17.
EL DESENGAÑO.
SEGOVIA, 1296

«Hacía una enemiga, bien sucia de verdad,
Cambiaba los mojones para ganar heredad
Hacía en todas formas tuertos y falsedad,
Tenía mala fama entre su vecindad».

GONZALO DE BERCEO.
El labrador avaro

Sentada en la poltrona, a la sombra de la única encina que había crecido en el interior de la fortaleza, admiraba las dotes cazadoras de mi hijo. Al acecho y expectante, esperaba en silencio la aparición de su presa. Su orden resonó en el patio, a pesar de que su voz estaba tornando por aquel entonces de aniñada a hombruna.

—¡Cu!

Desde detrás de un carro cargado de paja, el escudero abrió una jaula, tomó al azar un pichón de la docena que guardaba y lo lanzó al aire. El pájaro, de inmediato, alzó el vuelo aturdido y asustado. Fernando tensó la ballesta, disparó y ensartó la pieza. El animal fulminado cayó dando vueltas en el aire. Los mancebos de su alrededor le aplaudieron desganados. No era para menos, ya que al día siguiente habría un torneo de tiro entre ellos y la maestría del rey en el manejo de las armas sería difícil de superar. Si la certeza de su tiro era tan clara sobre un objetivo en movimiento, ¿qué haría frente a una diana quieta? Las flechas pintadas con las armas de Castilla y León siempre acertarían en el centro y el torneo carecería de interés incluso para el más aficionado.

Muy a mi pesar, tenía que admitir que Fernando ya estaba listo para salir solo a campo abierto. Ya no se lo podría impedir. Muy pronto su arregostarse por la caza se haría notar, y los ambiciosos petulantes que le rodeaban sabrían aprovechar estos momentos, en los que no andaría bajo mi guarda, para estrujar esta obsesión real en su beneficio.

Fernando agradeció los aplausos y desprendiéndose del arco, tomó un botijo de agua fresca para saciar su sed. Después, regó todo su rostro y cabeza con el chorro. El líquido empapó su camisa, adhiriéndola a su piel. El contorno de su cuerpo se hizo claro y fue entonces cuando me di cuenta de que hacía mucho tiempo que no le veía desnudo. Sus brazos ya estaban lo bastante fornidos como para sostener el pesado barro en alto y los músculos de su pecho se estaban desarrollando, incluso una sombra sobre su labio perfilaba el bigote incipiente que marcaba el inicio de una barba poblada. Crecía irremediablemente y para cuando me quisiera dar cuenta ya no me necesitaría para nada. Tenía que despabilarme para formar a un buen rey antes de que éste se despegase definitivamente de las faldas de mi sayo.

Le tendí un paño de algodón para que se secase.

—Buen disparo. Si pusieseis tanto empeño y atino en las letras como en las armas, serías el mejor rey que Castilla conociera nunca.

Arrancando la toalla de entre mis manos, me miró con desprecio ya que se negaba desde hacía tiempo a escuchar a sus maestros.

—Para eso, madre, está la Universidad de Alcalá. Aquella que fundasteis junto a mi padre y donde se reúnen los hombres doctos y amantes del saber. No deseo enarbolar la bandera del saber. No es mi camino ni creo que sea el más propicio. Recordad a mi abuelo el Sabio, ¿de que le sirvió tanta sapiencia al final? Prefiero cabalgar junto al pendón de Castilla en las batallas que hemos de librar.

—Sois libre de pensar como queráis, pero os equivocáis de lleno. Para ser un buen estratega hay que conocer la historia y saber en qué se equivocaron los que nos precedieron. Así se ataja el camino en los lances. Os puedo asegurar que, desde que don Pelayo comenzó la reconquista de las tierras godas, se han librado mil batallas. De entre estas mil, siempre se puede encontrar alguna parecida a la que nos toca enfrentar que nos oriente sobre la estrategia más indicada en contra del moro usurpador. Todos debemos conocer nuestra historia. Nosotros, los reyes hispano-góticos, tenemos la obligación de honrar a nuestros antecesores.

Por un momento, puso atención en mis palabras. Se sentó a mi lado y me miró con curiosidad. El gusanillo de la inquietud recorría su cerril pensamiento y aproveché la ocasión para proseguir. Rogué a Dios que no me hiciese tediosa en el divulgar.

