Capítulo 1
Una caricia en el pelo despertó a Jana del pesado sueño en el que había caído poco después de regresar al hotel. En realidad, ni siquiera recordaba muy bien cuándo se había dormido. Poco después de llegar a la habitación había comenzado a marcharse. Álex la había dejado tenderse en la cama deshecha y le había refrescado las sienes con agua, sin que eso le hiciera sentirse mejor. Poco a poco, mientras Álex susurraba palabras tranquilizadoras, había ido amodorrándose.
Debía de haber dormido muchas horas, a juzgar por el entumecimiento de sus brazos y piernas…
Al abrir los ojos vio a Álex sentado al borde de la cama, observándola con una extraña concentración. Se le veía fresco y descansado, y en sus ojos había un brillo raro, ligeramente burlón.
—Ya era hora, dormilona —dijo, sonriendo—. Me has hecho esperar una eternidad…
—¿Qué hora es? —Jana se incorporó y miró los dígitos fluorescentes del reloj incorporado al televisor, frente a la cama—. Las seis y cuarto… ¡De la tarde! ¿Me has dejado dormir todo el día?
Álex se encogió de hombro.
—Te mareaste, ¿recuerdas? —Dijo, acariciando su pelo una vez más—. Necesitas descansar. Pero la verdad es que estaba deseando que te despertases. Tengo que contarte una cosa, una cosa importante. Yo también me quedé dormido aquí a tu lado hace un rato, y he tenido un sueño especial. No te lo vas a creer, Jana… Me parece que ya sé dónde podemos encontrar el libro.
Jana desvió la mirada hacia el rectángulo de cielo azul plomizo enmarcado por la ventana.
—¿Has tenido una visión? —preguntó.
—Sí, eso es; una visión. He visto una casa, una casa antiquísima, aquí en Venecia. No sé el nombre de la calle, pero era una de las que desembocan en el Camto di Ghetto Nuovo. La encontraré sin ninguna dificultad.
—Si es que existe…
Álex arrugó la frente.
—¿No te fías de mis visiones? La casa existe, es una especie de museo. Ya la verás. Tenemos que ir ahora mismo, Jana. Cierran a las siete y media, aún tenemos tiempo… Estoy seguro de que el Libro de la Creación se encuentra allí; lo he visto con toda claridad.
Jana sacudió lentamente la cabeza. Luego, alzó los ojos hacia Álex.
—Prefiero no ir, Álex —dijo en voz baja—. No quiero volver a empezar con todo esto.
Una profunda decepción contrajo los rasgos del muchacho.
—Tienes que estar de broma —murmuró—. Tú quieres encontrar el libro, nadie desea encontrarlo tanto como tú…
—No sé; estoy empezando a cambiar de opinión. Desde que Argo sacó a relucir la historia del libro, tú y yo no hemos hecho más que discutir. Y yo no soporto estar así… Además, creo que ayer tenías razón cuando me advertiste sobre el riesgo de encontrar el libro. No quiero desatar otra guerra. No, al menos, sin conocer el mejor terreno que pisamos.
—Pero eso es un disparate. —Álex intentaba dominarse, pero el leve temblor de sus labios delataba su nerviosismo—. Ayer no sabíamos dónde buscar el libro; hoy sí lo sabemos. Todo lo que tenemos que hacer es ir a esa casa y cogerlo.
Jana arqueó las cejas.
—¿Así de fácil?
Álex sonrió de medio lado.
—Habrá que convencer al personal del museo, pero creo que al final lo conseguiremos hazme caso, Jana, por favor. Recuerda lo que puede significar tener ese libro en nuestro poder. Podrías reconstruir los clanes…
—Ayer mismo, esa idea te repugnaba —replicó Jana mirándole con curiosidad.
—Es cierto, no me hace mucha gracia —admitió el muchacho—. Pero también comprendo que es injusto tratar de impedirlo. Ya os hice daño una vez, no quiero volver a interponerme en el destino de los Medu.
—Vaya, que considerado.
Jana había dicho aquello casi en tono de burla. El cambio de opinión de Álex le parecía tan inexplicable que no lograba tomarse sus palabras en serio.
Sin embargo, si Álex captó la ironía de su observación, no lo demostró.
