23.
LA TOMA DE GIBRALTAR.
UN REY EMPLAZADO Y MUERTO

«Pero tal lugar no era para conservar de amores
Acometieronme luego muchos miedos y temblores,
Los mis pies y las mis manos no eran de sí señores,
Perdí peso, perdí fuerza, mudaronse mis colores».

JUAN RUÍZ, ARCIPRESTE DE HITA.
El libro del buen amor

A los pocos días de nuestra llegada a Toro, la fiebre me atenazó durante semanas y creí morir. Todo tipo de personajes y remedios rodeaban mi lecho en corro. Físicos, barberos, herbolarios, boticarios, especieros e incluso una extraña curandera, cargada con ungüentos y recitando conjuros, daban vueltas incesantemente a mi alrededor. Tan mareada me tenían con tanto ir y venir que, a la llegada del crepúsculo, entre tanta gente me pareció distinguir a aquella vieja calavera amenazante con su hoz.

La tétrica figura me asustó y la idea de morir me angustió. La enfermedad debía estar enturbiándome la mente. Si yo desaparecía, todo pendería del capricho de un futuro incierto y de los devaneos de las tergiversadas voluntades castellanas. Preocupada, rogué a Dios que no me permitiese morir dejando atrás tan tormentoso porvenir para el reinado de Fernando. Mi gran amigo el abad de Santander me ungió con los santos óleos, me confesó y me dio la comunión, preparándome para lo que parecía inevitable. Puso tanto esmero en mi cuidado espiritual que, al amanecer, sentí una leve mejoría de cuerpo y pude testar recordando a todos los míos.

El primero que me vino a la mente fue mi hijo Enrique, que yacía enterrado en la capilla del mismo convento dominico que ahora velaba por mi delicada salud. Desde mi carriola, ordené que enriqueciesen su sepulcro con lo que pudiesen ya que, viva o muerta, iría a visitarlo en breve. Según estaban las cosas, bien podría estar estipulado en las páginas del inescrutable libro que guía el destino de cada hombre o mujer, que yo perecería junto a mi hijo en la villa de Toro.

En aquella penosa circunstancia un hijo desaparecido me recordó al otro, por lo que tampoco olvidé a mi pequeño Alfonso y en el testamento doné una cuantiosa cantidad para los predicadores de Valladolid que, como los dominicos en Toro, custodiaban sus pequeños despojos. Tras ellos, recordé a todos los miembros de mi casa, a mis vasallos de Molina y a otros muchos que a mi mente acudieron y procuré, en mayor o menor medida, recompensarles por sus servicios dejándoles lo que pude.

Con el sentimiento de haber terminado de engalanarme para morir como es menester, pedí a doña María Fernández de Coronel que me ayudase a levantarme. Ella lo hizo sin rechistar, a pesar de la prohibición de los físicos al respecto. Al intentarlo, farfullé un quejido sujetándome los anquilosados riñones.

—¡No hay hueso en mi cuerpo que no me hiera!

Me dispuse a dar un lento paseo alrededor de la estancia. La voz pausada de mi dueña me susurró al oído para no alterar el sosiego del ambiente:

—Lo sé, mi señora, pero sabéis que es bueno que os esforcéis, ya que si no vuestro cuerpo se entumecerá y contagiará como la lepra a vuestra sesera. Para entonces, además de tullida, os tornaréis inocente y lela.

Sonreí.

—¡Qué más quisieran todos los que ansían ver solo a Fernando para descuartizarlo sin problemas!

Miré a doña María, que asintió sonriendo, mientras me sujetaba con una mano el antebrazo y con la otra la espalda para mantener el equilibrio. Ella procuraba mantenerme erguida, pero pronto desistió y me dejó apoyada sobre el palo donde descansaba mi más preciado azor. Temblorosa, me puse el guantelete y la rapaz, al sentirlo bajo su garra, se posó encima. Le quité el capuchón y le acaricié la cabeza.

—Se siente solo desde que su hembra huyó. ¿Sabéis si alguien la encontró?

Doña María se encogió de hombros echándose la mano a la frente.

—Olvidé comentaros que el rey de Aragón contestó a vuestro requerimiento. No sabe nada del halcón y lo siente.

La miré con nostalgia.

—Era una buena pieza hasta que el catarribera la perdió de vista. ¡Si la hubieseis visto cazar al vuelo perdices y patos! Supongo que es demasiado valiosa como para recuperarla y el rey de Aragón no dudaría en callar como un muerto para quedársela si alguien se la ofreciese en venta. Desde hace tiempo se muestra demasiado afable, lo que indica que guarda algún naipe bajo la manga. Ahora sólo nos queda aguardar a que nos lo muestre.

Isabel irrumpió estruendosamente en la estancia junto al abad de Santander, don Nuño Pérez Monroy. Gritaba desaforada como si hubiese escuchado mis últimas palabras.

