18

El Príncipe Oscuro

Aunque fuera de largo la más interesante de todas mis materias, no estaba de humor para una clase de literatura. Me apetecía quedarme más rato con Xavier; separarme de él me producía siempre una especie de dolor físico, como un calambre en el pecho. Cuando llegamos al aula, estreché sus dedos con más fuerza y lo atraje hacia mí. No importaba cuánto tiempo pasáramos juntos: nunca me parecía suficiente, siempre quería más. Cuando se trataba de él, me entraba un apetito voraz que no había modo de satisfacer.

—No pasa nada si llego unos minutos tarde —dije para engatusarle.

—Ni hablar —replicó Xavier, quitando uno a uno los dedos con los que lo agarraba de la manga—. Vas a entrar puntualmente.

—Te estás convirtiendo en un repelente —rezongué.

Él no hizo caso y me puso los libros en las manos. Ahora casi nunca me dejaba llevar ningún peso cuando me acompañaba. La gente debía tomarme por una perezosa incurable viéndome deambular por ahí con las manos vacías, mientras Xavier me seguía cargado con mis pertenencias.

—Yo puedo llevar perfectamente mis propias cosas, Xav. No soy ninguna inválida, ¿sabes?

—Ya —respondió, lanzándome su adorable media sonrisa—. Pero a mí me gusta estar a tu disposición.

Antes de que pudiera detenerme, le eché los brazos al cuello y lo arrastré a un hueco entre las taquillas. La culpa era suya, qué caramba, por plantarse allí delante con aquel pelo castaño tan suave bailándole sobre los ojos, con la camisa del uniforme por fuera y el cordón de cuero trenzado ciñéndole la muñeca y casi confundiéndose con su piel bronceada. Si no quería que le atacara, que no se pusiera en mi camino.

Xavier dejó caer sus propios libros y me devolvió el beso con pasión, sujetándome el cuello con ambas manos y apretándose contra mí. Algunos rezagados que corrían a sus clases nos miraron con todo descaro.

—¡Buscaos una habitación! —nos soltó uno, pero nosotros no le hicimos ni caso. Durante ese momento el espacio y el tiempo se desvanecían: solo existíamos nosotros dos, en nuestra propia dimensión personal, y yo apenas podía recordar dónde estaba ni quién era. No distinguía donde terminaba mi ser y empezaba el suyo. Lo cual me recordaba un pasaje de Jane Eyre en el que Rochester le dice a Jane que la ama como si fuera su propia carne. Así era exactamente como amaba a Xavier.

Entonces se separó de mí.

—Es usted muy mala, señorita Church —jadeó, con una sonrisa en los labios y una voz remilgada—. Y yo estoy totalmente indefenso ante sus encantos. Bueno, ahora creo que llegamos tarde los dos.

Por suerte para mí, la señorita Castle no era el tipo de profesora que se preocupara por la puntualidad. En cuanto entré y fui a sentarme entre las primeras filas, me entregó una carpeta.

—Hola, Beth —me dijo—. Estábamos hablando de la introducción al primer trimestre. He decidido asignaros un trabajo de escritura creativa por parejas. Habréis de preparar juntos y leer en clase un poema sobre el amor, como preludio para el estudio que realizaremos acto seguido de los grandes poetas románticos: Wordsworth, Shelley, Keats y Byron. Antes de empezar, ¿alguien tiene algún poema favorito que desee compartir con todos nosotros?

—Yo tengo uno —dijo una voz refinada desde el fondo.

Me volví para identificar quién poseía aquel inconfundible acento inglés. Todo el mundo había enmudecido de asombro. Era el nuevo. «Qué valor —pensé—. Mira que meterse en semejante compromiso el primer día…». O eso, o era un tremendo vanidoso.

—¡Gracias, Jake! —gorjeó la señorita Castle con entusiasmo—. ¿Quieres venir a recitarlo?

—Desde luego.

El chico que avanzaba con aplomo entre las filas no era como yo había esperado. Había algo en su apariencia que hizo que se me encogiera el estómago. Era alto y delgado, y su pelo largo, oscuro y liso se le desparramaba sobre los hombros. Tenía pómulos prominentes, lo que le daba un aire demacrado. Su nariz se curvaba ligeramente en la punta y sus ojos oscuros se agazapaban bajo unas cejas muy marcadas.

