Capítulo 10

Para Isabel se había terminado la paz. Aquellos meses en que Raimundo estuvo separado de Francisca, su madre había sentido una tranquilidad casi enfermiza: su hijo estaba con ella y no trotando por alguna loma con aquella chiquilla con pantalones. Pero cuando Ramón volvió de la Finca del Río sin Raimundo y se enteró de que no solo había vuelto a ver a «esa niña», sino que además se había ido con ella y con su padre, desoyendo el mandato de su madre, montó en cólera.

—¿Y no has podido impedirlo? —casi gritó enfadada.

—Isabel, son niños. ¿Qué peligro puede haber? —se justificaba Ramón.

—¿Niños? Ya no son niños, Ramón. Rai va a cumplir dieciséis. Ya no es un juego de niños.

—¿No crees que vas demasiado rápido? ¿No estás suponiendo cosas que no han pasado?

—Pero que pasarán. Ya lo verás. ¿Cuándo me he equivocado? ¿No te dije que acabarías mal con ese bruto de Montenegro? ¿No ha pasado?

—Tu inquina hacia esa niña excede los límites de lo sano. La edad no es más que un pretexto. Nunca la has soportado.

—Porque es una salvaje maleducada. Y su padre un bruto. Y además, esos no son nuestros planes para Raimundo.

—Cuanto más empeño pongas en separarlos, más los unirás, ¿no te das cuenta? —Ramón intentaba que su mujer se aviniera a razones, pero Isabel estaba absolutamente desatada.

—Bien. Como veo que tú no hablarás con tu hijo, entonces lo haré yo.

—Cuando llegue el momento, Raimundo obedecerá. No lo dudes.

El menor de los Ulloa volvió de La Traba exultante de alegría por haberse reencontrado con su amiga, e Isabel vio que no era el momento adecuado para abordar el tema. En vez de eso, esperó a que acabara la cena, en la que, por cierto, Raimundo se mantuvo bastante soñador. Esta actitud no hizo más que preocupar a su madre y cargarla de razones para cercenar aquello a lo que su marido no le daba la menor importancia. Hizo un gesto a Ramón para que los dejara solos, y el hombre salió de la sala llevándose a Críspulo consigo.

—¿Cómo te fue en La Casona, hijo? Me ha dicho papá que estuviste allí hoy.

Raimundo seguía en su ensoñación y no contestaba. Isabel tocó su antebrazo y repitió la pregunta cuando lo hubo traído a la realidad.

—Bien, mamá. Como siempre. —Estaba en esa edad en la que al ser humano le apetece más bien poco hablar con sus padres y, por otra parte, sabía dónde quería llegar su madre.

—Sabes que me produce un gran disgusto…

—… que vea a Francisca; que sea mi amiga —interrumpió—. Sí, mamá. Lo sé —dijo repitiendo un estribillo de sobra conocido.

—¡No te consiento ese tono, Rai!

—Perdona, pero es que sé lo que quieres decirme. Me lo has dicho tantas veces… —protestó, aburrido, reposando la cabeza sobre su mano.

—Y en ninguna me has obedecido. —Quitó de un manotazo el codo de Raimundo de la mesa y el chico no tuvo más remedio que incorporarse.

—Sí, mamá. Te he obedecido desde el verano. Pero porque no he tenido más remedio. Francisca tampoco quería verme.

—Pues más vale que sigas obedeciéndome, Raimundo. —Isabel estaba perdiendo la paciencia por momentos, y las frases iban tomando un tono cada vez más autoritario.

—Es que no entiendo por qué, madre. Es mi amiga desde que éramos pequeños.

—¿Acaso no te duele lo que su padre le ha hecho al tuyo?

—Pero, madre —protestó—, ni ella ni yo tenemos la culpa de lo que hagan nuestros padres.

—Tu obligación como hijo es apoyar a tu familia. Sin discusión. Y obedecer.

—¿Aunque mi familia no tenga razón?

—Raimundo, estás rozando la insolencia.

—Y tú lo irracional. ¿Por qué tengo que obedecer a algo irracional?

