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Porque el barón de Carewall jamás había visto el mar. Sus tierras eran de tierra: y de piedras, colinas, pantanos, campos, despeñaderos, montañas, bosques, descampados. Tierra. Mar no había.

El mar era para él una idea. O, con mayor propiedad, un recorrido de la imaginación. Era algo que nacía en el Mar Rojo —partido en dos por manos divinas—, se multiplicaba en el pensamiento del diluvio universal, allí se perdía para reaparecer después en el perfil abombado de un arca e inmediatamente se unía con la idea de las ballenas —jamás vistas pero a menudo imaginadas—, y de allí volvía a fluir, de nuevo con bastante claridad, en las pocas historias que habían llegado hasta él de peces monstruosos y dragones y ciudades submarinas, en una acumulación de esplendor fantástico que bruscamente se contraía en los rasgos ásperos del rostro de un antepasado suyo —enmarcado y perenne en la galería adecuada— que, según se decía, había sido aventurero junto a Vasco de Gama: en sus ojos sutilmente malvados, la idea del mar se adentraba por un camino siniestro, rebotaba sobre algunas inciertas crónicas de hiperbólicos corsarios, se enredaba en una cita de San Agustín que concebía el océano como la casa del demonio, volvía tras un nombre —Thessala— que tal vez fuera un barco naufragado, tal vez un ama de cría que contaba historias de navíos y de guerras, rozaba el olor de ciertas telas llegadas hasta allí desde países lejanos, y por último volvía a salir a la luz en los ojos de una mujer de ultramar, a la que habla conocido muchos años antes y a la que nunca jamás había vuelto a ver, para acabar deteniéndose, al término de semejante periplo de la mente, en el perfume de un fruto que, según le habían dicho, crecía solamente a orillas del mar, en los países del sur; y al comerlo uno percibía el sabor del sol. Puesto que el barón de Carewall jamás lo había visto, el mar viajaba, en su mente, como un polizón a bordo de un velero detenido en un puerto con las velas arriadas, inofensivo y superfluo.

Habría podido reposar allí para siempre. Pero vinieron a sacarlo del nido, en un instante, las palabras de un hombre vestido de negro cuyo nombre era Atterdel, el veredicto de un implacable hombre de ciencia llamado a obrar un milagro.

—Yo salvaré a vuestra hija. Y lo haré con el mar.

Dentro del mar. Era para no creerlo, el apestado y pútrido mar, receptáculo de los horrores, y antropófago monstruo abisal —antiguo y pagano—, desde siempre temido y ahora, de repente

te invitan como a un paseo, te ordenan, porque es una cura, te empujan con implacable cortesía

dentro del mar. Es la cura de moda hoy en día. Un mar preferiblemente frío y fuertemente salino y agitado, ya que la ola forma parte integrante de la cura, por lo que de temible lleva consigo, técnicamente para superar y moralmente para dominar, en un desafío temible, pensándolo bien, temible. Todo con la certeza —digamos que con la convicción— de que el gran regazo marino puede quebrar el envoltorio de la enfermedad, reactivar los canales de la vida, multiplicar la redentora secreción de las glándulas centrales y periféricas.

linimento ideal para hidrófobos, melancólicos, impotentes, anémicos, solitarios, malvados, envidiosos

y locos. Como el loco que llevaron a Brixton, bajo la mirada impermeable de doctores y científicos, y que fue sumergido a la fuerza en el agua helada, sacudida por las olas, y después sacado de allí y, una vez medidas las reacciones y contrarreacciones, vuelto a sumergir, a la fuerza, que quede claro,

ocho grados centígrados, la cabeza bajo el agua, él que emerge como un aullido y la fuerza de animal con la que se libera de enfermeros y auxiliares varios, todos expertos nadadores, lo cual no sirve de nada contra el ciego furor del animal que escapa —escapa— corriendo por el agua, desnudo y gritando el furor de ese castigo mortífero, la vergüenza, el terror. Toda la playa helada por la turbación, mientras ese animal corre y corre, y las mujeres, a lo lejos, apartan la mirada, aunque naturalmente querrían mirar, pues claro que querrían mirar, la bestia y su carrera, y, digámoslo, su desnudez, precisamente eso, la inconexa desnudez que va a tientas por el mar, hermosa incluso bajo aquella luz gris, de una belleza que perfora años de santa educación y colegios y rubores y va derecha por donde debe ir, recorriendo los nervios de tímidas mujeres que en el secreto de faldas enormes y cándidas

