dejando que el sol nos diera en la cara. Yo me sentía audaz y me atreví a alzarme la falda por encima de las rodillas.
—¡Así se hace! —gritaron las chicas, aplaudiendo mis progresos y comentando que me estaba convirtiendo en «una de ellas». Enseguida se entregaron a los cotilleos habituales sobre los profesores y las amigas ausentes.
—La señorita Lucas es una auténtica bruja —se quejó Megan—. Me ha hecho repetir el trabajo sobre la Revolución rusa porque lo encuentra «desaliñado». ¿Qué pretende decir con eso?
—Pues que lo hiciste media hora antes de entregarlo —comentó Hayley—. ¿Qué te esperabas?, ¿una matrícula de honor?
Megan se encogió de hombros.
—Yo creo que está celosa porque es tan peluda como el yeti.
—Deberías presentar una queja —dijo muy en serio una chica llamada Tara—. Te está discriminando descaradamente.
—Estoy de acuerdo, la ha tomado contigo —empezó Molly. Y de pronto se quedó muda y con la mirada fija en una figura que cruzaba el césped a grandes zancadas.
Me volví para identificar el motivo de aquel trance repentino y vi a cierta distancia a Gabriel, caminando hacia el centro de música. Tenía cierto aire solitario con aquella mirada remota y el estuche de la guitarra al hombro. Hacía tiempo que había abandonado el protocolo del colegio en cuanto a indumentaria y esta vez llevaba sus tejanos rajados con una camiseta blanca y un chaleco a rayas. Nadie se había atrevido a recriminárselo. ¿Por qué iban a hacerlo? Gabriel se había vuelto tan popular que se habría armado un gran jaleo entre los estudiantes si hubiera tenido que renunciar a su puesto. Advertí que Gabe parecía a sus anchas en aquel ambiente. Caminaba con desenvoltura y todos sus movimientos fluían con naturalidad. Parecía que venía en nuestra dirección, lo cual hizo que Molly se incorporase de golpe y empezara a alisarse sus rizos enmarañados. Sin embargo, Gabriel se desvió bruscamente en otra dirección. Perdido en sus propios pensamientos, ni siquiera nos había dedicado una mirada. Molly se quedó cariacontecida.
—¿Qué podemos decir del señor Church? —murmuró Taylah al divisarlo, decidida a continuar con su deporte favorito. Yo llevaba tanto rato callada, absorta como estaba en mis fantasías (me veía abandonada en un islote perdido del Caribe o cautiva en un barco pirata, esperando a que Xavier viniera a rescatarme) que parecían haberse olvidado de mi presencia; de lo contrario, no se habrían atrevido a hablar de Gabriel delante de mí.
—Nada —dijo Molly a la defensiva—. Es una auténtica leyenda.
Casi veía girar los engranajes de su mente. Sabía que su fascinación por Gabriel había ido en aumento en las últimas semanas, en buena parte por la actitud distante que él adoptaba. No deseaba que Molly sufriera el desaire al que inevitablemente habría de conducir aquel encaprichamiento. Gabriel era de piedra, por decirlo así, y totalmente incapaz de corresponder a sus sentimientos. Estaba tan alejado de la vida humana como el Cielo de la Tierra. Cuando él contemplaba a la humanidad, lo único que veía eran almas en peligro, y casi no distinguía entre hombres y mujeres. Me daba cuenta de que Molly incurría en el error de suponer que Gabriel funcionaba como los demás jóvenes que ella conocía: tipos con las hormonas disparadas, incapaces de resistir los encantos femeninos si la chica en cuestión jugaba sus cartas con destreza. Pero Molly, naturalmente, no tenía ni idea de quién era Gabriel. Él podía haber adoptado forma humana, pero en su naturaleza —a diferencia de mí— no había nada ni siquiera remotamente humano. En el Cielo lo conocían como el Ángel de la Justicia.
—Es un poquito rígido —dijo Clara.
—¡Para nada! —le espetó Molly—. Ni siquiera lo conoces.
—¿Y tú sí?
—Ojalá.
—Bueno, sigue suspirando.
—Es un profesor —intervino Megan— y tiene veintitantos.
—Los profesores de música están justo en el límite —dijo Molly con optimismo.
—Sí, pero justo por el lado contrario —replicó Taylah—. Olvídate, Molly. Él no juega en nuestra liga.
Molly entornó los ojos como si le hubiesen lanzado un desafío.
—No sé —dijo—. Yo prefiero pensar que juega en su propia liga.
Se hizo un brusco silencio, como si acabaran de advertir mi presencia, y cambiaron rápidamente de tema.
