Capítulo 16

—¿Crees que hay alguna posibilidad de que podamos estar juntos?

Francisca no preguntaba aquello porque dudara de su amor hacia Raimundo, sino porque él había preferido explicarle sin rodeos cómo eran las cosas.

—Creo que si estamos juntos, no podrán con nosotros. Y tengo la esperanza de que mis padres acaben por entenderlo y cedan.

No mentía. Creía firmemente que si el destino les había mandado aquel amor, era porque quería que estuvieran juntos; si no era así, aquello no tenía ninguna lógica. Algo tan fuerte no podía existir para quedarse en nada.

Francisca había hecho oficial su relación con Raimundo una mañana en que la nieve, que había caído sobre la capa ya existente, los había obligado a su padre y a ella a quedarse en casa revisando cuentas. Fue Enrique quien le preguntó por qué no se hablaba con su hermana y Francisca le contó toda la verdad sobre la maniobra de Eduvigis y también le reveló la feroz oposición de los padres de Raimundo.

—No sé qué pensar, hija mía. No sé qué futuro puede tener una relación que no cuenta con la aprobación de los padres. Y menos si esos padres son los Ulloa. —En el discurso de Enrique Montenegro había una sombra de preocupación que Francisca detectó enseguida.

—¿Qué temes, padre?

—Temo que los Ulloa no paran mientes a la hora de asegurar un negocio. Si el matrimonio de Raimundo con otra mujer es un pilar en sus intereses, moverán cielo y tierra para conseguirlo.

Aun sin haber podido demostrarlo, Enrique continuaba seriamente convencido de que el incendio que lo arruinó, y a causa del cual había perdido la Finca del Río y a su propio hijo, había sido provocado. Cierto era que las investigaciones que llevó a cabo la Guardia Civil no dieron ningún fruto, pero Montenegro era consciente de que la policía no se movía para culpar a un poderoso por una simple sospecha. La investigación no fue en absoluto exhaustiva, y tras el desastre, Enrique no contaba con fondos para indagar por su cuenta. Por eso decía lo que decía sobre los medios que podían usar los Ulloa o Josechu Arriaga. También en este caso el vasco tenía intereses en que el matrimonio de su hija con el pequeño de los Ulloa no se celebrara.

—Pero Raimundo no se lo permitirá. Me lo ha prometido.

—¡Qué inocente eres a veces, Chiqui! —dijo mirando a su hija con ternura—. Ni la voluntad de Raimundo podrá con ellos.

—Yo creo que sí, padre.

—Bueno. En cualquier caso, si este muchacho quiere hacer las cosas correctamente, debería pedirme tu mano, ¿no crees?

Como si alguien hubiera escuchado aquellas palabras, la tata entró con una nota con el escudo Ulloa en el sobre. Era una invitación para que Enrique y sus hijas asistieran a una pequeña cena en La Traba, con motivo de las Navidades.

—¿Lo ves, padre? ¿Cuándo nos han invitado los Ulloa a su casa?

—Eso es cierto. —Enrique pensó que tal vez estuviera equivocado.

—Aceptarás, ¿verdad?

—¡Qué remedio!

Cuando se vieron aquella tarde, Raimundo confesó a Francisca que también a él le había extrañado la invitación. Lo más extraño era que dicha propuesta procedía de Isabel, aunque ella lo justificó ante su hijo de forma convincente: se había dado cuenta de que nada de lo que sus padres dijeran iba a hacer mudar los sentimientos de su hijo, así que prefirieron dar su bendición a la relación, antes de que hicieran una tontería que dejara en entredicho el honor de los Ulloa.

Lo cierto es que durante aquellos días, los jóvenes amantes no tuvieron que esconderse. Raimundo acudía regularmente a La Casona, sin necesidad de ocultar esas visitas a sus padres. Francisca, en cambio, prefería no visitar La Traba por varias razones. En realidad, se concretaban en dos: la primera, que tenía un miedo atávico a Isabel; la segunda —y esta le costaba reconocérsela a sí misma— es que disfrutaba de su pequeña venganza ante Eduvigis. Sabía que su felicidad con Raimundo la hería y no quería renunciar a hacerlo siempre que podía. Se avergonzaba, pero al tiempo pensaba que la crueldad de su hermana merecía un prolongado castigo. Y si en su mano estaba, lo tendría.

Fueron días de sueños, aunque no sueños nuevos: eran todos esos que ya se habían escrito en aquellas cartas que nunca llegaron a sus destinatarios y que Raimundo y Francisca leían ahora cerca de la chimenea. Se dieron cuenta de que eran los mismos deseos. Ninguna carta era una respuesta a otra, pero curiosamente, como en un perfecto engranaje, los anhelos de los dos coincidían sin saberlo. Querían el mismo número de hijos; cada uno dejaba al otro que eligiera el destino de su luna de miel; ambos estaban de acuerdo en vivir en La Casona… Y todas aquellas coincidencias los reafirmaban en su convencimiento de que su amor no podía sino acabar en una feliz unión hasta el fin de los tiempos.

