Capítulo 5
Cinco años más tarde
Volver a echar a andar las fincas no fue fácil para los Montenegro. No era solo mantenerlas, era devolver la deuda que se había contraído con los Ulloa.
Con la llegada del maestro, la vida de los chicos Montenegro había vuelto a tener una rutina que habían perdido desde la muerte de Esperanza. Eduvigis estudiaba con ahínco y Francisca hacía lo que podía, pero esperaba ansiosa el final de las clases para montar a caballo con su hermano y con Raimundo, al que también Miguel incluía en sus lecciones de monta (lecciones de las que, como Francisca esperaba, Eduvigis se restó rápidamente).
Cuando cumplió los trece años, Miguel dejó de asistir a las clases. Ahora, con dieciséis, se había convertido ya en una valiosa ayuda para su padre: poco a poco fue aprendiendo sobre los cultivos, disfrutaba arreando ganado y apuntaba ya una perfecta capacidad de liderazgo entre los braceros. Gracias a haberse educado con los hijos de éstos, Miguel bebía a partes iguales del mundo del señor y del mundo del jornalero: hablaba de forma natural su mismo lenguaje y compartía sus comidas e incluso sus diversiones. Había conseguido hasta el respeto de Rafael, el capataz. Enrique miraba a su hijo y estaba tranquilo respecto a en qué manos dejaría la administración de su hacienda.
En aquellos años, la vida de Francisca había cambiado en muchas cosas. Admiraba a don Julio, como su padre les obligaba a llamar a su maestro, pero para ella era sinónimo de disciplina, de estar alejada de Miguel y de pasar más tiempo con Eduvigis. Don Julio era especialmente severo con ella en cuestiones de caligrafía. Era cierto que, quizá por su espíritu inquieto, Francisca era de todo punto incapaz de escribir con la misma perfección que su hermana, y que don Julio la sorprendía a menudo mirando por la ventana cuando Miguel salía al campo con su padre y ella tenía que seguir haciendo deberes. Y cada vez que don Julio la llamaba al orden, era una pequeña victoria para Eduvigis ante la que no podía evitar sonreír: la venganza de quien ha visto que usurpaban su papel de hermana pequeña.
A medida que la mayor se iba adentrando en la adolescencia, la brecha entre ambas se iba haciendo más pronunciada. Francisca era cada vez más independiente e indomable; Eduvigis, cada vez más víctima y más necesitada de atención. Iba creciendo y convirtiéndose en toda una señorita, aplicada y obediente, mientras que Francisca iba haciendo gala de una voluntad más cercana a lo que se consideraba correcto en un hombre, pero espantaba a los que dictaban las reglas de la corrección social en lo que se refiere a una niña.
Su relación con Raimundo no parecía tampoco contribuir a una educación propia de una señorita, y además, con Miguel ocupado en aprender los quehaceres de las fincas, ambos se convirtieron en inseparables compañeros de juego. De él aprendió el nombre de algunos árboles, de los animales, de las plantas y sobre todo aprendió a observar la naturaleza. También de Miguel aprendió cosas, pero el interés de su hermano era más sobre la utilidad de la naturaleza y el de Raimundo sobre su desarrollo y su belleza. Miguel conocía las costumbres de los jilgueros porque le era útil para cazarlos; Raimundo, en cambio, solo anhelaba atesorar conocimientos, sin ningún otro fin. La Finca del Río era un hervidero de vida y, cómo no, de aventuras.
Cuando venía el buen tiempo, siempre era el mismo ritual: poco antes de que acabaran las clases con don Julio, Francisca comenzaba a impacientarse y miraba cada pocos segundos por la ventana; abandonaba su caligrafía y esperaba ver aparecer a su amigo, hasta que una llamada de atención de don Julio la devolvía a los renglones de una letra que pretendía ser inglesa, pero nunca llegaba. Aquel día estaba especialmente expectante: Raimundo y ella iban a ir a buscar gusarapos a la charca de la ruina del convento. Ella no sabía realmente lo que era un gusarapo, pero seguro que era algo interesante.
—Francisca, has de poner más atención o nunca escribirás como Eduvigis —decía don Julio, paciente—. Mirar muchas veces por la ventana no traerá antes a tu amigo.
Eduvigis se echó a reír, otorgando a la frase del maestro una maldad que en realidad no tenía.
—No es su amigo, don Julio. Es su novio.
