Capítulo 6
Yadia amarró su vieja góndola desteñida a uno de los postes de la orilla y saltó al muelle con agilidad. En lugar de ayudar a Jana a desembarcar, sus ojos se concentraron en el callejón que se abría al otro lado del estrecho canal, entre un viejo palacio de paredes de color teja y un ruidoso almacén con tapias de ladrillo salpicadas de hiedra.
—Esta es la Calle dei Morti —murmuró—. No parece muy prometedora…
Sin contestar, Jana retrocedió hasta el puentecillo de hierro que comunicaba el muelle con el callejón. Se trataba de un único acceso posible… Sobre la verdosa corriente, la muchacha se detuvo a contemplar los edificios que la rodeaban. Todos parecían ruinosos, abandonados. El sol arrancaba algunos destellos de los vidrios artesanales de las ventanas.
Al otro lado del puente, las sombras se alargaban sobre la Calle dei Morti, bañándola en una transparencia turquesa. En cuanto Yadia llegó a su altura, Jana se decidió a internarse en aquella oscuridad. Pronto se dio cuenta de que el callejón no tenía salida… Al final de la doble hilera de edificios (tres fachada traseras de antiguos palacios a cada lado) no había más que un alto muro de piedra gris.
Yadia se había adelantado un poco y caminaba deprisa, mirando constantemente a derecha e izquierda.
—2250… 2252 —dijo al final, mirando los dos últimos edificios de la estrecha calleja, situados uno a su izquierda y otro a su derecha—. ¿Te das cuenta? La dirección que nos dio Argo no existe. En realidad, tendría que estar entre estos dos palacios… Justo ahí, donde se encuentra el muro.
Jana asintió sin mucha convicción. Llevaba poco tiempo en Venecia, y aún no había conseguido familiarizarse con la complicada numeración de los edificios de la ciudad. Por lo visto, allí no regía la norma de asignar números pares a un lado de la calle e impares al otro… Al menos, no regía en la Calle di Morti.
A su espalda se oyó un gruñido sordo, como de un animal pequeño y desconfiado. Jana se volvió con brusquedad, pero no captó ningún movimiento.
—Nos ha gastado una broma —dijo con un suspiro—. Ha sido una idiotez venir hasta aquí. Debí suponer que Argo no jugaría limpio.
—Espera —exclamó Yadia al ver que Jana se daba la vuelta para regresar al puente—. Espera, quizá no lo hayamos visto todo. Déjame que intente un experimento…
—¿De qué hablas?
Por toda respuesta, Yadia avanzó hasta la agrietada pared del fondo del callejón. Sobre ella, alguien había trazado con spray rojo la tosca silueta de una cabeza de caballo. Jana se estremeció al fijarse en el dibujo, porque le recordó de inmediato el emblema del desaparecido clan de los Kuriles.
En cuanto Yadia posó una mano sobre el dibujo, la parte izquierda del muro se derrumbó, levantando una espesa nube de polvo amarillento. Lo curioso fue que el desplome de las piedras no provocó ni el más leve ruido. Jana observó como Yadia se dirigía al hueco que se había formado en la pared. Asombrada, vio que el muchacho comenzaba a ascender a partir de aquel agujero, como si subiera por una escalera invisible.
—Sígueme —le dijo Yadia, volviéndose a mirarla—. Aunque no los veas, los peldaños son sólidos. Confía en mí, no te caerás.
Un poco irritada consigo misma por haberle cedido la iniciativa a su acompañante, Jana comenzó a ascender la invisible escalera, asegurando el pie sobre cada escalón antes de dar el siguiente paso. Bajo sus pies, el húmedo empedrado del callejón, salpicado de malas hierbas, iba quedando cada vez más abajo. Era como si los peldaños estuvieran tallados en el más puro cristal. Como si el aire, bajo sus pies, se hubiese coagulado…
Solo cuando se encontraba a punto de alcanzar el borde de la tapia observó cómo esta, de pronto, se volvía más alta o, mejor dicho, cómo la parte superior del viejo palacio que cerraba el callejón, hasta entonces invisible, revelaba de pronto su presencia.
Era un edificio majestuoso, a pesar de la humilde ubicación y de la estrechez de su fachada trasera. Tres pares de ventanas góticas se superponían en armónico equilibrio sobre el nivel inferior, que era el que Yadia y Jana habían alcanzado, al término de las escaleras. Ambos se encontraban ahora de pie sobre un rellano semicircular, bajo un delicado tejadillo de mármol calado. Delante de ellos se alzaba una puerta de madera lisa y nueva, completamente negra.
