LIBRO PRIMERO
AQUÍ, al principio, Franz Biberkopf sale de la cárcel de Tegel adonde lo ha llevado su insensata vida anterior. Le cuesta echar raíces de nuevo en Berlín, pero finalmente lo consigue y se alegra de ello, y jura llevar una vida honrada.
A la ciudad con el 41
Estaba ante la puerta de la cárcel de Tegel y era libre. Ayer aún, en los campos de atrás, había rastrillado patatas con los otros, en uniforme de presidiario, pero ahora llevaba un abrigo de verano amarillo; ellos rastrillaban atrás, él estaba libre. Dejaba pasar un tranvía tras otro, apretaba la espalda contra el muro rojo y no se iba. El vigilante de la puerta pasó varias veces por delante, le indicó su tranvía, pero él no se fue. Había llegado el momento terrible (¿terrible, Franze, por qué terrible?), los cuatro años habían terminado. Las negras puertas de hierro, que desde hacía un año contemplaba con creciente aversión (aversión, por qué aversión) se habían cerrado a sus espaldas. Lo ponían otra vez en la calle. Dentro quedaban los otros, carpinteando, barnizando, seleccionando, encolando, les quedaban aún dos años, cinco. Él estaba en la parada del tranvía.
Empieza el castigo.
Se sacudió, tragó saliva. Se pisó un pie. Luego tomó carrerilla y subió al tranvía. En medio de la gente. En marcha. Al principio era como cuando uno está en el dentista, que coge la raíz con las tenazas y tira; el dolor aumenta, la cabeza está a punto de estallar. Volvió la cabeza atrás, hacia la pared roja, pero el tranvía volaba con él sobre los raíles y sólo su cabeza quedó mirando hacia la prisión. El tranvía tomó una curva, se interpusieron árboles, casas. Aparecieron calles animadas, la Seestrasse, subió y bajó gente. Dentro de él, algo gritaba horrorizado: cuidado, cuidado, ya empieza. La punta de la nariz se le helaba, algo temblaba en sus mejillas. «Zwölf Uhr Mittagszeitung», «B. Z».[1], «Die neuste Illustrirte», «Die Funkstunde neu». «Billetes, por favor». Los polis llevan ahora uniformes azules. Se bajó otra vez del tranvía sin ser notado, estaba entre personas. ¿Qué pasaba? Nada. Un poco de compostura, cerdo famélico, haz un esfuerzo o te parto la cara. Gentío, qué gentío. Cómo se agita. Mi sesera necesita engrase, seguro que está seca. ¿Qué era todo aquello? Tiendas de zapatos, tiendas de sombreros, lámparas eléctricas, tascas. La gente tiene que tener zapatos para poder correr tanto, también nosotros teníamos una zapatería, no hay que olvidarse. Cientos de cristales relucientes, déjalos que brillen, no te irán a dar miedo, te los puedes cargar, qué pasa con ellos, los acaban de limpiar. Estaban levantando el pavimento en la Rosenthaler Platz, caminó con los demás por los tablones. Uno se mezcla con los otros, todo se arregla, no notas nada, muchacho. En los escaparates había figuras con trajes, abrigos, con faldas, con medias y zapatos. Fuera todo se movía, pero… detrás… finada! ¡Nada… vivía! Aquello tenía rostros alegres, se reía, aguardaba en el islote del tráfico frente a Aschinger[2] en grupos de dos o tres, fumaba cigarrillos, hojeaba periódicos. Estaba allí como las farolas… y… se quedaba cada vez más rígido. Formaba una unidad con las casas, todo blanco, todo de madera.
El terror lo acometió cuando bajó por la Rosenthaler Strasse y, en una pequeña taberna, había un hombre y una mujer sentados muy cerca de la ventana: se echaban al coleto la cerveza de los jarros, bueno y qué, sólo bebían, tenían tenedores y se metían con ellos pedazos de carne en la boca, luego sacaban otra vez los tenedores pero no sangraban. Ay, cómo se le retorcía el cuerpo, no consigo calmarlo, ¿adónde ir? Aquello respondió: es el castigo.
No podía volver, había venido con el tranvía hasta aquí, tan lejos, había salido de la cárcel y tenía que meterse, más adentro aún.
Eso ya lo sé, suspiró para sí, que tengo que meterme aquí y que he salido de la cárcel. Tenían que soltarme, el castigo había terminado, todo tiene su orden, los burócratas cumplen su deber. Me meteré ahí, pero quisiera no hacerlo, Dios mío, no puedo hacerlo.
Anduvo la Rosenthaler Strasse, pasando por delante de los almacenes Tietz[3], torció a la derecha por la angosta Sophienstrasse. Pensó: esta calle es más oscura, donde está oscuro será mejor. Los presos se encuentran en régimen de aislamiento, celular o común. En régimen de aislamiento, el preso es mantenido día y noche, sin interrupción, separado de los otros. En el régimen celular se mete al preso en una celda, pero se le lleva con los otros para hacer ejercicio al aire libre, dar clases o asistir a los servicios religiosos[4]. Los tranvías pasaban alborotando y tocando la campanilla, las fachadas se sucedían sin pausa. Y había tejados sobre las casas, que flotaban sobre ellas, los ojos se le iban hacia lo alto: con tal de que los tejados no resbalen, pero las casas se mantenían derechas. Adónde iré, pobre diablo, caminó arrastrando los pies a lo largo de las paredes, aquello no se acababa nunca. Soy completamente bobo, se puede dar una vuelta, cinco minutos, diez minutos, luego se toma un coñac y se sienta uno. Al toque de campana correspondiente, el trabajo debe comenzar sin demora. Sólo puede interrumpirse el tiempo fijado para comidas, paseos y clases. Al pasear, los presos deben mantener los brazos extendidos y bracear.
Allí había una casa, levantó la vista del pavimento, empujó una puerta y de su pecho salió un ay, ay, gruñido y triste. Cruzó los brazos, bueno, muchacho, aquí no te pelarás de frío. La puerta del patio se abrió, alguien pasó por su lado, se situó detrás. El gimió entonces, le hacía bien gemir. En su primer aislamiento carcelario había gemido siempre así, alegrándose de oír su propia voz, eso es algo, no todo se ha perdido. Lo hacían muchos en las celdas, unos al principio, otros luego, cuando se sentían solos. Empezaban por eso, todavía era algo humano, los consolaba. Allí estaba el hombre en la entrada, él no oía el horrible ruido de la calle, las casas demenciales no llegaban hasta allí. Frunciendo la boca, gruñó y se dio valor, con las manos metidas en los bolsillos. Tenía los hombros encogidos dentro del amarillo abrigo de verano, para defenderse.
Un extraño se había situado junto al ex presidiario y lo miraba. Preguntó: «¿Le pasa algo, no se siente bien, le duele algo?»[5], hasta que él se dio cuenta y dejó inmediatamente de gruñir. «¿Se siente mal, vive usted en esta casa?». Era un judío de barba roja y cerrada, un hombrecito con abrigo, un sombrero de fieltro negro, un bastón en la mano. «No, no vivo aquí». Tuvo que marcharse del portal, el portal le había hecho ya bien. Y entonces empezaron otra vez las calles, las fachadas, los escaparates, las figuras apresuradas con pantalones o medias claras, todas tan rápidas, tan ligeras, una por segundo. Y, como estaba decidido, entró otra vez en un zaguán, en el que, sin embargo, se abrieron las puertas para dejar pasar un coche. Entonces, rápidamente, a una casa vecina, un portal estrecho, junto a la escalera. Por allí no podía salir ningún coche. Se agarró al poste de la barandilla. Y mientras lo tenía agarrado supo que quería escapar al castigo (ay Franz, qué vas a hacer, no lo conseguirás), claro que lo haría, sabía ya dónde había una escapatoria. Y en voz baja comenzó otra vez con su música, con el gruñir y el refunfuñar y él a la calle no voy otra vez. El judío pelirrojo entró de nuevo en la casa, al principio no descubrió al otro junto a la barandilla. Lo oyó ronronear: «Pero bueno, ¿qué hace aquí? ¿No se siente bien?». Franz soltó el barrote, entró en el patio. Cuando estaba tocando la puerta vio que era el judío de la otra casa. «¡Váyase! ¿Qué quiere usted?». «Bueno, bueno, nada. Gime usted, y se queja de tal forma que uno tiene derecho a preguntar qué le pasa». Y allí, por la grieta de la puerta, otra vez las viejas casas, el hervidero humano, los tejados cayéndose. El ex presidiario abrió la puerta del patio, el judío detrás: «Bueno, bueno, qué puede pasar, no será tan malo. No se va uno a morir. Berlín es grande. Donde viven mil, viven mil uno».
El patio era profundo y oscuro. Franz estaba junto al cajón de la basura. Y de pronto empezó a cantar a voz en grito, a cantar a las paredes. Se quitó el sombrero como un organillero. Las paredes le devolvieron el sonido. Eso estaba bien. Su propia voz le llenó los oídos. Cantaba con una voz fuerte, como nunca hubiera podido cantar en la cárcel. ¿Y qué era lo que cantaba y devolvían las paredes?