—Bueno —exclamó Megan con más jovialidad de la cuenta—. Volviendo al baile de promoción…
Cuando Xavier me dejó aquella tarde en casa, me encontré a Ivy preparando pastelitos en la cocina. Tenía la nariz algo manchada de harina y un brillo muy especial en los ojos, como si el proceso de elaboración le resultara fascinante. Había ordenado pulcramente todos los ingredientes en una hilera de vasos medidores y ahora estaba empezando a distribuirlos formando dibujos de simetría perfecta. Ninguna mano humana habría sido capaz de semejante filigrana. Los pastelitos parecían obras de arte en miniatura más que un producto pensado para comer. Me ofreció uno en cuanto entré.
—Tienen un aspecto fantástico —le dije—. ¿Puedo hablar contigo de una cosa?
—Claro.
—¿Tú crees que Gabriel me dejará ir al baile del colegio? Ivy hizo un alto y levantó la vista.
—Xavier te ha pedido que vayas con él, ¿no?
—¿Y qué si me lo ha pedido? —repliqué a la defensiva.
—Cálmate, Bethany —me dijo mi hermana—. Estará muy guapo con un esmoquin…
—¿Me estás diciendo que no ves objeción?
—No. Me parece que haréis muy buena pareja.
—Ya, tal vez. Si consigo ir.
—No seas tan negativa —me reprendió—. Veremos qué le parece a Gabriel. Pero es una fiesta organizada por el colegio y sería una lástima perdérsela.
Me sentía impaciente por oír el veredicto. Arrastré a Ivy afuera y fuimos a buscar a Gabriel por la playa, a donde había ido a dar un paseo. La costa, por un lado, se extendía sinuosamente hacia la playa principal, donde había surfistas cabalgando las olas y heladerías ambulantes aparcadas bajo las palmeras. Por el otro lado, si aguzabas la vista, divisabas un panorama mucho más salvaje, con los abruptos acantilados de la Costa de los Naufragios y un promontorio llamado el Peñasco. Era una zona conocida por sus peligrosos vientos, por su oleaje embravecido y sus violentas corrientes. Algunos submarinistas se aventuraban a veces a buscar restos de los numerosos navíos que se habían hundido a lo largo de los años por aquella zona, pero normalmente no se veían más que gaviotas flotando tranquilamente en el agua.
Divisamos a nuestro hermano sentado sobre una roca, contemplando el mar. Con el reflejo del sol en su camiseta blanca, parecía rodeado de un aura de luz. Estaba demasiado lejos y no le veía la cara, pero me imaginé que tendría una expresión de profunda añoranza. A veces había en Gabriel una tristeza inefable que él procuraba ocultar. Yo creía que se debía a la carga de conocimientos que no podía compartir con nadie. Él sabía mucho más que Ivy, y no debía de ser fácil cargar solo con todo eso. Conocía todos los horrores del pasado y yo intuía que podía ver también las tragedias que aún habían de producirse. No era de extrañar que fuera pesimista. No tenía a nadie en quien confiar. Su servicio al Creador del universo llevaba aparejado un aislamiento total, lo que le confería una austeridad en sus modales que podía resultar incómoda para quienes no lo conocían. Los jóvenes lo adoraban, pero los adultos reaccionaban invariablemente como si los estuviera juzgando.
Gabriel se sintió observado y se volvió hacia nosotras. Di un paso atrás, porque tuve la impresión de que nos estábamos entrometiendo en su soledad, pero él cambió de expresión en cuanto nos vio e hizo señas para que nos acercáramos.
Cuando llegamos a su lado, nos ayudó a subir por las rocas y nos quedamos allí sentados un rato. Yo pensé que no lo había visto tan relajado en mucho tiempo.
—¿Por qué tengo la sensación de que se avecina una encerrona? —murmuró Gabriel.
—Por favor, ¿puedo ir al baile de promoción? —le dije sin más.
Gabriel sacudió la cabeza, divertido.
—No sabía que querías asistir. No creía que te interesara.
—Es que va todo el mundo —le dije—. Es de lo único que hablan las chicas desde hace meses. Se llevarían una decepción si yo no fuera. Para ellas es muy importante. —Le di unos golpecitos en el brazo—. No me digas que piensas perdértelo.
—Me encantaría, pero me han pedido que ayude a vigilar —me respondió, nada ilusionado ante semejante perspectiva—. No sé cómo se les ocurren estas ideas. A mí todo el montaje me parece una pérdida de tiempo y de dinero.
—Forma parte de la vida del colegio —dijo Ivy—. ¿Por qué no te lo tomas como una especie de investigación?
—Exacto —añadí—. Estaremos en el meollo del asunto. Si lo que queríamos era mirar las cosas a distancia, podríamos habernos quedarnos en el Reino.
—Pero no habrá que vestirse de gala, ¿no? —preguntó Gabriel.
—¡Para nada! —dije, escandalizada—. Bueno, quizás un poquito.