Observando el llamador de bronce de forma de garra de león que decoraba la puerta, Jana se preguntó si debían utilizarlo. Pero antes de que pudiera formular su pregunta en voz alta, Yadia le tomó, una vez más, la delantera. Con gesto seguro, se plantó delante de la puerta y llamó fuertemente con los nudillos, descargando cada golpe en un lugar diferente. Jana siguió sus movimientos con creciente curiosidad. A la tercera llamada, se dio cuenta de que el punto exacto elegido por Yadia para golpear la puerta no era azaroso. Las zonas escogidas por el cazarrecompensas Varulf para descargar la fuerza de sus puños componían, entre todas, el contorno de un dibujo bien definido. Pero ¿un dibujo de qué? Por el momento, Jana no era capaz de adivinarlo…
Un imperioso rugido interrumpió de improviso la monótona cadencia de los golpes. Jana miró por encima de su hombro y sintió que la piel se le erizaba de inquietud. Allá abajo, al pie de la escalera, había una sombra densa e impenetrable con forma de animal: un perro enorme, o quizá un lobo. En medio de la negrura de su cabeza, dos ojos dorados miraban hambrientos hacia arriba. De las fauces invisibles de la fiera brotaba un ronco jadeo.
Jana sintió un doloroso tirón en el brazo. Enfadada, se volvió hacia Yadia.
—No mires —le dijo este—. Si te dejas atrapar por su mirada, estás perdida…
La oscura silueta seguía rugiendo por lo bajo a sus pies, de un modo claramente amenazador.
—¿Qué es? —Preguntó Jana—. Parece un Ghul…
—Es peor que eso. ¿No ves que su cuerpo es solo un espejismo? Está buscando la manera de subir. Hay que entrar cuanto antes, pero tú me has desconcentrado… —Yadia reanudó sus llamadas sobre la puerta, trazando una vez más con sus golpes el mismo dibujo que había iniciado antes. Jana lo observaba con impaciencia. Los ruidos que emitía la fantasmal criatura junto al muro del palacio le sonaban cada vez más inquietantes.
Intentando tranquilizarse, la muchacha se concentró en la puerta que tenía delante. Para su sorpresa, la última llamada de Yadia pareció imprimir una mancha de moho sobre la madera a la que, de improviso, se unieron otras muchas. Entre todas componían una vez más la figura de una cabeza de caballo vista de perfil. El emblema de los antiguos Kuriles.
En cuanto la figura se perfiló sobre la puerta, esta se abrió con un chirrido apenas audible. Yadia entró y arrastró a Jana consigo asiéndola por el brazo derecho. Cuando ambos estuvieron a salvo en la penumbra del vestíbulo, el cazarrecompensas cerró la puerta con violencia.
Un instante después, oyeron a la salvaje criatura arañar la madera desde el exterior mientras gruñía con desesperación.
—Es un espectro —murmuró Jana, procurando controlar el temblor de sus piernas—. El espectro de un Ghul…
En el rostro de Yadia apareció una mueca escéptica.
—Para que un Ghul llegase a sobrevivir a su muerte bajo una forma espiritual, tendría que estar ligado al alma de un espectro Medu muy poderoso. Y aquí no hay ningún Medu, aparte de nosotros. Supongo que puedes sentirlo igual que yo.
—Sí —admitió Jana, echando una ojeada al oro desteñido de los estucos que adornaban la bóveda—. No capto señales de ninguna presencia Ghul por aquí en los últimos tiempos. Quienquiera que haya estado recientemente en este lugar, está claro que era un humano…
—O un guardián. Vamos a explorar un poco —propuso Yadia—. Si Argo nos ha traído hasta aquí, debe de ser por una buena razón.
Sin contestar, Jana lo siguió a través de una polvorienta escalera protegida por una alfombra que parecía llevar siglos allí. El joven no había dudado ni un segundo; en lugar de prestar atención a las cuatro entradas que se observaban en el vestíbulo, había optado por subir directamente al piso superior. Por un momento, Jana tuvo la sensación de que Yadia conocía la casa…
Arriba hacía frío, y la humedad de las habitaciones mal ventiladas penetraba hasta los huesos. Las dos primeras estancias tenían las contraventanas cerradas, y Jana apenas pudo distinguir sus escasos muebles al cruzarlas. La tercera, en cambio, era completamente distinta… Un gran mirador bañaba el artesonado del techo en la luz cobriza del mediodía, revelando las poderosas figuras míticas pintadas al fresco sobre una de las paredes.