«Ruge una voz como un trueno»[6]. Marcialmente firme y enérgico. Y luego: «Yuvivaleralera»[7], algo de alguna canción. Nadie se ocupaba de él. El judío lo esperaba en la puerta: «Ha cantado muy bien. Realmente muy bien. Podría hacerse de oro con una voz como la suya». El judío lo siguió a la calle, lo cogió por el brazo y se lo llevó, con una conversación interminable, hasta que torcieron por la Gormannstrasse; el judío y el recio chicarrón del abrigo de verano, que apretaba la boca como si fuera a escupir bilis.
Todavía no está allí
Lo introdujo en una habitación, donde ardía una estufa, lo sentó en el sofá: «Bueno, ya está aquí. Siéntese tranquilo. Quédese con el sombrero puesto o quíteselo, como quiera. Voy a buscar a alguien que le gustará. La verdad es que tampoco yo vivo aquí. Soy sólo un huésped como usted. Bueno, así son las cosas, un huésped trae a otro huésped, con tal de que en la habitación haga calor».
El ex presidiario se quedó solo. Ruge una voz como un trueno, como un sonido de espadas y del mar el desenfreno. Iba en el tranvía, miraba a los lados, se veían las paredes rojas entre los árboles, llovían hojas de colores. Las paredes estaban ante sus ojos, las contemplaba desde el sofá, las contemplaba con insistencia. Es una gran suerte vivir entre estas paredes, se sabe cómo empieza el día y cómo sigue. (Franz, no querrás esconderte, te has escondido ya cuatro años, ten valor, mira en tomo, ese esconderse tiene que acabar de una vez). Se prohíbe cantar, silbar y alborotar. Los reclusos tienen que levantarse inmediatamente por la mañana al toque de diana, hacer su cama, lavarse; peinarse, cepillarse la ropa y vestirse. Se facilita jabón en cantidad suficiente. Bum, un toque de campana, levantarse, bum, las cinco y media, bum, las seis y media, apertura, bum bum, afuera, reparto del desayuno, jornada de trabajo, recreo, bum bum bum, mediodía, muchacho, no tuerzas el gesto, aquí no te vamos a cebar, que se inscriban los cantores, los cantores se presentarán a las cinco cuarenta, me doy de baja por ronco, a las seis cierre, buenas noches, lo hemos logrado. Una gran suerte vivir entre estas paredes, me han cubierto de mierda, casi cometí un asesinato pero fue sólo homicidio, heridas de desenlace fatal, no fue tan malo, me había convertido en un perfecto desgraciado, un miserable, me faltaba poco para ser un vagabundo.
Un judío alto, viejo, de largos cabellos, con un bonete negro en la nuca, llevaba un rato sentado ante él. En la ciudad de Susa vivía una vez un hombre llamado Mardoqueo, que crió a Ester, la hija de su tío, pero la muchacha era de hermosa figura y presencia hermosa[8]. El viejo apartó los ojos del hombre y volvió la cabeza hacia el pelirrojo: «¿De dónde lo ha sacado?». «De casa en casa corría. Se metió en un patio y cantó». «¿Cantó?». «Canciones de guerra». «Tendrá frío». «Quizá». El viejo lo miraba. El primer día de fiesta, los judíos no se ocuparán de los cadáveres, el segundo tampoco los israelitas, esto se aplica incluso a los dos días de Año Nuevo. ¿Y quién es el autor de la siguiente doctrina rabínica? Si alguien come de la carroña de un ave limpia, no es impuro; pero si come de los intestinos o del buche, ¿es impuro?[9]. Con su mano larga y amarilla el viejo buscó la mano del ex presidiario, que descansaba sobre su abrigo: «Oiga, ¿no quiere quitarse el abrigo? Hace calor aquí. Nosotros somos viejos y tenemos frío todo el año, pero para usted será demasiado».
Se sentaba en el sofá, miraba bizqueando su propia mano, había ido por las calles, de patio en patio, hay que ver dónde se encuentra algo en el mundo. Y quiso ponerse en pie, dirigirse a la puerta, sus ojos la buscaron en la habitación oscura. El viejo lo empujó otra vez contra el sofá: «Quédese, ¿dónde va a ir?». Él quiso marcharse. El viejo, sin embargo, lo cogió por la muñeca y apretó, apretó. «A ver quién puede más, usted o yo. Le digo que se siente». El viejo gritó: «Bueno, ahora se va a estar sentado. Va a escuchar lo que le diga, mozo. Ponga atención, mal hombre». Y al pelirrojo, que sujetaba al hombre por los hombros: «Márchese, fuera de aquí. No lo he llamado. Ya me las arreglaré con él».
Qué quería aquella gente. El quería irse, pugnó por levantarse, pero el viejo lo forzó a sentarse.
Entonces gritó: «¿Qué hace conmigo?». «Proteste, protestará más aún». «Tiene que soltarme. Tengo que salir». «¿A la calle, acaso? ¿Acaso a los patios?».
Entonces el viejo se levantó de la silla y paseó ruidosamente de un lado a otro de la habitación: «Déjalo que grite lo que quiera. Déjalo que haga lo que quiera. Pero no en mi casa. Ábrele la puerta». «Qué pasa, ¿es que en esta casa no se grita nunca?». «No me traigáis gente que haga mido. Los hijos de mi hija están enfermos, están en cama ahí atrás, ya tengo suficiente mido». «Bueno, bueno, qué mala suerte, no lo sabía, tiene que perdonarme». El pelirrojo cogió al hombre de las manos: «Venga. El rabino tiene la casa llena. Sus nietos están enfermos. Vámonos a otra parte». Pero él no quería levantar se. «Venga». Tuvo que levantarse. Entonces susurró: «No me arrastre. Déjeme aquí». «Tiene la casa llena, ya lo ha oído». «Déjeme quedarme aquí».
Con ojos chispeantes, el viejo contempló a aquel extraño ser que suplicaba. Y dijo Jeremías, salvemos a Babilonia, pero Babilonia no se dejó salvar. Abandonadla, que cada uno vaya a su tierra. La espada caerá sobre los caldeos, sobre los habitantes de Babilonia[10]. «Si se está tranquilo, podrá quedarse con vosotros. Si no se está tranquilo, tendrá que irse». «Bien, bien, no haremos ruido. Me sentaré con él, puede confiar en mí». El viejo, sin decir palabra, salió rápidamente.
Aprender del ejemplo de Zannowich
El ex presidiario estaba otra vez sentado en el sofá con su abrigo de verano amarillo. Suspirando y sacudiendo la cabeza, el pelirrojo atravesó la habitación: «Bueno, no se enfade porque el viejo estuviera tan brusco. ¿Es usted forastero?». «Sí, soy, era…». Las paredes, rojas, hermosas paredes, celdas, tuvo que contemplarlas con nostalgia, tenía la espalda pegada a la pared roja, la construyó un hombre inteligente, no se iba. Y el hombre se resbaló como una muñeca del sofá a la alfombra; al caer empujó la mesa a un lado. «¿Qué pasa?», gritó el pelirrojo. El ex presidiario se dobló sobre la alfombra, su sombrero rodó junto a sus manos, él hundió la cabeza en el suelo, gimió: «Dentro del suelo, dentro de la tierra, donde esté oscuro». El pelirrojo tiró de él: «Por el amor de Dios. Está usted en una casa ajena. Si viene el viejo. Levántese». Él, sin embargo, no se dejó levantar, se agarró a la alfombra, siguió gimiendo. «Pero cállese, por el amor de Dios, si el viejo lo oye. Ya llegaremos a un acuerdo». «A mí de aquí no me saca nadie». Como un topo.
Y el pelirrojo, como no podía levantarlo, se rascó los rizos de las sienes, cerró la puerta y se sentó resueltamente junto al hombre, en el suelo. Levantó las rodillas y contempló las patas de la mesa que tenía delante: «Está bueno. Quédese ahí tranquilo. Me sentaré yo también. No es muy cómodo, pero por qué no. No me va a contar usted lo que le pasa, le contaré algo yo». El ex presidiario gimió, con la cabeza en la alfombra. (¿Pero por qué gime y suspira? Hay que decidirse, hay que tomar un camino…, y tú, no conoces ninguno, Franze. La mierda de antes no la quieres y en tu celda tampoco has hecho más que suspirar y esconderte y no pensar, no pensar, Franze). El pelirrojo dijo furioso: «No hay que darse tanta importancia. Hay que oír a los otros. Quién le dice que lo suyo es tan importante. Dios no deja a nadie de la mano, pero hay más gente también. ¿No ha leído lo que hizo Noé en el Arca, en su barco, cuando vino el diluvio universal? Una pareja de cada. Dios no se olvidó de nadie. Ni de los piojos de la cabeza se olvidó. A todos los quería y los apreciaba». El otro, abajo, gimoteaba. (Gimotear no cuesta nada, gimotear puede hacerlo también un ratón enfermo).
