3. Ingenuas almas
Una guadaña venenosa que siega sin distinción
de clima, rango, ni edad, la cuarta parte del
género humano.
TIMOTEO O’SCANLAN,
Ensayo apologético de la inoculación
Al verme llegar al hospicio, las madres suspiraron aliviadas. Por el rubor de sus mejillas y el jadeo de sus pechos, debían de llevar un buen rato correteando de un lado a otro en pos de los niños.
Ellos, divertidos ante su patoso proceder, se escondían de ellas entre risitas y carcajadas. Ágiles como lagartijas las esquivaban zafándose con prodigiosa habilidad cada vez que alguna conseguía engancharlos. Aquello sería como el juego de la gallinita ciega si no fuese porque las monjas no necesitaban pañuelo sobre los ojos para perder a sus presas.
Al ver el espectáculo, el doctor Balmis sonrió. Fue la primera vez que le veía demostrar alegría; aún ignoraba lo difícil que sería verle repetir aquella agradable mueca. Entre las risas de los niños y los grititos agudos de las mujeres de Dios, no encontré mejor solución para detener la algarabía que agarrar un buen montón de libros y soltarlos de golpe contra el suelo justo en medio de la bóveda. Tal fue el estruendo, que dejó paralizados a los niños el tiempo suficiente como para imponer el orden necesario.
Fue la madre Milagros quien vino corriendo a recibirme.
—Gracias al Señor, Isabel. Llevamos más de media hora intentando separar a nuestros pequeños de los recién llegados, pero los nuevos carecen completamente de disciplina: huyen y se libran de nosotras con una facilidad pasmosa. Una de dos: o son extranjeros o están sordos como tapias porque no atienden a razones.
No pude evitar sonreír al ver cómo tres pequeñas cabezas aparecían por debajo de las faldas de una mesa camilla justo detrás de ella.
—Ni una cosa ni la otra, madre. Lo que pasa es que llevan días viajando y es lógico que ahora quieran estirar las piernas.
Su toca flameó al bufar mientras señalaba inquisitivamente a los enfermeros del doctor Balmis.
—¡Pues ya me lo podían haber dicho antes esos incautos en vez de reírse tanto de nosotras! —Tomó aire, se limpió el sudor de la frente con la manga del hábito y continuó desesperada—: ¡Y lo peor es que estos diablillos han contagiado con sus travesuras a nuestros angelitos!
Otras dos cabecitas aparecieron al entornar la puerta de una alacena que hacía esquina. Uno de ellos era Benito, que con sus inmensos ojos oscuros parecía buscar mi complicidad.
Sabía que a las monjas les molestaban las intromisiones y si estas eran inesperadas, aún más. Ellas tenían su vida monótona y ordenada, y cualquier contratiempo las sacaba de quicio. Posando la mano en el hombro de la madre superiora, la tranquilicé abriendo el reloj que llevaba prendido de la faltriquera.
—Aún no es mediodía. Dejádmelo a mí. Os aseguro que a las dos esta inclusa funcionará como cualquier día a esa hora.
Ladeando un par de veces la cabeza, pareció dudar un segundo antes de alejarse por el corredor. Ya al otro lado y antes de cruzar la puerta contigua, gritó:
—Confío en vos, Isabel, porque sé que no me defraudaréis.
Bajó la voz como para sí misma, pero no lo suficiente como para que los demás no la oyésemos.
—No sé qué haría sin ella.
Al sonar el portazo de su evidente alejamiento, esperé un segundo en silencio y alzando la vista al techo comencé a silbar una canción de cuna a la que yo había puesto letra. Era nuestra contraseña especial para eludir las palabras. Los pequeños sabían que si al oírla me rodeaban inmediatamente, no habría castigos ni reproches, y así lo hicieron. Poco a poco y en cuestión de un par de minutos, fueron saliendo de sus escondrijos para formar un círculo a mi alrededor. Con las manos en la espalda, se balanceaban bailando lentamente la sintonía. Los nuevos, atraídos por la música y pensando que aquello era otro juego nuevo, en cuestión de un segundo imitaron a mis huérfanos.
De reojo pude ver cómo Balmis me observaba fijamente. Me escrutaba de tal manera que me hizo sentir como una de esas ranas con las que experimentaban los doctores en el laboratorio del hospital. Aquellas, abiertas en dos y cogidas con alfileres a una tabla, mostraban todo sus secretos; solo que yo no le iba a dejar mirar en mi interior. ¿Qué pasaría por su cabeza?