—No es mi novio —dijo Francisca con toda su honestidad. A sus doce años, aplicar esa palabra a Raimundo no había pasado nunca por su cabeza. Ni a Raimundo ni a nadie, por supuesto.
Francisca podía soportar la mofa de su hermana sobre su letra, pero aquello era demasiado. Enfurecida por las risas de Edu, miró en derredor buscando algo con que poder hacer que pagara la estupidez que acababa de salir de su boca. Y encontró el tintero de su hermana, cuyo contenido, en un gesto rápido, vertió sobre el cuaderno de ésta, guardando un resto para su vestido claro sin que don Julio pudiera hacer nada para impedirlo.
Cómo no, Eduvigis rompió en llanto y tan fuerte que llamó la atención de tata Leonor. Subía a dejar unas sábanas en el armario de la ropa blanca, el que olía siempre a manzanas, y en cuanto entró en la habitación, Eduvigis fue corriendo a esconderse en sus faldas. Con aquel tintero en la mano, Francisca era el culpable atrapado in fraganti.
—Pero, chiquilla, ¿qué has hecho?
—¡Mira mi vestido, tata!
Realmente, aquella prenda estaba perdida.
—Anda, Edu, ve a cambiarte. —Miró al maestro—. Con su permiso, don Julio.
—Que vaya. De todas formas, su lección ya ha acabado por hoy.
Aquella frase sonaba siempre a liberación y la menor de los Montenegro salió rauda hacia la puerta.
—¿Dónde vas, Francisca? —La voz de don Julio la detuvo.
—A buscar gusarapos —dijo sin girarse.
—La que ha acabado su lección es Eduvigis. A ti aún te queda un rato —anunció severo—. Vuelve a tu silla.
—¡Nooooo! Es que ya va a llegar Raimundo.
—Tú hoy no irás a ningún sitio. Estás castigada. Vuelve a tu silla y copiarás cien veces lo que yo te diga.
Todas las catástrofes del mundo se juntaban en aquella frase. Y para colmo, la vocecita de Eduvigis remató con la crueldad de los triunfadores:
—Eres mala, Francisca. Por eso te castigan.
—Y tú eres… —Pensó qué podía decirle que la hiriera en lo más hondo, pero solo una palabra lo suficientemente vejatoria le vino a la cabeza—. Tú eres un gusarapo.
Don Julio y la tata se miraron y soltaron una carcajada, aunque la reprimieron al momento, conscientes de que aquello no era lo más adecuado para aplacar el conflicto entre aquellas dos niñas, ni lo mejor para educarlas. Tata Leonor finalmente se llevó a Eduvigis a que se cambiara el vestido y don Julio castigó a Francisca a escribir cien veces «Seré una niña buena y no discutiré con mi hermana».
Sin embargo, la mala tarde de Francisca no había hecho nada más que empezar. Con el rabillo del ojo vio cómo llegaba Raimundo, pero la mirada severa de don Julio impedía que se levantara a explicarle que los gusarapos tendrían que esperar porque debía copiar una frase cien veces. Cuando iba por la vigésima quinta línea, escuchó la voz de Eduvigis en las escaleras de la casa.
—Hola, Rai. ¿Esperas a Francisca? —preguntaba coqueta, con su vestido limpio.
—Sí —contestó el chico—. ¿No ha acabado todavía?
—No. Está castigada. Don Julio no la dejará salir hoy de casa. —Eduvigis era consciente de que, desde su silla de la biblioteca, Francisca podía escuchar perfectamente aquella conversación.
—¡Vaya! —dijo contrariado.
—Me ha dicho que te acompañe yo a buscar gusarapos —mintió—. Si quieres, claro.
Francisca oyó aquello y se levantó de la silla.
—¡Francisca! ¡A tu tarea!
—Pero don Julio…
—¿Habrán de ser doscientas veces?
Volvió a sentarse y escuchó la respuesta de Raimundo:
—Bueno. Si te lo ha dicho ella… Ven conmigo.
Francisca apretó la punta de su lápiz sobre la hoja hasta partirla y comenzó a llorar; al principio con una pena inmensa, luego con una rabia incontenible. Don Julio le dio otro lápiz y acarició su cabeza. No estaba seguro de que aquel castigo no estuviese siendo demasiado cruel, visto cómo se habían desarrollado los acontecimientos, pero en aras de la disciplina, no podía levantarlo.
—Sigue, Francisca —dijo con suavidad.
