Sinnington, Inglaterra, 7 de mayo de 1969
Muchísimo tiempo después
Vale, vale, hagamos esta tontería. Por qué no. Total, no puedo conciliar el sueño. Una anciana mujer de sesenta y siete años retoma su diario de cuando era una chiquilla y
Querido diario, te debía una última página: ésta es. He tardado un poco de tiempo. ¿Ves estas letras largas y cansadas?, son mías. Estaban dentro de aquellas otras ágiles de los veinte años, y de la hermosa grafía de la espléndida mujer que ya no soy. Eran la flor en la semilla.
¿Qué has hecho en todo este tiempo? Has estado en mis maletas, eso es lo que has hecho. Incluso cuando lo he tirado todo, tú has permanecido. Te debía una última página. Ésta es.
Escribo en el saloncito, a la luz de una pequeña lámpara. He dejado en la cama a esos dos, y he cerrado la puerta. Quiero que duerman mientras yo permanezco despierta esperando este mañana singular que me aguarda. De tanto como lo había deseado, él me ha buscado desde el fondo de mi pasado. Va a ser un gran día. No hay nadie que comprenda nada, ni nadie a quien yo pueda contarle algo. Todos creen que estoy loca. Que piensen lo que quieran. No tengo ganas de explicarlo. Esta historia no va con ellos. Piensan que soy una vieja loca, y una mala mujer. No es cierto, pero me gusta que lo piensen. Tampoco quisiera que se olvidaran, además, de que soy rica, rica de una manera irrevocable e irritante. Es un privilegio que no me he merecido, y que, no obstante, me coloca en situación de poder disponer de los demás. Es lo que siempre deseé. De pequeña soñaba con ello. Ahora lo hago cada día. No sé qué es lo que lleva a un niño a crecer con el sentimiento de venganza, pero es lo que ocurrió conmigo; y han sido inútiles todos los años empleados en convencerme de que se trataba sólo de un hábito infantil que había que combatir. Chorradas. Es el resentimiento, la ebriedad del resentimiento, la vitalidad del resentimiento, lo que me dio la vida, y estuve muerta durante todo el tiempo en que no quise comprenderlo. Cuando era joven me sentía tan cerca de él, era mi compañero de cama, estaba bajo mi ropa, era mi olor. Vivía para vengarme. Pero la juventud… es indigencia, pobreza, o al menos lo fue para mí. Era demasiado pequeña, y dura, no estaba a la altura de mi verdad; de joven, nadie lo está, nadie. Pero cuánto quiero a aquella chiquilla que por las noches, con la pluma en la mano, corrompía a las familias, y mataba a los caniches con pesticida, y se desgarraba la blusa delante de contables cachondos. Estaba contigo, Elizaveta mía, era yo, pero no podía ayudarte, intentaba gritar, pero no me oías. Me gustaría que supieras que no te traicioné; aunque me equivocara tanto al final no te traicioné. Soy una vieja loca. Riquísima y malvada. Te lo debía. Te debo los dos muchachos que están en mi cama, son guapísimos y son tuyos. Ella se llama Aurora. Él es un egipcio, ni siquiera sé cuántos años tiene. Un muchacho. Al principio a esos muchachos los compraba. Cuando me desperté del embobamiento de los cuarenta años, a esas alturas ya era demasiado vieja para conseguirlos con mis encantos. Tenía tanto dinero que me puse a pagar por ellos. Las primeras veces era horrible, pero con un poco de alcohol se me pasaba todo, créeme. Luego aprendí a hacer lo que me venía en gana. Les pagaba para que vinieran a dormir conmigo: eso es algo que proviene directamente de ti. Ni siquiera por un momento olvidé que tenía unos labios viejos y una piel cansada. No quiero que me besen y nunca me desnudo para ellos. Es por sus cuerpos por lo que estamos ahí, no por el mío. Los miro, los toco, paso mi lengua sobre su piel. Siento sus olores y escucho su voz mientras gozan. No me gusta follar con ellos, y si lo hago, de vez en cuando, es por cansancio. Se está demasiado cerca al follar, eso también me lo enseñaste tú. Con el tiempo comprendí que podía hacer algo mejor. Me puse a comprar muchachas. Las más hermosas que encontraba. No porque me gustaran, eso es