23
R.I.P.
Según el sistema de creencias de la mayoría de los humanos, solo existen dos dimensiones: la dimensión de los vivos y la de los muertos. Pero lo que no comprenden es que hay muchas más. Junto a la gente normal que vive en la Tierra, hay otros seres que llevan una existencia paralela; están casi al alcance de la mano, pero son invisibles para el ojo no adiestrado. Algunos de ellos se conocen como la Gente del Arco Iris: seres inmortales capaces de viajar entre los mundos, hechos exclusivamente de sabiduría y comprensión. La gente los vislumbra algunas veces, cuando pasan disparados de un mundo a otro. Apenas un reluciente rayo de luz blanca y dorada, o el leve resplandor de un arco iris suspendido en el cielo. La mayoría cree estar sufriendo una ilusión óptica, un efecto extraño de la luz. Solo algunos, muy pocos, son capaces de percibir una presencia divina en ello. A mí me complacía pensar que Xavier era uno de esos pocos.
Encontré a Xavier en la cafetería, me senté a su lado y piqué del cuenco de nachos que me ofrecía. Al removerse en su asiento, me rozó el muslo con el suyo, cosa que me transmitió un estremecimiento por todo el cuerpo. Pero no pude disfrutar la sensación apenas, porque en ese momento nos llegó un griterío desde el mostrador. Dos chicos de trece o catorce años se habían enzarzado en una discusión en la cola.
—¡Tío, te acabas de colar delante de mis narices!
—¿Qué dices? ¡Llevo aquí todo el rato!
—¡Y una mierda! ¡Pregúntale a quien quieras!
Como no había ningún profesor a la vista, la discusión se fue acalorando y llegó a los empujones y los insultos. Las chicas mayores que estaban detrás de ellos se alarmaron cuando uno de los chavales agarró al otro del cuello.
Xavier se levantó de golpe dispuesto a intervenir, pero volvió a sentarse al ver que se le adelantaba otro. Era Lachlan Merton, un chico teñido de rubio platino que estaba permanentemente enchufado a su iPod y que no había entregado en todo el año un solo trabajo escolar. Habitualmente era del todo insensible a lo que sucedía alrededor, pero ahora se abrió paso con decisión y separó a los dos chicos. No oímos qué les decía, pero ellos dejaron de pelear a regañadientes e incluso accedieron a darse la mano.
Xavier y yo nos miramos.
—Lachlan Merton portándose de un modo responsable. Esto sí que es una novedad —observó Xavier.
A mí me pareció que lo que acabábamos de presenciar era un ejemplo perfecto del sutil cambio que se estaba produciendo en Bryce Hamilton. Pensé en lo contentos que se pondrían Ivy y Gabriel cuando supieran que sus esfuerzos estaban dando resultado. Desde luego, había en el mundo otras comunidades más necesitadas que Venus Cove, pero ellas no formaban parte de nuestra misión; allí habían sido destinados otros ángeles. Yo me alegraba secretamente de que no me hubieran enviado a un rincón del mundo asolado por la guerra, la pobreza y los desastres naturales. La imágenes de esos sitios que salían en las noticias ya resultaban de por sí bastante duras; tanto que yo procuraba saltármelas porque solían provocar un sentimiento de desesperación. No soportaba ver imágenes de niños que pasaban hambre o sufrían enfermedades por falta de agua depurada: solo de pensar en las cosas que los humanos eran capaces de eludir mirando para otro lado, me daban ganas de llorar. ¿Acaso eran más dignas unas personas que otras? Nadie debería pasar hambre ni sufrir abandono, ni desear que sus días acabaran cuanto antes. Aunque rezaba para solicitar la intervención divina, a veces la idea misma me irritaba.
Cuando hablé de ello con Gabriel, me dijo que todavía no estaba preparada para entenderlo, que lo estaría algún día.
—Ocúpate de las cosas a tu alcance —fue su consejo.
A la mañana siguiente nos fuimos los tres a Fairhaven, la residencia de ancianos. Yo había ido allí una o dos veces a ver a Alice, tal como le había prometido, pero luego mis visitas se habían interrumpido porque había empezado a dedicarle todo mi tiempo libre a Xavier. Gabriel e Ivy, sin embargo, la visitaban regularmente y siempre lo hacían acompañados de Phantom. Este, según ellos, se iba derechito a donde estuviera Alice sin que nadie le indicase el camino.
Como Molly se había ofrecido a trabajar de voluntaria, dimos un pequeño rodeo para recogerla. Ya estaba levantada y lista para salir, aunque eran las nueve de la mañana de un sábado y no solía levantarse antes de mediodía durante los fines de semana. Nos sorprendió verla vestida como si fuera a una sesión de fotos, o sea, con una minifalda tejana, tacones altos y una camisa a cuadros. Taylah había pasado la noche en su casa y era evidente que no le cabía en la cabeza que su amiga estuviera dispuesta a perderse varios episodios seguidos de la serie de televisión Gossip Girl para irse a trabajar con un puñado de ancianos.
—¿Para qué demonios quieres ir a una residencia? —la oí gritar desde el interior cuando le abrí a Molly la puerta del coche.
