20
NEFERTITI apenas podía caminar, le dolían todos sus miembros, tenía frío, mucho frío. Conway la cubrió con su chaqueta y la alzó en sus brazos para llevarla hasta su caique. Por la boca de la Gruta Azul se filtraba un rayo de luna que se reflejaba sobre el espejo roto de sus aguas. El escocés comenzó a remar. La reina deslizó su mano hasta la corriente, se refrescó el rostro y la nuca.
—Siento que vuelvo al río de la vida —exclamó, con esa voz apenas susurrada—. Vuelvo a nacer.
—He de decirte que el mundo al que regresas es muy diferente al que conociste…
—¿No estamos en nuestro sagrado Khemet[32]? —preguntó, llena de extrañeza.
—No, no estamos en Khemet, ni en nuestro tiempo.
—¿Pero cómo? ¿Acaso no somos ya los «Justos de Voz»[33]? —insistió, ganada por una confusión angustiosa—. ¿Acaso no hemos atravesado las doce partes del inframundo, y nos hemos reconocido en los campos de Ialú?
—No, no es así, amor mío. Vas a nacer en un mundo extraño, del que nada sabes, donde nadie te conoce…, ni debe reconocerte.
—No te comprendo. ¿Qué quieres decirme?
—Lo comprenderás a medida que vayas despertando. Pero ahora, escucha, hasta debemos cambiar nuestros nombres.
—¿Cambiar nuestros nombres sagrados? ¿Pero por qué?
—Corremos peligro, mi reina.
—¿Otra vez los hititas…?
—No, no es eso. Nuestros enemigos de entonces, los hititas, también han desaparecido de la faz de la tierra.
—¡Ya entiendo! ¡Te refieres a los conspiradores de palacio que acabaron con tu vida! —Y tras esa exclamación, su voz volvió a cubrirse de pesar—. Estaba escrito que un día los sirvientes ocuparían el trono del sus reyes. No me digas que también ellos han vuelto…
Conway nunca sabría si aquello fue una deducción o un golpe de clarividencia, pero sus palabras venían a resolverle muchas explicaciones.
—Así es, mi reina. Ahí fuera acechan los mismos de entonces, pero también ellos han cambiado sus nombres. Ni Ahmosis, el portador del sello, ni Meri-Ta, el sumo sacerdote, ni Hatay el arquitecto, ni el general Horemheb se llaman así, pero los reconocerás en cuanto los veas.
—Entonces, ¿por qué hemos de cambiar nuestros nombres?
—Sobre todo por los otros, mi reina. No puedo explicártelo ahora, pero haz lo que te digo. A mí me llamarás como ya me has llamado: «Ken». Bastará con eso.
—Sí, porque te reconocí al instante, y tu nombre me vino como una luz a los labios.
—A mí me ha sucedido lo mismo contigo.
—Ah, pues pronuncia de una vez el nombre nuevo que has elegido para mí.
—Ankhesa, casi como Ankhesamón, ¿te acuerdas?
¿Cómo no recordarlo? Ankhesamón fue su tercera hija, la más querida. Una vez que Nefertiti se retiró de la vida pública, Ankhesamón ocupó su lugar en el trono y llegó a casarse con su propio padre, antes de hacerlo con Tutankamón. Si Kenneth evocaba el «ken» de Akenatón, Ankhesa incluía la clave ankh, la esencia de la vida. Nefertiti pronunció su nuevo nombre, Ankhesa, y sintió que renacía en ella mientras emergía de las aguas a la noche abierta. El firmamento parecía una réplica de su Khemet, una tierra negra sembrada de estrellas.
—Me has mentido, Ken, nuestro mundo no ha cambiado. Mira —exclamó elevando su mano hacia las constelaciones—. Allá están nuestros hermanos, Sahú y Sothis[34], igual que siempre.
—Sí, ahí están y ahí permanecerán hasta que se acabe el tiempo. Es lo único que queda de todo lo que fuimos.
—¿Te parece poco? Si ellos están ahí nada malo puede sucedernos.
—No va a ser tan fácil, mi querida Ankhesa, no va a ser tan fácil…
Conway apenas sabía lo que decía. Improvisaba sobre la marcha, desbordado por aquel cataclismo prodigioso que había desbaratado todos sus planes, todas sus estrategias y, sobremanera, toda su cordura. No acababa de aceptar que aquello fuera un delirio del que, sin embargo, no quería despertar. Remaba despacio, sin dejar de mirarla, mientras pensaba qué hacer con aquella mujer imposible que había resucitado de entre los muertos.
—Siento que la garganta me arde, Ken, como si la tuviera llena de polvo del desierto. Tengo mucha sed.
—Enseguida llegamos a mi casa.
—¿En qué palacio vives ahora?
Conway reprimió una sonrisa, sí, aquella situación tenía su parte cómica.
—Ahora vas a verlo, vivo en una torre llena de papiros. Ven, cógete de mi mano…
La ayudó a desembarcar, remontaron la oscura costanera que subía hacia la piazzetta Umberto I. A esa hora, cerca de las tres de la madrugada, se veía desierta. La cruzaron sin testigos. Nefertiti-Ankhesa miraba a un lado y otro, atónita ante todo lo que se ofrecía a su paso. Los edificios, las luces, los automóviles aparcados a lo largo de la calle. Todo despertaba su asombro y multiplicaba su desconcierto, pero ya no hacía preguntas. Kenneth le había dicho que se dejara llevar, y así la llevaba, abrigada en su chaqueta, que le caía dos palmos por debajo de la cintura, muy abrazada a él.