—¡Madre! ¡Don Jaime de Aragón ha expulsado a los caballeros del Temple de su reino! Según dicen, se propone fundar con los bienes que les confiscó otra orden de caballería llamada Montesa. ¿No creéis que con ello quiere una alianza secreta con el rey de Francia?

Sonreí y el sarcasmo de mi tono afloró demasiado para no hacerse evidente.

—¿Aliarse? Sería más correcto decir enriquecerse. El poder y la bolsa tientan demasiado al hombre. Los caballeros del Temple sólo cometieron un error. Acumularon demasiado de las dos cosas y al hacerlo se convirtieron en la diana que toda flecha ambiciosa desea atravesar. Tanto Jaime de Aragón como Felipe de Francia sólo se han deshecho de estos caballeros para esquilmarlos. Vuestro padre don Sancho ya lo predijo y así ha ocurrido. Esta ave rapaz no es sino un mirlo comparado con estos dos reyes que, de un solo golpe, llenan sus mermadas arcas y terminan con el más fuerte enemigo que les podría retar.

Creo sinceramente que ellos mismos se engañan. Los verdugos del francés han quemado a los máximos dirigentes de los templarios en las hogueras de París, seguros de extirpar así el tumor que les molestaba, sin acordarse de que los seguidores de los ajusticiados son valerosos monjes soldados que no se rendirán sin más. Aquellos valerosos hombres son muy capaces de organizar otra cruzada y no en Tierra Santa precisamente. Es seguro que aguardarán pacientemente el momento preciso para refulgir de entre las cenizas como el ave fénix. Quizá con otro nombre u otra composición, no lo sé. Pero algo que puedo asegurar es que dudo mucho que se queden cruzados de brazos, sumisos a su desaparición sin más.

Seguramente, para mantener la paz, me veré yo también obligada a expulsarlos de Castilla, pero en confianza os diré que me inspiran el máximo respeto por su integridad. A vuestro padre Sancho lo ayudaron en Badajoz y si es preciso, yo colaboraré con ellos en la clandestinidad.

Un ataque de tos me sobrevino y entre las dos pusieron al azor en su palo y a mí, en el catre de regreso. Don Nuño e Isabel me observaron con preocupación. Bebí un sorbo de agua y al recuperar el resuello proseguí para quitar importancia al percance.

—Gracias. Sois buenos celadores. Me cuidáis casi del mismo modo que los templarios a sus enfermos. ¿Sabéis que cuando alguien ingresa en los hospitales del Temple es recibido por clérigos, hermanos y hermanas como dueño de su propia casa? El enfermo es inscrito en un gran libro e identificado con un gran brazalete asido a la muñeca como un ser individual y no un animal hacinado en una cochiquera. Les lavan en cubas de madera con bacines y jofainas, les confiesan y les dan de comulgar antes de asignarles un camastro. Si es noble, el enfermo duerme solo; si no, en un catre con otro. Durante toda su estancia en el hospital del Temple, nada les falta junto a su lecho. Tienen batas forradas de piel, escarpines, escudillas, orinales, ropa blanca y los medicamentos que precisen según su dolencia. Los hermanos boticarios los destilan a diario después de haber salido en pos de plantas medicinales a los campos y mercados. Es tan grande el esmero de estos monjes que son capaces de encontrar hasta el preciado polvo de cuerno del unicornio de mar como antídoto en los envenenamientos más fuertes. Nunca devuelven a las calles a sus dolientes hasta que no están totalmente restablecidos.

De nuevo me sobrevino un acceso de tos y esta vez el abad de Santander tomó la palabra con disimulo para que descansase, pues me veía muy alterada.

—El objetivo está claro, mi señora, y no hay que ser muy avispado para intuir lo que tramaba desde hace tiempo el rey de Francia. El papa Bonifacio se negó a arremeter en contra de los templarios y por ello le apresaron. Al ser liberado, murió repentinamente muy poco tiempo después y corre el rumor, entre los miembros del Vaticano, de que el veneno lo ayudó a unirse con Dios. Los templarios no debieron de tener a mano el polvo de unicornio que le hubiese salvado a él y quién sabe si a la propia orden. Clemente V ha sido nombrado su sucesor con el secreto propósito de acabar sin vacilaciones con el Temple. Dicen, además, que el rey francés le propuso el traslado de la corte pontifical y la Santa Sede a Aviñón, como medida de protección frente a posibles ataques vengativos. Ésta es una ciudad fuertemente fortificada en el territorio de los Anjou. Está por ver.

Le interrumpí indignada.

—Qué ridiculez, cómo se va a trasladar la Santa Sede de Roma. Si es así, espero no tener que ver…

Me callé pues la figura de Fernando se dibujó en la penumbra de la puerta de acceso. Sin duda, había acudido a Toro preocupado por mi salud y dándome casi por muerta. Le abrí los brazos y vino raudo a cobijarse en ellos.

