18. La Puebla, un lugar donde enraizar
20 de septiembre de 1804
Un pueblo, por ti inmenso, en dulces himnos,
con fervoroso celo
levantará tu nombre al alto cielo.
MANUEL JOSÉ QUINTANA,
A la expedición española para propagar la vacuna
en América bajo la dirección de don Francisco Balmis
Nada más ver las cúpulas de la catedral, sus campanas comenzaron a tañer. Tan desacostumbrados como estábamos a grandes recibimientos, nos preguntamos qué celebrarían. ¡Qué algazara cuando a las puertas encontramos a las máximas autoridades de la ciudad! En el preciso momento en el que el gobernador intendente Manuel Flon nos tendió la mano, la banda empezó a tocar. Flon era un militar pamplonica de unos sesenta años que llevaba más de quince en La Puebla.
Cotejados por la música y los vítores nos dirigimos a la catedral. El obispo González del Campillo nos dedicó una misa de bienvenida y no cupo un elogio más en su sermón hacia Su Majestad el rey Carlos IV por habernos enviado cargados de salvación. Al finalizar, un coro de angelicales voces cantaron un tedeum que resonó en las bóvedas donde el escudo del cardenal Palafox había quedado esculpido para orgullo de todos los que quisiesen recordar su paso por esa ciudad. Y es que, para bien de esas tierras, no todos los virreyes de Nueva España habían sido tan corruptos como el que ahora tenían.
Pensé humildemente en que nosotros tampoco éramos tan especiales, porque miles de hombres y mujeres nos habían precedido en el tiempo. Todos habían viajado desde la lejana España, cada uno con una misión más o menos importante, y la gran mayoría de ellos vieron cumplidos sus proyectos.
Cuando terminó la ceremonia, apenas tuvimos que callejear porque el alojamiento que nos habían dispuesto estaba al lado del mismísimo palacio episcopal. Una vez descargadas las carretas, desempaquetados los fardos y colocado todo el instrumental sobre las mesas, decidí dar un paseo por aquella acogedora ciudad de la mano de Benito. Por mucho que me esforzara, mi pequeño seguía sin acostumbrarse a la espaciosa soledad que habían dejado sus compañeros.
La primera parada la hicimos frente a la impresionante fachada de la casa del alfeñique; la llamaban así porque sus molduras parecían de merengue. Después nos dirigimos al torno de las monjas del convento de Santa Clara para comprar una torta de las que ellas hacían. Como si del mejor manjar se tratase, Benito se lo iba zampando entre patada y patada a una piedra, cuando esta decidió colarse bajo una verja. En vez de buscar otra detuvo el paso y me tiró del mandil. Extasiado señalaba algo que en un primer momento no llegué a comprender, ya que tras la cancela no había otra cosa que un pequeño jardín. Su maleza descuidada devoraba una casucha tan destartalada como dejada de la mano de Dios.
Fijándome un poco más, supe inmediatamente lo que sus oscuros ojos me decían. ¡La puerta de entrada! ¡Era exactamente igual que la de nuestro hospicio en La Corana! Enmarcada por otros aires, costumbres y lugares parecía esperar pacientemente a que alguien la cruzase. El color de la madera de sus cuarterones, los clavos que la decoraban, su tamaño. ¡Si incluso la aldaba era una réplica perfecta de la nuestra! De no ser por aquella extraña casualidad, nos hubiese pasado del todo desapercibida.
En ese instante de silencio recordamos cuanto al otro lado del mundo habíamos dejado y por primera vez sentí el cansancio de nuestro constante ajetreo. ¿Era añoranza? ¿Realmente quería regresar? Pensaba en ello cuando me pareció oír una llamada en mi interior. ¡Aquí! ¡Este es vuestro lugar!
Aquella podría ser otra de las extrañas coincidencias que como tantas otras cosas nos recordaban a nuestra tierra, pero era una puerta. El acceso a un albergue feliz para la familia que estaba creando. Aquella seductora casa colonial bien podría ser el puente que deberíamos cruzar hacia la realidad de nuestros sueños. El lugar donde enraizaríamos a la espera de que Salvany regresase algún día. Me agaché para ponerme a la altura del pequeño.
—¿Te gusta?
Solo asintió.
—A mí también.
