Capítulo 18
Salvador Castro contaba por aquellos días veintisiete años y era desde hacía mucho tiempo uno de los hombres de confianza de Josechu Arriaga. Puede que el de más confianza. Era un buen capataz, o al menos eso pensaba de él su patrón: duro con los trabajadores, despiadado en algunas ocasiones, nadie podía negarle la productividad a la que conducía las fundiciones en las que había estado al cargo. En aquellos hornos solamente aguantaban hombres muy jóvenes, que morían a menudo antes de cumplir los veinticinco. Como Arriaga quería que la Finca del Río comenzara a funcionar al máximo y lo antes posible, había requerido allí sus servicios.
Después de la reciente revolución, los ánimos estaban caldeados en todo el país y aunque Puente Viejo fuera lugar tranquilo, los trabajadores de Arriaga y Ulloa empezaban a dar serias muestras de insumisión; el vasco no confiaba en que Raimundo fuera capaz de controlarlos. Soplaban vientos reivindicativos de igualdad social y necesitaba allí a Salvador Castro para manejarlos. O al menos eso decía. Porque la verdadera razón de haber elegido a Castro y no a cualquier otro era más relativa a su familia y la unión de las fortunas Arriaga y Ulloa.
Además de ser hombre sin escrúpulos, Salvador poseía algunas cualidades que lo hacían especial: era atractivo, innegablemente sugestivo para las mujeres, un seductor irredento que sabía manejar a las mil maravillas sus armas tanto físicas como verbales. Y además, era ambicioso. Muy ambicioso.
Por eso, cuando Arriaga le planteó su propuesta y la razón real de venir a Puente Viejo, no lo dudó. El plan estaba claro y Salvador era una pieza clave del mismo. Visto que Amada no estaba funcionando como cuña para separar a Raimundo y Francisca, y que Ramón Ulloa carecía de autoridad para imponer el matrimonio igual que él había hecho con Amada, decidió tomar cartas en el asunto: Salvador tenía que conquistar a la joven Montenegro, o al menos seducirla para que, bien porque ella se encaprichara con él o porque despertaran los celos de Raimundo, aquella unión quedara rota y el camino para la boda con Amada, franco.
¿Y qué ganaba Salvador? Sin duda contentar a su jefe. Eso era lo mínimo. Lo máximo, lo que él quisiera. Porque si conquistaba el corazón de Francisca, nada podría impedirle que se casara con ella y accediese a la fortuna Montenegro, escasa para los Ulloa, pero bastante respetable para Salvador.
Así las cosas, no había sido casualidad que Salvador llegara a Puente Viejo justo el día en que Francisca iba a ir a La Traba. Cierto era que el destino jugó a su favor con el encuentro en los establos, pero aunque no hubiera tenido esa suerte, él habría creado la ocasión. Estaba satisfecho con su primer encuentro: parecía que aquel paso que había dado en su conquista de Francisca no había pasado inadvertido para la víctima.
A todas luces dolida por la humillación que había sufrido ante Isabel, culpaba a Raimundo por haberla obligado a hacer algo cuyo final ambos podían prever. Hasta aquel momento Francisca nunca había dudado de la voluntad de su prometido, pero estaba empezando a pensar que le faltaba empuje a la hora de luchar por lo que quería, y que, con la obsesión de hacer las cosas para ganar el favor de sus padres, se sometía en exceso a los designios de ellos. Francisca sentía que estaban perdiendo la batalla. En cambio, Salvador sí debía de ser un hombre con voluntad. Le fue fácil acompañarla aquel día de vuelta a La Casona: no pidió permiso, simplemente lo hizo, mientras Raimundo se quedaba quieto sin impedir que ella hiciera su voluntad. Eso era lo que Francisca, enfadada, pensó al ver el pañuelo de Salvador en su mano: Raimundo Ulloa hablaba, negociaba; Salvador Castro actuaba.
Lo que Francisca no sabía era a qué se enfrentó Raimundo tras el desaire de su prometida a su madre.
—Sinceramente, hijo mío, ya estoy agotado de esta situación. Y lo que ha sucedido hoy con tu madre ha sido la gota que ha colmado el vaso —empezó Ramón solemne. Había llamado a Raimundo a su despacho, con Josechu Arriaga presente.
—Estoy seguro de que hay alguna explicación, padre.
