Capítulo 13

Francisca odiaba aquel color con toda su alma. A su edad ya lo había llevado demasiadas veces. Lo usó cuando murió su madre y lo volvió a usar cuando enterraron a Miguel. Y ahora tenía que ponérselo de nuevo, aunque esta vez se debiese a una mera convención social. Junto a ella, su hermana —también de negro— y su padre, que lucía un brazalete del mismo color en la manga. Los tres se dirigían en la berlina rumbo a La Traba a través de un paisaje nevado.

Cuando llegaron, había mucha gente de Puente Viejo presentando sus respetos a la familia, que agradecía las condolencias sin alejarse demasiado del ataúd que presidía aquella reunión. Estaba cerrado, pero todos sabían que era el primogénito de los Ulloa quien reposaba en su interior. La noticia de aquella muerte accidental había conmocionado a todo el pueblo por lo inesperada, y no hizo sino aumentar la leyenda: «La Brava es tierra maldita», se susurraba en los corrillos. Desde la muerte de Esperanza, se diría que todo aquel que se relacionaba con la Finca del Río sufría un accidente o una muerte violenta: ya eran cuatro los afectados y en un pueblo pequeño, dado al murmullo y a contar historias alrededor de la lumbre, la leyenda de aquellas tierras encontraba un caldo de cultivo idóneo para fortalecerse.

Francisca temía encontrarse con Isabel, pero suponía que en aquella situación guardaría la compostura. Además, era una madre que había perdido a un hijo y eso es algo que nunca debería suceder; los padres jamás deberían enterrar a los hijos. También deseaba tanto como temía otra presencia: la de Raimundo. No entendió que no viniera cuando su padre tuvo el accidente unos meses atrás, pero desde luego era impensable que no lo hiciera con la muerte de su hermano.

Tras presentar sus respetos a Ramón y a Isabel, se mantuvo junto a Eduvigis en un rincón del salón. Allí seguía cuando, al levantar la mirada hacia la puerta, lo vio entrar acompañado de un joven de su misma edad. Observó cómo miraba a ambos lados del salón, como buscando a alguien, y se le detuvo el corazón cuando sus miradas se cruzaron. Él también mudó el gesto y se puso pálido y ella pudo leer en sus labios su propio nombre:

—Francisca —pronunció.

Dio dos pasos hacia ella y cuando supo que en el siguiente llegaría a su altura, se giró y le dio la espalda. Le sorprendió la sonrisa de su hermana al mirar a Raimundo y supuso que la había saludado, porque ella respondió con un leve gesto de saludo con la cabeza. Luego trató de ignorarle, aunque no pudo evitar seguirle con la vista mientras él se alejaba.

Raimundo salió y buscó a quien pudiera contarle por qué había un ataúd en el salón de su casa. ¿A quién acogía? Angustiado, entró en el despacho de su padre y allí lo encontró, junto a su madre.

—Rai, hijo mío —dijo Isabel levantándose a su encuentro—. Mi pequeño. ¡Qué alegría tenerte en casa!

—¿Qué ha pasado, mamá? ¿Quién ha…?

—Tu hermano Críspulo, hijo —informó Ramón. Permanecía sentado mientras sus manos jugueteaban con un bastón con mango de marfil en forma de cabeza de caballo—. Ha muerto en el cuartel. Un accidente, dicen: un disparo mientras limpiaba su arma.

Raimundo no pudo reaccionar ante tal noticia y guardó silencio por un momento. Solo se oían los sollozos de Isabel, que habían arrancado de nuevo al escuchar cómo su marido narraba la muerte de su primogénito.

—Tu padre no quiso comunicártelo en su carta por miedo a que el golpe fuera demasiado duro —dijo enjugando sus lágrimas—. La desgracia se ceba con nuestra familia, hijo mío: primero el accidente de tu padre y ahora esto.

—¿Cómo estás de tu espalda, padre? Pensaba que no era tan grave, tal y como me dijiste en tu carta.

—Sí ha sido grave…

—¿Me dejas que conteste yo, Isabel? —protestó Ulloa con voz tajante—. Déjanos solos, por favor.

A diferencia de otras veces, Isabel optó por obedecer y salió sin ninguna queja de la habitación, tras apretar cómplice el hombro de su hijo a modo de despedida. Realmente, Raimundo tenía muchas preguntas sobre esos últimos acontecimientos. Ramón carraspeó y luego arrancó a hablar, en voz pausada:

—Si no quise decirte todo en la carta en la que requería tu presencia es porque, como imaginarás, las cosas para nosotros se han puesto feas. La continuidad de nuestra familia y de nuestra fortuna está comprometida, Raimundo. Con mi accidente y sobre todo con la muerte de Críspulo…

—Pero ¿qué estaba haciendo Críspulo, padre?, ¿por qué alistarse tan de repente? Si era el llamado a gestionar la fortuna Ulloa…

Ramón se movió incómodo en el sillón. Raimundo pensó que podía ser a causa de sus dolores, aunque bien podía deberse a lo expeditivo de su pregunta. El trato con su padre había sido que Raimundo podía estudiar y Críspulo heredaría la mayor parte de la fortuna familiar, junto con su gestión. Por eso, todos aquellos repentinos e inexplicables cambios mientras él estaba lejos de casa no le encajaban. ¿Qué había ocurrido aquellos dos últimos años?

