65
A esa hora Gaetano acababa de amarrar su esquife en el muelle de Beverello, al oeste de la bahía de Nápoles. El cielo aparecía ya despejado y los faroles de querosén se balanceaban levemente, como luciérnagas a punto de diluirse en la luz de mañana. Decenas de carros rebosantes de cajas de pescado convergían hacia la lonja de San Michele dejando un rastro de salazón y hielo picado. Entre los estibadores que se atareaban a pie de puerto, Kenneth Conway hasta podría pasar por uno de ellos. Habían enfundado la momia de Nefertiiti en un saco de arpillera que seguía empeñado en cargar al hombro. Esta vez fue don Giuseppe quien se opuso, cordial, pero enérgicamente.
—Se lo pido por el honor de mi familia, signore. Esto es Nápoles, la capital del mundo, y aquí me conoce mucha gente… No puedo consentir que un caballero que me honra con su amistad cargue con este peso estando aquí mi sobrino. Además, usted acaba de salir del hospital, y Gaetano es fuerte como un buey.
El pescador pensaba lo mismo.
—Si no me deja llevarla a mí, me vuelvo a la barca —exclamó, en tono ofendido—. Y si me vuelvo, ya me dirá adónde va a ir sin mí.
A regañadientes, Conway acabó cediendo.
—¿Y adónde piensas llevarla? Ya va siendo hora de que me lo digas, ¿no te parece?
—Punto en boca, signore. Su reina va a reunirse con sus hermanas, y a ellas no les gusta que se pronuncie su nombre en vano.
—¿Cómo que con sus hermanas…?
—No podemos contarle más, signore, no sería prudente —le cortó Cornacchia, girando una mirada a su sobrino—. Y nosotros, a lo dicho: yo voy por delante.
—Por el corso de San Carlo llegarás antes. Nosotros subiremos por las escaleras del Vico. Es más largo pero más discreto.
Nada más rebasar las dos torres macizas de la puerta de los Aragoneses, tío y sobrino se despidieron con un gesto de complicidad que acrecentó la incertidumbre del escocés. Don Giuseppe se encaminó hacia la rampa del Vomero, sobre la que se asomaba la espadaña barroca de la iglesia de San Carlo, y Gateano se desvió hacia el distrito de Spaccanapoli. Las plazas comenzaban a despertar envueltas en un hervor de carniceros y verduleras que pregonaban a gritos su mercancía. Conway le siguió por una ronda sombría que, enseguida, engulló el tumulto de los carruajes que se dirigían al mercado. Aquellas casas de paredes leprosas, calcinadas, desconchadas, constituían la piel misma de una ciudad, la más populosa del sur de Italia, donde todo parecía a punto de venirse abajo y, sin embargo, siempre salvada por ese vitalismo caótico, exuberante, indestructible, que define el carácter de sus gentes. A medida que avanzaban, las calles se volvían más estrechas y tortuosas, los adoquines se tintaban con el bronce escarlata de la greda volcánica. Pese a que no dejaban de ascender, hasta la luz del sol parecía oscurecerse dentro de aquel laberinto enmarañado de tendales donde, de pronto, aparecía un grupo de gente enlutada comiendo pasta a la puerta de un velatorio, o un callejón siniestro donde una prostituta con la falda recogida hasta la cintura se enjugaba los muslos en un barreño. A cada tramo les salía al paso una iglesia puntualmente tutelada por sus mendigos y sus beatas. Entre la de Santa María de los Siete Dolores y la de la Maddalena dei Pazzi, esquivaron una procesión de mutilados de guerra que bajaban a recibir su viático en la Casa de la Misericordia. Un compás de tarantela comenzó a sonar en alguna parte. El rasgueo de aquella guitarra trepó por un rimero de escoria donde las ratas culebreaban entre la basura como un banco de anguilas en el fango. Una canzone lastimera y febril —Solo per te, Lucia—, un olor de crisantemos aplastados, un fulgor de navajas en un pasadizo, las intrigas del amor y los protocolos de la muerte, la virtud y el capricho, el bien y el mal se entremezclaban a cada paso, como las raíces retorcidas de los magnolios que penetraban en la tierra ávidos de humedad. El sentido oculto de aquella babélica conjunción humana se perpetuaba de calle en calle en esa ciudad que ya había conocido el juicio final en forma de mil catástrofes. La vieja Nápoles que siempre emergía de sus cenizas con toda su vitalidad intacta, como un inmenso animal en trance de parir o de morir, entre sangre y lava, a la sombra del inquietante y temido Vesubio.
Conway caminaba detrás de Gaetano sintiéndose algo parecido al Dante guiado y precedido por Virgilio en su camino al Infierno. A pleno día, avanzaban entre tinieblas. Tal era la densidad de la negrura que enlodaba aquella travesía como emergida de un grabado antiguo, donde detrás de cada ventana parecía ocultarse un observador. Ni un alma transitaba por aquella calle olvidada del mundo, apresada en su silencio, fuera del tiempo. Al doblarla se abrió ante ellos un muro ciego de más de quince metros de altura que prometía amurallar un lúgubre secreto. El viejo Cornacchia reapareció a la sombra de sus contrafuertes. Su primer gesto fue un cabeceo afirmativo, como si quisiera confirmarle a su sobrino que todo estaba en orden. Los dos hombres se apartaron del escocés y cruzaron unas palabras entre susurros. Al regresar junto a Conway, el rostro del anciano mostraba una expresión circunspecta.