—Muchos caballeros recorren el mundo en defensa de la cristiandad. Nosotros, Fernando, tenemos la oportunidad de hacerles ese honor aquí mismo y sin tener que trasladarnos a lejanos lugares como Jerusalén o la tierra del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo. Es la cruzada contra los infieles. Nuestras fronteras han de extenderse y afianzarse hasta completar el antiguo territorio de Hispania. Tenemos que organizar las regiones conquistadas al enemigo, como mejor convenga, convirtiéndolas en feudos de abolengo, reales o de alguno de nuestros señores.

Mira, hijo, vuestro padre, abuelo, bisabuelo lucharon por ello y por ello habéis de luchar vos y los que os sigan. Mientras seáis menor, mi obligación es guiaros. La repetición y reiteración de este mensaje os calará hondo y surcará huellas imborrables en vuestra sesera, como un arado la tierra antes de sembrar. Algún día, cuando yo no esté para tenderos la mano, el buen criterio, la educación y la intuición que os mostré, ocuparán mi lugar.

Los gritos de alguien me hicieron callar repentinamente. Contrariada por la inoportunidad, me dispuse a proseguir, pero para entonces Fernando andaba ya distraído mirando a lo alto de la muralla. Un sinfín de bandadas de pájaros levantó el vuelo. Las liebres y alimañas se escondieron en sus madrigueras y los pastores que no estaban en casa se cobijaron en las cuevas con sus rebaños. La guardia corría de un lado para otro, asomada al exterior y sin saber muy bien qué hacer. Poniéndome las manos a los lados de la boca, pregunté en alta voz:

—¡Quién va!

El capitán de la guardia me contestó de inmediato:

—Mi señora, doña Violante solicita la entrada en Valladolid.

Después de comprobar de reojo que la puerta de la muralla continuaba cerrada me levanté.

—¡No se os ocurra abrir!

El hombre asintió. Yo comencé a subir los empinados escalones. Una vez arriba, sólo me asomé a una estrecha tronera para ver sin ser vista. Ordené a todos que acallasen el murmullo que tenía alborozado todo el recinto amurallado y me limité a escuchar. A un tris, Fernando se asomó a mi lado. Con un dedo le indiqué silencio.

Una sonrisa se esbozó en su boca pues la escena resultaba cómica. Su abuela Violante, roja de rabia, gritaba desaforadamente. De su toca escapaba un mechón de canas albarazadas y despeinadas. De sus muecas, insultos tan duros que más parecían blasfemias.

Recordé sonriendo el viejo refrán castellano y lo susurré al oído de Fernando:

—«No hay mejor desprecio que el no hacer aprecio». Repetídselo al capitán como una orden.

Asintió y corrió a darla. La guardia inmóvil observaba cómo la reina viuda de Castilla y León, la misma que un día fue la mujer de mi suegro, se desgañitaba hasta la afonía.

Así estuvo durante una hora, recordándonos uno a uno los problemas que más nos acuciaban.

—Sabed que no son sólo los nobles los que conspiran en vuestra contra. Las coronas circundantes os asolan con su sombra. Pero aquí está la abuela de vuestro hijo, aquel que llamáis rey en contra del verdadero, su primo Alfonso de la Cerda, para poneros al día.

Fernando enrojeció de ira y olvidando mi consejo recuperó su ballesta, apuntó y disparó una flecha que sobrevoló el muro. Por desgracia, cayó muy cerca sin herirla. Su carcajada sonó como la de una bruja en pleno aquelarre. El eco se hizo con ella y la repitió una y otra vez. Ni siquiera los pájaros osaban interrumpirla. Pude sentir cómo el silencio transformó nuestro sentir de mofa inicial en recelo. Aquella mujer era muy capaz de pactar con el diablo en contra de nuestro Dios para conseguir sus propósitos. Prosiguió:

—Querida nuera, ¿o debería decir odiada, ya que ahora sois vos la señora de esta ciudad que un día fue mía y hoy osa cerrarme las puertas? Tan encerrada e ensimismada andáis en vuestros reinos que no sabéis qué es lo que acontece en los vecinos. ¿Qué os ocurre, María? Parecéis estar demasiado ocupada defendiendo cual gallina a vuestro polluelo de los zorros colindantes, que olvidáis mayores pormenores. Deberíais advertir a Fernando de lo malo de actuar con venalidad y visceralmente.