algo que no he vuelto a sentir; tal vez tú lo sintieras, pero yo lo perdí por el camino: no me gusta hacer el amor con una mujer más hermosa que yo. No sé. Pero les pago para que estén cerca de mí y, mientras están junto a mí, hacer que me seduzcan los muchachos. Yo los elijo. Los que me gustan. Con los pobres es todo más sencillo. Ellas los atraen, nos los llevamos de allí. Las primeras veces dejo que actúen por su cuenta. Yo leo un libro, en la habitación de al lado, y es una sensación que tendrías que experimentar. Luego las cosas salen con mucha normalidad. Al rato estoy allí con ellos, mirándolos. Me gusta recoger las migajas de su fiesta, porque no son migajas sino milagros. Me gusta acariciar el pelo de ese chico que está follando, y tener su miembro entre los labios mientras él besa una boca joven que yo ya no tengo. ¿Verdad que reconoces algo de todo esto? Tú eras así, Elizaveta, no estabas a la altura de tu verdad, pero eras así, incluso podías esconderlo bajo el acero de tu figura feúcha, descolorida y ofendida, pero eras así. ¿Cómo hiciste para no romperte en dos, en la niebla de aquellos días todos iguales, derrotados por el miedo, con aquel deseo en tu interior, y con aquel mundo ciego fuera? Lo conseguiste, no te rompiste, y ahora estás aquí. Diviértete, Elizaveta.
Y no repares en esos cuarenta años de mujer espléndida, esposa y madre, mujer hermosísima. Dios mío, qué sufrimiento leer esas páginas. Qué apuro. Cómo se puede vivir en la ficción, con tanta nobleza y ceguera… Y qué días vivía, en aquellos años, que Dios me perdone, qué días más justos… Esa capacidad mística que tenemos de crecer, mezclando lo que somos con la imperfección, cuando no con el error. Habría que avergonzarse y punto. Y, a pesar de todo, hay algo grandioso en ese paso de la edad en el que los humanos a los que todavía les quedan fuerzas para gastar las invierten todas en el esfuerzo titánico de hacerse mayores. Y encuentran esa belleza de estatua griega, donde el perfil grotesco de lo que eran de jóvenes se recompone, magistralmente, en formas y proporciones áureas, dictadas por el sentido de responsabilidad, por la astucia de la experiencia, por el ralentí de los cuerpos maduros. Incluso los rostros, a menudo, encuentran una compostura luminosa en la que se lee una verdad que no estaba en los rasgos sin prudencia de los años jóvenes. Es esa larga estación en la que nos convertimos en madres y padres, y en la que se pone orden en la vida, con el paciente gesto de legarla. ¿Puede uno ser capaz de eludir un paso de este tipo? No lo creo. Unas vidas sin invierno, ¿qué clase de vida serían? ¿Qué clase de vida son vuestras vidas de niños perennes y estivales? La permanencia de la semilla bajo la nieve: también esto nos es dado conocer. Y valorar. Yo adoré de esos cuarenta años el crepitar subterráneo e incesante, el grito obstinado bajo la nieve, la desesperación muda en el corazón de la calma, la fragilidad infinita, la pétrea firmeza en vilo sobre la arena —la invencible angustia de ser felices de esa manera. Siempre con la sospecha de que bastaría una mirada por la calle, un momento de soledad, algún minuto de más esperando a una amiga, para que todo se derrumbase de repente, sin condiciones. Y volveríamos hacia atrás, como naves que fueran llamadas de nuevo al puerto, tras la batalla. Al puerto que éramos de jóvenes.
Además, también es verdad que a menudo no pasa nada y que para muchos se aleja toda clase de deshielo, y el invierno permanece vigilando todos los años que quedan por venir, en vejeces aseadas, sin sol. Pero no fue así para mí —para mí, y para ti, Elizaveta, espalda erguida, pelo bien peinado. Me ayudaste a ver morir lentamente a nuestro Vasilij, amigo querido, marido mío y nuestro. Cuando él se marchó, miré a mis hijos a la cara y de pronto ya no comprendí por qué tenía yo que vivir por su juventud y no por la mía. Así que volví hacia ti. A lo que habíamos dejado a medias. Era tiempo de acabarlo.
