13.
JÚBILO EN GUADALAJARA
Y EL SEÑORÍO DE MOLINA (1293)

«Hablar mujer en plaza es cosa muy descubierta
Y, a veces. Mal perro atado está tras la puerta abierta
Es bueno disimular echar alguna cubierta,
Pues sólo en lugar seguro se puede hablar cosa cierta».

JUAN RUÍZ, ARCIPRESTE DE HITA.
El libro del buen Amor

El fraile se asomó cauteloso al ventanuco atisbador que centraba el portegado del acceso. La desgastada capucha que escondía su rostro se le resbaló y mostró por un instante las miserias de su expresión. Si lo que buscaba la congregación era un despide huéspedes que cumpliese su misión sin demasiado trabajo, atinaron plenamente. La tonsura de su pelo se confundía con las calvas de su tiñoso cráneo y su blanca tez resaltaba la cicatriz sonrosada que cruzaba de oreja a oreja su faz. Sus bizcas pupilas fueron incapaces de fijar la mirada o, al menos, eso nos pareció.

Aquel hombre de aspecto macabro cerró la mirilla sin mencionar palabra. La pesada puerta del monasterio en el que almorzaríamos, camino de Guadalajara, se abrió acompañada por el sonido de abrir cerrojos y el crujir de sus bornes. Discreta como debía mostrarme en un monasterio de hombres, quedé silenciosa en un rincón junto a mis dueñas, a la espera de que nos sirvieran.

Sancho se mostraba nervioso ante algo que el padre superior le susurró al oído. Quise escuchar, pero sólo pude oír unas pocas palabras desbrozadas y sin sentido. Charlaron un largo rato. A mí me extrañó su interés por parar justo allí y no en algún otro lugar, sin duda, la entrevista estaba concertada de antemano. Terminada su conversación, vino a sentarse a mi lado aparentemente contento y jovial.

—Mi señora, nunca pensé que lo conseguiríamos. La empresa ha sido cara pero ha merecido la pena. Dios nos ha ayudado.

—¿A qué os referís, Sancho?

Disimuló, dudó un segundo y continuó.

—A nada y a todo en general. Al devenir de los tiempos y al buen marchar de los matrimonios de nuestros hijos. ¿O es que necesitamos un motivo para dar gracias al Señor?

Una bandeja de metal cayó en ese momento al suelo, derramando todas las escudillas que portaba sobre ella. El monje se sonrojó y salió corriendo de la estancia. Todos reímos y no seguí indagando. Tenía ganas de ver a Isabel en Guadalajara.

Cuando ya abandonábamos el monasterio, el padre superior apareció de nuevo a despedirnos y le entregó disimuladamente una carta a Sancho, éste sonrió y se la guardó en el jubón. El monje tenía los dedos manchados de lacre.

Me pareció extraño, mis ansias por llegar me acuciaban el intelecto y no quería por nada del mundo detenerme a indagar. Seguramente sería un escapulario portador de alguna reliquia parecida a la que yo portaba en la cruz junto a mi pecho. Una reliquia tan valiosa como la tela que cubrió el estigma del costado de san Francisco de Asís.

No era un secreto que algún que otro miembro del clero, ante la necesidad, vendía sin remilgos pedazos de sayos o incluso de cuerpos de alguno de los difuntos que a su cargo tenía en los sepulcros de iglesias y monasterios. Cada día era más difícil obtener tan preciados recuerdos, y sus precios se disparaban tanto que muy pocos eran los afortunados que podían disponer de la cobertura que un trozo de santo da al espíritu de un hombre vivo. Por eso, Sancho lo debió de guardar junto al corazón. Con el tiempo me arrepentiría de no haber indagado con mayor curiosidad, pues el documento que custodiaba era de dudosa procedencia e importante remitente.

Aquel incidente se me olvidó en cuanto abracé a Isabel en Guadalajara. Ni siquiera hubiese sido digno de narrar si no fuese porque, mucho tiempo después, me vi obligada a recordarlo desde lo más recóndito de la memoria. Apreté contra mi pecho a mi pequeña niña, hacía casi tres años que había partido. La echaba de menos desde que la entregamos en Calatayud en aquellos lances que dirigió Roger de Lauría. Estaba claro que mi fiel servidora María Fernández de Coronel había cuidado de ella con la diligencia de una buena madre, como mi aya que fue en su día.