El pelirrojo lo dejó gimotear, se rascó las mejillas: «Hay muchas cosas en la Tierra, se pueden contar muchas cosas cuando se es joven o cuando se es viejo. Le voy a contar, ahorita, la historia de Zannowich, Stefan Zannowich. No debe de haberla oído nunca. Cuando se encuentre mejor, siéntese un poquitín. La sangre se le va a uno a la cabeza, no es bueno. Mi pobre padre nos contaba muchas cosas, viajó mucho, como la gente de nuestra raza, llegó a los setenta años y murió después de nuestra pobre madre, sabía mucho, un hombre inteligente. Nosotros éramos siete bocas hambrientas, y cuando no había nada que comer nos contaba historias. No se llena uno con ellas, pero se olvida». Los gemidos sordos continuaban en el suelo. (Gemir puede hacerlo también un camello enfermo). «Bueno, bueno, ya lo sabemos, en el mundo no hay sólo oro, belleza y regocijo. ¿Quién era ese Zannowich, quién era su padre, quiénes eran sus padres? Mendigos, como la mayoría de nosotros, mercachifles, comerciantes, negociantes. El viejo Zannowich procedía de Albania y fue a Venecia. Él sabía por qué fue a Venecia. Unos van de la ciudad al campo, otros del campo a la ciudad. En el campo hay más tranquilidad, la gente da vueltas y más vueltas a las cosas, se puede hablar durante horas y, si se tiene suerte, se ganan unos pfenning. En la ciudad es también dificil, pero la gente está más apretada y no tiene tiempo. Si no es uno será el otro. Bueyes no se tienen, se tienen caballos ligeros con coches. Se pierde y se gana. Eso lo sabía el viejo Zannowich. Primero vendió lo que tenía encima, y luego cogió una baraja y se puso a jugar con la gente. No era un hombre honrado. Negocio hizo así porque la gente de la ciudad no tiene tiempo y quiere que la entretengan. Él la entretenía. Su dinero les costaba. Un estafador, un tramposo era el viejo Zannowich, pero tenía cabeza. Los aldeanos le habían hecho la vida dificil, aquí vivía mejor. Le fueron bien las cosas, hasta que uno pensó de repente que lo había engañado. Bueno, el viejo Zannowich no había contado exactamente con eso. Hubo palos, la policía, y por fin el viejo Zannowich tuvo que poner pies en polvorosa con sus hijos. El juzgado de Venecia andaba tras él, pero con el juzgado, pensó el viejo, prefería no tratar, no me comprenden, tampoco pudieron cogerlo. Tenía caballos y dinero, se estableció otra vez en Albania y se compró una propiedad, un pueblo entero, y mandó a sus hijos a escuelas superiores. Y cuando fue muy viejo, murió tranquilo y respetado. Esa fue la vida del viejo Zannowich. Los campesinos lo lloraron, pero él no podía soportarlos, porque pensaba siempre en la época en que estaba ante ellos con sus baratijas, anillos, pulseras y collares de coral, y ellos les daban vueltas y los manoseaban, pero al final se iban dejándolo allí.
»Ya sabe, si el padre es arbusto quiere que el hijo árbol sea. Si el padre es una piedra, una montaña el hijo ha de ser. El viejo Zannowich les dijo a sus hijos: “En Albania no fui nada en mis tiempos de buhonero, durante veinte años, ¿y por qué? Porque no empleé la cabeza en lo que debía haberla empleado. Yo os mando a la gran escuela, a Padua, coged coches y caballos y, cuando hayáis acabado vuestros estudios, pensad en mí, en las preocupaciones que tuve con vuestra madre y con vosotros y en que, por las noches, dormía con vosotros en el bosque como un jabalí: la culpa era sólo mía. Los campesinos me habían secado como un mal año y me hubiera perdido, pero fui a buscar a los hombres y no me hundí.”».
El pelirrojo se reía solo, movía la cabeza, balanceaba el tronco. Los dos estaban sentados en el suelo, sobre la alfombra: «Si alguien entrase ahora, nos tomaría por majaras[11], tienen un sofá y se sientan delante, en el suelo. Bueno, cada uno lo que quiera, por qué no, si le gusta. Zannowich Stefan hijo era ya un gran orador de joven, a los veinte años. Sabía hacer reverencias, ser simpático, sabía coquetear con las señoras y mostrarse distinguido con los caballeros. En Padua, los nobles aprenden de los profesores; Stefan aprendía de los nobles. Todos se portaron bien con él. Y cuando volvió a su casa, a Albania, su padre vivía aún y se alegró de verlo y le gustó también y dijo: “Fijaos, es un hombre hecho para el mundo, no tratará durante años veinte con los aldeanos, como yo, está años veinte por delante de su padre.” Y el jovenzuelo se alisó las mangas de seda, apartó los bellos rizos de su frente y besó a su anciano y feliz padre: “Usted, padre, me ha evitado esos malos veinte años.” “Ojalá sean los mejores de tu vida”, dijo el viejo acariciando y mimando al jovenzuelo.
»Y para el joven Zannowich fue como un milagro, pero no era ningún milagro. La gente acudía a él de todas partes. Tenía las llaves de todos los corazones. Fue a Montenegro de excursión como un caballero, con coches y caballos y sirvientes, su padre se alegró al ver la grandeza de su hijo —el padre arbusto, el hijo árbol— y en Montenegro lo llamaron conde y príncipe. No le hubieran creído si hubiera dicho: mi padre se llama Zannowich, vivimos en Pastrowich, un pueblo, ¡y mi padre está orgulloso de ello! No le hubieran creído, de forma que se hizo pasar por noble de Padua y parecía un noble y los conocía a todos. Stefan se dijo riendo: salíos con la vuestra. Y se presentó a la gente como rico polaco, que era por lo que lo tomaban, un tal Barón Warta, y ellos se alegraban y él se alegraba».
El ex presidiario se había levantado repentinamente de un salto. Se puso en cuclillas y observó al otro desde arriba. Luego dijo con mirada glacial: «Simio». El pelirrojo replicó desdeñosamente: «Un simio seré. Pero entonces un simio sabe más que muchas personas». El otro se vio obligado a sentarse otra vez en el suelo. (Tienes que arrepentirte; saber lo que ha ocurrido; ¡saber lo que hace falta!).
«Así se puede seguir hablando. Se puede aprender mucho de otras personas. El joven Zannowich iba por esa vía y por ella siguió. Yo no lo conocí y mi padre no lo conoció, pero se lo puede uno imaginar. Si le pregunto, a usted que me llama simio —no hay que despreciar a ningún animal de este mundo de Dios, nos dan su carne y nos reportan otros muchos beneficios, piense en los caballos, los perros, los pájaros cantores; simios sólo los he visto en las ferias, tienen que hacer payasadas atados a una cadena, un destino duro, ningún ser humano lo tiene tan duro—, bueno, quería preguntarle, no puedo llamarlo por su nombre porque no me quiere decir su nombre: ¿cómo progresaron los Zannowich, tanto el joven como el viejo? Usted piensa que porque tuvieron cerebro, porque fueron listos. Otros fueron también listos y no llegaron tan lejos en ochenta años como Stefan en veinte. Pero lo más importante en los hombres son ojos y pies. Hay que saber ver el mundo y entrar en él.
»De modo que escuche lo que hizo Stefan Zannowich, que vio a los hombres y supo lo poco que había que temerlos. Fíjese en cómo le allanan a uno el camino, cómo se lo muestran a un ciego casi. Ellos lo querían: tú eres el Barón Warta. Está bueno, dijo él, soy el Barón Warta. Luego, no le bastó, o no les bastó a ellos. Si era Barón, ¿por qué no podía ser más? Hay en Albania un personaje célebre, había muerto hacía tiempo, pero le rinden culto como rinde culto el pueblo a sus héroes, se llama Skandebeg[12]. Si Zannowich hubiera podido, habría dicho que era Skandebeg. Como Skandebeg estaba muerto, dijo: soy descendiente de Skandebeg, y se ufanó de ello, se llamó Príncipe Castriota de Albania, devolverá a Albania su grandeza, sus seguidores lo aguardan. Le dieron dinero para que pudiera vivir como vive un descendiente de Skandebeg. Le hizo bien a la gente. Van al teatro y oyen cosas inventadas que les resultan agradables. Pagan por ello. Igual pueden pagar si las cosas agradables les pasan por la tarde que por la mañana, y si pueden actuar ellos también».
Y otra vez se enderezó el hombre del paletó de verano amarillo, tenía el rostro sombrío y arrugado, miró desde arriba al pelirrojo, carraspeó, la voz le había cambiado: «Dígame, mequetrefe, oiga, está usted guillado, ¿no? ¡Es un gilí!». «¿Un gilí? Quizá. Unas veces soy un simio, otras un majara». «Dígame, oiga, ¿por qué está aquí sentado contándome esas pamplinas?». «¿Quién es el que se sienta en el suelo y no quiere levantarse? ¿Yo? ¿Teniendo un sofá detrás? Bueno, si le molesta, no diré nada».