Don Nuño le tranquilizó.

—No os preocupéis, señor. Hemos temido por ella pero justo hoy la fiebre arreció y no ha dos horas que no deja de charlar de unas y otras cosas.

Fernando me separó los mechones largos y canosos del rostro y me besó en la frente. Sentí un regocijo similar al que me proporcionaba con sus abrazos cuando era niño. Por primera vez en mucho tiempo, se mostraba preocupado por su anciana madre y sólo eso compensó todos los desagravios que me propinó en Medina del Campo. Mirando profundamente a los ojos de mi hijo, contesté a don Nuño:

—La verborrea indica una leve mejoría, pero este abrazo significa mi total recuperación. Por mucho que os pese a todos tendréis reina madre por mucho tiempo.

Todos los del cuarto rieron alegres al comprobar que mis palabras no eran vanas. Fernando se acercó un poco más a mí, me tomó de la mano y alzó la voz para que todos se enterasen.

—Reina madre y reina abuela pues Constanza, mi mujer, a sus diecisiete años está preñada del que, si Dios quiere, será mi sucesor.

Los vítores se escucharon en todo el convento y a la semana estaba totalmente recuperada y feliz. Otra generación de reyes nacería y yo a mis cincuenta años aún viviría para conocerla.

A los pocos meses nació Leonor. No importaba que fuese hembra, pues Constanza, a su edad, bien podría parir muchos y sanos hijos varones. Leonor se parecía físicamente mucho a mi hija Isabel, curiosa casualidad ya que las dos eran las primogénitas y tendrían parecidos porvenires.

Totalmente recuperada, viajé de Toro a Valladolid y fue justo por aquel entonces cuando llegó a visitarme el gran maestre de la orden del Temple en Castilla y León, junto al infante don Felipe, mi hijo. Aquella visita me sorprendió. Frente a mí aguardaba callado el futuro desterrado, al frente de otra docena de caballeros-monjes. Aquel honorable hombre, a sabiendas de lo ocurrido en Aragón, sospechaba que algo parecido acontecería en nuestros reinos, por lo que quiso adelantarse a lo evidente pidiéndome audiencia. No quería que ninguno de sus hermanos fuese maltratado.

—Señora, soy realista. Sé que la orden pontifical estará al caer y sólo he venido a poneros fáciles las cosas.

Agradecí su incuestionable sumisión, porque de no ser así hubiésemos tenido que apresar y ejecutar a aquel buen hombre junto a sus hermanos. Cabizbajo y humilde, sin perder un ápice de orgullo, prosiguió valerosamente.

—Como estaréis informada, poco falta para que tengamos que renunciar los hermanos de la orden del Temple a todo lo que tenemos, incluso a la salvación divina.

Negué en silencio, disgustada por la evidencia.

—No digáis eso, señor, ya que la vida da muchas vueltas. Lo que hoy es blanco mañana se torna negro y viceversa. Yo misma estuve excomulgada junto a mi señor don Sancho y ahora ando en paz con Dios.

Mi intento de consuelo se frustraba de antemano. Sería difícil alentar a un ánima tan deshecha y vapuleada. El gran maestre, aceptando el destino que le esperaba como cierto e ineludible, prosiguió con su cometido. Desabrochándose el cinto y deslizando la gran argolla de la cual pendían todas las llaves, las presentó frente a mí, esperando que yo tendiese la mano para tomarlas.

—Con este gesto simbólico, os ruego que aceptéis haceros cargo de nuestras tierras y castillos hasta que el papa designe nuevos propietarios.

Aparté la mano.

—Como el gran maestre que sois, siento no tener poder para ayudaros. Bien lo sabe Dios. Esperad a que el rey, mi hijo, regrese a Valladolid y entregádselas. Él es quien debe recibir tan grande legado de vuestra propia mano.

Me reverenció despidiéndose y sin ganas de discutir.

—Sé, mi señora, que ése debía haber sido el camino a seguir, pero el tiempo apremia. Por eso, desobedeciéndoos dejo este manojo de llaves a vuestros pies y me destierro voluntariamente, sin esperar a que la injusta pena o condena que ha de llegar se cumpla. Sólo pretendía que tuvieseis a bien el recibirlo de nuestra mano y no de la del despojo y robo, como ha sucedido en Aragón.

Inclinándose de nuevo, aquel gallardo caballero me mostró su cabeza tonsurada al tiempo que me tendía a los pies todas las posesiones de la orden más grande que nunca existió. Felipe, al ver que no me agachaba a recogerlas, se abalanzó sobre ellas como pirata sobre un botín.

—Madre, no conviene alterar aún más a mi hermano Fernando. Bastante tiene poniendo en orden a sus vasallos. Si consentís, aceptaré yo las llaves y custodiaré con la diligencia de un buen padre de familia las fortalezas del Temple hasta que tengan un destino marcado por la Iglesia.