—No la hay. En mi casa se ha desairado a mi esposa y a mi invitada. Y lo ha hecho una niña malcriada con la que pretendes casarte en contra de lo que tu familia requiere para ti. ¿He resumido correctamente la situación?
—Déjame hablar con ella.
—No hay nada de que hablar. ¿Dudas de la palabra de tu madre?
—No, padre, pero no entiendo esa reacción y quiero conocer los motivos.
—Ya está bien de hablar. Desde este momento considérate comprometido con Amada Arriaga. Rompe el compromiso con Francisca Montenegro o atente a las consecuencias.
—¿Qué consecuencias? —se impacientó el joven—. ¿Me vas a desheredar? ¿Crees que me importa?
Josechu Arriaga aspiró su puro y metió baza en la conversación.
—Veamos, Raimundo. Déjame completar el correcto razonamiento de tu padre. La boda entre nuestros hijos es una cuestión de negocios. Lo que haga mi socio Ulloa con su herencia no me incumbe, pero sí con las sociedades que compartimos. Las consecuencias de tu irracional negativa no te afectarán solamente ti, sino también a Francisca.
—Ninguno de nosotros tiene por qué aceptar los acuerdos comerciales de ustedes dos, señor Arriaga.
—Aceptaréis. Vaya si aceptaréis. O verás la reputación de tu querida Francisca arrastrada por el barro. Y en un pueblo tan pequeño como éste, las noticias morbosas corren como la pólvora, sin esperar a ser contrastadas. Créeme. De hecho, ya han empezado, como podrás ver.
Josechu Arriaga le tendió el periódico del día, El Heraldo de la Puebla, abierto por la página de sociedad. Una pequeña columna anunciaba el compromiso entre don Raimundo Ulloa y la señorita Amada Arriaga. No solo era pólvora, la mecha ya estaba encendida y la había prendido dos días antes el propio Josechu Arriaga, tan pronto como ordenó venir a Salvador Castro a Puente Viejo, pues prefería hacer las cosas a su manera.
Aquel periódico también había llegado a La Casona, y estaba en la mano de Enrique cuando la joven entró en casa.
—Francisca Montenegro —la llamó cuando la oyó entrar.
Francisca sabía que nombre y apellido juntos no presagiaban nada bueno, y cuando su padre le tendió el periódico, los cimientos de todo su mundo —esos que habían comenzado a tambalearse aquella misma tarde— se derrumbaron por completo.
—No sé qué es este juego, Francisca. Pero te aseguro que se ha terminado. —Enrique estaba muy serio, como hacía tiempo que no le veía—. ¿Te das cuenta de lo que significa esto para tu reputación?, ¿para la de nuestra familia?
Ella callaba. Su padre tenía razón sobre las consecuencias que supondría aquel anuncio, aunque fuera falso.
—Es mentira, padre —dijo sin fuerzas.
—Aunque sea mentira, el daño ya está hecho. Tu nombre estará en todas las bocas de Puente Viejo a La Puebla. Y ninguna palabra bonita le acompañará, te lo aseguro. Eres la mujer abandonada, Francisca.
—¿Qué me importa lo que piensen? Me importa lo que piense Raimundo y lo que pienses tú.
—Lo que piensa Raimundo lo dice este periódico, hija mía —levantó la voz Enrique, y respiró hondo, antes de seguir hablando—: Y lo que yo pienso es que debes alejarte de un hombre que no ha sido capaz de salvaguardar la honra de su prometida. Dejarás de ver a Raimundo Ulloa. Se acabó esta historia.
—Eso nunca, padre.
—No es una opción. Es una orden, ¿oyes?
—La desobedeceré —dijo retadora.
—¡Atrévete! Te irás a casa de tus tíos en Ávila. Si no es por las buenas, será por las malas.
Con un gesto Enrique frenó la réplica de su hija; no quería seguir aquella discusión.
Aquella tarde Francisca hizo lo que hacía siempre que un dolor lacerante la hería: huyó al campo, igual que huyó con la muerte de Miguel. Corrió en busca de cobijo en el nogal mientras unas negras nubes se abigarraban en el cielo anunciando una fuerte tormenta. Cuando llegó cerca de su meta, una presencia le extrañó: bajo sus ramas estaba sentado Raimundo. Tampoco a él le había importado la inminente tormenta, quizá porque en su corazón había otras nubes aún más negras. Sabía que no podía ir a La Casona porque aquel periódico habría llegado allí igual que lo hizo a La Traba, y fue al nogal esperando que, por alguna magia, Francisca también apareciera. Y así fue.