—No sé si volveré a verle, signore… —le dijo, poniéndole una mano sobre su hombro—. Pero si algún día regresa a Capri…
—¿Qué sucede, Giuseppe? —preguntó, sorprendido—. ¿Es que tú ya no sigues con nosotros…?
—No, yo ya he hecho mi trabajo. Me vuelvo a la isla.
—… Y yo me voy con él. Tenga… —articuló Gaetano pasándole el saco que guardaba la momia—. A la vuelta de la esquina encontrará la puerta. Llame dos veces, le están esperando.
—¿La puerta de qué…?
—La del convento de «las Sepultadas en Vida», signore —resolvió al fin el pescador—. Ya le dije que mi prima, Donatella, pena aquí su desventura… don Giuseppe le ha contado su historia y todo lo demás.
—Están conformes —apostilló el viejo maître—. Hasta la abadesa ha dado su beneplácito.
El escocés se les quedó mirando con un gesto de estupefacción. ¿Su beneplácito para qué…? Seguía sin entender nada, pero intuyó que ya estaban de más todas las preguntas.
—Usted me pidió que le buscara una tumba donde su reina pudiera descansar por toda la eternidad —continuó Gaetano—. La tumba está aquí, signore. Un lugar que nadie profanará ni aunque la sangre coagulada de san Gennaro tarde tres siglos en volver a licuarse. Este es el final de su viaje.
Cuando volvió a mirar al viejo Cornacchia, este tenía los ojos llenos de lágrimas contenidas. Quiso despedirse con un apretón de manos, don Giuseppe y Gaetano lo convirtieron en un abrazo. Conway los vio perderse por la sinuosa travesía que bajaba al puerto. Nunca más volverían a encontrarse.
Poco después, afirmó el saco sobre su espalda y se encaminó hacia el final del muro. Surgió ante él una fachada particularmente tenebrosa. El convento de las Sepolte Vive le mostró su rostro desnudo. Una pared de piedra muerta, apenas un par de ventanucos asomados a la parte alta y, ante su puerta, lóbrega y silenciosa como una tumba, una cancela de hierro coronada por una calavera.
Golpeó la aldaba dos veces, tal como le había indicado Gaetano. Tardó en escuchar una respuesta. Cuando ya vacilaba en llamar otra vez, la cancela entreabrió un resquicio. Conway exclamó en voz baja: Nel nome di Dio. La puerta se abrió un poco más, y una voz femenina articuló lacónicamente: Si passa.
Al rebasar el dintel se encontró ante una monja que cubría su rostro con un velo negro. Sin una palabra más, apenas con un gesto de su mano, le invitó a seguirle por un corredor que circundaba el claustro. No había nadie más allá pero, de haberlo habido, su comportamiento hubiera sido el mismo.
Cuando Axel Munthe, el célebre doctor y humanista sueco, visitó aquel convento durante la epidemia de cólera de 1873, iba precedido por una hermana que tocaba una campanilla para advertir a las demás que se encerrasen en sus celdas. La regla de la Orden era estricta. Salvo casos excepcionales, a ninguna de las Sepolte Vive se les consentía la menor comunicación con el mundo exterior. Una vez que cruzaban sus puertas, nunca jamás volverían a atravesarlas. Ni aún cuando muriesen, pues el convento disponía de su propio cementerio, unas catacumbas tan tétricas que rozaban lo legendario. Entonces recordó las palabras de Gaetano el día que le visitó por primera vez en el hospital: «las novicias ingresan envueltas en el sudario de los muertos y tendidas dentro de un ataúd». ¿Por qué lo hacían? ¿Qué razones habrían llevado a la mujer que le precedía a sepultarse en vida? Sus pasos resonaban en el silencio desnudo, casi petrificado, escribiendo una respuesta. La vida en el convento de las Sepolte parecía un ensayo perfecto para la eternidad.
Cruzaron una estancia ruinosa donde la luz tomaba el color del polen al atravesar la neblina de incienso en suspensión. Altos cirios con barba de cera ardían sobre el dorado facistol, una talla en madera del Crucificado enfrentaba la de una Madonna no menos truculenta, de pelo humano, con el corazón traspasado de puñales. Mientras la dejaban atrás, el silencio se quebró en un eco de voces distorsionadas por las bóvedas. Las voces fluían como un río con fondo de arena gruesa, modulándose suavemente de un pasaje a otro, haciendo una pausa y empezando otra vez, más bajo en la escala para ser urgidas hacia arriba, subiendo de la noche profunda quien sabe si a la desesperación o a la esperanza. Sí, aquel canto sepulcral bien podía haber sido el que escuchaban los grandes faraones de Egipto mientras descendían a los reinos de ultratumba. Sacerdotisas de Isis, vestales de Maat, o monjas del convento de «las Sepultadas Vivas». Todo era lo mismo, el mismo ritual, el mismo enigma, el eterno misterio.
Kenneth Conway estaba muy cerca de resolver el que pondría punto final a su historia. Pero aún le quedaba una prueba por superar.
La monja franqueó la última puerta. Antes de hundirse en la oscuridad absoluta encendió una lámpara de petróleo. El halo de luz amarillenta iluminó una escalera desvencijada que parecía descender hasta el mismo infierno. Conway afirmó sobre su hombro el saco que contenía el cuerpo de Nefertiti y siguió sus pasos. Verdaderamente, iba a ser iniciado en el reino de los muertos.