—Lo creas o no, me importas más que nada —dijo simplemente—. Quiero que seas feliz, ya sé que eso nunca sucederá mientras te sigas echando la culpa por la caída de los clanes. Además, ahora las cosas serán diferentes, estoy seguro. Nieve y Corvino no desean una nueva guerra. Y cuando vuelva Erik…
—¿De verdad crees que va a volver?
Álex le dirigió una penetrante mirada.
—Claro que volverá. Nosotros haremos que vuelva —afirmó—. Tú y yo. Por eso necesitamos el libro.
Había hablado despacio, vocalizando cuidadosamente cada palabra, como si quisiera asegurarse de que ella le comprendía, de que se daba cuenta de que iba en serio.
Jana se mordió el labio inferior, desorientada. ¿Dónde habían quedado las dudas de la víspera, los celos de Álex después de compartir la visión en la que ella y Erik se besaban?
—Ni siquiera sabemos si Erik querría volver —musitó—. Él se sacrificó voluntariamente para que la guerra entre los Medu y los guardianes terminara. No le gustaría que todo volviera a empezar… Entonces, no volverá a empezar —replicó Álex con impaciencia—. Él se ha ceñido la corona real de los Medu, la Esencia de Poder, y la corona no lo ha destruido. Eso significa que, cuando regrese, será el rey de todos los clanes. Si desea la paz, sabrá cómo imponerla.
Sus ojos se encontraron con los de la muchacha.
—Además, él no se sacrificó por los clanes —añadió. En su voz se leía, de pronto, una profunda amargura, y en su expresión un extraño rencor—. Se sacrificó por ti. Creo que no deberías olvidarlo.
¿Se trataba de un reproche? Jana sonrió, incrédula. Aquello era de locos…
—¿De verdad es eso lo que quieres? —preguntó. ¿Qué no olvide lo que Erik hizo por mí? Perdona, pero me cuesta creer que estés siendo sincero.
—Mírame a los ojos. ¿Te parece que estoy fingiendo?
Jana le sostuvo la mirada. Los iris claros de Álex reflejaban un dolor auténtico, de eso no cabía duda.
La muchacha se sintió avergonzada por haber dudado de sus sentimientos. Después de todo, él y Erik habían sido grandes amigos. Los mejores amigos… hasta que ella apareció para estropearlo todo.
—De acuerdo, lo siento —se disculpó con una torpe sonrisa—. Te he juzgado mal. Sé que querías a Erik… Está bien, entonces. Si tú no tienes miedo de lo que pueda pasar con ese libro, yo tampoco.
Un suspiro de alivio afloró a los labios de Álex.
—Genial —dijo, sonriendo—. Vamos entonces, antes de que cierren el museo. Me imagina que estarás hambrienta, podemos comprarnos un par de porciones de pizza por el camino. He visto que hay puestos de pizza por todas partes…
Hablaba con cierta precipitación, como si temiese que un nuevo silencio pudiese hacer flaquear la resolución de Jana. Al mismo tiempo, parecía extrañamente animado. Como si de repente se hubiera quitado un gran peso de encima…
Muy a su pesar, Jana sintió renacer en su interior una oleada de desconfianza. Había algo raro en la sonrisa turbia de su amigo. Algo aviso, torcido… Una duplicidad que nunca antes había visto en él.
La casa ante la cual se habían detenido era un antiguo edificio de ladrillo con la arquitectura típica del ghetto veneciano. En la planta baja, cinco soportales invitaban a sus altos arcos a refugiarse en sus sombras. Un par de ventanas del segundo piso estaban protegidas por toldos blancos. Entre las ventanas había columnas de arenisca que interrumpían la monótona superficie de ladrillos anaranjados.
Álex parecía saber perfectamente adónde se dirigía. Jana lo vio introducirse en uno de los soportales y detenerse ante una puerta baja, que le llegaba apenas a la altura de los hombros.
