4. Santiago

También la piedra, si hay estrellas, vuela.

Sobre la noche biselada y fría

creced, mellizos lirios de osadía;

creced, pujad, torres de Compostela.

GERARDO DIEGO,

Ante las torres de Compostela

Divisábamos las cúpulas de la grandiosa ciudad compostelana cuando el silencio de nuestro parsimonioso transitar me trajo ciertas dudas. Pensé que mi compañero de viaje, a pesar de su juventud, bien podría aclarármelas. Su parentesco con Balmis quizá le hubiese anticipado lo que la experiencia le había negado, y nadie mejor que él para describirme los aspectos más personales del doctor. Pero antes de afrontar el tema tendría que ganarme su confianza. Al fin y al cabo solo me conocía desde hacía pocos días.

Atraje su atención posando mi mano sobre su antebrazo. Él no dudó en dedicarme una mirada de complacencia al sentirla.

—¿Seríais capaz de guardarme un secreto?

Como uno de mis niños, embriagado por la curiosidad abrió los párpados hasta arquear las cejas. Tuve que disimular una sonrisa ante la evidente expectación y continué entre susurros.

—Me siento una ignorante y no me atrevo a recurrir a nadie más.

Juntando las riendas en una mano, aprovechó la libre para darme unas palmaditas tranquilizadoras.

—Vos diréis.

Continué segura ya de haberle embaucado.

—He leído, memorizado e incluso interiorizado el libro sobre Eduard Jenner pero aún me quedan dudas por resolver que no me atrevo a plantear a cualquiera, no vayan a poner en entredicho mi capacidad para esta empresa.

Estirándose como un pavo real antes de desplegar sus plumas, se dispuso a disipar cualquier duda aun antes de haber escuchado la pregunta.

—Decidme, Francisco, ¿por qué tenemos que transmitir la vacuna de brazo a brazo? Sé que transportar vacas en un barco es voluminoso y demasiado costoso como para no servirnos de alimento. Supongo que conseguir especímenes que porten la enfermedad es aún más difícil, pero…

Pensé en alto.

—¿Por qué solo con niños? ¿No hay otra manera de conservar la linfa?

El enfermero se regodeó.

—La hay. Empapando la linfa portadora en hilas de algodón o guardándola entre cristales sellados con cera; pero después de haberlo intentado en muchas ocasiones, se ha comprobado que con demasiada frecuencia el calor y la humedad de otras latitudes la corrompen y eso, señora mía, es algo que mi tío no se puede permitir.

No cabía duda de que aquel joven, aparte del cariño que un sobrino podía tener por un tío, confiaba plenamente en el jefe de la expedición como profesional. Su devoción hacia Balmis le animó a describirle como si fuese el espejo en el que deseaba reflejarse. Procurando no dejarme embaucar por su idealización, le dejé hablar a destajo de las hazañas de su pariente.

Como yo sospechaba, Balmis estaba a punto de cumplir los cincuenta años. Desde muy niño había observado trabajar a los hombres de su familia como cirujanos-barberos y su vocación por la práctica de la medicina ya enraizaba en su corazón, apenas cumplidos los diez.

A los diecisiete ingresó en el Hospital Militar de Alicante para ampliar los conocimientos que había recibido de una forma casi innata observando el quehacer diario de los hombres de su familia, primero de su abuelo y después de su padre. Para gran orgullo de este último, su hijo Francisco Xavier demostró desde el primer curso ser uno de los más aventajados alumnos. Tanto, que en el tercer curso su inquieto afán de aprendizaje le pidió aún más. Mucho más de lo que las clases del hospital le brindaban y fue eso precisamente lo que le empujó a solicitar su ingreso en la Armada.

Sujetando las riendas bajo su pierna, Francisco Pastor se agachó para buscar el botijo que llevaba embotado a los pies del pescante. Solo cuando rehusé, lo alzó él para beber. Limpiándose el hilillo de agua que había resbalado por la comisura de los labios, golpeó con decisión el tapón de corcho de su boca, tomó aire y continuó.

—Sí, doña Isabel. Así es como mi tío en vez de pensar en las mujeres de los burdeles y las botillerías de Alicante igual que la mayoría de sus compañeros, pasó sus años de universitario obsesionado por ser el primero de su promoción.

