26
DESDE la cuarta planta del San Felice, mientras apretaba el paso para cubrir aquel interminable corredor, Conway podía escuchar el tumulto de los carabineros dentro y fuera del hotel. Corrían en todas direcciones entre gritos y pitidos, hacia las cocinas, hacia el comedor, hacia la calle, asaltando a los viandantes y deteniendo a todo aquel que les pareciera sospechoso. ¿Quién había disparado sobre Carapezze? Nunca lo encontrarían, pero nuestro arqueólogo no tenía tiempo que perder. Y le sobraban razones para pensarlo. Según se acercaba a la puerta de su habitación; distinguió un bulto fijado a media altura. Al reconocerlo se quedó sin aliento. Se trataba de un gato muerto, con dos grandes clavos atravesándole los ojos y la lengua cortada. Las sentencia de los condenados. Lo arrancó de un tirón, aterrado, sin sentir la sangre que le salpicó la cara. Solo pensaba en Ankhesa. La puerta estaba cerrada. Comenzó a golpearla, fuera de sí. Nadie respondía. Volvió a golpear con más fuerza.
—¡Ankhesa, soy yo! ¡Ábreme, por lo que más quieras!
Al fin la puerta se abrió. Ankhesa se veía demudada.
—Ha sido terrible, Ken… —exclamó, arrojándose en sus brazos—. Los demonios venían a por mí, a por nosotros. Querían echar la puerta abajo.
El escocés la abrazó dando gracias al cielo.
—Deprisa, acaba de hacer tu equipaje, nos vamos ya.
Empujaron su ropa desordenada en un par de maletas pequeñas, Conway enrolló los papiros dentro de un tubo y salieron corriendo hacia el ascensor. Al llegar a la verja advirtieron el giro de la flecha sobre su dintel. Alguien estaba subiendo. Los fascistas o los carabineros, no importaba quiénes fueran: la caza había comenzado. La mente de Kenneth era un vértigo buscando una salida. «Por las escaleras no. Por la azotea, demasiado aventurado. ¿Por dónde? ¡Por Dios, por dónde…! ¡Ya está, ya lo veo!». La flecha de metal indicaba que el ascensor estaba a punto de llegar a su planta.
—¡Rápido, Ankhesa, sígueme! —exclamó, tirando de ella mientras se precipitaba hacia el otro extremo del pasillo.
Al final del corredor se abría una ventana de guillotina. Conway la alzó rezando para que al otro lado hubiera algo parecido a una escalera de incendios. La suerte volvió a ponerse de su parte: en efecto, había una escalera. Cuando el elevador se detuvo en la cuarta planta y se abrieron sus puertas, tres escuadristas armados con fusiles de asalto y dos carabineros se precipitaron hacia su habitación. Ankhesa y Conway ya corrían por el callejón que flanqueaba la trasera del hotel. Había carabineros por todas partes, pero también una pequeña camioneta de reparto estacionada junto a un puesto de frutas y verduras. El corazón de Conway dio un vuelco al advertir quién estaba al volante: ni más ni menos que Gaetano. Los dos hombres se cruzaron una mirada que no necesitaba palabras. El único carabinero apostado en ese lugar estaba de espaldas, vigilando el acceso a la plaza. Ken y Ankhesa caminaron hacia la camioneta despacio, con el lastre del miedo amarrado a su equipaje. La distancia que les separaba, apenas cincuenta metros, se les hizo infinita.
—No questions, caporale, se lo pido por la santa Madonna —susurró Gaetano, muy tenso, con un gesto explícito—. Escóndanse bajo el toldo, hay sitio para los dos.
Al alzar la lona, apareció la caja de madera que contenía la momia de Nefertiti y algo más.
—¡Pero qué demonios…! —masculló Conway mientras ayudaba a subir a Ankhesa—. ¿Qué pretendes? ¿Qué nos metamos dentro de un féretro?
Sí, eso era lo que había: un féretro tallado a mano, en el recargado estilo napolitano, cuajado de angelotes que sostenían guirnaldas en torno a un truculento crucifijo del tamaño de un hombre.
—No, en el féretro no, signore. Ya está ocupado.
La naturalidad con que lo dijo hubiera resultado cómica en otras circunstancias. Conway no podía más. Obedeció el mandato, y se acurrucó junto a Ankhesa en el hueco entre las dos cajas. Gaetano arrancó la camioneta. Lentamente, con la pereza habitual de los lugareños, enfiló la salida de la plaza. Al pasar ante el carabinero, hasta se permitió la temeridad de detenerse para saludarle.