las mujeres. El mar parecía, de repente, haber estado esperándolas desde siempre. De creer a los médicos, permanecía allí, desde hacía milenios, perfeccionándose pacientemente, con el único y preciso fin de ofrecerse como ungüento milagroso que ofrecer a sus padecimientos, del alma y del cuerpo. Así como iban repitiendo en salones impecables a maridos y padres impecables, los impecables doctores, saboreando té y midiendo las palabras para explicar, con paradójica cortesía, que el asco del mar, y el shock, y el terror, eran, en verdad, seráfica cura para esterilidades, anorexias, desfallecimientos nerviosos, menopausias, sobreexcitaciones, desasosiegos, insomnios. Ideal experiencia para sanar las turbaciones de la juventud y preparar para las fatigas de los deberes mujeriles. Solemne bautismo inaugural de jovencitas transformadas en mujeres. De modo que procurando olvidar por unos instantes al loco en el mar de Brixton

(el loco siguió corriendo, pero hacia el horizonte, hasta que dejó de vérsele, hallazgo científico que huyó de las estadísticas de la academia médica y se entregó espontáneamente al vientre del océano mar)

procurando olvidarlo

(digerido por el gran intestino acuático y jamás devuelto a la playa, jamás vomitado al mundo, como habría podido esperarse, reducido a odre informe y lívido)

se podría pensar en una mujer —en una mujer— respetada, amada, madre, mujer. Por una razón cualquiera —enfermedad— llevada a un mar que en caso contrario nunca habría visto y que ahora es la clave de su curación, clave inmensa, en verdad, que ella mira y no comprende. Lleva el pelo suelto y está descalza, y esto no es que carezca de importancia, es absurdo, junto con esa pequeña túnica blanca y los pantalones que dejan al descubierto los tobillos, se le podrían adivinar las caderas sutiles, es absurdo, solamente su habitación de mujer la ha visto así, y sin embargo así está en una playa enorme, donde no se estanca el aire pegajoso de un tálamo nupcial sino que sopla el viento del mar trayendo el edicto de una salvaje libertad reprimida, olvidada, oprimida, envilecida por toda una vida de madre esposa amada mujer. Y está claro: no puede no sentirlo. Ese vacío alrededor, sin paredes ni puertas cerradas, y solo, delante, un interminable espejo excitante de agua, sólo con eso habría para una fiesta de los sentidos, una orgía de nervios, y aún debe suceder todo, la dentellada del agua gélida, el miedo, el abrazo líquido del mar, la sacudida sobre la piel, el corazón en la garganta…

La acompañan hacia el agua. Por el rostro le baja, sublime ocultación, una máscara de seda.

Por lo demás, el cadáver del loco de Brixton no acudió nadie a reclamarlo. Eso hay que decirlo. Los médicos estaban experimentando, eso hay que entenderlo. Paseaban parejas increíbles, el enfermo y su médico, enfermos diáfanos, elegantísimos, devorados por el morbo de una lentitud divina, y médicos como ratones en una bodega, buscando indicios, pruebas, números y cifras: espiando los movimientos de la enfermedad en su descarriada fuga de la emboscada de una cura paradójica. Se bebían el agua del mar, se había llegado a eso, el agua que hasta ayer era horror y repugnancia, y privilegio de una humanidad desvalida y bárbara, de la piel quemada por el sol, envilecedora inmundicia. Se la tomaban a sorbos ahora, esos mismos divinos invalides que caminaban por la ribera arrastrando imperceptiblemente una pierna, en la simulación extraordinaria de una cojera noble que los sustrajera al ordinario dictado de poner un pie delante del otro. Todo era cura. Había quien encontraba mujer, otros escribían poesías, era el mundo de siempre —repugnante, pensándolo bien— que de repente se había transferido, con una finalidad exclusivamente médica, al borde de un abismo aborrecido durante siglos y elegido ahora, por elección y por ciencia, como promenade del dolor.

Baño de olas, lo llamaban los médicos. Había incluso un artefacto, en serio, una especie de litera patentada para entrar en el mar, servía para las señoras, obviamente, señoras y señoritas, para resguardarlas de miradas indiscretas. Ellas subían a la litera, cerrada por todos lados con cortinas de colores desvaídos —colores que no gritaran, por así decirlo— y después las adentraban en el mar unos metros, y allí, con la litera a ras del agua, ellas bajaban y tomaban los baños, como una medicina, casi invisibles tras sus cortinas, cortinas al viento, literas como tabernáculos flotantes, cortinas como paramentos de una ceremonia inexplicablemente extraviada en el agua, todo un espectáculo, si se contemplaba desde la playa. El baño de olas.