Él dio un suspiro.
—Bueno, supongo que es solo una noche.
—Y tú estarás allí para controlar —añadí.
—Ivy, esperaba que tú me acompañaras —dijo Gabriel.
—Claro —respondió mi hermana, aplaudiendo. Era típico de ella entusiasmarse una vez que nos habíamos puesto de acuerdo—. ¡Será fantástico!
La atmósfera estaba templada y despejada el sábado por la noche: el tiempo ideal para una fogata en la playa. El cielo tenía un matiz aterciopelado y soplaba del sur una brisa que mecía los árboles, como si se hicieran reverencias unos a otros. Yo debería haberme sentido al borde de la histeria, pero en mi interior todo me parecía perfectamente lógico. Estaba a punto de unir nuestros mundos, por contradictorios que fueran, y de cimentar así mi relación con Xavier.
Elegí cuidadosamente lo que iba a ponerme aquella noche y acabé decidiéndome por una falda holgada y una blusa de estilo campesino con el cuello bordado. Cuando bajé, Gabriel e Ivy estaban en el salón; Gabe leyendo las letras minúsculas de un texto religioso con ayuda de una lupa: una estampa tan incongruente, dado su físico juvenil, que tuve que reprimir una risita. Ivy, por su parte, trataba en vano de adiestrar a Phantom dándole algunas órdenes básicas.
—Siéntate, Phantom —le decía, con esa voz empalagosa que la gente suele reservar para los bebés—. Hazlo por mami.
Yo estaba segura de que Phantom no obedecería mientras utilizase aquel tono con él. Era un perro muy inteligente y no le gustaba que lo tratasen como si fuera tonto. Me imaginaba que su expresión solo podía ser de desdén.
—No llegues demasiado tarde —me advirtió Gabriel.
Él sabía que me iba a dar una vuelta por la playa con Molly y sus amigos, y también que entre ellos estaría Xavier. No había puesto ninguna objeción, así que me figuré que estaba empezando a calmarse en lo tocante a mi vida social. El peso que suponía sobrellevar nuestra misión implicaba que a veces uno de nosotros necesitaba rehuir un rato sus deberes. Nadie protestaba cuando él se iba a correr en solitario, ni cuando Ivy se encerraba en el anexo de invitados con su bloc de dibujo como única compañía, así que no había motivo para no concederme a mí la misma licencia cuando necesitaba airearme un poco.
Confiaban en mí lo suficiente como para no hacer demasiadas preguntas, y yo me odiaba a mí misma al pensar que iba a traicionarlos. Pero ya no había marcha atrás: quería hacer partícipe a Xavier de mi mundo secreto, deseaba con locura llegar a ese grado de intimidad. Junto a esa determinación, no dejaba de haber en mí un miedo persistente a que esa transgresión me acarreara un severo castigo. Pero yo procuraba alejar de mi mente la preocupación y la llenaba con la imagen de Xavier. A partir de aquella noche, nos enfrentaríamos juntos a todo.
No pensaba quedarme hasta muy tarde: solo el tiempo suficiente para contarle mi secreto a Xavier y enfrentarme con su reacción, fuera cual fuese. Había revisado una y otra vez todas las posibilidades y las había acabado reduciendo a tres. Podía quedarse cautivado, consternado o aterrorizado. ¿Me tomaría por una pieza de museo? ¿Llegaría a creer la verdad cuando por fin me armase de valor para decirla, o pensaría que era una broma de mal gusto? Estaba a punto de descubrirlo.
—Bethany ya sabe cuidarse de sí misma —dijo Ivy—. ¡Siéntate, Phantom! ¡Siéntate!
—No es Bethany, sino el resto del mundo lo que me preocupa —dijo Gabriel—. Ya hemos visto algunas de las estupideces más corrientes. Vete con cuidado y mantente ojo avizor.
—¡A sus órdenes! —dije, haciéndole un saludo militar y pasando por alto las punzadas de culpabilidad que sentía en el pecho. Aquello no me lo iba a perdonar Gabriel así como así.
—¡Siéntate, Phantom! —decía Ivy con su tonillo arrullador—. ¡Sobre el trasero!
—¡Ay, por Dios! —Gabriel dejó el libro y apuntó a Phantom con un dedo—. Siéntate —le ordenó con voz grave.
Phantom lo miró tímidamente y se tendió en el suelo.
Ivy frunció el ceño, decepcionada.
—¡Yo llevaba todo el día intentándolo! ¿Por qué será que solo hacen caso de la autoridad masculina?