Era la única entre cinco varones. Salió a nuestro encuentro junto a su desposado don Jaime, el rey de Aragón, que bajo su cargo y tutela la tenía hasta que el matrimonio pudiese fraguar.

A Isabel le restaban dos años para cumplir los doce, edad núbil en que podría desposarse como la santa madre Iglesia permitía, y Jaime lo respetaría.

La primera noche de celebraciones en la ciudad alcarreña, Sancho ordenó silencio y a su escribano que leyese una carta en alta voz. Contuve la respiración y escuché muda como todos los presentes el recitar en latín del lector.

Fechada el 25 de marzo del corriente llegaba la Propósita Nobis. En ella se decía que nos casamos conscientes de nuestro parentesco, pero que después de haber consumado nos arrepentimos de haber contraído matrimonio sin todos los permisos que la santa madre Iglesia manda. El arrepentimiento, unido a los grandes logros que conseguimos en la cruzada en contra de la herejía mora, nos capacitaba para obtener la bula que consideraba legítimo y lícito nuestro enlace, así como a los herederos fruto de esta unión. Me agarré al escapulario y le di las gracias alzando la mirada al cielo. Me hubiese gustado que la noticia fuese más secreta en un primer momento, pero no me podía quejar. La emoción me invadió y un escalofrío de gozo me paralizó. Sin duda, nuestra alianza había merecido la pena.

No supe hasta mucho más tarde que había trampa en ello. Un artificio de los que más frustran y hieren. Una falacia basada en una ilusión.

Pasados unos días de festejos y jolgorios, decidimos partir. Tan contentos estábamos al ver a nuestra hija feliz que accedimos a las peticiones de nuestros vasallos de Guadalajara. Confirmamos los fueros, privilegios y libertades de la ciudad de Guadalajara, incluida la exención del pago del portazgo y alguna que otra adehala. ¿Por qué no hacerlo si sus hombres nos habían demostrado su valentía en la toma de Écija?

A la salida de aquella ciudad cruzamos el río Henares por el puente. Al atravesarlo miré para atrás. Isabel se despedía aireando su pequeña mano. A sus diez años recién cumplidos, no miraba con recelo ni amor a Jaime de Aragón. Simplemente, se mostraba sumisa ante su obligación. Ahora sólo restaba que nuestro mejor embajador, el arzobispo de Toledo, informase al papa sobre el matrimonio de Isabel con Jaime y el de Alfonso, nuestro hijo, con Constanza de Portugal. Una vez conseguida nuestra bula, no sería gran cosa para el sumo pontífice otorgar las dispensas que nuestros hijos necesitaban para contraer debidamente. Definitivamente y a partir de aquel instante, andaríamos a bien con la Iglesia.

Desde hacía mucho tiempo nada podía ir mejor. Se respiraba paz y rogué porque no fuese tan efímera como la última vez. Confiada, no debí de poner demasiado empeño en ello.

El causante de los nuevos desvelos no podría ser otro que el infatigable e insistente infante don Juan. Como me comprometí con el Gordo en lo alto de la almena, cumplí con mi palabra. Convencí a Sancho para que le liberase de su encarcelamiento. Me sentí altruista hacia mi cuñado y me impliqué de lleno. Una vez le salvé la vida en Alfaro y ahora, después de haber purgado por su falta hacia Sancho, le devolvía generosamente la libertad. Ingenua, me convencí de que aquel hombre nunca más me incordiaría ya que andaba demasiado en deuda con su benefactora y reina. Ni que decir tiene que me equivoqué de lleno. Su primera huella a las afueras de la prisión no había posado el polvo levantado cuando el infante don Juan ya confabulaba con el Mozo. Noramala me arrepentí de haber truncado su ajusticiamiento en Alfaro. Sin ninguna duda, muerto no nos hubiera causado tantos quebraderos de cabeza.

Su afán por destronarnos superaba en mucho al de los de la Cerda. Por ello, el pueblo y las comunidades empezaron a hacer mella en mí como los únicos íntegros y consecuentes.