Miré al gran maestre, que encogiéndose de hombros y sin tener otra salida, asintió y se dispuso a salir.

Un sinsabor me sobrecogió. A lo largo de mi existencia había visto muchas injusticias. En algunas ocasiones tuve que hacer la vista gorda frente a ellas para evitar males mayores, pero la de aquella primavera de 1308 en Valladolid se llevaba la palma. Una vez solos, reprendí al infante don Felipe, pues la codicia se dibujaba en sus pupilas mientras acariciaba el manojo. A sus dieciséis años se mostraba demasiado impulsivo y pensaba poco en la responsabilidad que adquiría.

Rogué a Dios para que le ayudase en aquella tentadora empresa que había asumido tan ansiosamente, pero al poco tiempo las querellas comenzaron a formularse en contra del infante. Su tío don Juan, en Ponferrada, le acusó de varios desmanes y de vender y disponer de lo que no era suyo nada más que en depósito. Al final y como debía haber sido desde un principio, Fernando se hizo cargo de todo.

No tardó mucho en llegar el esperado billete del papa Clemente, que ignoraba que los caballeros de la orden ya habían renunciado a todo lo suyo con anterioridad. Desde el Vaticano, condenaba a los templarios y los sentenciaba a las penas más duras con las que podría haberlos castigado, incluida su quema en patíbulos y cadalsos si fuese preciso y demostrasen oposición. Mal que nos pesase, las órdenes estaban muy claras y no cabía otra interpretación a favor de los ajusticiados. Debíamos expulsar a los caballeros del Temple de sus villas y fortalezas, despojándoles de todos sus bienes, si no queríamos exponernos a una nueva excomunión o a un seguro enfrentamiento con Felipe de Francia. Enfurecida, arrugué la injusta misiva y la arrojé a las llamas de la chimenea. Balanceándome sentada sobre una mecedora, agradecí mentalmente al gran maestre que me hubiese ayudado a no tener que cumplir con tan penosa empresa y me dispuse a pensar en cosas más agradables, procurando disipar el dolor ajeno de mi corazón.

No faltaba mucho para la Natividad del Señor y el año nuevo. Acaricié el relicario de mi cuello y jocunda esperé a que llegaran todos. Aquel año tendría a la mayoría de mis hijos a mi lado y la paz reinaría, ya que se acababa de firmar el Tratado de Alcalá de Henares con Aragón. Sólo echaríamos de menos a Beatriz, que no podría venir desde Portugal.

Fernando llegó al palacio de la Magdalena junto a Constanza, su mujer, y con la pequeña Leonor a punto de comenzar a caminar. Felipe apareció a los dos días y aún le olía el pelo a pollo quemado, ya que regresaba de acallar entre aldeas incendiadas a los insurrectos de Atienza. Isabel, desde su regreso de Aragón, estaba conmigo, y Pedro venía de una cacería en las tierras de Buitrago. Mientras los esperaba, pensé que, en aquellos tiempos de paz y superado el altercado de los templarios, sería bueno reiniciar nuestra propia cruzada y así se lo comenté a todos el mismo día 24 de diciembre durante la cena. El momento era bueno ya que, por un lado, hacía tres años que el rey Mohammed II de Granada había muerto en el asedio de Jaén, para tomar la fortaleza de Bedmar, dejando como sucesor al tercero del mismo nombre. Un hombre sin escrúpulos, que no dudó en tomar presos a la mujer y a los hijos del antiguo señor de Bedmar. A los hijos los hizo esclavos y a la mujer, una tal María Jiménez, conocida por su hermosura, la internó en su harén después de pasearla medio en cueros por toda Granada, a sabiendas de que cualquier mujer cristiana hubiese preferido la muerte antes de holgar con un infiel. La historia no pasó inadvertida en Castilla y eran muchos los que querían vengar semejante vejación, alimentando el odio hacia los sarracenos.

Por otro lado, el rey de Marruecos Abu-Yussuf había muerto asesinado en su propio harén, reemplazándolo su nieto Amer ben Yussuf; nada dispuesto a ayudar al rey de Granada. La separación entre los dos los hacía más débiles, y nos convenía para dar batería y atacar. Como yo, mis hijos hacía tiempo que albergaban la misma ilusión de reconquista y ellos ya se habían puesto manos a la obra. Pedro estaba entusiasmado por comenzar la contienda. Fue él el encargado de informarme.

—Mirad, madre, nos hemos repartido los territorios. Algeciras y Gibraltar serán atacados por Castilla. Almería y parte de Granada quedarán a merced de Aragón.

