ITALIA, Lago de Como, 6 de abril de 1939
Dieciséis años después
Parece increíble. Lo que hace uno de joven. He releído el diario, después de tanto tiempo. ¿Yo era esa chiquilla? Me cuesta trabajo reconocerme. Pero ¿cómo podía inventarme todas esas cosas? Ya no tengo la fantasía de antaño. Cuántas virtudes se pierden. Tal vez las inútiles.
La historia más increíble es esa de las familias. Corromper a las familias. Pero cómo se me ocurriría. Nunca hice nada parecido. A algunas de esas familias todavía las recuerdo. Los Cole, por ejemplo. Buena gente. El hijo era una peste, me gustaba un montón. Pelo rojo, pecas. Parecía salido de un libro. ¡Nada que ver con el demonio! Le llevaba un regalo cada vez que iba. Cosas pequeñas, porque era verdaderamente pobre, eso no me lo inventé. ¡Caramba, qué pobre era!
Era sólo una chiquilla silenciosa que no tenía a nadie. Vista desde aquí, desde estos cuarenta años, me veo lejana y pequeña, completamente equivocada, pero tan orgullosa, a pesar de todo, una niña que caminaba con la espalda erguida, el pelo bien peinado, sin saber absolutamente adónde ir.
¿Y el señor Farrell, tan alto y elegante? La verdad es que no le hice terminar nada bien. Con los pantalones bajados delante de su mujer, un mar de lágrimas. No se lo merecía. En realidad, lo recuerdo como un hombre amable, y limpio. Tenía clase, para ser un americano. Ni que decir tiene que me había enamorado de él. ¿Era malicioso cuando me acompañaba a casa? Quién sabe. Todavía recuerdo su perfume, aquella vez que se echó sobre mí, antes de que bajara del coche, y me besó en la mejilla. Ahora que tengo su edad, leo en ese beso muchas cosas. También malicia, es cierto. Ahora que he conocido esa punzada hiriente, la de cuando sientes deseos mucho más jóvenes que tú, ahora me parece reconocerla en la sonrisa con que me dejó bajar del coche. Pero entonces… Me quedé un poco decepcionada. Me pareció un beso de padre a hija. Tampoco sabía yo qué era lo que tenía que esperarme. No sabía nada. Es impresionante cómo se vive ya, y como adultos, cuando uno todavía no ha comprendido nada de la vida verdadera, de la vida adulta.
Todo lo escribía para Ultimo, esto lo sé. Olvidaba mi diario por todas partes, cada día, él leía y lo volvía a dejar en el mismo sitio. Nunca me dijo nada. Pero yo sabía que leía. Teníamos aquellas dos juventudes recluidas, aquella especie de exilio insensato, y lo único que nos quedaba era imaginar todo lo que no teníamos. Historias. Él tenía su pista en la nada, hecha con todas las curvas que le había robado al mundo. Yo escribía para él. Para mí. Quién sabe.
Estábamos lejos de todo. Demasiado lejos.
Sólo ahora sé que es una de las cosas más hermosas que he hecho. Aquellos meses con Ultimo. Llevando los pianos por ahí y escribiendo por las noches para él. De vez en cuando reescribía las historias que él me había contado. Me gustaba hacer que se convirtiera en un personaje de novela, una invención. Quería que supiera que era una persona especial, de esas que se leen en los libros, de esas que él leía en las historietas. Un héroe. Eso es, tal vez quería que él supiera que era un héroe.
Decírselo, eso nunca.
Yo no hablaba nunca. Incluso ahora soy una mujer educada, cordial, pero nada más. Enmudecí en algún instante olvidado de mi infancia, y luego ya no hubo nada que hacer.
Escribir, he escrito mucho. Pero escribir es una forma sofisticada de silencio.
