Ultimo se llamaba así porque había sido el primer hijo.

—Y Ultimo —había precisado de inmediato su madre, en cuanto recuperó el conocimiento tras el parto.

De manera que fue Ultimo.

Al principio parecía que no estuviera por la labor. En los primeros cuatro años pilló todas las enfermedades posibles. Lo bautizaron tres veces: el cura no se veía capaz de darle la extremaunción a algo tan pequeño, con aquellos ojos que tenía: debido a ello, cada vez se decantaba por el bautismo, aunque sólo fuera por no volverse sin haber suministrado un sacramento.

—Daño no le va a hacer.

Y, en efecto, Ultimo siempre salió vivo del paso: pequeño, delgado, blanco como un trapo, pero vivo. Tiene un corazón fuerte, decía su padre. Una flor en el culo, decía su madre.

Por todo ello seguía con vida cuando, a la edad de siete años y cuatro meses, en noviembre de 1904, su padre se lo llevó al establo, le señaló las veintiséis vacas de raza piamontesa, que eran todo su patrimonio, y le comunicó que todavía no debía decírselo a la mamá, pero estaban a punto de liberarse, de una vez por todas, de aquel montón de mierda.

Hizo un gesto amplio, tirando a solemne, que abarcaba todo aquel local, oscuro y pestilente. Luego escandió con lentitud:

—Garage Libero Parri.

Libero Parri era su nombre. Garage era una palabra francesa que Ultimo nunca había oído. De buenas a primeras pensó que debía de significar algo así como «criadero» o, como mucho, «lechería». Pero no comprendía cuál era la novedad.

—Repararemos automóviles —aclaró, lapidario, su padre.

Y ésa sí que era, en efecto, una novedad.

—Todavía no existen los automóviles —precisó la madre, cuando al final fue informada del asunto, una noche, en la cama, con la luz apagada.

—Es una cuestión de meses. Y en cuanto llegue ese momento, existirán —la informó Libero Parri, su marido, metiéndole la mano por debajo del camisón.

—Que está el niño.

—No hay problema: también habrá trabajo para él, aprenderá.

—Que está el niño, saca esa mano de ahí.

—¡Ah! —dijo Libero Parri, acordándose de que en invierno dormían todos juntos en la misma habitación, para ahorrar en estufas.

Se quedaron un rato así, en una ligera bonanza comunicativa. Luego él volvió al ataque.

—Ya he hablado con Ultimo del tema. Él está de acuerdo.

—¿Ultimo?

—Sí.

—Ultimo es un niño, tiene siete años. Pesa veintiún kilos y tiene asma.

—Y eso qué tiene que ver, es un niño especial.

Existía, en la familia, la idea de que era un niño especial. Por aquello de las enfermedades y de algunas cosas más difíciles de explicar.

—¿No sería mejor que antes hablaras del tema con Tarìn?

—Él no lo comprendería. Él es como todo el mundo, sólo tiene la tierra en la cabeza, la tierra y los animales, me trataría como a un loco.

—A lo mejor tendría razón.

—No, no tendría razón.

—¿Cómo puedes decirlo?

—Él es de Trezzate.

En su pueblo, eso era un argumento irrebatible.

—Pues entonces habla del tema con el cura.

Si Libero Parri no era ateo y socialista era únicamente por falta de tiempo. En cuanto encontrara un par de horas para informarse, acabaría siéndolo. Mientras tanto, odiaba a los curas.

—¿Algún consejo más? —preguntó.

—Estaba bromeando.

—No, no bromeabas.

—Te juro que estaba bromeando. —Y estiró una mano hacia los pantalones del marido. Era algo que le gustaba.

—El niño —barbotó Libero Parri.

—Tú haz como si nada —sugirió ella.

Se llamaba Florence. Su padre era un francés que había trabajado de viajante durante años por Italia, vendiendo un zapato para señoras que había inventado él. En líneas generales, se trataba de un zapato normal, pero al que podía incorporársele, en caso de necesidad, un tacón. Se podía poner y quitar gracias a un muy práctico sistema de tirantes. La ventaja era que con un único par de zapatos acababas teniendo dos, uno de trabajo y otro de noche. Desventajas, según él, no las había. Una vez estuvo en Florencia y se quedó como hechizado. Por ello a su primera hija le había puesto ese nombre. También en Roma, por otra parte, se lo había pasado de puta madre: de manera que al hijo varón que llegó al año siguiente lo llamó Romeo. Luego emprendió una deriva shakespeariana y en adelante hubo una retahíla de Julietas, Ricardos y nombres de este tipo. Es importante ver cómo escoge los nombres la gente. Morir y poner un nombre —no se hace nada más sincero, probablemente, en todo el tiempo en que uno está vivo y coleando en este mundo.

Florence completó el trabajito deslizándose por debajo de las sábanas y terminando con la boca. No era una práctica que fuera juzgada apropiada para una esposa, pero en aquellos pagos era una forma de actuar que se llamaba a la francesa, por lo que ella se sentía autorizada.

—¿He hecho mucho ruido? —preguntó, después, Libero Parri.

—No lo sé, pero creo que no.

—Eso espero.

En cualquier caso, Ultimo no lo habría oído porque físicamente estaba en su cama, al fondo de la habitación, pero con la cabeza había acabado yendo por la carretera del río, en un día de dos inviernos antes, junto a su padre, esperando. Era por la mañana, temprano. Con el campo todavía crepitante debido a la escarcha nocturna, bajo la luz de un sol voluntarioso. Se había llevado de casa una manzana, para comérsela, y ahora estaba sacándole brillo en la manga de su abrigo. Su padre fumaba y canturreaba. Habían ido a pie desde casa hasta el cruce para Rabello, y ahora estaban esperando allí.

—¿Adónde te lo llevas? —había preguntado mamá.

Cosas de hombres, había contestado Libero Parri, y a partir de ese momento Ultimo tampoco se había hecho más preguntas, porque si tienes cinco años y tu padre te lleva con él, de esa manera, eres feliz y punto. Por eso había correteado detrás de él hasta el cruce para Rabello. Lo había hecho sin saber que en un sinfín de ocasiones, ya de mayor, volvería a ver esa imagen, precisamente ésa: la silueta maciza de su padre, caminando a grandes pasos por delante de él, contra el vuelo de la niebla matinal, sin darse la vuelta nunca, ni para esperarlo ni para verificar que todavía estaba allí. En esa severidad, y en esa ausencia total de dudas, residía todo lo que su padre le había enseñado del hecho de ser padres: que se trata de caminar, sin darse la vuelta nunca. Caminar con el paso largo de los adultos, sin piedad, pero un paso límpido y regular, para que tu hijo pueda comprenderlo y permanecer pegado al mismo, a pesar de su paso de niño. Y hacerlo sin darse la vuelta nunca, si es que uno tiene fuerzas para hacerlo: para que él sepa que no se perderá, y que caminar juntos es un destino del que no es necesario dudar en ningún momento, ya que está escrito en la tierra.

Luego, a lo lejos, Ultimo vio levantarse una nube de polvo. Su padre no dijo nada, pero tiró el cigarrillo y le puso una mano sobre el hombro. La nube bajaba desde Rabello, siguiendo las curvas de la carretera. Se acercaba, con ella, un ruido que Ultimo no había oído nunca, como el borbotar de un demonio metálico. Lo primero que vio fueron las grandes ruedas y el guiño de un enorme radiador. Luego, un hombre sentado increíblemente en lo alto, erguido sobre el polvo, con unos gigantescos ojos de insecto. Aquella cosa extraña apuntaba directamente hacia ellos, a una velocidad inaudita, y con el creciente estruendo de sus propias entrañas. Era una visión horrorosa, y Ultimo tal vez intuyera algo de su destino cuando se dio cuenta de que en su mente, en su corazón, en sus nervios no había, en ese momento, miedo; en ningún sitio, ni tan siquiera una ráfaga de miedo, sino tan sólo deseo, sin condiciones; y prisa por ser absorbido por aquella nube de polvo que ya estaba traqueteando apuntándoles a ellos, bajando por la colina y lanzándose de lleno hacia el cruce: el hombre-insecto impasible allí encima, las ruedas encajando los baches del terreno, con un descoyuntado balanceo de balsa naufragada en el mar, pero una balsa segurísima de sí misma, que gritando hierro desde sus entrañas enfila el cruce y sin vacilaciones lo descifra; en cierta manera, lo secciona, doblando hacia la derecha la pareja de ruedas neumáticas. Ultimo notó la mano de su padre presionando su hombro, y vio a aquel hombre echarse a un lado, colgado con sus manos del volante, como si fuera él quien desplazara a todo aquel animal encendido, con la única fuerza de aquel gesto audaz que, de inmediato, Ultimo le envidió, casi como si lo sintiera encima de él, como si lo hubiera conocido desde el primer día —el cansancio de los brazos, la visión oblicua de la carretera, la fuerza invisible que tira de ti, el vuelo aparente con el viento en contra. Al final, desplazándose solemnemente en el debido cambio de dirección, el gran animal descubrió ante sus ojos su costado, y con gran elegancia reveló la silueta de una mujer, invisible antes porque estaba colocada en un más recóndito refugio entre las costillas metálicas, en un asiento más bajo que Ultimo, de todas formas, percibió tan regio como un trono, tal vez debido al gran sombrero, rosa, que la mujer llevaba en la cabeza, anudado bajo la barbilla con un chifón de color ambarino. De esa mujer jamás olvidaría el cuello reclinado hacia un lado, como aceptando la invitación de la curva, con un gesto que reproducía la acrobacia del piloto, pero transformándolo en una inefable gentileza —o en un elegante escepticismo, quién sabe.

Sobre sus nuevas vías, virando la proa hacia el río y el sur, el animal desapareció rápidamente a las miradas, tragado por el polvo. Ultimo y su padre permanecieron quietos donde estaban, escuchando las notas lejanas del concierto mecánico desfilando entre los álamos, hacia la nada. En el aire había un olor que no se podía eliminar del campo y que después, durante años, se convertiría en su perfume, el que sus esposas aprenderían a amar.

Libero Parri esperó a que el aire volviera a estar límpido, y silencioso. Luego aclaró:

—A mamá no le diremos nada de todo esto.

—No —convino Ultimo.

Acababa de ver su primer automóvil. Para ser precisos, lo había visto en curva, esto es, en la perfecta y controlada exhibición de un cambio de dirección. Un hecho que podría explicar la locura a la que ese niño, convertido ya en adulto, dedicaría buena parte de su vida.

Chirriando en la curva, así estaba viéndolo de nuevo cuando el sueño lo envolvió, en la cama, a pocos metros de la cama en la que su padre y su madre acababan de hacer el amor a la francesa. De manera que no oyó cómo se reían en voz baja y ni siquiera se dio cuenta de que su padre salía de la cama e iba a buscar algo por ahí. Al regresar, tenía en la mano una vela encendida y un papel. En el papel estaba escrito que el conde Palestro le compraba sus veintiséis vacas piamontesas por la suma, moderadamente elevada, de dieciséis mil liras. Florence Parri cogió el papel y leyó lo que tenía que leer. Luego apagó la vela.