Iba con tejanos negros y una camiseta del mismo color, y tenía tatuada una serpiente que se enroscaba alrededor de su antebrazo. El hecho de no llevar uniforme en su primer día no parecía preocuparle demasiado. Es más: se movía con la firmeza y la arrogancia de quien se considera por encima de las normas. No podía negarse: era guapísimo. Pero había algo en él que iba más allá de la belleza. ¿Gracia, encanto, elegancia?, ¿o algo más peligroso?

Su mirada provocativa barrió toda la clase. Antes de que yo pudiera bajar la vista, sus ojos se encontraron con los míos y permanecieron un rato observándome. Luego esbozó una sonrisa aplomada.

—«Annabel Lee», un romance de Edgar Allan Poe —anunció con toda calma—. Quizás os interese saber que Poe se casó con su prima de trece años, Virginia, cuando él tenía veintisiete. Ella murió dos años más tarde de tuberculosis.

Todo el mundo lo miraba hechizado. Cuando al fin empezó a recitar, su voz pareció derramarse como un almíbar e inundar la clase entera.

Hace largos, largos años,

En un reino frente al mar,

Vivía una hermosa doncella, Annabel,

Llamadla así: Annabel Lee,

Que solo deseaba que la amara,

Que solo quería amarme a mí.

Aunque muy niños los dos,

En aquel reino nos amamos

La bella Annabel Lee y yo,

Con un amor sin igual

Que los serafines desde el cielo

Envidiaban con rencor.

Y fue así que de las nubes,

En aquel reino junto al mar

Surgió un mal viento helado,

Ay, Annabel, hace ya tanto,

Y me la dejó yerta en las manos.

Yerta y helada, sus deudos

Vinieron y me la arrebataron

Para encerrarla frente al mar

En un sepulcro de mármol.

No tan dichosos allá en el cielo,

Por celos de ella y de mí,

Fueron los ángeles traicioneros

(Bien lo saben en aquel reino)

Quienes alzaron de noche al viento

Dejando helada a mi Annabel Lee.

Pero más fuerte era nuestro amor

Que el amor de otros más sabios

O de los que solo nos aventajaban en años.

Y ni los ángeles que están en lo alto,

Ni los demonios en las honduras del mar,

Podrán separarme jamás de ti,

Mi bella, mi dulce Annabel Lee.

Pues no brilla la luna sin decirme en sueños

Annabel, Annabel Lee,

Ni se alzan las estrellas sin hablarme de los ojos

De mi bella Annabel Lee.

Y así permanezco la noche entera con ella

Mi amada, mi vida, mi novia sin par,

En aquel sepulcro de la orilla,

En su tumba resonante junto al mar.

No se me escapó, cuando Jake terminó de recitar, que todas las mujeres de la clase, incluida la señorita Castle, lo miraban extasiadas como si su caballero andante acabara de llegar con su reluciente armadura. Incluso yo misma debía reconocer que su actuación había resultado impresionante. Había declamado de un modo conmovedor, como si Annabel Lee hubiera sido el amor de su vida. A juzgar por su manera de mirarlo, algunas chicas parecían dispuestas a abalanzarse sobre él para consolarlo por su pérdida.

—Una interpretación muy expresiva —susurró la señorita Castle—. Debemos recordarlo para cuando llegue la velada de jazz y poesía. Bueno, estoy segura de que esto habrá servido para inspiraros y sugeriros ideas de vuestra propia cosecha. Ahora quiero que os juntéis por parejas y que discutáis ideas para el poema. La forma es totalmente libre. Dad rienda suelta a vuestra imaginación. Cualquier licencia poética será bienvenida.

La gente empezó a cambiar de asiento y a distribuirse de dos en dos. De vuelta a su sitio, Jake se detuvo frente a mi mesa.

—¿Quieres que vayamos juntos? —me susurró—. Tengo entendido que tú también eres nueva.

—Bueno, ya llevo un tiempo aquí —respondí, no muy contenta con la comparación.

Jake interpretó mi respuesta como un sí y se sentó sin más a mi lado. Luego se arrellanó cómodamente en su silla, con las manos en la nuca.

—Me llamo Jake Thorn —dijo, mirándome con sus ojos oscuros entornados y tendiéndome la mano: la cortesía en persona.

—Bethany Church —repuse, ofreciéndole mi mano con cautela.

En lugar de estrechármela, como yo esperaba, le dio la vuelta y se la llevó a los labios con un ridículo gesto de galantería.