Antes de seguirlo, Jana se detuvo un instante y echó una ojeada aprensiva a su alrededor. Desde hacía algunos minutos, tenía la sensación de que el cielo se había oscurecido, como si el atardecer se hubiese acelerado bruscamente. En el cielo habían aparecido grandes nubes de un color gris amoratado, probablemente cargadas de lluvia. Las sombras se habían vuelto inexplicablemente espesas…
Un grupo de turistas norteamericanos irrumpió en la calle en ese momento, invadiendo las dos aceras y buena parte de la calzada central. Al parecer, su guía italiana acababa de contarles algún chiste local, porque la mayoría de los ancianos del grupo estaban riendo. Sin embargo, había un hombre alto, con camisa de cuadros escoceses y sombrero tejano, que no reía. Al contrario… Parecía confuso y malhumorado, y miraba a su alrededor como si estuviese buscando a alguien.
Jana suspiró. Se estaba dejando llevar por su imaginación, tenía que admitirlo. En realidad, en aquella calle no pasaba nada… Era más sombría que la amplia plaza de la venían, y estaba llena de turistas ruidosos. Eso era todo. Nada fuera de lo común. Una calle estrecha y oscura, como tantas otras. Algo totalmente normal en una antigua ciudad como Venecia.
Se reunió con Álex ante la extraña puerta que daba acceso al Museo de la Fundación Leonardo Loredan.
—¿Tenemos que entrar por aquí? —preguntó—. ¿No hay otra entrada?
—Creo que sí, pero en el sueño entrábamos por aquí —contestó Álex—. Vamos, Jana, no es tan terrible… Solo tienes que inclinar un poco la cabeza.
Jana no le había visto pulsar el portero automático incrustado en la columna de la derecha, pero debía de haberlo hecho, porque antes de que ella pudiera responder se oyó un largo chirrido eléctrico, y la puerta se abrió.
Tal y como había sugerido Álex, Jana agachó la cabeza para entrar en el edificio. Al otro lado de la puerta había un vestíbulo con un mostrador y un par de ordenadores encendidos detrás, sobre sendas mesas de oficina.
Una mujer vino a su encuentro, rodeando el mostrador de madera.
—¿Son turistas? —Preguntó en tono agrio—. Las taquillas están por el lado de la plaza. Además, queda apenas media hora para cerrar. Será mejor que vuelvan otro día.
Jana observó con interés el rostro felino de la mujer. Sus ojos verdes y rasgados, bajo unos párpados protuberantes y sombreados de gris, resaltaban como dos lámparas sobre sus marcados pómulos, donde la piel parecía anormalmente tersa, como si hubiese sido sometida a un lifting recientemente. Era una piel morena, salpicada de pecas marrones que indicaba un pasado de largas exposiciones al sol sin protección adecuada. Un pasado más largo de lo que la juvenil ropa de la mujer parecía querer sugerir…
Los enormes aros de plata que adornaban las orejas de la mujer tintinearon cuando ella se detuvo frente a los dos visitantes. El verde esmeralda de sus iris era demasiado luminoso, pensó Jana, demasiado resplandeciente. Quizá hubiese algo de magia de por medio… Muchos humanos se habían acostumbrado a utilizar sus nuevos poderes para mejorar su aspecto o hacerlo más impactante.
—En realidad no somos turistas —dijo Álex, sonriendo con desenvoltura—. Venimos a consultar un libro de la biblioteca de la fundación. Es una obra única del siglo XIV conocida como «Libro de la Creación».
La voz de Álex era untuosa y apaciguadora. La mujer parpadeó, haciendo aletear sus pestañas cargadas de rímel. Era obvio que el título del libro no era nuevo para ella, aunque no hizo ningún comentario al respecto. En lugar de eso, pasó por detrás del mostrador y se dirigió al anticuado fichero de metal del fondo haciendo sonar sus finos tacones.
Mientras la mujer repasaba una a una las fichas del cajón superior, Jana se volvió hacia Álex con una interrogación en la mirada.
—Nunca te había oído hablar de esa manera —dijo en voz baja—. Y tampoco te había visto coquetear con otra mujer delante de mí…
—No seas tonta; no estoy coqueteando. Solo estoy aplicando algunos de los trucos de voz que me enseñó Nieve para conseguir que no nos echen a patadas de aquí.
Jana hizo una mueca, pero no siguió preguntando. La alusión a las habilidades de Nieve con la voz como «trucos» no era propia de Álex. Normalmente, él solía mostrar un gran respeto por las enseñanzas que había recibido de los guardianes. ¿Qué mosca le había picado?
