LIBRO SÉPTIMO

AHORA cae él martillo, se abate sobre Franz Biberkopf

Pussi Uhl la invasión americana, ¿cómo se escribe Wilma, con W con V?

En la Alexanderplatz siguen bregando y bregando. En la Kónigstrasse, esquina Neue Friedrichstrasse, van a derribar la casa que hay sobre la zapatería Salamander; al lado están demoliendo ya. La circulación bajo el arco del metropolitano de la Alex se hace enormemente dificil: están levantando nuevos pilares para el puente del ferrocarril; desde arriba se puede ver la caja de paredes ya hormigonadas, donde los pilares tendrán su base.

Para entrar en la estación hay que subir y bajar una escalerita de madera. El tiempo de Berlín es más fresco, diluvia a menudo, los coches y las motos lo sufren, todos los días patinan algunos, hacen carambola, hay reclamaciones de daños y cosas así, y con mayor frecuencia también las personas se rompen toda clase de cosas; es culpa del tiempo. ¿Conoce usted el trágico destino del aviador Beese-Arnim? Hoy ha sido interrogado por la policía criminal, es el autor principal del tiroteo en casa de Pussi Uhl, la vieja y olvidada cortesana; descanse en paz. Beese (Edgar) comenzó a disparar salvajemente en casa de la Uhl, los criminalistas dicen que siempre le han ocurrido cosas muy extrañas. Una vez, en la guerra, lo derribaron a 1.700 metros, y de ahí el trágico destino del aviador Beese-Amim, derribado a 1.700 metros, despojado de su herencia e ingresado en prisión con nombre supuesto; falta todavía lo mejor. Después de ser derribado, fue a su casa y el director de una compañía de seguros le sacó el dinero. Era un estafador y por eso, de la forma más simple, el dinero pasó del aviador al estafador, y el aviador se quedó sin un céntimo. A partir de ese momento adopta el nombre de Beese Auclame. Se avergüenza ante su familia de estar en la miseria. Todo eso lo han comunicado y anotado hoy los polis en la Jefatura. También consta allí que fue entonces cuando tomó la senda del crimen. Una vez fue condenado a dos años y medio de cárcel y, como entonces se hacía llamar Krachtowil, fue deportado luego a Polonia. Parece haberse desarrollado entonces en Berlín esa historia sórdida y oscura con Pussi Uhl. Pussi Uhl, con ceremonias especiales de las que preferimos no hablar, lo bautizó como «Von Arnim», y todas las fechorías que hizo él luego las hizo como Von Arnim. El martes, 14 de agosto de 1928, Von Arnim le metió a Pussi Uhl una bala en el cuerpo, cómo y por qué es algo sobre lo que el hampa guarda silencio, ésos no sueltan prenda aunque los maten. ¿Por qué habrían de contárselo a los polis, que son sus enemigos? Sólo se sabe que el boxeador Hein desempeña un papel en la historia, y quien se las dé de psicólogo supondrá equivocadamente que fue un drama pasional. Personalmente, me juego la cabeza a que no se trata de celos. O a que, si hay celos, están mezclados con dinero, y el dinero es el motivo principal. Beese, dice la policía criminal, se ha derrumbado completamente; dichoso quien se lo crea. El muchacho, pueden creerme, se ha derrumbado todo lo más, si es que se ha derrumbado, porque los polis están investigando y, sobre todo, porque se arrepiente de haber matado a la vieja Uhl. Porque de qué va a vivir ahora; piensa: con tal de que no se me muera esa furcia. Con esto sabemos ya bastante del trágico destino del aviador Beese-Arnim, derribado a 1.700 metros, despojado de su herencia e ingresado en prisión con nombre supuesto.

Continúa la invasión de americanos en Berlín. Entre los muchos miles que visitan la metrópoli alemana figuran también destacadas personalidades que han llegado a Berlín por motivos oficiales o particulares. Así, el doctor Call, de Washington, primer secretario de la delegación americana de la Unión Interparlamentaria, se encuentra aquí (Hotel Esplanade), y será seguido, dentro de una semana, por algunos senadores americanos. Además, en los próximos días llegará a Berlín. John Keylon, Jefe del Servicio de Bomberos de Nueva York, que, como el ex Secretario de Trabajo Davis, se alojará en el Hotel Adlon.

De Londres ha llegado Mr. Claude G. Montefiore, presidente de la Federación Mundial del Judaísmo Religioso y Liberal, que se reunirá en Berlín del 18 al 21 de agosto; se hospeda con su colaboradora y acompañante Lady Lilly 1-1. Montague en el Hotel Esplanade[184].

Como el tiempo es tan pésimo, es mejor que nos metamos bajo techado, en el Zentralmarkthalle, pero hay tanto ruido, casi lo atropellan a uno con los carritos, y los tipos ni siquiera avisan. Es mejor que vayamos a la magistratura de trabajo de la Zimmerstrasse y que almorcemos allí. Quien se ocupa mucho de las vidas modestas —y al fin y al cabo Franz Biberkopf no es ningún hombre famoso— suele ir también al Oeste para ver qué se cuece por allá.

Sala número 60, magistratura de trabajo, cantina; una habitación bastante pequeña con un mostrador y una cafetera exprés; en la pizarra pone «Almuerzo: sopa espesa de arroz, rollo de becerro (cuántas erres). 1 marco». Un caballero joven y grueso, con gafas de concha, está sentado en una silla comiéndose el almuerzo. Si se le mira puede comprobarse: tiene un plato humeante delante, con carne, salsa y patatas, y se dedica a engullírselo todo por su orden. Sus ojos van de un lado a otro sobre el plato, aunque nadie quiere quitarle nada, no hay nadie cerca de él y se sienta completamente solo en su mesa, pero sin embargo está preocupado, corta, aplasta la comida y se la mete en la boca, deprisa, una, otra, otra, otra, y mientras trabaja, adentro, afuera, adentro, afuera, mientras corta, machaca y engulle, husmea, paladea y traga, sus ojos contemplan, sus ojos observan el remanente cada vez menor que hay en el plato, y vigilan como dos perros hambrientos que midieran su perímetro. Otra adentro, afuera. Punto final, ahora ha terminado, ahora se pone en pie, fofo y grueso, el tipo se lo ha zampado todo y ahora puede pagar. Se echa la mano al bolsillo del pecho y chasquea los labios: «¿Qué le debo, señorita?». Entonces el tipo grueso sale, resopla, se suelta por detrás la pretina del pantalón, para que el vientre tenga más sitio. Lleva en el estómago sus buenas tres libras, todo de viandas. Ahora empiezan las cosas en su vientre, el trabajo, ahora tiene que ocuparse el vientre de lo que el tipo le ha echado. Los intestinos se bambolean y balancean, torciéndose y retorciéndose como lombrices, las glándulas hacen lo que pueden, arrojando su jugo en la masa, parecen bomberos, desde arriba fluye la saliva, el tipo traga, fluye al intestino, los riñones sufren un asalto, lo mismo que los almacenes cuando las rebajas, y poco a poco, fíjate, van cayendo gotitas en la vejiga, una gotita tras otra. Espera, chaval, espera, pronto tendrás que volver por el mismo camino hasta la puerta donde pone «Caballeros». Así es la vida.

Detrás de las puertas andan negociando. Wilma, empleada doméstica, cómo escribe usted su nombre, yo creí que lo escribía con V, aquí lo pone, bueno, lo convertiremos en una W. Se ha vuelto muy descarada, se ha comportado en forma improcedente, recoja usted sus cosas y márchese, hay testigos. Ella no lo hace, tiene demasiado orgullo. Hasta el 6, incluidos tres días de diferencia, estoy dispuesto a pagarle diez marcos, mi mujer está en la clínica. Puede reclamar, señorita, son 22 marcos 75 lo que se discute, pero quiero hacer constar que no puedo pasar por todo. «Maldito canalla, maldita bestia», es posible que citen a mi mujer ante el juzgado cuando se levante otra vez, pero la reclamante se ha portado en forma impertinente. Las partes convienen en el siguiente acuerdo.

El chófer Papke y Wilhelm Trotzke, distribuidor de películas, qué caso es éste, me lo acaban de poner sobre la mesa. Bueno, escriba usted: comparece personalmente Wilhelm Trotzke, distribuidor de películas, no, sólo tengo un poder de él, está bien, y usted trabaja como chófer, bueno, relativamente poco tiempo, me embistió con el coche, tráigame las llaves, así pues, tuvo un accidente con el coche, ¿qué puede alegar? El 28 era viernes, tenía que recoger a la esposa del jefe en Admiralsbad, ocurrió en la Victoriastrasse, pueden atestiguar que estaba completamente borracho. Es conocido en toda la vecindad como borracho habitual. De todas formas, no bebo cerveza mala; era un coche alemán, la reparación cuesta 387,20 marcos. ¿Cómo se produjo la colisión? De pronto patiné, no tenía frenos en las cuatro ruedas, pegué con mi rueda delantera en su rueda trasera. Cuánto había bebido ese día, debió de beber con el almuerzo, estuve en casa del jefe, allí es donde como, el jefe se preocupa mucho del personal porque es muy bueno. No hacemos al hombre responsable de los daños, pero despido sin preaviso; cometió esos errores a consecuencia de estar embriagado. Recoja usted sus trastos; están en la Victoriastrasse, en el barro. Y el jefe dijo por teléfono: es un mamarracho, ha destrozado el coche. Eso no pudo usted oírlo, sí, su teléfono se oye muy fuerte, si no tiene más educación; además, dijo también por teléfono que yo había robado la rueda de repuesto, solicito que se interrogue a los testigos. No pienso hacerlo, los dos son igualmente culpables, el jefe le llamó burro o mamarracho, con nombre de pila, si quieren llegar a un acuerdo por 35 marcos, las doce menos cuarto, todavía hay tiempo, puede llamarlo; si hace falta, que venga a la una menos cuarto.

Abajo, ante la puerta, en la Zimmerstrasse, hay una chica, sólo pasaba por aquí, levanta el paraguas y echa una carta al buzón. La carta dice: Querido Ferdinand: Te agradezco tus dos cartas. Me había equivocado completamente contigo, no creí que contigo las cosas serían así. Tú mismo debes decirte que para unirnos definitivamente somos todavía demasiado jóvenes. Creo que, después de todo, tú mismo debes comprenderlo. Quizá hayas pensado que yo era una chica como las demás, pero en eso te has colado, chico. ¿O es que piensas que soy un buen partido? Pues también en eso te equivocas. Sólo soy una chica que trabaja. Te lo digo para que sepas a qué atenerte. Si hubiera sabido lo que iba a pasar, no hubiera empezado nunca a escribir estas cartas. Bueno, ahora ya sabes mi opinión, obra en consecuencia, tú debes saber lo que piensas. Te saluda, Anna[185].

Una chica está sentada en la misma casa, edificio transversal, en la cocina; su madre ha ido a la compra, la chica escribe en secreto su diario, tiene 26 años, está sin trabajo. La última anotación, del 10 de julio, dice así: Desde ayer por la tarde me siento otra vez mejor; pero los días buenos son ahora siempre contados. No puedo desahogarme con nadie como quisiera. Por eso me he decidido a escribirlo todo. Cuando vienen mis días no soy capaz de nada, la cosa más nimia me cuesta un enorme esfuerzo. Todo lo que veo suscita nuevas ideas en mí, y no puedo deshacerme de ellas, entonces me excito mucho y no puedo obligarme a hacer nada. Una gran inquietud me lleva de un lado a otro, y sin embargo soy incapaz de acabar nada. Por ejemplo: por la mañana temprano, cuando me despierto, quisiera no levantarme; pero me fuerzo a ello y me doy ánimos. Pero sólo vestirme me cansa y tardo mucho tiempo, porque mientras tanto hay muchas ideas que se agitan en mi cabeza. Continuamente me atormenta el temor de hacer algo mal y causar algún daño. A menudo cuando pongo un carbón en el fogón y salta una chispa, me asusto y tengo que examinarlo todo a mi alrededor para comprobar que no se ha prendido fuego y que no puedo causar una desgracia y provocar un incendio sin darme cuenta. Y todo el día es lo mismo; todo lo que tengo que hacer me parece muy dificil, y cuando me obligo a hacerlo tardo mucho tiempo, a pesar de que me esfuerzo por hacerlo rápidamente. Así se me pasa el día, y no he hecho nada, porque he perdido mucho tiempo pensando en cada trabajo. Cuando, a pesar de todos mis esfuerzos, no consigo salir adelante, me desespero y lloro mucho. Mis períodos han sido siempre así, empezaron cuando tenía doce años. Mis padres creían que todo era fingido. A los 24 años intenté quitarme la vida por esa causa, pero me salvaron. En aquella época no había tenido aún relaciones sexuales y puse mi esperanza en ellas, pero por desgracia inútilmente. Sólo he tenido esas relaciones moderadamente y en los últimos tiempos no quiero saber nada de eso, porque también físicamente me siento débil.

14 de agosto. Desde hace una semana me siento otra vez muy mal. No sé lo que será de mí si las cosas no cambian. Creo que, si no tuviera a nadie en el mundo, abriría sin vacilar la llave del gas, pero no puedo hacerle eso a mi madre. Pero realmente deseo con todas mis fuerzas contraer una grave enfermedad y morir. He escrito todo esto tal como lo siento[186].