—Cuéntame otra historia —le decía Francisca, ambos jugando a entretejer sus manos. Y es que algo más en lo que siempre habían encajado era en que a Raimundo, debido quizá a sus raíces celtas, le encantaba contar historias y a Francisca, escucharlas. Unas veces le contaba relatos que escuchaba de su padre sobre la tierra natal de los Ulloa; otras, le leía pasajes de libros.

Raimundo amaba especialmente las historias del rey Arturo y sus caballeros y al contarlas, le transmitía a Francisca su entusiasmo por las tierras de Cornualles. Le recitaba como un hechizo aquellos nombres de castillos envueltos en la bruma de una tierra de suaves prados verdes que acababan en acantilados agrestes y vertiginosos —«Los ingleses los llaman Land’s End, el Fin de la Tierra», explicaba él—. La joven aprendió nombres como Camelot, Tintagel, Avalon… Todo sonaba tan lejano y al mismo tiempo tan mágico, tan diferente de su montañosa y austera tierra de Puente Viejo.

—Ése será nuestro viaje de luna de miel —decidieron. Recorrerían los lugares cuyos caminos hollaron los cascos del caballo de Lancelot; buscarían la roca donde Merlín clavó a Excalibur; atravesarían el mar entre las islas Sorlingas y el continente, por encima de la hundida Lyonesse, la patria de Tristán, que los dos decidieron que sería el nombre de su hijo varón; y se refugiarían de la lluvia en alguna taberna de Penzance, a beber cerveza templada. Todo aquello cerca del mar. De un mar que ni Francisca ni Raimundo habían visto nunca.

Entre promesas y deseos llegó el día de la anunciada recepción.

Al salir del arco de olmos, aparecía La Traba con todas las ventanas de la planta baja iluminadas. Francisca no había vuelto allí desde la muerte de Críspulo y aquella vez apenas pudo fijarse, demasiado preocupada por la posible reaparición de Raimundo: la memoria que tenía de la casa de los Ulloa era la de su niñez. Guardaba una imagen de techos altos y espacios enormes, que ahora no se lo parecían tanto, pero lo que sí seguía pensando era que aquella casa con hechuras de pazo gallego era muy bonita. Francisca no había apreciado nunca detalles que ahora llamaban su atención: una alfombra en tonos granate cubría toda la extensión de una amplia escalera de mármol; en su balaustrada, guirnaldas de acebo recordaban la fecha del año y la razón por la que los Montenegro habían pisado aquel umbral; las dos arañas de cristal del salón, con numerosas velas encendidas, regaban de luz una mesa alargada y dispuesta para muchos comensales, con una vajilla de filo dorado con el escudo de los Ulloa pintado en cada una de sus piezas, a juego con todas las copas que Isabel había encargado a un cristalero de Bohemia.

Al fondo de aquel salón, un enorme abeto con bolas de colores y pequeñas velas encendidas en todas sus ramas llamó la atención de Francisca.

—¿Te gusta? Ha sido una idea de Ramón —le dijo Isabel, extrañamente simpática—. Trajo los adornos de un viaje a Inglaterra.

—Sí. Es precioso —contestó. Ni en La Casona ni en ninguna casa del pueblo tenían por costumbre la decoración navideña. Era aquella una época de recogimiento y no de ostentación, como parecía en casa de los Ulloa, pero estaba claro que ni siquiera el luto por la reciente muerte de su hijo mayor había cambiado el afán de reconocimiento de Isabel Ulloa. ¿Cómo iba a dejar escapar una oportunidad semejante para apabullar a quienes ella consideraba «inferiores»?—. Nunca había visto un árbol parecido —reconoció la joven.

—Claro. No me extraña —dijo Isabel sonriendo y confundiéndola—. Pasemos a la mesa, por favor, Enrique.

Raimundo ya estaba en el salón y miró a Francisca de una forma extraña. Ella lo notó tenso, pero pensó que era normal: una presentación oficial de las familias también la ponía nerviosa a ella.

Los invitados fueron pasando al salón, donde ya esperaban el doctor Salinas, el padre Clemente y Melquíades, que saludó con una inclinación de cabeza y una sonrisa abierta a Eduvigis. Tras ellos apareció Josechu Arriaga, que llegó charlando con Ramón, y a los pocos segundos entraron una mujer y una joven que Francisca reconoció enseguida de aquella vez que Críspulo la devolvió a casa desde el pueblo: eran Maite de Arriaga y su hija, Amada, aquella joven bonita y pálida que casi no podía respirar en la diligencia.

Imaginó que habrían llegado con motivo del funeral de Críspulo. Aquel hombre tenía algo tan extraño… Comenzó a entender por qué veía tan nervioso a Raimundo.

—Estás preciosa. —El joven Ulloa se había acercado hasta ella y le apretaba la mano mientras le hablaba bajito, casi al oído.

—¿Qué es esto? —preguntó inquieta.

—No te preocupes. Te rodean libélulas azules —afirmó tocando el broche de libélula que Francisca llevaba en su vestido—. Ellas te cuidarán.

Aquella complicidad la relajó, aunque no por mucho tiempo.