Nos alejamos en silencio. Me hubiese gustado prometerle que regresaríamos cuando todo terminase. Que viviríamos en ella y que allí cerca iría al colegio. Sin embargo me contuve. Antes tendría que averiguar si podríamos alquilársela a su legítimo dueño. No era mucho lo que le podría pagar, pero a cambio la reformaría. Demasiados castillos en el aire como para ilusionar a Benito.
Al regresar nos encontramos a Balmis tomando un refrigerio con el obispo González del Campillo. Su excelencia susurraba algo al doctor. Este alzó la voz:
—¿De verdad me lo decís? —El obispo asintió con una sonrisa picara y el doctor no ocultó su entusiasmo—. ¿Os dais cuenta de que si eso es cierto, el valle de Atlixco será el primer lugar donde encontramos el Cowpox de las Indias? ¡Será la primera fuente natural de la que surtirnos sin tener que recurrir a la transmisión cuerpo a cuerpo!
Como él, no pude contener la alegría. ¡Ya no tendríamos que suplicar, convencer o comprar a más niños, esclavos o soldados vírgenes de viruela!
Sin perder tiempo, el doctor Balmis salió junto a Mariano Joaquín Azures, el hombre que decía haberlo encontrado, a comprobar la veracidad de ello. A los tres días el doctor regresó con dos ejemplares del rebaño y la gran noticia. ¡Era cierto! ¡La viruela vacuna existía naturalmente! Ya solo habría que tomarla de los animales enfermos.
El tiempo corrió desbocado. No habíamos cumplido un mes en La Puebla cuando las colas de gentes que usualmente venían a vacunarse empezaron a menguar, y es que ya superábamos los diez mil inoculados. Los protomédicos que habíamos adiestrado en este afán terminarían con la faena.
Aquella vez me fue difícil partir sin mirar atrás. Benito traía metido en su bolsa un arrugado dibujo a carboncillo de lo que convino llamar «el reflejo de un hogar». Dios sabe que si yo hubiese pensado en ello como un imposible se lo hubiese arrebatado para no alimentar falsas esperanzas, pero no era así porque en secreto ya había empezado con los trámites para convertir nuestra ilusión en realidad. Las primeras pesquisas en busca del dueño de esa casucha me llevaron nada menos que a nuestro amigo el obispo, ya que la casa pertenecía a la Iglesia, y este al saber de mi interés insistió en guardármela hasta mi regreso.
—Por el precio del alquiler ni os preocupéis. Será un honor para La Puebla contar con una feligresa como vos. Si regresáis os prometo además una plaza en el colegio de San Pantaleón para Benito.
No pude negarme a su ofrecimiento.
Antes de poner camino a Acapulco, decidimos visitar otras zonas del norte. De nuevo bifurcábamos la expedición. Gutiérrez cubriría un tramo hasta San Luis de Potosí y nosotros el otro.
En Querétaro, Guanajuato, León e Irapuato únicamente encontramos un puñado de niños huérfanos que podríamos llevar sin problema en nuestra travesía a Asia. En Aguascalientes, Zacatecas, Fresnillo, Sombrerete y Durango tan solo media docena más. Al menos fueron suficientes como para no vernos obligados a acampar con urgencia debido a la reincidencia de las fiebres del doctor Balmis.
Como en la ocasión anterior, no me separé de él ni un segundo. Le velé noche y día hasta que en su delirio y asido a mi mano con fuerza, dijo tres veces «te quiero».
Estaba segura de que aquellas palabras no iban dirigidas a mí, pero mis pensamientos no dejaban de darle vueltas y más vueltas. ¿Quién podría ser la destinataria del amor de aquel solitario hombre? Quizá la mujer de México, quizá cualquier otra que esperaba impaciente su regreso en España. Fuera quien fuese, sabía que nunca lo descubriría porque a pesar de que Balmis había cambiado mucho desde que llegamos a Nueva España, en ocasiones seguía siendo tremendamente introvertido y sus inusuales confidencias jamás mencionaron a una mujer.
Hasta que no llegamos a Durango, no se encontró lo bastante recuperado como para celebrar el descubrimiento de otro rebaño de vacas enfermas de Cowpox con linfa suficiente para vacunar a todos los hombres de las poblaciones circundantes. Fue precisamente un minero el que me facilitó la información, y es que allí era rara la familia que no se ganase la vida picando la piedra. Aquellas no fueron las únicas fuentes que descubrimos, porque al reunimos de nuevo con Gutiérrez supimos que al mando de la otra parte de la expedición también había dado con el preciado líquido animal en Valladolid.
