6.
BORCEGUÍES, BABUCHAS
Y ESCARPINES (1285)

«Nunca te metas do hayas malandanza
Aunque tu amigo te haga aseguranza».

INFANTE DON JUAN MANUEL.
El conde Lucanor

Sobre el embarcadero del puerto hispalense, aguardábamos que nuestro barco zarpase rumbo a Sanlúcar de Barrameda para reunirnos con el rey de los benimerines, acordar la paz definitiva y abastecer las plazas que andaban más necesitadas, como Jerez y Medina Sidonia. El Guadalquivir sería el camino menos arriesgado, ya que se hacía difícil urdir una emboscada en el río.

Desde la borda, Sevilla se veía diferente. Las torres del Oro difuminaban con su fulgor el laborioso hacer de todos los estibadores del puerto. Apoyada sobre la barandilla, observaba extasiada el dinamismo, como un niño examina un hormiguero al descubrirlo. Pensativa, acariciaba la cabeza de mi pequeño azor que, posado en mi muñeca, esperaba a que cargasen su jaula. Los perros alanos de Sancho ladraban desesperados tras los caballos que, temerosos de lo desconocido, relinchaban luchando por deshacerse de sus riendas antes de cruzar el puente del barco. En pos de las bestias, aguardaban los penados galeotes que, en fila de a dos, se sostenían famélicos y débiles apoyándose los unos en los otros. El sonido del rebenque sobre el suelo les obligó a obedecer, temerosos de otro latigazo sobre sus ya muy fustigadas espaldas. En los ojos de los lazrados se adivinaba el mismo deseo que en los de los animales. La libertad.

Andaba ensimismada con los acontecimientos, cuando me sorprendió el abrazo inesperado de Sancho. Asiéndome desde atrás por la cintura, me susurró cariñosamente en el oído:

—¿Qué hace mi reina tan pensativa?

Sonreí soltándole un poco los brazos porque mi vientre ya andaba abultado y él no calculaba su fuerza. Al ver de perfil mi incómoda mueca me soltó del todo y acarició el voluminoso contorno de mis entrañas.

—Lo siento, María, es que a veces me es difícil no apretarte contra mí. Se me olvida tu estado. No sería de buen rey aplastar a su sucesor antes ni siquiera de nacer.

Suspiré.

—Dios quiera que sea varón.

Me tapó con delicadeza la boca.

—Shuuu. No deis tres cuartos al pregonero que mentando muchas veces sucede lo que no se quiere. Será niño y no hay más que hablar. Mirad a todos. Saben que pronto nacerá mi sucesor y se afanan por obtener el sosiego antes de jurarlo como tal.

Miré de nuevo al puerto.

—¿De veras pensáis que conseguiremos la paz después de haber pactado con el rey de Aragón en contra del de Francia y el papa?

No me contestó.

—Sabéis como yo que Pedro de Aragón es el único celador de los infantes de la Cerda. Corre el rumor de que no anda bien de salud y no sería extraño que muriese pronto. Cuando esto acontezca, ¿querrá Jaime, su sucesor, seguir su política?

—Sé que ahora os disponéis a calmar los ánimos del rey de Marruecos firmando la paz con los benimerines y eso os honra, Sancho, ya que, por primera vez desde hace tiempo, actuáis en contra de los consejos de Haro y del infante don Juan. Sé que ellos preferirían unirse al moro de Granada en contra del de Marruecos. Pero decidme, ¿cómo decidís con quién aliaros?, ¿estáis bien seguro de lo que hacéis?, ¿queréis que este niño nazca tan ilegítimo como Isabel?

Sancho se alteró.

—¡Vengo a haceros carantoñas y así me correspondéis! No sé a qué viene esto ahora. Creo sinceramente que recalentáis vuestra sesera sin motivo ni razón. Bien sabéis que me es difícil decidir como para que me inculquéis más dudas al respecto. Además, ¿no me prometisteis no hablar del tema?

Se encogió de hombros.

—Es igual. A veces olvido que sois mujer y como tal no os dais por vencida fácilmente. Insistís sin piedad en vuestros propósitos.