Tomó aire y reanudó:

—Veo que queréis que siga y no me estorbáis. Pues bien, habéis de saber que don Juan se alía con el rey de Granada. Se ha autoproclamado, en la ciudad sarracena, rey de Castilla y León. Con la ayuda de las tropas musulmanas aspira a arrancar la corona a vuestro hijo. Por otro lado, mi buen Jaime de Aragón ha ocupado Murcia y Alicante. Portugal se apodera, sin resistencia, de vuestras tierras de Alcañices como los navarros y franceses lo hicieron con Nájera.

A escondidas de su vista, me tapé los oídos. Era cierto que todo se desbarajustaba y estaba cansada de las eternas y enmarañadas madejas de tratos, pláticas, alianzas, rompimientos, avenencias, traiciones, alternativas y revueltas. Aquella desagradable voz resonó de nuevo en mi cabeza.

—¿De verdad creéis que venceréis sola junto a un niño enfermo? No os engañéis, por muchas medicinas que le dieseis a su nodriza si aún la tuviese, él nunca sanará.

Su risa histérica rechinó en el exterior. Inclinándose, tomó del suelo la misma flecha de Fernando. Empuñándola, la usó para clavar lo que parecía una carta en la puerta. Con la voz cascada, como si obedeciera al conjuro más temible, por fin se despidió.

—¡Me retiro a la villa de Cabezón! Allí aguardaré por unos días vuestras noticias y espero sinceramente que no me defrauden en mis propósitos porque, de ser así, os aseguro que os arrepentiréis para siempre. En Ariza, don Alfonso de la Cerda y don Pedro de Aragón esperan mi orden para atacar vuestras fronteras.

La brisa hecha fuego nos acarició las mejillas, al tiempo que la excitada se reafirmaba en su carcajada al ver que no obtenía respuesta. Al comprobar que su amenaza no me había impresionado en absoluto, bajó el tono de voz como si hablase para sí misma. Aun así la seguíamos oyendo.

—Dado que nada parece alteraros y que pensáis que sois todopoderosa como Dios, espero, María, que no fallezcáis del susto al leer el contenido de esta carta, porque he de reconocer que me gustáis como rival y espero no perderos. Me sería difícil y aburrido encontrar otra mujer con vuestras virtudes para batirme.

Al parecer, semejante víbora guardaba un as en la manga y su orgullo herido la delataba. No me pude contener.

—¡Id en paz, Violante, que con la ayuda del Señor tendréis a María de Molina y a su hijo Fernando, rey de Castilla, en vuestra contra para rato!

Agotada por los insultos, miré cómo se alejaba. Aquella mujer no dudó en abandonar a su señor marido, don Alfonso, cuando más la necesitaba. Osó enfrentar a sobrinos y hermanos para aquistar que sus deseos se cumplieran y muchos, incluso, la acusaban de asesina ya que los juglares cantaban historias referentes a una mujer que mandó envenenar a su propia hermana con cerezas sólo por envidiar su belleza. Corría el rumor de que la historia hacía referencia a Violante y todos sabían que Constanza, su hermana, murió muy joven un verano después de almorzar este fruto. Sólo con un poco de mercurio, conseguido de manos de un alquimista experto e inyectado en la fruta, se podría conseguir.

Al final de la gran llanura castellana, la polvareda que levantaba su séquito se confundía con el oscuro avanzar de una tormenta en el claro cielo. La línea del horizonte se cubrió de polvo y nubes que, unidos, simbolizaban los turbulentos momentos en los que nos encontrábamos.

Violante, con todos sus improperios y amenazas, no consiguió avanzar en su propósito ni cruzar la puerta. Quedaba demostrado que en muchas ocasiones era mejor la tranquilidad y el sosiego para mermar voluntades ariscas e inhospitalarias.

Cuando se alejaba, pedí que me trajesen la carta. Con curiosidad, la comencé a leer ansiosa, pero según avanzaba me defraudaba al comprobar su contenido. Reduje la velocidad de mis pasos y busqué un lugar más discreto para seguir leyendo. Lo encontré en el hueco de una escalera.