Aquellas navidades nos sorprendieron entre los valles y las montañas de Querétaro. Habíamos parado allí para recoger a los niños que ya habíamos apalabrado previo pago de cien pesos locales y la promesa solemne de devolverlos cruzando desde Filipinas de vuelta por el Pacífico una vez nos hubiesen servido a la causa. Pero aun así nos faltaban más para completar holgadamente la cadena en la siguiente travesía, y al no habernos mandado el virrey aún un solo peso, nuestras arcas estaban agotadas. Si quería completar la lista tendría que recurrir al ingenio, pero cómo.
Aquel 24 de diciembre, día del nacimiento del Señor, como era costumbre terminada la misa del gallo sacaríamos a la Virgen con el Niño en procesión por todo el pueblo. Todos querían que los niños de nuestra expedición la escoltasen, y no pude negarme a ello. Solo eran once pero me propuse que lucieran como cien.
Para ello, lo primero que hice fue lidiar con los recién llegados para que se dejasen lavar, despiojar, peinar y vestir con los uniformes que Su Alteza la reina de España nos había regalado por la fidelidad y el sacrificio demostrado. Quisieron saber qué era lo que ponía en el bordado de su pechera y se lo leí a cambio de que se dejasen calzar.
—«Dedicado a María Luisa, reina de España y las Indias».
No lo entendieron muy bien pero les gustó porque sonaba a grandeza y como príncipes que eran debían llevar zapatos. Les gustó tanto el brillo del charol negro y la hebilla que los decoraba que no me costó convencerlos de que se calzasen por primera vez en sus vidas.
Cuando el sacerdote de San Felipe Neri los vio aparecer, quiso ponerlos al frente de la procesión. Al redoble de los primeros tambores los costaleros levantaron el paso, Benito alzó la Santa Cruz y el resto de mis pequeños encendieron los grandes cirios que entre sus manos sostenían. Desfilaban al paso de Benito y resplandecían como los soldados de salvación que iban a ser.
Fueron el punto de mira de todos, la envidia de los más y sobre todo la solución a mi principal problema, ya que a la mañana siguiente la Virgen nos lo agradeció proporcionándonos lo que más necesitábamos.
Una docena de matrimonios ambicionando esos mismos atavíos para sus hijos no dudaron en presentarse a nosotros. De repente, todos habían olvidado ese temor a que sus hijos cruzasen el océano Pacífico y lo único que les interesaba era que los uniformásemos lo antes posible para que sus vecinos los vieran antes de despedirse de ellos. Pensaban que sería muy fácil, pero solo tres de ellos resultaron cumplir con los requisitos debidos y el resto tuvieron que marcharse decepcionados.
A punto de partir hacia Acapulco, solo una intención cruzó por mi mente: una vez en puerto, terminar con los preparativos lo antes posible para zarpar sin más demora. Pero necesitábamos desesperadamente la ayuda de Iturrigaray y este aún no nos la había brindado.
Un correo acudió a nuestro encuentro y otra carta de Salvany vino a endulzar el amargor que tenía. Fue el mejor y más inesperado regalo de comienzo de año. Hacía más de seis meses que no sabía nada de él. Pero ¿qué eran seis meses? Nada. Él me había pedido que no contase los días, meses o años, y yo, como una amante fiel y paciente, procuraba cumplir sus deseos por mucho que me costase. Con tembloroso pulso, rompí el lacre y comencé a leer. No había fecha en ella. Para qué, si el tiempo a nosotros no nos importaba ni tenía la misma medida que para el resto de la humanidad.
Mi queridísima Isabel:
Te dejé en Cartagena de Indias y te recupero ahora. Solo en la palabra escrita, porque en la pronunciada cada noche de luna llena la paso susurrándote con la mirada clavada en ella. Al principio lo hacía con los dos ojos pero siento informarte de que hoy solamente puedo con el derecho ya que la enfermedad me arrancó de cuajo la visión del izquierdo en la Villa de Honda. La enfermedad llamó a la muerte, que no cesó de acecharme durante una semana, pero el recuerdo de tu sombra velando día y noche a los pies de mi algarilla consiguió ahuyentarla.