Sin añadir nada más, se fue farfullando hacia la popa a supervisar las operaciones de avituallamiento. No me importó, ya que mi intención se cumplió. Acababa de sembrar sutilmente la semilla de la duda en su dura mollera. De nuevo quedé sola observando cómo hombres y bestias eran arrastrados por sus propios designios. ¿Sería yo víctima de una excomunión permanente?

Permanecí absorta en mis pensamientos hasta que los marineros de aquella galera genovesa soltaron amarras. De las atarazanas salieron otras cuantas naves, que nos siguieron cual poderoso séquito de la armada castellana.

El trapo de las velas que izaron quedó iluminado por las llamas amarillentas de sus tocayas. Flamearon tímidas tanto las de sebo como las de lienzo. Éstas no quisieron henchirse como era menester. Tanta era la calma de la noche que el viento se hizo brisa y su impulso se hizo nada. La majestuosa velada parecía querer detener el tiempo. Sonó entonces el ritmo del tambor y de inmediato el chapoteo de los remos, que borró el reflejo de la luna llena sobre el agua. Los sueños volaron para atraernos a la realidad.

Al pie del palo mayor, el abad de Valladolid, don Gome García de Toledo, desplegaba el altar de campaña dispuesto a decir una misa árida.

—Hacéis bien en no consagrar y dar la comunión, no vaya alguno a marearse.

El abad me sonrió y mientras sacaba de un pequeño cofre todo lo necesario me contestó:

—Sólo pido a Dios que no permita que ninguna de las naves se quede trabada con las áncoras, como aconteció la última vez. Tiemblo al imaginar al enemigo resurgiendo de entre los juncos de la orilla.

Los dos quedamos mirando a la oscuridad de ambas bandas y sentimos un escalofrío.

—Don Gome, en estos tiempos es mejor ser cauteloso pero os pido que no alarméis a los demás. Confiad en nuestros pilotos, que son duchos en estos menesteres.

Asintió y yo me dispuse a buscar un manto para salvaguardarme del relente antes del inicio de la misa.

Por fin había llegado el día de la entrevista con Abu-Yussuf. El silencio era total cuando Sancho comenzó a recorrer el pasillo que la guardia mora le formó. En aquel momento hubiese sido muy fácil tenderle una emboscada mortal, pero no iba solo. El sonido de los cascos de su caballo sobre el albero le acompañaba otorgándole seguridad en sí mismo, el tintineo de las piezas de metal de su armadura al son del trote le rendía la protección necesaria, el jadeo de sus inseparables perros alanos siguiendo al corcel era su compañía y el sonido del pendón de Castilla y León flameando al viento, su razón.

Desde mi discreta posición admitía reticente y desconfiada su adelanto. Las almalafas blancas, la pulcritud y el boato del rey de Marruecos contrastaban con las viejas armaduras de nuestros caballeros y las polvorientas pedorreras de sus escuderos. Preferí no pensarlo. La limpieza nunca fue sinónimo de fortaleza. Aun así, eran tantos sus hombres que el color de sus vestiduras tornó nevada la peña amarillenta en la que nos hallábamos.

Sólo cuando Sancho culminó el angosto pasaje espoleé mi yegua para seguirle. Según el protocolo de nuestros anfitriones, debía marchar tras él a una distancia prudencial. Así lo hice sin rechistar, pues mi fin era la paz y no dejaría que nada la enturbiase. Mi avanzado estado de gestación ya les demostraba que yo cabalgaba junto a mi señor incluso en las situaciones más adversas. Al llegar al final, quedé boquiabierta. Abu-Yussuf nos esperaba a caballo frente a una riquísima jaima. Su blanco corcel árabe desacordaba con las vestiduras negras. Al encontrarse, los dos reyes hincaron la lanza uno al frente del otro en señal de acuerdo amistoso. Desmontaron y con una inclinación de cabeza, el sultán nos ofreció su hospitalidad.

Estábamos a punto de entrar cuando los dos alanos presintieron la tensión del momento y comenzaron a ladrar a la adiva de nuestro adversario. Los arqueros del rey moro cargaron las flechas apuntándoles y esperando la orden de disparo. Un estremecimiento recorrió mi espinazo, pues todos sabíamos el afecto que Sancho tenía a los animales y temíamos que su bravo talante aflorase si les sucedía algo. Taimado y tranquilo, el sultán se acercó sin miedo a los perros y los acarició doblegándolos con maestría.