Me marché hace una semana, cogí un tren en Roma y me vine hasta aquí. Tardé un poco en encontrar el pueblo exacto, porque Ultimo era siempre un poco vago cuando hablaba de lugares. He tenido mil veces la tentación de volverme atrás, pero al final llegué frente a la vieja alquería, en mitad del campo. Allí estaba todavía, la sombra sobre la pared del rótulo de antaño. Garage Libero Parri. Sé que es absurdo. Pero qué buena gente somos, por ser capaces de hacer cosas de este tipo. A mi marido le dije que tenía que ir a ver un sitio fuera como fuera, y que tenía que verlo sola. Lo comprendió. Tal vez tendría que decir que me casé, en efecto, con Vasilij Zarubin (Vasilij, amor mío), y que tuve dos hijos con él, y el privilegio de una vida rica y reposada. Tenemos una casa bellísima, en Roma, detrás de la Piazza del Gesù, y en verano vamos a la playa, a Menorca, donde todavía llega el viento del océano. Nuestra casa está llena de cuadros. Ningún piano, como prometí. En eso no mentí. Canturreo, de vez en cuando, Going back. En voz baja.
Soy una mujer feliz, como debería serlo cualquier mujer en la reverberación de esta edad luminosa. Tengo debilidades elegantes, y cicatrices charmantes. Ya no tengo ilusiones sobre la nobleza de las personas, y por eso sé valorar su inestimable arte de convivir con sus propias imperfecciones. Soy clemente, por fin, conmigo misma y con los demás. De manera que estoy preparada para envejecer prometiéndome hacerlo en los excesos y en las tonterías. Si la edad adulta te ha dado lo que querías, la vejez tiene que ser una especie de segunda infancia en la que vuelves a jugar, y ya no hay nadie que pueda decirte que pares.
Soy una mujer feliz y es probablemente por eso por lo que me encontré sola, delante de aquella sombra del rótulo de garaje. Juro que durante años no pensé lo más mínimo en él, en Ultimo, en los pianos, y en las lecciones a diez centavos. Ese diario lo conserve sólo porque nunca tiro nada. Tengo todavía las entradas de los parques de atracciones de los domingos, ¿por qué iba a perder precisamente ese diario?, pero era una historia terminada, una de tantas. Luego, lo que pasó no lo sé exactamente, pero debe de tener algo que ver con la percepción, imprevista, que se tiene del propio pasado, en un día impreciso de nuestro envejecer. Primero eran figuras en el fondo, apenas iluminadas; y de repente éstas se te van acercando llenas de forma y de luz, como un espectáculo tardío. Es imposible eludir la impresión de que las debes recibir, como invitados, como a visitas imprevistas, como
Estoy cansada.
22 y 45.
Quiero hacer exactamente como antes. 10 y 45 de la noche.
Cama vacía.
No voy a dormir hambrienta. Ya no he vuelto a ir a dormir hambrienta.
Elizaveta.
Elizaveta espalda erguida pelo bien peinado.
El día después
En la alquería se veía la sombra del rótulo Garage, pero ellos ya no estaban. Una señora amable me ha dicho que los Parri se habían trasladado a la ciudad, y eso había sido un montón de años atrás. Una veintena, ha dicho. Me ha preguntado si sabía algo del accidente. Un poco, le he dicho. Se trasladaron a la ciudad, ha concluido ella. Todavía están vivos, ¿verdad?, he preguntado. Se ha encogido de hombros.
El padre de Ultimo era lo único que podía encontrar, después de todos estos años. Ultimo la verdad es que no sé dónde para. Y además no sé si de verdad me gustaría verlo de nuevo. Únicamente necesitaba saber algo más de él. Tal vez para saber algo más de mí. O a lo mejor es nostalgia. Como una necesidad de respirar el mundo que estuvo en sus ojos. Tocar objetos que lo hubieran conocido.
He preguntado si había quedado algo del garaje. La señora ha dicho que no y luego ha hecho un gesto hacia la carretera. Había viejas cubiertas, viejos neumáticos desteñidos y grises, medio enterrados en el suelo, uno al lado del otro, como una breve valla. Marcaban el camino a lo largo de unos metros y luego nada más. He ido a tocarlos. Ultimo, he dicho en voz baja.
Tal vez habría podido intentar encontrar a aquel sacerdote, en Údine, pero no era fácil, y además me gustaba la idea de ver en persona a ese padre mítico, Libero Parri. Quería saber si Ultimo lo había soñado o si de verdad era real. De niños, los padres son un sueño, y respecto a esto no hay nada que hacer. Son el más grande de los sueños.
