17
TRES días después, cuando volvieron a abrirse ante él las puertas de Villa Lysis, quedó cegado por un resplandor bien diferente. Bajo la imponente araña de cristal de Murano que presidía su planta noble, bullía un caos de personajes disfrazados que bailaban a ritmo de jazz. Una melodía primitiva sostenida por el retumbar de los timbales y las mareantes escalas de los saxofones. Probablemente su pensamiento estaba condicionado por las experiencias vividas en la Gruta Azul, pero a Conway aquello le pareció una visión de la Duat, el inframundo de la mitología egipcia, donde el difunto debía deambular sorteando el acoso de los devoradores de almas. De hecho, muchos de los invitados habían elegido disfraces del tiempo de los faraones. Se diría que el mismo Anubis, el señor de los muertos, había expropiado aquellas máscaras de sus corazones luminosos, sumiéndolos en la parte oscura de sus identidades. Uno de ellos, que cubría su rostro con un antifaz del dios con cabeza de chacal, vino decididamente hacia él. A modo de saludo le mostró su mano, donde fulgía un grueso anillo de plata.
—¿Qué le parece?
Conway distinguió la imagen de un dios carnero violando a una ninfa con las manos crispadas sobre sus senos y la cabeza echada hacia atrás, en éxtasis.
—Lo siento, pero tampoco me va a engañar esta vez. Se trata de una joya inequívocamente romana: el dios Pan haciendo de las suyas. Un tema recurrente en la imaginería pompeyana del siglo I.
Fersen esbozó una reverencia.
—Siempre digo que es usted un sabio, amigo mío, pero la verdad es que nunca acaba de sorprenderme…
—Ni usted a mí —replicó Conway girando una mirada sobre el torbellino de serpentinas y confeti que caía sobre los danzantes—. ¿… O sea que esta es la fiesta que ha organizado en mi honor?
—Seguro que esperaba otra cosa —graznó con una risita ahogada—, pero ya sabe, mis invitados son gente de mundo. No puedo permitirme torturarlos con otra velada de música clásica. —Y tras decir esto, Fersen lo cogió del brazo para introducirlo en el carnaval—. Permítame felicitarle por el magnífico hallazgo de anteayer. Además de un sabio, es usted un clarividente.
Fersen se refería a las tres estatuillas egipcias usurpadas a la tumba de Nefertiti que Gaetano había hecho aparecer en las excavaciones del castello di Barbarossa.
—… Ahora sí que estamos cerca de localizar el sarcófago de Akenatón. Y no, no le estoy hablando de una corazonada —prosiguió el barón—. Anoche celebramos una sesión de espiritismo en La Grotelle, y se me apareció el mismo Meri-Ta en persona, ya sabe, el gran sacerdote de Atón, asegurándome que su amo y señor preparaba su despertar.
Conway se felicitó para sus adentros, su maniobra había funcionado. Aquella farsa esperpéntica era el precio que tenía que pagar por preservar su secreto. Y como una materialización de ese pensamiento, en ese instante apareció ante él una Mesalina maquillada como una ramera que le ofreció una máscara elegida para él.
—Venir sin máscara a esta fiesta es como ir desnudo, signore —exclamó la cortesana, cuya voz revelaba el rostro de il Dottore tras su antifaz—. Esta no puede rechazarla, se trata de usted mismo quince minutos después de doctorarse en su pasión necrófaga. No me diga que no he acertado. Soy un alma sensible, no podría soportarlo.
El escocés contempló la cabeza de ibis que representaba a Thot, el dios del conocimiento hermético. Su largo pico curvo centraba el negro atef[29] que caía a dos bandas sobre su cabeza, confiriéndole un aspecto terrorífico. Conway se la puso con una mueca de resignación. Fersen no esperó más para introducirle en el baile.
—Ahora que está debidamente enmascarado, permítame presentarle al resto de mis invitados…
Un orondo Osiris que parecía susurrar obscenidades en el oído de una mujerzuela vestida como la diosa Nut, con un conjunto de raso negro constelado de estrellas, cruzó su cetro sobre el pecho para corresponder al saludo.
—… El excelentísimo Girolamo Spinuzza, nuestro commendatore, a quien ya conoce.
—Y su esposa, supongo…
—No exactamente —le corrigió el barón—. Se trata de la marquesa Casati, que ha cambiado de mascota.
Conway besó su lánguida mano sin inmutarse. La máscara ayudó a cubrir su desconcierto. ¿Pero, estos dos, no habían estado presentes en el ritual fascista orquestado en la Gruta Azul? ¿Qué hacían aquí, invitados por ese hombre al que detestaban y en quien identificaban todos los males de Italia? Antes de retirarse, el escocés se permitió una pequeña venganza.