Sólo la ciencia puede ciertas cosas, esa es la verdad. Barrer siglos de asco —el terrible mar, regazo de corrupción y de muerte— e inventar aquel idilio que poco a poco se iba difundiendo por todas las playas del

mundo. Curaciones como

amores. Y además esto: un día, en la playa de Depper, las olas trajeron a la orilla una pequeña barca, un residuo, apenas un pecio, Y allí estaban ellos, los seducidos por la enfermedad, esparcidos por la kilométrica orilla, consumando cada uno su cópula marina, bordados elegantes sobre la arena hasta donde alcanza la vista, cada uno en su burbuja de emoción, lascivia y miedo. A la salud de la ciencia que allí los había convocado, todos bajaron de su cielo a paso lento hacia aquel pecio que se resistía a encallar en la arena, como un mensajero temeroso de llegar. Se acercaron. Lo arrastraron hasta la orilla. Y vieron. Recostado sobre el fondo de la barca, con la mirada dirigida hacia lo alto y un brazo extendido hacia adelante, ofreciendo algo que ya no estaba. Lo vieron:

un santo. De madera era la estatua. Pintada. El manto descendía hasta los pies, una herida cortaba la garganta, pero el rostro, aquel rostro, nada sabía de todo ello y reposaba, apacible, sobre una divina serenidad. Nada más en la barca: sólo el santo. Sólo. Y todos, instintivamente, levantaron los ojos, por un instante, para buscar sobre la superficie del océano el perfil de una iglesia, comprensible idea pero también irrazonable idea, no había iglesias, no había cruces, no había senderos, el mar no tiene caminos, el mar no tiene explicaciones.

Las miradas de decenas de invalides, y mujeres consumidas, bellísimas, lejanas, médicos como ratones, ayudantes y lacayos, viejos mirones, curiosos, pescadores, muchachas —y un santo. Extraviados, todos ellos y él. En vilo.

En la playa de Depper, un día.

Nadie lo entendió jamás.

Jamás.

—La llevaréis a Daschenbach, es una playa ideal para los baños de olas. Tres días. Una inmersión por la mañana y una por la tarde. Preguntad por el doctor Teverner, os proporcionará todo lo necesario. Esta es una carta de presentación para él. Tomad.

El barón cogió la carta y ni siquiera la miró.

—Morirá —dijo.

—Es posible. Pero muy improbable.

Sólo los grandes doctores saben ser tan cínicamente exactos. Atterdel era el más grande.

—Vamos a ver, Barón: vos podéis tener a esa muchacha aquí dentro durante años, paseando sobre alfombras blancas y durmiendo entre hombres que vuelan. Hasta que un día una emoción que no consigáis prever se la lleve consigo. Amén. O bien aceptáis el riesgo, seguís mis prescripciones y confiáis en Dios. El mar os restituirá a vuestra hija. Muerta, tal vez. Pero si está viva, estará viva de verdad.

Cínicamente exacto.

El barón permanecía inmóvil, con la carta en la mano, a medio camino entre él y el médico de negro.

—Vos no tenéis hijos.

—Eso es un hecho que carece de importancia.

—Sea como sea, no los tenéis.

Miró la carta y lentamente la dejó sobre la mesa.

—Elisewin se quedará aquí.

Un instante de silencio, pero sólo un instante.

—Ni lo soñéis.

Ese era el padre Pluche. En realidad la frase que había partido de su cerebro era más compleja y se acercaba más bien a algo como: «Quizás lo más conveniente sería aplazar cualquier decisión hasta haber reflexionado serenamente sobre lo que…»: algo así. Pero «Ni lo soñéis» era claramente una proposición más ágil y veloz, y no le costó excesivo esfuerzo deslizarse entre la trama de la otra y aflorar a la superficie del silencio como una boa imprevista e imprevisible.

—Ni lo soñéis.

Era la primera vez en dieciséis años que el padre Pluche osaba contradecir al barón en una cuestión relativa a la vida de Elisewin. Sintió una extraña ebriedad: como si se acabara de tirar por una ventana. Era un hombre de un cierto espíritu práctico: ya que estaba allí, en el aire, decidió intentar volar.