Un escenario semicircular ocupa el fondo del salón, con un viejo espejo como único decorado. Delante del escenario había dos pesadas cortinas rojas sujetas con cordones dorados, y también un trípode con una cámara.
En el suelo de aquel estado vacío, sobre las mugrientas tablas de madera, podía verse un enorme televisor de pantalla plana, un aparato de última generación.
—Quizá era esto lo que Argo quería que encontrases —murmuró Yadia—. Espera, está desenchufado…
El muchacho conectó el cable del aparato a un enchufe de la pared. Una desagradable efervescencia multicolor llenó la pantalla, acompañada de un prolongado chisporroteo, hasta que bruscamente surgió con total nitidez un titular en anticuados caracteres blancos sobre fondo negro. Parecía sacado de una vieja película de cine mudo.
El increíble espectáculo del gran Armand, rezaba la presentación.
Jana miró de reojo a Yadia, que se había apartado del televisor para sentarse un par de metros por delante, sobre el entarimado. Luego, avanzó silenciosamente hasta colocarse justo detrás de él, pero no se sentó.
Poco a poco, las letras blancas de la pantalla se fueron oscureciendo hasta fundirse con el fondo. Entonces, en medio de la negrura apareció una escena llena de luz: en el mismo escenario donde estaba el televisor, un hombre rubio y apuesto, vestido con esmoquin y sombrero de copa, saludaba sonriente a su invisible audiencia.
—Supongo que este será Armand —comentó Yadia sin volverse—. A ver que hace…
Después de terminar con sus reverencias, Armand fue hacia el fondo del escenario y extrajo de una vieja bolsa de viaje tres pelotas transparentes. Plantándose de nuevo ante la cámara, el mago comenzó a ejecutar malabarismos de escasa dificultad con las tres bolas. Unos segundos después de haber empezado, las esferas comenzaron a brillar, como si contuvieran fuego. Armand sonrió encantado y las lanzó a mayor altura. Al caer, una de ellas se le escapó y resbaló sobre la solapa de su esmoquin, incendiándola.
Jana dejó escapar un grito.
A partir de ahí, todo sucedía muy deprisa… Distraído por el incendio de su traje, el mago se desentendía de las otras dos bolas, que a su vez caían sobre él. Las llamas envolvían el grotesco personaje en cuestión de segundos. Se le oía gritar, presa del más profundo terror. Iba hacia la ventana, como si pensara tirarse, y por un momento quedaba fuera de campo. Pero luego, algo o alguien giraba la cámara y la enfocaba de nuevo al suelo, sobre el lugar en el que las llamas consumían el cuerpo ya inmóvil y negruzco de Armand.
Era un espectáculo insoportable. Asqueada, Jana apartó la vista.
Durante unos segundos, en la pantalla no se oyó más que el rítmico crepitar de las llamas. La escena no se había interrumpido. Recordando el empeño de Argo en conducirla hasta allí, Jana volvió alzar los ojos hacia el televisor. El cuerpo calcinado de Armand yacía en medio del escenario, negro y solitario como un trozo de madera en medio de una playa. El único despojo de un naufragio. Ni siquiera podía adivinarse ya su antigua forma humana…
Y entonces, de pronto, sucedió lo imposible. Una corriente de aire barrió la escena, arrancando del cadáver cientos de escamas de ceniza que empezaron a girar sobre él formando un turbio remolino. El cuerpo carbonizado se fue deshaciendo rápidamente en lascas ligeras y polvorientas. Y el torbellino giraba cada vez más rápido, cada vez más turbio, alcanzando más y más altura. Cuando se detuvo, en la pantalla solo quedaba una nube de polvo gris que poco a poco comenzó a aclararse. Y en medio de la nube, completamente desnudo y sonriendo de oreja a oreja como un niño grande, se encontraba Armand. Sus manos se cruzaban a la altura de sus ingles en un gesto de pudor poco convincente, mientras él se inclinaba una y otra vez ante la cámara, agradeciendo la ovación de su futuro público.
Un prolongado fundido en negro puso fin a la grabación. Yadia se levantó rápidamente y, yendo hacia el enchufe de la pared, desconectó el aparato con brusquedad.