Sin duda, desde que Fernando fue nombrado mayor de edad yo ya no estaba enterada de la misa a la mitad. No me importaba, al contrario; desde que padecí la última enfermedad, mi posición cambió al respecto y pensé que sería mejor ir delegando muchas cosas para morir tranquila al ver que mis hijos se bandeaban sin mí. Eso no significaba que no quisiera estar informada de todo. La experiencia me tornaba escéptica respecto a un acuerdo tan fácil como el que Pedro narraba.

—Siento dudar al respecto, pero ¿estáis seguros de que todos están de acuerdo con el reparto de las tierras que se darán en el caso de triunfar? Tened en cuenta, hijos, que en muchas ocasiones por no dejar todo dicho vienen los malentendidos y la prolongación de las contiendas.

Felipe me miró perplejo.

—¿Cuándo habéis visto, madre, que en unas cortes o en un tratado todos saliesen conformes? Adivinad quién se ha opuesto a lo acordado y ha salido farfullando del encuentro.

Sólo necesité un segundo para deducirlo.

—No me lo digáis, no es difícil adivinarlo. El único que incordia sin límites es siempre el infante don Juan.

Asintió sonriendo por mi fácil suspicacia y añadió sonriendo:

—Con su mejor alumno, el infante don Juan Manuel.

Felipe intervino alzando la copa para un brindis.

—A los insaciables, morcillas hay que darles.

Todos reímos a carcajadas por el absurdo pareado y la pequeña Leonor se despertó por el estruendo. La niña descansaba sobre unos almohadones junto a doña Vatanza. La dueña nos miró con desagrado y no pude reprimirme.

—Vamos, doña Vatanza, que hoy es día de fiesta y más habréis de celebrarlo vos, que acompañaréis a la pequeña a criarse en Aragón junto a su futuro señor. ¡Por fin estaréis con vuestro mejor confidente y ya no tendréis que escuchar tras los reposteros y las puertas!

La mujer, meciendo a la niña, frunció aún más el ceño sin rechistar. Se hizo un silencio repentino en la sala puesto que Pedro, Felipe e Isabel no sabían de lo que hablaba. Fue Fernando el que lo aclaró todo, como padre de la niña y rey que era.

—Ya que don Jaime de Aragón quiere desposar a tres de sus hijos, hemos estrechado lazos y los hemos tomado en la familia. Leonor se casará con el príncipe don Jaime, futuro heredero del reino. El infante don Juan Manuel se casará con la infanta, la tocaya de mi señora y hermana mayor del príncipe, y vos, Pedro, os casaréis con María, la menor, que aseguran que es mucho más hermosa que su hermana Constanza. El papa Clemente ya envió las correspondientes dispensas y después de lo que ocurrió con nuestros padres no queremos más problemas.

Pedro dudó de las palabras de su hermano, el rey.

—Este proyecto me suena. Madre, ¿no teméis que se frustre como fue el caso de nuestra hermana Isabel con el padre del que ahora requerimos?

Le convencí engatusándole con su sueño guerrero.

—La perseverancia suele triunfar. El darse por vencido demasiado pronto no tiene justificación y el proyecto es bueno. Vos mismo con el reparto de territorios reconocisteis hace un momento que necesitaremos de las soldadas de Aragón para proseguir con la reconquista, ¿no es cierto?

Pedro asintió, consciente de que oponerse sería un error. La cena prosiguió sin más sobresaltos y me sentí feliz al poder observar juntos a los míos. Mis tres hijos varones junto a Isabel hacía mucho tiempo que no compartían nada y aquellas navidades estaban tan unidos como en su infancia. Parecían haber olvidado rencores y resquemores entre unos y otros.

La entrada del año nuevo nos imponía dos empresas urgentes, la primera, y como se acordó, fue enviar a Leonor a Aragón. Me recordó a la partida de Isabel, su tía, hacia ese mismo lugar. Ellos enviarían a sus infantas en cuanto llegase nuestro envío. Era como trocar niñas que habían de hacerse a las costumbres de otras tierras que no las vieron nacer.

Los preparativos de la segunda empresa comenzaron de inmediato, pues la reconquista debía continuar. Toledo estaba atestado de gentes y soldados esperando mis órdenes, ya que Fernando se había adelantado en el avance hacia la frontera, delegando la soberanía en mí. De nada sirvió que me resistiese a ello, dado que no quería verme acusada de nuevo por sus secuaces de hacer mal uso y abuso del poder que se me otorgaba. Gracias al Señor, Fernando ya veía más nítidamente la realidad.

La falta de espacio me obligó a muñir las cortes en una cercana villa llamada Madrid. Allí estaríamos más tranquilos para decidir la estrategia a seguir contra el moro y la ayuda monetaria que los congregados estaban dispuestos a otorgarnos para procurar intendencia a las mesnadas.