—Es un gran placer conocerte.

Estuve a punto de soltar una carcajada. ¿Pretendía que me lo tomase en serio? ¿Dónde creía que estábamos? No me reí porque me quedé mirándolo a los ojos. Eran de color verde oscuro y poseían una intensidad llameante. Y no obstante, había un matiz hastiado en su expresión que sugería que había vivido mucho más que la mayoría de los chicos de su edad. Su mirada me recorrió de arriba abajo y tuve la sensación de que no se había dejado nada. Llevaba un colgante de plata alrededor del cuello: una media luna con extraños símbolos grabados.

Tamborileó con los dedos en la mesa.

—Bueno —dijo—, ¿alguna idea?

Yo lo miré desconcertada.

—Para el poema —me recordó, enarcando una ceja.

—Empieza tú. Yo aún estoy pensando.

—Muy bien. ¿Prefieres alguna metáfora en particular? ¿Una selva exuberante?, ¿el arco iris?, ¿algo por el estilo? —Se echó a reír como si fuera un chiste privado—. Yo tengo debilidad por los reptiles.

—¿Y eso qué se supone que significa? —pregunté con curiosidad.

—Tener debilidad por algo significa que te gusta.

—Ya sé lo que significa, pero ¿por qué los reptiles?

—Piel dura y sangre fría —dijo Jake con una sonrisa.

Repentinamente se desentendió de mí y garabateó una nota en un trozo de papel. Lo estrujó en una bola y se la lanzó a las dos chicas góticas, Alicia y Alexandra, que estaban en la fila de delante, inclinadas sobre sus cuadernos, escribiendo con brío. Se volvieron a mirar enojadas, pero cambiaron de expresión en cuanto vieron quién era el remitente. Entonces se apresuraron a leer la nota y a cuchichear entre ellas, muy excitadas. Alicia le echó una miradita a Jake por debajo del flequillo y asintió de un modo casi imperceptible. Jake guiñó un ojo y volvió a arrellanarse en su asiento con aire satisfecho.

—O sea que el tema es el amor —prosiguió como si nada.

—¿Cómo? —pregunté estúpidamente.

—Para nuestro poema. —Me miró de soslayo—. ¿Ya has vuelto a olvidarlo?

—Estaba distraída.

—¿Preguntándote qué les he dicho a esas chicas? —comentó con picardía.

—¡No! —me apresuré a responder.

—Solo pretendo hacer amistades —dijo, ahora con una expresión franca e inocente—. Siempre es duro ser el nuevo.

Sentí una punzada de compasión.

—Estoy segura de que harás amigos muy deprisa —le dije—. Todo el mundo fue muy amable cuando llegué. Y cuenta conmigo si necesitas que alguien te enseñe todo esto.

Sus labios se retorcieron en una sonrisa.

—Gracias, Bethany. Te tomo la palabra.

Permanecimos durante un rato en silencio, sopesando ideas, hasta que Jake me hizo otra pregunta.

—Oye, ¿qué hacéis aquí para divertiros?

—Bueno… —Hice una pausa—. Yo paso la mayor parte del tiempo con mi familia. Y con mi novio.

—¡Ah, conque hay un novio! ¡Qué bueno! —Sonrió—. No es que me sorprenda. Naturalmente que tienes novio… con esa cara. ¿Quién es el afortunado?

—Xavier Woods —contesté, avergonzada por su cumplido.

—¿Tiene intención de tomar los hábitos pronto?

Fruncí el ceño.

—Es un nombre muy bonito —repliqué a la defensiva—. Quiere decir «luz». ¿No has oído hablar de san Francisco Javier?

Él sonrió con aire burlón.

—¿No era el que perdió la chaveta y se fue a una cueva?

—En realidad —lo corregí— a mí me parece más bien que decidió vivir con sencillez y renunciar a las comodidades mundanas.

—Ya veo. Perdón por el error.

Me removí incómoda en mi asiento.

—¿Y qué te parece tu nuevo hogar? —me preguntó más tarde.

—Venus Cove es muy agradable para vivir. La gente es auténtica —respondí—. Aunque alguien como tú quizá lo encuentre aburrido.

—No lo creo —dijo, mirándome—. Ya no, si hay gente como tú.

Sonó el timbre y recogí a toda prisa mis libros, deseosa de reunirme con Xavier.