Descendí con ligereza los estrechos escalones y empecé a recorrer el sendero lleno de maleza que iba a la playa. A veces se distinguían en la arena huellas de serpiente, o se cruzaba una lagartija a toda velocidad. Las ramitas se quebraban bajo mis pies con un chasquido. La arboleda era tan densa en algunos puntos que formaba un espeso dosel por el que solo se colaba alguna que otra esquirla del sol del atardecer. Una orquesta de cigarras ahogaba los demás sonidos, salvo el rugido del océano. Si me perdía, siempre podría orientarme siguiendo el rumor de su oleaje.
Llegué a la playa de arena blanca y sedosa, que crujía bajo mis pies. Habían decidido montar la fogata cerca de los acantilados porque sabían que la zona estaría desierta. Me encaminé hacia allí pensando que aquel paisaje parecía mucho más escabroso de noche. No había más que un pescador solitario plantado en la orilla. Lo observé mientras recogía el sedal para examinar su captura; enseguida volvió a arrojar al agua el cuerpo palpitante del pez. Advertí que el océano cambiaba de color con la distancia: era azul oscuro en lo más profundo, allí donde se juntaba con el horizonte; casi aguamarina en medio; y de un verde claro y vidrioso entre el oleaje que lamía la orilla. Vi un promontorio que se destacaba a lo lejos y un faro blanco encaramado en lo alto. Desde donde yo estaba, parecía del tamaño de un dedal.
Para entonces ya empezaba a oscurecer. Oí ruido de voces y luego distinguí a varias figuras que iban apilando apuntes, exámenes, hojas de ejercicios y otros materiales inflamables en un gran montón para encender la fogata. No había música atronando ni una masa apretada de cuerpos, como en la fiesta de Molly. Aún eran pocos los presentes y se limitaban a tumbarse en la arena, echando tragos de cerveza y pasándose cigarrillos liados a mano. Molly y sus amigas todavía no habían llegado.
Xavier estaba sentado en un tronco caído y medio enterrado en la arena. Llevaba tejanos, una holgada sudadera azul claro y la cruz de plata colgada al cuello. Tenía una botella a medias en la mano y se reía a carcajadas de la imitación que estaba haciendo uno de los chicos. La luz de las llamas bailaba en su rostro, dándole un aspecto más cautivador que nunca.
—Eh, Beth —dijo alguien, y los demás me saludaron con la mano o con un gesto de cabeza. ¿Había dejado la gente por fin de considerarnos material de «interés informativo»?, ¿habían aceptado ya que íbamos los dos en el mismo paquete? Sonreí a todos tímidamente y me deslicé enseguida junto a Xavier, donde me sentía segura.
—Tienes un olor increíble —me dijo y se inclinó para besarme en lo alto de la cabeza. Algunos de sus amigos silbaron, le dieron codazos o pusieron los ojos en blanco.
—Venga. —Me ayudó a levantarme—. Vamos.
—¿Ya os marcháis? —se mofó uno de sus amigos.
—Solo vamos a dar un paseo —dijo Xavier con buen talante—. Si no tienes inconveniente.
Oímos algunos silbidos a nuestra espalda mientras nos alejábamos del grupo y del calor de la fogata recién encendida. Procedían del círculo de los amigos íntimos de Xavier y sabía que no pretendían ofender. Sus voces se amortiguaron enseguida para convertirse en un zumbido lejano.
—No puedo quedarme hasta muy tarde, Xavier.
—Ya me lo figuraba.
Me puso un brazo sobre los hombros despreocupadamente, mientras recorríamos la playa en silencio hacia los acantilados, convertidos ya en negras siluetas dentadas que se recortaban contra el cielo nocturno. La cálida presión del brazo de Xavier hacía que me sintiera protegida. Sabía que la fría sensación de inseguridad regresaría en cuanto me separase de él.
Cuando me hice un corte en el pie con el filo de una concha, Xavier se empeñó en llevarme en brazos. En la oscuridad, por suerte, él no podía ver cómo se me curaba el corte por sí mismo. Aunque el dolor ya se había mitigado, seguí aferrada a él, decidida a disfrutar de la situación. Relajé todo mi cuerpo, dejando que se fundiera con el suyo. En mi entusiasmo por pegarme todo lo posible a él, le metí sin querer un dedo en el ojo. Me sentí tan torpe como una colegiala, justamente cuando debería haberme comportado con la grácil levedad de un ángel. Me disculpé una y otra vez.
—No pasa nada, aún me queda otro —bromeó, mientras le lloraba el ojo a causa del golpe. Él parpadeaba y lo guiñaba para librarse de las lágrimas.