—¿… No ha venido también el gran Curzio Malaparte?
La marquesa y el commedatore cruzaron una mirada fulgurante. ¿Cómo podía saber aquel extranjero que Malaparte formaba parte de su círculo más reservado? Messori se apresuró a responder por ellos.
—Sí, sí, Malaparte también ha venido. Está por aquí, en algún rincón… Hace un rato le he visto bailando con tu gran odalisca —precisó, dirigiéndose al barón—. Hacían una pareja formidable.
—¿Cómo? ¿Que Malaparte se ha atrevido a sacar a bailar a Cléo de Mérode[30], la indomable, la inconquistable? —Se alarmó el barón, retirándose un paso para esquivar la bandeja colmada de copas—. ¡Eso es imposible!
Il Dottore puntualizó.
—No me refería a tu divina Cleopatra, sino a tu última conquista. Ya sabes, ese jovencito provocador que vende las almejas más sabrosas de la Marina Grande.
—Ah, ya, te refieres a Ruggero.
—Míralo, ahí está, el muy libertino… Seduciendo a los negros de la orquesta.
Al volverse, entre la masa de cuerpos en movimiento, distinguieron a un joven semidesnudo, cubierto con una gasa dorada y una corona de rosas sobre su cabeza, que se contoneaba provocativamente ante los músicos. Conway excusó cualquier comentario. Por fortuna, el ritual de las presentaciones no se prolongó demasiado. Saludó a media docena de personalidades cuyos nombres olvidó tan pronto como llegaron a sus oídos y, a la menor oportunidad, se soltó del brazo del barón. A solas, descubrió que su desaliento se había trocado en hambre física, y cruzó cauteloso el salón de baile en dirección al comedor donde se oían las explosiones sedientas de los corchos de champagne. Sobre la gran mesa central habían dispuesto una batería de fuentes rebosantes de canapés —pâtes en croûte, costoletta de vitello, pavo cortado en rodajas y petits fours—. Se decidió por la que mostraba, sobre un lecho de hielo picado, un girasol de cucharas de plata cargadas de caviar.
—… Puede que eso sea caviar. —Oyó que decía alguien a su espalda—, pero el champán no pasa de spumante.
Quien acompañaba al cebón coronado con una cabeza de cocodrilo, el divino Sobek, aguardó a masticar lo que tenía en la boca.
—Debía habérmelo imaginado: hay un dolor de cabeza en cada trago.
No tuvo tiempo de repetirlo. En ese momento se apagaron todas las luces del salón de baile y las del comedor. Antes de que cundiera el pánico, o la procacidad, entraron unos cuantos criados con libreas y turbantes llevando un candelabro de cinco brazos en cada mano. Fersen reapareció entonces, en lo alto de la escalera en forma de serpiente que conducía a las estancias del piso superior.
—¡Prepárense para presenciar la resurrección de tres dioses! —exclamó, con el tono de un gran mago—. ¡Ha llegado el momento de que les muestre mis últimas maravillas!
Una cerrada ovación precedió al desfile de los invitados. Ellos con las copas en la mano, ellas recogiéndose los vestidos, todos siguieron a los lacayos hacia el gabinete egipcio. Conway se quedó donde estaba, pero aun desde ese rincón del comedor podía seguir las exclamaciones del barón, siempre puntuadas por un nuevo huracán de aplausos. «Yo», «yo», «yo», «mi», «mi», «mi». El escocés no oía otra cosa. Fersen no le citó en ningún momento. Esas tres figuras descubiertas en la tumba de Nefertiti, las mismas que Gaetano había sembrado en el castillo de Barbarroja, las había encontrado él y solamente él.
—¡Brindo por el divino Akenatón, reencarnado en Jacques d’Adelsward Fersen, el príncipe de las pirámides!
Esa voz, o más bien ese graznido, ¿de qué le sonaban? Se trataba del notario Annicelli, otro de los próceres que participaron en el cónclave fascista de la Gruta Azul. ¿Qué estaba sucediendo? Aquellos fascistas que decían odiar a Fersen y a toda su corte de homosexuales, de pronto, acudían a sus fiestas y celebraban a su anfitrión. ¿Con qué objeto? Una mujer escandalosamente descotada bajo un aparatoso tocado de plumas de avestruz, vino a sacarle de sus cavilaciones.
—¡Ah! ¿No le parece admirable todo esto, mister Conway? ¿No es como revivir el Antiguo Egipto en la era moderna?
