7. La soledad del mando
A Balmis respetad. ¡Oh, heroico pecho,
que en tan bello afanar tu aliento empleas!
MANUEL JOSÉ QUINTANA,
A la expedición española para propagar la vacuna
en América bajo la dirección de don Francisco Balmis
Según las fichas de embarque que había rellenado, al día siguiente el doctor Balmis cumpliría cincuenta años y pensé en sorprenderle regalándole una tarta. En un principio al cocinero no le hizo mucha gracia que una mujer metiese las zarpas en su hornillo, pero la machacona insistencia de los pequeños ilusionados por el festín acabaría derrotándole.
A escondidas, aprovechamos la noche para no ser descubiertos. En silencio, todos me ayudaron a mezclar la harina con la manteca, a aplanar la masa con una botella y a rellenarla de membrillo y miel. El resultado artístico fue obra de su creatividad infantil al modelar el pastel con forma de un barco con todo lujo de detalles. Su mástil, su vela y hasta su nombre eran la viva réplica de la María Pita.
Madrugamos todos para esperar en cubierta al jefe de nuestra expedición. Los rostros de los veintidós pequeños rezumaban alegría y es que por primera vez en sus vidas en vez de recibir entregaban, y el hecho de que el obsequio estuviese confeccionado por sus propias manos aún los enorgullecía más.
Salvany fue el encargado de ir a avisarle. Debía sacarle con cualquier excusa de su camareta sin felicitarle siquiera, no fuese a fastidiar la sorpresa. Benito, pegado al tambucho, escuchaba con sigilo. Los demás, formados y uniformados de gala, esperaban impacientes la aparición del hombre que los había sacado de la inclusa para hacerles héroes en el transcurso de un viaje que jamás soñaron. Los dos más pequeños a la cabeza de la formación sujetaban el pastel. Estaban tan nerviosos que temí por la integridad del dulce. La expectación evitaba sus parpadeos. De repente Benito pegó un brinco y el paso firme de las botas de Balmis se escuchó en los últimos peldaños.
Sin darle tiempo a decir nada, le tendieron el pastel. Confuso y poco habituado a recibir la más mínima muestra de cariño, el doctor lo tomó sin saber muy bien cómo actuar. Fue el momento en que los pequeños dieron la entrada de una canción a los demás. Era el minueto de Boccherini al que los tunos de la Universidad de Santiago le habían puesto letra para cantar las noches de ronda por las tabernas de la ciudad compostelana y que muchos conocían porque felicitaba a los comensales.
La primera estrofa sonó a música celestial manando de las gargantas de mis ángeles; la segunda, grave como una gran tempestad de voz marinera; y el estribillo, como el certero dardo que fue a dar de lleno en el corazón de nuestro homenajeado. Balmis, allí de pie con el pastel entre las manos, hizo verdaderos esfuerzos para contener su emoción mientras duró la canción. Al terminar no supo sino dedicarme una mirada fugaz. Acudí presta a su demanda.
—Señor, ¿qué os parece si lo repartimos?
La cara de los pequeños se iluminó. Él, aún envarado, solo pudo mirar sobre las cabezas de la multitud que tenía frente a sí para hacer un recuento rápido. Después miró de nuevo al manjar. Me adelanté a su seguro e inapropiado comentario.
—Ya sé que apenas toca a una migaja por cabeza, que no podemos mediar el milagro de los panes y los peces, pero dejadme a mí racionarlo que de eso sé mucho. Por poco que sea todos lo agradeceremos.
Su aturullamiento se percibió en su única palabra.
—Sea.