—Todos acabaremos allí algún día —le replicó ella con una sonrisa. Se repasó el brillo de labios mirándose en la ventanilla.
—Yo no —juró Taylah—. Esos sitios apestan.
—Luego te llamo —dijo Molly, subiendo a mi lado.
—Pero Moll —gimió Taylah—, habíamos quedado esta mañana con Adam y Chris.
—Salúdalos de mi parte.
Taylah se nos quedó mirando mientras salíamos del sendero, como preguntándose quién se había llevado a su mejor amiga y la había reemplazado con aquella impostora.
Cuando llegamos a Fairhaven las enfermeras nos recibieron complacidas. Ya estaban acostumbradas a las visitas de Ivy y Gabriel, pero la presencia de Molly las pilló por sorpresa.
—Esta es Molly —dijo Gabriel—. Se ha ofrecido amablemente a ayudarnos.
—Siempre se agradece toda la ayuda extra —repuso Helen, una de las enfermeras jefe—. Sobre todo cuando vamos cortos de personal como hoy.
Se la veía ojerosa y cansada.
—Me alegra poder echar una mano —dijo Molly, vocalizando cada sílaba y alzando la voz, como si Helen fuera dura de oído—. Es importante devolverle a la comunidad un parte de lo que te ha dado.
Le lanzó una mirada de soslayo a Gabriel, pero él estaba ocupado sacando la guitarra de la funda y no se enteró.
—Llegáis a punto para el desayuno —explicó Helen.
—Gracias, ya hemos comido —respondió Molly.
La enfermera la miró algo perpleja.
—No. Me refiero al desayuno de los residentes. Puedes ayudar a dárselo, si quieres.
La seguimos por un pasillo sombrío y entramos en el comedor, que tenía un aire desaliñado y deprimente a pesar de la música de Vivaldi que sonaba en un reproductor anticuado de CD. La alfombra, muy floreada, estaba raída y las cortinas tenían un estampado de frutas descolorido. Los residentes estaban sentados en sillas de plástico ante varias mesas de formica, y los que no se sostenían derechos se acomodaban en unos mullidos sillones de cuero. A pesar de los ambientadores enchufados en las paredes, se percibía un intenso hedor en el aire, una mezcla de amoníaco y verdura hervida. En un rincón había un televisor portátil emitiendo un documental sobre la vida salvaje. Las cuidadoras —mujeres en su mayoría—, se afanaban en sus tareas rutinarias, como doblar servilletas, despejar las mesas y ponerles un babero a los residentes que no podían valerse por sí mismos. Algunos alzaron la cara con expectación cuando entramos. Otros apenas percibían su entorno y no advirtieron siquiera nuestra llegada.
Las bandejas del desayuno estaban apiladas en un carrito, con toda la comida envuelta en papel de plata. En los estantes de abajo había hileras de tazas de plástico.
No veía a Alice por ningún lado y me pasé la siguiente media hora dándole de comer a una mujer llamada Dora, que estaba en una silla de ruedas con una mantita multicolor de ganchillo sobre las rodillas. Permanecía sentada con el cuerpo hundido, la boca floja y los ojos caídos. Tenía la piel amarillenta y manchas en las manos. A través de la piel de la cara, fina como un papel, se le transparentaba una red de capilares rotos. No supe muy bien en qué consistía el «desayuno» de Fairhaven; a mí me parecía un montón de engrudo amarillento. Me constaba, eso sí, que a muchos residentes les daban todo triturado para que no se atragantasen.
—¿Qué es esto? —le pregunté a Helen.
—Huevos revueltos —dijo, alejándose con otro carrito.
Un anciano trataba de tomar una cucharada, pero las manos le temblaban tanto que acabó tirándoselo todo por la cara. Gabriel corrió a su lado.
—Yo me encargo —dijo, y empezó a limpiarlo con una toalla de papel. Molly estaba tan absorta mirándolo que se había olvidado de su propia anciana, quien aguardaba con la boca abierta.
Cuando terminé de ayudar a Dora me ocupé de Mabel, que tenía fama de ser la residente más agresiva de Fairhaven. De entrada, me apartó la cucharada que le ofrecía y apretó los labios con fuerza.
—¿No tiene hambre? —le pregunté.
—Ah, no te preocupes por Mabel —me dijo Helen—. Está esperando a Gabriel. Mientras él esté aquí, no aceptará la ayuda de nadie más.
—De acuerdo. No he visto a Alice. ¿Dónde está?
—Ha sido trasladada a una habitación privada —respondió—. Me temo que se ha deteriorado bastante desde la última vez que la viste. Le falla la vista y se está recuperando de una infección pulmonar. La habitación queda al fondo del pasillo: la primera puerta a la derecha. Seguro que le hará mucho bien verte.
¿Por qué no me habían dicho nada Gabriel e Ivy? ¿Tan absorta había estado en mis cosas que habían llegado a la conclusión de que me tenía sin cuidado? Crucé el pasillo hacia la habitación de Alice con una sensación creciente de temor.