Estaban el uno junto a la otra, bajo las mantas, inmóviles.

A Libero Parri le latía fuertemente el corazón.

Al final, fue ella la que habló.

—Libero, tú ni tan siquiera sabes cómo están hechos esos coches.

Él se había preparado.

—Si se trata de eso, nadie lo sabe, pequeña.

El libro en el que Libero Parri y su hijo Ultimo aprendieron cómo estaban hechos los automóviles estaba en francés (Mécanique de l’automovile, Éditions Chevalier). Eso explica por qué, durante los primeros años, cuando no había manera de que se las apañaran, echados debajo de un Clément Bayard de 4 cilindros, o agachados dentro de un Fiat de 24 caballos, Libero Parri solía salir de ese impasse diciéndole a su hijo:

—Llama a tu madre.

Florence llegaba con la colada bajo el brazo o sujetando una sartén en la mano. El libro lo había traducido palabra por palabra, por lo que se lo sabía de memoria. Hacía que le explicaran el problema, sin dirigirle siquiera una mirada al automóvil, buscaba mentalmente la página exacta, y lanzaba su diagnóstico. Luego se daba la vuelta y se llevaba la colada de regreso a casa. O la sartén.

Merci —borbotaba Libero Parri, indeciso entre la admiración y el cabreo puro y simple. Al cabo de un rato, del exestablo, ahora garaje, surgía el ruido del motor resucitado. Así eran las cosas.

De todos modos, aquello sucedía muy pocas veces, ya que, durante los primeros años, el Garage Libero Parri se tuvo que plegar, para sobrevivir, a toda clase de reparaciones, sin andarse con demasiados remilgos. Eran pocos los automóviles que llegaban, por lo que arreglaban desde ballestas de los carros a estufas de hierro fundido, pasando por los relojes. Cuando, a petición popular, Libero Parri tuvo que abrir un servicio para herrar a los caballos de la zona, cualquier otro se lo hubiera tomado como una humillante derrota: pero él no, porque había leído en algún sitio que los primeros en ganar dinero construyendo armas de fuego habían sido los mismos que, hasta el mismo día anterior, habían vivido de afilar espadas. El hecho es que —como no había evitado revelar, en su momento, Florence— los automóviles no existían todavía, o en todo caso si existían no los hacían por aquellos pagos. De manera que la aparición en el horizonte de la salvífica nube de polvo con su correspondiente concierto mecánico era una rareza saludada con ironía por todo el vecindario. Ocurría tan escasamente que, cuando ocurría, Libero Parri se subía a la bicicleta e iba a buscar a su hijo a la escuela. Entraba en clase, con el sombrero en la mano, y únicamente decía:

—Una emergencia.

La maestra ya sabía. Ultimo salía disparado como un proyectil y media hora después ambos estaban engrasándose las ideas bajo unos capós que pesaban como terneros.

Así transcurrieron unos años de duro trabajo, que pasaron ahorrando cuanto podían, y esperando nubes de polvo que no llegaban. Lo que tenían para vender, lo vendieron; y al final Libero Parri tuvo que resignarse a ponerse la corbata e ir a hablar con el director del banco. Una emergencia, dijo, con el sombrero en la mano. En aquellas tierras, la gente era orgullosa hasta la enfermedad: cuando el hombre iba al banco sombrero en mano, las mujeres, en casa, escondían la escopeta de caza, por si acaso, para evitar tentaciones. Cuando Libero Parri regresó, había empeñado hasta la granja, pero ni siquiera ese día lo vieron dudar. Se rió y bromeó durante toda la cena. Sabía que el futuro tendría que llegar y que él, solo, podía esperarlo sin miedo. Porque había veinticinco latas llenas de gasolina, en su cabaña, y ésa era la única gasolina en cien kilómetros a la redonda. Porque era el único hombre, desde allí hasta el horizonte, que sabía lo que era una junta de cardán y cómo se arreglaban los cojinetes. Porque, fuera a donde fuera, era el primero de los Parri, en seis generaciones, a quien las manos no le olían a vaca. Y por eso comió, aquella noche, con apetito. Hasta repitió de sopa de verduras. Luego, satisfecho, salió a mecerse en una silla, apoyado en la pared del jardín, de cara al crepúsculo. También estaba Tarìn, su amigo, el que era de Trezzate. Había ido a saludar, como quien no quiere la cosa, por prudencia. Pero del asunto del banco, de eso ni hablaron. Libero Parri parecía estar pensando en otras cosas.

—¿Lo has notado? —dijo en un momento dado, inspirando con satisfacción el aire de la noche.

—¿El qué? —preguntó Tarìn.

—El olor a estiércol —aclaró Libero Parri, volviendo a inspirar teatralmente.

Tarìn inspiró un par de veces, pero sin convicción.

—No hay olor a estiércol —dijo.

—Exactamente —concluyó Libero Parri, triunfal.

Era el tipo de cosas que lo volvían loco.

Por la noche se metió en la cama y de inmediato comprendió que había algo que no estaba en regla.

—¿Qué coño hay aquí abajo?

Su mujer se levantó, sacó la escopeta de caza de debajo del colchón y se fue a colocarla de nuevo en su sitio. Cuando regresó debajo de las mantas, Libero Parri estaba agitando una hoja de periódico.

—A ti es que no te da la gana de comprender —le dijo, y le pasó el periódico. Florence leyó que tres italianos, Luigi Barzini, Scipione Borghese y Ettore Guizzardi, habían recorrido dieciséis mil kilómetros en coche, saliendo de Pekín y llegando hasta París. Conduciendo un Itala de cuarenta y cinco caballos y mil trescientos kilos, habían atravesado el mundo y lo habían hecho en sólo sesenta días.

—Qué raro. No los he visto pasar por aquí —dijo Florence, pragmática.

—Yo sí —barbotó Libero Parri, de buena fe.

Porque él los había visto pasar. Los veía pasar a cada minuto de su vida, con inquebrantable confianza. Estaban cubiertos por el polvo; y con la mano, enguantada, saludaban.

El futuro llegó a pie, en 1911, una tarde de marzo en que llovía. Libero Parri lo vio desde lejos. Vio el largo sobretodo y reconoció las grandes gafas echadas hacia atrás, sobre el casquete de cuero. El automóvil no estaba allí, pero sí todo lo demás.

—Ya era hora —le susurró a Ultimo, que estaba enderezando la rueda de una bicicleta. Para evitar equívocos, escondió el bidón de leche que estaba parcheando y fue a sentarse cerca de una pila de neumáticos que acababa de comprar, usados, procedentes del cuartel de Brandate. Quedaban la mar de bien.

El hombre del sobretodo caminaba lentamente. Se protegía de la lluvia con un gran paraguas verde, y eso le proporcionaba cierto toque de irrealidad. Como de profecía, bien mirado. Llegó hasta el garaje y durante unos instantes estuvo mirando, inexplicablemente, a aquel chico y aquella bicicleta. Luego leyó el rótulo. Lo hizo con lentitud, con el aire de descifrar una inscripción antigua. Al final, bajó su mirada hasta Ultimo.

—¿Es verdad que aquí tenéis gasolina?

Ultimo se volvió hacia su padre. Libero Parri hacía como que contaba los neumáticos.

—Es verdad —dijo, con el tono de quien está ya cansado de contestar siempre la misma pregunta.

El hombre del sobretodo cerró el paraguas y se puso a cubierto, cerca de los neumáticos.

Se estuvo un rato allí, mirando cómo se iba inundando el campo, a su alrededor. Luego se dio la vuelta hacia Libero Parri.

—No quiero parecer descortés. Pero ¿qué coño significa abrir un garaje en medio de este barrizal?

—Tenemos una gran fe en los gilipollas que se quedan sin gasolina en mitad del campo.

El hombre miró atentamente a Libero Parri, como si hubiera empezado a verlo a partir de ese momento. Luego se sacó un guante y le tendió una mano.

—Encantado, conde D’Ambrosio. No se haga ilusiones: no soy tan gilipollas como aparento.

—Libero Parri, encantado. No me hago ilusiones.

—Muy bien.

—Muy bien.

Años después, acabarían en los periódicos, el uno junto al otro, casi reducidos a un nombre único: D’Ambrosio Parri. Pero entonces no podían saberlo aún. Sólo estaban al principio.

—¿De verdad tiene gasolina?

—¿Cuánta quiere?

—¿Y un baño con agua caliente?

Al final, el conde se quedó para secarse el alma frente al fuego de la cocina. Luego, Florence puso un plato más en la mesa y la cena discurrió entre mil chácharas. Hablaron de motores de metano, de las fábricas de Turín, de cómo había que cocinar una cabeza. Cuando el vino hizo su efecto, fueron derivando de manera chabacana hacia historias de mujeres andaluzas y perfumes franceses. Hasta se les escapó un chiste sobre el rey, pero fue mientras Ultimo estaba por ahí, cogiendo algo, en su habitación.

Era noche cerrada cuando D’Ambrosio decidió que ya era hora de marcharse. Se puso el sobretodo, se caló en la cabeza el casquete de cuero, se metió las gafas en el bolsillo y, poniéndose los guantes con gesto teatral, se dirigió hacia la puerta. Fuera, el viento se había llevado la lluvia y ahora la negrura de la noche parecía recién pintada.

—Qué maravilla —comentó D’Ambrosio, en el umbral, respirando el aire fresco. Se inclinó hacia su público y, sin añadir una palabra, se alejó. Desapareció en la oscuridad, caminando con cierta energía en la dirección en que había llegado.

Libero Parri fue a cerrar la puerta y luego volvió a la mesa. Se quedaron un rato allí, Florence, Ultimo y él, jugando con las migas sobre el mantel azul y blanco.

—Muy bueno el guiso —dijo Libero Parri, para ganar tiempo.

—Parecía que le gustaba, ¿no?

—Hasta se ha olvidado del paraguas —apuntó Ultimo.

Libero Parri hizo un gesto vago en el aire, como para decir que no tenían que ser demasiado intransigentes con él. Luego oyeron que llamaban a la puerta.

El conde D’Ambrosio parecía incluso más alegre que antes.

—Perdonadme el detalle, pero recuerdo claramente que cuando llegué yo tenía un coche.

Libero Parri reconstruyó para él la secuencia de la jornada. Desde la gasolina hasta el vino.

—Pues las cosas deben de haber ocurrido así —concedió el conde. Luego dijo que él se arreglaba perfectamente con un sillón. Nunca había tenido problemas de sueño.

Lo colocaron en la habitación con Ultimo, arreglando para ello un catre que se estaba estropeando en la bodega. Antes de apagar la vela, D’Ambrosio se precavió.

—No me hagas caso si hablo durante el sueño. Suele tratarse de cosas que no tienen interés.

Ultimo dijo que no era ningún problema, y que él también hablaba en sueños.

—Muy bien. Eso es algo que les gusta a las mujeres.

Luego añadió un comentario sobre el silencio del campo, pero no se entendió muy bien. Con un soplido apagó la vela. Ultimo se preguntó si sería conveniente decir algo del tipo buenas noches. Pero luego oyó un crujido y se dio cuenta de que el conde se había incorporado sobre un codo. Todavía le quedaba una duda por aclarar.