Kenneth se volvió hacia ella sin reconocerla, pese a que el mismo Fersen se la había presentado apenas quince minutos atrás.
—No le quepa duda, señora —asintió, solo por quitársela de encima cuanto antes—. Me siento absolutamente desbordado, conmocionado es la palabra…
—¡Brindemos por él! —exclamó la dama que cubría su rostro con una máscara veneciana—. ¡Hip, hip, hurra! ¡Viva Akenatón Fersen, el Magnánimo!
Y tras vaciar su copa de un trago se echó a reír como si su ocurrencia le pareciera de una gracia irresistible. Conway se evadió con la excusa de ir a por otra copa. Mientras se retiraba oyó que la veneciana se dirigía a la marquesa Casati, que acababa de servirse una tajada de canard au sang.
—¡Demonio, qué serio es este egiptólogo! ¡Y qué bello también! —observó en un tono vagamente desesperado.
—Sí, tiene una belleza salvaje.
Se veía que la marquesa andaba a la caza de un nuevo leopardo.
Conway no pensaba regresar. Una vez que consiguió su copa, enfiló un lateral del salón de baile buscando la puerta que conducía al jardín. Al abordarlo se encontró con otra máscara que parecía venir buscándole. ¿Qué diosa era aquella? Su vacilación no obedecía a una laguna de su memoria, sino al fulgor sombrío que irradiaban aquellos ojos negros. Se cubría con una capa pero llevaba en su mano el cetro de Maat, la diosa de la justicia y la verdad.
—Si uno se enamora de una máscara estando a su vez enmascarado, ¿cuál de los dos tendrá el coraje de quitarse primero el antifaz?
Conway reconoció al instante aquella voz, prefirió seguir su juego.
—Y esos amantes, ¿podrán seguir juntos toda la vida sin conocerse?
—¿Por qué no? El amor se complace en torturarse.
—Entonces seguiremos amándonos sin quitarnos la máscara.
—Pero yo no te perdonaré nunca que no me mires a los ojos. Vamos, mírame, no te voy a comer.
Y diciendo esto, Leticia, pues se trataba inequívocamente de ella, se cogió de su brazo para llevárselo a la parte más sombría del jardín.
—Llevo tres noches sin saber nada de ti. ¿Qué haces, canalla? ¿A quién se las dedicas? Y, prego, no vuelvas a decirme que a tus malditos papiros. Atrévete a confesarme que te lo estás montando con una putita pompeyana… ¿No te has enterado de que existe algo que se llama imaginación?
—Siento decepcionarte, pero el mío es el oficio más aburrido del mundo. En efecto, no hago otra cosa que descifrar jeroglíficos.
—¿Los de vuestro último hallazgo en el castello? Entonces es que habéis encontrado algo más que esas tres estatuillas mugrientas. Recuerda, a mí no puedes engañarme.
—Está bien, te lo diré sin rodeos: hemos descubierto la momia de Belfegor, el diabólico sacerdote de la IX dinastía.
Leticia sonrió, consciente del sarcasmo. Todo el mundo había leído aquella novelita de Arthur Bernède que puso de moda la sección egipcia del museo del Louvre.
—¿No te apetece dar un paseo en el Albatros a la luz de la luna? Sería una manera genial de escapar de este vodevil de momias. Y lo tengo amarrado ahí abajo…
—Ah, vaya… Pensaba que te encantaban estas mascaradas.
—Celebrarlas antes del carnaval trae mala suerte, y el barón lo sabe: por eso lo hace.
—Claro, por eso Villa Lysis está consagrada «al amor y al dolor».
—Ríete todo lo que quieras, pero es así. Hace un par de años se le metió en la cabeza celebrar un baile de máscaras como este en pleno verano.
—¿…Y apareció Belfegor en medio de la fiesta?
—Sucedió algo bastante más drástico: a la mañana siguiente encontraron a uno de los invitados colgado de una viga, en la sala de música.
—Un suicidio como cualquier otro.
—Eso pensamos todos, hasta que la tragedia volvió a repetirse el año pasado por las mismas fechas. Esta vez el muerto apareció en La Grotelle.
—¿También ahorcado?
—No, una sobredosis de opio.
—Entonces esta noche va a caer uno de nosotros —replicó Kenneth, siguiendo el lúgubre juego—. ¿Tú, por quién apuestas?