El corazón se me encogía a cada palabra escrita. Si las amenazas me habían sido indiferentes, en cambio aquel pergamino me estaba apuñalando por la espalda como hacía un segundo lo hiciera la flecha en el portón:

Señora de Molina:

En verdad sois más párvula e ingenua de lo que nunca pensé. No acaban vuestros problemas en los enemigos mencionados, pues hay otros que al parecer ignoráis. El papa Nicolás IV ha muerto y, como sabréis, el rey Felipe de Francia ha nombrado sucesor a Bonifacio, el octavo pontífice de este nombre desde el nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo. No será difícil que el papa obedezca al rey de Francia, ya que se sienta en el trono de san Pedro gracias a él. Se comenta que quizá el nuevo declare nulos todos los actos de su predecesor y no sería difícil meter en la misma terna el documento que hizo válido vuestro matrimonio con Sancho. Más si consideramos que el legajo era falso de antemano. ¿Os extrañáis? Pues sabed que vuestra dispensa matrimonial fue trucada por vuestro mismo marido. Andaos con cuidado porque, sin duda, los dos están muy hermanados. ¿Sabéis que corre el rumor de que el nuevo pontífice le está tan agradecido al rey que, si éste se compromete a terminar con los poderosos templarios, él canonizará a su antepasado el rey Luis de Francia? Ya veis cómo son las cosas, aquí todos quieren que el que fue mi suegro, Fernando, sea santo y en Francia se nos adelantan, como siempre. Tal y como os digo, tendremos antes un san Luis de Francia que un san Fernando castellano; el salvador de la herejía en Sevilla, el vivo reflejo de la madeja de «no más dejado» no será santo hasta que el francés lo consiga antes. Divago a sabiendas de que esto último no es lo que os inquieta. ¿Pensáis que estoy loca? Hablándoos de santos cuando la legitimidad de vuestro matrimonio e hijos está en entredicho. ¿Queréis saber más al respecto? Pues preguntad al fraile que falsificó el sello y el lacre pontifical. Creo, María, que por mucho que os resistáis a ello, para el sumo pontífice vivisteis una cohabitación ilícita con aquél al que llamasteis marido. Vuestro contubernio dará mucho de qué hablar a nuestros sucesores. Para el Vaticano, Sancho vuelve a ser recordado como bígamo, incestuoso y un rebelde insolente hacia el que fue su padre, don Alfonso. Os estaréis preguntando el porqué de la mentira de Sancho. Es sencillo: fuisteis tan tenaz e insistente en vuestra petición que Sancho, mi hijo, no quiso defraudaros en este vuestro deseo y ordenó falsificar la dispensa con la que soñabais. Supongo que, llegado este momento, estaréis a punto de romper este pergamino. Cuando lo hagáis, recordadme, porque estaré disfrutando en la distancia con vuestro dolor.

Violante, reina de Castilla.

Quise morirme y, como deseó Violante, rompí el papel. Repentinamente recordé a aquellos monjes que un día nos recibieron, cerca de Guadalajara, en su monasterio y que le entregaron una carta a Sancho que escondió rápido en su camisa. Inmediatamente ordené que investigasen semejante revelación con la secreta esperanza de que aquello no fuese más que una mentira. Y una falsa intuición por mi parte.

A los pocos días me llegó la noticia de la mano de Oliveras. Él mismo, tembloroso, me explicó lo acontecido.

—Mi señora, al parecer queda confirmado que el papa Nicolás jamás firmó vuestra dispensa en vida. Al saberlo, don Sancho pensó que nunca existiría a lo largo de su vida otro papa más afín a su causa. Si éste no lo había reconocido, nadie más lo haría; por lo tanto, no le quedó otro remedio que la falsificación para obtener su propósito. No podía morir pensando que Fernando no reinaría. La falacia y la mentira remediarían el error de una injusticia.

Mandó entonces dinero para que un fraile mercenario y sin escrúpulos se dejase comprar. En todos lados existen personas sin voluntad. Aquellos hombres, con gran maña y sabiduría, imitaron el papel, el sello, la firma y el trazo. Todo fue tan perfecto que incluso aseguraron a mi rey la constancia de una copia exacta en los archivos de la cancillería pontificia.

El artífice principal de toda la farsa fue un hombre de Úbeda, llamado Fernán Pérez. En su casa hallamos sellos del sumo pontífice, tinta, lacre del mismo tipo e incluso un papel muy similar.

Oliveras quedó en silencio. Procuré retener el llanto pero no pude.

—Sois demasiado bueno en cumplir con vuestros cometidos, Oliveras. Prended al tal Fernán Pérez y mandadlo ejecutar. Semejante farsa no puede pasar desapercibida ni impune al castigo.