Lo primero que hice fue dejar de ser clemente. Lo segundo, pagar a los muchachos. Lo tercero, buscar a Ultimo. Me ha costado mucho comprender por qué tenía necesidad de ello, pero tuve mucho tiempo para comprenderlo. Ahora sé que Libero Parri se equivocaba cuando pensaba que yo había nacido para amar a Ultimo. Ninguna mujer nace sólo para amar a alguien. Yo nací para vengarme y la verdad es que estoy viva ahora, por fin, cuando me vengo cada día, sin arrepentimientos. Pero, no obstante, también es cierto que, querida pequeña Elizaveta, tú estabas enamorada de él, y que yo lo estaré para siempre. En eso el viejo Parri no se equivocaba. Tú no podías comprenderlo, yo no quise saberlo durante mucho tiempo. Pero es así. Nosotras dos no hemos amado a nadie más. Era feo, raro e inaccesible. Pero nosotras siempre supimos que en su sombra de oro nos salvaríamos. Él recompondría el mundo cada vez que nosotras lo hubiéramos roto, y junto a él habría sido posible ser nosotras mismas. Y así ha sido.
Fui a buscar a Libero Parri, pero ya no lo encontré. Se lo había llevado un ataque al corazón, inmediatamente después de la guerra. En su casa había una pequeña mujer, orgullosa, con rasgos infantiles. Florence, al final te vi. Le dije que lo sentía. La abracé. Era una mujer dura. Maravillosamente inclemente. Le conté toda mi historia y luego le pregunté dónde podía encontrar a Ultimo. Ella me tendió un sobre, grande, blanco. Ultimo dejó esto para usted, me dijo.
En el sobre había una hoja grande, doblada varias veces. Tan grande como un mapa. En el papel gris, con tinta china de color rojo, estaba dibujado el trazado de un circuito. Dieciocho curvas. Se movía en el espacio con una elegancia inequívoca. El trazo era limpio y neto; los radios de las curvas, exactos. Y en el gris de alrededor, muy apretada, la pequeña grafía de Ultimo explicaba cada uno de los metros de esa carretera. Lo había prometido: estaba allí toda su vida.
Luego no había nada más para mí, ni una línea, ni un mensaje, nada. Sólo el circuito.
¿Consiguió construirlo?, pregunté.
Pero Florence no respondió.
Estaba sentada al lado de su hijo, y lo tenía cogido de la mano. El hijo del conde. Parecía ausente. Con cuerpo de adulto, pero parecía un niño. Mudo. Un idiota.
Consiguió construirlo, ¿verdad?, dije.
Es un dibujo, dijo Florence.
Sí, pero lo consiguió, ¿verdad?
Me dijo que le dejara el dibujo, eso es todo, dijo ella.
Sí, lo logró, y usted sabe también dónde.
Yo soy su madre.
Y luego, tras una pausa: es sólo un dibujo.
Seguía manteniéndose cerca de aquel hombre niño, como si fuera un justo castigo del que se sintiera orgullosa.
Me entretuve un rato, antes de despedirme escuchando de nuevo aquella voz de la que Ultimo me había hablado, y que ella parecía haber perdido. La voz de aquella Florence que allí estaba.
Usted es asquerosamente rica y tiene un montón de tiempo. Búsquelo. Dijo. Con dulzura.
No sabía siquiera si aludía a Ultimo o al circuito.
Pero respondí sin titubeos.
Claro que lo haré.
Y el hombre niño, entonces, sonrió.
Lo he buscado, Elizaveta, y lo he encontrado. Tienes que estar orgullosa de mí.
Tal vez duerma un rato. Pero lo que quiero es despertarme al amanecer. No quiero perderme ni un solo rayo de este día que surge para mí, y sólo para mí.
Perdóname todos estos sentimientos, Elizaveta, pero los viejos están abocados a la emoción.
Qué silencio a mi alrededor.
Qué maravilla.
Me gusta todo de este instante.
Que acaece a las 2 y 12 de la noche.
Jodido diario, ¿ahora estás contento?