Phantom se me había adelantado y aguardaba ante la puerta como un centinela. Casi no reconocí a la mujer acostada en la cama cuando entramos; no se parecía en nada a la Alice que yo recordaba. La enfermedad había hecho estragos en su rostro y la había transfigurado. Parecía frágil como un pajarito y tenía despeinado su pelo escaso. Ya no llevaba aquellos suéteres llenos de colorido, sino una sencilla bata blanca.
No abrió los ojos cuando susurré su nombre, pero extendió una mano hacia mí. Antes de que pudiera estrecharla, Phantom me tomó la delantera y restregó su hocico contra su piel.
—¿Eres tú, Phantom? —preguntó Alice, con la voz ronca.
—Phantom y Bethany —respondí—. Hemos venido a visitarla.
—Bethany… —repitió—. Qué amable de tu parte venir a verme. Te he echado de menos.
Todavía tenía los ojos cerrados, como si el esfuerzo necesario para abrirlos fuera demasiado.
—¿Cómo se encuentra? ¿Quiere que le traiga algo?
—No, querida. Tengo todo lo que necesito.
—Lamento no haber venido últimamente. Es que…
No sabía cómo explicar mi negligente comportamiento.
—Ya —dijo—. La vida se interpone con mil cosas, no hay que excusarse. Ahora estás aquí y eso es lo importante. Espero que Phantom se haya portado bien.
Él soltó un breve ladrido al oír su nombre.
—Es un compañero perfecto.
—Buen chico —dijo Alice.
—¿Y qué es eso de que ha estado enferma? —pregunté con tono jovial—. ¡Vamos a tener que ponerla en marcha otra vez!
—No sé si quiero ponerme otra vez en marcha. Me parece que ya va siendo hora…
—No diga eso —la corté—. Solo le hace falta reposar un poco…
Alice levantó la cabeza de repente y abrió los ojos. No parecía enfocar nada en particular; su mirada desencajada se perdía en el vacío.
—Sé quién eres —graznó.
—Así me gusta —repuse, con un espasmo de alarma en el pecho—. Me alegro de que no me haya olvidado.
—Has venido a llevarme contigo —dijo—. No ahora, pero pronto.
—¿A dónde quiere que vayamos? —pregunté. No quería aceptar lo que me estaba diciendo.
—Al Cielo —respondió—. No te veo la cara, Bethany, pero sí veo tu luz.
La miré, estupefacta.
—Tú me mostrarás el camino, ¿verdad? —preguntó.
Le tomé la muñeca y le busqué el pulso. Era como una vela casi consumida. No podía dejar que el afecto que sentía por ella me impidiera cumplir con mi trabajo. Cerré los ojos y rememoré la entidad que yo había sido en el Reino: una guía, una mentora para las almas en tránsito. Mi misión había sido dar consuelo a las almas de los niños cuando morían.
—Cuando llegue el momento, no estará sola.
—Tengo un poco de miedo. Dime, Bethany, ¿habrá oscuridad?
—No, Alice. Solo luz.
—¿Y mis pecados? No siempre he sido una ciudadana modélica, ¿sabes? —dijo con un vestigio de su carácter peleón.
—El Padre que yo conozco es pura misericordia.
—¿Volveré a ver a mis seres queridos?
—Entrará a formar parte de una familia mucho más grande. Se encontrará con todas las criaturas de este mundo y también de más allá.
Alice se dejó caer otra vez en la almohada, cansada pero satisfecha. Sus párpados aletearon suavemente.
—Ahora debería tratar de dormir —dije.
Estreché aquella mano tan frágil y Phantom apoyó la cabeza en su brazo. Permanecimos así hasta que se durmió.
En el trayecto de vuelta, aún seguía pensando en lo que Alice me había dicho. Ver la muerte desde el Cielo era triste, pero experimentarla en la Tierra resultaba desgarrador, te producía un dolor físico que no podía remediarse con nada. Ahora sentía un agudo remordimiento por haberme centrado tanto en mi amor, eludiendo todas mis demás responsabilidades. El Cielo había aprobado mi relación con Xavier —hasta ahora, al menos— y yo no debía permitir que se volviera tan absorbente. Pero la verdad, al mismo tiempo, era que no deseaba otra cosa que encontrarme con él y dejarme invadir por su embriagadora fragancia. Ninguna otra persona hacía que me sintiera tan viva.
Al día siguiente nos llegó la noticia de que Alice había fallecido mientras dormía. No fue ninguna sorpresa para mí, porque el sonido de la lluvia en la ventana me había despertado a medianoche y, al asomarme, había visto su espíritu al otro lado del cristal. Sonreía y parecía completamente en paz. Alice había vivido una vida plena y enriquecedora, y estaba preparada para partir. La pérdida la lamentaría sobre todo su familia, que no había sabido aprovechar el tiempo que habían compartido juntos. Ellos aún no lo sabían, pero un día se les otorgaría una segunda oportunidad.
Sentí cómo su espíritu se alejaba de este mundo a toda velocidad, invadido por una nerviosa expectación. Alice ya no estaba asustada, solo intrigada por conocer el más allá. La seguí mentalmente un trecho, en un gesto final de adiós.