Entonces el otro, que al mismo tiempo había estado mirando a su alrededor, estiró las piernas y se sentó con la espalda contra el sofá, apoyando las manos en la alfombra. «Así estará más cómodo». «Bueno, pues ya puede ir acabando la monserga». «Como quiera. Esa historia la he contado a menudo, no me importa. Si no le importa a usted». Pero, después de una pausa, el otro volvió de nuevo la cabeza hacia él: «Puede seguir contando la historia». «Ya ve. Contando y hablando el tiempo se hace más corto. Sólo quería abrirle los ojos. Ese Stefan Zannowich, de quien hablar ha oído usted, recibió dinero, tanto que pudo hacer con él un viaje a Alemania. En Montenegro no lo descubrieron. De Zannowich Stefan hay que aprender que sabía de sí mismo y de los hombres. Y era inocente como un pajarito gorjeante. Y mirad, tenía tan poco miedo del mundo: los hombres más grandes, los más poderosos que había, los más temibles eran sus amigos: el Elector de Sajonia[13], el Príncipe heredero de Prusia[14], que más tarde fue un gran héroe en la guerra y ante el cual la austríaca, la Emperatriz Teresa[15], temblaba en su trono. Zannowich no temblaba ante él. Y cuando una vez Stefan llegó a Viena y tropezó con gente que le iba siguiendo los pasos, la propia Emperatriz levantó la mano y dijo: ¡Dejad en paz al muchachito!».
Terminación de la historia de una forma inesperada y, de ese modo, logro del pretendido efecto alentador en el ex presidiario
El otro reía, relinchaba junto al sofá: «Es usted todo un tipo. Podría trabajar de payaso en un circo». El pelirrojo se rió también burlonamente: «Ya ve. Pero silencio: los nietos del viejo. Quizá sea mejor que nos sentemos en el sofá. Qué piensa». El otro se rió, se levantó penosamente, se sentó en una esquina del sofá, el pelirrojo en la otra. «Está más blando y no se arruga uno tanto el abrigo». El del paletó de verano miraba fijamente al pelirrojo desde su esquina: «No había encontrado hacía tiempo un gordito tan cómico». El pelirrojo, impasible: «Quizá no se haya fijado, pero los hay. Se ha manchado el abrigo, aquí no se limpian los zapatos». El ex presidiario, un hombre al principio de sus treinta, tenía los ojos alegres, el rostro más animado: «Oiga, dígame, ¿a qué se dedica? Debe de estar usted en la Luna». «Bueno, está bien, vamos a hablar de la Luna».
Desde hacía unos cinco minutos un hombre de barba rizada y oscura estaba en la puerta. Ahora se dirigió a la mesa y se sentó en una silla. Era joven y llevaba un sombrero de fieltro negro, como el otro. Trazó un círculo en el aire con la mano y dejó oír su voz estridente: «¿Quién es ése? ¿Qué haces con ése?». «¿Y qué haces tú aquí, Eliser? No lo conozco, no quiere decir su nombre». «Le has contado historias». «Bueno, y qué te importa». El moreno al presidiario: «¿Le ha contado a usted historias?». «No habla. Va por ahí cantando en los patios». «Entonces déjalo que se vaya». «Lo que yo hago no te importa». «He oído desde la puerta lo que pasaba. Le has hablado de Zannowich. No sabes más que contar historias». El extraño, que había estado mirando fijamente al moreno, gruñó: «¿Pero quién es usted, y de dónde ha salido? ¿Por qué se mete en las cosas de éste?». «¿Le ha hablado de Zannowich o no? Le ha hablado. Mi cuñado Nahum va por todos lados hablando y hablando y no sabe estar solo». «No te he pedido ayuda. ¿No ves que no está bien, malo, más que malo?». «Y qué si no está bien. Dios no te ha encargado que lo cuidaras, mira éste, Dios ha esperado a que él viniera. Dios solito no podía hacer nada». «Eres malo». «Apártese usted de ése. Le habrá contado lo bien que les fue a Zannowich y a no sé quién más en esta vida». «¿Por qué no te marchas?». «Vaya con el farsante, con el benefactor. A mí me lo va a decir. ¿Acaso está en su casa? ¿Qué has contado otra vez sobre Zannowich y lo que se puede aprender de él? Hubieras debido ser nuestro rabí. Te hubiéramos hinchado de comer». «No necesito vuestra caridad». El moreno gritó otra vez: «Y nosotros no necesitamos gorrones que nos tiren de la levita. ¿Le ha contado también cómo acabó su Zannowich, al final?». «Sinvergüenza, mal hombre». «¿Le ha contado eso?». El presidiario miró parpadeando al pelirrojo, que amenazó con el puño y se dirigió a la puerta; gruñó tras el pelirrojo: «Oiga, no se vaya, no se excite, déjelo-desbarrar».
El moreno le hablaba ya con vehemencia, agitando las manos, moviéndose adelante y atrás, chascando la lengua y sacudiendo la cabeza, con una expresión distinta a cada instante, y dirigiéndose tan pronto al extraño como al pelirrojo: «Ése vuelve majara a cualquiera. Que le cuente el fin que tuvo su Zannowich Stefan. Eso no lo cuenta, por qué no lo cuenta, por qué, pregunto yo». «Porque eres un mal hombre, Eliser». «Mejor que tú. A Zannowich (el moreno levantó las manos con repugnancia, con horribles ojos saltones) lo echaron de Florencia como a un ladrón. ¿Por qué? Porque lo descubrieron». El pelirrojo se puso amenazadoramente ante él, el moreno lo apartó con un gesto: «Ahora estoy hablando yo. Escribió cartas a los príncipes, los príncipes reciben muchas cartas, por la letra no se puede saber de quién son. Entonces hinchó el pecho y se fue a Bruselas como Príncipe de Albania, y se metió en alta política. Fue su ángel malo quien lo inspiró. Se va al Gobierno, imaginaos, Zannowich Stefan, ese pipiolo, y le promete para una guerra, no sé con quién, cien mil o doscientos mil hombres, no interesa; el Gobierno le escribe una cartita, muchas gracias, pero no se mete en empresas inciertas. Entonces el ángel malo le dijo a Stefan: coge la carta y pide con ella dinero a préstamo. Al fin y al cabo, tienes una carta del Ministro con esa dirección: a su Alteza Serenísima, el Príncipe de Albania. Le prestaron dinero y ése fue el fin del estafador. ¿A qué edad llegó? A los treinta años, no le pusieron más como castigo a sus fechorías. No pudo pagar, lo denunciaron en Bruselas y así se descubrió todo. ¡Tu héroe, Nahum! ¿Has hablado de su triste fin en la cárcel, donde él mismo se abrió las venas? Y cuando estaba muerto —güena vida, güen final, todo hay que decirlo— vino el verdugo, el matarife, con la carreta de los perros y los caballos y los gatos muertos, lo cargó en ella, a Stefan Zannowich, y lo tiró junto al patíbulo, echando encima la basura de la ciudad».
El hombre del abrigo de verano estaba con la boca abierta: «¿Es verdad eso?». (Gemir puede hacerlo también un ratón enfermo). El pelirrojo había contado cada una de las palabras gritadas por su cuñado. Esperaba con el índice levantado ante el rostro del moreno a que le diera pie, y ahora le golpeó ligeramente en el pecho, escupiendo en el suelo ante él, pif, pif: «Eso para ti. Por ser quien eres. Cuñado mío». El moreno se fue pataleando hasta la ventana: «Bueno, ahora habla tú y di que no es verdad».
Los muros no estaban ya. Una habitación pequeña con una lámpara de techo, dos judíos que andaban por allí, uno moreno y otro pelirrojo, llevaban sombreros de fieltro negro, se peleaban. Siguió a su amigo, el pelirrojo: «Oiga, escuche, oiga, ¿es cierto lo que ha contado de ese hombre, de cómo se hundió y cómo lo mataron?». El moreno gritó: «¿Que lo mataron? ¿He dicho yo que lo mataron? Se mató él solo». El pelirrojo: «Bueno, pues se mataría». El ex presidiario: «¿Y qué hicieron entonces, quiero decir los otros?». El pelirrojo: «¿Quién, quién?». «Bueno, habrá habido otros como él, como Stefan. No todos habrán sido ministros o matarifes o banqueros». El pelirrojo y el moreno se miraron. El pelirrojo: «Bueno, ¿qué iban a hacer? Pues mirar».
El ex condenado del abrigo de verano amarillo, el chicarrón, salió de detrás del sofá, recogió su sombrero, lo limpió, lo puso sobre la mesa, luego se abrió el abrigo y se desabotonó el chaleco: «Miren mis pantalones. Así estaba yo de gordo y ahora me están así de flojos, me caben los dos puños, de pasar gazuza. Se ha ido. Toda mi tripita se ha ido al diablo. Así es como se echa uno a perder, por no haber sido siempre como debía ser. No me creo que los otros sean mucho mejores. ¡Qué va! No me lo creo. Quieren volverle a uno mochales».