No es cierto que mis padres se mataran con una dosis de veneno en su propiedad de Basterkiewitz. Murieron en Siberia, como esclavos.
Así que me he ido a la ciudad. Libero Parri tiene una pequeña furgoneta con la que se dedica al transporte. La aparca en un minúsculo garaje donde también tiene un pequeño despacho. Hay un cartel que dice: Transportes. En las paredes, numerosas fotos de carreras de coches. Y de motores. Bajo los marcos siempre hay un pie, escrito a mano con una caligrafía ordenada que siempre se inclina un poco a la derecha. Los virajes del Collado de Tarso, dice una.
Me he quedado fuera, durante horas, esperando a que volviera. Y cuando lo he visto no me he atrevido a acercarme. Me he quedado mirándolo de lejos. Perdió una pierna, en el accidente. Y debe de tener algo en la mano derecha, porque siempre la mantiene guardada, sin usarla, excepto en algunos gestos básicos. Agarrar el volante, echarse atrás el pelo. Libero Parri. Así pues, existes de verdad.
Yo de vez en cuando escondo las manos en el regazo, bajo un chal o una chaqueta, y toco a Schubert. Me gusta sentir cómo corren los dedos. La música pasa por mi cabeza y eso no lo sabe nadie. Simplemente, tengo el aspecto de haber acabado en algún lugar de mis pensamientos. Y, en cambio, estoy tocando a Schubert.
Al día siguiente me he animado a mí misma y he cruzado la calle. Le he dicho quién era. Le he dicho que había vivido con Ultimo, durante algunos meses, hace años. En América. Vendíamos pianos. Me llamo Elizaveta.
Ha repetido el nombre, como si buscara un recuerdo. Sí, quizá, ha dicho. Quizá Ultimo me dijera algo.
Hacía un montón de tiempo que no escuchaba ese nombre pronunciado por una voz que no fuera la mía. Es estúpido, pero quizá sólo en ese momento he tenido la certeza de que Ultimo existía de verdad, prescindiendo de mí.
Esta misteriosa circunstancia de que las cosas de nuestro pasado sigan existiendo incluso cuando salen del radio de acción de nuestras vidas y que, es más, maduran, trayendo frutos nuevos en cada estación, para una recolección de la que nosotros ya no sabemos nada más. La persistencia ilógica de la vida.
Nos hemos sentado el uno frente a la otra. En el pequeño despacho. Ha sido fácil para los dos hablar, no sé por qué. Él tenía la angustia de que debía volver a casa, de que Florence estaba esperándolo. Parecía un poco asustado por su mujer. Todos los hombres lo están, a partir de cierta edad, pero en él había una inflexión particular, como la docilidad de los animales domésticos. En un momento determinado ha decidido que a esas alturas definitivamente ya iba a llegar tarde y que, total, no merecía la pena seguir pensando en ello. Se ha reído. No por nada me llamo Libero, ha dicho, riendo. Con aire de intentar convencerse sobre todo a sí mismo.
—No veo a mi hijo reparando pianos —me ha dicho.
—Se le daba bien.
—Todo el tiempo preguntándose dónde estaba el radiador, me imagino.
—No, se le daba bien, de veras.
—¿Pagaban bien?
—En fin…
—Por otra parte, para él eso no era un problema…
—¿Ah, no?
—Bueno, es inmensamente rico.
—¿Quién, Ultimo?
—¿No se lo ha dicho?
—Éramos pobres como las ratas los dos, por lo que yo sé.
—Error, querida señora mía.
—Y entonces, ¿por qué se ganaba la vida vendiendo pianos?
—Digamos que él podría ser rico, bastaría con que lo quisiera. ¿Quiere saber la historia?
—Me gustaría.
—Es un poco complicada.
—No tengo prisa.
—Muy bien, yo tampoco. Ya no. ¿Le contó Ultimo algo del conde?
—Sí, sé quién es. Sé cómo murió. Y sé que es el padre de su hermano.
—¡Caramba!
—Lamento haber sido tan brusca.
—No, no, está bien así.