Pasado este altercado, comenzaron a intercambiarse presentes. Sancho le regaló varios tomos en árabe que poseía de la biblioteca de su padre don Alfonso en Sevilla. Abu-Yussuf le entregó lo que pensamos que era una asna listada con franjas marrones y blancas que provenía de las tierras africanas del sur. El sultán nos dijo que no era una asna sino un animal usual en su tierra, llamado de otra manera; nuestro traductor no encontró palabra para definirlo. Aceptados los regalos por una y otra parte, borceguíes, babuchas y escarpines quedaron en fila de a dos junto al acceso de una jaima ricamente enjaezada. La tela que la cubría era de seda, teñida con colores tan vivos y alegres que parecían iluminarla. Un guadamecí de cuero repujado tapizaba las paredes y el suelo estaba cubierto por infinidad de mullidas alfombras de dibujos geométricos. Sobre sus mesas nos aguardaban ricos conduchos en escudillas de oro. El olor a especias e inciensos embriagaba los sentidos y despertaba el apetito.

Sancho tomó asiento sobre un gran almohadón con el sultán y su hijo mayor. Discretamente, me senté a escasos metros junto a las mujeres moras. Cuatro esclavas negras surgieron de entre las cortinas portando una gran bandeja colmada de extrañas tisanas y procedieron a servírnoslas en pequeños vasitos. El rey moro de nuevo nos sorprendió al ofrecerle a Sancho una de menta que iba bien para los problemas de respiración y falta de resuello. ¿Cómo podía tener tanta información sobre nosotros? Mientras daba pequeños sorbos al brebaje deleitándome en aquellos extraños sabores, escuchaba en silencio la conversación que con ayuda de los traductores mantenían los dos.

Coincidieron en temas de lo más variopintos como la literatura, astronomía, caza y los juegos de mesa como el de las damas o el ajedrez. Por un mágico acontecer, dos enemigos tan distantes en culturas y religiones encontraron un sinfín de puntos en común. Mientras eludieran el hablar de otros más distantes y escabrosos, todo iría bien. Hacía mucho tiempo ya que las mezquitas se convertían en catedrales y que los mudéjares que vivían entre nosotros cambiaban a Alá por Jesucristo sin apenas pensarlo dos veces, pero aquello era tan evidente para ellos como para nosotros y no serviría de nada ahondar en la herida.

El sultán de Marruecos era un anciano alto, delgado y enjuto. Su larga barba blanca resaltaba su penetrante solemnidad. A su lado, sentado sobre la sombra de su progenitor, asentía de acuerdo con el sultán su hijo Abu-Yacub como el máximo general de su ejército y su sucesor. El príncipe escudriñaba descaradamente cada movimiento de Sancho. Su concentración me intimidó. ¿Qué escondería aquel desuellacaras detrás de su inescrutable intención? El padre parecía sincero pero ¿lo era el hijo? Estaba claro que firmábamos una alianza con Abu-Yussuf, pero ¿la respetaría Abu-Yacub? Este último presintió mi pensamiento y repentinamente despegó su mirada de Sancho para ensartarme con sus negras pupilas. Asustada, desvié la mía dirigiéndola al vaso humeante.

A la hora de la cena, por primera vez fuimos admitidas a la vera de nuestros señores esposos. Al igual que Sancho, me hubiese gustado contrastar pareceres y dialogar con las mujeres de nuestros adversarios. Al menos saber, de las ocho que había, cuántas eran las del padre y cuántas las del hijo. Fue imposible saciar mi curiosidad. Tan sumisas se mostraban que ni siquiera osaban levantar la mirada para mirar a sus respectivos esposos si éstos no las requerían. Continuamos la velada en silencio y relegadas a un segundo plano.

A los postres aparecieron las danzarinas de los siete velos que contoneaban sus ombligos sinuosamente. Sancho no pudo evitar demostrar un cierto estado de excitación ante el baile. Abu-Yussuf al ver su placentera expresión sonrió y posándole la mano sobre el hombro, aprovechó el momento para, como quien no quiere la cosa, pasar a mayores.