La mujer regresó con una tarjeta amarillenta en la mano. Sin consultarla, miró con fijeza a Jana.
—Lo siento, el libro que os interesa pertenece a la colección privada de la fundación Loredan. No podéis consultarlo sin un permiso especial del Comité de Investigación.
—¿Y a quién tenemos que solicitarle ese permiso? —preguntó Jana, molesta por la evidente mala voluntad de la mujer.
Álex la fulminó con la mirada. Estaba claro que tenía una estrategia para vencer la resistencia de la bibliotecaria, y que no estaba dispuesto a permitir que Jana se la estropease.
—Lo que queremos consultar es un dato muy concreto —dijo el muchacho, intensificando el tono melodioso de su voz—. No nos llevará más de un cuarto de hora. Estamos de paso en Venecia, no tenemos tiempo de solicitar un permiso oficial y luego esperar que nos lo concedan… Ya sabe cómo son esos burócratas.
—Lo sé. —La mujer miró al techo durante una fracción de segundo, y luego fijó sus luminosos ojos verdes en Álex—. Lo siento, pero las normas son las normas; no me las he inventado yo…
—Por supuesto, pero nadie tiene por qué enterarse de esta pequeña infracción. Será un momento, de verdad. Después de todo, los libros están para ser consultados, ¿no? Y seguro que este no lo ha mirado nadie durante mucho tiempo. Es una vergüenza que las fundaciones como esta se conviertan en obstáculos para los pocos interesados en visitarlas, en lugar de facilitarles las cosas…
—Tienes razón. Está bien, haremos una excepción con vosotros, ya que estáis tan interesados. La verdad es que nunca he entendido por qué ese libro no se expone con el resto de la colección Loredan. Al fin y al cabo, es un objeto curioso. Y lo de llamarlo «libro» y ficharlo con los demás en el archivo… En fin, casi parece una broma.
La mujer abrió una puerta blanca al fondo de la sala y les hizo un gesto para que la siguieran. Álex y Jana apretaron el paso para seguir el ritmo vertiginoso de sus tacones a lo largo de un estrecho pasillo que, bruscamente, describía una curva y desembocaba en una escalera de caracol.
La mujer empezó a subir. Cada movimiento suponía una pequeña pelea con su estrecha falda negra, que no había sido diseñada, desde luego para subir ese tipo de escaleras. De cuando en cuando, miraba hacia atrás, buscando los ojos de Álex, y al encontrarlos desplegaba una radiante sonrisa.
Era increíble. Usar la voz para obligar a una empleada a violar las normas de la fundación en la que trabajaba… Jana estaba desconcertada. Lo lógico había sido que fuera ella la que emplease sus poderes para colarse en la biblioteca. Podrían haber esperado a que estuviese cerrada. Los dos tenían experiencia en expediciones secretas a edificios donde se suponía que no debían entrar.
Esta vez, sin embargo, Álex no había contado con ella para trazar su plan. Se notaba que lo tenía todo muy bien planeado. Quizá trataba de impresionarla con su actitud decidida, tan diferente de la víspera. Pues bien…, Jana tenía que reconocer que lo estaba consiguiendo.
—Este edificio es una de las escasas construcciones de la judería que conserva intactas algunas de sus habitaciones originales —dijo la mujer cuando llegaron arriba. Había sacado un manojo de llaves de su bolso de piel sintética, y forcejeaba para encajar una de ellas en la cerradura de la puerta, ante la cual se habían detenido—. Fue construido en el siglo XIV y perteneció a un famoso rabino de la época. Muchos creen que fue en esta casa donde se originó la leyenda del Gólem, y no en Praga, como sostiene la versión oficial…
—¿Por qué? —preguntó Jana.
Las cejas de la mujer se fruncieron levemente cuando se volvió a mirarla. Sus dedos seguían peleando con la llave de hierro, que se resistía a girar.
—Enseguida lo veréis. Ya os lo dije antes: este libro no es exactamente lo que se suele entender por un libro.
En ese momento, la llave giró por fin en la cerradura y la puerta se abrió con un crujido. Al otro lado había un corredor de piedra con el techo abovedado y puertas en el lado izquierdo. La bibliotecaria los guio hacia la tercera puerta, sacó otra llave y, esta vez, consiguió abrir a la primera.