El moreno le cuchicheó al pelirrojo: «Ya lo has conseguido». «¿Qué he conseguido?». «Pues un presidiario». «Y qué». El ex presidiario: «Entonces te dices: estás libre y otra vez dentro, en plena mierda, y es la misma mierda que antes. No es para reírse». Se abotonó otra vez el chaleco: «Ya ven lo que hicieron. Sacan al muerto de su agujero, viene el canalla del carro de los perros y echa encima a un hombre muerto, maldito puerco, lo debían haber matado allí mismo, tratar así a un ser humano, sea quien sea». El pelirrojo, compungido: «Qué se puede decir». «¿Es que no somos nada porque una vez hayamos hecho algo? Todos los que han estado en chirona pueden ser honrados, hayan hecho lo que hayan hecho». (¿Cómo que arrepentirse? ¡Hay que desahogarse! ¡Sacudir estopa! Entonces todo se supera, se deja atrás, el miedo y todo). «Sólo quería mostrarle: no escuche todo lo que mi cuñado le cuente. A veces no se puede hacer lo que se quiere, a veces las cosas salen de otro modo». «Eso no es justicia, tirarlo a uno a la basura como un chucho y arrojar basura encima además, ¿es ésa la justicia con un hombre muerto? ¡Qué asco! Ahora tengo que despedirme. Vengan esos cinco. Su intención es buena y la suya también (le apretó al pelirrojo la mano). Me llamo Biberkopf, Franz. Ha sido muy amable que me recogieran. Ya estaba cantando en el patio como un pajarito. Bueno, salud muchacho, todo se pasa». Los dos judíos le estrecharon las manos, sonreían. El pelirrojo le retuvo la mano largo tiempo, exultaba: «¿Se siente realmente bien? Me alegraría que, cuando tuviera un rato, se dejara ver». «Muchas gracias, se hará lo que se pueda, un rato sí que habrá, dinero no. Y saluden también al viejo de antes. Tiene la mano dura, díganme, ¿ha sido carnicero? Ay, vamos a arreglar en un momento la alfombra, está toda arrugada. No no, lo haremos nosotros, y la mesa, así». Se afanaba en el suelo, miró al pelirrojo riendo, hacia atrás: «Nos sentamos en el suelo y nos contamos cosas. Un buen asiento, con su permiso».
Lo acompañaron a la puerta, el pelirrojo seguía preocupado: «¿Podrá andar solo?». El moreno le dio un codazo: «Déjalo ya». El ex presidiario, andando derecho, sacudió la cabeza y apartó el aire con los brazos (hace falta aire, aire, aire y nada más): «No se preocupen. Me pueden dejar ir tranquilos. Me hablaba usted de pies y de ojos. Pues todavía los tengo. Nadie me los ha arrancado. Muy buenas, señores». Y se fue por el patio estrecho, lleno de cosas, los dos le siguieron con la vista desde lo alto de la escalera. Tenía el sombrero hongo echado sobre la cara, y murmuró al pisar un charco de gasolina: «Maldito veneno. Ahora un coñac. Al que se me ponga por delante le doy en los monos. A ver dónde hay un coñac».
Tendencia desanimada, más tarde fuerte baja, Hamburgo destemplado, Londres más débil
Llovía. A la izquierda, en la Münzstrasse, centelleaban anuncios que eran cines. No pudo pasar de la esquina, la gente se apretaba contra una valla, el suelo descendía profundamente, las vías del tranvía reposaban sobre planchas en el aire, un tranvía pasaba precisamente por encima, despacio. Ahí va, están construyendo una estación de metro, pues tiene que haber trabajo en Berlín. Otro cine más. Prohibida la entrada a los menores de 17 años. En el enorme cartel había un señor de color rojo escarlata en una escalera, y una estupenda muchacha le abrazaba las piernas, ella estaba echada en la escalera y él, arriba, ponía cara de impertinente. Debajo decía: Sin familia[16] el destino de una huerfanita en seis jornadas. Sí señor, me lo voy a ver. Suena la pianola aporreada. Entrada 60 pfennig.
Un hombre a la cajera: «Señorita, ¿no hacen descuento a los viejos reservistas sin estómago?». «No, sólo a los niños de menos de cinco meses, con chupete». «De acuerdo. Esa edad tengo. Soy un recién nacido que está aprendiendo a hablar». «Está bien, cincuenta entonces, adentro». Detrás de él se insinúa un muchacho delgado, de pañuelo al cuello: «Señorita, quiero entrar pero sin pagar». «Vaya, hombre. Dile a tu mamá que te ponga a hacer pipí». «¿Entonces qué, entro?». «¿Dónde?». «En el cine». «Aquí no hay ningún cine». «¿Cómo que no hay ningún cine?». Ella llamó por la ventanilla al portero de la puerta: «Maxi, ven aquí. Hay uno que pregunta si esto es un cine. No tiene dinero. Dile lo que es esto». «¿Qué le pasa, joven? ¿No se ha dado cuenta aún? esto es la Beneficencia, sucursal de la Münzstrasse». Apartó al tipo delgado de la caja, lo amenazó con el puño: «Si quieres, cobras ahora mismo».
Franz se metió adentro. Precisamente en el descanso. El largo salón estaba de bote en bote, el noventa por ciento, hombres con gorra que no se quitaban. Tres lámparas en el techo, cubiertas de rojo. Delante, un piano amarillo con paquetes encima. La pianola no deja de armar ruido. Entonces se apagan las luces y empieza la película. Una chica que guarda gansos tiene que recibir una educación, por qué, no se sabe muy bien. Se limpia las narices con la mano y se rasca el trasero en la escalera, todo el cine se ríe. Franz se sintió maravillosamente conmovido cuando empezaron las risitas a su alrededor. ¡Personas, personas libres que se divierten, nadie les puede decir nada, es maravilloso y yo estoy en medio de ellas! La película seguía. El elegante Barón tenía una querida, que se tendía en una hamaca, echando las piernas por el aire. Llevaba pantalones. Eso está muy bien. Cuánto jaleo armaba la gente por la sucia moza de los gansos, que lamía los platos. Otra vez revoloteaba la de las piernas esbeltas. El Barón la había dejado sola, a ella se le volcó la hamaca y cayó a la hierba cuan larga era. Franz miraba fijamente a la pared, la escena había cambiado ya, pero él seguía viéndola caerse y quedar tendida. Se mordió la lengua. Qué rayos era aquello. Cuando uno, que había sido amante de la chica de los gansos, abrazó a aquella elegante mujer, Franz sintió que la piel del pecho le ardía, como si la abrazara él mismo. Eso lo traspasó, dejándolo sin fuerzas.
Una mujer. (Hay otras cosas además de mal humor y miedo. ¿Qué son esas pamplinas? ¡Aire, muchacho, y una mujer!). Mira que no haber pensado en ello. Uno está en la ventana de su celda y mira al patio a través de la reja. A veces pasan mujeres, visitas o niños, .o la limpieza de casa del Jefe. Cómo están todos en las ventanas, los presos, mirando, todas las ventanas ocupadas, devorando a cada mujer. A un vigilante vino a verlo una vez su mujer de Eberswalde, quince días, antes sólo iba a verla él cada quince días, ahora ella ha aprovechado el tiempo como está mandado, en el trabajo a él se le cae la cabeza de cansancio, apenas puede andar.
Franz estaba ya fuera, en la calle, bajo la lluvia. ¿Qué hacemos? estoy libre. Me hace falta una mujer. Una mujer es lo que me hace falta. Qué gusto, la vida es bonita aquí fuera. Sólo hay que mantenerse firme y poder andar. Tenía las piernas ligeras, no sentía el suelo bajo los pies. En la esquina de la Wilhelm-Strasse, detrás de los carros del mercado, había una y él se puso a su lado, daba igual quién fuera. Por qué rayos se me quedan los pies helados. Se fue con ella, se mordía el labio inferior de los escalofríos, si vives lejos no voy contigo. Sólo había que cruzar la Bülowplatz, pasando junto a las vallas, atravesar un portal, el patio, bajar seis escalones. Ella se volvió, riendo: «No seas tan ansioso, hombre, me vas a aplastar». Apenas había cerrado la puerta tras ellos, él la agarró. «Hombre, déjame soltar primero el paraguas». El la apretaba, la empujaba, le daba pellizcos, le pasaba las manos por el abrigo, tenía todavía el sombrero puesto, ella dejó caer el paraguas enfadada: «Suéltame, hombre», él suspiró, sonrió forzadamente, sintiéndose mareado: «¿Qué pasa?». «Me vas a romper los trapos. ¿Me los pagas tú? Pues entonces. A nosotras no nos regalan nada». Y como él no la soltaba: «No puedo respirar, bobo. Estás completamente chiflado». Era gorda y lenta, pequeña, él tuvo que darle primero los tres marcos, que ella metió cuidadosamente en la cómoda, guardándose la llave en el bolso. Él no podía dejar de seguirla con los ojos: «Es porque he estado unos añitos a dieta, gorda. Allá en Tegel, ya puedes figurarte». «¿Dónde?». «En Tegel. Ya puedes figurarte».
La hembra fofa se rió con todas sus ganas. Se desabrochó la blusa por arriba. Un príncipe y una princesa se amaban muy tiernamente[17]. Cuando el perro y la salchicha de un brinco saltan la acequian[18]. Ella lo cogió, lo apretó contra ella. Put, put, put, pollito, put, put, put, capón[19].