Una vez decididos los pormenores y llenadas las arcas para continuar la guerra, di la orden de partida a las huestes. Mi hijo Pedro junto a Garci Lasso de la Vega, su mejor general, partió al mando de unos cuantos; el infante don Juan junto a Juan Manuel, con otra partida; y don Alonso Pérez de Guzmán el Bueno con los restantes, rumbo a Gibraltar y dispuesto a repetir su hazaña de Tarifa.

Despedidos todos, me dirigí a la catedral a visitar el panteón de Sancho y a encomendarme a Dios para conseguir su beneplácito y apoyo. De haber sido preciso, no hubiese dudado en montar y encabezar al ejército, para animar a nuestros hombres en momentos de debilidad y desconcierto. No lo fue y me quedé en la retaguardia castellana junto al resto de las mujeres y niños de los combatientes, a la espera de unas noticias que llegaban con cuentagotas.

Tres bastiones nos quedaban por conquistar: Algeciras, Gibraltar y Granada. Sabíamos que eran plazas fuertes, casi inexpugnables, pero aquello no nos intimidaba. Fernando, por aquel entonces, debía estar cercando la primera, mientras Jaime de Aragón se adentraba en la frontera de Almería y las huestes del rey Mohamed, como era de esperar, se mostraban incapaces de contener el asedio.

Cuando al fin vencimos, éstas fueron las palabras que dedicó a Fernando, mi hijo, un viejo moro antes de subir a una de las barcazas que partían rumbo a la costa opuesta:

¿Señor, qué os he hecho yo para que me arrojéis de aquí después de prometeros no regresar? Vuestro bisabuelo, el rey Fernando, me echó de Sevilla y me fui a vivir a Jerez. Cuando vuestro abuelo el Sabio tomó Jerez, me refugié en Tarifa, de donde me arrojó el Bueno, a las órdenes de vuestro padre, don Sancho. Vine a Gibraltar creyendo estar más seguro que en cualquier otro lugar de España, pero he aquí que ya no hay de este lado del mar punto alguno en que se pueda vivir tranquilo, pues el Bueno de nuevo junto a su rey, don Fernando, nos expulsa otra vez. Será menester que me vaya a África a terminar mis días.

El sarraceno era devuelto a sus tierras ancestrales, de donde nunca debió salir. Embarcaba junto a otros mil quinientos de su raza y religión para no regresar jamás.

Las albricias eran halagüeñas. Aquel 12 de septiembre, el peñón más cercano al continente africano sucumbió a nuestros pies. Gibraltar ya era nuestro y con él el dominio del estrecho que une los mares que bañan nuestras costas. Estaba deseando ver al artífice de esta nueva conquista para agradecerle en persona su victoria, pero tuve que esperar pues Guzmán el Bueno, como el incansable guerrero que había demostrado ser, no hizo un alto en el camino y prosiguió sin descansar junto a su rey rumbo a Algeciras.

La plaza fuerte estaba bien guardada y las cosas no estaban siendo tan fáciles. Al parecer las lluvias torrenciales de aquel otoño estaban dificultando su toma y cuando llegaron la decepción fue aún mayor. Hacía dos noches que el señor de Lara había observado algo extraño en el campamento, mientras velaba al malherido Haro en su tienda. A pesar de que los hombres andaban inquietos, no quiso privar de un segundo de compañía a su agonizante compañero de desventuras. Aquellos eternos enemigos a los que la reconquista había unido sufrían juntos por primera vez las duras penurias de la contienda, a la espera de unos refuerzos que no llegaban. El arzobispo de Santiago hacía ya más de una semana que había partido desde Galicia junto a mi hijo Felipe, pero el camino era largo y sólo esperábamos que llegasen a tiempo. Desde Gibraltar, se unirían mis hijos Fernando y Pedro junto al Bueno. Al amanecer, todos coincidieron a un par de millas de Algeciras y todos quedaron perplejos al entrar en el campamento cristiano que había a los pies de la ciudad.

Don Juan de Lara daba cristiana sepultura a don Diego de Haro bajo una lluvia torrencial. Lo acompañaban todos sus hombres y, al verlos juntos, los recién llegados comprobaron que las huestes castellanas se habían diezmado y que dos grandes señores faltaban al sepelio. Pronto supimos la razón de esta pavorosa merma en nuestras mesnadas, no era por causa de la enfermedad, la miseria, la epidemia o el hambre. Tampoco por haber sucumbido en manos del enemigo; aquello era más doloroso aún. El infante don Juan repetía su deserción. Como en Tarifa, nos había abandonado junto a don Juan Manuel. De milagro no se los cruzaron en los caminos. Como ratas traicioneras, se escondieron y huyeron aprovechando la oscuridad de la noche. Con ellos se fueron unos quinientos caballeros y otros cientos de a pie, a los que poco les importaba la reconquista si no conllevaba riquezas.