—Perdóneme.
—También Florence es así. Estoy acostumbrado. Es más, si tengo que decirle la verdad, siempre me ha gustado. Sólo las mujeres saben hacerlo.
—Perdóneme.
—Está bien; en fin, el hecho es que el conde le dejó una herencia que no estaba nada mal. Casas, acciones, un montón de dinero. Un patrimonio.
—¿El conde?
—Tenía una fijación con Ultimo, decía que era un chiquillo especial. Y así, sin decirle nada a nadie, había escrito un testamento en el que le dejaba esto y aquello. Quien disputa carreras de coches hace siempre testamento, ¿comprende?
—Sí.
—La cosa es incluso un poco cómica porque, dado el caso, lo mejor hubiera sido que le hubiera dejado todo a su hijo de verdad, no a Ultimo. Pero aún no lo sabía, ¿comprende?, cuando escribió el testamento aún no sabía que…
—Ya.
—De manera que le dejó todo aquello a Ultimo.
—Increíble.
—Lo más increíble es que todavía está todo en el banco. Ultimo no ha querido tocar nunca nada. No quiere saber nada de esa historia. De manera que el dinero permanece allí dentro y se va multiplicando.
—¿No lo ha cogido?
—Que yo sepa, no.
Y entonces se me ha ocurrido pensar en aquella historia del tesoro, y de su amigo en la cárcel, y del sacerdote de Údine. Sobre la cabeza de Ultimo había una montaña de dinero. Y él no quería saber nada al respecto. Yo he conocido hombres ricos, pero una riqueza absurda como la de Ultimo nunca la había visto.
—Son cosas suyas —he dicho.
—¿En qué sentido?
—No sé, no es que yo lo conociera muy bien, pero me parece propio de él no tocar ese dinero. Él era así, si había algo en su vida que no le había gustado, entonces ese algo ya no existía, lo borraba. Ese dinero ya no existe para él. No le gustaba esa historia del accidente, del hermano, toda esa historia.
—No está siendo buena conmigo.
—Perdóneme.
—Déjelo.
—Pero yo no he querido decir que él no les quiera, él los adora, créame, es que se trata de su manera de echar cuentas con el dolor, lo borra todo, no es capaz…
—Déjelo.
—Créame, Ultimo hablaba siempre de usted.
—¿Ah, sí?
—Dios mío, me puso la cabeza así. Yo viví meses con las aventuras de Libero Parri, usted no puede creer…
—No diga tonterías.
—Se lo juro. Aquella vez en Turín, se acuerda usted de cuando fueron a Turín, los dos solos…
—A ver al doctor Gardini, habíamos ido a ver al doctor Gardini. Tenía una secretaria con una pierna de madera. Y ahora aquí estoy, yo también, con una pierna de madera, tendría que ir hasta allí para enseñársela…
—¿Se acuerda usted de esa noche, que se fueron a dar una vuelta en la niebla?
—No sé, fuimos a un restaurante, eso sí; sería la primera vez…
—¿Se acuerda de que después acabaron dando vueltas a una manzana, en la niebla, durante horas, y que usted hablaba y hablaba…?
—No, no lo recuerdo, habíamos bebido un poco también…
—Ultimo nunca lo olvidó, ¿lo sabe?
—¿Dando vueltas a la manzana?
—Caminaban y se perdieron, dando vueltas a la manzana.
—No sé. Me acuerdo de que dormimos en un hotel que se llamaba Deseo. De entrada había pensado que era un burdel y hasta le había echado el ojo.
—Ultimo creció durante aquella caminata suya, ¿puede creerme?
—Es posible.
—No sabe las veces que me la contó.
—Es posible.
—Perdóneme otra vez, no quería ser brusca.
—No lo piense. Hablemos de otra cosa, ¿le parece?
—De acuerdo.
—Usted es rica, ¿verdad?
—Yo el dinero sí que lo cogí. Me casé con un hombre muy rico.
—¿Es un buen hombre?
—Malo no es, no. Nunca lo es.
—¿Y usted lo ama?
—Sí, creo que sí.
—Eso ayuda.
—Sí.