Resuelta, me senté en la silla que utilizaban los que andaban de guardia, posé sobre mi delantal el pastel y saqué la pequeña navaja que siempre llevaba en el bolsillo ya fuese para cortar una cinta, la carne en salmuera o rasurar las cabezas de los pequeños. Frente a mí no tardó en formarse una cola y poco a poco con la mano fui dando un pequeño cachito a cada uno de los que acudieron. Los niños más que morderlo lo roían para prolongar su sabor. El mascarón de proa hecho de hojaldre se lo reservé al capitán Pedro del Barco, y el nombre moldeado por los pequeños dedos de los niños al mismo Balmis. A mí no me tocó nada, pero no me importó porque mi paladar se endulzó como si hubiese engullido el pedazo más grande.
José Salvany quiso prolongar el festejo tocando con la mandolina la misma melodía. Al oírle, todos comenzaron a bailar. El pequeño Benito vino de inmediato a levantarme de la silla. Terminado el reparto guardé la navaja y salí a saltar con él. En una de esas vueltas mi mirada se quedó clavada en el doctor Balmis porque era el único que no bailaba. Ni siquiera tenía a nadie alrededor. Pensé en cómo interrumpir el baile para acudir en su auxilio, pero aquel hombre insociable no me dio tiempo porque aprovechando el jolgorio ya bajaba las escaleras rumbo a su camareta. Me dio verdadera pena no haberle detenido pero tampoco iba a dejar que sus maneras introvertidas amargasen el precioso momento a los demás.
No le volvimos a ver hasta el atardecer, hora en que solía supervisar el estado de los dos pequeños portadores de la vacuna. Pintaba un hombre solitario cuando le conocí, mas nunca pensé que fuese a ser tan celoso de su intimidad. Quizá tanta intromisión le abrumó, no lo sé, lo cierto es que con tanto celo se perdía lo mejor de la vida, pero eso era algo que nadie excepto él podría remediar.
Pasaron un par de días cuando el mar comenzó a encresparse. Ya hacía horas que los marineros se habían encomendado a la Galeona[3] para que la travesía por el cabo de San Vicente fuese tranquila; y por el estado de la mar debieron de hacerlo con fervor, ya que a excepción de unos borreguillos coronando las olas y un balanceo un poco más acusado, nada nos importunó.
Aproveché que el cielo lucía despejado para sentarme sobre la teca de la cubierta a la sombra del trapo a zurcir algunos de los calzones de los niños. La madera del suelo absorbía todo el calor del sol y su tacto era sumamente placentero.
Andaba ensimismada en esa nueva sensación cuando el silbato del contramaestre me alertó. Si algo había aprendido durante los escasos días de travesía era a distinguir un tono de otro. Aquel, si no me equivocaba, ordenaba maniobra general para virar. Eso significaba que en menos de un minuto debía tener controlados a todos los niños. Cogí el bastidor y el cesto de costura y me puse de pie. Al hacerlo sentí cómo el pequeño Benito me tiraba una y otra vez del mandil insistentemente. Incapaz de ignorar su demanda, me agaché a preguntarle qué le ocurría. No le hizo falta articular palabra porque el tono de sus mejillas —amarillento como el del trapo de las velas— hablaba por sí mismo. Un sudor frío se reflejaba en su frente y tenía la mano posada en el estómago. Al abrirle los párpados para observar sus pupilas, no pudo contener una arcada huérfana de líquido hediendo. En un instante intuí que la segunda no tardaría en aparecer. Con agilidad lo tomé por la cintura para asomarle a la borda. Como era de esperar, regurgitó como un descosido.
No podía soltarle a pesar de la angustia que me provocaba que cualquiera de sus compañeros pudiese entorpecer el trabajo de los marineros que tras de mí y a toque de silbato corrían de un lado a otro de la goleta completando la maniobra. Sabía que si alguno topaba en medio de su faena con un pequeño, no dudaría en patearlo para apartarlo sin contemplaciones, al menos así me lo habían indicado después de varios desencuentros. Pero por mucho que lo lamentase, Benito me necesitaba más. Sentía cómo su estómago se apretaba espasmódicamente bajo mis manos obcecado en escupir todo su contenido y no podía hacer otra cosa que sujetarle el flequillo para que no se lo salpicase. Alzando los ojos al cielo, le rogué a Dios que no fuese una disentería. Cuando terminó, el rubor de sus mejillas regresó, el sudor de su frente se fue secando con la brisa y el ritmo de su corazón fue acompasándose. Solo entonces permití a mis temores disiparse. Lo único que a primera vista tenía era un mareo monumental.