¡Empieza el duelo! El tiempo es lluvioso

Sin embargo, por qué razón (beso su mano, Madame, la beso), por qué razón, vamos a pensarlo, Herbert, con zapatillas de fieltro, piensa en su habitación, y está lloviendo, llovizna, llovizna, no se puede ir abajo, se han acabado los puros, no hay estanquero en la casa, por qué razón llueve sólo en agosto, el mes entero se ha ido nadando, diluviando como si nada, ¿por qué razón va Franz ahora a ver a Reinhold y habla de él sin ton ni son? (Beso su mano, Madame, y nada menos que Sigrid Onegin[187] era la que alegraba con su canto, hasta que él renunció totalmente, se jugó la vida, y, con ello, su vida comenzó). Él sabrá por qué, y por qué razón, lo sabrá, y sigue lloviendo, también podría venir aquí.

«Hombre, que te preocupes por eso, alégrate, Herbert, de que haya dejado la maldita política… a lo mejor es amigo suyo». «Vamos, Eva, amigo suyo, un poco de seriedad, señorita. De eso sé yo más. Quiere algo de él, quiere algo…». (Por alguna razón, sin embargo, la venta está autorizada por la Administración, de forma que el precio debe considerarse razonable). «Quiere algo y qué es lo que quiere y por qué anda por allí y siempre habla de él:… ¡quiere cargarse a alguien! Quiere hacerse el niño bueno, ya verás, Eva, y cuando esté dentro, «bang, bang», y nadie sabrá quién fue». «¿Tú crees?». «Claro que sí, mujer». La cosa está clara, beso su mano, Madame, cómo llueve. «Clarinete, mujer, claro como el agua». «¿Tú crees, Herbert? A mí también me pareció en seguida un poco sospechoso eso de dejarse aplastar un brazo y luego ir a verlo». «¡Clarinete! ¡Ahora lo sabemos!». La beso. «Herbert, ¿crees realmente que no debemos decirle ni palabra de eso, hacer como si no notáramos nada, como si estuviéramos ciegos?». «Nos haremos los tontos, nosotros nos lo tragamos todo». «Sí, Herbert. Eso es lo mejor con él. Vamos a hacerlo, tenemos que hacerlo. Es un tipo tan raro». La venta está autorizada por la Administración, por lo que el precio obtenido, por qué razón, sin embargo, por qué razón, pensar, pensar, la lluvia.

«Ten cuidado, Eva, podemos tener la boca cerrada, pero tenemos que tener cuidado también. ¿Qué crees que pasará si los de Pums se huelen la tostada? ¿Eh?». «Eso es lo que digo yo, lo pensé en seguida, ay Dios, por qué se mete en eso con un brazo». «Porque es un tío bueno. Pero tenemos que tener mucho cuidado, y la Mieze también». «Se lo diré. ¿Y qué podemos hacer?». «No perder de vista al Franz». «Con tal de que su viejo le deje tiempo». «Que le dé el pasaporte». «Pero si le está hablando de matrimonio». «Jajajá. Me dejas boquiabierto. ¿Pero qué quiere? ¿Y el Franz?». «Sólo es parloteo, le deja al viejo que parlotee, por qué no». «Haría mejor en cuidar del Franz. Ése está buscando a su hombre en la panda y ya verás, un día nos traen a un muerto». «Santo Cielo, Herbert, calla». «Eva, mujer, no tiene por qué ser el Franz. De manera que la Mieze tiene que tener cuidado». «Yo también me voy a ocupar. Sabes, eso es mucho peor que la política». «No comprendes, Eva. Eso no lo comprende una moza. Eva, te digo que va a pasar algo con el Franz. Ahora está empezando a actuar».

Beso su mano, Madame, doblegó a la vida, al jugársela por entero la ganó, qué mes de agosto tenemos este año, mira, sigue diluviando y diluviando.

«¿Qué quiere de nosotros? Lo he dicho, está loco, es completamente imbécil, sí señor, se lo he dicho a él, con un brazo solo y viene y quiere trabajar con nosotros. Y precisamente él». Pums: «Bueno, ¿y qué dice?». «Que qué dice: se ríe y hace muecas, es completamente imbécil, debe de estar tocado desde entonces. Al principio creí que no había oído bien. ¿Qué, le digo, con ese brazo? Bueno, por qué no, dice él con una mueca, que tiene suficiente fuerza en el otro, que tendría que verlo, puede cortar leña, disparar, hasta trepar si hace falta». «¿Es verdad eso?». «No me importa. No me gusta él. ¿Vamos a tener un tipo así? Tú por ejemplo, Pums, ¿crees que podemos utilizarlo? En absoluto, cuando veo su cara de poli, oye, no». «Bueno, si opinas así. Por mí… Ahora tengo que irme, Reinhold, hay que conseguir una escala». «Pero una fuerte, de acero o así. Extensible o plegable. Y no en Berlín». «Ya lo sé». «Y la polea. En Hamburgo o Leipzig». «Ya me enteraré». «¿Y cómo la traemos hasta aquí?». «Tú déjamelo a mí». «Entonces, como hemos dicho, no llevo a Franz». «Reinhold, por lo que se refiere a Franz, creo que será sólo una carga para nosotros, pero nosotros no nos vamos a ocupar de eso, arréglatelas tú con él». «Espera, hombre, ¿a ti te gusta la cara de ése? Figúrate: lo tiro del coche y viene, aquí, y yo pienso: estoy mal de la cabeza, el hombre está allí, figúrate, será tonto, y está temblando, y para qué habrá subido el muy bobo. Y luego se pone a hacer muecas y quiere ir con nosotros a todo trance». «Bueno, compóntelas con él como quieras. Déjame ir». «Quizá quiera delatamos, qué». «También pudiera ser, también pudiera ser. Sabes, lo mejor es que lo mantengas a distancia, eso será lo mejor. Adiós muy buenas». «Ese nos delata. O, cuando esté oscuro, se carga a alguno». «Adiós muy buenas, Reinhold, tengo que irme. La escala».

Es un cabestro ese Biberkopf, pero quiere algo de mí. Se está haciendo el santurrón. Me quiere buscar las cosquillas o qué. Pero estás muy equivocado si crees que me voy a quedar quieto. A ti te voy a poner yo la zancadilla. «Aguardiente, aguardiente, matarratas, el aguardiente calienta las manos, buena cosa. Tía Paula que está en cama come tomate. Una amiga se lo ha dicho: qué disparate»[188]. Si se cree que tengo que ocuparme de él, no somos un seguro de invalidez. Si no tiene más que un brazo, que se vaya y se dedique a pegar sellos. (Deambula por el cuarto, mira las flores). Para eso tienes macetas y esa mujer recibe dos marcos más el día primero y podría regar los tiestos, qué aspecto tiene éste, no es más que arena. Una zorra estúpida, una furcia holgazana, sólo sabe gastar dinero. Pero le voy a sacudir el polvo. Otro matarratas. Eso lo aprendí de él. A lo mejor me llevo a ese patán, y ya verás lo que te puede pasar si te empeñas. Quizá piense que le tengo miedo. Eso es lo que tú te crees, chaval. Que venga. Dinero no necesita el tipo, que no me venga con ese cuento, tiene a la Mieze y luego está además ese golfo, el fanfarrón de Herbert, el muy cabrón, en su pocilga. Dónde están mis botas que quiero patearlo. Acércate, ven a mi pecho, corazoncito. Acércate más, mucho más, jovenzuelo, al banco de los penitentes, aquí hay un banco de penitentes donde podrás arrepentirte.

Y deambula por la habitación, da golpecitos a las macetas con los dedos, dos marcos y no los riega. Al banco de los penitentes, muchacho, qué bien que hayas venido. Al Ejército de Salvación, ahí lo llevo yo también, tiene que ir a la Dresdener Strasse, tendrá que sentarse en el banco de los penitentes, ese cerdo de grandes ojos saltones, ese chulo de mierda, ese animal, es un animal, se sentará delante, el muy animal, y rezará, y yo lo miraré, para partirse de risa.

¿Y por qué no se ha de sentar en el banco de los penitentes este Franz Biberkopf? ¿No es el banco de los penitentes lugar para él? ¿Quién lo dice?

Cómo se puede hablar mal del Ejército de Salvación, cómo se atreve Reinhold, precisamente Reinhold, a insolentarse con el Ejército de Salvación, cuando una vez el propio Reinhold, qué digo, más veces, por lo menos cinco, fue a la Dresdener Strasse, y en qué estado, y ellos lo ayudaron. Sí, iba con la lengua fuera, y allí le echaron un remiendo, naturalmente no para que se convirtiera en semejante sinvergüenza.

Aleluya, aleluya, Franz lo ha vivido, el canto, el llamamiento. El cuchillo llegó hasta tu garganta, Franz, aleluya. Ofrece su cuello, busca su vida, su sangre. Mi sangre, mi interior, por fin sale afuera, ha sido un largo viaje hasta que llegó, Dios, qué duro fue, pero ahí está, ahora te tengo, por qué no quería sentarme en el banco de los penitentes, si hubiera venido antes, ay, ahí estoy, he llegado.

Por qué no ha de sentarse Franz en el banco de los penitentes, cuándo llegará el momento venturoso en que podrá arrojarse ante su horrible muerte y abrirá la boca y podrá cantar con muchos otros detrás:

Ven alma, no dudes, ven, pecador, despierta, cautivo, y ven al Señor, hoy puedes salvarte, hoy mismo será, si crees, hoy mismo la luz llegará. Coro: Pues rompe cadenas el buen Salvador, pues rompe cadenas el buen Salvador, y filme es la mano del Dios vencedor, y firme es la mano del Dios vencedor[189]. ¡Música! Trompetas, tambores, chíndaradada: el buen Salvador y firme es la mano del Dios vencedor. ¡Tarará, tararí, tarará! ¡Clang! ¡Chíndaradada!

Franz no cede, no puede estarse tranquilo, no se preocupa de Dios ni del diablo, como si estuviera borracho el hombre. Se mete en la habitación de Reinhold con los otros compradores de Pums, que no lo quieren. Pero él empieza a dar golpes y a mostrarles el puño que le queda, gritando: «Si no me creéis y creéis que soy un farsante y que quiero chivarme, qué le vamos a hacer. ¿Es que os necesito yo para algo? También puedo irme con Herbert o con quien quiera». «Bueno, pues vete». «¡Pues vete! No eres tú, mamarracho, quien puede decirme "pues vete". Mira mi brazo, tú, ése de ahí, Reinhold, me tiró del coche, y con fuerza. Yo aguanté, y ahora estoy aquí, y tú no eres quién para decirme "pues vete". Si vengo a vosotros y digo que quiero trabajar con vosotros, tenéis que saber quién es Franz Biberkopf. Nunca ha engañado a nadie, puedes preguntar donde quieras. Me importa un rábano lo que pasó, el brazo se acabó, a vosotros os conozco y vengo aquí, y ésa es la razón, y a ver si te enteras». El pequeño hojalatero sigue sin enterarse. «Lo único que quisiera saber es por qué vienes ahora de repente y antes andabas con periódicos por la Alex, y que fuera alguien a decirte: ven a trabajar con nosotros».

Franz se arrellana en su silla y durante mucho tiempo no dice nada, los otros tampoco. Juró que sería honrado, y ya visteis cómo, durante semanas, fue honrado, pero era un plazo de gracia. Se ve arrastrado al delito, no quiere, se resiste, es más fuerte que él, tiene que querer. Durante mucho rato, todos se quedan sentados sin decir palabra.

Y entonces Franz dice: «Si quieres saber quién es Franz Biberkopf, vete a la Landsberger Allee, al cementerio, allí hay una enterrada. Por eso cumplí cuatro años. Fue todavía mi brazo bueno el que lo hizo. Luego me dediqué a los periódicos. Pensé que quería ser honrado».

Y Franz gime suavemente, traga: «El recuerdo que me queda ya lo ves. Cuando te falta, dejas de vender periódicos y de hacer muchas otras cosas. Por eso estoy aquí». «Entonces, como te lo hemos destrozado, tendremos que arreglarte el brazo nosotros». «Eso no podéis hacerlo. Maxe, me basta ya con estar aquí y no andar dando vueltas por la Alex. No le echo a Reinhold nada en cara, pregúntale si una sola vez le he dicho algo. Si yo estuviera en un coche y hubiera en él un sospechoso, también yo sabría qué hacer. Y ahora vamos a hablar más de mi imbecilidad. Si alguna vez haces una imbecilidad, Max, te deseo que aprendas algo de ella». Y con éstas, Franz coge el sombrero y sale de la habitación. Las cosas quedan así.

Dentro, Reinhold dice, sirviéndose un aguardientillo de su frasco de petaca: «Para mí la cosa está ya resuelta. Si la primera vez le arreglé las cuentas, también podré hacerlo la próxima. Me diréis que es peligroso hacer algo con ése. Pero, en primer lugar, está ya metido hasta las orejas: es un chulo, él mismo lo reconoce, se le ha acabado lo de ser honrado. La cuestión es sólo saber por qué viene a nosotros y no va a Herbert, que es su amigo. Y yo qué sé. Me puedo imaginar muchas cosas. En cualquier caso, seríamos unos zopencos si no pudiéramos arreglarle las cuentas a ese señor Franz Biberkopf. Que venga con nosotros si quiere. Si trae malas intenciones, se llevará una en la cresta. Lo digo claramente: que venga». Y Franz va.

Franz el Ladrón, Franz no está ahora bajo el coche, se sienta dentro, muy contento; lo ha conseguido

A principios de agosto, los llamados señores maleantes siguen inactivos y en retaguardia, ocupados en descansar y en sus pequeñas chapuzas. Con un tiempo relativamente bueno, nadie, por lo menos no un experto ni un profesional, se dedicará a dar atracos ni, en general, se fatigará. Eso queda para el invierno, en que hay que salir de la madriguera. Franz Kirsch, por ejemplo, conocido reventador de cajas de caudales, se escapó hace ya ocho semanas, a principios de julio, con otro, de la prisión de Sonnenburg. Por bonito que sea su nombre, Sonnenburg resulta poco indicada como lugar de reposo, y ahora Franz Kirsch se ha repuesto en Berlín, ha pasado ocho semanas relativamente tranquilas y quizá empieza a pensar en algún trabajo. Pero surge una complicación, cosas de la vida. Tenía que coger precisamente el tranvía. Vienen los polis, ahora, a finales de agosto, a Reinickendorf Oeste, lo bajan del tranvía y se acabó el reposo, no hay nada que hacer. Sin embargo, fuera quedan todavía muchos, y se pondrán lentamente en movimiento.