—Nos vemos, Bethany —dijo Jake—. Quizá seamos más productivos la próxima vez.

Me asaltó una sensación de inseguridad cuando le di alcance a Xavier junto a las taquillas. Me sentía intranquila y lo único que deseaba era acomodarme entre sus brazos protectores, a pesar de que ya me pasaba así la mayor parte del día. En cuanto guardó sus libros, me acurruqué contra su pecho y me aferré a él como una lapa.

—Uau —dijo, estrechándome con fuerza—. Yo también me alegro de verte. ¿Estás bien?

—Sí —respondí, enterrando la cara en su camisa y aspirando su fragancia—. Te echaba de menos, nada más.

—Solo hemos estado separados una hora. —Rio—. Venga, salgamos de aquí.

Caminamos hasta el aparcamiento. Gabriel e Ivy le habían dado permiso para llevarme a casa en coche de vez en cuando, cosa que él consideraba un gran progreso. Lo tenía aparcado en el sitio de siempre, a la sombra de una hilera de robles, y se adelantó a abrirme la puerta. No sabía qué se creía que iba a pasarme si me dejaba abrirla a mí misma. Quizá temía que se desprendiera de las bisagras y me aplastara, o que yo me torciera la muñeca al manejar la palanca. O acaso era que lo habían educado con excelentes modales anticuados.

Xavier no arrancó el motor hasta que coloqué en el asiento de atrás la mochila y me puse el cinturón de seguridad. Gabriel le había explicado que yo era la única de nosotros tres que podía sufrir heridas y dolor: mi forma humana podía resultar dañada. Xavier se lo había tomado muy a pecho y salió del aparcamiento con un aire de intensa concentración.

Pese a su prudencia, sin embargo, no pudo impedir lo que sucedió a continuación. Cuando ya salíamos a la avenida, una reluciente moto negra salió disparada de improviso y se nos cruzó por delante. Xavier frenó bruscamente, haciendo derrapar el coche y evitando por poco la colisión. Viramos a la derecha y chocamos con el bordillo. Yo me fui hacia delante; el cinturón me paró en seco y me retuvo contra el asiento con un doloroso tirón. La moto se alejó rugiendo calle abajo, dejando una estela de gases. Xavier lo miró mudo de asombro antes de volverse para comprobar que yo estaba bien. Solo al ver que no me había pasado nada, dio rienda suelta a su rabia.

—¿Quién demonios era ese? —rugió—. ¡Menudo idiota! ¿Has visto cómo conducía? Si llego a averiguar quién es, que el Cielo me ayude, te aseguro que lo voy a moler a palos.

—No se le veía la cara con ese casco —murmuré.

—Ya nos enteraremos —gruñó Xavier—. No se ven muchas Kawasaki Ninja ZX-14 por aquí.

—¿Cómo es que conoces tan bien el modelo?

—Soy un chico. Me gustan las motos.

Xavier me llevó a casa todavía furioso. Escrutaba el tráfico y no les quitaba ojo a los conductores vecinos, como si el incidente pudiera repetirse. Cuando nos detuvimos frente a Byron, ya se había calmado un poco.

—He preparado limonada —nos dijo Ivy abriendo la puerta. Tenía un aire tan doméstico con su delantal que a los dos se nos escapó una sonrisa—. ¿Por qué no pasas, Xavier? —le preguntó—. Puedes hacer los deberes con Bethany.

—Uh, no, gracias. Le he prometido a mi madre que le haría unos recados —dijo, eludiendo la invitación.

—Gabriel no está.

—Ah, bueno, entonces sí. Gracias.

Mi hermana nos hizo pasar y cerró la puerta. Phantom salió disparado de la cocina al oírnos y se abalanzó sobre nuestras piernas a modo de saludo.

—Primero los deberes; luego el paseo —le dije.

Desplegamos los libros sobre la mesa del comedor. Xavier tenía que terminar un trabajo de psicología y yo había de analizar una viñeta humorística para la clase de historia. La viñeta mostraba al rey Luis XVI, de pie junto al trono, al parecer muy satisfecho de sí mismo. Mi tarea consistía en interpretar el significado de los objetos que había alrededor.

—¿Cómo se llama eso que sujeta en la mano? —le pregunté a Xavier—. No lo veo bien.

—Parece un atizador —respondió.