Isabel se quedó helada ante el uso de aquella palabra: la habría usado Ramón, sin ninguna duda. Y de él la habría aprendido Raimundo.

—No es irracional, Rai. Siempre ha sido así. Los hijos obedecen a los padres.

—¿Y si están equivocados?

—¡Ya basta! Te prohíbo que veas a esa niña, ¿me oyes?

—Sí, madre. Te oigo.

—¿Y bien? —dijo ante lo incompleto de la respuesta.

Raimundo tomó aire e hizo una ligera pausa. Su madre buscaba una respuesta y él, el valor para darla.

—No lo haré —dijo levantando la cabeza y mirando a Isabel a los ojos—. Me parece injusto.

—¿Estás retándome?

—No es un reto, mamá. —La calma de aquel joven crispaba aún más a su madre, que en aquel momento se vio sin armas para conseguir su objetivo.

—Hablaré con tu padre. Y no saldrás de tu habitación, ¿me oyes?

—Me escaparé.

Isabel levantó la mano y descargó un tremendo bofetón sobre la cara de su hijo.

—¡Fuera de mi vista! Ve a tu alcoba y no salgas de allí.

Raimundo se levantó y, sin decir una sola palabra ni soltar una sola lágrima, salió del salón y subió a su cuarto.

A partir de ese momento, comenzaron días de una vigilancia draconiana de Isabel a su hijo. Raimundo no podía salir de casa y las horas transcurrían en medio de una tremenda ansiedad. Su encierro le preocupaba en parte, pero lo que realmente no dejaba ni un hueco para la calma en su espíritu era verse lejos de Francisca y que ella pensara que de nuevo no quería verla, que se estaba alejando de ella por voluntad propia. Y al mismo tiempo que la ansiedad, crecía la certeza de que la amistad no podía ser la única responsable de aquella desazón.

Probablemente Francisca estaba pasando por la misma ansiedad, por la misma ausencia, y además ella no conocía los porqués de la desaparición de su amigo. Fueron días aciagos para ambos, aunque si quiere que las cosas sucedan, el destino teje en silencio hilos secretos y nos otorga, a veces, un valor que nosotros mismos desconocemos. Así una noche, cuando todo el mundo dormía, Raimundo se levantó y se vistió intentando no despertar a su hermano ni al resto de los habitantes de la casa y salió por la puerta de la cocina a un cielo limpio y lleno de estrellas.

Cabalgó hacia La Casona en compañía de un helado viento del norte, y una vez allí ató su caballo bajo la ventana de Francisca. Su corazón latía muy fuerte y su cabeza era un remolino en el que se agolpaban todas las posibilidades que podían arruinar su objetivo. Cogió una piedra pequeña del suelo, la arrojó contra los cristales y se escondió a esperar. No quería que saliera Eduvigis, y tuvo suerte: no salió la hermana de Francisca, pero tampoco se asomó ella; nada se movió tras los cristales. Repitió la misma maniobra, con el mismo desafortunado resultado. Hasta siete piedrecitas lanzó conforme la noche iba cediendo su lugar al día, y su amiga no aparecía. Agazapado bajo el alféizar, el chico sintió que su corazón latía muy fuerte, casi atronaba sus sienes, y se dijo que probablemente había latido así desde que tomó la decisión de ir en busca de Francisca, pero hasta aquel momento no lo había notado.

Cuando vio que arañaban ya las luces de la aurora, decepcionado y temiendo que alguien en La Traba descubriera su ausencia, se puso en pie, volvió a su caballo y se marchó cabalgando. No supo entonces que un habitante de La Casona sí lo vio alejarse en esa media luz previa al alba; la única persona despierta a esa hora: Leonor.

La vida se desperezaba en La Casona muy temprano. Francisca era siempre la primera en despertarse y bajar hambrienta a la cocina, donde Marcelina o la tata andaban trajinando cada una en sus quehaceres. Sin embargo, aquella mañana Leonor se había ocupado de que Marcelina no estuviera presente cuando bajara la niña. Ya le explicaría más tarde, pero necesitaba quedarse a solas con Francisca.

Como tantos días, la tata se sentó a su lado mientras esta devoraba su desayuno.