—¿Ya duermes?

—No.

—Tengo una pregunta.

—¿Sí?

—En tu opinión, ¿tu padre está loco?

—No, no, señor.

—Respuesta correcta, muchacho.

Ultimo oyó cómo se dejaba caer de nuevo sobre la cama, como si se hubiera quitado una preocupación de encima.

—Buenas noches, señor.

No se oyó respuesta alguna.

Sólo al cabo de un rato, Ultimo oyó una especie de refunfuño.

—Ya ves tú: hacía años que nadie me lo decía.

El día siguiente era domingo. Una vez lleno el depósito, el conde D’Ambrosio decidió que en una mañana tersa como aquélla sólo se podía hacer una cosa: clases de conducir. Sentado sobre una pila de neumáticos, Ultimo vio cómo su padre se colocaba aquellas grandes gafas y ponía las manos sobre el volante. Ya lo había visto, de esa misma manera, en el pasado, pero lo que iba a continuación era que su padre hacía el motor con la boca e imitaba las curvas, removiéndose en el asiento: pero, ciñéndonos a los hechos, el automóvil siempre estaba muy quieto. Esa vez, en cambio, iba en serio. Libero Parri escuchó los ordenados consejos del conde, mirando fijamente un punto imaginario que estaba por delante de él. Luego hizo una pregunta que Ultimo no oyó bien.

—No diga chorradas —respondió D’Ambrosio, aunque sonriendo.

Durante un rato no sucedió nada. Libero Parri seguía allí clavado, con la mirada delante de él. Las manos aferradas al volante, los brazos rígidos. Una estatua. Florence, que se había asomado a la puerta, con una gallina en la mano, muerta, movió la cabeza.

—¿Cuánto rato hace que no respira?

Antes de que Ultimo pudiera responder se oyó un chasquido mecánico. Luego el automóvil se movió dulcemente, perfecto, como una bola de billar sobre un tapete inclinado. Enfiló la carretera como si lo hubiera hecho toda la vida y se alejó sin prisas por el campo. Ultimo vio la nube de polvo que se levantaba redonda, sobre el campo, y durante un instante sintió que siempre estaría protegido, porque aquél era su padre, y su padre era Dios.

Estuvieron en silencio, hasta que el ruido del motor se perdió en la lejanía. Luego Ultimo dijo:

—Volverá, ¿no es cierto?

—Si consigue girar…

Más tarde sabrían que Libero Parri había querido entrar en el pueblo y, a pesar de las protestas del conde, lo había cruzado, a una velocidad constante, gritando frases inconexas que hacían referencia a las vacas, al director del banco y, tal vez, a las sotanas.

—No, yo no dije nada de sotanas.

—¡Qué raro! Juraría que escuché exactamente la palabra sotanas.

—Solanas, he dicho solanas.

—¿Solanas de mierda?

—Estercoladas, lo que quería decir es solanas estercoladas.

—¡Ah!

—Déjalo correr, conde, es algo que tú no puedes comprender.

Habían pasado a tutearse. Pero permanecían todavía en los apellidos.

—Te las has apañado bien, Parri.

—Tengo un buen maestro.

Tendría que haber acabado ahí, pero el conde sintió claramente que le faltaba un detalle a la disciplina de aquella jornada matinal. De manera que se dio la vuelta y se encontró con los ojos de Ultimo, suspendidos en el aire del patio, y que aguardaban. Parecía que estuvieran allí desde la prehistoria. Flotaban sobre el runrún del motor encendido todavía.

—¿Te gustaría dar una vuelta, muchacho?

Ultimo sonrió y echó un vistazo a su padre. Libero Parri dirigió su mirada a Florence. Florence se arregló un mechón de pelo detrás de la oreja y dijo:

—Sí, le gustaría.

De manera que trepó hasta el asiento, se colocó las manos debajo del culo y, para estar más alto, apretó los dedos cuanto pudo.

—¿Adónde quieres ir? ¿Pasamos por delante del colegio gritando «señorita de mierda»?

—No, quiero ir hasta el talud de Piassebene.

El talud de Piassebene era un inexplicable cambio de rasante en medio de la llanura. Nadie sabía muy bien qué es lo que había por debajo, pero, de hecho, el campo, que durante kilómetros discurría llano como un billar, allí daba un empellón hacia arriba, para luego volver a su mutismo. Y la carretera saltaba con el mismo. Cuando Ultimo y su padre pasaban por allí, a pie, siempre terminaban echando a correr, en cuanto llegaban abajo; y luego, en la cima del talud, le saltaban en pleno rostro a la llanura, gritando sus nombres. Después volvían a recomponer en silencio el paso ordenado de la gente de campo, como si nada hubiera sucedido.

—Vayamos hacia el talud de Tassabene.

—Piassebene.

—Piassebene.

—Todo recto.

El conde D’Ambrosio metió la marcha, preguntándose qué habría, en ese niño, que no era normal. Se acordaba de él el día anterior, en medio de aquella lluvia, agachado sobre la bicicleta, bajo el rótulo de GARAGE: por mucho que pudiera parecer absurdo, en aquel pequeño paisaje sobre todo estaba él: todo lo demás quedaba un paso atrás. De repente le vino a la memoria dónde había visto ya algo parecido, y era precisamente en los cuadros que relatan las vidas de santos. O de Cristo. Siempre estaban llenos de gente, y todos hacían cosas que incluso eran extrañas, pero el santo era a quien uno veía de inmediato, no había ni que buscarlo: el que entraba primero por los ojos era el santo. O Cristo. Tal vez estoy paseando en coche al Niño Dios, se dijo carcajeando: y se volvió hacia él. Ultimo miraba delante de él, con los ojos tranquilos, sin preocuparse por el aire o por el polvo: serio. Ni siquiera se dio la vuelta cuando dijo en voz alta:

—Más rápido, por favor.

El conde D’Ambrosio volvió a concentrarse en la carretera y vio el talud justo delante de ellos, absurdo y nítido, en la pereza del campo. En otras circunstancias, habría aflojado el acelerador para secundar la joroba del terreno con la fuerza ligera de una inercia controlada. Con cierto estupor, se sorprendió dando gas como un niño.

En el cambio de rasante, los 931 kilos del monstruo se despegaron del suelo con una elegancia que había sido guardada en secreto, desde siempre. El conde D’Ambrosio oyó el motor rugiendo en el vacío, e intuyó el batir de alas con que las ruedas se enroscaban en el aire. Con las manos agarradas al volante, gritó con un grito de sorpresa mientras el chiquillo, a su lado, con frialdad y alegría distintas gritaba, sorprendentemente, su propio nombre, a voz en cuello.

Nombre y apellido, para ser exactos.

El coche tuvo que ir a recuperarlo Libero Parri, con la carreta y los caballos. Lo arrastraron hasta el taller y luego tuvieron trabajo para una semana. Volar, había volado bien. Lo único es que después se había desmontado un poquito.

Cuando el conde regresó para llevárselo, el domingo siguiente, parecía nuevo de fábrica. Libero Parri le había sacado brillo con una sabiduría a la que no eran ajenos los años transcurridos abrillantando vacas para la exposición anual de la feria bovina. El conde lo comentó con un silbido de admiración, que ya había sido ensayado muchas veces en los burdeles de media Europa. Luego sacó una bolsa de cuero marrón y la lanzó hacia Libero Parri.

—Ábrela.

Libero Parri la abrió. Dentro había gafas, casquete de piel, un fular rojo y un chaquetón que llevaba cosida una etiqueta que decía: D’Ambrosio Parri.

—¿Qué significa esto?

—¿Has oído hablar de las carreras de coches?

Libero Parri había oído hablar de ellas. Eran cosa de ricos.

—Necesito un mecánico que corra conmigo. ¿Qué me dices?

Libero Parri tragó saliva haciendo un ruido extraño.

—Yo no tengo tiempo para cosas de ésas. Yo tengo que trabajar.

—Cuarenta liras al día, más gastos y la cuarta parte de los premios.

—¿Premios?

—Cuando ganemos.

—Cuando ganemos.

—Eso es.

Luego los dos se volvieron, instintivamente, hacia la puerta, como si los reclamara algún ruido. Todo estaba en silencio; y la puerta, abierta de par en par; y el umbral, desierto. Permanecieron un instante con la vista clavada allí, como a la espera. Ultimo pasó por el marco de la puerta, sin apercibirse siquiera de su presencia, atento como estaba a que no se le cayera de los brazos el haz que llevaba. Del mismo modo en que había aparecido, desapareció.

—¿Y quién convence a Florence? —dijo Libero Parri.

Pero el conde D’Ambrosio parecía no haber oído nada.

—Ese chiquillo tiene algo.

—¿Quién, Ultimo?

—Sí.

—No tiene nada.

—Sí, tiene algo.

Libero Parri levantó los ojos hacia el cielo, incómodo, como alguien al que han pillado haciendo trampas con las cartas.

—No tiene nada, lo único es que… Es que tiene la sombra de oro.

—¿Cómo dices?

—Es algo que se dice por aquí. Hay gente que tiene la sombra de oro, eso es todo.

—¿Y eso qué quiere decir?

—No sé…, son distintos, y la gente los reconoce. A la gente le gustan los que tienen la sombra de oro.

El conde no parecía muy convencido. Libero Parri aventuró una explicación.

—Es que él ya se ha muerto un par o tres de veces… Cuando era pequeño, siempre lo daban por difunto, pero él siempre se salía bien del paso. Quién sabe, a lo mejor son cosas que te cambian.

Al conde D’Ambrosio le vino a la cabeza la única mujer a la que había amado más que al tenis y que a los automóviles. Cuando uno entraba en una habitación llena de gente, podía sentir si ella estaba allí sin que fuera necesario verla o saber que se había quedado en casa. Y en el teatro no era necesario buscarla: era lo primero que veían tus ojos. No es que fuera muy hermosa. Y hasta era difícil averiguar si era, de verdad, inteligente. Pero la luz estaba donde ella estuviera, y ella era el cuadro. Tenía la sombra de oro, comprendió.

—De Florence me ocupo yo.

Libero Parri se echó a reír.

—Tú no la conoces.

—Eso lo arreglo en un momento.

El conde D’Ambrosio estuvo con Florence unos diez minutos, sentado a la mesa de la cocina. Le explicó lo que eran las carreras, dónde se disputaban y por qué.

—No —dijo ella.

Entonces él le habló del dinero y del público y de los viajes.

—No —dijo ella.

De manera que le explicó lo que significaba la celebridad en el mundo de los negocios. Y le aseguró que delante de aquel taller, dentro de algunos meses, habría cola.

—No —dijo ella.

—¿Por qué?

—Mi marido es un soñador. Y también lo es usted. Despiértense.