Al darme la vuelta para ir en busca de un poco de agua, topé con el grumete Juanillo que me traía a otros tres niños buscando el mismo remedio a su malestar.
Mientras Benito se hacía un ovillo entre los cabos para dormirse después del esfuerzo, el joven tripulante me ayudó a repetir faena con los demás. Una vez se hubieron calmado, quise darles de beber. Fue entonces cuando la grave voz del capitán me sorprendió.
—Menos mal que se encontraban a sotavento.
Escupió hacia fuera mirando el gargajo.
Sin intuir ni siquiera que trataba de aleccionarme proseguí dando de beber a los pequeños. Me interrumpió de nuevo.
—Si no queréis encontraros en la misma tesitura de aquí a media hora, os aconsejo que no les deis más agua. Así solo lograréis que sus estómagos se revuelvan de nuevo.
Su gran mano me tendía una manzana y de nuevo mi expresión de extrañeza le arrancó una carcajada.
—No me miréis con esa cara de besugo y obligadlos a comer sólido aunque se nieguen.
Sin musitar palabra la tomé para ponérsela en la boca a Benito, pero este tragó saliva y apartó el rostro asqueado. El capitán Pedro del Barco rio de nuevo y se fue dejando una cuba con trapos a su grumete. No hizo falta que le dijese nada porque Juanillo inmediatamente se puso de rodillas a limpiar los restos del viscoso fluido que habían quedado adheridos a la cubierta.
—Hacedle caso, doña Isabel, porque raras veces se equivoca —me aconsejó con un poco más de delicadeza que su superior—. Con este vaivén, las olas de la mar se dibujan en nuestras entrañas y eso es lo que provoca el malestar.
Me sinceré mirando aún las espaldas del capitán.
—Es tan rudo… En estos casos yo siempre les doy agua para que no se deshidraten.
El grumete acarició la cabeza de uno de los pequeños.
—Hay muchos remedios en tierra que aquí no sirven y este es uno de ellos. Solo obligadlos a comer manzanas hasta que se encuentren mejor y ya veréis cómo pronto sus estómagos encuentran sosiego.
Después de limpiarlo todo, se levantó dispuesto a seguir con sus faenas.
—¿Qué es sotavento? —le pregunté.
Casi pude oír su suspiro antes de contestarme.
—Hacia donde va el viento. Es útil saberlo para arrojar lo que sea por la borda sin temor a que regrese.
Tenía tanto que aprender y me daba tanta vergüenza demostrar mi ignorancia que siempre agradecía sus sencillas explicaciones. Aquel muchacho era tan diferente al resto de la marinería… Era sensible, cariñoso con los niños, y en vez de tratarnos como a polizontes incómodos no perdía una oportunidad para brindarnos su ayuda. No había que ser demasiado observadora para darse cuenta de que siempre caminaba solo por cubierta porque todos le rehuían. Para ganárselos intentaba ser más tosco, pero ni los lapos, los desgarbados andares, los tacos o los golpes le salían naturalmente.
Poco a poco el constante roce con el grumete me hizo olvidar la delicadeza de su constitución. Sin buscarlo llegamos a una rara camaradería, ya que a él le gustaba estar a mi lado y a los niños junto a él. Y es que Juan era un ser extraño que sin proponérselo alteraba de un modo u otro a todos los de su entorno. El capitán era uno de los más inconstantes hacia él y es que igual que le daba hoy una de cal, mañana le despertaba con otra de arena. La de arena se agradecía, pero en la de cal solía rozar la vejación porque acostumbraba ensañarse con el joven delante de sus compañeros aliñando su desagradable reprimenda con los vítores de estos.