Y la niña continuó escribiendo entre sollozos.
La tarde fue cayendo y la habitación iba llenándose de una luz con reflejos dorados cuando ella acabó su castigo. Don Julio la dejó ir, pero un orgullo herido hará cualquier cosa antes que admitir su dolor, así que Francisca se sentó en las escaleras de la casona y esperó. Estaba enfadada con Raimundo por haber creído la mentira que le habían contado, aunque de quien quería vengarse era de Eduvigis, que para ella solo era una mentirosa y una llorona. Aun cuando en ese momento no se le ocurría cómo podría hacerle pagar por aquello, estaba segura de que el tiempo le traería una solución. Inmersa en esos pensamientos, vio venir a los dos a lo lejos y su enfado no hizo sino aumentar cuando el aire llevó hasta ella sus risas. Dejó que Raimundo la viera y cuando él hizo un gesto de saludo desde la distancia, se levantó de las escaleras, entró en la casa y se refugió en la habitación de sus padres.
Aquella habitación conservaba el olor de su madre, y ese olor la consolaba. El tiempo iba diluyendo la presencia intangible de Esperanza en La Casona, y así, el dolor parecía más llevadero, pero a veces —y siempre inesperadamente— un aroma, una palabra, un objeto desencadenaban el fogonazo de un recuerdo, y a partir de aquella chispa, a la mente de Francisca acudían otros muchos. Y aquella habitación estaba llena de aquellos elementos.
La tata supo dónde encontrarla cuando fue a buscarla para la cena: para entonces, Francisca se había quedado dormida en la cama grande.
Al día siguiente despertó en su cuarto. No se dio cuenta de que Miguel la había llevado allí. Cuando abrió los ojos, vio encima del tocador un frasco de cristal con una libélula revoloteando en su interior: era enorme, con alas de un negro transparente y el cuerpo de un azul intenso. Francisca se levantó para verla mejor y sintió cierta angustia al ver cómo se golpeaba contra el vidrio de su encierro.
—Es bonita, ¿verdad? —preguntó a su espalda la voz somnolienta de Eduvigis—. Rai la cazó ayer para mí.
Aquel día tampoco parecía empezar bien. ¿Cuándo iba a parar todo aquello?, pensaba Francisca. No solo se fue con su amigo, sino que además su amigo le hacía regalos bonitos. Una oleada de ira fue apoderándose de ella, y aunque sabía que lo que estaba pensando hacer en los minutos siguientes desencadenaría otra crisis de llanto de Eduvigis, tenía que hacerlo: aquella tonta se lo merecía. Cogió el frasco con su prisionera, abrió la ventana y lo destapó. La libélula dejó de golpearse con las paredes de cristal y tras encontrar la salida, voló titubeante hacia el sol que comenzaba a aparecer entre las montañas.
Francisca se vistió rápido con la nueva crisis de llanto de su hermana como fondo sonoro, tomó el frasco en su mano y, sin desayunar, salió de la casa. Si se daba prisa, aún podía hacer lo que tenía que hacer antes de que don Julio la llamara para las clases. Corrió hacia su destino, atajando por los prados y saltando vallas, evitando las veredas que habrían sido mucho más cómodas, pero más largas, y llegó a la puerta de La Traba. Luego lo pensó mejor, rodeó la casa y vio la entrada de la cocina abierta. Catalina, la criada, preparaba unas tostadas de un pan redondo y dorado y colocaba una taza blanca con un ribete de oro sobre una bandeja de plata cuando Francisca irrumpió en la estancia.
—Pero ¿qué haces tú aquí, tan de mañana? —dijo, sorprendida al verla.
—¡Hola, Catalina! ¿Está Raimundo despierto?
—Sí, sí. Espera aquí, que suba el desayuno a la señora, y le doy aviso de que baje. Tú no te muevas, ¿estamos? —Catalina sabía que la presencia de aquella niña en la casa no sería del agrado de Isabel de Ulloa, y menos aún a esa hora del día—. Sobre todo calladita. Que la señora no te oiga.
Francisca se quedó quieta, sentada en una silla de enea ante la mesa, con el tarro de cristal en sus manos. Y esperó. Pensó cómo le diría a Raimundo que ya no quería ser su amiga. Que si prefería hacerle regalos a la llorona de Eduvigis e irse con ella a cazar gusarapos, que lo hiciera, pero que ella ya no iba a ser su amiga nunca más. Unos pasos por la escalera anunciaron la inminente aparición de alguien y se sobrecogió al pensar que podía ser Isabel, pero quien apareció fue Críspulo, con el pelo revuelto y un pijama de rayas azules.