Al poco rato, él tenía gotas de sudor en la cara, gemía. «Bueno, ¿por qué gimes?». «¿Quién es ese tipo que anda ahí al lado?». «No es ningún tipo, es mi patrona». «¿Y qué hace?». «Qué va a hacer. Tiene ahí la cocina». «Pues vaya. Podría dejar de corretear. ¿Por qué tiene que corretear ahora? No puedo soportarlo». «Vaya por Dios, ya voy, se lo diré». Qué tío más pesado, se alegra una de deshacerse de él, el muy vago, a ése lo echo yo en seguida. Llamó a la puerta de al lado: «Señora Priese, estése quieta unos minutos, tengo que hablar con un señor, algo importante». Bueno, lo hemos conseguido, duerme tranquila, Patria querida[20], ven corazón, pero pronto te vas a largar.
Ella pensaba, con la cabeza sobre la almohada: los zapatos amarillos me aguantan todavía unas medias suelas, ese novio que tiene ahora Kitty me lo hará por dos marcos, si ella no tiene nada en contra, no se lo voy a quitar, también me los podría teñir de marrón, para la blusa marrón, está hecha ya un trapo, buena para tapar la cafetera, hay que plancharle las cintas, se lo diré en seguida a la señora Priese, tendrá fuego aún, qué diablos estará cocinando. Olfateó. Arenques frescos.
Por la cabeza de él rodaban versos, dando vueltas, incomprensibles: si tiene sopa, señorita Stein, déme una poca, señorita Stein. Si tiene pasta, señorita Stein, pues déme pasta, señorita Stein. Para abajo, para arriba. En voz alta gimió: «¿Es que no te gusto?». «Por qué no, ven aquí, limosna de amor». El se dejó caer en la cama, gruñó, gimió. Ella se frotó el cuello: «Me parto de risa. Quédate ahí tranquilo. A mí no me molestas». Se rió, levantó los gordos brazos y sacó de la cama los pies, calzados con medias: «No puedo evitarlo».
¡A la calle! ¡Aire! Sigue lloviendo. ¿Qué me pasa? Tendré que irme con otra. Pero primero dormir. Franz, ¿qué es lo que te pasa?
La potencia sexual es el resultado de la acción combinada de 1) el sistema de secreciones internas, 2) el sistema nervioso y 3) el aparato genital. Las glándulas que influyen en la potencia sexual son: la hipófisis, el tiroides, las glándulas suprarrenales, la próstata, las vesículas seminales y el epidídimo. En el sistema predomina la glándula sexual. La sustancia preparada por ella carga todo el aparato sexual, desde la corteza cerebral hasta los genitales. La impresión erótica libera la tensión de la corteza cerebral, y la corriente, como excitación erótica, va de la corteza cerebral al centro conmutador del diencéfalo. La excitación desciende entonces por la médula espinal. Pero no sin obstáculos, porque, antes de dejar el cerebro, tiene que vencer los frenos que suponen las inhibiciones, esas inhibiciones sobre todo psíquicas que, como escrúpulos morales, falta de confianza en sí mismo, miedo al ridículo, temor al contagio y al embarazo y otros obstáculos, desempeñan un importante papel.
Y a la noche baja alegremente por la Elsasser Strasse. No temas, muchacho, nada de pretextar cansancio. «¿Qué cuesta el regocijo, señorita?». La morena está bien, tiene caderas, más buena que el pan. Si una muchacha ama a un caballero, que la corteja y que le es sincero[21]. «Eres muy gracioso, guapo. ¿Es que has heredado?». «Claro. Te vas a ganar un pavo». «Por qué no». Pero tiene miedo.
Y después, en el cuarto, flores tras la cortina, un cuartito limpio, un cuartito mono, la chica tiene hasta un gramófono, le canta algo a él, medias de seda artificial de Bemberg, sin blusa, ojos negros como la pez: «Soy cantante de cabaré, ¿sabes? ¿Sabes dónde? Donde quieras. Ahora no tengo contrato, ¿sabes? Entro en los locales de buen aspecto y pregunto. Y entonces, mi cuplé. Tengo un cuplé. Eh, no me hagas cosquillas». «Déjame, mujer». «No, las manos quietas, eso me echa a perder el negocio. Mi cuplé, sé bueno, guapo, organizo una subasta, nada de pasar el plato: el que afloja me besa. Qué locura, ¿verdad? En un local público. Cincuenta pfennig mínimo. Me los dan, oye, claro que sí. Aquí en el hombro. Tú también puedes». Se pone un sombrero de copa, le berrea en la cara, mueve las caderas con los brazos en jarras: «Ay, Theodor, ¿qué has pensado cuando anoche me has mirado? Ay, Theodor, ¿te has propuesto sacar tú los pies del tiesto?»[22].
Sentada en sus rodillas, se pone en el pico un cigarrillo que le saca con desparpajo del chaleco, le mira con afecto a los ojos, frota cariñosamente su oreja contra la de él y susurra: «¿Sabes tú lo que es sentir nostalgia, desgarrarse de nostalgia el corazón? Todo, todo en derredor no es más que frío y dolor»[23]. Tararea, se estira en el canapé. Echa humo, le acaricia el pelo, tararea, se ríe.
¡Él tiene la frente cubierta de sudor! ¡Otra vez el miedo! Y de repente se le va la cabeza. Bum, campanada, levantarse, las cinco y media, las seis, apertura de celdas, bum, bum, cepillarse rápidamente la chaqueta, si el Jefe pasa revista, hoy no viene. Pronto me soltarán. Pst, tú, esta noche se ha pirado uno, Klose, la cuerda cuelga aún del muro, lo siguen con perros. Gime, levanta la cabeza, ve a la muchacha, su barbilla, su cuello. Cómo puedo salir de la cárcel. No me soltarán. Todavía no estoy fuera. Ella le echa desde su lado azules anillos de humo, suelta una risita: «Eres un sol, anda, te sirvo un Mampe, treinta pfennig». Él sigue echado, tan largo como es: «¿Para qué quiero un Mampe? Me han hecho polvo. He estado en Tegel a la sombra y por qué. Primero con los prusianos en las trincheras y luego en Tegel. Ya no soy un ser humano». «Vaya. No te pongas a llorar aquí. Vamos, abre el piquito, home gande tié ke bebé. Aquí estamos siempre de buen humor, aquí disfrutamos, aquí nos reímos, desde que nos acostamos hasta que salimos». «Y encima la mierda. Para eso hubiera sido mejor que esos perros le cortaran a uno el cuello. Me hubieran podido tirar también a un estercolero». «Ven, home gande, toma oto Mampe. Poblemas. Con los ojos, los resuelve Mampe, sacúdete uno y espera a que escampe»[24].
«Y pensar que las chicas le seguían a uno como borregos y uno ni les escupía, y ahora está uno de narices contra la lona». Ella coge otro de los cigarrillos de él, que han rodado por el suelo: «Sí, habría que decírselo a un guardia». «Me voy». Busca sus tirantes. Y no dice más ni mira a la muchacha, esa cotorra que fuma y sonríe y lo mira, y empuja rápidamente con el pie los cigarrillos para meterlos bajo el canapé. Y él coge su sombrero y escalera abajo, con el 68 hasta la Alexanderplatz, y medita en un local ante un vaso de cerveza rubia.
Testifortan, marca registrada número 365695, terapéutico sexual según la fórmula del doctor Magnus Hirschfeld, Consejero de Sanidad, y el doctor Bemhard Schapiro, del Instituto de Investigaciones Sexuales de Berlín. Las causas principales de la impotencia son: A) carga insuficiente, por desórdenes funcionales de las glándulas de secreción interna; B) resistencia exagerada por inhibiciones psíquicas sumamente fuertes, agotamiento del centro de erección. El momento en que una persona impotente debe hacer nuevos intentos sólo puede determinarse individualmente, según la evolución del caso. Un período de abstención resulta a menudo recomendable.
Y come hasta hartarse y duerme todo lo que quiere, y al día siguiente, en la calle, piensa: me gustaría tirarme a ésa y me gustaría tirarme a aquélla, pero no se acerca a ninguna. Y esa que está en el escaparate, qué chavala más rica, me vendría muy bien, pero no me acerco a ninguna. Y se sienta apocado en la taberna, sin mirar a ninguna a la cara, y se hincha de comer y de beber. En todo el día no voy a hacer más que tragar, soplar y dormir, y la vida se ha acabado para mí. Se acabó, se acabó.
¡Victoria en toda la línea! Franz Biberkopf compra un filete de ternera
Y cuando llega el miércoles, al tercer día, se pone la chaqueta. ¿Quién tiene la culpa de todo? Como siempre, Ida. ¿Quién si no? Tuve que romperle las costillas a aquella mala bestia y por eso fui a chirona. Ahora ha conseguido lo que quería, la mala bestia ha muerto y yo estoy aquí. Y lloriquea por dentro y trota en medio del frío por las calles. ¿Adónde? A donde ella vivía con él, a casa de su hermana. Por la Invalidenstrasse, a la Ackerstrasse, adentro como si nada, segundo patio. Nunca ha habido una cárcel, nunca una conversación con los judíos de la Dragonerstrasse. ¿Dónde está ese pendón? Ella tiene la culpa. No he visto nada, en la calle, pero la he encontrado. Un pequeño temblor en la cara, un pequeño temblor en los dedos, vamos adentro, zumba que zumba, tarumba tarún, zumba que zumba, tarumba tarún, zumba que zun.