—Elisewin irá hasta el mar. Yo la llevaré, Y si es necesario, nos quedaremos allí meses, años, hasta que encuentre fuerzas para afrontar el agua y todo lo demás. Y al final volverá, viva. Cualquier otra decisión sería una idiotez, o peor, una cobardía. Y si Elisewin tiene miedo, no debemos tenerlo nosotros, y no lo tendré yo. A ella no le importa en absoluto morir. Es vivir lo que quiere. Y lo que quiere, lo tendrá.

Era increíble cómo hablaba el padre Pluche. Parecía imposible que fuera él.

—Vos, doctor Atterdel, no entendéis nada de hombres ni de padres e hijos, nada. Y por eso mismo os creo. La verdad es siempre inhumana. Como vos. Sé que no os equivocáis. Siento pena por vos, pero vuestras palabras las admiro. Y yo, que no he visto nunca el mar, hasta el mar me iré, porque me lo han dicho vuestras palabras. Es la cosa más absurda, ridícula e insensata que podía sucederme. Pero no hay hombre, en todas las tierras de Carewall, que pueda impedirme hacerla. Nadie.

Recogió la carta de la mesa y se la metió en el bolsillo. Sentía que el corazón le latía dentro como loco, que las manos le temblaban y un extraño zumbido en los oídos. No hay de qué extrañarse, pensó: no todos los días consigue uno volar.

Podía suceder cualquier cosa en aquel instante. La verdad es que hay momentos en los que la omnipresente y lógica red de las secuencias causales se rinde, cogida por sorpresa por la vida, y baja al patio de butacas, mezclándose con el público, para dejar que en el escenario, bajo las luces de una libertad vertiginosa y repentina, una mano invisible pesque en el infinito regazo de lo posible y, entre millones de cosas, sólo permita que ocurra una. En el triángulo silencioso de aquellos tres hombres, pasaron todos los millones de cosas que hubieran podido estallar, en procesión pero como un relámpago, hasta que, tras aclararse el resplandor y la polvareda, una sola, diminuta, apareció, en el círculo de aquel tiempo y de aquel espacio, esforzándose con cierto pudor por suceder. Y sucedió. Que el barón —el barón de Carewall— empezó a llorar, sin esconder siquiera el rostro entre las manos, sino dejándose caer simplemente contra el respaldo de su suntuoso asiento, como vencido por el cansancio, pero también como liberado de un peso enorme. Como un hombre acabado, pero también como un hombre salvado.

El barón de Carewall lloraba.

Sus lágrimas.

El padre Pluche, inmóvil.

El doctor Atterdel, sin palabras.

Y nada más.

Todas estas cosas nadie las supo nunca en las tierras de Carewall. Pero todos sin excepción siguen aún contando lo que sucedió después. La dulzura de lo que sucedió después.

—Elisewin…

—Una cura milagrosa…

—El mar…

—Es una locura…

—Se curará, ya verás.

—Morirá.

—El mar…

El mar —vio el barón en los dibujos de los geógrafos— estaba lejos. Pero sobre todo —vio en sus sueños— era terrible, exageradamente hermoso, terriblemente fuerte —inhumano y enemigo —maravilloso. Y además tenía colores distintos, olores jamás sentidos, sonidos desconocidos —era el otro mundo. Miraba a Elisewin y no conseguía imaginar cómo podría acercarse a todo aquello sin desaparecer, en la nada, disuelta en el aire por la turbación, y por la sorpresa. Pensaba en el instante en que habría de volverse, de repente, para recibir en los ojos el mar. Pensó en ello durante semanas. Y después lo comprendió. No había sido difícil, en el fondo. Era increíble no haber pensado en ello antes.

—¿Cómo llegaremos al mar? —le preguntó el padre Pluche.

—Será él quien venga a recogeros.

Así partieron, una mañana de abril, atravesaron campos y colinas y al atardecer del quinto día llegaron hasta las orillas de un río. No había ni un pueblo, no había casas, nada. Pero sobre el agua se balanceaba, silencioso, un pequeño navío. Se llamaba Adel. Navegaba, por lo general, en las aguas del océano, llevando riquezas y miserias, de ida y de vuelta, entre el continente y las islas, A proa llevaba un mascarón con cabellos que le resbalaban hasta los pies. Las velas tenían en su interior todos los vientos del mundo lejano. La quilla había escrutado, durante años, el vientre del mar. En cada rincón, olores desconocidos relataban historias que las caras de los marineros llevaban transcritas sobre la piel. Tenía dos mástiles. El barón de Carewall quiso que remontase, desde el mar, el curso del río hasta allí.