—Dudo muchísimo que Luis XVI se ocupara de atizar el fuego. Yo diría que es un cetro. ¿Y qué es lo que lleva puesto?

—Hum… ¿un poncho? —sugirió Xavier.

Puse los ojos en blanco.

—Voy a sacar un sobresaliente con tus consejos.

A decir verdad, ni la tarea que me habían asignado ni las notas con las que recompensaran mis esfuerzos me interesaban lo más mínimo. Las cosas que deseaba aprender no venían en los libros; procedían de la experiencia y de la relación con la gente. Pero Xavier estaba concentrado en su trabajo de psicología y no quería distraerlo más, así que volví a examinar la viñeta. Mi capacidad de atención resultó muy efímera.

—Si pudieras rectificar una sola cosa de toda tu vida, ¿cuál sería? —le pregunté, mientras le hacía cosquillas a Phantom en el hocico con las plumas de mi bolígrafo de fantasía. Él lo agarró entre los dientes, creyendo que era un bicho peludo, y se alejó muy ufano con él.

Xavier dejó su propio bolígrafo y me miró, socarrón.

—¿No querrás decir: cuál es la variable independiente en el Experimento de la Prisión de Stanford?

—Vaya rollo —dije.

—Me temo que no todos hemos recibido la bendición del conocimiento divino.

Di un suspiro.

—No entiendo cómo te interesan estas cosas.

—No me interesan. Pero no me queda otro remedio —dijo—. He de entrar en la universidad y conseguir un trabajo si quiero seguir adelante. Esa es la realidad. —Se echó a reír—. Bueno, no en tu caso, supongo; pero en el mío seguro que sí.

No tenía respuesta. Solo de imaginarme a Xavier haciéndose mayor, obligado a trabajar un día sí y otro también para mantener a una familia hasta la muerte, me daban ganas de llorar. Yo quería que su vida fuera más fácil y que la pasara conmigo.

—Lo siento —murmuré.

Él deslizó su silla para acercarse más.

—No lo sientas. Yo preferiría mucho más hacer esto…

Se inclinó y me besó el pelo, deslizando lentamente los labios hasta encontrar mi barbilla y, finalmente, mi boca.

—Preferiría mucho más pasarme todo el tiempo hablando contigo, estando a tu lado, descubriéndote —añadió—. Pero aunque me haya metido en esta locura, eso no significa que pueda abandonar todos mis otros planes. No podría, por mucho que lo deseara. Mis padres esperan que entre en una universidad de elite. —Frunció el ceño—. Es muy importante para ellos.

—¿Y para ti? —pregunté.

—Supongo que también —respondió—. ¿Qué otra cosa puedo hacer?

Asentí. Yo sabía bien lo que era tener que cumplir las expectativas de tu familia.

—Has de hacer algo que te satisfaga también a ti —le dije.

—Por eso estoy contigo.

—¿Cómo se supone que voy a estudiar si me sigues diciendo cosas como esta? —me quejé.

—Tengo muchas más guardadas del mismo estilo —dijo, burlón.

—¿A eso dedicas tu tiempo libre?

—Me has pillado. Lo único que hago es prepararme frases para impresionar a las mujeres.

—¿A las mujeres?

—Perdón. A una mujer —rectificó al ver cómo me enfurruñaba—. Una mujer que vale por mil.

—Venga ya, cierra el pico. No trates de arreglarlo ahora.

—Tan misericordiosa —Xavier sacudió la cabeza—, tan compasiva y dispuesta a perdonar.

—No te pases, amigo —le dije, adoptando voz de matón. Xavier bajó la cabeza.

—Te pido perdón… Jo, soy un calzonazos.

Continué con mi tarea de historia mientras él acababa de redactar su informe. Aún le quedaban un montón de deberes, pero al final quedó claro que yo representaba una distracción excesiva. Justo cuando acababa de resolver su tercer problema de trigonometría, noté su mano deslizándose sobre mi regazo. Le di un ligero cachete.

—Continúa estudiando —le dije cuando levantó la vista—. Nadie te ha dado permiso para parar.

Sonrió y escribió algo al pie de la hoja. Ahora la solución decía:

Halla x si (x)=2sen3x, sobre el dominio —22>x>22

x=Beth

—¡Para de hacer el tonto!

—¡De eso nada! ¡Es la verdad! Tú eres mi solución para todo —replicó—. El resultado final siempre eres tú. X siempre es igual a Beth.