El conserje de noche del San Felice tampoco hizo preguntas. Estaba acostumbrado a entregar la llave a huéspedes que regresaban al filo del alba en cualquier compañía, y la política del hotel dictaba una pauta de discreción absoluta. Le sorprendió, por supuesto, que aquel profesor siempre circunspecto apareciera de pronto con una mujer como aquella. Su aspecto exótico, lo que imaginaba de su cuerpo bajo la chaqueta y, sobre todo, sus pies descalzos, dejaban bien claro que se trataba de una prostituta. Si venía tan aterida, seguro que se lo había llevado a darse un chapuzón en ese antro de todos los pecados, la Grotta Meravigliosa. Conway le pidió que les subieran una cesta de fruta, dos raciones de biscotto di mascarpone, leche caliente y miel. El conserje no dejaba de mirar a Ankhesa, de reojo, ganado por una curiosidad morbosa. Se apresuró a abrirles las puertas del ascensor.
—Subiremos solos, gracias.
—¿Desea que le despertemos a alguna hora?
—No será necesario.
—Allora… A la sua disposizione, signore. El refrigerio llegará en quince minutos.
Kenneth le deslizó un billete de cien liras mientras cerraba la verja del elevador, luego accionó la palanca. Así se inició la segunda vida de Nefertiti en esa provincia del Duat, el país de los que resucitan, al que enseguida se acostumbró a llamar Capri.
Los primeros días, además de absolutamente delirantes, resultaron muy divertidos. La pareja recorrió los establecimientos más acreditados de vía Cammerelle, y, en cada uno de ellos, Ankhesa quedó deslumbrada. En un principio elegía túnicas ceñidas, largos caftanes de lino, y sandalias planas. Pero a medida que se habituaba a contemplar la vida de la isla, cuando se detenían a comer en cualquier trattoria, o a tomar el último café de la tarde en La Rondinella, observando a las elegantes, también fue cambiando su vestuario. Se habituó a calzar tacones, las túnicas dieron paso a conjuntos plenamente contemporáneos, y, enseguida, se atrevió incluso con los recién llegados de París. A veces, mientras paseaban, Conway le confiaba su mano, aunque Ankhesa no siempre se lo permitía, porque no entendía ese gesto. Otras veces, la reina retiraba su mano de un modo que a Conway le parecía estar implorando precisamente lo contrario, que la conservara en la suya. En ese tiempo no dejaban de hablar. Kenneth tenía mucho que contarle, pero solo le contaba aquello que ella pudiera entender. Le mostró mapas del Antiguo Egipto, le señaló el lugar de la isla de Khnum, el dios carnero —su nuevo reino—, algo que ella asimiló con toda naturalidad. Y también le habló de partir hacia un país muy lejano —su vieja Escocia—, donde emprenderían una nueva vida lejos de todos los demonios del pasado.
—¿Pero por qué no regresamos a nuestro sagrado Khemet? Un faraón no puede reinar lejos de su ciudad, sin tener ante sí los templos de sus dioses protectores. Egipto es el centro del mundo, el punto de equilibrio de toda la creación…
—¿Lo comprenderías mejor si te dijera que ha caído en poder de los pueblos del mar?
El rostro de Ankhesa se ensombreció.
—¿Lo destruyeron todo?
—Nuestra capital, la dorada Amarna, fue arrasada hasta sus cimentos. Nada queda de su antiguo esplendor.
—¿Y nuestras hijas, los príncipes, la corte…?
—Todos se fueron.
—Estoy segura de que regresarán con nosotros. Créeme, amor mío, si volvemos todos ellos regresarán a la vida y Amarna se levantará de sus cenizas.
—No, eso no sucederá nunca más, mi reina.
—Pero algún día tendremos que volver… No se puede vivir eternamente en un sueño.
—El sueño era tu vida anterior. Recuerda, ahora has despertado.
—No sé si es así, Ken, no lo sé. Todo es tan extraño…
—Date tiempo, ya te acostumbrarás.
—¿Cómo se dice «confío en ti» en la lengua de este tiempo?
Conway sonrió mientras respondía.
—J’ai confiance en vous.
Entre ellos hablaban en egipcio medio, la lengua franca en la época de Akenatón, que Conway dominaba perfectamente. Pero para vestir la nueva personalidad de Nefertiti-Ankhesa, había elegido un idioma diferente al italiano, lo suficientemente cosmopolita como para justificar su aspecto, como lo era el francés. Ankhesa aprendía rápido, aquella lengua simple era como un juego de niños para ella. Y, a medida que la practicaba —en el hotel, en los restaurantes, en la tiendas—, cada respuesta le afirmaba en la evidencia de que aquello no era un sueño, sino su nueva realidad, a la que se adaptaba de día en día con una ductilidad prodigiosa.
No obstante casi todos los días, al caer la tarde, la reina parecía hundirse en una crisis melancólica de la que solo se recuperaba buscando la soledad. Conway le mostró los caminos más apartados por los que podría pasear sin peligro. Curiosamente, Ankhesa siempre regresaba a los lugares donde él había iniciado sus excavaciones. El espolón de Villa Jovis, el castello di Barbarossa, y, sobre todo, el encinar que rodeaba las ruinas de Villa Helios, muy cerca de la Gruta Azul. Allá permanecía durante horas, sola, siguiendo el curso del sol hasta que se posaba sobre el horizonte como si viera el mismo disco de Atón abriendo una estela en el mar, y pudiera oír su llamada para regresar con ella al corazón de la eternidad.