Entonces el conde D’Ambrosio estuvo un rato pensando. Luego dijo:

—Quiero contarle algo, Florence. Mi padre era un hombre muy rico. Mucho más rico que yo. Lo dilapidó casi todo persiguiendo un sueño absurdo, un asunto de ferrocarriles, una bestialidad. Le gustaban los trenes. Cuando empezó a vender las propiedades yo me fui donde estaba mi madre y le pregunté: ¿Por qué no lo detienes? Tenía dieciséis años. Mi madre me dio una bofetada. Luego me dijo una frase que ahora usted, Florence, tiene que aprenderse de memoria. Me dijo: si amas a alguien que te ama, nunca desenmascares sus sueños. El más grande, e ilógico, eres tú.

Sin esperar siquiera una respuesta, se despidió con gran cortesía y salió al patio. Libero Parri estaba arreándole martillazos a un capó que había encontrado, meses antes, en la cuneta de la carretera de Piàdene. Pensaba hacer con él un tejado para la leñera.

—Todo arreglado —escandió el conde, frotándose las manos.

—¿Qué ha dicho?

—Ha dicho que no.

—Ah.

—Empezaremos el domingo que viene. Se disputa la Venecia-Brescia. —Y empezó a encaminarse hacia su automóvil.

—Pero si ha dicho que no…

—Ha dicho que no, pero ha pensado que sí —respondió el conde, desde lejos.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—¿Que yo cómo lo sé?

—Eso mismo.

El conde D’Ambrosio se detuvo. Buscó unos instantes la respuesta. Pero no la encontraba. Se dio la vuelta. Se encontró a Florence delante de él. Sólo Dios sabía cómo había llegado hasta allí. Le habló en voz baja, para que sólo él la oyera, pero recalcando las palabras. Con dulzura.

—Su padre no dilapidó nada de nada, es uno de los hombres más ricos de Italia, y probablemente los ferrocarriles no le han importado nunca un carajo. En cuanto a su madre, descarto que le haya dada una bofetada alguna vez en toda su vida.

Hizo una breve pausa.

—Admito que la frasecita sobre los sueños no está nada mal, pero frases como ésa sólo son verdaderas en los libros: en la vida, son falsas. La vida es endemoniadamente más complicada, créame.

D’Ambrosio hizo un gesto que quería decir La creo.

—De todas formas, tiene usted razón. He dicho que no, pero pensaba que sí. El porqué no se lo digo. Y, es más, ¿sabe una cosa?, no me lo diré ni a mí misma, de esta manera todos estaremos más tranquilos.

D’Ambrosio sonrió.

—Procure traérmelo de vuelta a casa. Que ganéis o que perdáis me importa un comino. Tan sólo procure traérmelo a casa de vuelta. Gracias.

D’Ambrosio contempló cómo se daba la vuelta y volvía para casa. Por vez primera, y sin ambages, pensó que era una mujer hermosa. Una visita al sastre no le vendría nada mal, claro: pero aquélla era una mujer hermosa.

—¿Entonces? —preguntó en voz alta Libero Parri.

El conde hizo un gesto en el aire que podía significar un montón de cosas.

La Venecia-Brescia la disputaron a lo grande durante tres cuartas partes del recorrido; luego, en un pueblecito que se llamaba Palù, el conde se arrimó a la acera y apagó el motor.

—Hay un sitio por aquí donde hacen un conejo que quita el aliento.

Libero Parri descubrió más tarde que la cocinera redondeaba con una habitación en el piso de arriba donde, decía, uno podía reposar un rato. El conde reposó un rato. Libero se limitó al conejo. Que, en efecto, no estaba nada mal.

—A mí ya me está bien, porque el dinero lo voy a ganar de todas maneras —dijo luego, cuando volvieron a subirse al automóvil—. Pero ¿qué voy a contarle a Ultimo?

El conde no respondió. Pero en la carrera siguiente se mantuvo pegado al culo del Peugeot de Alberto Campos —un argentino que no perdía ni una sola competición desde hacía cinco meses y once días— y no lo soltó hasta que, bajo un aguacero infernal, se inventó un adelantamiento por el exterior con el que la gente, la de aquellas tierras, todavía sueña hoy en día.

—Esto es lo que vas a contarle —dijo más tarde, cuando se bajó del coche, convertido en un monumento al barro.

Llegaron terceros en Turín, octavos en Ancona e, inesperadamente, en primer lugar en las montañas sicilianas. En un periódico apareció una fotografía de ambos en la que parecían insectos gigantes. El pie de foto decía: D’Ambrosio Parri, la intrépida pareja que ha domado los virajes del Collado de Tarso. Ultimo la recortó y se la pegó sobre la cama. Por las noches la miraba e intentaba imaginarse lo que eran, exactamente, esos virajes. Se mostraba inclinado a pensar que se trataba de animales salvajes, de larga pelambrera, y con su característico andar flexible. Vivían por encima de los mil metros: cuando estaban hambrientos, podían ser letales. Un día Libero Parri cogió una hoja de papel y se los dibujó. Hizo una montaña, y la carretera que iba ascendiendo, un viraje tras otro, hasta la cima. En vez de sentirse decepcionado, Ultimo se quedó encantado. Para un niño crecido en un campo cuya única anomalía en el horizonte era el cambio de rasante de Piassebene, aquella carretera que se deslizaba en ascenso con la frialdad de una serpiente era una hipérbole de la imaginación. Puso su dedo encima de ella y la recorrió desde el principio hasta el final.

—Por el otro lado es igual, sólo que de bajada —aclaró Libero Parri.

Ultimo hizo con el dedo la bajada. Luego le preguntó a su padre si podía hacerlo de nuevo.

—Puedes.

Esta vez le puso también el ruido del motor, con la boca, y el chirrido de los frenos. Con la cabeza seguía el ritmo de las curvas: bajo el trasero sentía el empuje de la fuerza centrífuga y, en sus manos, la sacudida de los bandazos. En toda su vida habría hecho más o menos cuatro kilómetros en coche, pero conocía todo eso. Porque el talento verdadero es tener las respuestas cuando todavía no existen las preguntas.

Más adelante, D’Ambrosio cogió mal una curva, cerca de Livorno, una vez que iba remontando, y del trance salió con una muñeca destrozada. De manera que durante un tiempo no se volvió a hablar del tema. Tan sólo, un domingo, fueron todos a Mantua porque corría Lafontaine, y Lafontaine era, entre todos los pilotos, el más grande. Fue la primera y la única carrera que Ultimo vio en su vida.

En contra de todas las expectativas, también Florence había aceptado ir allí.

—Si es necesario que yo vea una carrera, que sea por lo menos una en la que sean otros los que se maten, y no vosotros.

El conde había conseguido unos sitios en la tribuna que se encontraba delante de la llegada, donde estaban las señoras de grandes sombreros, y donde los niños llevaban chaquetas con botones dorados. Libero Parri, que estrenaba una camisa de cuadros y se había peinado hacia atrás para la ocasión, empezó a sudar incordiado cuando todavía tenían que subir. Se comportó bien un rato, agitándose en el asiento, luego empezó a farfullar que desde allí no se veía nada. Al final, cogió a Ultimo de la mano y se largó, dejando a Florence con el conde, al que le hacía explicar qué era una carrera de automóviles. Enfilaron una callejuela que se internaba entre las casas y guiándose por el olfato cruzaron toda la ciudad hasta desembocar en la zona del río. La carretera de tránsito, que durante kilómetros iba por el campo flanqueando el agua, allí giraba bruscamente a la derecha, para embocar un puente, y luego se volvía a extender por la orilla opuesta, corriendo paralela a las murallas.

—Aquí sí que hay algo que ver —decidió Libero Parri.

Se abrió paso entre la gente, pero no había forma de poder llegar hasta el borde de la carretera. Al final le dio cinco liras a un zapatero que tenía un taller a dos pasos del puente y a cambio obtuvo dos sillas y un cinturón de ternera para Florence.

—Pero es horrible —objetó Ultimo.

—No pienses en ello y súbete a la silla.

Ultimo miró la página de periódico que el zapatero había colocado sobre el mimbre cuidadosamente, y casi le dio la impresión de que estaba poniéndole los pies encima a un rey y a un embajador prusiano. Pero, en cuanto hubo subido, se olvidó de todo, porque el puente y la ese blanca de la carretera estaban ante sus ojos, en la luz del mediodía, como un regalo del creador, dibujado expresamente para sus ojos de niño.

—Es bellísimo —dijo. Tan sólo estaban la carretera y el puente, no había ni rastro de un automóvil que lo encareciera, pero él dijo: Es bellísimo. Sin darse cuenta de nada, únicamente veía aquella ese de tierra batida, como un trazo de lápiz dejado sobre el papel del mundo por la mano precisa de un artista. La gente, los colores, los árboles alineados no eran nada más que una molestia destinada a apagarse. Ruidos y olores se abrían paso a duras penas en su percepción, como un eco lejano. En sus ojos, tan sólo existía aquel movimiento de danza y sólo eso: curva y contracurva, como el destilado de una sabiduría geométrica que, tras haberse equivocado miles de veces, allí había encontrado su perfección. Y cuando, al final, llegaron los automóviles, anunciados por un escalofrío desordenado de la multitud, los vio a duras penas, porque la verdad es que sus ojos seguían mirando la carretera, únicamente ella, escrutando el ritmo con que respiraba aquellos monstruos metálicos —los tragaba, tal vez— uno tras otro, dando cabida a su violencia para convertirla a su inmovilidad, regla contra el caos, orden impuesto al azar, cauce para el agua, número para contar el infinito. Se evaporaban, aquellos automóviles regios, en una nube de polvo, derrotados.

En aquella mente chiquilla capaz de un axioma parecido —que fuera la carretera la que reclamara a los automóviles, y no lo contrario— ya estaba inscrita toda una vida. Qué curioso resulta que la gente sea ya ella misma antes de llegar a serlo.

Hasta que su padre vio una pequeña figura femenina remontar por el viento de la carrera con pequeños pasos: buscando algo entre la multitud, despreocupada del peligro.

—¿Qué está haciendo Florence ahí?

Se olvidó de todo y fue en su búsqueda, abriéndose paso entre la gente, dando codazos como un loco. Ultimo saltó de la silla y se fue tras él. Llegaron delante de Florence justo a tiempo para poder ver cómo le pasaba a un palmo, como una flecha, el Lancia número 21, conducido por Botero.

—¿Qué haces aquí?

Florence estaba cubierta de polvo. Se dejó llevar de allí tranquila, con una quietud que no le pertenecía. Cuando Libero Parri intentó comprender qué diablos le había ocurrido, ella dijo:

—Nada, lo único que pasa es que quería estar cerca de ti.

Tenía en su rostro algo así como un reflejo de espanto.