—Sancho, para que veáis que no hay revés en mi intención, os diré que además de con vos es mi intención hermanarme con el sultán de Granada. Es tiempo de paz. Conservaré Ronda, Estepona, Gibraltar y Algeciras y dejaré mis incursiones temporalmente a un lado.

Miré a Sancho. Era el momento propicio para hablar con Abu-Yussuf de la tregua que queríamos pactar. Mi señor marido seguía pasmado con el movimiento de las desnudas caderas. Parecía como si aquel embrujamiento le hubiese taponado los oídos pues no se dio por aludido ante semejante comentario. Desesperada, le tiré una miga de pan, pero mi puntería falló y fue a darle al sultán que, divertido ante mi preocupación y consciente de lo que andaba sucediendo, me sonrió con una leve inclinación de cabeza. Pasaban los minutos y Sancho, abrazado a la garrafa de alcohol, no reaccionaba.

Según costumbre, yo no podía interrumpir así que miré suplicante a don Alonso Pérez de Guzmán, que cenaba junto a nosotros. Como defensor de la plaza de Tarifa era uno de los más preocupados ante otra ofensiva por parte del sultán. Al intuir mi petición, en un primer momento se encogió de hombros dándome a entender por su expresión que él tampoco podía entrometerse en la conversación, pero al instante, hombre tenaz como era, no quiso doblegarse ante la absurda situación y alzó la copa proponiendo un brindis.

—¡Por la paz!

Se hizo el silencio. La música cesó y las bailarinas quedaron con los brazos en alto sosteniendo sus finas gasas. Tragué saliva esperando la reacción de los dos reyes ante semejante osadía. Sancho se levantó dando un traspié. Alzó la copa frente a su adversario y con la lengua pegada al paladar secundó a su fiel servidor.

—¡Por la paz!

Contuve la respiración esperando la contestación del moro. Abu-Yussuf se levantó con calma, recorrió la jaima con sus oscuras pupilas y por fin, serio como estaba, se pronunció.

—¡Firmemos una tregua durante tres años!

Por fin espiré, retomando el aire. La música comenzó de nuevo y las femeninas estatuas continuaron su danzar. Sancho gritó con júbilo a sabiendas de que el sarraceno no le entendería.

—¡Prometo a Dios peregrinar a Santiago de Compostela para dar gracias al santo por su buena «manderecha» y fortuna!

Aquella noche terminaron sultán musulmán y rey cristiano roncando juntos sobre mullidos almohadones.

Al día siguiente regresamos a Sevilla. Allí me dejó Sancho para parir, ya que no le pude seguir a Badajoz. Corría el día 6 de diciembre. Sentada sobre el suelo jugaba con mi hija Isabel a las muñecas. Mi dueña, doña María, me reprendió.

—Mi señora, deberíais reposar. Os mostráis inquieta y no deberíais arrodillaros en la fría piedra, sino más bien postraros en la cama como la comadrona os indicó.

La ignoré por completo. El lecho estaba para el cansado o el enfermo y aquél no era mi caso. Tomé a Isabel en mi regazo y aproveché para relatarle cómo aconteció el nacimiento de Nuestro Señor. Bautizamos a cada muñeco de nuevo y le dimos un papel en la historia del Niño Dios. Ella disfrutaba escuchando atónita cada uno de los pasajes. Al terminar me así del escapulario que pendía de mi cuello y dejando los juguetes a un lado la tomé en mi regazo, acariciándola.

—Mi niña. Aunque no os lo creáis, san Francisco fue el único que consiguió llegar a Tierra Santa en la Quinta Cruzada. Cuentan que quedó tan atónito por lo que vio en Belén, que pidió permiso al Santo Padre para reproducirlo en el altar de su leprosería con pequeñas tallas a imagen y semejanza de la Virgen, San José y el Niño. Así compartió su dicha con todos los enfermos y sus ayudantes.

Repentinamente, el primer dolor indicativo del parto me atenazó las entrañas. Con delicadeza senté a Isabel en el suelo y besando el relicario, lo guardé junto a mi pecho encomendándome a él.

