8. Las Islas Afortunadas

10 de diciembre de 1803

Son islas afortunadas

son tierras que no tienen lugar,

donde el Rey vive esperando.

Pero si andamos despertando,

calla la voz, y solo es el mar.

FERNANDO PESSOA,

Islas afortunadas

Haciendo caso omiso a las quejas de los dos niños seleccionados para la siguiente transfusión de linfa, me afané más que nunca en frotar sus cuerpos. Aquellos ingenuos gruñían pesarosos por el aseo sin detenerse a pensar ni un segundo el porqué de aquella limpieza repentina y exhaustiva. Su mejor defensa era precisamente ese párvulo desconocimiento que impedía abrir hueco al miedo en sus corazones, y es que quien no conoce no puede temer.

Entre friega y friega me sentí ligeramente culpable por aprovecharme de la confianza que depositaban en mí y pensé que no sería mala cosa aclararles de una manera sencilla el porqué de esa situación. Procuraría no dramatizar ni darle demasiada importancia; no fuesen a asustarse causando el efecto contrario al deseado.

Les expliqué que a pesar de lo que pudiesen pensar, el doctor solo les haría un arañazo como el que la púa de un rosal suele provocar, pero debí de hacerlo francamente mal porque en vez de escucharme se obcecaron en zafarse de mí a manotazos. Una vez limpios los vestí con unos calzones y una camisola. En cuanto comprobaron que la tortura del baño había terminado sonrieron y me siguieron como mansos corderos a su pastor.

Nada más entrar, el doctor Balmis me taladró con la mirada. Junto a él, Salvany ordenaba por pares sobre una mesa algunos de los cristales que trajeron en las cajas. Al lado en el suelo tenían ya desembalada la máquina neumática que le serviría para sellar la linfa sobrante de las pústulas. El sabía que el calor y la humedad del sur muy probablemente restarían sus propiedades al preciado líquido, pero si cabía una posibilidad de garantizar la consecución de nuestra expedición en el caso de que por cualquier contratiempo perdiésemos a todos nuestros ángeles custodios, solo era esa.

Recordando nuestra comprometida situación de hacía un rato durmiendo juntos en la cubierta, evité mirarle y simulé ante nuestro director una total indiferencia. Y aunque él actuó de similar manera, el reproche de los pensamientos de Balmis se hacía casi audible.

Deseosa de terminar lo antes posible, me senté en una silla para tomar al primero de los niños en mi regazo. Le levanté la manga del brazo derecho y se lo tendí al doctor, que ya esperaba con la lanceta infectada del pus de los anteriores entre sus dedos. Balmis aprovechó que el galleguito se giraba para mirarme sorprendido, y con sorprendente agilidad le abrió cuatro arañazos en su antebrazo. No pareció dolerle, ni siquiera gritó. Simplemente quiso protegerse con la otra mano y a tiempo estuve de detenerle. Tomando unas vendas le cubrí las pequeñas heridas y le expliqué que desde ese preciso momento tendría que permanecer aislado como sus predecesores. El segundo, al ver que el primero no se quejaba y deseando portar un brazalete de vendas igual que su amigo, se dejó hacer.

Nada más terminar oímos el correr de la cadena de fondeo. Anclábamos cerca de una escollera que habían construido en el puerto de la bahía de Santa Cruz de Tenerife. El capitán Pedro del Barco decidió que ese sería el lugar idóneo comparándolo con el puerto de Garachico, donde el fantasma del recuerdo de muchos barcos yacía encallado en los bajos de lava sólida que la erupción de hacía menos de un siglo había dejado al fundirse con la mar. Además, ese puerto estaba mucho más cerca de la ciudad de La Laguna, que era la que tenía mayor índice de población y eso era lo que realmente buscábamos.

No nos importó que la capital estuviese en el interior porque según nos dijeron todos sus habitantes bajaban con frecuencia al puerto para abastecerse de los caprichos que cualquiera pudiese desear y no tuviesen en la isla. Esa bahía era el punto más importante de conexión entre las islas del archipiélago y el mundo exterior. Las afortunadas además formaban un puente invisible que unía España con las Indias y prácticamente todos los navíos mercantes y militares que se dirigían hacia las colonias fondeaban allí. La bahía era un verdadero hervidero.