Volvió a depositarme en el suelo cuando llegamos a una ensenada arenosa sumida bajo la sombra del acantilado. Las rocas dentadas formaban un arco natural, como la entrada a otro mundo, y la luz de la luna le daba a la arena un tono azul nacarado. Una empinada serie de escalones conducía hasta lo alto, desde donde se disfrutaba de la mejor vista del faro. En el agua, junto a la orilla, sobresalían a la superficie formaciones rocosas dispersas como monolitos. Casi nadie solía aventurarse por allí, salvo algún grupo ocasional de turistas. La mayoría prefería quedarse en la playa principal, donde tenían a mano los cafés y las tiendas de regalos. Aquel sitio estaba totalmente apartado: no había nada ni nadie a la vista. El único sonido era el de los embates del mar: como un centenar de voces hablando una lengua misteriosa.
Xavier se sentó y apoyó la espalda contra la fría roca. Yo me quedé rondando a su lado, sin querer aplazar más lo inevitable pero sin saber cómo empezar. Ambos sabíamos a qué habíamos venido: yo quería desahogarme y contarle al fin mi secreto. Me imaginaba que Xavier había estaba aguardando aquel momento tanto como yo, pero no sabía lo que se le venía encima.
Ahora se quedó en silencio, esperando mis palabras, pero yo tenía la boca completamente seca. Se suponía que era mi gran momento. Había planeado revelarle mi identidad aquella noche. Durante toda la semana me había parecido que el tiempo transcurría lentamente, que las horas desfilaban a paso de tortuga. Pero ahora que había llegado al fin el momento, era como si quisiera ganar un poco más de tiempo. Me sentía como una actriz que olvida bruscamente su texto, aunque durante los ensayos previos le saliera a la perfección. Sabía lo que debía decirle básicamente, pero no recordaba cómo hacerlo, ni con qué gestos acompañarlo ni en qué orden iba a explicárselo. Deambulé de aquí para allá por la orilla, retorciéndome las manos, mientras me preguntaba cómo empezar. A pesar de que hacía una noche templada, sentía escalofríos, y mi vacilación estaba empezando a impacientar a Xavier.
—Sea lo que sea, Beth, dímelo de una vez. Podré resistirlo.
—Gracias, pero la cosa es un poquito más complicada.
Me había imaginado la escena más de un centenar de veces, pero ahora no me salían las palabras.
Xavier se levantó y me puso las manos en los hombros para tranquilizarme.
—Escucha. No importa lo que estés a punto de contarme, eso no va a cambiar lo que pienso de ti. Es imposible.
—¿Por qué imposible?
—No sé si te has dado cuenta, pero estoy loco por ti.
—¿De veras? —dije, complacida por aquella súbita distracción.
—¿No lo habías notado? Mal asunto. Tendré que ser más demostrativo de ahora en adelante.
—Eso será si todavía deseas que sigamos juntos después de esta noche.
—Cuando me conozcas mejor, descubrirás que no soy de los que salen corriendo. Me cuesta mucho tiempo tomar una decisión sobre la gente, pero, una vez que la he tomado, me mantengo firme a su lado.
—¿Incluso si te has equivocado?
—No creo que me equivoque contigo.
—¿Cómo puedes decir eso cuando no sabes lo que voy a contarte? —murmuré.
Xavier abrió los brazos, dispuesto a recibir el golpe.
—Deja que te lo demuestre.
—No puedo —negué con voz entrecortada—. Tengo miedo. ¿Y si no quieres volver a verme nunca más?
—Eso no va a suceder, Beth —dijo, ahora con tono más enérgico. Bajó la voz y añadió con toda seriedad—: Ya sé que es un trago difícil, pero vas a tener que confiar en mí.
Lo miré a los ojos, que relucían como dos estanques azules, y comprendí que tenía razón. Confiaba en él.
—Primero dime una cosa —murmuré—. ¿Qué es lo más espeluznante que te ha pasado en tu vida?
Xavier reflexionó unos instantes.
—Bueno, mirar desde lo alto de un descenso en rápel de treinta metros fue bastante espeluznante. Y una vez, en un viaje con el equipo de waterpolo infantil, incumplí una de las normas y el entrenador Benson me agarró por su cuenta. Es un tipo bastante intimidante cuando quiere y me hizo pedazos. No me dejó participar al día siguiente en el partido contra Creswell.
Por primera vez me dejó impresionada su inocencia humana; si aquella era su definición de una experiencia terrorífica, ¿qué posibilidades tenía de sobrevivir ante la bomba que yo estaba a punto de soltar?
—¿Y ya está? —pregunté, aunque me salió un tono más brusco de lo que pretendía—. ¿Eso ha sido lo más espeluznante de todo?
Me miró a los ojos.
—Bueno, supongo que podrías incluir aquella noche también, cuando me llamaron para decirme que había habido un incendio en casa de mi novia. Aunque de eso preferiría no hablar…
—Lo siento. —Miré al suelo. No entendía cómo había sido tan estúpida para olvidarme de Emily. Xavier conocía una pérdida, una tristeza y un dolor que yo no había experimentado.