—Come è la cosa, Fabrizio? Duro lavoro?
El carabinero se echó la gorra hacia atrás pasándose la manaza por la frente.
—Se han cargado al disgraziato de Carapezze. No creas que lo lamento. ¿Pero qué quieres? Si no cazamos al culpable, hoy no comemos.
Desde la mínima rendija abierta bajo la lona, Conway vio cómo el carabinero y el pescador se cruzaban algo parecido a un saludo anarquista —ambos puños cerrados y cruzados, formando un aspa—. Pensó que era lo último que le quedaba por ver. Pero, una vez más, se equivocaba.
La camioneta atravesó la piazza Umberto I, enfiló el lateral de la catedral de Santo Stefano, dejó atrás los jardines de Augusto, y abordó el mareante zigzag de la vía Krupp que desciende como una apretada madeja intestinal hacia la Marina Piccola. En cada curva, y se cuentan más de veinte, la caja que contenía la momia y el ataúd se desplazaban de un lado a otro amenazando con aplastarles. Al fin llegaron al amarre del Albatros. Cerio no se sorprendió. Conway le había advertido que traería una caja tan grande como un féretro y que no debía hacer preguntas. Su aspecto no era para menos. Había mudado su terno de banquero por unos pantalones de faena, una camisa marinera y esa gorra de almirante que sostuvo su saludo.
—¡La tripulación está lista para partir, mi capitán! —exclamó, con un entusiasmo muy festivo—. Tendremos una travesía excelente.
—Se equivoca —repuso el escocés—. Fíjese en la niebla. Hace demasiado calor, tendremos tormenta.
—Siempre tiene que decir algo triste —protestó el magnate.
Pero no pudo articular ni una palabra más. En eso, la cubierta del féretro se entreabrió un poco, y por la ranura apareció una mano ensangrentada que intentaba desplazarla. Cerio dio un paso atrás, lívido de estupor, rompió a santiguarse. No fue el único paralizado por el espanto. Todos los que estaban allá sintieron que la sangre se les helaba en las venas. Todos salvo Gaetano, que avanzó decididamente hacia el ataúd y asió la mano ensangrentada que luchaba por salir del féretro.
—Non preoccuparse! —exclamó con toda naturalidad—. Es mi tío, l’eroe del giorno!
En efecto, se trataba de Giuseppe Cornacchia, el maître del San Felice, que se incorporó a duras penas, con su chaqué empapado de sangre a la altura de su vientre, donde le habían disparado los escuadristas. Al ver a Conway se le iluminaron los ojos, intentó caminar, se caía.
—Solo tengo una bala para pagarme el pasaje, signore —balbució, esbozando una sonrisa desencajada—. Pero tienen que sacarme de aquí… Si no me ayudan me matarán.
Auden, el «poeta maldito», se veía sobrepasado.
—Este hombre está muy mal, ¿es que no lo ven? —farfulló, como si temiera el contagio—. Tenemos que llevarlo a un médico.
Y Lawrence, el otro «maldito», le secundó sin vacilar.
—No podemos arriesgarnos a embarcarlo. Si muere, su sangre caerá sobre todos nosotros.
Cerio pensaba lo mismo.
—Escúcheme, Cornacchia, puedo ofrecerle mi palacio. Hágame caso, es por su bien: allá estará seguro, a salvo de todo. Mis criados le ocultarán tanto tiempo como sea necesario… En cuanto llegue llamarán a un médico. Por descontado, yo corro con todos los gastos.
Aquello era más de lo que Conway podía soportar. Giró una mirada sobre aquel atajo de cobardes, cogió a Cerio por las solapas y hundió sus ojos en los suyos, lleno de ira.
—¡Pero cómo se atreve, pedazo de cabrón! ¡Usted que ha hecho el gran negocio de su vida vendiendo a los fascistas las armas de sus amigos alemanes, tan fascistas como ellos! ¡Usted que ahora sale huyendo como una rata…! ¡Este hombre vale más que todos ustedes juntos! ¡Por supuesto que se viene con nosotros, vivo o muerto! ¡Y ya está dejando libre su camarote para que lo instalemos en él! ¡Vamos, deprisa, corra a retirar toda su morralla!