Al son de los remos de las barcazas y en silencio nos fuimos acercando a la costa. Esperanzados, centramos nuestra atención en todos y cada uno de los viandantes procurando localizar entre aquel hormiguero humano a nuestro comité de bienvenida.

Justo enfrente, un grupo de personas parecía estar mirándonos. A la cabeza de todos ellos pudimos distinguir un uniforme. Después de avanzar un cuarto de milla más, ya no nos cabía la menor duda: aquel hombre debía de ser el comandante general de Canarias, el marqués de Casa-Cagigal, que junto a su familia, amigos y demás autoridades nos esperaba ansioso.

Balmis se puso de pie para que ellos también le pudiesen distinguir como el doctor al mando de la expedición. No había recuperado aún el equilibrio cuando los hombres del comandante dispararon salvas de bienvenida y el gentío comenzó a gritar vítores al tiempo que sacudía sus pañuelos al aire. Ladeando un poco mi sombrilla, quise ver más de aquella acogedora isla.

Según me contaron, durante siglos sus habitantes habían sido atacados con frecuencia por piratas de toda índole, por eso los castillos de San Cristóbal, San Juan y el del Paso Alto protegían la entrada a la bahía y el acceso a La Laguna. El eco de los cañonazos que hirieron al temeroso almirante Nelson frente a sus costas hacía tan solo seis años aún latía en sus tímpanos.

A un lado del puerto estaba la playa de la Carnicería, escoltada por el barranco de los Santos, y casi a continuación se divisaba otra pequeña calita donde descansaban varadas muchas barcas de pescadores.

Ya atracados en un pequeño pantalán, fue el mismo marqués de Casa-Cagigal el que me tendió la manó para ayudarme a saltar a tierra firme e inmediatamente después saludar a Balmis. Al dar un paso adelante, sentí como si la tierra se moviese bajo mis pies. De manera inconsciente me tambaleé temerosa de perder el equilibrio y la casualidad quiso que fuese precisamente Salvany el que me sostuviese por la cintura hasta detener el tambaleo. Sin ni siquiera darle las gracias y ya centrado mi peso en los dos pies, me separé de él en el acto. El doctor, incómodo por mi desagradecido proceder, quiso darme una explicación.

—Solo intentaba que no tropezaseis. Es el mareo de tierra, se os pasará.

¿Es que no habíamos tenido suficiente con el de la mar que también existía el de tierra? Sonrojada, puse un espacio mayor entre los dos. Aquel hombre se estaba convirtiendo en mi particular velador de sueños y traspiés. Me enervaba porque invadía mi intimidad sin permiso, pero al mismo tiempo me reconfortaba saber que estaba a mi lado. Desde la mañana de nuestro dormitar conjunto, su mera presencia me alteraba pero… ¿hasta el punto de marearme? La verdad es que no entendía nada. Era como si aún estuviésemos a bordo y aquella isla flotase cual cascarón. Como si, por primera vez en mucho tiempo, no fuese dueña de mis sentimientos.

Procuré sostenerme con más dignidad mientras que el máximo representante del rey continuaba saludando al resto de la expedición. El marqués resultó ser un hombre tan afable como educado y me pareció desde el primer momento sumamente creativo. Tanto, que en la primera cena a la que nos invitó nos deleitó con un recital de sus propios poemas. Me sentí identificada con ellos porque la mayoría hacía referencia a los dramas que muchos vivíamos debido a los vertiginosos cambios de la nueva sociedad. A los postres, alzamos las copas en un brindis por el éxito de nuestra expedición y la ayuda que él estaba dispuesto a prestarnos. Pensé que siendo el hombre más importante de aquella isla no le sería difícil. Nos lo había demostrado ya aposentándonos en las insignes residencias de sus oficiales.

Ya instalados, supe por la mujer de mi casero que el general había hecho pegar pasquines en forma de edicto en todas las villas, aldeas y ciudades de la isla ordenando a todos sin excepción que de inmediato acudiesen a la casa de la pólvora. Allí avituallaríamos una gran estancia para proceder a las vacunaciones masivas de todos los guanches que acudiesen al llamamiento.

Aquel edificio tenía una extraña forma. Era de planta rectangular excepto en los dos lados menores, donde se hacía circular. En su techo tenía una hermosa bóveda de medio cañón encalada que me recordó a la que coronaba nuestro comedor del hospicio de La Coruña.