Al final, cuando todo terminó, mientras la multitud se desperdigaba hacia sus casas, el conde los hizo entrar en el área reservada a los pilotos: allí se bebía champagne y se podían ver de cerca los automóviles. Muchos hablaban francés. Libero Parri se quedó en una esquina, cogiendo a Florence de una mano y controlando de lejos a Ultimo, quien había ido a mirar el Fiat de Barthez. De vez en cuando pasaba algún mecánico que lo reconocía, y que lo saludaba haciéndole una señal con la mano. Él respondía haciéndoles un gesto con la cabeza, sin darles demasiada cuerda. No veía llegar el momento de marcharse. No sabía muy bien por qué, pero era así. En un momento dado vio a Lafontaine, quien con paso decidido iba hacia la salida, regiamente encerrado en sus cavilaciones, con la vista gacha, los labios apretados bajo el mostacho en forma de manillar, impecable. La gente se apartaba y lo dejaba pasar, porque él era el más grande. Ni siquiera se había sacado el casquete de cuero y sujetaba bajo el brazo la copa que acababa de ganar, con una despreocupación que rozaba el fastidio. Libero Parri nunca lo había visto en persona, pero lo sabía todo sobre él, incluida la historia aquella de que por la noche le gustaba conducir con los faros apagados, para sorprender a sus adversarios y, según decía él, para no molestar a la luna. Estaba pensando en dar unos pasos hacia él e ir a estrecharle la mano, para darle un sentido a aquella extraña jornada, cuando vio que Lafontaine levantaba la vista, se daba la vuelta, y saludaba a un chiquillo llevándose en broma la mano a la visera que no tenía. Luego vio que se detenía y que volvía sobre sus pasos para acercarse a aquel chiquillo que, inmóvil, estaba mirándolo. Se acuclilló delante de él y le dijo algo.

Libero Parri le dio con el codo a Florence, indicándole la escena.

—Tu hijo —le dijo, con el aire de estar señalando algo obvio.

—Y ese que está en cuclillas ¿quién es? —preguntó ella.

—Lafontaine.

—¿Lafontaine, el más grande?

—El mismo.

—¿Lo sabe Ultimo?

Libero Parri se encogió de hombros. No sabía qué decir. No obstante, vio cómo su hijo señalaba algo sobre la cabeza de Lafontaine. Lafontaine se echó a reír y se sacó las grandes gafas del casquete de cuero negro. Se las pasó por una manga de la chaqueta, para quitarles el polvo. Luego se las tendió a Ultimo. Ultimo las cogió en la mano y sonrió. Lafontaine entonces se levantó: le hizo una nueva carantoña en la cabeza, diciéndole algo, y se marchó de allí. Siguió caminando con la mirada baja, encerrado en su realeza. Libero Parri vio que pasaba por delante de él, pero no se movió, porque la idea de estrecharle la mano le pareció, de repente, superada.

Por la noche, en cuanto regresó a casa, Ultimo hizo que le colgaran las gafas en la pared, sobre su cama, junto a la foto de D’Ambrosio Parri en el Collado de Tarso.

—La verdad es que yo quería el casquete de cuero, no las gafas. Pero él no me ha entendido.

—Qué lástima —dijo Libero Parri.

La temporada de las carreras acabó con la llegada de los primeros barros, a principios de octubre. Libero Parri había guardado algo de dinero para mantener a raya al banco, pero la cola, delante de su taller, seguía sin aparecer.

—Es que estamos un poquito a trasmano —le explicó a Florence.

Secretamente, sin embargo, empezaba a tener sus dudas. Recorrer Italia con las carreras le había hecho comprender que todo el mundo soñaba con los automóviles, pero que eran poquísimos los que de verdad los tenían. Todavía eran una diversión para ricos a los que les sobraba el tiempo: trabajar de mecánico era como vender raquetas de tenis. Tal vez, pensó Libero Parri, siete años después de haber trocado un establo por un garaje, el futuro se haya perdido por el camino.

En el mundo debía de haber un hombre que supiera de qué iba el tema: y Libero Parri decidió que ese hombre era el señor Gardini. Gardini era un hombre genial de la Liguria que a principios de siglo había decidido, de manera parecida a como hiciera Libero Parri, que el futuro era el automóvil. Así que, junto a dos hermanos suyos, había alquilado un hangar, en la periferia de Turín, y se había puesto a trabajar sobre algunas ideas suyas, aparentemente visionarias, pero que en realidad no tenían nada de imbéciles. Ya había tenido cierto éxito con la producción de bicicletas: tras siete meses, del horno salió un automóvil de nueva y brillante concepción. Cuando se topó con el problema de ponerle un nombre, eligió Itala. Eran tiempos en que todavía no se había decidido si los automóviles eran de género masculino o femenino. Había anuncios que decían: «He comprado un automóvil seguro y hermoso». Pero Gardini tenía otra opinión. Tenía en la cabeza algo que fuera dócil, que respondiera a los mandos, y cuya belleza se transfigurara únicamente en las sabias manos del piloto. Por tanto, teniendo en cuenta que era un machista vergonzoso —como todos, en aquella época— no tenía dudas: el automóvil era mujer. De manera que lo que inventara recibió el nombre de Itala. Como ya se ha dicho, diñarla y poner nombres: uno no hace nada más sincero, probablemente, en todo el tiempo en que está vivo y coleando sobre la faz de la tierra.

Libero Parri había aprendido a amar ese nombre en la época del raid Pekín-París, cuando un automóvil construido para la ocasión por el señor Gardini dejó atrás a todos los mejores fabricantes del mundo, cruzando en primer lugar la meta ante la incredulidad generalizada. Todavía se acordaba de cuando se puso a agitar el periódico bajo las narices de Florence, para demostrarle que los automóviles existían, y de qué manera, y además cruzaban el mundo. Es cierto que ella había contestado de aquel modo, pero de todas formas Libero Parri se acordaba de esos momentos con nostalgia. Años después, a la llegada de una carrera, allá por Rímini, el conde le había señalado a un señor delgaducho, vestido con elegancia, y le había dicho que aquel señor era Gardini, el del Itala. Libero Parri había ido a estrecharle la mano y se habían quedado allí, charlando un rato. A Gardini le gustó toda aquella historia de las veintiséis vacas piamontesas. «Venga algún día a verme», dijo al final.

—Me voy a ver al señor Gardini —comunicó Libero Parri a su mujer, mientras estaban en el cementerio, el día de difuntos.

—¿Quién es?

Libero Parri se lo explicó.

—¿Y por qué vas a verlo?

Libero Parri le dijo que iba a verlo porque tenía que preguntarle una cosa. Era verdad. Se había preparado una pregunta sintética y clara porque sabía que los magnates de la industria no tienen tiempo que perder y todos van directos al grano. La pregunta era como sigue:

—Señor Gardini, dígame la verdad, ¿tengo que volver a comprarme las veintiséis vacas piamontesas?

Pero a Florence no se la formuló de esta manera, en toda su integridad. Se quedó en los términos generales y le dijo que tenía que pedirle un consejo sobre los nuevos modelos.

—¿Por qué no te llevas contigo a Ultimo? —dijo ella, sin profundizar en el asunto de los nuevos modelos.

Eso de llevar a Ultimo la verdad es que a Libero Parri no se le había pasado por la cabeza. De entrada estaba el problema del dinero. Y además había crecido en un mundo en el que ni siquiera los padres iban a la ciudad, no hablemos ya de sus hijos.

—De paso le enseñas Turín. Le haría tan feliz.

No se equivocaba. Seguía existiendo el problema del dinero, pero no se equivocaba lo más mínimo.

Partieron el 21 de noviembre de 1911, en el carro de Tarìn. Luego tenían pensado que ya encontrarían quien los llevara. Si las cosas se torcían, siempre les quedaría el tren. Llevaban una maleta para los dos, comprada para la ocasión. Ultimo había metido hasta las gafas de Lafontaine. Tenía catorce años, era pequeño y delgado como un crío de primaria, y estaba a punto de ver Turín.

Florence los besó a ambos como si se fueran a América. Había insistido en que su marido se llevara también una botella de conserva hecha en casa. No quería que se presentara ante el señor Gardini con las manos vacías. Y, además, algo le rondaba por la cabeza.

—Ya que estamos, ¿podrías hacerle una pregunta de mi parte? —le preguntó a Libero Parri mientras estaba abrazándolo.

—¿Cuál?

—Pregúntale si, en su opinión, tendríamos que volver a comprarnos las veintiséis vacas piamontesas.

Libero Parri intuyó de repente un montón de cosas sobre la institución del matrimonio.

—Lo haré —dijo, serio.

La secretaria del señor Gardini tenía una pierna de madera y un curioso defecto de pronunciación: ambas, características singulares en una secretaria. Los acogió con una simpatía algo formal. Les preguntó si tenían concertada una cita.

—El señor Gardini me dijo que viniera a verlo —respondió Libero Parri.

—No me diga.

—Pues sí. ¿Y eso cuándo fue, concgetamente?

No pronunciaba bien las erres.

—Pues sería por el mes de junio, sí, fue en junio…, estábamos por Rímini.

—Pegfecto. Y el señor Gagdini le dijo que viniera a veglo.

—Correcto.

La secretaria permaneció un instante con la mirada perdida en el vacío, como si se le hubiera caído un empaste.

Luego dijo:

—Un momento, nada más.

Y desapareció en algún lugar.

Libero Parri sabía exactamente lo que estaba haciendo. Era evidente que si hubiera pedido una cita con el señor Gardini nunca la habría conseguido. De manera que había concebido un plan. La primera parte era representar el papel de campesino palurdo. La segunda se había puesto en marcha tres horas después de que la secretaria hubiera estado yendo arriba y abajo, disculpándose muchas veces, y rogándoles que esperaran, que a lo mejor el señor Gardini encontraría tiempo para.

¿A lo mejor? Libero Parri se levantó. Detestaba recurrir a ese truco, y por regla general solía evitarlo. Pero allí se trataba de una cuestión de vida o muerte.

—Voy a salir un momento —le dijo a Ultimo—. Coge esto y no te muevas de ahí. Antes o después, volveré.

Ultimo cogió la botella de conserva y la colocó cerca de él.

—De acuerdo —dijo.

Libero Parri salió de la Itala y caminó sin prisas hasta el Po. Permaneció allí mirando las colinas al otro lado del río, sentado en un banco. Desprendían riqueza y elegancia. Cuando llegó la hora de comer, encontró una bodega en las que hacían una sopa que no estaba nada mal y un curioso pastel de castañas. En cuanto acabó de comer, se quedó fumando con un cartero anarquista que tenía tres hijas y las había llamado Libertad, Igualdad y Fraternidad. Bonitos nombres, dijo Libero Parri. Lo pensaba de verdad. Eran ya las tres cuando se presentó delante de la secretaria que tenía una pierna de madera. Ella lo miró con una sonrisa y sin dejar de sonreír le dio la buena noticia.

—Su hijo está con el señog Gagdini.

—Lo sé —respondió Libero Parri, con un tono neutro.

Entonces la secretaria lo acompañó hasta el taller y allí encontraron a Gardini y a Ultimo, inclinados sobre un motor, mientras estudiaban determinado sistema de lubricación.

—Éste es el padre del muchacho —comunicó la secretaria, remarcando aquella erre, que sin duda era de las pocas que le salían bien.

Gardini miró al recién llegado con la cara de alguien que está buscando en vano en su memoria. Pero cuando Libero Parri mencionó la historia de las veintiséis vacas piamontesas, entonces alguna cosa se le pasó por la cabeza. Fue cordial y amistoso, como su traje de corte inglés, deportivo.

—Le estaba enseñando a su hijo lo que los franceses no consiguen copiarnos.