Al comprobar que los miembros del equipo del doctor permanecían mirándome tan extasiados como él, no esperé su ayuda. Me dispuse yo sola a separar a los recién llegados de los de siempre. Una vez los tuve en dos filas paralelas, unos a mi izquierda y otros a mi derecha, fue el mismo Balmis quien dio un paso adelante para presentarme uno a uno a los nuevos.
Por su tono macilento, Camilo Maldonado debía de ser el enfermo al que había hecho referencia el enfermero a los pies de la torre de Hércules. Postrado en unas parihuelas, se limitó a saludarme con una leve inclinación de cabeza. Junto a él y haciéndole compañía estaban Joaquín María de los Dolores Fierro y Serapio Ramón Benítez. Aquel trío formaba parte de una pina distinta. Quizá fuese porque eran los únicos hijos de padres conocidos y eso los marcaba con una impronta invisible que no sabría definir pero sí distinguir después de tanto roce con la orfandad. El resto, aparte de aquel acento castizo tan diferente a nuestro gallego, no se diferenciaba en mucho de mis ángeles.
Según pasaban frente a mí tendiéndome la mano, los fui observando porque no terminaba de creerme que aquellos pequeños hubiesen disfrutado de veras de aquel largo viaje al que el doctor Balmis los había sometido. Seis de ellos aún tenían unas estrechas vendas a modo de brazalete rodeando sus antebrazos. Debían de ser los ya inoculados.
Me sentí más tranquila al comprobar que, a excepción del pequeño Camilo, todos sonreían contentos. No pude más que reconocer, a pesar de mi escepticismo inicial, que aquel remedio no les había causado mal alguno. El doctor pareció leer mis pensamientos.
—¿Os convencéis de lo que os he dicho? ¿Me ayudaréis ahora que lo habéis visto con vuestros propios ojos?
Aún dudé.
—¿Qué garantía tenéis de que son inmunes a la viruela humana? ¿Cómo es que no separáis al enfermo de los demás?
Cerrando los ojos, se frotó las sienes con aire de desesperación.
—Acabo de llegar y aún no he tenido tiempo de aislarlo, señora mía. Pero tenéis toda la razón, ¡y no tienen perdón los que debían haberse encargado de ello como primera medida!
Su ceño fruncido entre aquella mirada de odio bastó para poner a los dejados en ristre. Ni siquiera le hizo falta un gesto imperativo para que estos corrieran prestos a cumplir con su cometido. Salían de la estancia con el enfermo cuando prosiguió.
—Doña Isabel, se lo llevan como me pedís y ha de ser, pero aun así os aseguro que ese pequeño, tenga lo que tenga, es improbable que padezca viruela, y si por alguna extraña circunstancia la tuviese, sería imposible del todo que se la contagiase a los seis que ya han sido vacunados.
Me indigné.
—¡A esos puede que no! Pero ¿y al resto? Tened en cuenta, doctor, que mientras estéis bajo el techo de mi inclusa soy la máxima responsable de estos niños. Por lo tanto, exijo disciplina en el cumplimiento de las normas de esta institución. ¡No puedo permitir que nadie llegue aquí saltándoselas a la torera, por muy doctor que sea!
Los niños bajaron la mirada mientras una de las monjas con su silencioso asentimiento hacía bailar su gran toca. Agradecida por su tímido respaldo procuré calmarme. La intuición me aconsejaba prudencia. Si por casualidad el remedio de Balmis funcionaba, sin duda sería uno de los mayores hallazgos de la medicina y no sería yo la que le pusiese trabas.
Pero… ¿por qué me ofuscaba entonces? ¿Por qué la duda y la desesperanza? Quizá fuese por ese sentimiento de impotencia que escondía en mi interior. ¡Si hubiese conocido a aquel hombre hacía unos años, mi hijo y mi marido aún seguirían vivos! Su voz sonó grave arrancándome de mi momentáneo ensimismamiento.
—Si por un momento he roto vuestras reglas, perdonadme, doña Isabel. Os aseguro que no era mi intención. Ahora que Camilo está aislado y el orden restablecido, solo necesito que me ayudéis.
Mirándole a los ojos, no pude más que rendirme a su demanda y romper con mis contradicciones.
—Qué tengo que hacer.
Al tiempo que me dedicaba una señal, me guio a la estancia contigua donde reinaba el silencio. Allí me rogó que releyese detenidamente su traducción del libro de Moreau sobre Jenner.