—Aquí lo tenéis —dijo, entrando delante de ellos—. El famoso, aunque injustamente olvidado, Libro de la Creación.
Antes de seguirla, Álex se volvió a mirar a Jana y le guiño un ojo. Jana sintió que le daba un vuelco el corazón. Había algo desconocido en el rostro de su amigo, una vivacidad burlona que no encajaba con él. Era como si, de pronto, se hubiese transformado; como si un hechizo hubiese sacado a la luz rasgos de su personalidad hasta entonces ocultos…
Jana vaciló antes de seguir sus pasos al interior de la casa de la biblioteca. Un instinto inconsciente la hizo mirar hacia el extremo del pasillo, hacia la puerta tras la cual empezaban las escaleras de caracol. Por un instante, creyó ver la silueta de Álex allí al fondo, junto a la escalera. La visión duró solo una fracción de segundo: una silueta gris que de inmediato se disolvió en la penumbra de la vieja casa. Una visión óptica, quizá. La dilución de la magia que se había producido en los últimos tiempos hacía que, de vez en cuando, se produjesen curiosos fenómenos en los lugares más insospechados.
O tal vez había sido solo una alucinación normal y corriente, producto de su imaginación…
—¿No vienes? —la llamó Álex desde el interior de la sala.
Jana cruzó el umbral y se encontró en una habitación desangelada, con un par de estanterías gigantescas que parecían a punto de venirse abajo endosadas al muro oeste, junto a los restos de una chimenea ruinosa. Aparte de eso, en la estancia no había más que una estatua y un espejo de pie, con un marco de madera labrada y un pesado brocado amarillo que cubría los dos tercios superiores de la superficie.
El suelo era de baldosas rojas, tan desgastadas que muchas de ellas estaban hundidas en el centro, como si las huellas de incontables pasos se hubieran terminado imprimiendo sobre ellas. Un par de bombillas de bajo consumo bañaban aquellos dos objetos con su luz anaranjada. Los postigos de la ventana estaban cerrados, y la bibliotecaria no parecía tener intención de abrirlos. Seguramente lo tendría prohibido… Los antiquísimos libros alineados en las estanterías no estaban en condiciones de soportar por mucho tiempo un baño directo de luz solar.
Jana se dio cuenta de que los ojos de Álex estaban fijos en la estatua.
Era una escultura tosca, de barro cocido, más o menos de tamaño natural. Representaba a un hombre desnudo, sin pelo en la cabeza, con la espalda encorvada y las manos sobre la frente. Lo más llamativo de la ruda representación eran los innumerables dibujos trazados sobre la piel de la arcilla de la estatua. Parecían diagramas, representaciones geométricas de problemas matemáticos mezcladas con antiguos jeroglíficos egipcios y motivos tradicionales de los Medu.
—Este es el libro —anunció la bibliotecaria, señalando teatralmente el extraño objeto—. Supongo que ahora comprenderéis por qué lo llaman «Gólem»… Según la vieja leyenda hebrea, el Gólem era una estatua de bajo a la que un rabino consiguió insuflar vida escribiendo signos cabalísticos en la superficie.
—Pero esos signos no son hebreos —se atrevió a decir Jana—. Al menos, la mayoría no lo son.
—Hay deferentes escrituras mezcladas en la piel de nuestro gólem, además de numerosos dibujos puramente decorativos. —Mientras daba sus explicaciones, la mujer miraba únicamente a Álex, olvidando al parecer que era a Jana a quién se suponía que estaba contestando—. Por supuesto, está absolutamente prohibido tocarlo. Tiene un valor incalculable, porque es la única representación de estas características existente en el mundo. Se ha hablado varias veces de recaudar fondos para una restauración, pero los patrocinadores del museo no se ponen de acuerdo.
—Entonces, esta figura representa al Gólem —concluyó Álex. Jana captó el escaso entusiasmo en la observación, y lo miró con curiosidad. ¿Esperaba encontrar otra cosa?—. Quizá en su sueño había visto algo diferente… Tendría que preguntárselo cuando se quedasen solos.