Luego dieron una vuelta por el taller, y la cosa les duró sus buenas dos horas, porque Gardini hablaba de aquello como si de su hija se tratara. Era bastante increíble lo que había conseguido levantar. Sólo en aquel taller habría unos doscientos obreros. Gardini los conocía a todos en persona y los saludaba por su nombre. De vez en cuando presentaba a Libero Parri: él ponía una sonrisa enorme e intentaba esconder su pena. Porque para quien ha nacido campesino, el obrero siempre es un perro encadenado. La visita terminó en la sección de peletería, donde se elaboraban los asientos y las capotas, y todos parecían sastres. Al final acabaron en el patio, viendo los automóviles flamantes que aguardaban alineados un futuro de polvo y de champagne. Sólo entonces Libero Parri volvió a acordarse de lo que había ido a hacer allí. Y halló la valentía de decirle al señor Gardini que necesitaba hablar un momento con él, en privado. Tenía una pregunta que hacerle.

—Pues entonces tendremos que volver a mi despacho —dijo cordialmente Gardini, para quien, a esas alturas, la jornada se había ido a la mierda.

Ultimo se quedó fuera, esperando. Sentado en un sofá de mimbre, se puso a analizar a la secretaria. En un momento dado le preguntó:

—¿Por qué tienes una pierna de madera?

La secretaria levantó la vista de la carta que estaba copiando. Instintivamente, se llevó una mano a la rodilla. Luego respondió con una calma y una dulzura para las que ni siquiera ella estaba preparada. Dijo que había sido un accidente. Un coche, un día que estaba lloviendo, allá en su pueblo.

—¿Un Itala? —preguntó Ultimo.

La secretaria sonrió.

—No.

Pero se dio cuenta de que de aquella forma no había contestado.

—Al volante iba el hegmano del señog Gagdini.

—Ah —comprendió Ultimo.

Luego preguntó si era verdad que de vez en cuando se notaba algo así como un cosquilleo, como si allí estuviera todavía la pierna de verdad. A la secretaria se le saltaron las lágrimas de los ojos. Hacía tres años que se encontraba con gente con ganas de hacerle esa pregunta, y ahora alguien, por fin, había tenido el valor de hacérsela. Fue como una liberación.

—No, eso son chogadas.

Se rieron.

—Chorradas —repitió Ultimo, porque aquella palabra había esperado tanto tiempo que ahora se merecía todas las erres que fueran necesarias.

Libero Parri salió del despacho de Gardini cuando ya hacía un buen rato que había oscurecido. Los dos hombres se estrecharon la mano con una energía que quería decir un montón de cosas. No se les escapó un abrazo porque eran gente del norte, de esos que se avergüenzan incluso de sus propios movimientos. Gardini le estrechó la mano también a Ultimo.

—En fin, buena suerte, muchacho.

—Que usted también la tenga, señor.

—Ten cuidado con los coches, pueden hacer daño.

—Lo sé, señor.

—Todo saldrá bien.

—Sí.

—Y a lo mejor volvemos a vernos dentro de unos años, tú al volante de un Itala, y campeón del mundo.

—No es eso lo que tengo en mente, señor.

Gardini movió la cabeza, como si le hubieran pillado a contrapié.

—¿Ah, no? ¿Pues, entonces, qué tienes en mente?

Para Ultimo no era fácil contestar a esa pregunta. Eran cosas a las que todavía no les había puesto nombre. Como animalillos recién encontrados en el bosque.

—No sé, señor, me resulta difícil explicarlo.

—Inténtalo.

Ultimo estuvo un rato pensativo.

Luego hizo un gesto en el aire, como dibujando una serpiente.

—Las carreteras —dijo—. Me gustan las carreteras.

No dijo nada más.

Él y su padre se marcharon de allí cogidos de la mano. La secretaria los acompañó hasta la puerta de entrada y todavía seguía despidiéndose de ellos cuando, una vez cruzado el paseo, se volvieron un instante hacia ella.

Aquella velada Ultimo la recordaría siempre. El padre estaba eufórico porque el señor Gardini le había dicho que él no tenía una respuesta para su pregunta: pero sí un consejo. Y una propuesta.

—A la zona donde usted vive, señor Parri, los automóviles llegarán cuando nosotros dos ya estemos muertos y enterrados. Escúcheme, allí necesitan otra cosa.

—¿Vacas? —había aventurado, pesimista, Libero Parri.

—No, camiones.

Automóviles para el trabajo, le había explicado. Camiones, máquinas para trabajar la tierra, furgonetas.

—Ya sé que es menos poético: pero con esas cosas se puede hacer dinero.

Había añadido que él no tenía a nadie que vendiera sus camiones en aquella zona del campo.

—¿Camiones Itala? —había preguntado Libero Parri, con dificultad, porque le parecía una blasfemia.

—Pues sí.

Media hora después se había convertido en el único vendedor autorizado de los camiones Itala en trescientos kilómetros a la redonda, contando a partir de su casa. Cuando firmó el contrato que Gardini le había colocado bajo los ojos, notó claramente cómo el olor a estiércol se iba despidiendo, para siempre, de su vida.

Así que caminaban hacia el centro de la ciudad, Ultimo y él, decididos a festejar el inicio del descenso, después de tantas subidas. Llegaron a una plaza enorme, que tomaron por Plaza Castello, y emplearon un buen rato en buscar el palacio real. No lo encontraron, porque allí no estaba, pero en compensación se toparon con un pequeño restaurante que ofrecía fritos variados y un buen vino. Ultimo no había comido en un restaurante en su vida. Su padre le dijo que, de hecho, los campesinos no van nunca al restaurante. Luego añadió que los vendedores autorizados de camiones, en cambio, sí lo hacen. Y empujó la puerta para entrar. El batiente, de madera y vidrio, hizo sonar una campanilla con dos notas que resonó en la cabeza de Ultimo con un matiz de pecado que ningún burdel lograría ya igualar. Una vez en el interior, se comportaron con circunspección hasta el tercer vaso de vino. Luego todo lo demás fue como la seda. La camarera era de su tierra, y se olvidó de apuntar el postre en la cuenta. Al salir, sus pasos eran los pasos de los bailarines argentinos, y la campanilla de la puerta, el repique de campana en un día festivo. Fuera, la ciudad había desaparecido, tragada por una niebla que, en teoría, no debería haberlos sorprendido. Pero lo que en la oscuridad de sus campos era tan sólo leche negra, allí era un velo regio, sujeto por las luces de las farolas y levantado de tanto en tanto por el soplo de los faros que circulaban, ojos encendidos de automóviles. Con las solapas levantadas, las manos en los bolsillos, se dejaron llevar hacia el orden desgarrador de aquella ciudad en la que todo estaba alineado, como a la espera de un «rompan filas» que nunca llegara. Caminaban lentamente, respirando niebla. Con la melancolía que es el regalo último del vino, Libero Parri empezó a hablar, la cabeza gacha, pescando en algunos de sus recuerdos. Sentía los pasos de su hijo, a su lado, y hablaba porque era una forma de hacer que durara aquel momento y aquella cercanía. Le entraron ganas de contarle cosas de su madre, a la que Ultimo no había visto nunca: la manera que tenía de cascar las nueces, y las extrañas ideas que tenía sobre el Juicio Universal. El día en que había ido a sacar a su marido del río, y el otro en que decidió no volver a dormir nunca más. Le contó que en aquel entonces había dos caminos para volver a casa, pero que sólo en uno se percibía el perfume de las moras, siempre, incluso en invierno. Dijo que era el más largo. Y que su padre siempre cogía ése, incluso cuando estaba cansado, incluso cuando estaba agotado. Le explicó que nadie tiene que pensar que está solo, porque en cada uno de nosotros vive la sangre de quienes lo engendraron, y es algo que se remonta hacia atrás, hasta la noche de los tiempos. De manera que sólo somos la curva de un río que viene desde lejos y que no se detendrá después de nosotros. Ahora, por ejemplo, es fácil hablar de automóviles, y pensar que todo ha nacido así, de golpe. Pero el hermano de su padre no había trabajado la tierra y, antes de él, la mujer que lo había engendrado se había fugado con un prestidigitador al que todos recordaban todavía porque fue el primero que había llevado una bicicleta al pueblo. A veces, no hacemos más que concluir trabajos que habían quedado a medias. Y empezar trabajos que otros terminarán por nosotros. Lo decía mientras seguía caminando, aunque a esas alturas hacía un rato ya que había dejado de saber adónde iba. Llevado por sus involuntarios pasos, había empezado a dar vueltas alrededor de una manzana, porque una forma de inercia prudente, tal vez engendrada por la niebla, lo había impulsado a rechazar, en determinado momento, cruzar la calle. Así, sin darse cuenta siquiera, había girado a la izquierda, siguiendo la orilla de los edificios, y desde allí, prosiguiendo con el giro hacia la izquierda, era como si hubiera encontrado un carril que fuera suyo, un amparo para sus palabras. Cuando acabaron la primera vuelta, Ultimo se encontró delante de un escaparate que ya había visto, y que no esperaba volver a ver en su vida. Se quedó estupefacto. Habían caminado sin pensar, como hacen los que se pierden: pero la ciudad los había llevado de nuevo hasta allí, como un perro pastor. Mientras su padre seguía recto, sin dejar de pasar el rosario de la sangre y de la tierra, él, al seguirlo, intentó comprender qué era, exactamente, lo que había pasado, y por qué una nadería semejante lo había turbado. Tal vez fuera la niebla, o las historias de su padre, pero se le ocurrió pensar que, de seguir así, durante horas, al final acabarían desapareciendo. Acabarían siendo tragados por sus pasos. Porque, por regla general, caminar es ir sumando pasos, pero lo que ellos estaban haciendo, en aquel lugar, era restarlos, en un cálculo exacto que periódicamente llevaba al cero. Pensó en la pureza, indiscutible, de ese camino al revés. Y por primera vez, aunque de una manera confusa, intuyó que todo movimiento tiende a la inmovilidad y que sólo es hermoso el caminar que lleva hasta uno mismo.

Unos años después, en el trazado de una pista de aterrizaje, en tierra extranjera, Ultimo haría de esa intuición el diseño consciente de su vida. Por eso mismo, aquella niebla y aquella ciudad, absurdamente ordenada, no podría olvidarlas nunca. En cierta ocasión, cuando se había convertido ya en un hombre solo, incluso pensó en regresar: pero luego las cosas salieron de manera distinta, y fue mejor así. Le habría gustado encontrar el punto de la acera en que su padre, tras cuarenta minutos de recorrido, con un total de once vueltas a la manzana, se había parado de golpe, y levantando la cabeza había hecho una pregunta maravillosa:

—¿Dónde coño hemos ido a parar?

No había una respuesta para aquella pregunta, le contó en cierta ocasión Ultimo a Elizaveta. Y eso era lo maravilloso. ¿Dónde va a parar alguien que durante una hora da vueltas a la manzana? Piénsalo. No hay respuesta.

Elizaveta pensó que nunca había respuesta, porque todo camino es circular, y demasiado densa la niebla de nuestro miedo.