¿Recuerdas a nuestros pequeños gallegos construyendo con la imaginación el carro en el cielo? ¿Han conseguido ya localizar la Osa Mayor? ¿Y calcular las cinco veces su lado más ancho para llegar a la Polar? ¡Qué pregunta! Si conociéndolos ya habrá algún astrónomo en el grupo. Son tiempos felices que siempre acuden a mi mente. Dales recuerdos a todos de mi parte.
Un viso de lágrimas me nubló momentáneamente la vista impidiéndome continuar. ¿Cómo iba a decirle que ya no los tenía conmigo, que apenas sabía de ellos y que Balmis me había aconsejado olvidarlos para volcarme en sus sucesores? ¡Que los echaba de menos casi tanto como a él! Suspiré antes de continuar la carta.
Hoy te escribo desde Santa Fe, totalmente recuperado y con la satisfacción de haber reunido de nuevo a toda mi expedición. ¡Ya son más de cincuenta y seis mil los nombres apuntados en nuestro libro de vacunas! En todos lados nos reciben con cariño, festejos y corridas de toros.
Isabel, me gustaría decirte que muy pronto nos reuniremos, mas aún no puedo darte una fecha porque las noticias de nuestra llegada en este virreinato de Nueva Granada corren como la pólvora y ahora me llaman desde Quito para que acuda lo antes posible. Eso aún nos alejará más al uno del otro, pero tenemos que guardar la esperanza de que nuestra misión no sea eterna. Su fin llegará el día que consigamos salvaguardar a todos de la mortal viruela y, cuando eso ocurra, yo te iré a buscar allí donde estés.
Para llegar a Quito tendremos que atravesar las altas y frías montañas andinas. Dicen que son muy pocos los que lo logran sin lamentar bajas, pero eso ya sabes que no es algo que nos asuste. ¿Cómo temerlas después de haber recorrido medio mundo hasta aquí? Al otro lado, de nuevo dividiré la expedición con la sana intención de reunimos de nuevo en Lima. Esta vez será Lozano el que me acompañe, mientras Grajales y Bolaños seguirán la otra ruta hacia Panamá.
Ya he contratado a dos de los mejores guías. De que Dios nos acompañe se encargará fray Lorenzo Justiniano de los Desamparados. Te gustaría conocerlo, porque es él precisamente el que se ha comprometido a cumplir con las labores que tú hubieses hecho de estar aquí. Y el caso es que cuida de los niños casi con la misma devoción que tú.
Al haber cruzado la cordillera varias veces nos tiene a todos obnubilados con sus historias. Dice que hay senderos tan estrechos y escarpados que los caballos y mulos suelen despeñarse y solo podremos atravesarlos a lomos de nuestros fuertes porteadores. ¿Te imaginas? ¿Cómo nos sentiremos amarrados a unas ligeras sillas de mimbre que se atan a su espalda cual mochila? ¡Qué vértigo! Según él, esos hombres son los únicos capaces de soslayar sin tropezar cualquier escollo en el camino, y le creo.
No sé dónde estaréis ahora. Ni siquiera si recibirás esta carta, pero sueño a diario con que la has recibido y eso me da fuerzas para continuar.
Sigue a mi lado cada noche de luna llena, Isabel, y reza para que Dios nos brinde la oportunidad de volver a vernos alguna vez. Siempre tuyo,
José Salvany
Me alegró saber adonde se dirigía porque así podría remitirle mi contestación al hospital de Quito animándole a mantener nuestra correspondencia. Las siguientes cartas me las podría mandar al obispado de La Puebla porque allí era donde le esperaría cuando todo terminase.
Como la vez anterior, junto a mi carta había llegado otra. Era para Balmis. Este, al ver cómo guardaba la mía, no hizo ni el más leve comentario. Tampoco me preguntó qué era lo que sabía del que durante tanto tiempo había sido su segundo. Se limitó a encerrarse en sí mismo, para apenas dirigirme la palabra durante dos días enteros. Balmis tampoco me hizo partícipe de lo que José le contaba, pero sabía que fuera lo que fuese, solo haría referencia a los fríos aspectos profesionales. Probablemente, ni siquiera le hubiese hablado de su mermado estado de salud, de su ceguera o de sus fiebres.