»Pronto, sus sueños se hicieron realidad llevándolo a las costas del norte de África. Él sabía que a bordo de un barco en combate nadie le pondría cortapisas para salvar a los heridos o enfermos que a sus manos llegaran. Allí, nadie rechazaría su ayuda por creerle demasiado joven o inexperto, al revés; serían tantos los que le requerirían que no daría abasto. La dureza de las condiciones de vida a bordo de un barco en guerra y la necesidad absoluta de improvisación fueron su mejor escuela.

»Después de seis años, por fin vio recompensados sus esfuerzos con el título de cirujano del ejército y tuvo la oportunidad de pedir otro destino para dejar a un lado aquella vida y dedicarse a algo que hacía tiempo le rondaba la cabeza y que aún no podía curar. Coser, amputar u operar ya no albergaban para él ningún secreto. Terminada la intervención quirúrgica, la salvación del paciente dependía de su fortaleza, la correcta cicatrización y la ausencia de una infección que gangrenase sus miembros.

»Después de respirar y vivir la guerra en toda su intensidad, se dio cuenta de que no es más que una circunstancia accidental provocada por la ineptitud o ambición de unos gobernantes. Para él, había otra causa de mortandad mucho más voraz y difícil de controlar. Una que cuando llegaba siempre lo hacía sorpresivamente. Eran las epidemias, que mataban más rápido y con mayor saña que el enemigo mejor pertrechado, y pensó que debía de existir algo con que prevenirlas.

Sonreí.

—Quimeras inalcanzables excepto en la mente de un joven alocado.

Francisco negó un tanto contrariado por mi comentario.

—Mi tío jamás ha soñado con imposibles, os lo aseguro. Lo que pasa es que es el hombre más amplio de miras que he conocido. Fue por aquel entonces cuando empezó a plantearse dejar el ejercicio activo de la cirugía para dedicarse a la investigación. Si de algo estaba convencido era de que el mal siempre tenía un remedio posible, si no para curar, sí para mitigar su dolor. Por eso mismo se propuso fervientemente encontrar la manera de erradicar esas funestas dolencias fuera como fuese y tardara lo que tardase. Quizá la solución estuviese en las plantas, semillas p flores aún desconocidas que esperaban a ser descubiertas.

»A1 poco de empezar a leer todos los tratados que sobre la materia existían, advirtió que aquella ocurrencia suya no tenía nada de novedosa. Desde tiempo inmemorial el hombre había intentado encontrar en la naturaleza los secretos de sus remedios y de hecho casi siempre lo había logrado. Por otro lado y sin remontarse tantos siglos atrás, eran muchos los que desde el descubrimiento de América hablaban de las extrañas especies que allí había. Casi todas habían viajado a España en pequeñas macetas, la gran mayoría habían sido rebautizadas con nombres más pronunciables que los que les dieron en su lugar de origen; pero desgraciadamente a las que no eran comestibles (como lo eran la patata, el tomate o el maíz) no les encontraron más cualidades que la de ornamentar jardines como el Botánico de Madrid. Fueron muy pocos los que de verdad se afanaron en catalogarlas como era debido o en experimentar con ellas para comprobar si tenían otra utilidad efectiva.

Le interrumpí.

—El último en zarpar hacia las Indias desde La Corana con el firme propósito de clasificar toda clase de especies fue un científico prusiano llamado Alexander von Humboldt. Creo recordar que hará ya casi cuatro años de eso y aún no ha regresado, pero alguien me comentó que había logrado enumerar más de seis mil especies aún sin catalogar y todo gracias a que Su Majestad le costeó el viaje.

Suspiré; mi acompañante pareció no haberme oído. Y es que no estaba dispuesto a dejar que otro científico, por muy conocido que fuese, robase el protagonismo a su maestro.

—Eso está bien, pero de nada servirá el bautizar a un millón de especies si no se les busca una utilidad.

A punto estaba de rebatirle cuando aceleró la palabra impidiéndomelo.