—¿Sabe cómo se puede ver si alguien te ama? Te ama de verdad, quiero decir.
—Nunca he pensado en ello.
—Yo sí.
—¿Y ha encontrado una respuesta?
—Creo que es algo que tiene que ver con la espera. Si es capaz de esperarte, te ama.
—Bueno, pues entonces no tengo problema. Mi marido me eligió cuando yo era una niña de diez años. En aquella época era lo que se estilaba. Me vio, me habló una vez, él era un señor de treinta años. Fue a ver a mi padre y le pidió mi mano. Y luego se puso a esperar. Esperó durante doce años, no, más, trece, catorce, ni siquiera me acuerdo bien. Pero, en fin, durante un montón de tiempo desaparecí en la nada, y cuando regresé, él estaba ahí, esperándome. Había habido una revolución de por medio, habíamos acabado en los extremos opuestos del mundo, pero cuando me vio regresar, ¿sabe qué dijo?
—Espere a que me ponga cómodo. Quiero disfrutarlo.
—No, nada de especial, no es un hombre con una gran fantasía.
—Inténtelo.
—Vino a mi encuentro y me dijo: No importa.
—Bravo.
—Besándome la mano. No importa, Elizaveta.
—La ama.
—Sí.
—¿Y ahora dónde está?
—En casa.
—¿Le ha dicho lo que venía a hacer aquí?
—No ha sido necesario.
—Dígamelo a mí, entonces.
—Qué.
—¿Qué ha venido a hacer aquí?
—Una pregunta difícil.
—¿Quiere pensárselo un poco?
—No…, es que no es sencillo…, quería ver el garaje. Tal vez quería verlo a usted. Creo que tenía necesidad de colocar algunas cosas en su sitio. Cuando uno es joven se va dejando atrás un montón de cosas a medias… Luego la vida te deja más tiempo…, te apetece volver atrás para poner un poco de orden por última vez. Pero, en el fondo, no lo sé. Tal vez mi felicidad me estaba aburriendo un poco.
—¿Ha vuelto a ver a Ultimo?
—No. ¿Y usted?
—No, no volví a verlo. Se marchó de aquí un día y no volvimos a verlo. De entrada no me preocupé, por todas partes había gente que volvía de la guerra, y nadie se reencontraba ya con la vida normal, de manera que muchos se ponían a vagabundear. Estaba seguro de que volvería. Y en cambio él se había marchado realmente para siempre.
—¿Le escribe alguna vez?
—Alguna vez. Una, dos cartas al año. Pregunta si necesitamos algo. Pero cuenta pocas cosas. Dice que todo va bien. Y luego siempre se disculpa. Es algo que me cabrea. Pero ¿por qué siempre pide disculpas? Si nos ponemos ahora a pedir disculpas, no vamos a acabar nunca.
—Usted ha sido un magnífico padre.
—Es posible.
—Si tiene que marcharse, no me haga más cumplidos, dígamelo.
—Sí, la verdad es que es un poco tarde.
—Su mujer estará preocupada.
—Sí. ¿Quiere venir conmigo, quiere conocerla?
—¿Yo?
—Sí, usted.
—No, no creo que…, no, está bien así.
—No muerde, ¿sabe?
—Lo sé, no se trata de eso, es que no sé, está bien así.
—De acuerdo.
—En otra ocasión, a lo mejor.
—¿Me dice una última cosa, Elizaveta?
—Sí.
—Mi hijo, ¿qué le contó del accidente?, quiero decir, ¿le dijo alguna vez que…, en fin, que algunos pensaban que era culpa mía, que lo había matado yo, al conde?
—No le gustaba hablar de esa historia.
—Sí, lo sé, pero alguna cosa le diría.
—Algo.
—¿Y usted se hizo alguna idea de lo que tenía él en su cabeza?
—No pensaba que fuese hijo de un asesino.
—¿Pero estaba realmente seguro?
—Sí, creo que estaba realmente seguro.
—Gracias. Se lo agradezco de verdad.
—¿De verdad lo acusaron de asesinato?
—Fue la familia del conde… Aquello tan raro de la herencia los enfureció, de manera que… salieron con esa historia del homicidio.