Partieron de Turín de madrugada, después de haber dormido en una fonda que se llamaba Deseo. Así, en español. Pero la propietaria no era española. Procedía del Friuli. Se llamaba Faustina Deseo.

—Ya no hay poesía —comentó Libero Parri.

En el tren, intentó venderle un camión cisterna Itala a un productor de leche del bajo Véneto. Pero así porque sí, para ir cogiendo confianza. No lo hacía en serio, era para memorizar las cosas que tendría que decir.

Cuando el lechero dijo que de acuerdo, que se lo compraba, Libero Parri sintió algo en su interior. Como en uno de esos días en que sales de casa, y el invierno ha terminado.

El último trecho del trayecto, después de la estación, lo hicieron a pie, porque no hubo manera de avisar a Tarìn. Hacía un viento frío que se había llevado la niebla y que ahora hacía brillar el campo, en la luz de la tarde ya entrada. Caminaban en silencio, el uno delante del otro. Libero Parri, de vez en cuando, canturreaba. La música era la de la Marsellesa, pero la letra estaba en dialecto, y hablaba de otras cosas. Salieron de la alameda y su casa estaba allí, sola como un sombrero olvidado, en medio del campo amigo. En el patio, frente al taller, se podían ver un automóvil, rojo, y a unos pasos del mismo, como un sirviente, una motocicleta, recta y erguida sobre el caballete.

—Fíjate, ya hacen cola —comentó, presa del entusiasmo, Libero Parri.

Pero en realidad no había nada de eso. En casa encontraron al conde, echado en el sofá, durmiendo a pierna suelta.

—Ha traído el coche nuevo para que lo veas —dijo Florence.

Llevaba un vestido beige que tenía muy poco de campesino.

—Es un regalo del conde. Ha querido que lo aceptara sin rechistar —explicó.

—Estás guapísima —dijo Libero Parri. Y lo pensaba de verdad.

Se abrazaron como dos chiquillos.

Quedaba por explicar lo de la motocicleta, y de eso se ocupó el conde cuando por fin se despertó. Cogió a Ultimo de la mano, lo llevó hasta el patio y le dijo:

—Es tuya.

Ultimo no lo comprendió bien del todo.

—Es una motocicleta —aclaró el conde.

—Lo sé.

—Es un regalo.

—¿Para quién?

—Para ti.

—Usted está loco.

Y, en efecto, era lo mismo que había pensado Florence. Y fue lo que le dijo Libero Parri.

—Tú estás loco.

Pero el conde no estaba loco. Tenía treinta y seis años y ningún motivo para estar en el mundo, pero no estaba loco. Procedía de un mundo sin ilusiones, en el que el privilegio de una libertad absoluta se pagaba, habitualmente, con el presentimiento de un castigo que lo cogería por sorpresa, un día u otro. El único oficio para el que le habían preparado, hasta unas habilidades casi místicas, era el de anticipar el inevitable apocalipsis en una liturgia infinita de refinados gestos vacíos, y desolados. La llamaban lujo. No tenía hijos, no los deseaba, y detestaba a los de los demás, considerándolos cómicamente inútiles, tan carentes de futuro como parecían estar. Le gustaban las mujeres, y quizá se casaría con una, para no complicar las cosas. Pero amaba a sus perros, y a nadie más. Un día el azar le había hecho darse de bruces con un absurdo garaje, perdido en el campo. Todo lo que, más tarde, había encontrado allí había sido como un viaje al reverso del mundo, donde las cosas todavía tenían una razón y las palabras todavía señalaban las cosas: cada día una fuerza desconocida separaba allí lo verdadero de lo falso, como el grano de la paja. No había deducido nada de todo aquello, ni había pensado, ni siquiera por un instante, que había que interpretarlo como una lección que tuviera que aprender. Para él, todo aquello era algo ya perdido, y nada cambiaría el curso de los acontecimientos. Pero, de vez en cuando, coger aquella carretera en el campo se había convertido en su anestésico personal contra la pena de la insensatez general. Y así había elegido los gestos apropiados con que deslizarse cada vez más en las costumbres de ese mundo, llegando a hacerse aceptar como una especie de polizón un poco extraño y digno de piedad. No se le pasaba por la cabeza hacerles daño, pero tampoco era lo bastante honesto consigo mismo como para comprender que hacerles daño sería inevitable. Tan sólo quería estar allí. Y, para hacerlo, nada sería demasiado insensato o alocado. Imaginémonos regalar una motocicleta.

—¿Cuánto pesa? —preguntó Libero Parri, pensando en los cuarenta y dos kilos de su hijo.

—Nada, eso en el caso de que la tengas debajo del culo y no dejes de darle gas.

De manera que unos días después sucedió que Florence, al levantar la vista hacia el campo, sin esperar nada más que la tranquilizadora inmovilidad de siempre, lo que recibió en vez de eso fue la sorprendente aparición de un animal con corazón mecánico que violaba las más elementales reglas de la física, doblando de costado, en una posición imposible, para dibujar la curva cerrada que llevaba hasta el río. El animal llevaba colgado de su espalda el cuerpo leve de un chiquillo, depositado sobre él como un trapo mojado, para secar al sol. Florence gritó un grito de madre, porque aquello era su hijo, y no había tierra por debajo de él, y se trataba de un vuelo que ella no le había enseñado a volar. Pero la motocicleta se enderezó, siguiendo la invitación de la carretera, que volvía a ir recta, y el trapo no revoloteó en el aire, perdido, sino que levemente se levantó, para coger el viento de frente, seguro y tranquilo: separó una mano del manillar, apenas un poquito, lo justo para esbozar un gesto que parecía ser un saludo. Florence notó cómo el miedo le doblaba las piernas y se dejó caer de rodillas en el suelo. Sintió cómo las lágrimas asomaban en sus ojos y dejó de mirar al campo, y todo eso agachando la cabeza para mirar el infinito que había dentro de ella, como hacen los adultos cuando de repente ya no pueden comprender. Le habría gustado saber hacia dónde se dirigían, y cuán lejos de su tierra estaban yendo a parar. Le habría gustado estar segura de que sus ojos de verdad habían nacido para ver a su hijo en el aire, colgando, o para leer el nombre de su marido impreso en los periódicos. Le habría gustado saber que el olor de la gasolina era limpio como el de los campos, y que el futuro era un deber y no una traición. Necesitaba saber si las noches febriles pasadas en la oscuridad, recordando los besos del conde, eran el castigo por haber pecado contra la vida o la recompensa por haber tenido el coraje de vivir. Arrodillada allí, en el suelo, en mitad del campo, habría agradecido saber si era inocente. Si lo eran todos, y para siempre.

Ultimo detuvo la motocicleta justo delante de su madre. No entendía qué podía haberle ocurrido. Apagó el motor y se subió las gafas. No sabía muy bien qué decir. Luego dijo:

—No consigo colocarla yo solo sobre el caballete.

Florence levantó la mirada hacia él. Se pasó una mano por los ojos. Notó cómo desaparecía la oscuridad.

—Yo te ayudo —dijo.

Estaba sonriendo.

¿Dónde estabas, corazón mío, ligero y niño, dónde parabas?

—Yo te ayudo, fenómeno.

La infancia, para Ultimo, terminó un domingo de abril de 1912, y no antes, porque algunos chiquillos consiguen alargarla hasta los quince años, y él era uno de ellos. Se requieren un extraño cerebro y mucha suerte. Él tenía ambas cosas.

Al pueblo habían llevado, ese día, el cine. Lo había llevado el cuñado del alcalde, Bortolazzi, uno que trabajaba en el ramo de la lencería, y que hacía de viajante por toda Italia. El nexo evidente era que una buena sábana siempre podría funcionar como pantalla. El nexo no evidente era que en Milán tenía una amante que era la que cortaba las entradas en la Sala Lux, y eso lo inclinaba a sentirse parte del mundo del cine. Un poco por el placer de asombrar, otro poco porque se olía el negocio, había cargado en su camioneta un proyector y los rollos de una película y los había llevado con gran ostentación al pueblo. La camioneta era una Fiat de la primera generación. La película tenía algo que ver con Maciste.

Florence no había querido saber nada del asunto, y Libero Parri tenía una carrera con el conde, no muy lejos de allí: de manera que al cine Ultimo se fue solo. Ni siquiera sabía muy bien de qué iba todo aquello, y no esperaba gran cosa. Pero lucía un hermoso sol, alto en el cielo, y la idea de ir caminando hasta el pueblo, pasando por las otras granjas a recoger a sus amigos, le había gustado. A su madre le dijo que volvería para la cena, y que no tenía que preocuparse.

En la sala municipal lo habían llenado todo con sillas. En la pared, al fondo, había una hábil composición con sábanas, colgada del muro, tan planchada que no se veía ni una arruga. Bortolazzi, que no era tonto, había organizado un pequeño espectáculo previo, consistente en la venta de sus artículos a precios especiales. Cuando Ultimo y sus amigos entraron, estaba desenfundando una almohada con gestos de prestidigitador, mientras gritaba algo sobre el algodón inglés. Sabía cómo actuar, pero la gente no compraba, en parte por despecho, y en gran parte porque no tenían ni una lira, y las sábanas no las tiraban aunque los viejos hubieran muerto dentro de ellas. Un buen lavado y ya está.

Ultimo se metió con los demás entre las sillas, buscando un sitio que estuviera libre. Al final, se colocaron sobre las cajas que el alcalde había hecho que pusieran al fondo de la sala, y que en su cabeza probablemente constituían el gallinero. Si uno se daba la vuelta podía ver, a pocos metros, izado sobre una mesa de la parroquia, el gran proyector: estaba esmaltado y era brillante, y un señor con sombrero lo iba engrasando con una seriedad de cirujano. A Ultimo le gustó mucho aquello, porque le recordaba su motocicleta: incluso tenía sus ruedas, aunque estaban en una extraña posición. Digamos que parecía su motocicleta después de un accidente. Un aplauso de sincero agradecimiento saludó a Bortolazzi, que se había decidido a recoger su género, y había pasado a presentar la película. Dijo algo sobre el hecho de que el cine era el invento del siglo, pero no se le escuchó muy bien porque la gente había empezado a silbar. Añadió que algunas escenas podían resultar «dolorosamente impresionantes» para el público local, y entonces Ultimo y sus amigos se pusieron a ulular de miedo, y la cosa tuvo cierto seguimiento. Al final se despidió de todo el mundo, dándole las gracias a la firma Ala Blanca que había permitido la realización de aquel espectáculo. La firma Ala Blanca era la suya. Lo que pasó después es digno de crédito si nos atenemos al perfil, llamémosle así, cultural de aquellos tiempos, y de aquellos lugares. Se levantó el párroco y acompañó al auditorio en el rezo del Salve Regina, en latín. Luego bendijo la sala y la pantalla, con la colaboración de un monaguillo que llevaba las ropas del santo patrón. Todos inclinaron la cabeza, sombrero en mano. Menudo disparate.