—Es una locura —le había escrito el capitán.

—Os cubriré de oro —había contestado el barón.

Y ahora, como un fantasma escapado de cualquier ruta razonable, el navío de dos mástiles llamado Adel estaba allí. Sobre el pequeño muelle, en el que por lo general amarraban pequeñas embarcaciones, el barón se abrazó a su hija y le dijo

—Adiós.

Elisewin permaneció callada. Se cubrió el rostro con un velo de seda, deslizó en las manos del padre un papel, doblado y sellado, se dio la vuelta y fue al encuentro de los hombres que habían de llevarla al navío. Era ya casi de noche. De haberlo querido, habría podido parecer un sueño.

Así fue como Elisewin descendió hacia el mar del modo más dulce del mundo —sólo la mente de un padre podía imaginarlo—, llevada por la corriente, a lo largo de la danza hecha de curvas, pausas y titubeos que el río había aprendido en siglos de viajes, él, el gran sabio, el único que sabía el camino más hermoso y dulce y apacible para llegar al mar sin hacerse daño. Descendieron, con esa lentitud decidida al milímetro por la sabiduría materna de la naturaleza, introduciéndose poco a poco en un mundo de olores de cosas de colores que día tras día desvelaba, lentísimamente, la presencia lejana, y después cada vez más próxima, del enorme regazo que los esperaba. Cambiaba el aire, cambiaban las auroras, y los cielos, y las formas de las casas, y los pájaros, y los sonidos, y las caras de la gente en las orillas, y las palabras de la gente en sus bocas. Agua que se deslizaba hacia el agua, galanteo delicadísimo, los meandros del río como una cantilena del alma. Un viaje imperceptible. En la mente de Elisewin, sensaciones a millares, pero ligeras como plumas en vuelo.

Todavía hoy, en las tierras de Carewall, relatan todos aquel viaje. Cada uno a su manera. Todos sin haberlo visto nunca. Pero no importa. No dejarán nunca de relatarlo. Para que nadie pueda olvidar lo hermoso que sería si, para cada mar que nos espera, hubiera un río para nosotros. Y alguien —un padre, un amor, alguien— capaz de cogernos de la mano y de encontrar ese río —imaginarlo, inventarlo— y de depositamos sobre su corriente, con la ligereza de una sola palabra, adiós. Eso, en verdad, sería maravilloso. Sería dulce la vida, cualquier vida. Y las cosas no nos harían daño, sino que se acercarían traídas por la corriente, primero podríamos rozarlas y después tocarlas y sólo al final dejar que nos tocaran. Dejar que nos hirieran, incluso. Morir por ellas. No importa. Pero todo sería, por fin, humano. Bastaría la fantasía de alguien —un padre, un amor, alguien. Él sabría inventar un camino, aquí, en medio de este silencio, en esta tierra que no quiere hablar. Camino clemente, y hermoso. Un camino de aquí al mar.

Los dos inmóviles, con los ojos fijos en esa inmensa extensión de agua. Para no creerlo. En serio. Para quedarse allí toda una vida, sin comprender nada, pero sin dejar de mirar. El mar delante, un largo río a sus espaldas, la tierra, al final, bajo sus pies. Y ellos allí, inmóviles. Elisewin y el padre Pluche. Como un hechizo. Sin un solo pensamiento en la cabeza, ni uno solo, sólo estupor. Asombro. Y después de minutos y minutos —una eternidad— es cuando Elisewin, al final, sin apartar los ojos del mar, dice

—Pero luego, en determinado momento, ¿acaba?

A centenares de kilómetros, en la soledad de su inmenso castillo, un hombre aproxima a la vela una hoja de papel y lee. Pocas palabras, todas en una línea. Tinta negra.

No tengáis miedo. Yo no lo tengo. Esta que os ama. Elisewin.

El carruaje los recogerá después, porque es de noche, y la posada los espera. Un viaje breve. La carretera, a lo largo de la playa. En los alrededores, nadie. Casi nadie. En el mar —¿qué estará haciendo en el mar?— un pintor.