En Acapulco nos esperaba un mensajero del virrey que a falta de una carta de su puño y letra nos recitó de memoria con voz chillona y desagradable la contestación de Iturrigaray a nuestras súplicas. Sin duda no quería que quedase constancia escrita de ello, no fuésemos a replicarle. Esta vez tenía una buena excusa para ampararse en un monólogo de recochineo.
—Ante vuestra insistencia, doctor Balmis, solo os diré que llevo meses intentando daros lo que solicitáis. De hecho hace una semana que ya lo tenía presupuestado pero siento deciros que ha ocurrido algo que da al traste con todo porque el Consejo de Indias me ordena dar preferencia para embarcar a un contingente de soldados que tiene que partir hacia Filipinas.
»Eso, sin tener en cuenta a todos los dominicos, carmelitas y agustinos que desde hace meses esperan en los muelles de Acapulco la ocasión para poner rumbo a sus misiones en Manila. Pero, como habréis oído, son muy pocos los barcos que aceptan pasajeros hacia Oriente.
Hizo una pausa el infeliz antes de seguir declamando.
—Por eso y por la dificultad que entraña, os aconsejo que seáis vos quien directamente gestione el flete, y cuando lo consigáis hacédmelo saber para procuraros todo lo que necesitéis, siempre y cuando antes me demostréis que este viaje no será del todo inútil al haber llegado la dichosa vacuna antes que vos.
El mensajero sonrió satisfecho de no haberse trabucado.
—Eso es todo. ¿Tenéis respuesta, señor?
¡Encima con condiciones! Balmis, dando un taconazo, le contestó:
—Que la vacuna es necesaria por el mero hecho de estar ordenada por el rey de España y que por el flete no se preocupe porque en una semana lo tendremos todo dispuesto.
Como un loro alzando la vista repitió sus palabras, montó en su caballo y desapareció susurrando una y otra vez el mensaje.
Nada más despedirle y dado que nadie nos esperaba, buscamos una posada barata donde aposentarnos. Después nos dividiríamos el trabajo. Balmis saldría a tantear a unos y a otros hasta dar con un capitán dispuesto a llevarnos a Manila a un buen precio, mientras los demás buscaríamos a alguien que certificase lo que el virrey quería.
El doctor fue el primero en conseguir su propósito. El carguero San Francisco de Magallanes zarparía en quince días con parte del contingente militar del que nos había hablado el virrey, parte de los misioneros y nosotros. Nada más saberlo me acerqué a verlo.
¡Qué ruina comparado con el María Pita! Aquel barco no solo carecía de todo tipo de comodidades, además tendríamos que compartir con el resto de los pasajeros dos sollados inmundos. Si había sido difícil la travesía desde España con tres grupos tan dispares como el de la tripulación, los médicos y enfermeros y los niños, ahora se le añadía la obligación de convivir con soldados y miembros de la Iglesia. Demasiado diferentes todos, pero dado que no había mucho más donde elegir, habríamos de conformarnos.
Ya solo nos faltaba encontrar a alguien que acabase de llegar de Filipinas dispuesto a testificar a nuestro favor para que el virrey lo costease. Aquella noche, después de acostar a los pequeños bajé a la botillería a tomarme un buen tazón de chocolate. Podía permitírmelo ya que la moral de la viuda que la regentaba se hacía evidente en la placa que había colgado en su puerta. «Bienvenida toda alma que se pretenda emborrachar siempre que no pretenda holgar o pelear». Una curiosa prohibición dada la dificultad que muchos hombres tienen de contener sus impulsos cuando están ebrios. Esa noche, la casualidad quiso sentar en la mesa de al lado al capitán de La Concepción, el último barco que había fondeado en la bahía de Acapulco.
Bastante alegre y dicharachero, comenzó a contar a sus compañeros lo peligrosa que era la travesía hacia Asia y cómo habían tenido que esquivar a los piratas que infestaban la ruta. No importaba que fueran holandeses, chinos, portugueses o ingleses porque todos eran igual de sanguinarios a la hora de hacerse con la carga. Pero todo compensaba cuando al fin podían llegar a disfrutar de las maravillas de aquel continente, de sus frutos, de sus riquezas y sobre todo de la belleza exótica de sus mujeres.