—Un truco estúpido —gruñó, descontento—. Cualquiera puedo hacerlo si tiene un ordenador. Ni siquiera se necesita un software demasiado caro…
—Te equivocas —murmuró Jana. Caminó pensativa hacia la cámara situada sobre el trípode y la acarició con un dedo—. No sé qué es lo que hemos visto, pero no me ha parecido un montaje.
Yadia lanzó una risotada.
—¿Estás de broma? —preguntó, asombrado—. Ni siquiera los Medu más poderosos han podido conseguir nunca una resurrección. No hay magia en el mundo que pueda lograr eso… Tú debes saberlo, eres princesa Agmar. ¿De verdad te has tragado que ese mago humano de poca monta puede hacer lo que ningún Medu ha conseguido nunca?
Jana no contesto de inmediato.
—Me gustaría conocer a ese tal Armand —dijo, mirando distraída hacía el escenario—. Sería muy interesante…
—Argo te ha gastado una broma; no le des más vueltas. Seguro que el tipo ese no es más que un actor fracasado. Su forma de sonreír… Me recuerda a un presentador de televisión. Si quieres puedo intentar localizarlo, aunque no creo que siga en Venecia…
—Quiero volver a ver el vídeo —dijo Jana, alzando los ojos hacia Yadia—. ¿Puedes volver a conectarlo, por favor?
Yadia emitió un bufido de impaciencia, pero hizo lo que Jana le pedía.
Esta vez, la nieve multicolor llenó la pantalla durante largo rato, mientras el cazarrecompensas intentaba encontrar en la parte trasera del aparato un botón que permitiese rebobinar la grabación.
Finalmente, al tercer intento, tuvo éxito. La película en blanco y negro del mago comenzó de nuevo. Una vez más, Jana observó los torpes malabarismos de Armand con las tres bolas incandescentes, el instante que una de ellas resbalaba sobre su hombro, quemándole la solapa del traje…
—Un momento —dijo de repente—. Para la imagen.
Yadia que se había quedado junto al televisor, pulsó el botón de pause. El fotograma de Armand con cara de estupor mientras observaba su solapa incendiada quedó fijado sobre la pantalla.
—Estás mal de la cabeza —refunfuñó Yadia—. Así no conseguirás descubrir el truco…
—Fíjate en eso. —Jana se había arrodillado frente al televisor y señalaba una mancha brillante en el espejo, al fondo del decorado—. ¿Lo ves?
—Un reflejo. Un reflejo de la ventana del canal… ¿Qué tiene de raro?
Jana acarició suavemente la pequeña mancha de luz.
—No es un reflejo normal —murmuró—. He visto sombras, sombras que se movían. Ahí hay algo, estoy segura; algo importante.
Yadia la miró con perplejidad.
—¡Pero si es más pequeño que una uña! Estás flipando, te lo digo en serio. Aunque, si quieres, podemos agrandar la imagen en mi portátil, para que te quedes tranquila. Quien sabe, a lo mejor tienes razón y descubrimos al tipo que manejaba la cámara. Al autor de la película… Seguro que fue Argo.
Mientras Yadia hablaba, no perdía detalle de los movimientos de los dedos de Jana sobre la pantalla. Era como si estuviese tocando un instrumento en miniatura, un teclado invisible.
—Ponlo en marcha otra vez —dijo la muchacha, cerrando los ojos—. Creo que ya lo tengo…
Yadia pulsó de nuevo el botón de pause, y la acción se reanudó en la pantalla del televisor. Un grito inaudible de Armand; llamas blancas. Las otras bolas cayendo sobre el traje oscuro, prendiendo una de las mangas y la pernera derecha. Pero Jana no parecía prestar atención a nada de aquello.
En realidad, daba la impresión de que ni siquiera estaba viendo lo que ocurría. Su rostro se había quedado tan inmóvil que casi parecía acartonado, y sus iris miraban con fijeza un punto indeterminado de la penumbra. Más allá del monitor.
Vista así, rígida y majestuosa como una estatua de piedra, parecía una criatura de otro mundo, una misteriosa princesa antigua.
Con un suspiro, Yadia retrocedió unos cuantos paso y apartó la vista de Jana para fijarse obstinadamente en las fachadas que se veían a través de la ventana, al otro lado del canal. El trance no duraría mucho… Podía permitirse un respiro antes de que ella volviese a su estado de conciencia normal.
Pero, eso sí, tendría que ser un respiro muy breve; con una princesa Agmar, uno nunca debía confiarse, ya que cualquier cosa podía suceder.