—¿Para quedarse con el dinero?
—Creo que sí. A esa idea del homicidio llegaron por lo que habían contado algunos testigos. Decían que de repente, sin ningún motivo, el automóvil se había encaminado hacia una hilera de plátanos, fuera de la carretera, y que en el momento del impacto yo estaba fuera de mi asiento y agarraba con ambas manos el volante.
—¿Habían pagado a los testigos?
—No. Todo era verdad.
—¿También lo de las manos en el volante?
—Sí. Alguien dijo incluso que había oído la voz del conde que gritaba «No, no».
—Pero era absurdo, habría muerto usted también, allí dentro.
—Ahora le pido que tenga paciencia, pero la verdad es que no tengo ganas de decirle nada más.
—¿No va a decirme la verdad?
—No.
Entonces yo le pregunté si él lo había matado.
Libero Parri sonrió.
—Es usted realmente como Florence. Y no los tiene miedo a las palabras. ¿Sabe lo que pasó esa mañana, la mañana de la carrera? Viene el conde a recogerme y Florence se nos pone delante, delante de los dos, tras haber enviado a Ultimo a algún sitio. Y nos dice: Estoy esperando un hijo. Y no sé quién de vosotros dos es el padre. Me mataría por lo que he hecho, pero ahora ya es demasiado tarde. No digáis nada. Id a correr esa estúpida carrera. Después encontraremos una solución. Lo siento. Id y no hagáis ninguna tontería, que de eso ya me he encargado yo. Y se marcha de allí. Y yo sabía que había algo entre ellos, es decir, lo sabía y no lo sabía, en fin: me lo esperaba, no me pida que se lo explique. Pero fue un mazazo terrible. Subimos en silencio al coche y fuimos hasta la salida. Todavía quedaba un poco de tiempo, y fuimos a emborracharnos. En un momento dado el conde me dijo que habríamos tenido que liarnos a puñetazos o algo parecido. Dijo que los hombres de verdad así lo hacían. Seguimos bebiendo. Cuando salimos, estábamos borrachos. ¿Puede usted imaginarse a dos hombres así, con toda esa historia, que salen disparados a 140 por hora en mitad del campo?
—Tal vez.
—Si quiere saber la verdad, pregúntesela a Ultimo. Él la sabe. A él se lo conté todo.
—A Ultimo no volveré a verlo nunca más, señor Parri.
—Tengo que marcharme ya.
—Como quiera.
—No quiero verla con esa cara. Son viejas historias de hace treinta años, si lo piensa bien no le importan nada de nada. Es por Ultimo por lo que usted ha venido aquí. No se deje llevar por la curiosidad de saber quién es el asesino. Eso está bien para las novelas policiacas. Son los peluqueros los que leen las novelas policiacas.
—¿En serio?
—Entre nosotros, es así. Las lee el barbero y luego nos las cuenta mientras nos afeita. Así nos ahorra el trabajo, ¿comprende?
—Es un buen sistema.
—Lo hemos probado también con los libros de verdad, pero no ha funcionado.
—¿No?
—La idea que nos hemos hecho sobre los libros es que si uno no consigue contarlos en el tiempo de un afeitado, entonces son literatura. Y ésta no está hecha para nosotros. ¿Usted lee?
—Sí. De vez en cuando, también escribo.
—¿Libros?
—También.
—Fantástico.
—Sí.
—¿Sabe que Fangio nunca sale a la pista si no está recién afeitado? Es una obsesión suya.
—No estoy yo muy segura de saber quién es Fangio.
—Eso no lo diga ni en broma.
Y muchas más cosas que, de todas formas, ya no recuerdo, o que son difíciles de escribir. Durante horas hemos estado allí en aquel despachito. Luego le he preguntado si podía acompañarlo. Me ha dicho que sí. Dios, qué cansada estoy. He escrito un montón.
11 y 41 de la noche.
El día después
Caminando a él le costaba un poco de trabajo, debido a lo de su pierna de madera. Me ha dicho que yo no era la primera persona que aparecía por allí, y que venía desde él, es decir, que procedía de la vida de Ultimo. Un viejo profesor de la universidad, un matemático, había estado allí años antes. Quería saber si Ultimo había conseguido hacer realidad su sueño. Una pista en la nada.