—La estatua del Gólem más antigua que existe —confirmó la mujer con orgullo—. Posiblemente, como os decía antes, el origen mismo de la leyenda… Según algunos eruditos, los dibujos que recubren la pintura componen el texto hermético conocido como «Libro de la Creación». Ya me diréis si existe en el mundo un libro más original que este.
—Es muy interesante —contestó Álex. Su tono de voz volvía a ser meloso y seductor, como al principio de la visita—. Si no tiene inconveniente, nos gustaría reproducir algunos de los signos de la figura —añadió, sacando una libreta del bolsillo de su chaqueta y un bolígrafo con el nombre del hotel Cimarosa—. Una cosa como esta no se ve todos los días.
—Desde luego, adelante —sonrió la mujer—. Me encanta ver a un chico tan joven interesado en la historia del ghetto. Ojalá hubiese más como tú.
Sus pestañas aletearon de nuevo, con una teatralidad que a Jana le había parecido cómica en otras circunstancias, pero que en aquel momento, y con Álex de por medio, le produjo deseos de abalanzarse sobre la mujer y clavarle las uñas.
—Por supuesto, no querríamos interferir en su trabajo —añadió Álex con delicadeza—. Me figuro que tendrá que volver a su puesto antes de que alguno de sus compañeros empiece a preguntarse dónde ha ido… No se preocupe, no abusaremos de su amabilidad. Puede regresar tranquila a su mostrador, nosotros no tardaremos ni diez minutos.
La bibliotecaria asintió, aparentemente convencida.
—Me figuro que sabréis encontrar el camino de regreso…
—No se preocupe —insistió Álex—. No tiene pérdida.
La mujer volvió a asentir, después de mirarlos durante unos segundos, se dirigió hacia la puerta con la cabeza muy alta. Sus tacones se alejaron presurosos en dirección a la escalera de caracol.
Jana se preguntó cuánto tiempo tardaría en darse cuenta de que se había comportado como una estúpida. El influjo de la voz de Álex sobre la conciencia desaparecería, probablemente, pasados unos minutos, convirtiéndose en un brumoso recuerdo.
—Estás loco —dijo en voz alta, encarándose con el muchacho—. ¿No había otra manera de entrar aquí? Esa pobre mujer podría perder su empleo por nuestra culpa…
—¿Desde cuándo te has vuelto tan considerada con la gente que se interpone en tu camino? —Ambos se desafiaron con la mirada durante unos segundos, hasta que, de pronto Álex se echó a reír—. No puedo creerlo; ¡estás celosa! La orgullosa Jana, la princesa del clan de los Agmar, consumida por los celos… ¡Esto supera todas mis expectativas!
—Déjate de estupideces —replicó Jana, rabiosa—. No entiendo cómo puedes disfrutar con una situación así…
—Eh, ven aquí.
Álex la atrajo hacia sí y la envolvió en sus brazos. El cosquilleo de su aliento era como una caricia en el cuello de Jana. Ella cerró los ojos cuando sintió el primer beso sobre su piel, tierno y delicado. Y los mantuvo cerrados mientras los besos se abatían como una deliciosa lluvia sobre su nuca, su oreja y su mejilla izquierda…
Cuando los abrió, tenía los párpados húmedos y la mirada turbia. A través de un tenue velo líquido, Jana vio durante una fracción de segundos la silueta de un hombre inmóvil frente a ella, a la espalda de Álex.
La visión duró un instante, pero bastó para congelar la sensación de placer de Jana.
Era Álex. O, mejor dicho, era la sombra de Álex. Una sombra traslúcida, inmaterial, que se esfumó tan pronto como intentó concentrar su atención en ella.
Jana se apartó de los brazos del Álex de carne y hueso que tenía frente a sí. De pronto sentía un frío mortal, y no podía soportar el contacta de su amigo.
—¿Qué te pasa? —le preguntó él, asustado—. Parece que hubieses visto un fantasma…
—Me estoy volviendo loca —musitó Jana, retrocediendo un par de pasos—. Vámonos de aquí. Vámonos de aquí cuanto antes, por favor…
Pero en los ojos de Álex había una resolución que no admitía súplicas.
—No dijo —su tono era inflexible, pero no áspero—. Lo siento, pero no podemos irnos… Este es el momento más importante de tu vida, Jana no pienso permitir que renuncies a él por nada ni por nadie… Ni siquiera por mí.