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PROFUSAMENTE difundida por la literatura y el cine de los años posteriores al descubrimiento de la tumba de Tutankamón, la Maldición de los Faraones constituye un lugar común en nuestro imaginario. Todos recordamos el célebre relato de Arthur Conan Doyle, el padre de Sherlock Holmes —también uno de los más famosos médiums de su época—, donde narra la cadena de muertes misteriosas que siguieron a este hallazgo. Apenas cinco meses después de abrir la tumba, lord Carnavon, el patrocinador de la expedición, enfermó gravemente a causa de un corte que se había producido mientras se afeitaba, al sajarse una picadura de mosquito, y murió poco después en El Cairo. Su hermano Audrey, que estuvo presente en la apertura de la cámara real, falleció de forma repentina nada más regresar a Londres. Le siguieron Arthur Mace, el hombre que dio el último golpe al muro, sir Pound Reid —quien radiografió la momia—, Richard Bethel, el secretario personal de Howard Carter, de un ataque al corazón que llevó a su padre al suicidio al enterarse de la noticia, y hasta el propio director del Servicio de Antigüedades, Arthur Weigall, quien previno a Carter y a Carnavon, pidiéndoles que se abstuvieran de abrir su sarcófago. Según la leyenda, pocos días antes Carter había encontrado una tablilla con una inscripción que decía: «La muerte golpeará con su bieldo a aquel que turbe el reposo del faraón». Verdaderamente, aunque el propio Howard Carter desautorizó estas interpretaciones fantasiosas —y aunque él mismo falleció dieciséis años después y de muerte natural—, resulta innegable que trece de las veinte personas que asistieron a la apertura oficial de aquella cámara fallecieron poco tiempo después y en extrañas circunstancias. No obstante, en el año en que transcurre este relato —1920—, aún restaban tres más para que Carter descubriera la tumba de Tutankamón. ¿Entonces? ¿En qué fundamento se basaba la aterrada afirmación de Gaetano? En un incidente no menos portentoso sucedido ocho años antes, en aguas del Atlántico Norte.
La noche del 14 de abril de 1912, el transatlántico más fastuoso que ha conocido nuestro mundo, el Titanic, chocaba contra un gigantesco iceberg y se hundía sin remedio en apenas un par de horas. Llevaba a bordo dos mil quinientos pasajeros y uno más, muy especial: el cuerpo embalsamado de una pitonisa egipcia que ejerció su oficio, precisamente, en la corte de Akenatón.
La momia, propiedad de uno de los pasajeros más ilustres y de nombre no menos novelesco —lord Canterville, quien también pereció en el naufragio—, no viajaba en la bodega sino detrás del puente de mando, junto al timón. ¿Por qué la emplazaron ahí? No hay respuesta. Solo sabemos que la misteriosa pitonisa llevaba sobre su cabeza un amuleto con la imagen de Osiris, en cuyo reverso se leía esta inscripción: «El rayo de tus ojos aniquilará a todos aquellos que quieran adueñarse de ti». Según testigos presenciales, el primer «cegado» fue el capitán del Titanic, Edgard John Smith. La noche de autos, y sin razón conocida, declinó su obligación de apostar vigías con el fin de divisar los icebergs que bajaban desde el mar de Terranova. A las 23.30 el piloto avistó una montaña de hielo apenas a quinientos metros. Ya era tarde para reaccionar. Pero el capitán Smith tardó una eternidad en implementar su plan de salvamento. Su inexplicable demora llevó a la muerte a mil quinientas personas.
Otra leyenda del mar asegura que un superviviente consiguió salvar la momia. Al llegar a Estados Unidos, horrorizado por lo que contaban los periódicos, decidió devolverla a su país de origen. La facturó en el Empress of Ireland, el transatlántico gemelo del Titanic. Inexplicablemente, también este navío se fue a pique, pero la momia consiguió salvarse por segunda vez y fue restituida a su propietario quien, con más razones, perseveró en su intención de deshacerse de ella. Ya en 1915, la embarcó en el buque insignia de la Cunard Line, el Lusitania. Pues bien, cuando ya tenía a la vista las costas irlandesas, fue torpedeado por un submarino alemán, causando la muerte a mil doscientos pasajeros, muchos de ellos norteamericanos, lo que decidió la entrada de los Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial.
Por supuesto, Gaetano Cornacchia desconocía esta cadena de hechos históricos. Jamás había oído el nombre del faraón apóstata, menos aún el de su inquietante pitonisa, ni sabía a ciencia cierta qué buscaban Fersen y Conway. Al igual que sus compañeros de corvea, solo gobernaba una evidencia. Cuando llegaba el carromato del barón a lo alto de la colina tenía órdenes de tratar con un cuidado especial todas las ruinas egizacas que apareciesen. No tardó en correr entre ellos el rumor de que allá abajo les esperaba un tesoro más grande que el de Timberio, y este solo podía ser el de los faraoni que mataban a la gente solo con respirar el aire de sus tumbas. Así lo contaba el folletín más leído en la Italia de aquel tiempo, Il Messagiero di Fantástico, al que estaba suscrito su tío, el signore Cornacchia. Cada noche de viernes, en la trastienda de su funeraria en la vía del Babbuino, entre féretros y hachones de velorio, don Giuseppe leía las puntuales entregas del folletín a su extensa parentela de analfabetos. Los efectos fueron devastadores. La maledizione di faraoni se extendió como una plaga entre los aldeanos que trabajaban en las excavaciones. La víspera había aparecido una pequeña estatua de Anubis, el dios con cabeza de chacal, bajo las cisternas de il castello. Se generó un clima de expectación larvada del que podía esperarse cualquier cosa.