La respuesta surgió de una sombra, al otro lado de la esfinge que coronaba el acantilado sobre el mar. Cabeza de asno, hocico curvado, y una rampante cola de escorpión sobre su cabeza. Conway reconoció al oscuro Seth, el dios del mal y las tinieblas, que avanzó hacia ellos impostando una voz cavernosa.
—El fruto del Árbol del Conocimiento no es la manzana, ¡sino la carne! —Y tras decir esto lanzó una risita seca y se frotó las manos pícaramente—. ¿Saben por qué me he disfrazado de diablo? Ando rondando a la espera de banqueros que vengan a venderme sus almas.
—Me parece perfecto, mister Pound —exclamó Leticia—, pero encontrará víctimas mucho más receptivas en el fumoir. Su colega, Auden, el poeta, se dispone a leer allá su última versión de El perro bajo la piel.
—¡Santo cielo, eso no me lo pierdo! ¡Corro a reunirme con mi corte de súcubos!
Kenneth y Leticia lo vieron desaparecer entre la fronda de cipreses. A lo lejos, la música fluctuaba en una marea de sonoridades sincopadas. Los que bailaban, ya bastante pasados de copas, se mecían apoyándose unos en otros, apenas sostenidos por el gemido de los saxofones. Caminaron hasta el invernadero, donde había varias chaises-longues pasadas de moda sobre las que habían amontonado las tolderías de verano. También ellos estaban un poco borrachos. Él empezó a desabrocharle el vestido, lentamente, ella enlazó su cadera con sus piernas. Sus pechos desnudos se irguieron bajo su mirada. Bastó el roce de sus labios para que despertara el deseo. Conway abrazó ese cuerpo esbelto y flexible, aspiró su perfume agrio de alcohol y humo de tabaco. Incluso cuando su sexo se hundió en el suyo seguía pensando en otra mujer, en su amada Nefertiti. En el rostro de Leticia había una especie de serenidad maligna, una belleza siniestra, como si lo supiera sin saberlo, como si lo supiera y lo aceptara, y su aceptación fuera una forma de cumplir la profecía de los amantes que se aman temiendo reconocerse bajo sus máscaras. Desde la boca de La Grotelle, mecido por el desvergonzado balanceo de los tacones de aguja de Leticia, les llegaba el eco del poema que Auden había comenzado a recitar.
Los labios se posan en los labios
Buscando la herida sobre el cuerpo amado
Beben insaciables su veneno
Se nutren de sangre para ofrecerla
Al amor que de muerte se alimenta…
Fue entonces cuando toda Villa Lysis se estremeció con un grito de horror. La música se detuvo, la voz del poeta se apagó como una vela soplada por la oscuridad que pareció invadirlo todo en un instante. Conway y Leticia se unieron al tropel de invitados que corrían como insectos atraídos por una herida hacia la biblioteca de la parte posterior, donde había surgido el grito. El cuerpo de Ruggero Sasa, el chapero, el último efebo incorporado al círculo de Fersen, todavía estaba caliente cuando lo descubrieron bajo el cúmulo de abrigos y salidas de noche arrimados sobre la mesa de billar. Alguien había hundido oblicuamente en su corazón, con una fuerza terrible, un largo estilete de acero.
La marquesa Casati había hecho el amor con el commendatore literalmente sobre su cadáver. Lo descubrieron en el momento en que esta se incorporó y revolvió el rimero de prendas para recoger su estola. La Casati parecía en estado de shock. Sus ojos no dejaban de ver aquella escena atroz: el estilete clavado sobre el pecho del joven, su cuerpo desnudo, sus genitales amputados, ese cuévano espantoso del que se desvenaba un charco de sangre.
La policía fue avisada inmediatamente, pero los invitados comenzaron a retirarse antes de que apareciera. Tal vez fue por eso. Por el impacto del horror, por el aturdimiento, por el miedo. Ninguno de ellos se desprendió de su máscara. Como actores que eran, desaparecieron dentro de sus automóviles auxiliados por los criados y los chóferes, sumergidos en un silencio de conspiradores. Lo que había comenzado como un carnaval concluyó con ese cortejo fúnebre, donde todos los signos de la fiesta, los inverosímiles tocados, las plumas, los disfraces, se invirtieron en emblemas de la muerte. La maldición de los faraones se había cobrado una nueva víctima, y el barón Fersen volvía a estar en el centro de todas las sospechas. ¿Pero por qué el joven Ruggero Sasa? En el silencio de la calma recobrada una luna pálida se reflejaba en el mar, por la parte del embarcadero. Primero dibujó la forma de una incógnita, y enseguida, se rompió en pedazos sobre las aguas que comenzaban a picarse azotadas por el viento.