Fue apenas un instante antes de que se apagaran las luces cuando Ultimo vio deslizarse por la fila de delante de la suya —con pequeños pasos, disculpándose con una sonrisa memorable— a la mujer más hermosa que había visto en su vida. Le habían guardado un sitio libre, y el sitio era el que estaba justo delante de Ultimo. Ella llegó hasta allí y, también por el asunto de la sombra de oro, antes de saludar al hombre que la estaba esperando, se entretuvo un momento mirando a aquel chiquillo: sin saber por qué le dijo Hola, inclinando un poco la cabeza. Ultimo sintió que la sangre se le ausentaba momentáneamente de todos los lugares en que debería haber estado. Ella se dio la vuelta y se sentó. Con un gesto que de tan sabio llegaba hasta el punto de resultar invisible, dejó que se le resbalara el jersey por los hombros, dejándolo caer sobre el respaldo de la silla. Llevaba uno de esos vestidos que dejan los hombros y los brazos desnudos y que en el campo sólo se conocen porque han oído hablar de ellos. Uno se preguntaba cómo podía mantenerse allí arriba, sin tirantes, y sin nada. Ultimo no osó decirse que era el pecho lo que mantenía todo en su sitio, por delante, pero lo pensó. De manera que durante un rato tuvo problemas para tragar. Intentó mirar a su alrededor, para desdramatizar, pero sus ojos seguían fijándose en aquel cuello delgado, perfecto, que el pelo, recogido en la nuca, dejaba al descubierto. Sólo algún mechón, dejado en libertad con arte, caía hacia abajo, para amortiguar el resplandor. Ultimo sintió en sus labios la tibieza que aquella piel devolvería con la leve presión de un beso. De modo que, al apagarse la luz, ni siquiera oyó el estruendo de gritos y aplausos con que el auditorio exorcizaba la emoción. Ni levantó la mirada, como todo el mundo, hacia la lencería de Bortolazzi, que se teñía con mundos insospechados. Se quedó mirando fijamente el perfil oscuro que, contra la luz de la pantalla, bajaba desde la oreja derecha de la mujer, corría por el cuello, luego ascendía ligeramente junto al hombro, rodaba a su alrededor, y finalmente se dejaba caer hasta el codo, donde desaparecía en la oscuridad. Era una visión, aquélla sí, «dolorosamente impresionante», y Ultimo descubrió en ella, por primera vez, cuán lacerante puede ser el deseo, cuando quien nos lo ofrece es el cuerpo de una mujer. Se quedó como asustado. Y quizá fuera por eso por lo que, lentamente, repasando adelante y atrás con los ojos aquel perfil sin mellas, por decirlo de algún modo, empezó a despojarlo de cuanto tenía de femenino, y a llevarlo hacia una belleza más secreta, donde la piel se convertía en simple línea; y el cuerpo, en un dibujo grabado y repujado sobre la claridad de la pantalla. Era algo que lo tranquilizaba, porque aquella belleza él ya la conocía. Se olvidó de la mujer y se entregó a otra perfección, repasando la línea pura y el dibujo hasta que se convirtieron en trayectoria y trazado —y carretera. Entonces tomó posesión de ella, como sabía hacer él. Descendía a lo largo del cuello, luego doblaba a la derecha, aceleraba sobre la recta levemente en ascenso, aflojaba en la cima del hombro, se dejaba caer hacia la derecha y salía hacia el exterior enfilando la suave recta del brazo. Primero lo hizo sólo con el cerebro, para ir tomando las medidas, luego empezó a notar la carretera en su cuerpo y, lentamente, a hacer el ruido del motor, con la boca. Si alguien lo hubiera visto, habría podido equivocarse, porque los movimientos de su pelvis recordaban otras cosas. Pero no era culpa suya si las motos se conducen, sobre todo, con el culo. En esa analogía, por otra parte, se revelaba, una vez más, que infinitas son las formas de poseer un cuerpo, y que no necesariamente la más instintiva es también la más irrevocable. Ultimo, que nunca se habría atrevido, o podido, tocar aquel hombro, ahora estaba corriendo por encima de él, descubriendo sus secretos uno a uno. Allí, en medio de la gente, se aprovechaba de una intimidad que un amante refinado habría tardado meses en conseguir.

Créase o no, la mujer levantó una mano, y con los dedos se rozó el hombro, como para sacarse algo que no sabía lo que era.

Allí terminó la infancia de Ultimo. Pero no por la magia de aquel gesto inesperado. Terminó porque una voz se puso a llamarlo, y era la voz de Tarìn. Ultimo se dio la vuelta, se bajó de la moto, y vio que efectivamente era Tarìn el que lo estaba buscando, abriéndose paso, doblado en dos, entre la gente. Lo llamaba por su nombre, en voz baja, por miedo a molestar. Ultimo se levantó y salió de su fila, pidiendo disculpas.

—¡Ultimo!

—¿Qué pasa?

—Tienes que volver a casa.

—¿Por qué?

—Ve corriendo a casa, Ultimo.

—Pero es que la película no ha acabado —dijo Ultimo, que no había visto ni un fotograma siquiera.

—Tu madre ha dicho que vayas corriendo a casa.

—¿Por qué?

Tarìn tenía cara de saber muy bien por qué. Pero no estaba preparado para traducirlo en palabras.

—Te lo ruego, vete. ¡Rápido!

Entonces Ultimo se fue. Cogió el camino hacia su casa, primero corriendo, luego caminando, y poniéndose a correr sólo cuando llegaba a alguna curva. Se doblaba un poco hacia un lado y reducía gas con la boca. No pensaba en nada. No tenía nada en que pensar.

Cuando llegó a la vista de su casa, se detuvo. Había gente fuera, delante del garaje. Eran los de las granjas vecinas. Y un par de personas a las que no conocía. Estuvo un rato esperando. No estaba muy seguro de querer ir. Luego alguien lo vio y ya no pudo echarse atrás.

Lo llevaron hasta delante de la puerta de su casa. Estaba cerrada.

—No deja entrar a nadie —le dijeron.

Llamó.

—Soy Ultimo, mamá.

No le llegó respuesta alguna.

Ultimo giró la manija y empujó la puerta, lentamente. Entró y cerró la puerta a su espalda, sin hacer ruido.

Florence estaba de pie, en un rincón de la habitación, apoyada contra la pared. Como un animal que busca con la espalda el fondo de su madriguera. Lloraba.

Ultimo se le acercó. La abrazó. Ella, al principio, no hizo nada, luego empezó a golpearlo con los puños, sobre el pecho, cada vez más rápido, y fuerte. Él esperó a que se cansara y se rindiera entre sus brazos. Parecía que no pesara nada, y que se hubiera marchado de sí misma.

—¿Dónde está papá?

Ella no lograba hablar.

—¿Está vivo?

Florence hizo un gesto afirmativo, con la cabeza.

—Todo irá bien, mamá.

Ella asintió de nuevo.

—¿Qué ha pasado?

Florence dijo algo sobre un automóvil en llamas.

—¿Y ahora dónde está?

—En la ciudad, en el hospital.

—Tenemos que ir a su lado.

Pero ella no se movió.

—Tengo que ir a su lado, mamá.

—Sí.

—Todo irá bien.

—Sí.

Ultimo pensó en su padre y no pudo de ninguna manera imaginárselo en la cama de un hospital. Con cierto esfuerzo lograba imaginárselo erguido en la pira de un automóvil; pero todo de blanco, en la cama de un hospital, eso no. Las cosas no podían ir así. O tal vez todo había ido así, y entonces el mundo no tenía ni pizca de lógica, y todos ellos estaban jodidos, desde siempre y para siempre.

—Deja que la gente entre. Lo único que quieren es ayudarte.

Florence no se movió.

—Ven.

La cogió de la mano y se la llevó hasta una de las sillas que había en torno a la mesa. Hizo que se sentara. Ella apretaba un pañuelo en la mano. Tenía los nudillos blancos porque lo apretaba con fuerza. Entonces Ultimo se acordó de la fuerza que siempre había tenido su madre, y se preguntó qué estaba ocurriendo que era capaz de quebrar a una mujer como aquélla. Se agachó para darle un beso en el pelo.

—Tal vez lo mejor será que vaya yo corriendo junto a papá.

—Sí.

—Luego volveré.

—Sí.

Por vez primera levantó la mirada y buscó los ojos de su hijo.

—Dile que esto no puede hacérmelo.

Se lo dijo con un hilo de aquella dureza que era tan suya, desde siempre. Ultimo sonrió.

—Se lo diré.

Luego se fue hacia la puerta. Antes de salir, se dio la vuelta de nuevo y preguntó:

—¿Y el conde?

—No lo ha conseguido.

Y un instante después:

—El conde está muerto.

Lo dijo sin ninguna emoción en la voz. Y Ultimo comprendió en aquel momento que su madre tenía dos corazones y que ambos, aquel día, habían sido heridos de muerte.

Salió de la casa dejando a sus espaldas la puerta abierta. Por lo que parecía, el automóvil se había vuelto loco, en una recta cerca de un río. Había ido a estrellarse contra un plátano y se había incendiado. El conde había quedado atrapado entre los hierros. Su padre había salido expulsado por el choque y ahora estaba en el hospital, en la ciudad, con algo roto por dentro. Los médicos no sabían decir si se salvaría. Era necesario esperar a ver si llegaba hasta la noche. Llegará, es un pedazo de tío, dijo alguien.

Ultimo miró al cielo para ver cuánto faltaba para el anochecer. Cuando Baretti se ofreció a llevarlo a la ciudad en su carro, dijo No, gracias, iré yo solo. Y se fue a coger la motocicleta. Vieron cómo se ponía las gafas de Lafontaine y cómo se metía una hoja de periódico debajo del jersey. Alguien le dio una palmada en el hombro. Todos tenían la muerte en su corazón, viéndolo marcharse de aquella manera, tan solo. Pero, de repente, tenía movimientos de hombre, y nadie se atrevió a detenerlo. Sé prudente, dijo una mujer.

La carretera para la ciudad corría recta en mitad de los campos. Las sombras eran alargadas y la tarde estaba refrescando. Ultimo puso el motor a tope y se inclinó sobre la moto, porque tenía algo que decirle, y quería que lo oyera bien. Le dijo que él tenía que llegar antes que la muerte, y que lo lograría sin duda alguna pero sólo si ella se portaba bien. Le dijo que mirara cómo la carretera había decidido ayudarlos y que se había puesto toda recta, para que llegaran antes. Y le explicó que la belleza de una recta es inalcanzable, porque en ella están disueltas todas las curvas, todas las trampas, en nombre de un orden clemente y justo. Es algo que las carreteras pueden hacer, le dijo, pero que en cambio no existe en la vida. Porque el corazón de los hombres no corre recto, y no hay orden, tal vez, en su caminar. Luego dejó de hablar, y permaneció largo rato en silencio, preguntándose de dónde le vendrían aquellas palabras.

Minúscula, en la nada de aquella tarde, circulaba la motocicleta, un pequeño latido de corazón en la inmensidad del campo. A su paso levantaba un frágil penacho de polvo y dejaba tras de sí un perfume, ácido, a quemado. Luego el perfume se desvanecía y el polvo se disolvía en la luz. De esa forma se cerraba el círculo del acaecer, en la quietud aparentemente inmutable de las cosas.