—No lo sientas. —Me cogió la mano—. Solo escucha: vi a la familia después. Estaban todos en la calle y yo por un momento pensé que no había pasado nada. Esperaba verla entre ellos. Me acerqué dispuesto a consolarla. Pero entonces vi la cara de su madre. Una cara… bueno, como si ya no tuviera motivo para seguir viviendo. Entonces lo supe. No solo había desaparecido su casa: Emily también se había ido.
—¡Qué espanto! —susurré, mientras notaba que se me llenaban los ojos de lágrimas. Xavier me las secó con el pulgar.
—No te lo cuento para afligirte —me dijo—. Te lo cuento para que sepas que no puedes asustarme. Puedes decirme lo que sea. No saldré corriendo.
Así pues, inspiré hondo y empecé la confesión que habría de cambiar nuestras vidas para siempre.
—Quiero que sepas que si todavía me quieres después de esta noche… en fin, que nada podría hacerme más feliz. —Xavier sonrió y alargó una mano para acariciarme, pero yo lo detuve—. Déjame terminar primero. Voy a procurar explicártelo de la mejor manera posible.
Él asintió, cruzando los brazos, y me prestó toda su atención. Durante una fracción de segundo, lo vi como si fuera un colegial sentado en primera fila: un chico ansioso por complacer, expectante ante las instrucciones del profesor.
—Sé que te parecerá una locura —le dije—, pero quiero que me mires caminar.
Parpadeó con cierta perplejidad, pero no discutió.
—Está bien.
—Pero no me mires a mí; mira la arena.
Sin apartar la vista de su rostro, describí lentamente un círculo alrededor de él.
—¿Qué has notado? —pregunté.
—Que no dejas huellas —respondió Xavier, como si fuera la cosa más evidente del mundo—. Un truco guay. Seguramente te haría falta comer un poco más.
Por ahora, todo bien. No era fácil desconcertarle. Sonreí con tristeza, me senté a su lado y giré el pie para que pudiera ver la planta. La piel, suave y de color melocotón, se veía intacta.
—Antes me he cortado…
—Pero no hay ningún corte —dijo Xavier, arrugando la frente—. ¿Cómo puede…?
Antes de que pudiera terminar, le tomé la mano y me la puse en el estómago.
—¿Notas la diferencia? —pregunté.
Sus dedos recorrieron delicadamente mi vientre. Se detuvo al llegar justo al centro y presionó un poco, buscando con el pulgar la hendidura del ombligo.
—No vas a encontrarlo —dije, antes de que pronunciase palabra—. No tengo.
—¿Qué te pasó? —preguntó Xavier. Debía figurarse que había sufrido algún accidente y que era solo una secuela.
—No me pasó nada. Es lo que soy.
Casi percibía su esfuerzo mental para tratar de encajar todas las piezas.
—¿Quién eres? —Fue apenas un susurro.
—Estoy a punto de mostrártelo. ¿Te importaría cerrar los ojos? No los abras hasta que yo te lo diga.
Cuando comprobé que los tenía del todo cerrados, me apresuré a subir de tres en tres los empinados escalones del acantilado. Una vez arriba, avancé de puntillas y me situé en el borde, justo por encima de donde estaba Xavier. El suelo de roca era áspero e irregular, pero conseguí mantener el equilibrio. Aunque estaba a unos diez metros, la altura no me intimidó. Solo confiaba en ser capaz de llevar a cabo mi plan. El corazón me palpitaba, casi me daba brincos en el pecho. Oía dos voces a la vez en mi cabeza. «¿Qué estás haciendo?», gritaba una. «¿Te has vuelto loca? ¡Baja corriendo, vuelve a casa! ¡Todavía no es demasiado tarde!». La otra voz tenía otras ideas. «Ya has llegado hasta aquí —decía—. No puedes echarte atrás ahora. Tú sabes bien cuánto le quieres. Nunca podrás estar con él si no lo haces. Muy bien, sí, pórtate como una cobarde y márchate. Deja que siga con su vida y que se olvide de ti. Espero que disfrutes de tu eterna soledad».
Me tapé la boca con la mano para no gritar de pura frustración. No tenía sentido darle más vueltas. Ya había tomado mi decisión.
—¡Ya puedes abrir los ojos! —le grité a Xavier.
Primero miró alrededor sorprendido y solo después levantó la vista. Agité la mano cuando me vio.
—¿Qué haces ahí arriba? —Detecté una nota de pánico en su voz—. Esto no tiene ninguna gracia, Beth. Baja ahora mismo antes de que te hagas daño.
—No te preocupes. Ya bajo —le dije—. A mi manera.
Di un paso más y me balanceé al borde del acantilado, depositando todo mi peso en el pulpejo de los pies. La roca me arañaba la piel, pero yo apenas lo notaba. Era como si ya estuviera volando. Me invadía el deseo imperioso de sentir de nuevo el viento alborotándome el pelo.