Cuando la vio acercarse, el gesto triste de su cara mudó en una sonrisa. De nuevo se abrazaron y aquella tormenta que los cubría estalló en su primer rayo.
—Tenemos que hablar, amor mío —le dijo, temiendo la reacción de su novia, a pesar del abrazo—. Supongo que has visto la noticia de El Heraldo.
—Sí, la he visto, pero no la he creído.
Raimundo respiró más tranquilo.
—Tenemos que tomar una decisión, Francisca.
Un nuevo rayo cruzó el cielo como un látigo y una fuerte racha de viento y lluvia combó las ramas del nogal. La pareja pensó que era mejor buscar un refugio para mantener aquella conversación, de modo que cabalgaron y se internaron en la finca bajo una lluvia que en pocos minutos se había vuelto desalmada. Encontraron uno de los chozos de pastor de la zona y entraron: era un espacio modesto, con solo un par de taburetes de ruda madera frente a un improvisado hogar en el suelo y un jergón de paja en un lado, pero resultaba el mejor refugio contra una tormenta primaveral que ya caía con toda la rabia imaginable.
—Escúchame —dijo Raimundo, mientras Francisca se sentaba en el jergón y él se acomodaba a su lado—. Todo es una mentira. Es un manejo de mi padre y de Arriaga.
—Lo sé. Pero tenemos al mundo en contra, Rai. Nadie quiere que estemos juntos.
—Solo nos queda una salida: huir. Fugarnos. Irnos de este pueblo y de sus odios.
—¿Por qué no nos dejan ser felices? —preguntaba casi como una niña.
—Porque para ellos el amor no es importante. Tienen otros intereses… Escúchame bien —dijo tomando su barbilla con una mano y mirándola a los ojos—: Te prometo que jamás me casaré con Amada, aunque tenga que ocultarme en el último rincón de la tierra. Jamás te dejaré. No me importa la forma, ni el lugar. Pero la cara que quiero ver cuando dé mi último suspiro es la tuya. Así será mi muerte. Contigo a mi lado, Francisca Montenegro.
Las lágrimas brotaban de los ojos de Francisca. Le creía. Sabía que haría cualquier cosa para que estuvieran juntos. Sí actuaba. Sí hacía. Y una sombra de vergüenza pasó por su cabeza al recordar que había osado compararle con Salvador. Le besó con fuerza. Como nunca lo había hecho. Aquel beso tenía la entrega absoluta del arrepentimiento y de una mujer que ponía su vida entera en las manos del hombre al que amaba, al que siempre había amado y junto al que quería pasar el resto de su existencia. Y aquel beso se prolongó, como si temiera ser el último. Y Raimundo respondió. Y todas las barreras que imponían las buenas costumbres y la tradición comenzaron a desmoronarse una a una, dejando que se filtrase entre ambos esa luz que sabían que existía y que no les habían dejado ver.
Fue Raimundo quien se detuvo, cuando ya la ropa de ambos vestía más el suelo que sus propios cuerpos.
—No quiero que sea así, Francisca. No quiero que sea en este lugar. No con este olor —dijo con ternura.
Por toda respuesta, ella se apoyó en su pecho y se quedó quieta. Y abrazados esperaron a que las gotas dejaran de golpear con tanta fuerza contra el tejado de paja de aquel chozo de pastor. Allí Francisca se sintió de nuevo rodeada de libélulas azules, protegida por un muro invisible.
Por desgracia, bastó un chasquido seco y ese muro se vino abajo.
El aire del chozo cambió cuando se abrió la puerta y la silueta de Enrique Montenegro se dibujó en el umbral, escopeta en mano. Lo que veía allí dentro no dejaba lugar a dudas.
—¡Insensatos! —Ni Raimundo ni Francisca supieron qué decir, no podían balbucear ninguna excusa—. ¡Vístete, desvergonzada! —gritaba mientras tiraba de la mano de su hija y la levantaba de aquel jergón donde dos minutos antes había sido la mujer más feliz de la tierra.
—¡Enrique, no es lo que piensa…! —balbuceaba Raimundo.