El cadáver de Gesualdo, sin embargo, no pertenecía a ninguna ficción literaria. Estaba allá, tendido sobre los mosaicos de Villa Helios, su puesto de vigilancia solitaria, donde lo habían encontrado cuando bajaron a recogerlo para subir todos juntos a comer, al poco de que doblaran las campanas del Ángelus. Conway nunca había visto nada tan espeluznante. Leticia, que caminaba tras él, se cubrió los ojos con las manos. Gaetano acababa de levantar el saco de arpillera con que lo habían cubierto. Apareció un cuerpo salvajemente mutilado, un coágulo de horror al que le habían arrancado el rostro y los genitales. Conway sintió que todo le daba vueltas, no pudo contener el vómito que le subió a la boca. ¿Quién podía haber cometido una atrocidad semejante? ¿Quién y por qué?
A medida que fue bajando de las ruinas de Villa Helios a las plazas, la noticia estremeció a todo Capri. No hizo falta que se lo dijeran. Conway sabía que los trabajadores no regresarían a las excavaciones ni por todo el oro del mundo. Los carabineros abrieron una investigación. Fersen tampoco se sorprendió al saber que figuraba como uno de los posibles implicados. En la isla era del dominio público que en sus fiestas del opio hacía invocaciones ante su esfinge para que le mostrara la «senda de eternidad» que le conduciría hasta la tumba de Akenatón. Estos rituales nunca hubieran rebasado el umbral de lo anecdótico de no mediar un precedente nada tranquilizador. Alessandro de Caltagirone, el descubridor de los papiros, había muerto en extrañas circunstancias a los pocos días de participar en una de sus bacanales.
—… Pero la muerte de Caltagirone se debió a causas naturales, ¿no es así, Fersen? —le interpeló Conway—. El mismo día en que llegué aquí vi pasar su funeral, y era usted quien lo presidía. Todo Capri le acompañaba en el duelo. ¿Cómo es posible que ahora…?
La pregunta quedó colgada del aire, apresada dentro del cónclave de notables que se habían dado cita en Villa Lysis. Allá estaban los ilustres poetas Pound y Auden, Ignacio Cerio, el padre de Leticia —uno de los dueños de la isla—, y, por supuesto, su secretario personal, el doctor Messori, que esta vez venía acompañado por un tipo de aspecto francamente fúnebre —terno negro, sombrero hongo del mismo color, y el rostro desangrado de un cadáver. Se trataba de Corrado Annicelli, el notario, cuya presencia otorgaba una respetabilidad añadida a la reunión. El barón desvió una mirada errática alrededor de aquel círculo de rostros empedrados de silencio, pero no, nadie iba a responder por él. Al fin tuvo que decirlo.
—… Caltagirone no murió de muerte natural. Fue asesinado, degollado, igual que Gesualdo. Le arrancaron el rostro y los genitales, y abandonaron su cadáver dentro de un esquife, al pie de mi embarcadero particular.
—Eso cambia mucho las cosas —articuló Conway—. ¿Por qué no me lo dijo?
—Le pido disculpas, pero compréndame… Temí que desertara al saberlo.
—¿Lo hará ahora? —apostilló Messori, en su tono habitual, mientras se atusaba las guías de su bigote—. No me diga que ha comenzado a pensar que…
Pound no le dejó continuar.
—No juegue con eso doctor. La noche de autos tres de los que estamos aquí acompañamos a Jacques. ¡Nuestro amigo es absolutamente inocente!
—De eso no me cabe duda —exclamó entonces el notario—, pero, en fin, discúlpenme si les incomoda lo que voy a decir… Háganse cargo, estoy obligado…
El potentado Cerio agitó las manos, se estaba impacientando.
—¡Por la santa Madonna, dígalo de una vez!
—Todo el mundo sabe que entre sus amigos, señor barón, hay unas cuantas personas de mala fama… y otras de muy baja extracción.
No hacía falta que precisara los nombres. Homosexual, pederasta, opiómano y pornógrafo. Esos cuatro epítetos definían entre la buena sociedad de Capri al barón Fersen quien, por otra parte, había elegido como emblema de Villa Lysis aquella frase «Consagrada al amor y al dolor», que ahora crecía ante ellos como una sentencia acusatoria. Ese era el umbral que cruzaban los jóvenes reclutados por il Dottore en los barrios bajos de Nápoles para representar sus célebres tableaux vivants, también para culminarlos prestándose a las solicitudes homoeróticas de sus amigos. Les pagaba bien, pero más de uno de aquellos grassatori tirando a patibularios parecía muy capaz de abrir en canal a cualquiera de sus invitados solo para arrebatarle lo que llevara en la cartera.