Pero antes quisiera dar rápidamente el estado del tiempo, según el parte del Servicio Meteorológico Oficial de Berlín. Situación meteorológica general: la zona occidental de altas presiones ha extendido su influencia a la Alemania central, produciendo, en general, un mejoramiento del tiempo. La parte meridional de la zona de altas presiones está desapareciendo ya. Hay que prever, por lo tanto, que la mejoría no será duradera. El sábado, la zona de altas presiones seguirá determinando el tiempo, que será relativamente bueno. No obstante, una depresión que se está formando sobre España afectará el domingo a la evolución del estado meteorológico.

Berlín y alrededores: parcialmente nuboso y parcialmente despejado, vientos flojos, temperaturas en aumento gradual. Alemania: en el Oeste y el Sur, nublado; en el resto de Alemania, cubierto con claros, en el Nordeste, algo ventoso, con nuevo aumento gradual de las temperaturas.

Con ese tiempo tan moderado se pone lentamente en movimiento la pandilla de Pums, Franz con ella, y también las señoras agregadas a la pandilla son partidarias de que sus galanes estiren las piernas, porque si no tendrán que salir ellas a hacer la calle, y a ninguna le gusta, como no sea absolutamente necesario. Bueno, lo primero es estudiar el mercado, encontrar compradores, y si la confección no funciona, habrá que dedicarse a las pieles, las señoras creen que eso se hace en un santiamén, siempre hacen lo mismo, el oficio se aprende fácil, pero saber cambiar cuando la coyuntura es mala, para eso no tienen ningún comprendes, de eso no saben hablar.

Pums ha conocido a un hojalatero que entiende de sopletes de oxígeno, tenemos a ése pues; luego está un mercachifle arruinado, de aspecto elegante, trabajar no trabaja el sujeto y por eso lo ha echado su madre, pero estafar sabe, y conoce tiendas, y puede echar una ojeada y preparar una expedición. Pums dice a los veteranos de su pandilla: «En el fondo, no tenemos que preocupamos de la competencia, naturalmente la hay en este negocio, como en todos, pero no nos molestamos unos a otros. Sin embargo, si no buscamos buena gente, que conozca su oficio y las herramientas, se puede quedar uno atrás. Y entonces ya puede dedicarse uno al tirón, y para eso no hace falta ser seis ni ocho, cada cual a lo suyo».

Como ahora están en la confección y las pieles, todo lo que tiene piernas tiene que ponerse a trotar, buscando tiendas de esa clase donde se pueda dar salida fácilmente a algo, sin demasiadas preguntas, y donde tampoco se presente la policía criminal en el acto. Todo se puede transformar, coser de otro modo y, en fin de cuentas, almacenar simplemente por el momento. Pero primero hay que encontrarlo.

Por cierto, con su encubridor del Weissensee no puede hacer carrera Pums. Con alguien que trabaja de esa forma no se puede hacer negocios. Vivir y dejar vivir. Bueno. Pero porque el pasado invierno haya tenido pérdidas —¡eso dice él!—, porque no haya ganado y ahora tenga deudas, mientras nosotros nos hemos divertido este verano, pedir dinero luego por eso y venimos con lamentaciones: ¡que se ha arruinado! Pues si se ha arruinado que se haya arruinado, es un animal de bellotas, un mal mercachifle, ese tipo no entiende de negocios y entonces no nos conviene. Tendremos que buscar otro. Naturalmente, eso se dice pronto, pero no hay más remedio, y de esas cosas sólo se ocupa en toda la banda el viejo Pums. Es extraño, por todas partes los demás muchachos se ocupan también de lo que pasa con el género, porque sólo de afanar nadie se llena el estómago, hay que transformarlo en cuartos; pero, como queda dicho: en la banda de Pums todos se tumban a la bartola y dicen: «Ahí está Pums y ya se ocupará». Hacerlo, lo hace. Pero ¿qué pasa si Pums no puede? ¡Ja! Tampoco Pums puede siempre. También podría pasarle algo a Pums, es sólo un hombre. Entonces veríais, bueno, qué hacemos con esto, veríais que todos los golpes no sirven para nada.

Hoy no se puede andar por el mundo sólo con palanquetas y sopletes, hay que ser hombre de negocios.

Por eso, cuando llegan los primeros días de septiembre, Pums no se ocupa sólo del soplete de oxígeno, sino también de quién se me va a llevar la mercancía. De eso ha empezado ya a preocuparse en agosto. Y si quieres saber quién es Pums: es un discreto socio de sus buenas cinco pequeñas tiendas de pieles, peleterías —dónde, no importa—, y luego tiene algo de dinero en unos cuantos talleres de planchado americano, con mesa de plancha en el escaparate y un sastre en mangas de camisa al lado que no hace más que levantar y bajar la plancha, y echa vapor, pero en la parte de atrás cuelgan los trajes, bueno, ahora íbamos a eso, son los trajes de que se trata, y qué hacen aquí, bueno, pues se dice: son de clientes, los trajeron ayer para planchar y alterar, éstas son las direcciones; si entra un poli para comprobarlo, todo está en orden. De manera que nuestro buen Pums, el gordinflón, ha previsto para el invierno, y ahora es hora de decir: vamos allá. Si pasa algo, bueno, no se puede prever todo; sin un poco de potra no se hace nada, no vamos a rompemos la cabeza por eso.

Continúa el texto. Así pues, estamos a principios de septiembre, y nuestro elegante haragán, que es también imitador de animales —eso, sin embargo, no lo presenciaremos—, Waldemar Heller, se llama a sí mismo el sujeto, que walde-lamar, ha estado informándose en la Neue Wallstrasse, en los grandes negocios de confección, de lo que se puede conseguir. Conoce entradas y salidas, puertas traseras, puertas delanteras, quién vive arriba, quién vive abajo, quién echa el cierre y dónde están los relojes de control. Los gastos se los resarce Pums. A veces tiene que presentarse Heller como comprador de una firma de Posen que acaba de establecerse; bueno, la gente quiere informarse primero sobre esa firma de Posen, está bien, háganlo, yo sólo quería ver la altura del techo aquí, por si entramos pronto por arriba.

En esa expedición, en la noche del sábado al domingo, Franz participa por primera vez. Lo ha conseguido. Franz Biberkopf se sienta en el coche, todos saben lo que hay que hacer, él tiene un papel lo mismo que ellos. Todo es muy profesional, de plantón estará otro, es decir, en realidad no hay que estar de plantón, sencillamente, tres chicos se metieron la pasada noche en la imprenta que hay en el piso de arriba, la escala y el soplete los subieron en cajas y los escondieron detrás de los montones de papel, el coche se lo llevó uno, a las once abren a los otros, y en la casa no se entera un alma, son sólo oficinas y tiendas. Entonces se ponen pacíficamente a la faena, uno siempre en la ventana, mirando afuera, otro mirando al patio, luego empiezan con el soplete en el suelo, medio metro cuadrado, de eso se ocupa el hojalatero con sus gafas protectoras. Cuando han atravesado la madera del piso, se oye un crujido, algo suena abajo con estrépito, pero no es nada, son trozos de estuco grueso que caen, el techo se rompe por el calor, por la primera abertura meten un paraguas de seda delgado y en él caen los cascotes, es decir, la mayoría, no se puede coger todo. Pero no pasa nada, abajo todo está negro y no se mueve una mosca.

A las doce penetran, primero el elegante Waldemar, porque conoce el local. Baja por la escala de cuerda como un gato, el tipo es la primera vez que lo hace, no tiene ni pizca de miedo, así son estos inconscientes, son los que tienen más suerte, hasta que algo sale mal, desde luego. Y luego tiene que bajar otro, la escalera de acero sólo tiene 2,50 metros, no llega hasta el techo, abajo arrastran mesas y luego bajan lentamente la escalera, la apoyan en la mesa de encima, y ahí vamos. Franz se queda arriba, echado de vientre sobre el agujero, pesca con el brazo como un pescador los fardos de tela que le van pasando, y los deja atrás, donde hay otro de pie. Franz es fuerte. El propio Reinhold, que está abajo con el hojalatero, se asombra de lo que Franz puede hacer. Resulta raro, dar un golpe con un manco. Su brazo actúa como una grúa, como una bomba inmensa, como una increíble garrucha. Luego bajan los cestos. Aunque no vigila abajo, a la salida del patio Reinhold hace la ronda. Dos horas, todo va muy bien, el vigilante recorre la casa, no le hagáis nada, no notará nada, sería idiota dejarse matar por las cuatro perras que le dan, lo ves, ya se larga, es un hombre como es debido, a ése le vamos a dejar un billete azul junto al reloj. De manera que son las dos, a las dos y media viene el coche. Entretanto, los de arriba se toman un buen desayuno, sólo que sin abusar del aguardiente, porque luego siempre hay alguien que hace ruido; y entonces son ya las dos y media. Hay dos hombres que han hecho hoy su primer trabajo con la pandilla. Franz y el elegante Waldemar. Rápidamente echan al aire una moneda, gana Waldemar, tiene que poner el broche de oro a la expedición de hoy, baja otra vez por la escala, al oscuro almacén saqueado, y se acurruca, se baja los pantalones y deja en el suelo lo que llevaba en el vientre.

Y cuando, alrededor de las tres y media, han descargado, todavía dan rápidamente otro golpe, porque sólo se vive una vez, y quién sabe cuándo nos volveremos a ver en las verdes orillas del Spree[190]. Todo resulta fácil y bien. Sólo a la vuelta atropellan un perro, tenía que pasarles precisamente a ellos, y Pums se excita sobremanera porque le gustan los perros, e insulta al hojalatero, que hace de chófer, podía tocar la bocina, no, echan al chucho a la calle porque no pueden pagar la licencia, y vas tú y te lo cargas. Reinhold y Franz se ríen muchísimo de ver al viejo tan tontamente excitado por el can, realmente anda ya un poco mal de la cabeza. Era un perro sordo, he tocado la bocina, si señor, una vez, y desde cuándo hay perros sordos, bueno, si quieres damos la vuelta y lo llevamos al hospital, no digas idioteces, más te valdría tener cuidado, esas cosas no puedo soportarlas, traen mala suerte. Franz le da un codazo al hojalatero en las costillas: se confunde con los gatos. Todos se ríen a carcajadas.

Y pasan dos días sin que Franz Biberkopf diga nada en casa de lo que ha ocurrido. Sólo cuando Pums le manda dos de cien, y que si no le hacen falta que se los devuelva, Franz se ríe, siempre le hacen falta, aunque sólo sea para dárselos a Herbert por lo de Magdeburgo. ¿Y a quién va, a quién mira en casa a los ojos, a quién, a quienquienquién, bueno, pero a quién? ¿Para quién, para quién he guardado mi alma pura? Para quién, para quién, sólo para ti, esta noche llegará el amor, a él te invito con gran osadía, esta noche encontraré el valor, yo soy tuyo pero tú eres mía. Miezeken, mi preciosa Miezeken parece una novia de mazapán, con sus zapatitos preciosos, y ahí estás, esperando saber por qué hace tanto teatro Franz con la billetera. El se la pone entre las rodillas y luego saca el dinero, un par de pápiros, y se los alarga, los pone sobre la mesa, la mira radiante y es tan cariñoso con ella como sólo él sabe ser, este chico grande, y le aprieta los dedos, ¡qué dedos más finos y bonitos!

«Mieze, Miezeken». «¿Qué hay, Franz?». «Nada; que me alegro de verte». «Franz». Cómo sabe mirar, cómo sabe decir tu nombre. «Que me alegro y nada más. Mira, Mieze, eso es lo extraño en la vida. A mí no me pasa como a otros. Ellos lo pasan bien, andan y corren por ahí y ganan dinero y se ponen guapos. Pero yo… yo no puedo hacer lo mismo. Tengo que mirar mi aspecto, mi chaqueta, la manga, me falta el brazo». «Franzeken, tú eres mi Franzeken del alma». «Sí, pero mira, Miezeken, esto es así y no puedo cambiarlo, nadie puede cambiarlo, pero si tienes que pasearlo contigo por ahí y es como una herida abierta». «Bueno, Franzeken, qué te pasa, yo estoy a tu lado y todo va muy bien, y no empieces otra vez con eso». «No lo haré. Precisamente por eso no lo haré». Y le sonríe desde abajo, mirándole a la cara, y qué cara tan suave y tersa y graciosa y qué ojos tan bonitos y vivos tiene la chica: «Mira lo que hay en la mesa, esos pápiros. Los he ganado yo, Mieze… te los regalo». Bueno, qué pasa. Qué cara pones, por qué, mira el dinero, no muerde, es dinero bueno. «¿Lo has ganado tú?». «Sí, .ya ves, chica, lo he conseguido. Tengo que trabajar, si no, estoy listo. Si no, estaré acabado. No lo cuentes, fue con Pums y Reinhold, el sábado por la noche. No se lo digas tampoco a Herbert ni a Eva. Si se enteran, oye, me habré muerto para ellos». «¿Pero de dónde lo has sacado?». «Dimos un golpe, chatita, te lo estoy diciendo, con Pums, bueno, ¿qué pasa, Mieze? Te los regalo. ¿Me das un beso, eh, qué dices?».