—Yo no sabía nada de aquello tan raro. Intenté que me lo explicara el profesor pero entendí muy poco. ¿Usted sabe algo sobre el tema?
Le he contado toda la historia de la pista en la nada con todas esas curvas robadas por Ultimo al mundo.
Menuda idea, ha dicho. Ya están las carreteras para las carreras de coches. No se necesita nada más.
Si hay algo que siempre me ha fascinado es la ceguera que tienen los padres respecto a los sueños de los hijos. Realmente, no los ven. No lo hacen por maldad.
Luego se ha parado y me ha dicho que no podría comprender nada de Florence y de él si no comprendía de dónde venían. Para usted es difícil el mero hecho de imaginárselo, me ha dicho. Nosotros venimos de un mundo que no sabía qué era la alegría de la vida. Ésta era sólo una agonía, un castigo. Vida de campesinos. Usted no tiene ni idea. Quiero decirle algo sobre mi hermano. Trabajó como un animal toda su vida, con la tierra y el ganado, hasta que consiguió comprarse una vivienda en la ciudad. Desde aquel día se instaló en su vivienda y prácticamente no volvió a poner el pie fuera de allí. Era feliz. Cuando le preguntaba qué diablos hacía todo el día, él me contestaba con una frase que lo dice todo sobre ese mundo. Disfruto de mi vivienda. ¿Se da cuenta? Ahora usted nos mira a Florence y a mí y pensará que lo único que hicimos fue montar un buen follón, pero créame, era precisamente por eso por lo que nos rompimos el lomo, por ese follón, para salir de aquella ciénaga. Un trabajo bestial, se lo aseguro. Pero nadie habría podido detenernos. ¿Se da cuenta de lo que para mí representaba un automóvil, echando humo en el horizonte? ¿Comprende que me lo había jugado todo sólo por tener una única oportunidad de echar humo con él, a lo lejos?
O un conde bien vestido que sabía encontrar las palabras apropiadas y que olía a un mundo que nunca habíamos visto.
Ahora usted me ve así, con mi pierna de madera, un hijo que no es mío, otro desaparecido en la nada, y una furgoneta de inválido para llevar cajas de fruta, y pensará que soy un hombre triste, o fracasado. Pero no se deje engañar por las apariencias. ¿Sabe?, la gente vive muchos años, pero en realidad está verdaderamente viva sólo cuando consigue hacer aquello para lo que nació. Antes o después no hace otra cosa que esperar y recordar. Pero no está triste cuando espera o recuerda. Parece triste. Pero lo único que ocurre es que está un poco lejos.
Sí, lo sé, le he dicho.
Tendría que haberme visto cuando vendía vacas en vez de gasolina, me ha dicho. Qué placer.
Y usted, ¿ya ha hecho aquello para lo cual ha nacido?, me ha preguntado. ¿Está tan lejos porque está esperando o porque está recordando?
Tal vez las dos cosas, le he dicho.
Se ha echado a reír.
Luego se ha parado. Quería mirarme bien a los ojos mientras me hacía la pregunta que desde hacía un rato le daba vueltas en la cabeza. ¿Y usted qué le ha hecho a Ultimo, para ser borrada así, peor que yo?
Lo ha dicho sonriendo, como si los dos tuviéramos claro que a esas alturas ya no había nada que hacer.
—No es seguro que me haya borrado del todo.
—Se marchó sin una palabra siquiera, me lo dijo usted. Tampoco le ha escrito nunca. ¿Cómo le llama a eso?
—Ser borrada.
—Es su manera de echar cuentas con el dolor, me lo ha explicado usted. ¿Qué le hizo? Dígamelo, total, ¿qué importa ya?