—¡Anda! ¿Qué haces aquí?
—He venido a hablar con Raimundo —pronunció muy seria.
—¿Ya no estás castigada?
—No. Ya no.
«Pero volveré a estarlo si Rai no viene pronto», pensó.
—¿Te gustó su regalo?
—¿Qué regalo?
—La Coenagrium que capturó ayer para ti.
—¿La qué?
—La libélula que le dio a Eduvigis para ti. ¿No te la dio?
—¿Para mí? —murmuró confusa, mirando el tarro de cristal que tenía entre sus manos y esperando que por algún milagro aquel bichito hubiera vuelto a su interior. Oyó pasos otra vez y al poco Raimundo entró en la cocina, con el mismo pijama de rayas que su hermano: lo único que llegó a ver fue la espalda de Francisca saliendo por la puerta como alma que lleva el diablo.
—¿Qué quería? —preguntó a su hermano.
El otro se limitó a encogerse de hombros.
Francisca corrió de nuevo por los prados, intentando llegar a casa antes de que don Julio empezara la clase. El sol ya comenzaba a subir en el cielo y sospechaba que le caería una buena regañina y seguramente otras cien líneas de caligrafía. Puede incluso que esta vez fueran doscientas.
A poca distancia de La Traba, se encontró con Miguel a caballo. Su hermano apretó el paso y llegó a su altura enseguida.
—Francisca, ¿dónde estabas? —dijo con voz severa. Cuando su padre o su hermano mayor dejaban de llamarla Chiqui y la llamaban Francisca, la niña sabía que nada bueno vendría a continuación. Miguel tendió la mano y la aupó a lomos de Jara, aquel caballo grande y negro que a Francisca le parecía una prolongación de su hermano. Él espoleó y galoparon rápido hacia la Finca del Río, para tranquilizar a Enrique, que la buscaba por aquellos lugares. Su padre dedujo, con acierto, que seguramente estaría allí, subida al nogal, o en casa de los Ulloa.
—Estaba en casa de Raimundo —dijo ella en cuanto llegaron a la altura de su padre—. No he hecho nada malo.
—¿Cómo que no? Has desaparecido de la casa sin decir nada a nadie. ¿Acaso no te parece eso malo?
—Tenía que hacer una cosa. Era muy importante.
—¿Qué es tan importante como para escaparte y tenernos a todos preocupados, Francisca?
De vuelta a casa, la chica explicó lo que había pasado con su hermana. Enrique conocía a sus dos hijas perfectamente y sabía que la menor era indómita, rebelde, un alma libre, y que no era capaz de mentir; sabía también que Eduvigis, con su aire angelical, podía llegar a cambiar una realidad si ello la favorecía. Y creyó la historia de Francisca.
En cualquier caso, tenía que recibir un castigo. Y lo recibió: copiar otras cien veces «No volveré a escaparme de casa». Si eso ya era tortura, veía que iba a quedarse otra tarde sin ver a Raimundo y sin ir a buscar gusarapos. Y de nuevo, vio cómo su amigo llegaba a buscarla y ella no podía bajar a explicarle todo lo que había pasado. Pero don Julio se acercó a ella mientras estaba con su onerosa tarea de escritura.
—¿Cuánto te falta? —dijo inclinándose sobre el cuaderno de la niña.
—Aún me faltan cincuenta, don Julio.
—Bueno. Está bien. Ve con él.
—¿Puedo? ¿Ya? —preguntó incrédula.
—Sí, anda. Puedes ir.
Nunca bajó las escaleras más rápido. Nunca tardó menos en llegar a la puerta de la casa y en acudir al encuentro de su amigo.
—¿Habrá gusarapos? —preguntó a su amigo mientras caminaban.
—Ayer quedaban algunos —contestó él—. Vamos a la charca del convento y vemos si aún siguen ahí.
Raimundo caminaba con un cazamariposas en la mano.
—Pero ¿qué son?
—Ahora lo verás. Espera. —Quería mantener la sorpresa para su amiga a toda costa—. ¿Te gustó la libélula?
—Sí. Mucho. Pero es que… —Francisca no sabía cómo explicarle a su amigo sus celos al pensar que aquel era un regalo para la tonta de Eduvigis, y mintió— se me ha escapado.