Todas las mañanas subía con los niños a la azotea de la real aduana y apostaba a un par de ellos para que nos mantuviesen informados sobre los barcos y barcazas que pudiesen venir, ya que llegaban a mansalva y no queríamos que nos encontrasen desprevenidos. La mayoría, y según el registro que elaboraba personalmente, procedía de La Palma, Gran Canaria, Fuerteventura o Lanzarote; y los que menos, de El Hierro y La Gomera.

Después de haber sido vacunados, muchos venían con la intención de conseguir un pasaje en alguno de los mercantes que cada semana partían rumbo a Santo Domingo, La Habana, Veracruz, Puerto Rico, Louisiana o Texas.

Con frecuencia se oían los gritos de los dos voceros contratados por el comandante general: aconsejaban a los analfabetos que no hubiesen podido leer los pasquines que viniesen a visitarnos. En cuanto oían que la vacuna era gratuita, hasta los más reticentes acudían a nosotros como moscas a la miel, y es que para muchos aquello era una novedad: no querían perderse lo que hasta el momento había estado reservado a los ricos. Fue tanta y tan efectiva la ayuda que recibimos que a los veinte días habíamos vacunado a más de ochocientas personas tan solo en La Laguna. Pero nosotros debíamos partir y la labor iniciada debía continuar.

La obsesión de Balmis por que entregásemos un manual de la vacuna de Jacques Louis Moreau de la Sarthe a cada uno de los médicos que conocimos era evidente. Con ello pretendíamos que la práctica de la antigua variolización quedase por completo prohibida en un futuro, y a partir de entonces solo podrían vacunar los médicos debidamente facultados para ello. Además, no debían cobrar ni una moneda por ello. Si lo hiciesen, atentarían contra el principio filantrópico y desinteresado que nos movía.

Un regidor decano y un procurador general elegido por mayoría se encargarían de que no faltasen los medios necesarios que procuraría el erario público para seguir con la labor. Trabajarían en la casa de vacunación que el mismo capitán general dispuso para nosotros y decidió no desmantelar. Sería solo la primera de todas las que propusimos para el archipiélago. Si ellos conseguían ir al mismo ritmo que nosotros, calculamos que en un año no quedaría un alma proclive a la enfermedad de la viruela en todas las islas afortunadas.

Aleccionados todos, soltamos amarras el día de Reyes de 1804. A las nueve jornadas de navegación, de nuevo el miedo a una elección equivocada nos acongojó. Hacía días que aparte de los dos niños vacunados, tenía aislado a otro. No a causa de los mareos, la gastroenteritis o los parásitos intestinales, no. Su mal era mucho más contagioso y mortal. Había intentado acallar sus constantes toses con cariño, dándole de beber infusiones y evitando que estuviese en horizontal a base de un montón de almohadones que metí en la cabecera de su coy, pero todo aquello no sirvió de nada. Lo que en un principio parecía un simple catarro pronto se agravó y el indicio de una segura tisis se perfiló en el tortícolis, la destemplanza de su pulso y la ronquera de su voz. No tuve más remedio que informar al doctor Balmis la noche en que los esputos que escupió cayeron en mi pañuelo sembrados de coágulos de sangre.

La enfermedad se lo llevó en muy pocos días y mi dolor se multiplicó cuando los subordinados de Balmis le solicitaron que abriese el cadáver para impartir una clase práctica de cirugía.

Al saber de sus intenciones me dirigí a su camareta dispuesta a detener semejante ignominia como fuese.

Allí estaba el pequeño cadáver desnudo y tumbado sobre una arqueta. Mi buen Salvany colocaba el instrumental que iban a utilizar para la autopsia sobre una pequeña mesa supletoria, mientras que Balmis con un carboncillo llenaba de dibujos su blanca piel. Aunque supuse que aquello serviría para su posterior clase, no quise saber más. La indignación me pudo.

—Ese niño es mi responsabilidad. Vos me lo entregasteis y por ello me niego a que experimentéis con él. ¿Qué vais a hacer? ¿Abrirlo en canal? ¿Hurgar en sus entrañas? ¿Amputarle sabe Dios qué miembros? Y todo para qué. Nunca será igual operar a un cadáver que a un niño vivo. ¿Habéis pensado qué pasaría si alguno del resto de los niños por un casual llegase a verlo? ¡No quiero ni pensarlo! Dejadme hacer y quitad a vuestra gente esas absurdas ideas de la cabeza.