Apenas descansaba su verborrea para coger aire y dar un sorbo a su jarro. Hablaba como si llevara siglos sin comunicarse con nadie y muchos de los de esa mesa, cansados de su monólogo ebrio, comenzaron a levantarse. Los imité convencida de que ya nada nuevo captaría mi atención cuando dijo algo que me detuvo de inmediato.
—Sí, señores, y es que a todos los peligros del lejano Oriente ahora se les suma el de una epidemia de viruela que los asola sin piedad. ¡Figuraos si la temo, que en mi último viaje preferí perder los cuartos evitando algunos de los principales puertos de Filipinas antes de ver a todos mis hombres presos de la muerte!
Sin temer ser malinterpretada en aquel tugurio, me acerqué a él.
—¿Estaríais dispuesto a firmarme una carta donde expliquéis lo que me acabáis de contar?
Con un ojo a medio cerrar y la lengua pegada al paladar me agarró de la cintura sonriendo.
—Si tú la escribes, preciosa, yo hago todo lo que me pidas.
Zafándome de su manaza corrí escaleras arriba al cuarto. Saqué pluma y tintero y escribí precipitadamente unas líneas.
Yo, Pedro Gómez, capitán del barco La Concepción, atestiguo y afirmo que en mi último viaje a Filipinas he sabido de una feroz epidemia de viruela que los está matando a miles, sin saber nadie cómo detener el contagio.
23 de enero de 1805, en el puerto de Acapulco
Eché polvos secantes, soplé sobre la carta y volé escaleras abajo temiendo que se hubiese ido o perdido totalmente el conocimiento. Allí inclinado sobre la mesa acariciaba el jarro a punto de dormirse. Tenía que espabilarle como fuese y, dada la premura, no se me ocurrió mejor método que besarle en la mejilla por mucha repugnancia que me causase. Con un solo ojo abierto se enderezó para agarrarse directamente a mis nalgas. En ese momento debí de parecer una cualquiera, aunque el fin justificaba los medios. Mirando a un lado y al otro temí que alguien de la expedición me viese en esa lamentable situación, pero estábamos solos. Le quité la mano derecha de mis posaderas para poner en ella la pluma ya mojada en tinta.
—Antes debéis firmar este documento.
A regañadientes firmó para a continuación saltar sobre mí dispuesto a liberar toda la lascivia acumulada durante la larga travesía. Al esquivarle resbaló bajó la mesa para no levantarse más. Subía precipitadamente las escaleras hacia nuestra habitación cuando sus ronquidos comenzaron a sonar.
A la mañana siguiente, cuando entregué a Balmis aquella escueta carta se empeñó en buscar al capitán para darle las gracias. Lo evité asegurándole que ya había partido con la esperanza de que no buscase su barco en la bahía o me cruzase con él de nuevo. Lo hice, pero el capitán de La Concepción ni siquiera me reconoció y su barco pasó desapercibido.
Una semana después el virrey, incapaz de poner otra excusa más, nos mandó por fin un arca con dinero para sufragar los gastos y una carta. Tacaño hasta el final, solo nos costeaba el barco de ida porque según su criterio al igual que dejamos a los gallegos en México, tendríamos que dejar a los veintiséis mexicanos que llevábamos allá donde fuésemos y el gobernador de allí costearnos el regreso a España por el otro lado del mundo.
Al saberlo, me eché las manos a la cabeza. Eso, además de traicionar el juramento que había hecho a sus padres de devolverlos lo antes posible, truncaba mi plan de regresar a La Puebla con Benito.
Balmis, consciente de mi preocupación, esperó a que todo estuviese en calma para venir a apaciguarme. Apoyada en la tapa de la regala me despedía de México sin saber si nunca más tendría la posibilidad de regresar.
—En peores nos hemos visto, Isabel. Ya veré cómo lo hacemos pero os juro que no tendréis que faltar a vuestra palabra porque regresaréis con todos los niños. Si no encuentro quién lo financié, yo mismo lo pagaré.
Un incontrolado sentimiento de gratitud me impulsó a abrazarlo. Cuando quise rectificar guardando la distancia debida, noté cómo era él quien me atraía hacia sí. Sin mediar palabra me alejé avergonzada mientras Acapulco desaparecía en el horizonte.