A las pocas horas nació Fernando en el alcázar de Sevilla. Lo bautizamos con este nombre para recuerdo y gloria de su bisabuelo, que digno sería de santificar. Fernando era el segundo monarca que nacía en la ciudad hispalense y el primero en bautizarse en la catedral cristiana que fue mezquita. Quiso ser doña Beatriz de Guzmán, reina de Portugal y hermanastra de Sancho, su madrina. No la había visto desde que don Alfonso me recibió en el mismo alcázar y recordando precisamente el apoyo moral que me brindó durante aquella degradante entrevista, no pude objetar nada ante su insistencia. Con sumo cariño, tomó en brazos al niño, después de remangarse, y lo sumergió desnudo en la pila bautismal mientras don Raimundo, como arzobispo de este templo, se encargaba de oficiar el sacramento.

El zamorano Fernán Ponce de León sería el ayo del príncipe y Samuel de Belorado su almojarife o administrador. Nada mejor que un judío rescatado de su aljama para engrosar sus arcas. Así quedó fundada la casa del príncipe y Sevilla no tardó en salir a la calle a celebrar el nacimiento del nuevo heredero. Todos lo vitorearon. Intenté eludir el temor a que este mi hijo no fuese legítimo pero no pude. Se hacía urgente y necesario que el papa nos dispensase. Tenía que declarar válido nuestro matrimonio como fuese. Lejos de ser reincidente, la angustia en este aspecto me quitaba el sueño. Recién restablecida, partiría hacia Zamora, donde Fernando sería jurado como sucesor de Sancho. Como la madre del vástago que era insistiría, mal que le pesara a Sancho en este aspecto.

Así como fueron tiempos de comienzos, también lo fueron de finales. Mientras celebrábamos el nacimiento de un futuro rey en Castilla, en otros parajes tañían las campanas a muerto. El primero fue Pedro de Aragón, a quien sucedió su hijo Alfonso y a éste, casi de inmediato, Jaime, que sin dudarlo reconoció como heredero de nuestro reino al infante de la Cerda. Simplemente con ello abría la brecha de la contienda.

En Francia, a Felipe, el ya conocido como el Atrevido, le sucedió su hijo y tocayo Felipe, destacado por su hermosura y primo carnal de los de la Cerda. En el Vaticano también el papa Honorio IV tomó el relevo al trono pontifical. Para nuestra desdichada empresa y en lo que a él nos incumbía, su política no se diferenciaba en mucho de la de Martín, su antecesor. Al otro lado del mar moría Abu-Yussuf y le sucedía el impenetrable Abu-Yacub. Mal que nos pesase, tendríamos que renovar los pactos que en su día acordamos con unos y otros. Al menos así lo pretendíamos, pues bien sabido era que muchos hombres no prosiguen la labor de sus antecesores. Como si la consecución de lo ya iniciado fuese algo indigno de loar. Quizá el que obtuvo algo sin luchar por ello, no lo considera y lo infravalora.

Felipe de Francia sería el primero con el que hablaríamos, ya que de él dependía nuestra legitimación matrimonial. Todos sabían que el papa se rendía a su voluntad. No había muchas esperanzas para este acuerdo, pero aun así no perdí la esperanza. La designación sobre el hombre que habría de portar esta embajada estaba clara. Sería don Gome García de Toledo, el abad de Valladolid, que se había ganado poco a poco el favor de Sancho. Como su consejero más fiel, fue depositada en él la confianza precisa para cumplir con la difícil empresa junto al obispo de la Calahorra. Ambos viajarían a la corte francesa, cargados de tesoros, en pos de un encuentro previamente pactado.

Nuestra intención debía quedar clara. En primer lugar, solicitábamos el otorgamiento por parte del santo pontífice de la ansiada bula que legitimara nuestro matrimonio, como segunda premisa la anulación de la excomunión que padecíamos y, por último, la firma de una alianza en contra de Aragón y de los infantes de la Cerda.

Don Gome García de Toledo cumplió con su cometido y se convirtió en el principal consejero del rey; siempre cabalgaba a nuestro lado y, ojo avizor, estaba pendiente de todo y de todos. Cualquier causa o probabilidad era calculada con la anterioridad necesaria como para enmendar un mal posible o una equivocación.

Nuestro fiel servidor regresó con el lugar y la fecha en la que se daría la entrevista. Sería en Bayona a principios de abril del siguiente año.