Ella tiene la cabeza sobre el pecho, luego apoya su mejilla en la de él, lo besa, se aprieta contra él, no dice nada. Lo mira: «¿Y me los regalas a mí?». «Claro, mujer, ¿a quién si no?». Pero qué chica, cuántas complicaciones. «¿Por qué… por qué quieres darme ese dinero?». «¿Es que no lo quieres?». Ella mueve los labios, se separa de él y ahora lo comprende Franz: tiene el mismo aspecto que aquella vez en la Alex, cuando venían de Aschinger, se ha puesto pálida, se va a desmayar. Ella se sienta en una silla y mira el tapete azul. Qué pasa ahora, a las mujeres no hay quien las entienda. «Chica, no lo quieres, y yo que estaba tan contento, mira, con eso podemos hacer un viaje, mujer, .a algún sitio». «Eso sí que es verdad, Franzeken».

Y apoya la cabeza en el borde de la mesa, y se pone a llorar, la chica se pone a llorar, ¿pero qué le pasa ahora a ésta? Franz le acaricia la nuca y es tan bueno y amable con ella, tan cariñoso, para quién, para quién he guardado mi alma pura, para quién sólo. «Chica, Mieze, si podemos hacer un viaje, ¿no quieres, no quieres venir conmigo?». «Claro que sí», y levanta la cabeza, la carita tersa y bonita, con todo el polvo hecho una pasta con las lágrimas, y echa un brazo al cuello de Franz y aprieta su cara contra la de él, y luego se suelta rápidamente, como si algo le hubiese picado y solloza otra vez contra el canto de la mesa, pero no se nota nada, la chica está completamente callada, no hace ruido alguno. Otra vez he metido la pata, ella no quiere que yo trabaje. «Vamos, levanta la cabecita, anda vamos, esa cabecita chiquita, ¿pero por qué lloras?». «¿Quieres, quieres —se aparta rápidamente—, quieres deshacerte de mí, Franz?». «Pero chiquilla, por Dios». «¿No quieres, Franzeken?». «No, por Dios». «Y por qué andas por ahí; ¿es que no gano bastante?; pero si yo gano bastante». «Mieze, sólo quería hacerte un regalo». «No lo quiero». Y otra vez apoya la cabeza en el duro canto de la mesa. «Entonces, Mieze, ¿es que no puedo hacer nada? Yo no puedo vivir así». «No digo eso, pero no tienes que hacerlo por dinero. No lo quiero».

Y Mieze se levanta, abraza a su Franz y le mira extasiada a la cara, parloteando toda clase de bobadas encantadoras y rogándole una y otra vez: «No lo quiero. No lo quiero». Y que por qué no dice nada él si es que quiere algo, pero chica, lo tengo todo, no necesito nada. «¿Entonces es que no voy a poder hacer nada?». «Lo haré yo, para qué estoy yo si no, Franzeken». «Pero yo… yo…». Ella se echa a su cuello. «Ay, no me dejes». Parlotea y lo besa y lo mima: «Deshazte de él, dáselo a Herbert, Franz». Franz se siente tan feliz con la chica, qué piel tiene, no puede decir nada, ha sido una tontería decirle algo de Pums, naturalmente, de eso no entiende ella. «Prométeme, Franz, que no lo harás más». «Pero si no lo hago por el dinero, Mieze». Y sólo entonces se acuerda ella de lo que le ha dicho Eva, que cuide de Franz.

Ya lo va entendiendo mejor, es verdad que él no lo hace por dinero, y antes, eso del brazo, siempre está pensando en su brazo. Y es cierto lo que dice del dinero, no le importa nada, ella le da todo el que quiere. Y no hace más que pensar, mientras lo tiene en sus brazos.

Penas y alegrías del amor

Y, en cuanto Franz le ha dado un beso de despedida, Mieze se echa a la calle y se va a ver a Eva. «El Franz me ha traído doscientos marcos. ¿Sabes de dónde? De esa gente, ya sabes». «¿Pums?». «Sí, me lo ha dicho él mismo; ¿qué puedo hacer?».

Eva llama a Herbert, Franz estuvo el sábado con Pums. «¿Ha dicho dónde?». «No, pero ¿qué debo hacer?». Herbert se asombra: «Fíjate en ése, entendiéndose con ellos». Eva: «¿Tú lo comprendes, Herbert?». «No. Es increíble». «¿Y qué hacemos ahora?». «Dejarlo. ¿Crees que le importa el dinero? Ahí tienes lo que te decía. Ese va derecho a lo suyo, pronto vamos a tener noticias de él». Eva está frente a Mieze, la pálida putilla que recogió en la Invalidenstrasse; en ese momento se acuerdan las dos de cuando se vieron por primera vez: en la taberna que hay junto al Baltikumhotel. Eva está allí sentada con uno de provincias, no lo necesita, pero le gusta hacer alguna escapada, y luego hay muchas otras chicas y tres o cuatro muchachos. Y a las diez entra la patrulla de policía del Centro, y todos a la comisaría de la estación de Stettin, en fila india, con los cigarrillos en el pico, más frescos que una lechuga. Los polis van delante, y detrás la borracha de Wanda Hubrich, la vieja, naturalmente en cabeza, y luego todo el jaleo en la comisaría, y Mieze, Sonja, le llora a Eva porque ahora se sabrá todo en Bernau, y entonces uno de los polis le quita a la borracha de Wanda el cigarrillo de la mano, y ella se va solita a la celda y pega un portazo y empieza a maldecir.

Eva y Mieze se miran, Eva la anima: «Ahora tendrás que tener cuidado, Mieze». Mieze le suplica: «¿Pero qué puedo hacer?». «Es tu hombre, tú sabrás lo que tienes que hacer». «No lo sé». «Pero no llores, mujer». Herbert está encantado: «Os digo que el muchacho vale, y me alegro de que se haya puesto a ello, ése tiene un plan, buen zorro está hecho». «Dios santo, Eva». «Pero no llores, no hay que llorar, mujer, yo tendré cuidado». La verdad es que no te mereces al Franz. No, no se lo merece, armar este escándalo. Pero por qué llora esta boba, la muy pava. Le voy a tener que dar una torta.

¡Trompetas! Ha empezado la batalla, los regimientos avanzan, tarará, tararí, tarará, la artillería y la caballería, y la caballería y la infantería, y la infantería y la aviación, tararí, tarará, nos adentramos en campo enemigo. Y entonces dijo Napoleón: Adelante, adelante, no dudéis más, delante está seco, mojado detrás. Cuando cese la metralla, conquistaremos Milán, y tendréis una medalla, tararí, tarará, tararí, tarará, todos irán, pronto caerá, ay qué alegría, ser capitán.

Mieze no tiene que llorar ni que pensar mucho tiempo en qué debe hacer. La cosa viene rodada. Ahí está Reinhold en su pisito, con su amiga la elegante, recorre las tiendas que ha organizado Pums para dar salida al género, y todavía tiene tiempo para reflexionar. El tipo se aburre continuamente, y eso no le sienta bien. Cuando tiene dinero, no le sienta bien, y el soplar tampoco le va bien, le sienta mejor dar vueltas por la tasca, escuchar, trabajar y tomar café. Y ahora, cada vez que va a ver a Pums o adondequiera que vaya, ahí está siempre Franz delante de sus narices, ese idiota, ese insolente, con su brazo, dándose aires y todavía no le basta, y haciéndose el buenecito, como si el muy burro no hubiera matado una mosca en su vida. Pero, tan cierto como dos y dos son cuatro, ése quiere algo de mí. Y el individuo está siempre de buen humor, y vaya donde vaya y trabaje donde trabaje, allí está él. Bueno, va a haber que aclarar las cosas. Tendremos que aclarar las cosas.

¿Y qué hace Franz? ¿Él? Bueno, ¿qué va a hacer? Da vueltas por el mundo, con la mayor paz y tranquilidad que cabe imaginar. Con ese muchacho se puede hacer lo que se quiera, cae siempre de pie. Hay gente así; no mucha, pero la hay.

En Potsdam, ahí, cerca de Potsdam, había uno al que luego llamaron el muerto vivo. Menudo punto también. El tipo, un tal Bornemann, hizo algo cuando estaba arruinado y se chupó quince años de cárcel, y se escapa, o sea que el hombre se escapa, por cierto, no fue en Potsdam sino cerca de Anklam, Gorke se llamaba el poblacho. Y hete aquí que nuestro Bornemann, paseando cerca de Neugard, se encuentra un muerto que flota en el agua, en el Spree, y Neugard, digo, Bornemann el de Neugard, se dice: «Mira por donde estoy muerto», y va, le mete los papeles al otro, y está muerto. Y la señora Bomemann: «¿Qué puedo hacer? No se puede hacer nada ya, está muerto, y si es mi marido, bueno, gracias a Dios que lo es, no se ha perdido mucho, de qué sirve un marido así, la mitad de la vida se la pasa a la sombra, fuera penas». Pero mi Otto, ay Dios devotto, no está nada muerto. Llega a Anklam y como se ha dado cuenta de que el agua es algo muy bonito y ahora tiene mucha afición al agua, se hace pescadero, vende pescado en Anklam y se llama Finke. Ya no hay ningún Bornemann. Pero sin embargo lo atraparon. Y si quiere saber cómo y por qué, agárrese bien.

Precisamente tenía que venir su hijastra para trabajar en Anklam, imaginaos, con lo grande que es el mundo, llega a Anklam y se encuentra al pez resucitado, que ahora tiene ya cien años y es de Neugard, y entretanto la chica se ha hecho mayor y se ha escapado de casa y, naturalmente, él no la reconoce, pero ella a él sí. Y le dice: «Oiga usted, ¿no eres mi padre?». Y él dice: «Vamos anda, ¿te falta un tomillo?». Y como ella no le cree, él llama a su mujer y a sus, tal como suena, cinco chicos, que pueden testificarlo: «Es Finke, el pescadero». Otto Finke, lo sabe todo el mundo en el pueblo. Todo el mundo lo sabe, el hombre es el señor Finke, el que se murió se llamaba Bornemann.

A ella, sin embargo, no le ha hecho ningún efecto, no la han convencido. La chica se va, qué hay dentro de un alma femenina, sigue teniendo el tomillo suelto. Escribe una carta a Berlín, a la policía criminal, departamento 4 a: «Le he comprado varias Veces al señor Finke, pero aunque soy su hijastra, él no se considera mí padre y engaña a mi madre, porque tiene cinco hijos con otra». Finalmente, los chicos pudieron conservar sus nombres de pila, pero en cuanto al apellido se jorobaron. Se llaman Hundt, con dt, como su madre, y todos son de pronto hijos ilegítimos, a los que se aplica ese párrafo del Código Civil: se considerará que entre un hijo ilegítimo y su padre no existe parentesco alguno[191].

Y lo mismo que ese Finke, Franz Biberkopf vive en la mayor paz y tranquilidad. Al hombre lo atacó una fiera que le devoró el brazo, pero él se resiste, y ella embiste, insiste y persiste. Ninguno de los que están con Franz, salvo uno, ve cómo se resiste y que la bestia persiste, embiste e insiste. Franz camina tan firmemente y lleva la cabezota tan derecha. Aunque no hace nada como los otros, tiene los ojos tan claros. Pero el otro, al que no le ha hecho nada, se pregunta: «¿Qué quiere éste? Éste quiere algo de mí». Ve todo lo que los demás no ven y lo comprende todo. El cuello musculoso de Franz no debiera importarle realmente, ni sus piernas firmes, ni el sueño tranquilo de Franz. Pero le importan, no puede estarse quieto. Tiene que reaccionar. ¿Pero cómo?

Como cuando una ráfaga de viento abre una puerta y un montón de reses sale del corral. Como cuando una mosca molesta a un león y él le da un zarpazo, rugiendo horrible y horrorosamente.

Como cuando un carcelero coge una llavecita, da un empujón al cerrojo y sale un tropel de criminales que siembran la muerte, el asesinato, el robo, el asalto y la desolación.

Reinhold da vueltas por su cuarto, por la taberna de la Prenzlauer Tor, piensa, repiensa, recapacita, repasa. Y un día en que sabe que Franz está con el hojalatero, dándole vueltas a una nueva idea para ver qué sale, se va a ver a Mieze.

Y ella ve a ese hombre por primera vez. No hay mucho que ver en él, Mieze, tienes razón, no tiene mal aspecto el muchacho, un poco triste, flojucho, un poco enfermo también, tan amarillento. Pero no tiene mal aspecto.

Pero míralo bien, dale tu manita y estudia ese rostro, hazlo. Es un rostro, Miezeken, más importante para ti que todos los demás rostros, más importante que el de Eva, más importante incluso que el de tu querido Franzeken. Ahora está subiendo él por la escalera y es un día como todos, jueves, 3 de septiembre, míralo, no sientes nada, no sabes nada, no sospechas tu destino.

¿Pero cuál será tu destino, pequeña Mieze de Bernau? Estás sana, ganas dinero, quieres a Franz y por eso sube él ahora la escalera y se planta ante ti y te acaricia la mano, el destino de Franzen y —ahora lo es— el tuyo también. No hace falta que mires bien su cara, sólo la mano, sus dos manos, esas dos manos insignificantes con guantes de cuero gris.