Los ricos-hombres, fuesen de la tierra que fuesen, estaban cegados por la ambición y su palabra tenía menos valor que un grano de trigo en un molino repleto. Don Juan, viendo frustrado un intento más de sedición, huyó cual blanco y cobarde rumbo a África, sabía sólo Dios con qué intenciones.

Sancho inmediatamente convocó a las cortes en Valladolid para celebrar el triunfo contra la sedición y pasados los fastos, me llegó la inesperada noticia de la muerte de mi hermana doña Blanca de Molina, señora de estas tierras. El testamento de Blanca nos otorgaba sus posesiones. ¡El señorío de Molina quedaba a nuestra disposición! Sancho lo confirmó mediante un privilegio rodado que me otorgó. Le agradecí aquel presente como ninguno, ya que aquellas villas y tierras fueron las que me vieron nacer y a ellas me sentía arraigada.

Indagué sobre la muerte de mi hermana. Al parecer Blanca estaba tan triste que no quiso seguir viviendo y se lanzó al vacío, partiéndose la crisma. No lo pude entender, ya que vivió tiempos peores cuando Sancho la tuvo presa en Segovia junto a Isabel, su hija. Siempre fue demasiado impulsiva, probablemente fue éste el motivo que la empujó a semejante infortunio o quizá el suicidio no fuese tan voluntario como aseguraban. Ya no lo sabríamos nunca. De todos modos, circulaban un millón de historias sobre este trágico suceso. Quise regresar a este mi ansiado señorío y averiguar la verdad.

Recién llegada a Molina de Aragón, me detuve sobre el puente romano que facilitaba el paso a la ciudad e inspiré. Aquellas tierras que me vieron nacer no envejecían. Desprendían los mismos aromas y recibían de igual modo al caminante. El tiempo podría haberse detenido y nadie hubiese notado la diferencia. En aquel momento la nueva señora de aquellas tierras venía a recibirlas como era menester pero a la naturaleza aquello no la alteraba. Alcé la vista y admiré una vez más la más hermosa torre de entre las seis que guarnecían la fortaleza: la de Aragón. Con su planta pentagonal unida a la muralla, se imponía disuasoria a las voluntades de los forasteros no gratos. Vigía constante, intimidaba a cualquiera mal venido. Pensé entonces que, después de tomar posesión del señorío, tendría que nombrar un nuevo alcaide para el alcázar. A mi mente acudió irremediablemente el nombre del hombre más justo y querido que recordaba por aquellos lugares. Don Alonso Ruiz de Carrillo gobernaría con buen tino.

Las campanas de la iglesia de San Martín anunciaron las doce del mediodía y el bullicio que bajo mis pies se oía captó mi atención. Entre los pilares que sostenían el paso hacia la entrada de Molina fluía el río Gallo. Arrodilladas en su orilla, las lavanderas cantaban mientras sus niños chapoteaban, jugando a modelar figuras con el fango hallado bajo la mermada corriente estival. Sabiéndome oculta, me detuve a escuchar; sabía que, por alguna extraña razón, las mujeres soltaban sus lenguas en los lavaderos. La información no se hizo esperar. Con un gesto rogué silencio al séquito que me acompañaba.

—Como os lo digo. No es un secreto que doña Blanca se apasionaba con la cetrería. ¡Hasta una veintena de aquellos pájaros cuidaba! Dicen que ellos al iniciar el vuelo la ayudaban a olvidar su largo cautiverio en Segovia. Soñando ser uno de ellos, deja a un lado la soledad a la que se vio obligada por orden del rey don Sancho, al tener que desposar a su hija Isabel con el Mozo para obtener la libertad.

Junto a ella, una más joven la interrumpió.

—Me diréis qué tiene que ver eso con su muerte.

La vieja se enfadó.

—¡Mira que sois mentecata! Todas sabéis que mi hermana, la Herminia, la servía desde que regresó de su cautiverio y jura que la noche de su muerte bebió mucho vino, tanto que, antes de acostarla, tres veces se acercó a la ventana asegurando saber volar. ¿No fue clara su intención?