—¡Basta ya, Beth! ¡No te muevas, voy a buscarte! —oí que gritaba Xavier, pero yo ya no le escuchaba. Mientras el viento me agitaba las ropas, extendí los brazos y me dejé caer desde lo alto del acantilado. Si hubiera sido humana, habría sentido que se me subía el estómago a la boca; yo, en cambio, noté que mi corazón se aligeraba y que todo mi cuerpo hormigueaba de pura embriaguez. Caí en picado hacia el suelo, disfrutando de la presión del viento en mis mejillas. Xavier dio un grito y corrió a atraparme, pero sus esfuerzos eran inútiles. Esta vez no necesitaba que me salvaran. A medio camino, bajé los brazos y dejé que se produjera la transformación. Una luz cegadora surgió del interior de mi cuerpo, brotando de cada poro y haciendo que me resplandeciera la piel como un metal candente. Vi que Xavier retrocedía, protegiéndose los ojos con una mano. Noté que mis alas se liberaban de detrás de mis omoplatos y explotaban bruscamente, haciendo trizas la fina tela de la blusa. Completamente desplegadas, arrojaban sobre la arena una larga sombra, como si yo fuera un pájaro majestuoso.
Xavier se había agazapado y advertí que la luz palpitante lo deslumbraba. Yo me sentía expuesta y desnuda mientras planeaba allá arriba y batía las alas para sostenerme en el aire. Pero también experimentaba una extraña euforia. Sentía con placer cómo se extendían los tendones de mis alas, muy necesitados de ejercicio; últimamente pasaban demasiado tiempo agarrotados bajo las ropas. Contuve la tentación de volar más alto y de zambullirme entre las nubes. Me limité a planear unos instantes y luego descendí de golpe y me posé suavemente en la arena. La incandescencia que me rodeaba empezó a extinguirse en cuanto mis pies tocaron suelo firme.
Xavier se frotaba los ojos y parpadeaba, tratando de recuperar la visión. Finalmente, me vio. Dio un paso atrás, estupefacto, con los brazos caídos y flácidos, como si no supiera bien qué hacer con ellos. Yo permanecí frente él, todavía con la piel encendida. Los restos de mi camisa me colgaban como tentáculos. Un par de alas prominentes se arqueaban a mi espalda, ligeras como plumas, pero con un aspecto poderoso. Tenía el pelo echado hacia atrás y sabía que el cerco de luz en torno a mi cabeza debía brillar como nunca.
—¡Joder, la Virgen! —soltó Xavier.
—¿Te importaría no blasfemar? —le dije educadamente. Él me miró, sin saber qué decir—. Lo sé —añadí, suspirando—. Esta no te la esperabas. —Señalé la playa con un gesto—. Ahora puedes irte, si quieres.
Xavier permaneció inmóvil un instante, mirándome con unos ojos como platos. Luego me rodeó lentamente y noté que me rozaba las alas delicadamente con los dedos. Aunque no lo pareciera, eran delgadas como pergamino y apenas pesaban. Noté por su expresión que se había quedado maravillado ante aquellas plumas blancas tan frágiles y ante las finísimas membranas que se vislumbraban a través de la piel translúcida.
—Uau —dijo, pasmado—. Es tan…
—¿Monstruoso?
—Increíble —dijo—. Pero ¿quién eres entonces? No puedes ser…
—¿Un ángel? —respondí—. Premio.
Xavier se frotó la nariz, mientras trataba de encontrarle sentido a todo aquello.
—No puede ser real —dijo al fin—. No lo entiendo.
—Claro que no —susurré—. Mi mundo y el tuyo están a años luz.
—¿Tu mundo? —preguntó, incrédulo—. Esto es demencial.
—¿El qué?
—Estas cosas son pura fantasía. ¡No suceden en la vida real!
—Es real. Yo soy real.
—Ya —contestó—. Lo más espeluznante es que te creo. Perdona, necesito un minuto…
Se desplomó en la arena con la cara contraída, como quien trata de resolver un enigma indescifrable. Intenté figurarme lo que sucedía en su cabeza. Debía de ser un caos total. Tendría millones de preguntas.
—¿Estás enfadado? —pregunté.
—¿Enfadado? —repitió—. ¿Por qué habría de estarlo?
—Por no habértelo dicho antes.
—Estoy intentando entenderlo.
—Ya entiendo que no debe de ser fácil. Tómatelo con calma.
Permaneció en silencio un buen rato. Su pecho subía y bajaba agitadamente. Debía de estar produciéndose una gran lucha en su interior. Se incorporó y pasó una mano lentamente alrededor de mi cabeza. Yo sabía que sus dedos detectarían el calor que emitía mi halo.