—Como os decía, doña Isabel, después de pasear por las facultades de Medicina de media España y participar en mil debates, el doctor Balmis llegó a una conclusión. ¿Cómo se iban a detener en eso si aún seguían enzarzados en la vieja discusión de qué enfermedades les contagiamos a los indios al llegar a América o cuáles fueron las que ellos nos transmitieron? Eran controversias eternas en las que los médicos españoles se obcecaban desde hacía casi tres siglos sin llegar nunca a una conclusión, y eso precisamente era lo que les distraía mientras que en el resto de Europa eran ya muchos los biólogos y médicos-cirujanos que viajaban a remotos lugares en busca de remedios nuevos; pero… ¿por qué? ¿Por qué unos pueblos caían presos de un mal y otros no? ¿Qué era lo que hasta entonces los protegía? Mi tío ansiaba respuestas que solo viajando lejos podría obtener, pero necesitaba un buen padrino, un mecenas dispuesto a luchar por él, y el destino quiso que este se cruzase en su camino.

Paró un instante, comprobó que aún le escuchaba atenta y prosiguió:

—Su oportunidad llegó cuando conoció al marqués del Socorro en un baile en Madrid. Este había sido durante muchos años gobernador y capitán general en Venezuela, y fue él el que precisamente le habló por primera vez de cómo había intentado erradicar una mortal epidemia de viruela. Quién sabe, probablemente fue el causante de que el interés de mi tío se centrase en esa enfermedad en particular. A través del marqués consiguió licencia para formar parte de la que sería su primera expedición. Tan interesante fue lo que encontró, que en el transcurso de la siguiente década repetiría otras tantas. A partir de entonces, la ciudad de México se convirtió en su segunda casa y Carlos III, el padre del rey, le concedió el retiro de Disperso[2].

Aproveché un silencio para saciar mi curiosidad.

—Aparte de su espíritu aventurero, ¿consiguió descubrir algo?

Abriendo mucho los ojos, me contestó de inmediato.

—Como suele ocurrir, no fue justo lo que buscaba, pero igualmente resultó gratificante. Después de experimentar con cientos de semillas, arrobas de Mangüey, palos de guayacos, extrañas raíces, pólenes y demás mejunjes para nosotros desconocidos, al fin dio con el mejor remedio para el mal del morbo gálico. Aunque parezca extraño, eran remedios muy utilizados por los curanderos de aquellas tierras. Se trataba de la begonia y el agave, que son dos plantas que si no llegan a curarlo, sí mitigan sus efectos. ¡Os imagináis, prescindir para siempre del mercurio como remedio!

Me encogí de hombros porque era de las pocas enfermedades que no afectaban a mis pequeños. Francisco continuó:

—Al regresar a España, le costó tanto que le creyesen que solo el conseguir una oportunidad para demostrarlo en la academia fue un verdadero calvario. Al final, los más reticentes e incrédulos tuvieron que tragar con piedras de molino y ahora son muchos médicos los que se guían por su tratado para remediar el mal venéreo o escrofuloso, como decimos los doctos, y recetan a los enfermos el consumo de las raíces de estas plantas en la misma cantidad y dosis que Balmis aconseja.

Intenté romper aquel monólogo.

—Supongo que, como todos los grandes remedios, ha de ser muy difícil conseguir esas raíces y que, si las hay, deben de ser muy caras.

—¡Nada de eso! El descubrimiento de Balmis fue tan desinteresado que el mismo rey, al comprobar su efectividad, mandó al intendente del Jardín Botánico de Madrid plantar estas dos plantas en buena parte de su tierra. Más que nada, para estar prevenidos ante la demanda que de aquellas plantas se pudiese avecinar en cuanto se hiciese público el hallazgo. ¡Menos mal!, porque las peticiones llegaron de todos los puntos de España y hoy, nueve años después, muchos huertos las cultivan y venden a cualquiera.

Qué ingenuo, pensé. ¿A quién se referiría por «cualquiera»? Mientras seguía con su verborrea, el recuerdo del cadáver de la madre muerta de Benito me asaltó como si de un retrato vivo y tangible se tratase. Visualicé su viscoso chancro y el del alguacil y pensé en todos los que aquejados de aquel mal agradecerían aquel remedio. El descubrimiento sin duda servía ya a una gran parte de la humanidad, pero como siempre, aún quedaban muchos desfavorecidos que jamás lo catarían. Ahora comprendía el porqué del ascenso de Balmis, el motivo por el que le nombraron cirujano de cámara de Su Majestad y por qué le eligió el Consejo de Indias director de la real expedición de la vacuna. Aquello le daría unos ingresos mayores a los 6000 reales que hasta el momento tuvo de asignación y su desinterés le honraba al pretender invertirlo todo en esta misión. El sobrino de Balmis se mostraba tan entusiasmado hablando del doctor que apenas me dejaba intervenir.