—¿Sabes, Francisca? Esta noche un jinete se ha acercado a esta casa. —A la tata le gustaba adoptar cierto aire de misterio y hacer que cualquier anécdota pareciera la más interesante de las historias. La chica picó el cebo al instante.

—¿Quién?

—Creo que venía a buscar a alguien, pero no ha encontrado a esa persona, porque dormía —dijo mirando fijamente la cara de Francisca para no perderse ni un detalle de sus reacciones.

—¿A quién?

—Y se me hace a mí que ha intentado despertar a esa marmota a la que venía a buscar. Pero no lo ha conseguido.

—¡Tata! ¡Dímelo ya! —clamó impaciente.

—Era Raimundo Ulloa.

Francisca se quedó pálida. Su corazón empezó a latir desenfrenado ante la mención de aquel nombre.

—¿Raimundo? ¿Aquí? ¿A quién ha venido a buscar? —Y en esas preguntas, la mente de Francisca hizo un curioso viaje: su primer pensamiento fue que había venido a buscarla a ella, pero en algún punto esa idea cedió y otro nombre saltó a su boca—. ¿A Edu?

La tata rio.

—¡Qué tonta eres a veces, niña! ¿Cómo va a venir a buscar a Eduvigis?

—¿A mí? —Leonor asintió con la cabeza—. Pero, tata, si desde el día de la comida no ha vuelto por aquí.

—Yo lo que creo que hizo anoche fue intentar despertarte. Estoy casi segura de que tiró piedras contra el cristal. Es lo que suelen hacer los pretendientes.

Francisca pasó todo el día ensimismada y apenas durmió aquella noche, escrutando el menor picoteo contra el cristal. Tampoco lo hizo a la siguiente. Cualquier leve murmullo, cualquier mínimo roce del viento la ponía en alerta. Oteaba la oscuridad, casi la diseccionaba y no encontraba a Raimundo. Ya pensaba que todo eran fabulaciones de la tata —aunque no entendiera la razón de las mismas— cuando, a la noche siguiente, el paso apagado de un caballo acercándose la alertó y esperó nerviosa. De pronto, un toque en el cristal y seguido, otro más. Se levantó y allí estaba Raimundo, con la mano derecha levantada, a punto de tirar otro guijarro contra la ventana. Le hizo un gesto con la mano antes de bajar con pasos de gato las escaleras y salir a su encuentro. Y en aquella fría noche de invierno, se abrazaron durante un largo rato.

—No me dejan verte, Francisca —susurró sin dejar de abrazarla—. Mi madre no me deja. Por eso no he venido. Quería decírtelo, pero no veía el momento de escaparme.

—Pero ¿por qué? ¿Qué le he hecho yo?

¿Cómo explicarle lo que él mismo no entendía? ¿Cómo decirle lo que Isabel decía de ella?

—¿Por qué antes te dejaba y ahora ya no? ¿Qué ha cambiado? —preguntaba queriendo entender las razones de Isabel, aunque sobre todo buscaba respuesta a esto último: ese «qué ha cambiado» era en realidad una pregunta que le hacía al último rincón de su corazón.

Lo que Francisca no alcanzaba a entender era por qué aquella vez le echaba tanto de menos. Al fin y al cabo, había vivido meses sin verle y aunque le había faltado la compañía de su amigo, el vacío que había sentido en esas pocas semanas desde su reencuentro había multiplicado al anterior. Puede que ya existiera y lo tuviese nublado por el rencor y el dolor por la muerte de Miguel, pero lo cierto era que en los últimos días, aquella ausencia la había sumido en una tristeza nueva y enorme.

—No te preocupes por nada. Lo arreglaremos —fue la única respuesta que se le ocurrió a Raimundo para eludir la pregunta de Francisca—. Confía en mí. Ahora tengo que irme o me descubrirán.

—No te vayas, por favor —se sorprendió diciendo Francisca.