Separando ligeramente al doctor y sin esperar su contestación, me dispuse a amortajar al pequeño para echarlo al mar. Balmis, sin ninguna delicadeza, me agarró con fuerza de la muñeca para detenerme.

—Isabel, vuestra misión es velar por los vivos para que no mueran. Una vez que lo han hecho, son cosa mía. Retiraos inmediatamente. Por este ya no podéis hacer nada, os lo aseguro.

Me abracé al frío cuerpo con fuerza y desesperanza.

—No, señor —insistí aun a riesgo de provocar su ira—. Este pequeño recibirá cristiana sepultura en la mar como ha de ser porque lo que vos pretendéis, doctores, es sabido que la religión lo prohíbe y la naturaleza lo aborrece. ¿De verdad creéis que ese horroroso espectáculo enseñará mucho a vuestros ayudantes? ¿De verdad compensa?

Apenas abrió la boca para replicarme, le interrumpí de nuevo.

—Me enrolé en esta expedición para luchar por sus vidas, no para facilitaros la disección de sus párvulos cadáveres. Sé que en las escuelas de medicina es un uso habitual en las enseñanzas de los futuros cirujanos, pero esto es un barco, no un colegio de cirugía y menos un hospital general, y este equipo según me contaron son médicos salvadores y no descuartizadores. Hacedme el favor y no convirtáis esta sala de vacunación en una de esas aulas donde los más sanguinarios se deleitan observando las costuras de las pieles muertas. Creo que lo único que sacan en limpio es convertir el recuerdo de un cuerpo humano en un despojo remendado.

Cabizbajo, me seguía escuchando. Mi súplica ya fue clara.

—Si no lo queréis hacer por mí, al menos hacedlo por el resto de los pequeños. Pensad en ellos y en lo que por sus ingenuas mentes puede pasar si atisban o simplemente intuyen lo que estáis haciendo con el que hasta ayer era su amigo. ¿Acaso no hace años que vos dejasteis este tipo de cirugía para dedicaros tan solo a la investigación?

No sé exactamente lo que mis últimas palabras le revelaron, pero el caso es que no insistió más. Con mucho cuidado y en silencio se dispuso a guardar el instrumental que momentos antes había sacado Salvany de su caja. Como haciendo inventario, fue pidiendo a José una por una cada una de las piezas.

—Trocar, llave de trépano, sierra, cuchillos corvos, tenazas, tijeras, bisturí y escalpelo.

La voz de José le interrumpió justo cuando los huecos forrados de terciopelo del primer cajón se completaron.

—¿Suspendemos entonces la operación?

Balmis se limitó a mirarle con reproche. La voz del doctor siguió pidiendo instrumentos para el último cajón.

—Cinta para el garrote, pico de cigüeña, sacabalas para escarbar, algalia, descarnador, coronas, exfoliativo, perforativo y el tirafondo.

Yo conocía cada uno de esos nombres. Los había aprendido en una de esas tardes tediosas de travesía por si acaso tuviese que ayudar a operar. Comprobado el contenido completo, cerró la caja, limpió la placa de bronce que sobre la tapa llevaba grabado su nombre y me dirigió una mirada despectiva que nada me importó después de haber conseguido lo que quería.

—Vos sois, doña Isabel, peor que una mosca coj…

Sostuvo su lengua. Tras él salieron los demás miembros del equipo pertrechados cada uno con su respectiva faltriquera de instrumentos quirúrgicos y mascullando quejas.

Allí quedé yo frente a mi pequeño para intentar devolverle con la mayor dignidad posible su aspecto original. Lo primero que hice fue borrarle todas aquellas líneas que surcaban su cuerpo. Le vestí y justo cuando le cerraba la mandíbula entró Benito súbitamente. Inspirando, di gracias a Dios por haberme dado fuerza para convencer al doctor de su desistimiento y tiempo suficiente para adecentar al pequeño antes de que apareciese mi preferido. Los acelerados latidos de mi corazón se fueron pausando.