Según el plan de derrota[4] faltaban dos días para llegar a Canarias cuando otro problema más vino a quitarnos el sueño. Ahora casi todos estaban mareados y conforme evolucionaban las pústulas de los dos custodios, al día siguiente tendríamos que proceder a sacar la linfa de sus granos antes de que supurase por sí misma. Era algo inevitable, ya que ni el tiempo se podía parar ni la enfermedad alargarse.
Balmis me solicitó que para entonces tuviese dispuestos a los seleccionados advirtiéndome que deberían ser los más sanos. ¡Así, sin más! ¿Es que el jefe de nuestra expedición no navegaba en el mismo barco como para saber en qué circunstancias nos hallábamos? Aquel hombre andaba tan absorto en su propio afán que se olvidaba de lo más importante. ¿A cuál íbamos a elegir si prácticamente todos continuaban mareados como atunes?
Aquella noche me quedé dormida por un instante. Al recuperar plenamente la conciencia me di cuenta de que el panorama seguía siendo desolador en nuestro sollado. No sabía cuánto tiempo había dormido pero no debía de haber sido mucho, dado que nada había cambiado desde que mis párpados fueron vencidos por el sueño. Salvany me había sustituido en el agotamiento y ahora era él quien corría de un coy a otro portando un cubo entre las manos cada vez que oía una arcada. La cara de nuestro segundo médico tampoco resultaba muy halagüeña. Si era verdad que la brisa marina había borrado de sus mejillas aquel tono macilento que portaba al embarcar, ahora también lo era que el moreno de sus mejillas había desaparecido.
Despacio, me acerqué a ayudarle.
—Doctor Salvany, deberíais descansar para ayudar al doctor Balmis mañana en la vacunación.
Repentinamente y como si lo hubiese olvidado, abrió los ojos.
—¿Mañana?
Me corregí a mí misma al comprobar cómo el rojo tono del amanecer se filtraba por los ojos de buey. Sin duda con el trajín los dos habíamos perdido la noción del tiempo.
—Para ser exactos, debería decir «hoy», ya que el color del orto nos acosa.
Sacudiendo la cabeza como sin terminar de creerme, se acercó a los coys de la esquina donde los infectados yacían separados por una cortina para que los demás no sufriesen un contagio incontrolado. Tomó el brazo del más pequeño poniéndose las gafas que pendían de la cadena de su casaca y se inclinó hasta casi pegar la nariz a su piel. Frunciendo el ceño negó con la cabeza, disconforme.
—Cómo ha pasado el tiempo. Los primeros días se me hicieron eternos y sin embargo ahora parecen volar.
La voz del joven grumete nos interrumpió.
—Ya os dije que sería así.
—Es cierto —musitó Salvany—, pero siempre pensé que aquello no eran más que palabras de consuelo para combatir las eternas horas de tedio.
Aún incrédulo concentró la atención de nuevo en el pequeño custodio para verificar que lo ya comprobado no era una pesadilla, y un viso de espanto se dibujó en su rostro antes de mirarme a los ojos.
—Isabel, decidme. ¿Quién creéis que podrá ser el siguiente? Llevan casi dos días sin probar bocado y están tan débiles que el riesgo de que contraigan alguna otra enfermedad al ser vacunados se multiplica.
Salvany no me revelaba nada nuevo. Me hubiese gustado ayudarle en esa difícil elección, pero estaba cansada, demasiado cansada como para cargar con la responsabilidad de una elección equivocada. Si hacemos dueño del preservativo a un niño que a posteriori pudiese morir, solo nos quedaría un portador viable y el peligro de fracasar en nuestra misión se multiplicaría por dos. No, definitivamente no iba a ser yo la que eligiera al siguiente ángel para vacunar.