Más que soltarlo, lo dejó caer. Cerio retrocedió aterrado, sin darle la espalda hasta que alcanzó la escotilla. El escocés se unió a Gaetano para sostener a don Giuseppe, que ya apenas acertó a articular:
—Grazie tante, signore…
—Calla, no digas nada. Somos nosotros los que estamos en deuda contigo. Nosotros, y con nosotros Italia entera.
Auden y Lawrence bajaron la cabeza, corridos de vergüenza.
Ah, la muerte y los poetas. Leopardi, el más grande poeta de la Italia moderna, que deseaba la muerte en exquisitas rimas desde que era muchacho, fue el primero en huir cuando el cólera apareció en Nápoles. Hasta el gran Montaigne, cuyas serenas meditaciones sobre la muerte bastan para inmortalizarlo, escapó como una liebre cuando surgió la peste en Burdeos. La vieja historia volvía a repetirse con aquellos dos insignes representantes de la gran literatura europea que lo desafiaba todo, salvo cuando su propia vida estuviera en riesgo.
—¿Qué hacen ahí parados? —les reconvino Conway sin detenerse—. ¡Rápido, acaben de cargar los bastimentos y suelten amarras! ¡Zarparemos en cuanto entre la marea, y eso va a ser ya, ahora mismo! ¿Me han oído?
Los dos intelectuales se pusieron manos a la obra sin replicar. Entre tanto, una vez que ganaron su camarote, el escocés y Gaetano tendieron al anciano en la litera de Cerio. Fue entonces cuando Ankhesa rompió su silencio.
—Creo que puedo curarle.
—¿Qué dices? —exclamó Conway volviéndose hacia ella.
—Durante mi tiempo de formación pasé tres ciclos en la Casa de La Vida del palacio de Malgata, en Tebas. Pentu, el médico de la corte, me instruyó en la ciencia de Sekhmet, la diosa que vela por los males de los hombres.
—¿Estás segura de que podrás hacerlo?
Ankhesa cabeceó afirmativamente.
—Traedme el cuchillo más afilado que encontréis, una cuchara larga, unas pinzas, un tarro de miel, y algo para hacer fuego.
Cerio le respondió sin salir de su aturdimiento:
—Hay un hornillo de petróleo en la toldilla…
—¿A qué espera para traerlo todo aquí? —le urgió Conway—. ¡Vamos, corra!
El magnate desapareció trabucado escaleras arriba. Entretanto, Gaetano ayudó a Ankhesa a lavar la herida. Cerio regresó enseguida con todo lo necesario.
—Está bien, con esto será suficiente —exclamó la egipcia—. Ahora dejadme sola con él.
Los tres hombres abandonaron el camarote. Don Giuseppe se alteró al verlos desaparecer.
—¡No, aún no, que no se vayan…! —balbució, ya en estado febril—. Tengo que decirle algo muy importante al señor Conway…
—Silencio, no hables más, solo mírame.
El anciano no entendía nada pero obedeció. Al instante sintió que sus profundos ojos negros se hundían en los suyos como dos discos solares, y le invadió una gran paz. Se vio flotando en un espacio extraño, como un mar, como un cielo, volaba como un halcón de alas doradas sobre el vértice de la pirámide. Una música suave, como de sistros y siringas, comenzó a envolverle mientras se rendía al sueño hipnótico. Ankhesa puso su palma sobre la frente y comenzó a pronunciar su conjuro.
—Oh, divino esplendor de Atón, yo te invoco para que tu aliento penetre por la boca de este hombre, de modo que restañe el mal que el impuro Seth ha vertido en sus entrañas. Invoco a través de ti a la diosa que ilumina los ojos de Horus, la que conduce el sol hacia el oeste y la luna hacia el este. Que el sabio Ptah ilumine mi mano izquierda. Que Sokaris guíe mi diestra. Que tu sagrada potencia, padre Atón, fluya por las trescientas venas de este hijo tuyo. Tú me enseñaste que el primer precepto de nuestra sabiduría es este: «Dios hace vivir a quien le ama».
Cinco mil años antes, Isis, la gran maga, buscó por todo el firmamento las doce partes del cuerpo despedazado de Osiris y le devolvió la vida por medio de su palabra. La mano de Ankhesa no vaciló. El cuchillo cauterizado rasgó la herida y se hundió en su carne. Cornacchia no sintió dolor alguno, la diosa estaba presente.