Qué le hice, qué le hice, querido viejo señor Parri, Libero Parri, Garage Libero Parri. Tendría que preguntárselo a aquella chiquilla de siempre, la que corrompía a las familias, espalda erguida y pelo bien peinado. Para mí, en la actualidad, es difícil comprenderlo. Había tantas cosas en mi cabeza, en aquel entonces, que el mundo exterior apenas lo notaba, pasaba como una sombra; la vida estaba toda en mis pensamientos, yo a aquel chico apenas lo vislumbraba, era más auténtico en mi diario que en las carreteras de América, era un sonido que apenas percibía, pero que yo cantaba con los ojos abiertos en mis sueños. A Ultimo me parece que nunca llegué a verlo como a una persona real, auténtica. Era demasiado pronto para mí. De manera que si ahora lo pienso, desde la atalaya de estos mis cuarenta años, veo, a lo lejos, un rosario de gestos que no sabría cómo interpretar. Los cuerpos, querido señor Parri, los cuerpos los teníamos como juguetes sin instrucciones, ninguno de nosotros dos sabía cómo usarlos, el mío lo ajustaba como maestra en las páginas de mi diario, pero era un modo para no utilizarlo de día, a la luz del sol. Y Ultimo, por lo que recuerdo, lo llevaba por ahí como un impermeable demasiado grande. Sí, debí de hacerle algo, claro que debí de hacerle algo, e incluso recuerdo vagamente una noche penosa, en la que yo me reía, y en la que hubo un vals de gestos que no quería comprender, y palabras que suplicaba no oír. Pero qué le hice, exactamente, eso no lo sé.
Lo que le hice es que todavía no había nacido, y esto, para la gente, es algo difícil de comprender.
Necesité mucho tiempo para nacer. Eso es lo que ocurrió.
Pero al señor Parri sólo le he dicho:
—No estaba enamorada de él.
Cosas que pasan, ha dicho.
He hecho las maletas, en mi habitación de este hotel lujoso, a orillas del lago. Es hora de que me marche. Una habitación de hotel, cuando lo has recogido todo, y detrás de ti sólo queda el desorden, tu desorden, es una huella bellísima, y es una lástima que quienes la lean y la borren sean camareras aburridas, con el corazón en otra parte. Cogeré el tren, y volveré a Roma. Tengo dos hijos y muchas cosas de las que ocuparme. Tengo un marido junto a quien es delicioso regresar. Me gustará ver pasar el paisaje, por la ventanilla, mientras toco a Schubert, con las manos escondidas bajo el chal de seda india.
Me ha resultado extraño volver a escribir, después de tantos años, un diario. Pero es una de las muchas cosas que me ocurren en estos tiempos y que no sé descifrar. ¿Qué estación del corazón es ésta, en que uno se encuentra corriendo para ir a ayudar a unos años olvidados, fingiendo haber oído que gritaban socorro?
Antes de separarnos, Libero Parri ha tenido tiempo todavía para explicarme bien quién es Fangio y cómo se puede trucar un carburador sin que los jueces se den cuenta de ello. Puede serle útil, me ha dicho.
Y todavía una cosa más, ha añadido.
Ultimo era flaco como una rama, tenía aquel par de orejas, y los ojos color de ratón, eso ya lo sé. Tenía el aspecto de alguien que siempre tenía que estar poniéndose inyecciones, ¿verdad?
Sí, ése era su aspecto.
Lo sé, ha dicho Libero Parri. Pero él tenía la sombra de oro y usted estaba enamorada de él. Y todavía lo está. Y no dejará nunca de estarlo porque usted nació para eso.
Le he preguntado qué era la sombra de oro.
Déjelo. Los que la tienen no pueden entenderlo.
Me ha tendido la mano. La mano lastimada, la que utiliza para unos pocos gestos importantes.
Lo he visto marcharse, de espaldas, con ese paso renqueante y seguro.
Sólo ahora me doy cuenta de que, pese a lo mucho que hemos hablado, no se me ha ocurrido preguntarle qué es de Ultimo ahora, y si sabía dónde estaba, y qué hacía. Y él también me ha contado muchas historias pero siempre sobre un niño que corría tras él, como si el hombre en que Ultimo debe de haberse convertido, entretanto, ya no fuera algo que nos concerniera. Qué absurdo. Habría sido tan natural hablar de ello, juntos, y en cambio no lo hemos hecho, y ni siquiera sé por qué.
O tal vez lo sé.
3 y 47 de la noche.