—Vos sois el médico, yo solo estoy aquí para velar por la alegría y el buen cuidado de estos niños.
Mascullando entre dientes, tapó el cubo que tenía en las manos con un trapo mugriento. Se lo tendió al grumete para que se lo llevase y suspiró paseando entre las hamacas sin saber en cuál detenerse. Su consternación me produjo tanta lástima que fui incapaz de mantenerme al margen. Tomando aire, procuré adoptar un tono lo más animoso posible.
—¡Venga, José! No dejaremos que esta nimiedad nos derrote. Ayudadme a sacarlos a cubierta. Creo que el olor de esta estancia y el agobio de la estrechez en este hacinamiento han conseguido embotarnos las ideas. ¡Observad!
Con decisión señalé al bulto que se formaba en los coys donde aproximadamente posaban los pequeños sus traseros y le guiñé un ojo antes de alzar la voz aún más para que todos me oyesen. Sin comprender nada Salvany se encogió de hombros. Me desesperé ante su atontamiento.
—¡El balanceo ha cesado! ¡La mar debe de haberse calmado y con ella el cielo se habrá despejado! Saquémoslos afuera. Tumbémoslos en cubierta. ¡Quién sabe! ¡Si dentro de un rato se encuentran mejor, quizá le pida permiso al capitán para que les deje subir al primer tramo de la cofa!
Como pretendía con la pantomima, la sola posibilidad de aquella aventura hizo que muchos comenzasen a moverse mucho más animados. Las primeras manos en aparecer de entre esas crisálidas de trapo fueron las de Benito, que con tímida fuerza empujaron hacia abajo la lona para asomarse. Su expresiva mirada aguardaba expectante la aceptación de Salvany.
No había acabado de asentir cuando a varios ya les colgaban las piernas dispuestos a saltar para salir por su propio pie. Salvany sonrió posándome la mano sobre el hombro. No era cierto que el balanceo hubiese cesado del todo pero, como yo esperaba, a muchos mis palabras les habían hecho olvidar su mareo.
—Como veréis, doctor, en algunas ocasiones la sola ilusión puede curar. Os aseguro que en media hora podréis elegir de entre varios a los candidatos.
Atrayéndome hacia sí en un amago de abrazo, me zarandeó.
—Isabel, sois única. Vuestros métodos serían tachados de dudosos en cualquier manuscrito de medicina, pero he de reconocer que son indudablemente efectivos.
Hizo un silencio con sus ojos clavados en los míos. Estaba tan cerca que sentí el calor de su respiración en mi cuello. Separándome despacio de él para no parecer desagradable, procuré que el acelerado latir de mi corazón no se reflejase en mi voz.
—No, doctor. Creo que no son mis métodos sino la manera de aplicarlos. Todo es contagioso en la vida: la enfermedad, la tristeza y la alegría. Por eso debemos huir despavoridos de todo mal para atraer el sosiego.
Salí dejando bajo su supervisión tan solo los dos niños vacuníferos. Ya afuera, los demás se tumbaron al raso. Envueltos en mantas para preservarlos de la humedad, contamos estrellas que aún no habían desaparecido. Juanillo les enseñó a distinguir en pleno firmamento el lucero del alba. No se durmieron hasta que esta estrella fue la única visible en el rojizo amanecer.
El templado clima hizo que muchos de los pequeños prescindieran de las mantas que hasta hacía unos días les sirvieron de abrigo. Como su ángel guardián, me dormí junto a ellos, hasta que el sol, ya en el cénit del horizonte, fue despabilándome poco a poco. Consciente de ello, dejé que su caricia me tostase ligeramente las mejillas mientras mis perezosos párpados aún cerrados se deleitaban tamizando su claridad. Incluso el tintineo de los grilletes golpeando contra los mástiles parecía tañer una serenata tardía acunándonos en el perdido regazo de la mar. No abrí los ojos hasta que una sombra se interpuso entre mi paz y su dueño.