Toda mi rabia cayó sobre aquel lazrador. Quedé en la penumbra de la estancia rogando a Dios que el papa sucesor no se enterase y que Violante nunca le informase. Ilusión vana ya que no fue así. El día 21 de marzo de 1297, como ya temíamos, Bonifacio VIII mandó recado de anular todo. Para entonces, mis lágrimas se habían secado. Maldije a Sancho por haberme hecho creer durante cinco años de mi vida que nuestro matrimonio había sido válido. De todos modos, perseveraría y lucharía hasta el día de mi muerte para que lo que aquel día se decía nulo fuese legítimo. Estaba dispuesta incluso a pagar lo que se me pidiese. Cinco mil libras fueron las que me solicitaron y para aquel propósito rasqué los fondos de las arcas, que bien lo valía el fin.

Pasado un tiempo y apoyada en una de las balaustradas de las ventanas del salón del trono del alcázar de Segovia, inspiré profundamente procurando relajarme. El olor de todas las plantas aromáticas que tapizaban nuestra Castilla se había impregnado en el aire. Romero, tomillo, jara, algalia y lavanda perfumaban la brisa. Cerré los ojos para apreciarlo mejor y sentí la caricia de un cándido pincel tiznándome de rubor las mejillas. Fue tan obstaculizada y angustiada nuestra entrada en la ciudad, que ahora hasta el roce suave de los últimos rayos al atardecer en un momento de sosiego eran placenteros, a pesar de mi dolencia.

Las largas noches que velé para que Fernando sanase en nuestro transitar habían mellado mi cansado cuerpo. No por el posible contagio, sino porque me creció un enorme bulto bajo la axila. Al pincharme brotó de él un líquido pestilente y amarillo. Sin pensarlo, me llevé la otra mano al lugar y sentí bajo el sayo los emplastos con hierbas que me pusieron los físicos sobre la herida sangrante. Sobre el corazón, me posaron una pítima para protegerlo. Tanto me dolía que estaba casi manca. Rezaba todos los días con la esperanza de recuperar la movilidad del brazo. Procuré evadirme de la dolencia con todos los sentidos, saboreando el mejor remedio con el que contaba; la visión de aquel paisaje, su silencio y su luz.

Fernando se asomó a mi lado ignorando mi mal, ya que no le quise preocupar. Sin romper el silencio, se quedó absorto y pensativo mirando a la lontananza. Extasiado como andaba, le miré fijamente. Temí por su completa recuperación cuando a nuestra llegada nos encontramos cerradas las puertas de Segovia. Gracias al Señor, la negociación, como en otras ocasiones, fue rápida y aquella misma noche pudimos dormir a cubierto. Aun así, su rostro estaba demacrado y tan delgado que parecía cadavérico. Lo acaricié.

—Tenéis que engordar, Fernando. Vuestro estornudo es tan parecido al que antaño acució a vuestro padre que me hace temer lo peor. ¿Sabéis que corre el bulo entre los concejos de que sois tan desmalazado y enfermizo que os auguran una pronta muerte? ¡Si no conseguimos convencerles de lo contrario, los partidarios de los de la Cerda no dudarán en utilizar vuestra falta de salud como excusa para entronizarse!

Me miró con cariño.

—Vos sí que tenéis mala cara, madre. ¿Os habéis mirado al espejo?

Fruncí el ceño y me puse muy recta para enaltecerme. Tenía que disimular como fuese, pues en realidad tenía fiebre desde hacía días. Confié en curarme pronto sin guardar cama. Fingí como nunca.

—Bien sabéis que no soy una mujer demasiado presumida y que hay muchas cosas a las que me entrego con más ahínco que al cuidado del cuerpo. Todavía soy joven y, para vuestra información, os diré que debo de estar de buen ver ya que don Enrique, vuestro tío, quiere casarme con el infante don Pedro de Aragón.

Claramente estaba bromeando pero Fernando no lo tomó así.

—No es verdad, madre. ¿Habéis aceptado?

Me hice la remolona.

—¿No sería acaso una buena solución para acercarnos a la ansiada paz con Aragón?

Fernando me miraba con incredulidad y desesperación. Proseguí.

—Además, sería divertido, ya que el pretendiente está ya comprometido con Guillermina de Moncada.

La sorpresa se dibujó en la cara de Fernando.

—¿No fue esa misma la fea prima que destinaron a mi padre, don Sancho, para desposarse antes de conoceros?

Sonreí.

—La misma, hija del señor de Bearne. Sin duda, en su destino está escrito que yo he de cruzarme en todas sus relaciones conyugales robándole sus esposos.