—Sin embargo, aquí hay algo que no encaja —intervino Auden, el poeta, que no se despegaba de su pipa—. Si el móvil hubiera sido el robo, ¿qué asesino se hubiera detenido cortándole los genitales a su víctima, o desollándole el rostro?
Il Dottore carraspeó antes de hablar.
—Lo siento, ezzelenza, pero aquí se hace. Los sicarios de la Camorra napolitana se vengan así de quien no paga, o de quien habló demasiado.
—Ah, vaya —intervino de nuevo Conway—. O sea que Caltagirone sabía demasiado. Me pregunto acerca de qué asunto. Porque dudo mucho que lo mataran por dedicarse a descifrar papiros que nadie conocía salvo él.
—Vendetta, amigo, mío, vendetta. Esa es la palabra. —Una mirada vacía invadió los ojos del doctor, antes de añadir—. Caltagirone y Gesualdo han sido los chivos expiatorios de una venganza contra nuestro círculo.
—Los invertidos, escusi, signori —adujo el notario, pinzando las alas de su sombrero—, los invertidos tampoco les gustan a los isleños. El padrino de mi esposa… El padrino legal, quiero decir —puntualizó, para que no lo confundieran con los de la Cosa Nostra—, en fin, trabajó toda su vida en el hotel Quisisana. Fue testigo de cómo expulsaban al ilustrísimo Oscar Wilde por hacer exhibición de su sodomía. Lo echaron por la puerta principal, y a patadas. Un escándalo.
—¡Corrado, por favor! —Se enfadó Cerio—. Eso sucedió hace más de veinte años. Nuestro Capri ya no es así. Y además, una cosa es que expulsaran a Wilde de un hotel y otra bien distinta estas dos atrocidades.
—… También puede tratarse de crímenes rituales —adujo entonces Conway.
—¿Crímenes rituales? —repitieron al unísono Pound y Auden—. ¿De qué especie?
—¿Conocen a Aleister Crowley[18]?
La pregunta desconcertó a todos, pero sobremanera a Auden y Pound, que se cruzaron una mirada relampagueante.
—Yo estudié con él, en Cambridge… —repuso el primero—, antes de que se volviera loco de remate. Ya entonces consumía once gramos diarios de heroína.
—Para mí que acabó de enloquecer cuando le dio por escalar el techo del mundo[19] —siguió Auden—. Tantos días sin oxígeno allá arriba acabaron dañando lo poco que quedaba sano de su cerebro… Tengo entendido que ahora se las da de satanista y que se ha retirado a Sicilia, ¿no es así?
—Exactamente a Cefalú —remarcó Pound—, allá tiene montado un antro espiritista, la abadía de Thelema, donde él y los suyos celebran misas negras. Según se cuenta, las consagran con sangre humana. Yo no me lo creo.
—Puede creérselo o no —continuó Conway—, pero hace un par de años un colega que trabajó conmigo en Egipto fue requerido por Crowley para que le adiestrara en los rituales de momificación. Por lo visto, se considera una reencarnación de Osiris, a quien su hermano, Seth, mató y despedazó, arrancándole el rostro y los genitales.
—¿Qué pretende decirnos? —objetó Cerio—. ¿Qué detrás de este crimen puede haber una sociedad secreta de degenerados? Por favor, señor Conway, estamos en Capri, no en el Londres de Jack el Destripador…
—Pero ha sido aquí, y no en Londres, donde se han cometido estos crímenes aberrantes.
Auden exclamó con su voz más enfática.
—¡La maldición de los faraones!
Se hizo un silencio bastante incómodo.
—No sé qué hay detrás de esto: la maldición de los faraones o la secta satánica, o quién sabe qué… —concluyó il Dottore—. Pero lo cierto es que somos nosotros quienes estamos en el ojo del huracán. Esta villa es el único lugar donde se celebran invocaciones, simbólicas, por supuesto.
—¿Está seguro de lo que dice? —volvió a preguntar Conway.
Fersen reaccionó demudado.
—¿Acaso duda de mí?
El escocés precisó su pregunta.
—Quería decir si están ustedes seguros de que son los únicos que practican esa clase de rituales aquí, en la isla.
—Ah, bueno, era eso…
El barón respiró aliviado, pero no dijo más. Sabía que Messori respondería por él.
—De lo que no sé no puedo hablar, señor Conway. —¿A qué venía ese tono tan diplomático?—. Pero, desde luego, en lo que se refiere a los rituales del barón, usted los ha visto. No pasan de ser una escenificación fantasiosa y absolutamente inofensiva. Aquí puede correr el opio, monsieur, pero jamás la sangre.