Reinhold lleva sus mejores galas, y Mieze no sabe al principio qué cara poner, quizá lo ha enviado el Franz, o quizá sea una trampa del Franz, pero eso no puede ser. Y entonces él dice que el Franz no debe saber que ha estado aquí, que es muy quisquilloso. Se trata sólo de que quería hablar con ella, las cosas son realmente difíciles con el Franz, que tiene esa desgracia del brazo, y lo que se preguntan todos es si realmente necesita tanto trabajar. Pero Mieze es demasiado lista, y sabe lo que ha dicho Herbert que quiere el Franz, y por eso dice: no, dinero, si es de eso de lo que se trata, no lo necesita mucho, ya hay personas que se cuidan de él. Pero quizá no le baste, un hombre quiere también trabajar. Reinhold opina: eso está muy bien, debe trabajar. Lo único que pasa es que lo que ellos hacen es dificil, no es un trabajo corriente, ni siquiera los que tienen dos brazos sanos pueden hacerlo todos. Bueno, siguen hablando de una cosa y de otra, Mieze no sabe muy bien lo que el otro quiere y entonces va Reinhold y le pide que le dé un coñac: sólo quería informarse sobre su situación económica, y si es ésa, tendrán toda clase de consideraciones con su compañero, por descontado. Y se bebe otro coñac, y pregunta: «¿Me conocía usted, señorita? ¿No le ha hablado alguna vez de mí?». «No», dice ella, qué querrá este hombre, si estuviera aquí Eva, ella sabe mucho más que yo de esta clase de conversaciones. «La verdad es que nos conocemos hace ya tiempo, el Franz y yo, todavía no la había encontrado a usted, andaba con otras, la Cilly». Quizá sea eso lo que pretende, dejarlo en mal lugar al manco. «Bueno, y por qué no iba a andar con otras. También yo he tenido otro, pero no por eso deja de ser mi hombre».

Se sientan muy tranquilos frente a frente, Mieze en la silla, Reinhold en el sofá, y los dos se ponen cómodos. «Claro que es su hombre; pero señorita, no creerá usted que se lo quiero quitar, me guardaría muy mucho. Lo que pasa es que ocurrieron cosas raras entre él y yo, ¿no le ha contado nada?». «¿Cosas raras, qué cosas?». «Cosas muy raras, señorita. Le voy a decir algo francamente: el Franz, si está con nosotros en la pandilla, es sólo por mí, sólo por mí y por esas historias; porque los dos siempre hemos estado muy unidos, pasara lo que pasara. Yo le podría contar las cosas más raras». «De veras. Pero ¿no tiene usted nada que hacer, para estar sentado aquí, contándome historias?». «Señorita, hasta Dios Nuestro Señor se toma de vez en cuando un día de descanso; los hombres tenemos que tomamos por lo menos dos». «Yo creo que usted se toma tres». Los dos se ríen. «En eso puede que tenga razón; ahorro fuerzas, la ociosidad alarga la vida, otras veces hay que gastar demasiadas energías». Ella le sonríe: «Entonces es mejor ahorrar». «Y usted que lo diga, señorita. Unos son así y otros asá. Sabe usted, señorita, el Franz y yo, siempre nos hemos cambiado las mujeres, ¿qué le parece?». Y vuelve la cabeza a un lado, toma un sorbito del vaso y espera a ver qué dice la chiquita. Es una preciosidad, a ésta, a ésta nos la vamos a trajinar pronto, lo primero es un pellizco en la pierna.

«Eso del intercambio de mujeres se lo cuenta usted a su abuela. Alguien me ha contado que es lo que hacen en Rusia, seguramente es usted de allá, porque aquí no es costumbre». «Cuando yo se lo digo». «Pues aunque lo diga, es una idiotez como la copa de un pino». «Pregúnteselo al Franz». «Deben de haber sido unas mujeres estupendas, de 50 pfennig, ¿no? De algún asilo, ¿no?». «Bueno, ya está bien, señorita, ése no es nuestro estilo». «Oiga, ¿por qué me cuenta todas esas bobadas? ¿Qué es lo que pretende realmente de mí?». Mira la chiquitaja. Pero mona sí que es, está colada por él, eso está bien. «Nada, señorita, a, qué voy a pretender. Sólo quería informarme un poquito (chiquitaja maja, Pankow, Pankow, quili quili, hópsasa)[192], Pums mismo me lo ha encargado, bueno, me voy a despedir, ¿vendrá alguna vez por nuestra sociedad?». «Si cuenta usted siempre esas historias». «No lo tome a mal, señorita, creía que usted lo sabía todo. Bueno, hablando de negocios. El Pums me ha dicho que si venía a verla para preguntarle por lo del dinero y demás, como el Franz es tan quisquilloso en lo de su brazo, que no le dijera nada usted. El Franz no necesita saberlo. Yo hubiera podido informarme también en la casa, sólo que pensé: por qué tanto misterio. Usted estaba aquí, mejor voy abierta y directamente, llamo a su casa y le pregunto». «¿Quiere usted que no le diga nada?». «Sí, es mejor que no. Bueno, si se empeña, no podemos hacer nada. Como quiera. Bueno, adiós». «No, la salida está a la derecha». Una rica hembra, la cosa está en marcha, toquemos madera.

Y la pequeña Miezeken, en la habitación, junto a la mesa, no ve nada ni nota nada y sólo piensa, cuando ve el vaso de aguardiente ahí… sí, qué piensa, hace un momento estaba pensando algo, ahora se lleva el vaso, no sé. Estoy tan excita-da, ese tipo me ha excitado tanto, estoy temblando toda. Qué historias cuenta. Sólo quería, qué quería conseguir. Mira el vaso, que está en el armario, el último de la derecha. Estoy temblando toda, tengo que sentarme, no, no en el sofá donde se ha repantigado, en la silla. Y se sienta en la silla, mira el sofá donde estaba sentado él. Tan terriblemente excitada, pero qué me pasa, los dos brazos y el pecho, todo me tiembla. El Franz no es tan cerdo como para intercambiar mujeres. De ese tipo, del Reinhold, me lo creo, pero el Franz… le habrán cogido de tonto, si es que es verdad.

Se muerde las uñas. Si es que es verdad; pero el Franz es un poco tonto, deja que se aprovechen de él. Por eso lo tiraron del coche. Menudos compadres. Y ésa es la sociedad a la que pertenece.

No deja de morderse las uñas. ¿Decírselo a Eva? No sé. ¿Decírselo al Franzen? No sé. No se lo diré a nadie. Nadie ha estado aquí.

Un organillo suena en el patio: En Heidelberg perdí mi corazón. Yo también, yo también he perdido el corazón, y ahora no está, y gimotea sobre su pecho, se acabó, ya no tengo, lo sé, qué puedo hacer, y aunque me arrastren por el barro, nada puedo hacer. Pero eso no lo hace mi Franz, no es ningún ruso, eso de que intercambia mujeres es una bobada.

Está junto a la ventana abierta, lleva una bata a cuadros azules y canta con el organillero: En Heidelberg perdí mi corazón (es una sociedad podrida, y el Franz tiene razón en querer fumigarla), en una tibia noche de verano (cuándo volverá a casa, voy a recibirlo en la escalera). Estaba enamorado con pasión (no le diré nada, no voy a irle con esas ruindades, nada, nada. Le quiero tanto. Me voy a poner la blusa). La risa de su boca era un océano. Y en ese último adiós en el portón, sus besos me dijeron, pobrecilla (y es verdad lo que dicen Herbert y Eva: han notado algo y quieren saber por mí si es verdad, pues están listos, que se busquen otra tonta), que en Heidelberg perdí mi corazón, que hoy late del Néckar a la orilla[193].

Excelentes perspectivas de cosecha, pero podrían resultar fallidas

Da vueltas por el mundo, siempre por el mundo, siempre por el mundo, con la mayor paz y tranquilidad. Con ese muchacho se puede hacer lo que se quiera, siempre cae de pie. Hay personas así. En Potsdam había uno, en Gorke, cerca de Anklam, se llamaba Bornemann, así pues, se escapa de la prisión, llega al Spree. Alguien flota sobre el agua.

«Vamos a echar un párrafo, Franz, qué, ¿cómo se llama ella, tu novia?». «Mieze, ya lo sabes, Reinhold, antes se llamaba Sonja». «Bueno, pues a ésa no la enseñas. Debe de ser demasiado fina para nosotros». «Oye, no es un circo para enseñarla. La chica anda por las calles. Tiene su protector y gana su buen dinero». «Pero enseñarla no la enseñas». «Qué quieres decir con enseñarla. La chica tiene quehacer». «La podrías traer alguna vez, dicen que es mona». «Puede ser». «Me gustaría conocerla, ¿no quieres?». «Sabes, Reinhold, en otro tiempo hacíamos negocios, ya sabes, de botas y cuellos de piel». «Eso se acabó». «Sí, se acabó. Para esas cerdadas no cuentes conmigo». «Está bien, hombre, sólo preguntaba». (El muy perro, siempre cerdadas, sigue hablando de cerdadas. Pero espera, muchacho).

Así pues, cuando Bornemann llegó a la orilla del agua, había en el agua un muerto fresco flotando… En la cabeza de Bornemann se hizo una lucecita. Se sacó del bolsillo todos sus papeles y se los dio a él y se los dio a ella. Todo eso ya lo hemos contado, pero sirve de recordatorio. Entonces ató al muerto a un árbol, porque se hubiera ido flotando y no lo hubieran encontrado. El tomó en el acto el ferrocarril local de Stettin, sacó un billete y, al llegar a Berlín, llamó desde una tasca a mamá Bornemann, que viniera rápidamente, que alguien la esperaba. Ella le trajo dinero y ropa, él le susurró algo, pero entonces tuvo que largarse, por desgracia. Ella le prometió identificar el cadáver, él le mandaría dinero cuando lo tuviera, pero intenta arreglártelas. Luego tuvo que marcharse rápida, rápidamente, no fuera a encontrar otro al muerto.

«Sólo quería saber eso, Franz, que la quieres mucho». «Bueno, déjate ya de chicas y de pamplinas». «Sólo estaba preguntando. No por eso te vas a molestar». «No, no me voy a molestar, Reinhold, lo que pasa es que, contigo, tú eres un golfo». Franz se ríe, el otro también. «¿Y qué pasa con tu pequeña, Franz? ¿De verdad que no puedes enseñármela?». (Ya ves qué pardillo eres, Reinhold, me tiras del coche, y ahora vienes detrás de mí). «Bueno, ¿pero qué quieres, Reinhold?». «No quiero nada. Me gustaría verla nada más». «¿Te gustaría ver si me quiere? Te digo que esa chica es toda corazón de la cabeza a los pies, un corazón que es mío. No sabe más que querer y adorar y nada más. Sabes, Reinhold, no puedes figurarte lo loca que es. ¿Tú conoces a Eva, no?». «Claro, hombre». «Pues mira, la Mieze quiere de ella… bueno, no te lo digo». «Pero qué quiere, dilo de una vez». «No, es increíble, pero ella es así, es algo que no has oído nunca, Reinhold, y tampoco a mí me había pasado en la vida».

«Bueno, ¿pero qué pasa? ¿Con Eva?». «Sí, pero no digas ni mu, bueno, pues la chiquilla, la Mieze, quiere que Eva tenga un niño de mí».

Bumm. Los dos, sentados, se miran. Franz se da un golpe en el muslo y suelta el trapo. Reinhold sonríe, empieza a sonreír, pero no puede continuar.

Entonces el tipo se llama Finke, va a Gorke, se hace pescadero. Un buen día llega su hijastra, está colocada en Anklam y quiere comprar pescado, va a Finke con una red en la mano y dice.

Reinhold sonríe, empieza a sonreír, no puede continuar: «¿A lo mejor es tortillera?». Franz sigue dándose golpes en la pierna y se ríe sofocadamente: «No, me quiere a mí». «No puedo imaginármelo». (Que pasen cosas así es increíble, y más que le ocurran a este bobo, que encima hace muecas). «¿Y qué dice Eva a todo eso?». «Son amigas las dos, la conoce bien, en realidad yo conozco a la Mieze por Eva». «Bueno, me has puesto los dientes largos, Franze. Oye, no podría ver a la Mieze a veinte metros de distancia o, por mí, detrás de una reja, si es que tienes miedo». «Hombre, ¡miedo ninguno! Ella es de buena ley y cariñosa, no puedes imaginarte. Ya sabes que una vez te dije que debías dejar de tener tantas chicas, eso arruina la salud y no lo aguantan ni los nervios más templadas. Te puede dar un derrame cerebral. Deberías sentar cabeza, sería bueno para ti. Bueno, vas a ver cómo tengo razón, Reinhold. Te la voy a enseñar». «Pero que no me vea a mí». «¿Por qué no?». «No, no quiero. Enséñamela y nada más». «De acuerdo, hombre, ya me alegro. Te sentará bien».

Y son las tres de la tarde, Franz y Reinhold van por las calles, rótulos esmaltados de todas clases, artículos esmaltados, alfombras persas, alemanas y auténticas, en 12 plazos mensuales, moquetas, tapetes y tapicería, colchas, cortinas, almacenes Leisner und Co., ¿lee usted Moda para Usted? si no la lee, solicítela gratuitamente, a vuelta de correo, entrega a domicilio, atención, peligro de muerte, alta tensión. Entran en casa de Franzen. Ahora vienes a mi casa: a mí me va bien, nada puede pasarme, ya verás cómo vivo, me llamo Franz Biberkopf.

«Y ahora, sin ruido; voy a ver primero si está. No. Mira, aquí es donde vivo, pero ella vendrá en seguida. Escucha lo que vamos a hacer, pero tú no te muevas». «Me guardaré mucho». «Lo mejor será que te eches aquí en la cama, Reinhold, no se utiliza de día, yo tendré cuidado de que ella no se acerque y tú podrás mirar a través de las cortinas de tul. Échate, ¿puedes ver?». «Ver sí. Pero tendré que quitarme las botas». «Será mejor. Mira, las pondré en el pasillo, y luego, cuando te marches, las coges tú». «Oye, Franz, a ver si va a salir algo mal». «¿Tienes miedo? Sabes, yo no, aunque se dé cuenta; tienes que conocerla». «No, mejor que no note nada». «Échate. Puede llegar en cualquier momento».