Iban centrados en esta conversación cuando una voz gritó tras ellos. Miguel corría en su dirección y al llegar a su altura, saltó entre risas y se subió a la espalda de su amigo Raimundo.
—¿Dónde vais? Me voy con vosotros.
—¿Sí? —dijo Francisca encantada.
—Sí, chiquilla. Padre me ha dejado venir. Me ha dicho que hoy iba a cenar en tu casa, Rai.
—¡Ah! Sí. Ha llegado el socio de mi padre. Seguramente querrán hacer negocios —dijo, haciéndose el importante.
Francisca caminaba entre su hermano y su amigo e iban los tres juntos a buscar gusarapos. Aquello era la felicidad perfecta para ella. Si el día anterior había sido el más negro día de tormenta, el de hoy lo habían fabricado casi a su medida.
Cerca de las ruinas del convento, el río se remansaba y formaba una gran charca no demasiado profunda, pero sí cuajada de vida. El calor de la primavera aún no la había agostado y su superficie estaba casi totalmente cubierta de nenúfares tan grandes como quesos, pero lo que aquellos tres personajes iban buscando eran los juncos de su ribera.
—Mira, Francisca. Hay gusarapos. ¡Muchos! —dijo Raimundo señalando unas pequeñas protuberancias adheridas a los tallos de los juncos.
—¿Eso es? —preguntó decepcionada.
—Vamos a esperar un ratito a ver si salen —replicó él con aire misterioso.
—Pero si son gusanos y están muertos. No me gustan. —Dicho esto, se levantó y se fue. Prefería vivir su propia aventura, así que se subió al nogal cercano, mientras Miguel y Raimundo se quedaban esperando a los gusarapos. La chica los observaba de tanto en tanto desde su atalaya y no entendía qué podía haber de interesante en mirar aquellas cosas que no se movían. A lo lejos vio tres jinetes paseando por la finca y hablando. Creyó distinguir a Ramón Ulloa y a Críspulo y a un tercer hombre que no conocía, pero que le hizo gracia por su enorme barriga; pareciera que fuese a romper el lomo del pobre caballo que lo aguantaba. Vio cómo se dirigían hacia la ladera de la montaña e iban haciéndose cada vez más difusos, hasta desaparecer entre los fresnos.
—¡Chiqui, baja! ¡Corre! —oyó que decía su hermano—. Date prisa.
Bajó del árbol con la habilidad de un primate y corrió a la charca, donde Raimundo la tomó del brazo y le hizo acercarse.
—¡Mira! —dijo señalando a los gusanos que se aferraban al tallo.
Y entonces se obró el milagro. Varios de aquellos gusanos empezaron a moverse imperceptiblemente, su tórax comenzó a abrirse y de aquellas cavidades secas salieron la libélulas. Por decenas y todas a la vez. Desentumecieron sus cuerpos alargados, agitaron sus alas al viento caliente de la primavera y volaron con él. Todas eran azules, como la que Francisca había liberado el día anterior. Por alguna extraña razón, las libélulas revolotearon unos segundos alrededor de la cabeza de la niña, que las miraba deleitada.
—¡Quiero una! ¡Quiero una! —decía mientras palmeaba excitada.
Raimundo tomó su cazamariposas y con toda la delicadeza de que fue capaz, capturó uno de aquellos seres que tanto entusiasmaban a su amiga.
—¿Ésta sí es para mí?
—La otra también lo era —contestó él, ruborizándose. Aquel rubor creció tanto que pasó las fronteras de las mejillas de Raimundo y se contagió a las de Francisca. Miguel no pudo evitar sonreír al ver a aquellos dos niños con las mejillas encendidas.
—A ver si Eduvigis va a tener razón… —dijo riéndose.
—¿Por qué? —preguntó Raimundo inocente. Por toda respuesta, Francisca sacó la lengua a su hermano y salió caminando hacia casa con su tesoro entre las manos.
Cuando se sentaron a cenar aquella noche, Francisca puso al lado de su cubierto el mismo frasco donde estuvo la otra libélula, que ahora contenía la que Raimundo había capturado para ella, sin ningún intermediario. Eduvigis la miró y cenó en silencio. Seguramente su padre no le habría dejado tener aquello encima de la mesa, pero él no estaba. Aquella noche cenaba en casa de los Ulloa.