—Vale, o sea que los ángeles existen —admitió al fin, hablando despacio, como si se estuviera convenciendo a sí mismo—. Pero ¿qué haces aquí, en la Tierra?
—Ahora mismo somos miles los que estamos distribuidos bajo apariencia humana por todo el planeta —respondí—. Formamos parte de una misión.
—¿Con qué objetivo?
—Es difícil de explicar. Estamos aquí para ayudar a la gente a reconectarse entre sí, a amarse unos a otros. —Xavier me miraba confuso, así que procuré explicarme—. Hay demasiada ira en el mundo, demasiado odio, lo cual espolea a las fuerzas oscuras y las estimula. Una vez desatadas, es casi imposible dominarlas. Nuestro trabajo consiste en contrarrestar toda esa negatividad, en impedir que se produzcan más desastres. Este lugar, por ejemplo, se ha visto afectado gravemente.
—¿Estás diciendo que las cosas malas que han sucedido aquí se deben a las fuerzas oscuras?
—Más o menos.
—Y con «fuerzas oscuras» te refieres al demonio, ¿no?
—Bueno, a sus representantes al menos.
Xavier parecía a punto de echarse a reír, pero se contuvo.
—¡Qué locura! ¿Quién se supone que te ha enviado a esta misión?
—Creía que eso resultaría obvio.
Xavier me miró incrédulo.
—No querrás decir…
—Sí.
Me miró consternado, como si un huracán lo hubiese lanzado por los aires y hubiera vuelto a arrojarlo al suelo. Se apartó el pelo de la frente.
—¿Me estás diciendo… que Dios existe de verdad?
—No estoy autorizada a hablar de ello —contesté, pensando que sería mejor que la conversación no fuera más lejos—. Hay cosas que quedan más allá de la comprensión humana. Me vería en un aprieto si intentara explicártelo. Ni siquiera deberíamos pronunciar su nombre.
Xavier asintió.
—Pero ¿hay vida después de la muerte? —dijo—. ¿Un Cielo?
—Sin duda.
—Entonces… —Se frotó la barbilla, pensativo—. Si existe el Cielo, es lógico pensar… que también debe de haber…
Completé su pensamiento.
—Sí, también. Pero, por favor, basta de preguntas por ahora.
Xavier se masajeó las sienes, como buscando la mejor manera de procesar toda aquella información.
—Perdona —le dije—. Comprendo que debe de ser abrumador.
Él me tranquilizó con un gesto, mientras seguía tratando de hacerse una idea coherente.
—A ver si me aclaro. Los ángeles estáis metidos en una misión para ayudar a la humanidad… ¿y tú has sido destinada a Venus Cove?
—En realidad, Gabriel es un arcángel —lo corregí—. Pero, por lo demás, sí.
—Ah, vale. Así se explica que sea tan poco impresionable —dijo Xavier con ligereza.
—Eres la única persona que lo sabe —le advertí—. No puedes decirle una palabra a nadie.
—¿A quién voy a contárselo? —exclamó—. ¿Y quién va a creerme, además?
—Bien observado.
Se echó a reír de improviso.
—Mi novia es un ángel —dijo, y luego lo repitió en voz más alta, cambiando el énfasis, probando a ver qué tal sonaba—. Mi novia es un ángel.
—Baja la voz, Xavier —le advertí.
Sonaba tan extravagante y tan sencillo a la vez que no pude reprimir una risita. Cualquier otra persona habría entendido al oírle que no era más que un adolescente enamorado manifestando su rendida admiración. Solo nosotros dos lo entendíamos de otra manera. Ahora compartíamos un secreto: un peligroso secreto que nos acercaba más que nunca. Era como si hubiéramos sellado un vínculo, cerrando la brecha entre ambos y volviéndolo definitivo.
—Me preocupaba muchísimo que no quisieras saber nada de mí en cuanto lo descubrieras.
Suspiré con una gran sensación de alivio.
—¿Bromeas? —Alargó la mano y enrolló en su dedo un mechón de mi pelo—. Debo de ser el tipo más afortunado del mundo.
—¿Cómo es eso?
—¿No te parece obvio? Tengo aquí mismo mi pequeña parcela del Cielo.
Me rodeó con sus brazos y me atrajo hacia sí. Yo restregué la nariz contra su pecho, aspirando su fragancia.
—¿Me prometes no hacer demasiadas preguntas?
—Solo respóndeme esta —replicó—. Supongo que esto hace que lo nuestro sean un gran… —Completó la frase meneando el dedo y chasqueando la lengua con seriedad. Me alegró que se le hubiera pasado la impresión y que empezara a comportarse como el de siempre.
—No solo grande —dije—, sino el más grande.
—No te preocupes. Me encantan los desafíos.