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Y en Stettin, el comisario de policía Blum dijo: «¿De qué conoce usted a ese hombre? ¿Por qué lo reconoció usted, cómo, debe de haberlo reconocido por algo?». «Pues porque es mi padrastro». «Bueno, entonces iremos a Gorke. Y si es verdad, nos lo traeremos sin más».

En la puerta de la casa, alguien cierra. Y Franz, en el pasillo: «¿Te has asustado, Mieze? Soy yo, pequeña. Entra. No pongas nada en la cama. Tengo una sorpresa para ti». «Pues entonces voy a mirar en seguida». «¡Alto, antes tienes que jurar! Mieze, levanta la mano, jura, todo el mundo en pie, tienes que decir conmigo: juro». «Juro». «Que no me acercaré a la cama». «Que no me acercaré a la cama». «Hasta que yo lo diga». «Hasta que me acerque». «Quédate aquí. Tienes que jurar otra vez: juro». «Juro que no me acercaré a la cama». «Hasta que yo te lleve a ella».

Ahora Mieze está seria, se cuelga del cuello de él y se queda así largo rato. Él se da cuenta de que le pasa algo, y quiere empujarla hacia la puerta y el pasillo, no es un día a propósito. Pero ella se queda quieta: «No me acercaré a la cama, déjame». «¿Qué tiene mi Miezeken, mi Miezegatita, Mulleken?».

Ella lo empuja hacia el sofá, se sientan juntos en él, abrazados, ella no dice nada. Luego musita algo, se tira de la corbata de lazo, y empieza: «Franzeken, ¿puedo decirte una cosa?». «Claro que sí, Miezeken». «Es algo del viejo, ha pasado algo». «El qué, Mulleken». «Pues». «Bueno, ¿qué ha pasado, Mulleken?». Ella enreda con su corbata, qué le pasa a la chica, tenía que ser hoy precisamente.

El comisario de policía dice: «¿De manera que se llama usted Finke? ¿Tiene papeles?». «Bueno, vaya usted al Registro». «Lo que hay en el Registro no nos interesa». «Sí que tengo papeles». «Muy bien, por de pronto, nos lo llevaremos. Y ahí afuera hay un funcionario de Neugard, que tenía a un tal Bornemann de Neugard en su sección, lo haremos pasar».

«Franzeken, estas últimas veces el viejo tenía siempre a su sobrino allí, es decir, no lo invitaba, sino que se presentaba simplemente». Franz masculla algo y siente frío: «Ya entiendo». Ella no aparta su cara de la de él: «¿Tú lo conoces, Franz?». «¿De qué lo iba a conocer?». «Creí. Bueno, pues siempre estaba allí, y una vez vino también conmigo». Franz tiembla, se le nubla la vista: «¿Por qué no me dijiste nada, mujer?». «Creí que podría deshacerme de él. Y no había motivo tampoco, sólo porque anduviera a mi lado». «Y ahora…». El temblor de la boca de ella en su cuello se hace más violento, luego siente algo húmedo, ella sigue totalmente abrazada a Franz, esta chica no me suelta, siempre es tan terca, no dice nada y no hay forma de sacarle nada, y por qué llora, y luego el otro ahí echado, lo mejor sería coger un palo y darle hasta que no pudiera levantarse, maldita pavisosa, dejarme en ridículo así. Pero él está temblando. «¿Qué ha pasado?». «Nada, Franzeken, no te preocupes, no me hagas nada, no ha pasado nada. Pues ha vuelto otra vez, ha acechado toda la mañana hasta que yo he salido de casa del viejo, y allí estaba él, y que teníamos que dar una vuelta en coche, y que tenía que ir y que tenía que ir». «Y tú, claro, has tenido que ir». «Sí, he tenido que ir. ¿Qué podía hacer? Franz, cuando alguien insiste tanto. Y es un chico tan joven. Y además…». «¿Dónde habéis ido?». «Primero hemos atravesado Berlín, Grunewald, ni yo misma lo sé, y luego hemos andado, y yo rogándole todo el tiempo que me dejara. Y él se me pone a llorar y a suplicar como un niño y de rodillas a mis pies, es tan joven, cerrajero». «Pues debería estar trabajando el muy gandul, en lugar de andar por ahí». «No sé. No te enfades, Franz». «Pero todavía no sé qué ha pasado. ¿Por qué lloras, mujer?». Ella vuelve a no decir nada, sólo se aprieta contra él, enredando con su corbata. «No te enfades, Franz». «¿Estás enamorada de ese chico, Mieze?». Ella no dice nada. Cuánto miedo tiene él, qué frío en los pies. Susurra en el pelo de ella, sin acordarse ya de Reinhold: «¿Estás enamorada de él?». Ella está abrazada a Franz, cuerpo contra cuerpo, él la siente toda, y entonces sale de su boca: «Sí». Ay, ay, la ha oído, sí. Quiere soltarse, tengo que pegarle, Ida, el de Breslau, ahora empieza, el brazo se le paraliza, él está paralizado, pero ella lo sujeta con fuerza como un animal, pero qué quiere ésta, no dice nada, lo sujeta fuerte, tiene su rostro contra el cuello de él, él mira petrificado hacia la ventana, por encima de ella.

Franz la sacude, ruge: «¿Qué quieres? Déjame en paz de una vez». Qué voy a hacer con esta perra. «Estoy aquí, Franzeken. No me he marchado, estoy aquí». «Márchate, no te quiero para nada». «No grites, ay Dios, pero qué he hecho yo». «Vete con él si le quieres, furcia». «No soy ninguna furcia, sé bueno, Franzeken, se lo he dicho ya, que no puede ser y que soy tuya». «No quiero nada contigo. No quiero a una como tú». «Soy tuya, se lo he dicho, y luego me he marchado, tú tendrías que consolarme». «¡Mujer, estás completamente loca! ¡Déjame! ¡Loca! Estás enamorada de él y encima tengo que consolarte». «Sí, tienes que hacerlo, Franzeken, yo soy tu Miezeken y tú me quieres, por eso puedes consolarme; ay, él anda ahora por ahí, ese chico, y…». «¡No, ya basta, Mieze! Vete con él, vete a buscarlo». Mieze chilla y él no puede deshacerse de ella. «Sí, vete con él y déjame en paz». «No, no lo haré. Es que no me quieres, es que no te gusto, qué he hecho yo».

Franz consigue liberar su brazo y soltarse, ella corre tras él, y en ese momento Franz se vuelve y le golpea en el rostro, de forma que Mieze retrocede tambaleándose, luego él le da un puñetazo en el hombro, ella cae, y él se echa sobre ella y la golpea a ciegas con su única mano. Ella gime, se retuerce, ay, ay, él golpea, ella se ha echado sobre el vientre y el rostro. Cuando él se detiene y toma aliento la habitación le da vueltas, ella se da la vuelta, se incorpora: «Con el bastón no, Franzeken, ya basta, con el bastón no».

Se queda allí sentada con la blusa desganada, un ojo cerrado, la sangre saliéndole de la nariz y manchadas la mejilla izquierda y la barbilla.

Pero a Franz Biberkopf —Biberkopf, Lieberkopf, Zieberkopf, ya no tiene nombre— la habitación le da vueltas, las camas están ahí, se agarra a una cama. Allí dentro está echado Reinhold, ese tipo, está allí echado con sus botas, manchándole la cama. ¿Qué se le habrá perdido aquí? Tiene su propia habitación. A éste lo echo yo, a éste lo vamos a echar, lo vamos con v. Y ahí va Franz Biberkopf, Ziberkopf, Niberkopf, Wiederkopf, da un salto hacia la cama, agarra a través de la manta una cabeza que se mueve, ha tirado de la manta. Reinhold se sienta.

«Y ahora afuera, Reinhold, afuera; mírala, y luego afuera».

La boca abierta de Mieze, terremotos, relámpagos, truenos, los raíles rotos, retorcidos, la estación, las casetas de los guardavías derrumbadas, estrépito, estruendo, humareda, humo, no se puede ver nada, todo destruido, por los aires, vertical, transversalmente.

«¿Qué pasa, qué se ha roto?».

Gritos, gritos incesantes de su boca, gritos de angustia contra lo que hay detrás del humo en la cama, un muro de gritos, gritos como lanzas, más altos, cada vez, gritos como piedras.

«Cierra el pico, qué se te ha roto, cállate, la casa se viene abajo».

Gritos como olas, masas de gritos, contra aquello, sin tiempo, sin hora, sin año.

Y Franzen ha sido ya arrastrado por la ola de gritos. Es un loco furiorrabioso. Voltea una silla junto a la cama, se le cae, se le parte en las manos. Luego se inclina sobre Mieze, que sigue sentada y grita, grita y chilla y sigue chillando, y le tapa desde atrás la boca, la tira de espaldas, se arrodilla sobre ella, se echa de bruces sobre su rostro. La… voy… a… matar.

Los chillidos cesan, ella patalea. Reinhold tira hacia un lado de Franzen: «Hombre, que la vas a estrangular». «Métete en tus asuntos, tú». «Levántate. Levántate». Consigue apartar a Franzen, ella está echada sobre el vientre, mueve la cabeza a un lado y a otro, lloriquea, respira roncamente, golpea con los brazos. Franz tartamudea: «Mira a esa perra, perra. ¿A quién quieres pegar tú, perra?». «Ahora vete, Franz, ponte la chaqueta y no vuelvas hasta que te hayas tranquilizado». Mieze gime en el suelo, abre los ojos; tiene el párpado derecho rojo, inflamado. «Lárgate, hombre, si no, la vas a matar. Ponte la chaqueta. Anda».

Franz resopla, jadea, se deja poner la chaqueta.

Entonces Mieze se incorpora, escupe mocos, quiere hablar, trata de levantarse, se sienta, dice roncamente: «Franz». El tiene puesta la chaqueta. «Ahí tienes el sombrero».

«Franz…», ya no grita, qué voz tiene, escupe. «Yo… yo… yo voy contigo». «No, quédese aquí, señorita, luego la ayudaré». «Franzeken, oye, voy… contigo».

El está ahí, se ladea el sombrero, hace ruido con la lengua, respira con dificultad, escupe, va hacia la puerta. Pam. Portazo.

Mieze gime, se pone en pie, aparta a Reinhold, se dirige vacilante hacia la puerta. En la puerta del pasillo no puede seguir, Franz ha salido, ha bajado ya las escaleras. Reinhold la lleva otra vez a la habitación. Cuando la echa en la cama, ella se levanta sola, se baja de la cama, escupe sangre, se arrastra hacia la puerta. «Quiero salir, quiero salir». Siempre lo mismo: «Quiero salir, quiero salir». Su único ojo lo mira fijamente. Deja colgar las piernas por fuera. Es tonta de baba. Esa tonta de baba lo asquea, no aguanto más, luego viene la gente y me echa la culpa a mí. Qué me importa toda esta mierda.

Muy buenas, señorita, el sombrero en la camocha y por la calle de en medio.

Abajo se limpia la sangre de la mano izquierda, vaya una tonta de baba, se ríe fuerte; y para eso me ha hecho venir, menudo espectáculo, menudo idiota. Y para eso me hace meterme en la cama con botas. Ahora ese bobo estará que muerde. Se ha llevado un buen gancho a la mandíbula, ¿por dónde andará ahora?

Y se larga. Rótulos esmaltados, artículos esmaltados de toda clase. Ha estado bien lo de arriba, muy bien. Qué idiota, has estado bien, hijo mío, gracias, sigue así. Yo me troncho.

Y allí estaba Bornemann otra vez en Stettin, bajo custodia policial. Llevaron a su mujer, su señora de verdad. Señor comisario, dejen a esa mujer en paz, porque juró lo que era cierto… Y si me echan otros dos años, no me importa.

Y es una gran noche en el piso de Franz Biberkopf. Se ríen. Se abrazan, se besan, se quieren con toda el alma. «Casi te mato, Mieze. Cómo te he puesto, mujer». «No importa. Lo que importa es que has vuelto». «¿Se fue Reinhold en seguida?». «Sí». «¿Y no me preguntas, Mieze, por qué estaba aquí?». «No». «¿No quieres saberlo?». «No». «Pero Mieze». «No. De todas formas, no es verdad». «¿El qué?». «Que tú querías venderme a él». «Qué». «Pero no es cierto». «Pero Miezeken». «Ahora lo sé y todo está arreglado». «Es mi amigo, Mieze, pero un cerdo con las chicas. Quería enseñarle lo que es una chica decente. Para que lo viera». «Entonces está bien». «¿Me quieres a mi también, o sólo a ese chico?». «Yo soy sólo tuya, Franz».

Miércoles, 29 de agosto[194]

Y deja esperando a su protector dos días enteros, que aprovecha exclusivamente para estar con su querido Franz, marcharse con él a Erkner y Potsdam y ser muy cariñosa con él.

Ahora tiene un secreto con Franz, más ahora que antes, animalito, y tampoco tiene miedo de lo que está tramando su querido Franz con la gente de Pums; porque también ella va a hacer algo. Va a averiguar por sí sola quién anda por allí, en el baile o en la bolera. Allí no la lleva nunca Franz, Herbert lleva con él a Eva, pero Franz dice: eso no es para ti, con todas esas guarras no quiero verte.

Pero Sonjaken, Miezeken, quiere hacer algo por Franzen, nuestra pequeña gatita quiere hacer algo por él, eso es mejor que ganar dinero. Lo averiguará todo y le protegerá.