—El ejército no es mala escuela para aprender disciplina, ¿no crees?

—Sí, padre, pero Críspulo no era hombre de armas. Todos sabemos cómo era.

—¿Qué quieres decir con eso, Raimundo? ¿Qué insinúas? —preguntó casi intimidando a su hijo.

—¿Insinuar? —El joven entendía cada vez menos—. No insinúo nada, papá. Críspulo era un hombre tranquilo. Siempre prefirió los libros y estar en casa antes que el campo o cualquier cosa que implicara movimiento. No insinúo nada. Solo intento entender. ¿Por qué estás tan a la defensiva?

—Discúlpame, hijo mío —Ramón rebajó el tono—. Estos dolores me están matando y estoy extremadamente irascible.

El joven se dejó caer en el sillón y se cubrió la cara con las manos. No entendía nada. Recordó a Críspulo, la última vez que se vieron, en Navidades, cuando fue a verle a Salamanca. Había pasado tanto desde entonces… Echó atrás la cabeza y miró a su padre, que parecía agotado.

—¿Qué dice el doctor Salinas de tu accidente?

—Pocas esperanzas da, la verdad. —Hizo un gesto con el bastón y negó con la cabeza—. Apenas resisto en pie unos minutos sin agotarme; parece que estoy condenado a esa silla de ruedas de por vida. Los dolores a veces son insoportables. Y me recomienda que no abuse de la tintura de láudano, que por otra parte es lo único que me los alivia. Eso sí, dejándome en un estado excesivamente relajado. Por eso te necesito, hijo mío.

—¿En qué puedo ayudarte, padre?

Ramón dejó pasar unos segundos antes de soltarle lo que llevaba rondando desde que supieron en La Traba de la muerte de Críspulo.

—Necesito que te hagas cargo de los negocios, Rai. Yo no puedo hacerlo.

Esa frase cayó en Raimundo como una losa. Con solo unas pocas palabras, su padre pretendía cambiar todos sus planes de futuro. Él quería estudiar, no pasaba por su cabeza convertirse en un terrateniente o en un empresario. Además, su visión de la justicia de pobres y ricos había cambiado durante su estancia en Salamanca: en sus clases de historia había empezado a ser consciente de que había algo profundamente injusto en el sistema de clases del que él disfrutaba. Las palabras de Ramón Ulloa no eran solo un atentado contra su futuro, sino contra lo que habían comenzado a ser sus ideales. Por un momento, miró a su padre y vio que le esperaba la misma vida que a él; con las mismas frustraciones, las mismas renuncias y probablemente las mismas amarguras. Se vio a sí mismo unos años después, clavado a un sofá, girando un bastón entre sus dedos como hacía ahora Ramón, y viviendo con una mujer a la que había dejado de querer, si es que algún día lo hizo.

—¿Me estás pidiendo que renuncie a mis estudios? —Aquello era en realidad más una afirmación que una pregunta.

—No hay otra solución, Rai. A veces la vida no es lo que deseamos. —Y al decir aquello, Ramón pensaba tanto en su hijo como en sí mismo—. Yo también renuncié a mis sueños cuando mi padre me lo pidió.

—¿Y fuiste feliz después de hacerlo?

—No se trata de felicidad. Se trata de responsabilidad. No te estoy dando la opción. Apelo a tu sentido del deber para con tu familia.

Evidentemente, padre e hijo tenían dos visiones opuestas de la vida. El verdadero problema era que Raimundo se sentía incapaz de encontrar una solución. En el estado de su padre, no veía más camino que obedecer.

—Déjame acabar los estudios al menos —propuso en un último intento de convencer a su padre.

—No contamos con ese plazo, hijo. En este momento hay inversiones muy fuertes que bajo ningún concepto quiero dejar en manos de Arriaga. Necesito un hombre de confianza. Críspulo era esa figura, pero faltando él, solo puedes serlo tú.

—Necesito tiempo para hacerme a la idea, papá.

—El que quieras, pero solo hay una respuesta posible.

Raimundo sabía que no tenía otra opción, pero no quería entregar su bandera tan rápido.

Al día siguiente todo el pueblo acudió al entierro de Críspulo. Después de la misa, la familia Ulloa subió al altar y uno por uno, los habitantes del pueblo fueron pasando, presentando una vez más sus respetos a Ramón, Isabel y Raimundo. Desfilaban delante de ellos, los miraban y hacían una leve inclinación con la cabeza. Era lo que en Puente Viejo se llamaba la cabezada o, más exactamente, la cabezá. A la familia del difunto no le quedaba otra que aguantar aquel desfile de dolientes, que en el caso de Críspulo, al ser persona notable y con posibles, resultó largo y tedioso porque todo el mundo se sentía en la obligación de hacer acto de presencia.