Intentaron entonces el asedio, pero fue inútil y sólo sirvió para perder a grandes hombres como don Alonso Pérez de Guzmán el Bueno, al que nunca pude agradecer la toma de Gibraltar y por el que sentí una gran tristeza. Mi hijo Fernando estaba cansado. Había empeñado todas sus joyas para mantener los sueldos de las soldadas. Tenía muy a corazón el tomar la villa; mostrando esfuerzo y reciedumbre, respondió que antes quería morir allí que verse deshonrado, a pesar de que todos le advertían de su minoría. Al final tuvo que ceder en virtud de un acuerdo. Mohamed de Granada, incapaz de seguir la contienda en contra del rey de Aragón, nos entregaba Bedmar, Quesada y otras plazas de la frontera con cincuenta mil doblas de oro y reconocía ser nuestro vasallo siempre y cuando levantásemos el cerco de Algeciras. Los dos reyes parlamentaban con bandera blanca junto a sus murallas. Los reyes cristianos estudiaron la propuesta y al final, dado el cansancio de sus mesnadas, Jaime de Aragón regresó a sus tierras y Fernando retrocedió en la frontera. Por lo menos, Gibraltar había caído ya en nuestras manos y, respecto a los demás territorios, no nos daríamos por vencidos. Quizá Dios no quiso que fuese el momento y la ansiada reconquista tendría que esperar.

Terminada la cruzada, dispuse el matrimonio de mi hija Isabel con Juan de Bretaña. Después de haber sido repudiada por Jaime de Aragón, ya se hacía urgente que se desposase de nuevo. Mi hijo Fernando, al enterarse de la noticia, me escribió solicitando una demora en los desposorios, ya que se disponía a acudir a la boda de su hermana en Burgos en cuanto mejorase de las fiebres cuartanas que padecía.

De nuevo me preocupé por su salud e intuí de inmediato, por el tono de sus cartas, que no sólo eran los esponsales lo que le atraía. La sed de venganza hacia el infante don Juan, su tío, y don Juan Manuel, su primo, le enturbiaba el entendimiento. A ellos y a nadie más les culpaba del fracaso de Algeciras. Fernando sabía que aquellos desertores rondaban por las cercanías de Burgos. Lo que ignoraba es que yo ya había parlamentado con los dos. La tarde en que llegó me asusté, pues vi en sus ojos el reflejo de la enfermedad que antaño padeció Sancho. Una vez más hice de mediadora y le convencí de que los hombres del infante don Juan serían necesarios en el caso de reiniciar la cruzada y de que don Juan Manuel parecía, al menos, arrepentido. El rey se avino a razones con demasiada facilidad e hice bien en desconfiar, pues mandé recado con doña María Fernández de Coronel para que ninguno de los dos perdonados acudiese a la boda de Isabel. Sin saberlo les salvé la vida. Pasado el tiempo supe que Fernando les había preparado una emboscada justo en el banquete que siguió al desposorio.

A la semana siguiente despedí en las puertas de la ciudad a Isabel, con la secreta esperanza de que esta vez fuese feliz. Ya no me quedaban hijas en casa y los tres varones partirían en breve hacia el sur ya que en el reino nazarí campaba la sedición. El pueblo había tomado preso al rey Mohamed y quería entronizar a su hermano Muley Nazar. Mohamed, con tal de no morir, aceptaba el destierro a Almuñécar dejando la corona sobre las sienes de su hermano y los tratados firmados, anulados.

La mecha que encendía la reconquista estaba prendida. Fernando, Felipe y Pedro salían a poner sitio a Alcahudete para continuar la cruzada hacia Granada. El fracaso de Algeciras les dolía e incomodaba como la espina de un cactus incrustada bajo la piel. Andalucía les llamaba con la misma fuerza que los minaretes de las mezquitas llamaban a los infieles a orar y sólo esperaban una excusa para proseguir con su máxima empresa.

Partió la comitiva y el pequeño Alfonso quedó a mi cuidado. El heredero del rey despedía divertido a sus padres. Constanza le lanzaba besos al aire y Fernando alzaba la palma al viento. Esta vez partía el rey hacia la frontera acompañado por la reina, empeñada en velar con sus cuidados conyugales por su enfermizo esposo.

Las primeras noticias que recibimos de ellos provenían de Martos, muy cerca de Alcahudete, donde Pedro ya hacía tiempo que luchaba junto a su amigo Garci Lasso. Con nerviosismo rompí el sello real que lacraba el documento y comencé a leer en voz alta para hacer partícipe al pequeño Alfonso de los avatares de su padre. Estaba preocupada por su salud, pero éste ni siquiera hacía mención de ello. Sólo me narraba, jocoso y divertido, lo acontecido en aquel lugar.

Madre, tengo buenas noticias para vuestra majestad. El mundo es tan pequeño que en una aldea dejada de la mano de Dios he ido a encontrarme con los escuderos Juan y Pedro de Carvajal. ¿Recordáis a los hijos del ballestero mayor de nuestro abuelo el Sabio? Son los mismos que andan constantemente en reyertas con los Benavides y promueven las luchas y asesinatos entre los miembros de sus familias, intimidando a todos los ciudadanos de Valladolid y Palencia.