Y cuando llega el próximo baile, en que la pandilla de Pums va a Rahmsdorf con sus amigos, una fiesta particular, hay con ellos una a la que nadie conoce, la ha traído el hojalatero, es su chica, lleva máscara, y una vez baila incluso con Franzen, pero sólo una vez, si no, él olería luego su perfume. Es en Müggelhort, a la noche encienden farolillos en el jardín, sale un buque de vapor, lleno hasta rebosar, y la orquesta toca una marcha de despedida cuando parte, pero ellos se quedan allí bebiendo y bailando hasta después de las tres.

Y Miezeken danza por allí con su hojalatero, que se da mucho pote por tener una novia tan estupenda; ve a Pums y señora, y a Reinhold, que se sienta allí sombrío —tiene sus rachas—, y al elegante mercachifle. A las dos se larga en coche con el hojalatero; que la bese salvajemente en el coche, por qué no, ahora sabe más cosas, no le va a pasar nada. ¿Qué es lo que sabe Miezeken? Qué aspecto tienen todos los de Pums, por eso puede el otro besuquearla, no va a dejar por ello de ser de Franzen, van en la noche, en una noche así esos tipos tiraron al Franz del coche, y ahora él va detrás del otro, sabe muy bien quién fue, y todos le tienen miedo, por qué, si no, fue Reinhold a verla, qué tío más fresco, mi Franz, qué chico tan majo, podría matar a besos a este hojalatero, de tanto como quiero al Franz, sí, besuquéame, anda, te voy a arrancar la lengua de un mordisco, hombre, qué haces con esa cafetera, vamos a acabar en la cuneta, hurra, lo he pasado maravillosamente esta noche con vosotros, ¿a la derecha o a la izquierda? tire usted por donde quiera, qué persona más encantadora eres, Mieze, qué, te gusto, Karl, me invitarás otras veces, ahívala, qué idiota, está borracho, vamos a acabar en el Spree.

No es posible, me ahogaría, tengo demasiadas cosas que hacer, tengo que seguir a mi querido Franz, no sé lo que quiere hacer, él no sabe lo que quiero yo, y eso será un secreto entre los dos, mientras quiera él y quiera yo, los dos queremos lo mismo, lo mismo queremos los dos, ay, qué calor hace, bésame otra vez, así, abrázame, Karl, me derrito, sí, me derrito, tú.

Karelein, hermoso, no me das ningún reposo, los negros robles de la avenida pasan veloces, te regalo 128 días del año, cada uno con su mañana, su tarde y su noche.

Sin embargo, llegaron al cementerio de allá dos guardias de azul y patatín patatán. Se sentaron bonitamente en una lápida y preguntaron a todo el que pasaba por un tal Kasimir Brodowicz, que si lo habían visto. Hizo alguna fechoría hace treinta años, aunque no se sabe muy bien qué, y seguro que hará alguna otra, con esos compadres nunca se está seguro, y ahora queremos tomarle las huellas dactilares y medirlo, y lo mejor será que lo cojamos antes, que nos lo traigan, tarad, tarará.

Reinhold se sube los pantalones, deambula por su covacha, no le sientan bien la calma ni el dinero. Ha despedido a su última novia y la finolis tampoco le gusta ya.

Habría que hacer otra cosa. Le gustaría hacerle algo al Franz. El muy burro va ahora por ahí encantado y presumiendo de novia; como si fuera algo del otro jueves. A lo mejor se la quito después de todo. El otro día estuvo repulsivo con esa tonta de baba.

El hojalatero, que se llama Matter pero a quien la policía conoce por Oskar Fischer, pone cara de asombro cuando Reinhold le pregunta por Sonja. Pregunta por Sonja sin ceremonias y Matter confiesa sin más, bueno, si lo sabes, entonces lo sabes. Entonces Reinhold le pasa a Matter el brazo por la cintura y le pregunta si le cedería su puesto para una pequeña excursión. Y entonces resulta que Sonja es de Franzen y no de Matter. Bueno, pues entonces Matter podría conseguirle a la chica para un paseo en coche, hasta Freienwalde.

«Tendrás que preguntarle a Franzen, no a mí». «A Franzen no le puedo preguntar, tengo con él una cuenta atrasada, y además a ella, creo, no le caigo bien. Me he dado cuenta». «A eso no me presto. ¿Y si la quisiera para mí solo?». «Bueno, pues quédatela. Es sólo para un paseo». «Por mí, Reinhold, puedes tener todas las hembras que quieras y ésa también, pero una cosa es coger y otra robar». «Bueno, pero contigo sí sale. Oye, Karl, y si te ganaras un pápiro pardo». «Eso no se rechaza nunca».

Dos guardias azules se sientan en una piedra y preguntan a todos los que pasan y detienen a todos los coches: que si no han visto a uno con la cara amarillenta y el pelo negro. Lo están buscando. Lo que ha hecho o va a hacer no lo saben, eso consta en el informe policial. Pero nadie lo ha visto o nadie quiere admitir que lo ha visto. Y los dos guardias tienen que continuar por las avenidas, y dos polis se les unen.

El miércoles, 29 de agosto de 1928, después de haber perdido ya el año 242 días y cuando ya no le quedan muchos más que perder —esos días han pasado irremisiblemente con un viaje a Magdeburgo, con una recuperación y una convalecencia, con la adaptación de Reinhold al aguardiente y la aparición de Mieze, y han cometido ya su primer robo con fractura del año, y Franz es otra vez de una tranquilidad radiante y del más absoluto pacifismo—, el hojalatero se va al campo con la pequeña Mieze. A él, es decir, a Franz, ella le ha dicho que se va con su protector. Por qué va, no lo sabe. Sólo quiere ayudar a Franze, pero cómo, no lo sabe. Esa noche ha soñado: su cama y la de Franzen están en el salón de los dueños de la casa, bajo la lámpara, y entonces se mueve la cortina de la puerta y algo espantoso, una especie de fantasma, sale lentamente de allí y penetra en el cuarto. Ay, suspira ella, y se sienta en la cama, con Franz profundamente dormido al lado. Yo te ayudaré, no le pasará nada, y otra vez se acuesta, es extraño cómo nuestras camas avanzan rodando por el salón.

Zas, ahora están en Freienwalde, es bonito Freienwalde, es un balneario, tiene un bonito Kurgarten con grava amarilla, y mucha gente que pasea por él. ¿Y a quién se encuentran ahí, cuando acaban de almorzar junto al Kurgarten, en la tenaza?

Terremotos, relámpagos, relámpagos, truenos, raíles rotos, la estación en ruinas, estruendo, humareda, humo, todo destruido, niebla, no se puede ver nada, niebla, gritos en aumento… soy tuya, soy sólo tuya.

Que venga, que se siente, no le tengo miedo, a él desde luego no, le puedo mirar tranquilamente a la cara. «Te presento a la señorita Mieze; ¿la conocías ya, Reinhold?». «Muy-poco. Encantado, señorita».

De manera que se sientan en el Kurgarten de Freienwalde; alguien toca dentro algo bonito en el piano. Aquí estoy en Freienwalde, y él está ahí delante.

Terremotos, relámpagos, niebla, todo destruido, pero es bonito que nos hayamos encontrado, a ése le voy a sonsacar todo lo que pasó con Pums y lo que hace el Franz, a ése hay que hacerlo bailar; que muerda el anzuelo y entonces. Mieze sueña que la Fortuna le sonríe. El pianista canta: Dime que oui, preciosa, eso es francés. Dime que ja, qué importa, dime que yes. Como tú quieras, todo da igual, es un amor internacional. Dilo con flores, por la nariz. Dilo en voz alta, dilo feliz. Di que me quieres, dime que sí, que es lo más bello que nunca oí.

Unos vasitos ayudan, cada uno toma un sorbito. Mieze confiesa que estuvo en el baile, y eso da lugar a una animada conversación. El maestro del piano toca, a petición del público: En Suiza y en el Tirol, letra de Fritz Roller y Otto Stransky, música de Anton Profes. En Suiza y en el Tirol, acaba saliendo el sol. En Tirol dan leche de vaca, en Suiza la Jungfrau destaca. Pero aquí… seamos sinceros, todos somos bastante severos. Me encuentro mejor, caballeros, en Suiza y en el Tirol. ¡Holoróidi! De venta en todos los establecimientos musicales. Holoróidi, se ríe Mizeken, ahora piensa mi Franz que estoy con el viejo, pero… estoy con él mismo y no se da cuenta.

Luego daremos una vuelta por los alrededores, con el coche. Eso quieren Karl, Reinhold y Mieze, y a la inversa, Mieze, Reinhold y Karl, y también Reinhold, Karl y Mieze todos juntos. Y precisamente en ese momento tiene que sonar el teléfono y un camarero llama: el señor Matter, al teléfono, no has guiñado un ojo antes, Reinhold, chico, bueno, no diremos nada, Mieze sonríe también, ninguno de los dos tenéis nada en contra, parece que va a ser una tarde muy agradable. Y ahí vuelve ya Karlchen, ay Karelein, hermoso, no me das ningún reposo, te has hecho pupa, no, tengo que volver a toda prisa a Berlín, tú quédate, Mieze, yo me tengo que ir, nunca se sabe, y le da a Mieze un beso y no lo cuentes por ahí, Karl, cómo lo voy a contar, chatita, todo quisque, cuando puede, hace una escapada, adiós Reinhold, felices pascuas, felices fiestas. El sombrero del gancho y se va.

Aquí estamos. «Qué le parece». «Bueno, señorita, por eso no hacía falta que chillara tanto el otro día». «Fue sólo el susto». «De mí». «Se acostumbra una a la gente». «Muy amable». Cómo mueve los ojos esta golfilla, es una furcia encantadora, me apuesto cualquier cosa a que hoy me la trajino; ya puedes esperar sentado, chaval, sólo te voy a dar cuerda y me vas a contar todo lo que sepas. Qué ojos pone. Como si se hubiera tragado una mata de apios.

El pianista se ha quedado agotado de cantar y el piano está cansado, quiere irse también a dormir, Reinhold y Mieze pasean colina arriba, un poco por la espesura. Y hablan de esto y de aquello, cogidos del brazo, y el muchacho no es mala persona. Y cuando, a las seis, están de vuelta en el Kurgarten, Karl los está esperando, ha regresado ya con d coche. ¿Vamos a irnos a casa tan pronto?, esta noche hay luna llena, vamos al bosque, hace un tiempo tan bueno, vamos. Y a las ocho se dirigen al bosque, y Karl tiene que volver deprisa al hotel para encargar habitación y cuidarse del coche. Luego nos vemos en el Kurgarten.

En ese bosque hay muchas flores, muchas personas pasean del brazo, y hay también senderos solitarios. Caminan juntos pensando en sus cosas. Mieze quisiera preguntarle algo, pero no sabe qué, es tan agradable ir del brazo con este hombre, bueno le preguntaré otro día, es una noche tan agradable. Dios, qué pensará Franz de mí, tengo que salir pronto del bosque, es tan agradable andar por aquí. Reinhold la ha rodeado con su brazo, tiene un brazo derecho, el hombre camina a su izquierda, Franz va siempre a su derecha, es extraño andar así, qué brazo más fuerte y robusto, qué tipo éste. Van entre los árboles, el suelo es blando, Franz tiene buen gusto, se la voy a birlar, la tendré un mes y luego puede hacer lo que quiera. Y si quiere algo conmigo, se llevará tal golpe en la próxima expedición que no se podrá levantar; una rica hembra, una hembra con clase, y que le es fiel además.

Caminan hablando de esto y de aquello. Se hace más oscuro. Es mejor hablar; Mieze suspira, es tan peligroso andar sin hablar, sintiendo sólo al otro. Ella mira siempre el camino y dónde acaba. No sé qué quiero de él; Dios del cielo, qué es lo que quiero de él. Caminan en círculo. Disimuladamente, Mieze orienta sus pasos hacia la carretera. Abre los ojos, ya estás ahí.

Son las ocho. Él saca una linterna, van hacia el hotel, el bosque queda atrás, los pájaros, ay, los pájaros cantan maravillosa, maravillosamente[195]. Algo tiembla dentro de él. Ha sido un paseo extrañamente silencioso. El tiene los ojos claros. Camina apaciblemente a su lado. El hojalatero los espera solitario en la terraza. «¿Tienes las habitaciones?». Reinhold se vuelve hacia Mieze; se ha ido «¿Dónde está la señora?». «En su habitación». Él llama. «La señora ha encargado que le diga que se ha ido a dormir».

Algo tiembla dentro de él. Qué bonito era. El bosque oscuro, los pájaros… Qué es lo que quiero de la chica. Qué chica más estupenda tiene el Franz; me gustaría tenerla yo. Reinhold se sienta con Karl en la terraza; fuman gruesos puros. Se miran sonriendo: en el fondo, ¿qué hacemos aquí? También podríamos irnos a casa a dormir… Reinhold respira aún profunda y lentamente, da lentas chupadas a su veguero, el bosque oscuro, estamos caminando en círculo, me lleva otra vez a la carretera: «Si quieres, Karl. Yo me quedo esta noche aquí».

Y luego caminan los dos hasta el lindero del bosque y se sientan allí a ver pasar los coches. En el bosque hay muchos árboles, se anda por un suelo blando, hay muchas parejas que van del brazo, qué cerdo soy.

Sábado, primero de septiembre

Eso es el miércoles, 29 de agosto de 1928.