También los Montenegro acudieron a la iglesia. Eduvigis se unió a la fila que iba a llegar al altar, al igual que Enrique, pero Francisca se quedó en su sitio en el banco, la cabeza cubierta con un fino velo negro de encaje. Raimundo la vio desde el primer momento, pero no sabía si quería que se acercara o no, se sentía confuso por la muerte de su hermano, por el cambio de su vida y por verla de nuevo. Esperaba que tras todo este tiempo sin contacto las cosas hubieran cambiado y que verla no le supusiese ninguna emoción. Lo mismo esperaba ella.

Ambos se equivocaban: lo habían sabido desde que sus miradas se cruzaron brevemente en el salón de La Traba.

Tras «la cabezá», todo Puente Viejo acompañó a los Ulloa en procesión hasta el cementerio. Cuando la primera palada de tierra iba a caer sobre el ataúd de Críspulo, Raimundo vio cómo Francisca se llevaba las manos a los oídos. Esperaba ese gesto. Lo hizo cuando enterraron a Miguel y sabía que volvería a hacerlo porque no soportaba ese sonido: lo había escuchado demasiadas veces en su vida. La observaba en silencio cuando ella levantó la mirada, y creyó ver en el fondo de aquellos ojos negros una inmensa tristeza y un «por qué» desgarrado.

Aguardó a que acabara la ceremonia. Sabía que ella no iba a hablar, que nunca daría el primer paso, pero él no tenía ese orgullo y odiaba la incertidumbre y las palabras que queman el corazón y se esconden de los labios. Llevaba dos años fingiendo que no necesitaba respuestas, y había bastado con verla para darse cuenta de hasta qué punto se había estado engañando. Las necesitaba, sin duda, y más ahora que se veía presionado por la orden de su padre, así que se dirigió hacia ella temiendo la misma reacción del día anterior. No llegó a su lado.

—¡Raimundo! —Eduvigis acudió cerca de su hermana y le saludó efusiva—. ¡Qué lástima encontrarnos en estas circunstancias!

Luego tomó su brazo y con delicadeza lo alejó de Francisca, que no hizo ningún gesto por seguirlos. Apenas una sombra de ira cruzó su mirada.

—¿Cómo está todo por La Casona, Edu? —preguntó, más por cortesía que por el interés de oírlo por boca de Eduvigis.

—Bien. Las cosas van mejor. Yo me ocupo de la casa, ya sabes el trabajo que da, y padre se pasa el día en los campos.

Melquíades llegó a su altura y Raimundo los presentó.

—¿Y Francisca? ¿Cómo está?

—¿No te ha escrito para contarte?

—No. Nunca recibí noticias suyas, a pesar de haberle escrito con frecuencia.

—¡Qué extraño! Creía que lo había hecho. Bueno, ya sabes el carácter que tiene. Seguro que se enfadó porque te fuiste. Mi hermana es un poco, ¿cómo decirlo?, rebelde —concluyó, coqueta, sin dejar de mirar a Melquíades.

—Hablaré con ella.

—¿Te quedas por Puente Viejo, entonces?

—Sí, al menos unos días.

—Y yo con él —quiso aclarar el universitario—. Quizá podamos merendar alguno de estos días. Con usted y su hermana.

Raimundo lo miró, sabiendo bien a las claras cuáles eran sus intenciones.

—Iremos a verlas a La Casona, Melquíades. No te preocupes, que no te dejaré encerrado en La Traba —dijo con un poco de sorna.

—No sé si Francisca se nos unirá, pero estaré encantada de recibirlos cualquier tarde, aunque ella esté en los campos con mi padre. Le encanta ese trabajo, rodeada de braceros y de gente vulgar. No sé cómo lo soporta, la verdad.

Raimundo vio cómo su madre le reclamaba con un leve gesto de cabeza.

—Me requieren, Edu. Me alegro de verte —dijo tocando el ala de su sombrero negro a modo de despedida—. ¿Vamos, Melquíades?

El joven besó la mano de Eduvigis y siguió a su amigo.

Cerca de allí, Enrique los vio alejarse:

—¿No vas a saludarlo?

—No he podido, padre. Ya lo has visto: Eduvigis ha desplegado sus encantos —contestó amarga.

—Ya sabes cómo es tu hermana. Ya tendrás oportunidad de hablar con él —afirmó, ignorante de todo el drama que había pasado su hija en la ausencia de Raimundo—. ¿Nos vamos a casa? Aquí ya no hacemos nada.

Subidos en la calesa de vuelta a La Casona, Eduvigis suspiró hondo antes de empezar a hablar, pero Francisca la interrumpió seca.

—Como digas algo sobre Raimundo, te tiro del carro al camino.

Enrique, que iba al pescante, miró a su hija y calló ante su cara de enfado. Tampoco Eduvigis se atrevió a abrir la boca.