—¡Tú te callas! No tienes ni idea de cómo proteger a una mujer. Has manchado y dejado que manchen el honor de mi hija. Eres igual de botarate que tu padre, Raimundo Ulloa. —Y tirando de Francisca, la sacó del chozo a la lluvia que seguía cayendo—. ¡Monta! —ordenó a su hija, que no se atrevía a rechistar. Raimundo había salido a la puerta del chozo y al verlo, le apuntó con el fusil—. ¡Ni te muevas, Ulloa!
Luego tomó con fuerza las riendas del caballo de su hija y sin soltarla, se dirigieron a La Casona.
Francisca miraba hacia atrás y veía cómo aumentaba la distancia entre Raimundo y ella. Aquello ya lo habían vivido, de pequeños, cuando Isabel no dejó que Raimundo fuera con ellos a La Puebla a comprar maestros. Era la misma sensación de desgarro. La vida tenía una forma amarga de hacer las cosas.
Al día siguiente, Enrique fue a los campos solo. Se levantó antes de tiempo y no esperó a Francisca. Aun así, ella le siguió.
—Vuelve a casa —le dijo.
—Padre, por favor. Escúchame. No pasó nada —decía suplicante.
—¡No!
Aquéllas fueron todas las palabras que intercambiaron a lo largo del día. Francisca intentaba convencer a su padre para que mudara su actitud, pero lo único que encontraban sus palabras era un muro de silencio, y agotada, dejó de intentarlo. Cuando volvieron a casa, Francisca vio que su padre estaba dispuesto a cumplir su amenaza de la tarde previa: la tata tenía preparado el equipaje, dos grandes baúles esperaban en su habitación. Leonor cerraba uno de ellos. Al lado, una pequeña bolsa de viaje.
—No sé si hago bien haciendo esto. Esta vez no estoy segura —dijo tendiéndole una nota a Francisca.
De nuevo la escritura de Raimundo llegaba a ella por medio de las manos de Catalina y de Leonor.
Querida Francisca:
Estamos atrapados. Solo nos queda una opción: huir a tierras de Cornualles. Espérame esta noche en el nogal, a las doce. Trae poco equipaje.
Tuyo por siempre,
Raimundo
Sabía que él encontraría la manera. Si ayer tenía alguna duda sobre si huir o no, hoy tenía la certeza de que era la única salida.
—Sí has hecho bien, tata —dijo al tiempo que la abrazaba.
—Ahí te preparé una bolsa, chiquilla —contestó Leonor con voz triste.
—¿Cómo sabías?
—Sabía, hija. Sabía. Por todo el pueblo corre el rumor. Creo que es la única salida que os queda. Aunque no sé si es la mejor.
—Tú lo has dicho, tata. Es la única.
Durante la cena, Francisca y Enrique no se hablaron, pero al irse a dormir, ella se acercó a su padre y le besó en la mejilla. Él no respondió. Seguía muy enfadado y algo se le partió a Francisca dentro al comprender que aquella noche se iría y ese amargor quedaría entre su padre y ella. Él no sabía que quizá no volvería a verla, pero ella sí, y eso la destrozaba. «Ya no hay vuelta atrás», se repitió. Subió a su habitación y esperó a que toda la casa estuviera en calma. Luego metió una última cosa en la bolsa, la libélula que le regaló Raimundo, y arrojó el fardo por la ventana para poder disimular si alguien la sorprendía en su huida. Todo estaba calculado. Salió por la puerta de la cocina para hacer menos ruido, recogió su bolsa y desató a Jara, aunque no cabalgó hasta estar alejada de La Casona. Al llegar al repecho, se giró y echó un último vistazo triste hacia la casa de su infancia, antes de volver grupas para abrazar su destino.
Era una noche clara y Jara podía cabalgar rápido para llevarla con Raimundo. Bajo la luna vio la valla de la finca y un poco más allá, el nogal se alzaba enorme. Raimundo no había llegado aún, pero ella sabía que lo haría. Miraba en derredor en su busca cuando oyó un silbido y al instante sintió un dolor ardiente en el pecho, cerca de su hombro, tan fuerte que la dobló. Se llevó la mano y la notó húmeda. Le bastó un segundo para distinguir qué era aquello. ¡Sangre! Entonces lo oyó o creyó oírlo en la nebulosa que ocupaba su cabeza: sonó un segundo disparo y Jara perdió el equilibrio y cayó al suelo arrastrándola y dejando su pierna atrapada bajo su peso. Intentó liberarse, pero sus fuerzas desaparecieron rápido, y con ellas, dejó de ver la claridad de aquella noche.