Raimundo tomó su cara entre sus manos, la miró a los ojos y sintió el impulso irrefrenable de rozar sus labios. Muy despacio, bajó la cabeza y la besó suavemente, un beso casi furtivo. Ella se quedó muy quieta y sintió cómo sus piernas apenas la sujetaban, y en ese momento halló la respuesta a todo aquel torbellino de sentimientos que no había entendido antes. Fue como una revelación. Estaba enamorada de Raimundo. Estaban enamorados.

Durante el camino de regreso a casa, Raimundo no podía dejar de pensar en aquel beso; quizá por ese motivo al llegar a La Traba no se dio cuenta de que había algo distinto, algo que no coincidía con su anterior escapada. Había tomado exactamente las mismas precauciones que la otra vez; había hecho las cosas con el mismo silencio, pero al entrar en la casa vio encendido el quinqué en la mesa baja del salón.

—Rai, acércate —dijo la voz de su padre, que aguardaba sentado en el sillón que estaba de espaldas a la puerta. El corazón de Raimundo se paró; sabía que no tenía otro remedio que obedecer la orden de su padre, y aun así dudó—. No te voy a regañar, hijo.

El tono le hizo creerle, de modo que avanzó y se sentó frente a él.

—Sé de dónde vienes.

—Puedo explicarlo.

—Sé que puedes y sé lo que te pasa. Y sé también que impedirte que la veas no va a solucionar nada. ¿Me equivoco? —Ramón dejó sobre la mesita el libro que estaba leyendo.

—No, padre.

—Aún sois muy jóvenes.

—Solo he ido a ver a mi amiga —mintió sin ninguna seguridad.

—Nadie sale de su casa a hurtadillas y de noche para ver a una amiga, Rai —rio su padre—. ¿Por qué lo haces ahora y antes no lo hiciste?

Raimundo calló al sentir que su padre estaba muy cerca de averiguar lo que realmente pasaba, si es que no lo había hecho ya.

—No voy a impedirte que la veas. Sería inútil. Pero sí te voy a poner algunas condiciones, y te las voy a poner por tu propio bien.

—¿Condiciones? —El joven se temía lo peor.

—Escúchame bien. El próximo curso irás a la universidad, y si al acabar tus estudios tus sentimientos siguen siendo los mismos, veremos qué hacemos. ¿Estás de acuerdo?

—Pero eso será mucho tiempo…

—Raimundo, a veces es bueno poner nuestros sentimientos a prueba. Eres muy joven todavía.

—No voy a cambiar, padre —dijo con una fe aplastante.

—O sí. No lo sabes.

—Estoy seguro.

—Bien. Si cuando acabes tus estudios no han cambiado tus ideas, actuaremos en consecuencia. ¿Te parece justo? Entretanto, te pido que seas discreto en tu relación con Francisca.

Por supuesto que Raimundo quería estudiar. Y estaba seguro de que esa separación no variaría un ápice los sentimientos de ambos, aunque a una cabeza racional como la de Raimundo se la convencía mejor con argumentos que con bofetadas e imposiciones.

—De acuerdo. Iré a la universidad. Pero recuerda tu palabra…

—He dicho que actuaría en consecuencia y lo haré. Ahora deberías irte a dormir lo poco que te queda. No me gustaría tener que explicarle a tu madre qué hacemos conversando a estas horas.

Raimundo se levantó.

—¿Tú no subes? —preguntó.

—No. Me quedaré aquí un rato. Ve a descansar, hijo.

Una vez se quedó solo, Ramón no retomó su lectura. Cabía la posibilidad de que su hijo olvidara a Francisca durante su estancia en la universidad —conocería nueva gente, saldría del cerrado entorno de Puente Viejo y seguramente su mente se abriría a cosas nuevas—, y si aquello no se producía, ya tomaría medidas, porque aquella era una de las pocas veces en que Ramón e Isabel estaban de acuerdo. Ulloa quería que sus hijos se casaran con mujeres cultas y de mayor nivel social que el que tenían las niñas Montenegro, y en esto el amor poco pintaba: para Ramón, era más aconsejable una esposa conveniente que una esposa amada. El amor, él lo sabía bien, acababa muriendo y quedaban otras cosas. «Por desgracia, una vez muerto lo que cada uno creyó ver en el otro, a Isabel y a mí no nos quedó nada».