Estaba tan acostumbrado a bregar con la muerte que sin decir nada me ayudó a terminar de envolverlo en el sudario y a atarlo con un cabo todo alrededor. Quedó empacado como un fardo capaz de soportar el más largo viaje. Juanillo, el grumete, llegó cargado con la plancha que le serviría de trampolín.

A falta de sacerdote que oficiase los funerales, el capitán Pedro del Barco leyó una lectura del Antiguo Testamento, los niños cantaron un tedeum y todos a una levantaron el extremo de la plancha para que aquel hatillo alargado resbalase hacia el mar. Fui incapaz de llorar a pesar de que el gaznate se me llenó de sal.

—Al aceptar embarcarme en esta empresa, me prometí a mí misma no perder a uno solo y ahí va el segundo.

La voz de Balmis me sonó más fría y distante que nunca.

—Hacedme el favor y no os carguéis con más responsabilidades de las que ya tenéis. El que murió en Lugo camino de regreso a Madrid no era de vuestra incumbencia.

Apreté las mandíbulas antes de alejarme. Si lo que aquel hombre pretendía era consolarme, tenía una manera muy desacertada de lograrlo.

Los niños corrieron a popa para ver cómo aquel paquete de ingenua mortandad se hundía en las profundidades del océano. No se separaron de ella hasta que desapareció en medio de la estela. Para ellos la muerte no era más que un viaje, al menos eso era lo que yo siempre les decía para consolarlos, y una vez más me enojé conmigo misma por ser la primera descreída de mi mensaje. La pequeña mano de Benito vino a asirse de la mía.

—¿Se ha ido al mismo lugar que mi madre?

¡Si al menos Dios me hubiese otorgado un don de la fe más arraigado! De nuevo mentí e intenté convencerme de mi mentira.

—Sí, Benito, probablemente ahora está abrazado a su madre, que como la tuya le ha estado esperando hasta hoy.

En ese momento, la casualidad quiso que las nubes del cielo dejaran asomar entre sus huecos un rayo de sol, que como los que iluminaban los cuadros de los santos marcó el lugar aproximado donde el pequeño había sido engullido por las olas. Con el ceño fruncido, mi pequeño ángel me espetó.

—Es injusto. ¿Por qué él y no yo?

Sin saber qué contestarle, me agaché a abrazarle contra mi pecho. Como siempre, se dejó apretar antes de contestarse a sí mismo sonriendo.

—Yo lo sé. ¿Tú no?

Negué antes de besarle en la frente. Subió la cabeza para mirarme a los ojos.

—Es porque quiere que tú me cuides en vez de mi madre.

Se me hizo un nudo en el estómago antes de preguntarle.

—¿Y tú cómo lo sabes?

Contestó convencido:

—Porque al dejarme apareciste tú y ella me lo ha susurrado en sueños. Como siempre dices, ella nos ve desde el cielo y sabe todo lo que has hecho por mí. Ahora solo falta que quieras ser mi madre. ¿Quieres serlo?

Como buena gallega, le contesté con una pregunta.

—¿Y qué hacemos con los demás, Benito?

Alzando la mirada al cielo pareció pensarlo un solo segundo.

—Que se busquen otra y, si no la encuentran, nosotros juntos los ayudaremos a encontrarla.

Si de verdad pudiese hacerle ver que las cosas no eran tan fáciles. Si le pudiese reconocer de verdad que él era mi preferido entre todos sus compañeros de fatigas. Rascándole la cabeza le dejé en el suelo incapaz de desmentirle la gran verdad que sus sonrosados labios acababan de pronunciar.

Todo en la vida era recíproco y si yo había soñado con adoptarlo, él también lo había hecho. Los dos sabíamos que no sería difícil conseguir que el párroco que lo bautizó en La Coruña escribiese una nota al margen de su partida bautismal identificándome como su madre adoptiva. Así y por siempre el libro parroquial me reconocería como su única madre. Aquel hombre me conocía bien y nunca dudaría de mis buenas intenciones para con Benito. Una simple carta suplicándole mi deseo bastaría. Yo misma, por falta de espacio en el hospicio, me había visto obligada a entregar niños y niñas a gentes nada fiables por el simple hecho de haberse comprometido a cuidar de ellos.

Como quien no quiere la cosa, Benito por fin me había dado el envite que mi decisión necesitaba. Definitivamente le adoptaría, pero no se lo diría hasta el momento más oportuno.