Fernando pasó de la sorpresa a la indignación.

—Esto es serio, madre, y no es propio de vuestra majestad mofarse de algo así. ¡Debéis de estar enferma! Comportaos, no bromeéis y decidme que no habéis aceptado.

Repentinamente, sentí un escalofrío y el buen humor huyó despavorido de mi semblante. Tuve que entrar en el salón y sentarme en el trono contiguo al de Fernando. Mi hijo me siguió a la expectativa de mi contestación.

—Querido Fernando, para vuestra tranquilidad y hablando en serio, os diré que lo rechacé de lleno por nobleza y dignidad. Podéis estar tranquilo porque jamás quebrantaré la palabra de mi primer consorcio, aun a trueque de ganar cien coronas para vuestras arcas. Desgraciadamente, la paz es demasiado endeble como para creerla definitiva por un simple matrimonio. Mi respuesta fue tajante y negativa. No admitiré en mi toca blanca de viuda el más mínimo lunar.

Sentí un mareo repentino. Apoyé el codo en el reposabrazos y posé mi frente sobre la palma de mi mano. La sala daba vueltas y se me nublaba la vista. El sudor de mi frente se hizo gélido. Fernando vino a abrazarme en señal de gratitud, y sólo recuerdo que tuvo que sostenerme para que no me cayese al suelo. Estaba ardiendo y ya no me sentía capaz de disimular más.

Desperté empapada por el sudor y sobresaltada. Tenía acelerada la respiración y el temblor metido en los huesos. No recordaba cuánto tiempo llevaba inconsciente. Podrían haber pasado dos segundos o dos siglos, igual daba; lo cierto es que un mal sueño seguía grabado en mi mente. El primero en percatarse de mi despertar fue el abad de Santander, que acudió presto a atenderme.

—Ave María purísima. Aprovechad ahora, hija, que la fiebre arrecia para confesar.

—Ahora no, padre. El miedo me impide el sosiego que necesito para el previo acto de contrición. Sólo soy capaz de transmitiros el pavor que produce una pesadilla.

Con una inclinación de cabeza, don Nuño tomó mis manos en las suyas y se dispuso a escuchar.

—Unos grilletes demasiado estrechos para mis miembros me apretaban tobillos y muñecas. Tan prietos me asían que, a base de rozarme sin piedad, ya abrían en mis carnes profundas llagas. Quise gritar pero ni siquiera podía calmar el dolor dando rienda suelta al quejido, pues mi boca estaba sellada por una mordaza. La angustia muda de la obligada quietud se reflejaba en mis ojos.

«Unos extraños cantos resonaban en las bóvedas del calabozo. Me sonaron a satánicos, ya que la voz que más sobresalía era la de doña Violante. Alternaba un estribillo, que presagiaba la muerte de Fernando y la mía, con las estrepitosas carcajadas que ya conocíamos. Al tiempo, ofrecía a mis hijos unos dulces de miel emponzoñados por el veneno».

«Ellos cerraban sus pequeñas bocas renunciando inteligentemente a tan pernicioso bocado. Junto a la bruja, el infante don Alfonso de la Cerda sonreía disfrutando del espectáculo. Violante golpeaba, enfadada por el rechazo, las jaulas en las que estaban encerrados y éstas se bamboleaban como el badajo de una campana en el aire ya que estaban colgadas del techo. Sus pequeños cuerpos se golpeaban a diestro y siniestro, hasta que el macabro péndulo recuperaba la quietud inicial. En cada una de las jaulas ponía un nombre. Aquel que simbolizaba las plazas fuertes en las que tuve que dejarlos morando como prendas de la promesa de fidelidad que sus habitantes me hicieron en nuestro duro caminar. Sin duda, me habían traicionado entregando a mis propios hijos al enemigo».

«Todos imploraban ayuda y yo me angustiaba cada vez más por sentirme incapaz de proporcionársela. Felipe me llamaba desde Villalpando. En Palencia, Pedro, muy quieto, observaba a los demás. Enrique, mudo, zarandeaba su particular calabozo para llamar mi atención desde Toro. Beatriz, desde el alcázar de Toledo, lloraba asustada entre hipidos, mientras su hermana Isabel me llamaba desde Guadalajara solicitando que la rescatase del repudio de su señor marido, el rey de Aragón, ya que no era mora».