Clinclín. «¿Quién es?». «Soy yo». «¿Quién?». «Abre, mujer». «Dios santo, eres tú, Franz». «Abre». Zumba que zumba, tarumba tarún. Zumba que zun. Tengo un hilo en la lengua, hay que escupir. El está en el pasillo, ella cierra la puerta detrás. «¿Qué haces aquí? Si alguien te ha visto en la escalera». «Qué importa. Que me vean. Hola». Se dirige solo hacia la izquierda y entra en la habitación. Zumba que zun. Maldito hilo en la lengua, no se lo puede tragar. Intenta quitárselo con los dedos. Pero no es nada, sólo una sensación idiota en la punta de la lengua. Así que ésta es la habitación, el sofá con respaldo, de la pared cuelga el Káiser, un francés de pantalones encamados le entrega la espada, me rindo. «¿Qué buscas aquí, Franz? estás loco». «Me voy a sentar». Me he rendido, el Káiser presenta su espada, el Káiser tiene que devolverle la espada, así es la vida[25]. «Oye, si no te vas, pido socorro, grito».
«¿Por qué?». Zumba que zun, he andado mucho, aquí estoy, aquí me quedo. «¿Te han soltado ya?». «Sí, ya he cumplido». Y le clava los ojos y se levanta: «Precisamente porque me han soltado estoy aquí. Me han soltado ya, pero cómo». Quiere decir cómo, pero mastica su hilo, la trompeta se ha roto, ya ha pasado, y tiembla y no puede llorar y mira la mano de ella. «¿Y qué quieres? ¿Te pasa algo?».
Hay montañas que se yerguen, que permanecen erguidas desde hace miles de años, y ejércitos con cañones que han pasado sobre ellas, hay islas, hombres en ellas, abarrotadas, todo firme, negocios sólidos, bancos, negocios, baile, jaleo, importaciones, exportaciones, problema social y un día empieza: rrrrrr, rrrrrr, no es el buque de guerra, salta solo… desde abajo. El mundo da un salto, ruiseñor, ruiseñor, qué hermoso es tu canto[26], los barcos vuelan por el cielo, los pájaros caen a tierra. «Franz, que grito, suéltame. Karl está a punto de llegar, Karl va a llegar en cualquier momento. Con Ida empezaste así también».
¿Qué vale una mujer entre amigos? A solicitud del Capitán Bacon, el Tribunal de Divorcios de Londres le concedió el divorcio por adulterio de su mujer con su compañero, el Capitán Furber, concediéndole una indemnización de 750 libras esterlinas. El Capitán no parece haber tenido en mucha estima a su infiel esposa, que en fecha próxima contraerá matrimonio con su amante.
Oh, hay montañas que han permanecido tranquilas desde hace miles de años, y ejércitos con cañones y elefantes que han pasado sobre ellas, ¿qué se puede hacer si de repente empiezan a saltar porque por debajo hace rrrrrrr rum? Vamos a no decir nada, vamos a dejarlo como está. Minna no puede liberar su mano, y los ojos de él están frente a los suyos. Un rostro de hombre así está cubierto de raíles, ahora pasa un tren, mira cómo echa humo, el expreso directo Berlín/Hamburgo-Altona, de las 16:05 a las 21:35 horas, tres horas treinta minutos, no se puede hacer nada, esos brazos de hombre son de hierro, de hierro. Voy a pedir socorro. Gritó. Ella estaba ya sobre la alfombra. Las ásperas mejillas de él contra las suyas, la boca de él intenta sorber la suya, ella se da la vuelta. «Franz, ay Dios, ten compasión, Franz». Y… ha visto bien. Ahora ella sabe, es la hermana de Ida, así ha mirado él muchas veces a Ida. El tiene a Ida en sus brazos, ella es Ida, por eso tiene él los ojos cerrados y parece feliz. ¡Y se han acabado las horribles peleas y el andar emborrachándose, se ha acabado la cárcel! Ahí está Treptow, el jardín del Paraíso con espléndidos fuegos artificiales, en donde él la encontró y la acompañó a casa, a la modistilla, ella había ganado un florero a los dados, en el zaguán de la casa, cuando ella tenía la llave en la mano, él la besó por primera vez, ella se puso de puntillas, llevaba zapatos de lona y se le cayó la llave, y él no pudo separarse ya de ella. Ése es el buen Franz Biberkopf de antes.
Y ahora él la huele otra vez, el cuello, es la misma piel, el perfume que marea, adónde lleva. Y a ella, a la hermana, le pasa algo muy extraño. Viene del rostro de él, de su forma de permanecer inmóvil contra ella, tiene que ceder, se defiende pero se produce en ella una especie de transformación, su rostro pierde tirantez, sus brazos no pueden ya apartarlo, su boca queda indefensa. El hombre no dice nada, ella le deja le deja le deja su boca, languidece como en un baño, haz conmigo lo que quieras, se deshace como el agua, está bien, ven, lo sé todo, yo también te quiero.
Magia, estremecimiento. El pececillo relampaguea en su pecera. La habitación resplandece, ya no hay Ackerstrasse, no hay casa, no hay fuerza de gravedad ni fuerza centrífuga. La desviación hacia el rojo de los rayos en el campo de gravitación del sol, la teoría cinética de los gases, la transformación del calor en trabajo, las ondas eléctricas, los fenómenos de inducción, la densidad de los metales, de los líquidos y de los metaloides sólidos han desaparecido, se han hundido, se han extinguido.
Ella estaba echada en el suelo, moviéndose de un lado a otro. Él, estirándose, se rió: «Anda, estrangúlame, me estoy quieto, a que no puedes». «Sí que te lo mereces». Él luchó para ponerse en pie, se rió y se retorció de felicidad, de placer, de beatitud. ¿Qué tocan las trompetas? Adelante los húsares[27], ¡aleluya! ¡Franz Biberkopf ha vuelto! ¡Franz Biberkopf está libre! ¡Franz Biberkopf está aquí! Se había subido los pantalones, saltaba sobre una pierna y sobre la otra. Ella se había sentado en una silla, tenía ganas de lloriquear: «Se lo diré a mi marido, se lo diré a Karl, hubieran debido dejarte dentro otros cuatro años». «Díselo, Minna, siempre hay que decirlo todo». «Lo haré, y voy a llamar a un guardia». «Minna, mi pequeña Minna, no seas así, estoy tan contento, otra vez soy un ser humano». «Tú estás loco, en Tegel has perdido la chaveta». «¿No tienes nada de beber? Un pote de café o algo así». «¿Y quién me paga el delantal? Mira, está hecho un andrajo». «¡Todo Franz, todo Franz! ¡Franz ha vuelto a la vida, Franz está aquí otra vez!». «Coge el sombrero y lárgate. Si te encuentra y me ve con un ojo a la funerala… Y no vuelvas a aparecer». «Agur, Minna».
Pero a la mañana siguiente volvió, con un paquetito. Ella no quería abrirle la puerta, pero él metió el pie. Ella susurró por la abertura: «Déjame en paz, hombre, ya te lo he dicho». «Minna, son sólo los delantales». «¿Qué delantales?». «Para que elijas los que quieras». «Te puedes guardar lo que has afanado». «No los he afanado. Abre». «Te van a ver los vecinos, hombre, vete». «Abre, Minna».
Ella abrió, él tiró el paquete dentro del cuarto y, como ella, con el palo de la escoba en la mano, no quería entrar, comenzó a dar saltos solo por el cuarto. «Estoy contento, Minna. Llevo contento todo el día. Esta noche he soñado contigo».
Abrió el paquete sobre la mesa, ella se acercó, tocó la tela, eligió tres delantales, pero permaneció firme cuando él le cogió la mano. El volvió a cerrar el paquete, ella estaba otra vez delante con la escoba, lo apremiaba: «Y ahora aprisita, afuera». Él hizo un gesto desde la puerta: «Hasta la vista, Minna». Ella empujó la puerta con el palo de la escoba.
Una semana después, él estaba otra vez en la puerta: «Sólo quería saber cómo va tu ojo». «Está muy bien, aquí no se te ha perdido nada». Él estaba más fuerte, llevaba un abrigo de invierno azul y un sombrero hongo pardo: «Sólo quería que vieras cómo estoy y el aspecto que tengo». «No me interesa». «Anda, dame una taza de café». Se oyeron pasos que bajaban por la escalera, una pelota de niño rodó por los peldaños, la mujer abrió asustada la puerta y tiró de él. «Métete aquí, son los Lumke, bueno, ahora te puedes marchar». «Sólo una taza de café. ¿No tienes un potecito para mí?». «Para eso no me necesitas. Seguro que tienes ya otra, a juzgar por tu aspecto». «Sólo una taza de café». «Vas a ser mi desgracia».