—Sé que lo conocéis, pero estudiadlo como si fuesen los mandamientos de la ley de Dios. Allí os habla de plazos de incubación, intervenciones, síntomas, etcétera. En definitiva, de todo lo que necesitáis saber. Después de ello, salid a buscarme otros veintidós niños. Los necesito urgentemente para proseguir con mi expedición, ya que como comprobaréis en sus páginas, una vez vacunado el último de los niños que traje de Madrid, dispondremos de menos de dos semanas para encontrar a otro portador que guarde el valioso preservativo de la enfermedad en su cuerpo.
Me gustó que hablase en plural porque de algún modo ya me consideraba un miembro más de su equipo. Nunca me había caracterizado por ser impulsiva pero no sé por qué, aquella vez acepté sin pensarlo más, apretando el pequeño libro contra mi pecho.
Apenas lo abrí, el doctor Francisco Xavier Balmis salió como alma que lleva el diablo rumbo a no sabía dónde. Por su acelerado proceder, pensé que debía de ser un hombre tan práctico como enemigo de los pormenores.
Nada más quedarme a solas, dejé el libro a un lado, encendí la vela de la palmatoria, tomé pluma y papel y comencé a redactar diligentemente una lista con los niños que allí en la inclusa pudiesen atender a sus necesidades. Por lo que ya sabía, los inoculados debían ser niños sanos, tener entre ocho y diez años; y sobre todo como requisito indispensable no debían haber padecido la viruela, ni estar ya vacunados de este mal.
Considerando que no tenían mayores a quien preguntar por sus pasados males, las pequeñas cicatrices que la enfermedad dejaba serían las únicas que los delatarían como no aptos. Según aquello, el mayor problema con el que me encontraría al seleccionarlos sería que no podría dejar ni una pulgada de su piel sin rastrear. Más que nada porque alguno podría haberla padecido de forma tan leve que solo un agujerito bajo el pelo de su cabeza lo delataría.
Entre la elaboración de las listas, las cuentas y la lectura del libro que Balmis me había entregado, aquel día no salí de mi celda hasta el anochecer para ayudar a las hermanas a acostar a los pequeños y disponerme de nuevo a cumplir con mi noche de guardia.
Al llegar, me alegró la sorpresa de un silencio casi sepulcral en los dormitorios. Como cada noche en la penumbra me acerqué muy despacio a la cama de Benito y después de cerciorarme de que ningún otro niño me veía, le di un beso en la frente y le hice la señal de la cruz. Había llegado el momento de descansar.
Tumbada ya sobre el jergón y a pesar del cansancio de todo el día en jaque, no pude conciliar el sueño. Con la mirada fija en las caprichosas manchas de humedad del techo, no hice otra cosa que pensar. ¿Por qué el destino me había traído a Balmis? ¿Por qué habiendo cientos de inclusas en España, justo se había detenido en la mía?
Según lo poco que había conseguido averiguar hasta entonces, el doctor había sido elegido por el mismo rey Carlos IV de entre varios insignes médicos para dirigir esa complicada expedición y solo eso debería avalarlo, sobre todo porque, según estaban las cosas, cualquier aventura rumbo a los virreinatos podría convertirse en una odisea. Más cuando el plan primordial era convencer a todos de dejarse inyectar el pus de una enfermedad para prevenir otra mortal.
No lo tendría fácil. Primero, por la desconfianza que las novedades traen en muchos conformistas acomodados; y segundo, para encontrar a huérfanos abandonados que cumpliesen a rajatabla con sus condiciones. Aquello sería como hallar una aguja en un pajar, ya que la mayoría estaban desnutridos, débiles y enfermizos, y eso sin contar con que más de la mitad ya había sobrevivido a la enfermedad. Los diminutos cráteres de sus caras lo demostraban.
El persistente insomnio me obligó a encender de nuevo la palmatoria para hacer la ronda por sus dormitorios. Con los requisitos que me pedía habría una docena. Apunté sus nombres en un trozo de papel para no equivocarlos.
A la mañana siguiente, cuando cansada y ligeramente defraudada fui a decírselo a Balmis, no lo encontré. El doctor había partido hacia Madrid junto al pequeño Camilo y los otros niños ya vacunados para devolverlos a su orfanato de origen. Al resto los dejaba para proseguir la cadena hasta su regreso. Una vez en la corte, Balmis terminaría con los pocos trámites burocráticos que le quedaban pendientes de la firma y aprobación del Consejo de Indias para comenzar el viaje definitivamente.
Fueron un joven practicante y un enfermero de su equipo los que me informaron de ello. Se me presentaron como Antonio y Francisco Pastor Balmis, y al preguntarles sobre un posible parentesco con el doctor me dijeron que eran sus sobrinos; los hijos de su hermana Micaela.