Como anfitriona, Isabel se ocupó del protocolo de distribuir a los invitados en la mesa: Ramón en una de las cabeceras, flanqueado por Josechu Arriaga y Raimundo; al lado de este sentó a Amada, y relegó a Francisca al extremo más alejado.

—No, padre. No digas nada —suplicó ella al intuir un conato de protesta por parte de Enrique Montenegro.

Durante la cena, Raimundo apenas habló con Amada, que dirigió una sonrisa a Francisca una vez todos tomaron asiento. No era una sonrisa de triunfo, sino un saludo cómplice que se dirige a alguien a quien se aprecia.

Las conversaciones en la cena versaron casi exclusivamente sobre un tema: el complicado momento que atravesaba España aquel recién estrenado 1869. Hacía pocos meses, en septiembre, había triunfado una revolución y la reina Isabel II había partido al exilio en Francia dejando su lugar a un gobierno democrático formado por la unión de progresistas, unionistas y demócratas y que encabezaba el general Serrano, principal instigador de la revolución. Los cambios que anunciaba aquel gobierno habían preocupado seriamente a Josechu Arriaga, que veía amenazados los privilegios de la clase dirigente a la que pertenecía y le hacían temer por sus negocios. Dudaba de la continuidad de sus contactos en puestos de responsabilidad del gobierno y temía, por tanto, que se fueran a anular los contratos para las obras del ferrocarril.

Ramón podía tener la misma preocupación respecto a sus negocios, pero estaba realmente satisfecho con el cambio de gobierno. Sin embargo, era incapaz de llevar a su práctica cotidiana su ideología liberal y progresista: todo su pensamiento moderno en cuanto a política se olvidaba cuando llegaba el momento de imponer su voluntad a su hijo, y aquel despotismo familiar se había acentuado tras el accidente. De hecho, había consentido o puede que articulado el desaire que se estaba haciendo a Francisca, toda su familia y a su propio hijo en aquella cena. Así las cosas, la conversación que mantenían Ramón y Arriaga sobre temas políticos contrastaba con el silencio casi sepulcral de la otra cabecera de la mesa. Tan solo Eduvigis y Melquíades hablaban de vez en cuando, tras haber establecido una sorda conversación de miradas.

Cuando acabaron los postres, Ramón invitó a los hombres a pasar al salón de fumar, pero Enrique declinó la invitación y se disculpó con el pretexto del trabajo duro que le aguardaba al día siguiente. Al oírlo, Francisca respiró aliviada. Había querido salir corriendo desde el primer momento, aunque aguantó porque sabía que cualquier salida de tono por su parte no haría más que dar a Isabel nuevas razones para odiarla. Eduvigis, en cambio, se sintió profundamente decepcionada: esperaba poder conversar con Melquíades, y ahora su padre le negaba aquella oportunidad a pesar de sus súplicas.

Se mantuvo callada todo el camino hasta La Casona y solo al llegar a casa, Enrique quiso hacerle entender que habían hecho lo correcto.

—¿Lo correcto para quién? —replicó ella.

—Es inconcebible que no hayas visto la afrenta a tu hermana y a todos nosotros, Edu.

—Mi hermana, mi hermana, siempre mi hermana. ¿Y yo?, ¿no cuento? —Eduvigis estaba entrando en una de sus crisis de princesa destronada—. Nunca te casarás con Raimundo, ¿me oyes? Y en el fondo de tu alma lo sabes, pero eres incapaz de dejar que las demás seamos felices por nuestro lado.

—¿Te has vuelto loca? —preguntó Francisca. Estaba tan asombrada por el ataque que olvidó su intención de no volver a dirigirle la palabra. Ahora la miraba sin dar crédito a lo que salía por su boca, aun cuando sabía que aquello no era el final, que Eduvigis no cesaría si algo no la paraba.

—¿Loca? Impediste que Raimundo y yo tuviéramos alguna posibilidad metiéndote en medio. Por eso secuestré las cartas, ¿me oyes? Y ahora, como su madre te desaira porque no te aprueba, quieres hacerte la víctima y estropear la posibilidad de que Melquíades y yo nos conozcamos.

—Te has vuelto loca. Definitivamente —dijo Francisca, sin argumentos ante tan peregrino y equivocado razonamiento.

—Esta discusión no tiene sentido. ¿Queréis callaros de una maldita vez? —Enrique intentaba poner paz, aunque no estaba seguro de conseguirlo.

—No le importo a nadie en esta casa. Eso es lo que pasa. Soy la mayor, así que tengo que casarme antes que ella, y eso es lo que no entendéis. Ninguno de los dos. —Envuelta en llanto, salió corriendo y se refugió en su habitación tras cerrar la puerta de un portazo.

Ni Francisca ni Enrique entendían dónde estaba escrita aquella regla que acababa de enunciar Eduvigis, pero lo que sí tenían claro era que su afán por casarse la llevaría a hacer cualquier cosa antes de consentir llevar el apodo de solterona que tanto temía. Pasaría por encima de cualquiera. Hasta de su hermana.