La joven rió a carcajadas, pegándole un empujón que incomodó aún más a su calaña, y se puso en jarras para imponer su criterio.

—¿Suponéis que nos lo creeremos? Lo que tiene vuestra hermana son muchas ganas de salir de entre los pucheros e imagina lo que no ve. Lo cierto es que de la muerte de doña Blanca nunca se sabrá lo cierto. El escribano ayer en la noche, y después de quedar satisfecho con mis favores, me hizo una confidencia, convencido el pánfilo de mi discreción.

Bajó de inmediato el tono de voz para dar más confidencialidad a su secreto pero la sordera de su compañera la obligó a alzarlo de nuevo, desesperada. A la tercera gritó:

—¡Estáis como una tapia! El escribano asegura que el yerno de doña Blanca, el Mozo Lara, anda enfrentado con el rey don Sancho y a favor del infante don Juan, por eso se enfadó cuando se enteró de que doña Blanca tenía la intención de entregarle a la reina doña María, su hermana, el señorío de Molina, ignorando la debida sucesión en la posesión de estas tierras por parte de su hija Isabel. Las afiladas lenguas aseguran que ordenó matar a su suegra sin dudarlo, pero lo cierto es que nadie vio al supuesto asesino de la señora.

La tercera en discordia la interrumpió.

—¿Quiere eso decir que la próxima señora que tendremos será doña María la reina?

Asintió.

Al apartarme de la barandilla del puente di sin querer un codazo a una china que había posada sobre la barandilla. Ésta se precipitó al vacío como un mes antes lo hiciera Blanca. Al tocar fondo, causó un estrépito delatador. Las tres mujeres alzaron la vista. La que más desparpajo mostraba se tapó la boca, temerosa de haber sido escuchada. Me fingí sorda y crucé la muralla con el séquito. Sorprendida por lo que escuché y consciente de que la última conjetura podría ser la más acertada, me dispuse a entrar en Molina.

Pasamos frente al convento de las clarisas y entramos en la plaza de improviso y sin previo aviso. El pregonero, subido al pozo que centraba la plaza, vociferaba las nuevas a todos sus habitantes. Todas las caras que conmigo compartieron infancia, le escuchaban atentos. Los hijos del viejo mesonero, de los molineros, de los lecheros, hortelanos, herreros, pastores y muchos más eran hombres y mujeres que me resultaban familiares. Unos mellados, otros calvos y otros tan viejos que no se tenían en pie sin balancearse sobre sus bastones permanecían silenciosos en la plaza. No hubo alma en la villa que no viese el cuerpo inerte de doña Blanca despanzurrado sobre la base de la torre más alta. Desde hacía días especulaban sobre quién la sucedería.

—¡Como es menester, es mi deber informar a todas las almas de esta villa y plaza que tenemos nueva señora! Como sabréis, no hay dos sin tres y dado que a don Alfonso de Meneses le sucedieron doña Mafalda y doña Blanca, está por llegar la que será la sexta señora de Molina y Mesa.

—¡Isabel!

Gritó desde la multitud una marisabidilla.

El pregonero sonrió feliz por su precipitado error.

—¡Doña María Alfonso de Meneses! Que es la reina de Castilla y León y mujer de don Sancho, nuestro rey. Os leo ahora una copia del privilegio que el rey nuestro señor le otorgó.

Todos quedaron mudos y el hombre sacó el documento que en pajizo pergamino secular, ornado con la ritual rueda miniada en vivos colores, impresionó a los presentes.

—Por hacer bien y honra a la reina mi señora doña María mi mujer, le doy la villa de Molina con su alcázar, por juro de heredad, en toda su vida.

Contuve la respiración a la espera de la reacción de mis vasallos. Se oyó un murmullo de sorpresa hasta que alguien de mi propio séquito osó romper el incómodo silencio.

—¡Viva nuestra señora doña María!

La contestación no se hizo esperar.

—¡Viva!

