Nota

Tal vez no sea gratuito aclarar, para los más avisados y los más curiosos, que en este libro —como en todos mis libros, por otra parte— las informaciones históricas casi siempre son correctas, o por lo menos así deberían ser, pero que conviven con algunas variaciones fantásticas que me ha apetecido diseminar aquí y allá. Así, por ejemplo, la historia del Itala es esencialmente fiel a los acontecimientos, aunque el señor Gardini ha acabado convirtiéndose en la síntesis de muchos pioneros distintos y, en consecuencia, en un personaje imaginario. La Ouverture relata una carrera que realmente tuvo lugar, pero también recoge muchas otras historias que, al día siguiente, contribuyeron a hacer de dicha carrera una leyenda. Por lo que se refiere a Caporetto, no he tenido que inventarme nada porque allí la realidad superó a cualquier clase de ficción. La base de Sinnington nunca existió, pero muchas como ella existieron de verdad, a menudo transformándose, en tiempos de paz, en circuitos automovilísticos. Los de Steinway&Sohns pensaron, verdaderamente, que las pianolas acabarían arrinconando a los pianos, y llevaron a cabo fehacientemente esa idea de enviar por ahí a maestros que regalaran lecciones de piano; de todas formas, no podría asegurar que se hiciera de la manera y en los años que se describen en el libro. Podría continuar, pero lo importante es comprender que la Historia, en estas páginas, es menos real que la que se puede ver en el Canal Historia, pero mucho más que la que se puede encontrar en Cien años de soledad. (Por otra parte, el límite entre fidelidad histórica e invención adopta, a menudo, perfiles surrealistas. Cuando escribí Seda me inventé el nombre del pueblo en el que vivían los protagonistas combinando dos nombres que había visto en un atlas. Lo que me salió fue Lavilledieu. Años después, me escribió el alcalde de un pueblecito del sur de Francia. El pueblecito se llamaba Lavilledieu. En su carta, el alcalde me explicaba que, en el siglo XIX, en aquel lugar iban tirando gracias a la cría de gusanos de seda. También me invitaba a inaugurar la nueva biblioteca municipal. Naturalmente, fui. La recuerdo como una hermosa jornada. En otra ocasión me sucedió que una lectora mía inglesa reconoció, en un personaje de Océano mar, a una hermana que hacía tiempo que había desaparecido en la nada. Estaba convencida de que yo la había conocido, y de que había escrito su historia en mi libro. Me pedía si podía echarle una mano para encontrarla de nuevo. Escribir una respuesta, en casos como ése, es un asunto que a uno puede llevarle hasta semanas).

A propósito de hermanas, quisiera decir algo más. El cinco por ciento de los derechos de autor de este libro no va a acabar en mis bolsillos, sino en los de una asociación que acaba de nacer, llamada CasaOz. Ellos se ocupan de niños con enfermedades graves o incurables, así como de sus familias. Estudian sistemas para ayudar a todos ellos a vivir de la forma menos inhumana posible esa experiencia tan cruel de sus vidas. Si queréis saber algo más, podéis ir a esta página:

www.casaoz.org

Por mi parte, preferiría no saber siquiera que existen niños gravemente enfermos, es algo que me provoca un miedo terrible. Pero entre los fundadores de CasaOz está una hermana mía. Ella ha pasado por ese problema, y sabe. De manera que me ha convencido para que sacara la cabeza del suelo. Por regla general, suelo sentirme inclinado a confiar en la gente que cura heridas que conoce de cerca. Psicoanalistas deprimidos, urólogos que van al lavabo continuamente, personas así. Por ello la idea de ayudar a CasaOz me ha parecido una buena idea. Eso es todo.