La mirada de reprobación de Balmis me empujó a levantarme de un salto.
—¿Ya es la hora?
Balmis me ignoró por completo para seguir con la mirada anclada en los cabos adujados que me habían servido de almohada. Tragué saliva al comprobar que allí mismo, a mi lado, mi acompañante más cercano en el dormitar no era un niño sino un hombre al que su jefe inmediato despertó de un ligero puntapié.
Como yo, Salvany pegó un brinco antes de calzarse las gafas sobre el tabique de la nariz. No quise ni imaginarme la escena que hacía un segundo debíamos de formar los dos juntos, el uno pegado al otro y rodeados de niños. Pero… ¿cómo había llegado a mi lado? Solo recordaba haber estado mirando estrellas hasta su desaparecer en la claridad del día.
Volviendo sobre sus pasos, Balmis se dirigió hacia la enfermería.
—Salvany, ya lo tengo todo dispuesto. Ahora solo me falta que vos y doña Isabel traigáis a los niños. Espero que hayamos terminado antes de arribar a puerto.
Incapaces de musitar una palabra, nos sentimos avergonzados y divertidos a la vez ante la comprometida situación. De inmediato nos dispusimos a acatar las órdenes. A nuestro lado, los niños abrazados entre sí parecían un amasijo de piernas, brazos y diminutas cabezas retozantes. Viéndolos arropados por la placidez más absoluta, nadie hubiese dicho que tan solo unas horas antes fuesen como volcanes arrojando toda su erupción. Volcanes como el Teide, que ya a lo lejos se divisaba en el horizonte coronando la isla de Tenerife.
Ante las prisas, intenté recuperar la compostura.
—José, ¿habéis pensado ya en quiénes serán los siguientes? Decídmelo para no despertarlos con demasiada brusquedad.
Aún parecía dubitativo.
—Unas veces José, otras Salvany, las más doctor. A ver si os aclaráis, doña Isabel, y me llamáis siempre del mismo modo. Así al menos sabré a qué atenerme.
Aquella confianza me obligó a tragar saliva y evité una respuesta insistiendo en nuestro cometido.
—¿Qué os parecen esos dos? —los señalé convencida—. El primero es el hijo de un pescador ahogado, que por afinidad con su difunto progenitor apenas se sintió indispuesto. El otro es uno de los que trajimos de una de las aldeas cercanas a Santiago. Es fuerte y aunque se ha mareado, está rollizo. No creo que le haya afectado el perder algún gramo de peso en los días pasados.
Agachándose, se dispuso a darles unas palmaditas en la cara para despertarlos. Yo les tomé de las manos y los llevé a popa para frotarlos bien con agua y jabón antes de conducirlos a la enfermería.
Mientras, Salvany fue a recoger a los vacuníferos. Atrás quedó mi pequeño Benito junto al resto de sus compañeros de aventura durmiendo apaciblemente. Así esperaba que se mantuviesen hasta la hora del almuerzo. Suspiré aliviada porque aquella vez había sido fácil esconder a Benito para que no entrase en la terna. Así, al no haber sido aún útil a la causa, seguiría siendo necesario para la empresa y nadie pensaría en deshacerse de él para que cediese su lugar a otro futuro portador.
Pensé en varias ocasiones en hablar con Balmis del influjo que aquel niño en especial ejercía en mí, pero el carácter cada vez más hosco del jefe de la expedición y mi temor ante aquel nuevo sentimiento que atentaba contra mi determinación de no vincularme a ningún pequeño en especial eran dos razones lo suficientemente poderosas como para postergar aquella confidencia.
La palabra «adopción» susurraba en mis pensamientos cada vez más alto a pesar del temor que me producía. No era extraño, ya que hacía días que las pesadillas me asaltaban pensando en su despedida. Al despertar siempre me repetía: ¡Isabel, no tienes preferidos! ¡Isabel, ninguno es mejor que otro!