—Recordad sin falta, doña Isabel, que os enseñe un cuaderno que adquirí en la librería de Barco en la Carrera de San Jerónimo de Madrid la última vez que estuve allí. En él se identifican perfectamente estas plantas por la fineza de sus estampas. Ya veréis vos misma que mi tío es un verdadero artista. Creo que aquellos fueron los veintiséis reales mejor invertidos de mi vida. Además, si cuando lo veáis hay alguna que os guste en particular, siempre podréis encargarla aparte por cinco reales, ya que en la librería de Aguilera junto a la ronda de Atocha las venden por separado.

De no saber la admiración que el sobrino tenía por su tío, cualquiera hubiese pensado que iba a comisión en las ventas de aquel libro. Quise reconducir la conversación tirándole de la lengua.

—¿No creéis que son demasiadas virtudes y muy pocos defectos para un solo hombre?

Francisco Pastor Balmis se sintió incómodo y quiso defenderle chasqueando la lengua.

—No es solo mi amor de sobrino o las ganas que pueda tener yo de corresponder a sus favores lo que me inclina a elogiarle, porque os aseguro que su valía está de sobra probada. No sé si habréis oído hablar de hombres tan insignes como Antonio Gimbernat, Leonardo Galli o Ignacio Lacaba; todos son miembros de la junta de cirujanos de cámara y ellos fueron los que le eligieron de entre varios candidatos como el idóneo para esta empresa. Ni siquiera tuvo que recurrir a un acicate poderoso que lo defendiese porque es un doctor de valía y no de favor.

Con un breve silencio, alzó la mirada mientras repensaba lo dicho.

—Si hay algo que le ha podido ayudar, quizá sea la casualidad del destino al caer enferma de viruela la hija de Su Majestad Carlos IV. Entonces mi tío acababa de traducir del francés al español el tratado histórico de la vacuna de Jacques Louis Moreau de la Sarthe, y al leerlo el monarca no quiso a otro para salvar a su pequeña.

Calló repentinamente, como si con aquel comentario le hubiese hecho de menos.

—Me habláis de él como un hombre entregado por entero a la medicina y no hay duda de que ha conseguido triunfar, pero decidme: ¿no hay nada más que le preocupe en la vida?, ¿no tiene familia?

—La mía es la única, y a decir verdad desde que inició su carrera nos ha visitado en contadas ocasiones. Todos quedaron atrás en Alicante.

Podría haber dado por zanjada mi curiosidad, pero Balmis sabía de mis más profundos dolores y yo no sabía nada de él. Seguiría aprovechando la ingenuidad de su sobrino.

—¿Sabéis si ha habido alguna mujer en su vida? ¿Alguna relación que no terminase en matrimonio?

—Quizás en México. Aquí no conocemos a ninguna.

—¿Hijos?

—¿Cómo ha de haberlos si no hay mujer?

Preferí no contestarle al darme cuenta de que él no tenía contacto con tantos hijos sin padre como yo.

—¿Cómo es?

Se le iluminaron los ojos.

—Es meticuloso, se exige a sí mismo tanto que los demás nunca nos encontramos a su altura. Es constante, esperanzador y trabaja con tesón porque sabe que son armas para conseguir lo que la suerte no proporciona. Pero sobre todo es optimista ante cualquier adversidad.

No pude reprimirme.

—No lo parece.

—No os dejéis guiar por las primeras apariencias. En el terreno afectivo ha sido siempre un hombre más bien solitario y eso quizá le ha podido perfilar como hosco, pero no lo es en absoluto. Os lo aseguro, siempre piensa en los demás. Miradme a mí, la última vez que vino a vernos a Alicante para comunicarnos su nombramiento como director de la real expedición a principios de julio, se mostró tan ilusionado que despertó en mí este espíritu aventurero que hasta entonces no creí tener. Le pedí acompañarle y aquí me tenéis. Removió Roma con Santiago para traerme a pesar de mi inexperiencia.

No pregunté más. Visto lo visto, la próxima vez que le viese procuraría profundizar en aquel hombre encerrado en sí mismo. Quizá le juzgué mal al dejarme llevar por las primeras impresiones. Probablemente tanta soledad fue lo que le cinceló la timidez y la desconfianza en las entrañas haciéndole parecer desagradable.