El cabildo de la iglesia fue el primero que me vio y aína hizo pública mi discreta posición. La multitud se apartó y algunos me reverenciaron, abriéndome un camino hacia el pozo que marcaba el centro de la plaza. Avancé solemnemente saludando a todos los que me presentaban sus respetos. Subí al improvisado lugar, que instantes antes ocupaba el pregonero. A mis treinta y tres años y con la experiencia que portaba en mis lomos, me sentí cohibida. Sólo el revuelo de una leve brisa estival y el zumbido de una mosca parecían ignorar mi presencia. Cientos de ojos se centraron en mí y no sé por qué los sentí más escrutadores que usualmente en los lugares públicos. Todos aguardaban a escuchar mis primeras palabras. Tragué saliva, dispuesta a ser escueta.

—Como vuestra señora que soy por el testamento de doña Blanca, mi hermana, no sólo confirmo todas las mercedes y privilegios que en su día ella os otorgó sino que, además, los amplío por mi posición de reina.

Los vítores me impidieron momentáneamente proseguir. Aguardé dos minutos y aprovechando un silencio, continué dirigiéndome al cabildo y al futuro alcaide.

—A vos, como representante de la iglesia y los clérigos en Molina, os autorizo para que cada año por el día de San Miguel toméis maravedíes del pecho que a los judíos se les cobra. En el caso de que éstos se negasen a colaborar, autorizo a don Alonso como alcaide, que lo es desde este preciso momento del alcázar, para que prenda a los mencionados judíos y los encierre y no les dé de comer ni de beber hasta que os den estos mil maravedíes.

Hice un breve silencio mientras el cabildo y don Alonso me reverenciaban agradecidos. Los responsables del orden espiritual por un lado y del orden público por el otro ya estaban nombrados y, al parecer, satisfechos. El siguiente paso sería premiar a todos y cada uno de mis vasallos, independientemente de su estado o posición.

—Además, a partir de este momento, mediaré para que los ganados atraviesen Aragón sin pago alguno. Concedo el mercado franco a Molina y, por último, os eximo a todos sus vecinos de pagar portazgo en todo el reino excepto en Toledo, Sevilla y Murcia, que no son plazas que puedan prescindir de ello.

Al callarme los vítores se reanudaron y así continuaron durante mucho tiempo.

Disfrutamos de todas y cada una de las tradiciones que el pueblo solía acostumbrar en las celebraciones conmemorativas.

El calor estival de finales de junio no importó a nadie. Durante el día se sucedían lidias de toros, moros salteadores provistos de palos, espadines y cadenas que nos deleitaron con sus danzas y piruetas. Fastuosas representaciones de los autos sacramentales escenificaron el triunfo del bien contra el mal y como colofón, una inmensa torre humana coronada por un niño disfrazado de ángel en su altísima cima. Al anochecer, las luminarias mantenían vivo el espíritu festivo de todos hasta la madrugada.

Ordené que a nadie le faltase de nada durante aquellos homenajes. Las relucientes bandejas resplandecían vacías segundos después de haber circulado por entre las callejas de la villa. No faltaron truchas asalmonadas o escabechadas, bolos con morro, setas, migas, gachas, leche frita o carne adobada, entre mis vasallos. Incluso los mendigos olvidaron durante aquellos eventos el usual sentir vacío de sus entrañas. Me propuse acabar con el hambre por aquellos lares, al menos durante mi estancia en ellos.

A los pocos días nació Beatriz en Toro, imitando a su hermana Isabel. La dicha de Sancho fue grande, ya que deseaba otra niña después de tanto varón. Sólo Dios sabía que ésta sería mi última hija. Aquella niña nació de la mano del maestre Nicolás y de fray Gil de Zamora, que como ayo de Sancho presenció el parto junto a él.

El historiador Jofre de Loaysa tomó buena nota como cronista del suceso y el astrónomo Juan de Cremona auguró la buena suerte en la niña, ya que aseguró que nacía con estrella. Los pintores Rodrigo y Alfonso Esteban tampoco quisieron perderse el evento y como excusa para entrar me trajeron una virgen policromada para el pequeño altar trashumante que viajaba conmigo. Tanto nos influyeron por aquel entonces tan sabias mentes que, al pasar por Alcalá de Henares, quiso Sancho fundar una universidad para que todos ellos tuviesen un lugar donde reunirse y compartir su cognición con otros sedientos de sapiencia. Su cancelario ya estaba nombrado y la primera piedra bien cimentada.