Al demostrarles mi indignación ante tan precipitada partida, me tranquilizaron asegurándome que el doctor ya había pensado en lo costoso que sería localizar niños viables. La Coruña era demasiado grande para buscarlos allí. Su frontera con el océano Atlántico la convertía en un próspero puerto cuajado de almas buenas, malas, sanas y enfermas que con su roce y transitar harían prácticamente imposible encontrar entre ellas cuerpos vírgenes de un antiguo contagio.
Los sobrinos de Balmis me aseguraron que la solución solo estaba en tener fe, abrazarse a la esperanza y comenzar a buscar en los lugares más recónditos de Galicia. Su tío había pensado en todo, y conociendo la reticencia que aquellas gentes podrían tener para confiarnos a sus niños, había dejado una bolsa cargada de monedas para espolear sus voluntades si fuese menester.
Salí al claustro a calmarme antes de regresar. Aquel hombre era imposible. La noche anterior me había convencido haciéndome creer indispensable, y ahora desaparecía sin ni siquiera despedirse. ¿Cuándo pensaba decírmelo? Cada vez me daba más la sensación de que el doctor era demasiado introvertido como para compartir nada. Los secretos no son malos siempre que sean inherentes a uno mismo pero… ¿aquello? La noche anterior me pide que busque niños y a la mañana siguiente sus colaboradores me dicen saber que no los encontraré en las cercanías inmediatas. ¿No debería haber empezado la conversación del día anterior por ahí? Fuera lo que fuese, tanto secretismo no podía ser bueno para dirigir a un grupo de personas a punto de comenzar la aventura más peligrosa e incierta de sus vidas.
Los hechos se precipitaron cuando ya estaba decidida a admitir todo lo impuesto por Balmis sin presentar una sola queja a sus sobrinos. De repente oí desde la calle la voz de uno de ellos urgiéndome.
—¡Señora rectora! ¡Daos prisa, que el tiempo apremia!
Al asomarme le vi sentado en el pescante de una carreta y posando la mano sobre un almohadón que había a su lado como ofreciéndome asiento. Preferí arrinconar mi enojo rogándole que esperase un momento para empacar un par de cosas. Asintió resignado.
A los cinco minutos estaba sentada sobre aquel mullido almohadón junto a Francisco Pastor con un pequeño atillo sobre mis rodillas. Solo contenía una camisa limpia, una toquilla, un cepillo y algo de ropa interior. Lo mínimo imprescindible para el corto viaje que había prometido a las monjas no demorar.
Con una leve inclinación de cabeza, fustigó los lomos de los caballos.
—¿Hacia dónde? —me preguntó con determinación a la vez que aceleraba la marcha. Dudé un segundo. La verdad era que no sabía por dónde empezar, ni adonde dirigirme. Ni siquiera me habían dado tiempo a pensarlo detenidamente.
—¿No ha dejado indicación al respecto el doctor que todo lo prevé?
Nada más pronunciar esas palabras, me arrepentí. Por otro lado, agradecí al joven que a mi lado estaba que solo se encogiese de hombros.
Agobiada por el desconcierto, recordé que no hacía mucho el obispo de Santiago de Compostela nos había escrito solicitando plazas para unos niños que no tenían sitio en su desbordada inclusa. Entonces le había contestado lamentando mi falta de espacio, pero quizás y con suerte aquellos pequeños seguirían en Santiago a la espera de una plaza en un lugar más holgado. De ser así, sabía que no me pondría demasiados impedimentos a la hora de entregármelos.
Para poder partir tranquila, ya solo necesitaba un documento que me autorizase a dejar por unos días el orfanato del que era rectora y decidimos pasar a solicitarlo de camino. Por suerte, Ignacio Carrillo de Niebla, el capitán general del reino de Galicia, nos recibió sin cita previa nada más oír el nombre de Balmis y allí mismo me firmó las credenciales para ausentarme.
Su predisposición fue tanta que cuando ya nos íbamos, sin pedírselo siquiera, se comprometió a actuar conforme lo había hecho la hacienda de Madrid con los primeros niños de Balmis: donaría ocho reales a cada pequeño gallego que consiguiésemos.
Bromeó al respecto diciendo que al fin y al cabo, proveniente de un arca u otra, todo iría a cargo del erario público y que nuestros niños eran mejores que los de la capital. Consideré francamente estúpida su observación, pero en beneficio de nuestra causa no quise contradecirle.
Ya a las afueras, mecida por el traqueteo del carro, pedí a Dios que me facilitase las cosas porque una semana de plazo no era demasiado.