«Desesperada buscaba a Fernando, pero éste no estaba. Era el único que faltaba en tan tétrico escenario. Repentinamente aparecieron, como por arte de magia, en el centro de la estancia, muchos caballeros sentados alrededor de una mesa. Sobre ella, una gran tarta con las armas dibujadas de Castilla y León».

«Los infantes de la Cerda, los reyes de Aragón, Francia, Portugal y Navarra, e incluso el infante don Juan junto al emir de Granada miraban con codicia el dulce, esperando conocer su tajada. También me pareció ver en segundo plano a los señores de Lara y de Haro, que, hambrientos de codicia, aguardaban para lamer las migajas sobrantes de tanta corona. Mi suegra tomó un gran cuchillo y se dispuso a repartir junto a la silueta fantasmagórica de su señor marido. Aún la oigo».

—«Para mi nieto Alfonso de la Cerda, como legítimo sucesor de la corona, el pedazo más grande; su verdadero reino, libre de usurpadores. Aquí tenéis: Castilla, Toledo y Andalucía son vuestras y pronto seréis nombrado rey en Sahagún».

Asintió.

—«Para mi hijo, el infante don Juan, León, Galicia y Asturias. Él sabrá si quiere entregar a Dionis de Portugal alguna de sus plazas fuertes fronterizas».

—«Por último, estoy en deuda con don Jaime de Aragón, por lo que le sirvo este pedazo en la escudilla. Es la Murcia que tanto ansía».

«El aragonés se alegró de la concesión. Desesperada, mugí como las vacas ya que no podía gritar amordazada. Me ignoraban, mientras asistía impotente al reparto del reino de Fernando entre sus enemigos. Fue entonces cuando desperté, mi querido abad».

Don Nuño me acarició las manos con la confianza que un confesor tiene en su confidente.

—Mi señora, sin duda la fiebre os hizo delirar y todo es producto de vuestra imaginación.

—Dios os oiga, don Nuño, porque todo parecía real y aunque no creo en las premoniciones, las advierto posibles. Ayudadme a levantarme y llevadme al ventanuco. En esta estancia me ahogo. Necesito respirar aire fresco y estirar mis entumecidas piernas.

Entre dos dueñas y el abad me ayudaron a incorporarme. En ese preciso instante, el día se tornó noche y las tinieblas se apoderaron de la estancia. Asustada como estaba, me cobijé en los brazos del abad de Santander. Su voz calma me apaciguó.

—Los astrólogos lo predijeron, es un eclipse que pronto pasará.

Lo miré sorprendida.

—¿No es indicio de premonición?

—Es increíble, mi señora, cómo sois de realista en algunas ocasiones y de fantasiosa en otras. Es sabido que cuando hay eclipses los hombres inventan grandes catástrofes, auguran el fin del mundo o fantasean con monstruos más terribles aún que los mitológicos griegos. Os puedo asegurar que todo son pamplinas y que, con respecto a la niebla, en cuanto se haga la luz todo será igual.

Al instante, la claridad se impuso en mis aposentos y con los rayos del sol entraron dos figuras. Tardé en distinguir sus contornos por la ceguera transitoria que tuve al mirar directamente el eclipse. Al reconocerlas, un escalofrío recorrió mi cuerpo y sólo pude señalarlas para que el abad de Santander las viese.

Isabel corrió hacia mí y me abrazó llorando. Sólo pude musitar a su dueña con voz tremente:

—Doña María, por Dios, no me digáis que don Jaime de Aragón nos la envía de regreso.

Mi querida dueña, a quien le confié la guardia y custodia de mi hija mayor hasta que llegase a la edad núbil, sólo se encogió de hombros en señal de aceptación.

—El rey de Aragón parece darnos la espalda y ahora quiere casarse con una hermana de Carlos de Anjou. Alega que la dispensa que necesita para desposarse con Isabel no llega y no quiere tener hijos tan ilegítimos como los vuestros.

La turbación me obligó a tumbarme de nuevo en el lecho. Isabel me besó. A sus trece años casi era una mujer, por lo que, al menos, no había consumado y sería fácil buscarle otro esposo. Al acariciarla me di cuenta de mi temblor. Doña María Fernández de Coronel acababa de confirmar, sin saberlo, la veracidad de mis malos sueños. La intuición me hizo suponer que la premonición se cumpliría irremediablemente. Pero ¿dónde?

Mandé a Oliveras a cabalgar por los campos de Dios, en busca de información, y ordené nuestra partida inmediata hacia Valladolid, ya que la fiebre arreciaba.