Si los recordáis, no habréis olvidado el último revuelo que armaron cuando una mañana de domingo apareció la cabeza de uno de los Benavides clavada en un pico frente a la casa de su madre. Por aquel entonces no pudimos probar su culpabilidad, pero les mandamos prender y he aquí en dónde me los encuentro. Los he mandado encarcelar, cortar las manos y ajusticiar para dar ejemplo y escarmiento a los demás familiares. Los cobardes quisieron encambronar y justificar su inocencia con absurdos pretextos, justo antes de ser arrojados por la peña de Martos. Como podréis suponer, alegaban sólo mentiras y majaderías, por lo que no les escuché. Cuando caían y al verse ya casi muertos, uno de ellos me emplazó a un juicio divino para que, si al término de los treinta días de su muerte ellos hubiesen sido inocentes, Dios me arrancase de la tierra. ¡Aquel facineroso trataba de someter a su rey a una extraña ordalía! Como supondréis, semejante pretensión, más que intimidarme me causó risa.

Arrugué la carta y la rompí en mil pedazos. La hubiese arrojado sin dudar a la chimenea de estar encendida. No me gustaba esa manera de ser de Fernando. Desde niño procuré enseñarle el verdadero significado de la justicia y que ésta no existe sin la defensa del acusado. Como rey, era libre de condenar a quien placiese y de disponer de la vida de sus vasallos a su antojo, pero aquello no sería digno del buen hombre que bajo el manto, el cetro y la corona se debía esconder.

Una voz conocida sonó a mi espalda.

—Y el emplazamiento se ha cumplido.

Don Garci Lasso de la Vega sin duda estaba bromeando.

—Os suponía en la frontera de Jaén, junto a mi hijo don Pedro.

Sin darme la vuelta, tomé al pequeño príncipe en brazos y se lo entregué a su ama de cría para que se lo llevase. Hasta entonces no me di la vuelta para saludar al recién llegado y por el demacrado aspecto de su semblante intuí malas noticias.

—Señora, llevo cinco días durmiendo sobre los caballos que de refresco me entregaban en las paradas de postas y aldeas que encontré en el camino. Tan grave es la noticia que mi señor, el infante don Pedro, me ordenó adelantarme a todos para informaros de lo sucedido por lo que pudiese acontecer una vez difundida la desgracia. Dijo que vuestra majestad sabría poner a buen recaudo al príncipe Alfonso en cuanto lo supiera.

El fatídico mensajero tragó un sorbo de la copa de vino que le tendí, tomó aire y prosiguió deseando terminar con la despiadada encomienda que recibió.

Inconscientemente, cerré los ojos a falta de párpados en las orejas pues no quería oír lo que aquel hombre estaba a punto de decirme.

—Justo el día 6 de este mes de septiembre se cumplía un mes desde que los Carvajales fueron ajusticiados, pero nadie lo pensó hasta el día siguiente. A mi señor don Fernando aquella misma noche le atenazaron las leves fiebres que tan asiduamente viene padeciendo. No eran demasiado altas, por lo que el rey se negó a guardar cama y vino a cenar con nosotros para preparar la partida al amanecer hacia Málaga, pues el wali de esos lugares necesitaba una pequeña reprimenda. Acordada la estrategia a seguir, nos retiramos muy temprano a nuestros aposentos.

Garci Lasso bajó la cabeza, incapaz de sostener mi mirada.

—Sólo os puedo decir que al ir a despertar al rey, lo hallaron muerto.

Arrugué el sayo bajo mis garras y apreté las mandíbulas procurando eludir el llanto hasta que estuviese sola. Garci Lasso hizo ademán de consolarme, pero lo rechacé y le rogué que me dejase a solas para poder derrumbarme a mis anchas.

Fernando moría apodado como el Emplazado, a punto de cumplir los 27 años de edad y los dieciocho de reinado. Abandonaba al pequeño Alfonso terminando de amamantarse. Sin duda, se avecinaban tiempos turbulentos en los que se afilarían dagas, espadas y uñas. La pesadilla que vivimos cuando murió Sancho se repetía.

Constanza se enfrentaba a la regencia de su hijo Alfonso con la oposición de todos los que la tachaban de joven e inexperta. Muchos ambicionaban la polémica tutoría y esta vez no debíamos agachar la cabeza. La vida me había enseñado que la voracidad de los codiciosos agudizaba sus sentidos, aprovechando nuestro descuido o debilidad para saltar del acecho al ataque y sacar tajada de ello, pero esta vez no me pillarían desprevenida. Mi cuerpo reflejaba mi ancianidad, pero mi espíritu estaba más henchido y fuerte que nunca.