Y mientras ella estaba junto al perchero de la entrada y él la miraba suplicante desde la puerta de la cocina, se levantó el bonito delantal nuevo, negó con la cabeza y se echó a llorar: «Tú vas a ser mi desgracia». «Pero ¿qué pasa?». «Karl no se ha creído lo del ojo morado. Que me haya dado con el armario. Dice que eso se lo tengo que demostrar. Sin embargo, una se puede poner un ojo morado de un golpe contra el armario, si la puerta está abierta. Que lo pruebe. Pero no quiere creerme, no sé por qué». «Eso no lo entiendo, Minna». «Es que tengo también cardenales aquí, en el cuello. No me había dado cuenta. ¿Qué puede una decir cuando se los enseñan a una y una se mira en el espejo y no sabe de qué son?». «Bueno, se puede uno rascar, a uno le puede picar algo. No te dejes acoquinar por Karl. Ya le hubiera dado yo». «Y tú que sigues viniendo. Y los Lumke que te habrán visto». «Bueno, que no se den tanta importancia». «Vete de una vez, Franz, y no vuelvas nunca, vas a ser mi desgracia». «¿Te ha dicho algo de los delantales?». «Hacía tiempo que quería comprarme delantales». «Bueno, me iré, Minna».
El la ha cogido del cuello, ella se deja hacer. Al cabo de un rato, como él no la suelta, pero sin apretar, ella se ha dado cuenta de que la está acariciando, y lo ha mirado extrañada: «Ahora vete, Franz». Él la ha empujado suavemente hacia el cuarto, ella se ha resistido, pero lo ha seguido paso a paso: «Franz, ¿vamos a empezar otra vez?». «¿Qué pasa? Sólo quiero sentarme contigo en el cuarto».
Se sentaron juntos un rato en el sofá, tranquilamente, y hablaron. Luego él se fue por sí mismo. Ella lo acompañó a la puerta. «No vuelvas nunca Franz», dijo llorando y poniendo su cabeza en el hombro de él. «Maldita sea, Minna, cómo lo dejas a uno. ¿Por qué no he de volver? está bien, no volveré».
Ella retuvo su mano: «No, Franz, no vuelvas nunca». Entonces él abrió la puerta, ella siguió reteniendo su mano y apretándosela con fuerza. Siguió reteniéndola cuando él estaba ya fuera. Luego la soltó y cerró la puerta silenciosa y rápidamente. Él le envió desde la calle dos grandes filetes de ternera.
Y ahora, Franz jura al mundo y se jura a sí mismo vivir honradamente en Berlín, con dinero o sin dinero
Estaba ya muy ambientado en Berlín —había vendido un antiguo mobiliario, tenía un dinerillo ahorrado en Tegel, su patrona y su amigo Meck le prestaron algo—, cuando recibió un buen golpe. Pero luego resultó de guasa. Una mañana, que por lo demás no era mala, se encontró sobre la mesa un papel amarillo, oficial, impreso y escrito a máquina:
Jefatura de Policía, Departamento 5, número de referencia, en cualquier solicitud relativa al presente asunto, se ruega citar el número de referencia indicado. Según el expediente que obra en esta jefatura, fue usted condenado por amenazas, vías de hecho y lesiones con desenlace fatal y, por consiguiente, debe ser considerado persona peligrosa para la seguridad y la moralidad públicas. En consecuencia, en uso de las atribuciones que me confieren el artículo 2.° de la Ley 31 de diciembre de 1842 y el artículo 3.° de la Ley sobre libertad de domicilio de primero de noviembre de 1867, así como las Leyes de 12 de junio de 1889 y 13 de junio de 1900, he decidido expulsarlo, como Autoridad de policía del Land de Berlín, Charlottenburg, Neukölln, Berlín-Schöneberg, Wilmersdorf, Lichtenberg y Stralau, así como de los distritos de Berlín-Friedenau, Schmargendorf, Tempelhof, Britz, Treptow, Renickendorf, Weissensee, Pankow y Berlín-Tegel, y por ello le ordeno que abandone la zona indicada en un plazo de quince días, advirtiéndole que si, transcurrido el plazo fijado, permanece en la zona mencionada o regresa a ella, le será impuesta y ejecutada, en virtud del párrafo 2 del artículo 132 de la Ley de administración general de los Länder, de 30 de julio QII E de 1883, una multa de 100 marcos o, en caso de insolvencia, un arresto sustitutorio de 10 días. Al mismo tiempo, se le previene que, en caso de fijar su domicilio en alguno de los lugares próximos a Berlín que a continuación se indican: Potsdam, Spandau, Friedrichsfelde, Karlshorts, Friedrichshagen, Oberschöneweide y Wuhlheide, Fichtenau, Rahnsdorf, Carow, Buch, Frohnau, Cöpenick, Lankwitz, Steglitz, Zehlendorf, Teltow, Dahlem, Wannsee, Klein-Glienikke, Nowawes, Neuendorf, Eiche, Bomim y Bomstedt, deberá contar con su expulsión de esos lugares. P.O. Formulario número 968 a.
Aquello hizo que le crujieran los huesos. Había una bonita casa cerca de la línea de circunvalación, Grunerstrasse 5, junto a la Alex, Asistencia a los Presidiarios. Miraron a Franz de arriba abajo, le hicieron un montón de preguntas, firmaron: El señor Franz Biberkopf se ha puesto bajo nuestra vigilancia y protección, investigaremos si trabaja usted, y tiene que presentarse todos los meses. Listo, se acabó, todo arreglado.
Olvidado el miedo, olvidados Tegel y el muro rojo y los gemidos y qué sé yo qué… Se acabaron las penas, empezamos una nueva vida, la anterior ha concluido, Franz Biberkopf ha vuelto y los prusianos se alegran, gritando ¡hurra!
Entonces, durante cuatro semanas, se llenó la tripa de carne, patatas y cerveza, y fue a ver otra vez a los judíos de la Dragonerstrasse para darles las gracias. Nahum y Eliser se estaban peleando de nuevo. No lo reconocieron cuando, metamorfoseado, gordo y oliendo a aguardiente, entró y, con el sombrero respetuosamente ante la boca, preguntó en un susurro si los nietos del anciano caballero seguían enfermos. En la taberna de la esquina, donde los invitó, le preguntaron a qué negocios se dedicaba. «Yo, ¿negocios? Yo no hago negocios. Entre nosotros las cosas no funcionan así». «¿Y de dónde sacáis el dinero?». «De antes, reservas, uno que ha ahorrado». Le dio con el codo a Nahum en las costillas, hinchó las narices y puso unos ojos astutos y misteriosos: «Recuerda la historia de Zannowich. Gran tipo. Ése sí que lo hizo bien. Luego se lo cargaron. Hay que ver lo que sabéis. Yo también quisiera hacer de príncipe y estudiar. No, estudiar no. A lo mejor me caso». «Enhorabuena». «Estáis invitados, se podrá jalar y soplar».
Nahum el pelirrojo lo miraba, frotándose la barbilla: «Quizá quiera usted escuchar otra historia. Un hombre tenía una pelota, como las de los niños, pero no de goma sino de celuloide, transparente, con perdigones de plomo dentro. Los niños hacen ruido con esas pelotas y se las tiran unos a otros. El hombre cogió la pelota y la lanzó, pensando: tiene perdigones dentro, de forma que si tiro la pelota no rodará, sino que se quedará en el sitio al que yo haya apuntado. Pero cuando lanzó la pelota, ésta no hizo lo que él había pensado, dio otro bote y además rodó un poco, unos dos palmos más». «Déjalo en paz con tus historias, Nahum. No las necesita». El gordo: «¿Qué pasó con la pelota y por qué os peleáis otra vez? Mire qué pareja, patrón, llevan peleándose desde que los conozco». «Hay que dejar que cada uno haga lo que quiera. Además, pelearse es bueno para el hígado». El pelirrojo: «Le voy a decir una cosa, yo lo vi en la calle y en el patio, y lo oí cantar. Canta usted muy bien. Es usted una buena persona. Pero no sea tan violento. Tenga calma. Tenga paciencia en este mundo. No sé lo que le espera ni lo que Dios le tiene reservado. Mire, la pelota no va nunca como se la tira ni como se quiere. Aproximadamente sí, pero llega un poco más lejos y quizá mucho más lejos, cualquiera sabe, y se desvía un poco».
El gordo echó la cabeza atrás, riéndose, abrió los brazos y se le echó al pelirrojo al cuello: «Sabe usted contar cosas, el tipo sabe contar. Pero Franz tiene su experiencia. Franz conoce la vida. Franz sabe quién es». «Sólo quería decírselo, el otro día cantaba usted de una forma muy triste». «El otro día, el otro día. Lo pasado, pasado. Ahora he rellenado otra vez el chaleco. Mi pelota va muy bien, oiga. ¡No hay quien me tosas Agur y, cuando me case, quiero veros en mi boda!».
De esa forma volvió a Berlín y a la calle Franz Biberkopf, peón de la construcción y luego cargador de muebles, un hombre grosero y tosco, de aspecto repulsivo, un hombre con el que se encariñó una bonita muchacha de una familia de cerrajeros, a la que él convirtió en puta y a la que, por último, hirió mortalmente en una riña. Ha jurado al mundo entero y se ha jurado a sí mismo ser honrado. Y mientras tuvo dinero fue honrado. Luego, sin embargo, se le acabó el dinero, momento que había estado esperando para demostrar de una vez a todos qué es un hombre.