Tres días después se repite todo. Llega el hojalatero con un coche, Mieze… Mieze ha dicho en seguida que sí cuando él le ha preguntado si quiere ir otra vez a Freienwalde y que venga también el Reinhold. Esta vez seré más fuerte, piensa cuando está sentada en el coche, no iré con él al bosque. Ha dicho que sí en seguida, porque Franz ha estado tan melancólico estos últimos días y no dice por qué y tengo que saberlo y tengo que averiguar qué hay detrás. Tiene dinero de mí, lo tiene todo, no le falta nada, qué es lo que le preocupa al hombre.

Reinhold se sienta en el coche junto a ella, en seguida le ha pasado el brazo por la cintura. Todo está previsto: hoy dejas por última vez a tu querido Franz, hoy te quedas conmigo, tanto tiempo como yo quiera. Eres la que hace el número quinientos o mil entre las mujeres que he tenido, hasta ahora todo ha salido a pedir de boca, y también esta vez saldrá a pedir de boca. Ella está ahí y no sabe lo que le va a pasar, pero yo lo sé y eso es lo que hace falta.

Dejan el coche en Freienwalde delante de la fonda, Karl Matter se va a pasear solo con Mieze por Freienwalde, es sábado, primero de septiembre, y son las cuatro de la tarde. Reinhold quiere dormir una hora en la fonda. Después de las seis se levanta, enreda en el coche, luego se echa unos tragos al coleto y se larga.

En el bosque, Mieze se siente feliz. Karl es tan simpático y cuenta montones de cosas, tiene una patente, y la empresa para la que trabaja se la ha birlado, así engañan a los empleados, se tienen que comprometer de antemano por escrito y la empresa se ha hecho millonaria, y él sólo trabaja con Pums porque está construyendo un nuevo modelo que dejará anticuados y eliminará a todos los que 14 empresa ha robado. Un modelo así cuesta mucho dinero, no se lo puede revelar a Mieze, es un secreto muy grande, lo revolucionará todo si es que resulta, todos los tranvías, bombas de incendios, servicios de basuras, todo, sirve para todo, para todo absolutamente. Hablan de aquella excursión en coche al baile de máscaras, los negros robles de la avenida pasan veloces, te regalo 128 días del año, cada uno con su mañana, tarde y noche.

«Yuhu, yuhu», grita Reinhold en el bosque. Es Reinhold, ellos responden: «Yuhu, yuhu». Karl se esconde en algún sitio, pero Mieze se pone más seria cuando Reinhold llega.

Entonces los dos guardias de azul se levantaron de la piedra. Y dijeron que la investigación había sido infructuosa y se retiraban, aquí sólo pasan cosas sin importancia, sólo podemos dar un parte por escrito a las autoridades. Y si pasara alguna cosa, se sabría, estaría en las columnas de anuncios.

En el bosque, sin embargo, caminaban solos Mieze y Reinhold, unos pajaritos trinaban y gorjeaban suavemente. Arriba, los árboles comenzaron a cantar.

Cantó un árbol, luego cantó otro árbol, luego cantaron juntos, luego dejaron de cantar, luego cantaron sobre las cabezas de los dos.

Es segadora, se llama Muerte, tiene la fuerza de Dios que es fuerte. Ya no vacila, su arma afila.

«Ay cómo me alegro, de veras, de estar otra vez en Freienwalde, Reinhold. Sabe, anteayer fue un día muy bonito, ¿no fue bonito?». «Sólo que un poco corto. Debía de estar usted cansada, llamé a su puerta y no me abrió». «El aire quema, y el viaje en coche y todo». «Bueno, también fue bonito, ¿no?». «Claro que sí, ¿por qué lo dice?». «Quiero decir dar un paseo así. Y con una señorita tan guapa». «Una señorita tan guapa, no exagere. Yo no le he llamado señor guapo». «El que viniera conmigo…». «¿Qué?». «Bueno, pienso que yo no tengo mucho que ofrecer. El que viniera conmigo, señorita, puede creerlo, me alegra de verdad». Es un chico estupendo. «¿No tiene usted ninguna amiga?». «Amiga, a cualquier cosa se llama hoy amiga». «Hombre». «Bueno. Las hay de todas clases. Usted no sabe de eso, señorita. Usted tiene un amigo que es formal, y que es capaz de hacer algo por usted. Pero una chica sólo quiere divertirse, corazón… no lo tiene». «Habrá tenido usted mala suerte». «Ya ve, señorita, de ahí viene también lo del… bueno, lo del cambio de mujeres. Pero de eso no quiere oír hablar». «Hable usted. ¿Cómo era?». «Se lo puedo decir exactamente y usted también lo comprenderá. ¿Se puede conservar a una mujer más de unos meses o unas semanas cuando ella no es nadie? ¿Eh? A lo mejor ella anda rodando por ahí o no tiene nada dentro, no entiende nada, se mete en todo y hasta puede que beba». «Qué horrible». «Pues ya ve, Mieze, eso es lo que me pasaba. Y eso es lo que pasa. Puros desechos, basura, porquería. Del cubo de la basura. ¿Le gustaría a usted estar casada con alguien así? Bueno, pues a mí no, ni una hora. Se aguanta un poco, unas semanas quizá, y luego ya está bien, ella se tiene que ir y yo me quedo solo otra vez. No es agradable. Pero aquí sí que se está bien». «Supongo que para usted es también un cambio, ¿no?». Reinhold se echa a reír. «¿Qué quiere decir, Mieze?». «Bueno, bueno, que también le gustaría andar con otras, ¿no?». «Por qué no, claro, todos somos humanos».

Se ríen, caminan del brazo, primero de septiembre. Los árboles no dejan de cantar. Es una larga plática.

Cada cosa, cada cosa tiene su tiempo y toda empresa bajo la capa del cielo tiene su hora, cada cosa tiene su año, nacer y morir, plantar y arrancar lo plantado, cada cosa, cada cosa tiene su tiempo, estrangular y sanar, romper y construir, buscar y perder, su tiempo, conservar y arrojar, su tiempo, desganar y coser, callar y hablar. Cada cosa tiene su tiempo[196]. Por eso me doy cuenta de que no hay nada mejor que estar de buen humor. Nada mejor que estar de buen humor. Estar de buen humor, tengamos buen humor. No hay nada mejor bajo el cielo que reír y estar de buen humor[197].

Reinhold ha cogido la mano de Mieze, camina a su derecha, qué brazo más fuerte tiene. «Sabe usted, Mieze, en realidad no tuve valor para invitarla, ese día, ya sabe». Y luego caminamos durante media hora, hablando poco. Es peligroso caminar sin hablar. Pero nota su brazo derecho.

Dónde siento yo a esta chavala tan mona, es algo especial, quizá me la guarde para luego, hay que disfrutar de la vida, quizá me la lleve al hotel y a la noche, a la noche, cuando la luna va en coche. «Tiene usted la mano llena de cicatrices, y tatuajes también, ¿también el pecho?». «Sí, ¿quiere verlos?». «¿Por qué se hace usted tatuajes?». «Depende de dónde sea, señorita». Mieze se ríe sofocadamente, se columpia del brazo de él: «Me lo puedo imaginar, tuve también uno, antes de Franzen, es increíble todo lo que tenía pintado». «Hace daño, pero es bonito. ¿Quiere verlo, señorita?». Suelta el brazo de ella, se desabrocha rápidamente, enseña el pecho, mire. Es un yunque con una corona de laurel alrededor. «Bueno, ahora tápese, Reinhold». «Mire, mire tranquila». Hay fuego en él, un deseo ciego, coge la cabeza de ella y la aprieta contra su pecho: «Bésalo, bésalo, tienes que besarlo». Ella no lo besa, su cabeza está allí, entre las manos de él: «Suélteme». Él la suelta: «No te pongas así, mujer». «Ahora me voy». La muy furcia, ya te cogeré, cómo se atreve a hablarme así. Reinhold se arregla la camisa. Ya te cogeré, se da importancia, no hay que perder la calma, despacio, muchacho. «Pero si no te he hecho nada, ya me abrocho. Ves, ya está. No será la primera vez que has visto a un hombre».

Pero qué hago con este tipo, cómo me ha puesto el pelo, es un bárbaro, yo me largo. Todo tiene su tiempo. Cada cosa, cada cosa.

«No sea usted así, señorita, ha sido un pronto. Un momentito, sabe, en la vida de un hombre hay momentos así». «¿Y por eso ha tenido que agarrarme la cabeza?». «No se enfade, Mieze». Ya te agarraré de otro sitio. Otra vez ese ardor salvaje. Como yo te agarre. «¿Hacemos las paces, Mieze?». «Bueno, pero pórtese bien». «Prometido». Del brazo. Él le sonríe, ella sonríe a la hierba. «No ha sido tan malo, Mieze, ¿eh? Ladramos pero no mordemos». «Estoy pensando, ¿por qué tiene usted un yunque? Algunos llevan una mujer, o un corazón o algo así, pero un yunque». «¿Y qué piensa de eso, Mieze?». «Nada. No sé». «Es mi escudo de armas». «¿Un yunque?». «Sí. Para poner a alguien encima». Le hace una mueca. «Es usted un cochino. Para eso hubiera podido tatuarse una cama». «No. Un yunque es mejor. Un yunque es mejor». «¿Es usted herrero?». «Un poco también. Hay que hacer de todo. Pero lo del yunque no lo ha entendido, Mieze. Nadie se me debe acercar demasiado, señorita, porque si no, se quema. Pero no crea que muerdo sin motivo, y a usted, desde luego, no. Estamos dando un paseo muy bonito, y me gustaría también sentarme en algún sitio». «Todos los muchachos de Pums sois así, ¿no?». «Depende, Mieze, no es tan fácil hacer buenas migas con nosotros». «Bueno, ¿y qué es lo que hacen todos?». Cómo podría llevarte yo a una hondonada, no hay un alma. «Ay Mieze, eso es mejor que se lo preguntes a tu Franz, lo sabe todo igual que yo». «Pero no suelta prenda». «Eso está bien. Es listo. Es mejor no decir nada». «Pero a mí». «¿Qué quieres saber?». «¿Qué es lo que hacéis?». «¿Me darás un beso?». «Si me lo dices».

La tiene en sus brazos. Dos brazos tiene el muchacho. Y cómo aprieta. Cada cosa tiene su tiempo, plantar y arrancar, buscar y perder. No puedo respirar. No me suelta. Qué calor hace. Déjame. Como lo haga otra vez estoy lista. Ay no, primero tiene que decirme lo que pasa con el Franz, qué quiere realmente el Franz y todo lo que ha pasado y lo que piensan ellos. «Ahora suéltame, Reinhold». «Bueno». Y la suelta, se queda allí, cae de rodillas a sus pies, le besa los zapatos, éste está loco, le besa las medias, más arriba, el vestido, las manos, cada cosa tiene su tiempo, hasta llegar al cuello. Ella se ríe, se debate: «Vete, vete de aquí, hombre, estás loco». Cómo quema, habría que ponerte bajo la ducha. El respira y jadea, quiere enterrarse en su cuello, tartamudea y no se le entiende, se aparta por sí solo del cuello de ella, es como un animal. Su brazo descansa en el de Mieze, caminan, los árboles cantan. «Mira, Mieze, qué bonita hondonada, como hecha para nosotros… mira. Una hondonada para un fin de semana. Alguien ha estado cocinando. Vamos a limpiarlo. Se mancha uno los pantalones». No sé si sentarme. Quizá entonces hablará más. «Bueno, por mí. Sería mejor sentarse en un abrigo». «Espera, Mieze, me quitaré la chaqueta». «Muy amable por tu parte».

Están echados de través en la pendiente de una fosa de hierba, ella aparta con el pie una lata de conservas, se vuelve boca abajo, pone tranquilamente un brazo sobre el pecho de él. En ésas estábamos. Le sonríe. Cuando él aparta el chaleco de su pecho y aparece el yunque, ella no retira la cabeza. «Y ahora dime algo, Reinhold». Él la aprieta contra su pecho; en ésas estábamos, muy bien, aquí está la chica, todo va bien, bonita chica, de lo mejorcito, a ésta me la quedo mucho tiempo, y ya puede chillar el Franz lo que quiera, antes no la voy a soltar. Y Reinhold se deja resbalar por la pendiente, y atrae a Mieze sobre su cuerpo, la rodea con sus brazos y la besa en la boca. Se empapa de ella, no hay en él pensamiento alguno, sólo placer, deseo, pasión salvaje, cada gesto está establecido y que nadie pretenda impedirlo. Entonces rompe y estalla y contra ello no puede nada un huracán ni un alud de piedras, es un disparo de cañón, una mina que explota. Todo lo que se le opone lo atraviesa, lo aparta, adelante, sigue adelante, adelante.

«No tan fuerte, Reinhold». Me deja sin fuerzas; si no hago un esfuerzo, estoy perdida. «Mieze». La mira parpadeando, no la suelta: «Bueno, Mieze». «Bueno, Reinhold». «¿Por qué me miras así?». «Oye, no está bien lo que haces conmigo. ¿Desde cuándo conoces a Franzen?». «¿A tu Franzen?». «Sí». «Tu Franz, bueno, ¿sigue siendo todavía tuyo?». «¿Pues de quién va a ser?». «Y entonces, ¿qué soy yo?». «¿Qué quieres decir?». Quiere esconder la cabeza en el pecho de él, pero él le obliga a levantarla: «Bueno, ¿qué soy yo?». Ella se echa contra él, se aprieta contra su boca, él se enardece otra vez, un poco si que lo quiero también, cómo se tensa, se enciende. No hay masa de agua, no hay bomba de incendios gigante que lo pueda apagar, las llamas salen de la casa, nacen de dentro. «Bueno, ahora déjame otra vez». «¿Qué quieres, chica?». «Nada. Estar contigo». «Pues entonces. También yo soy tuyo, ¿no? ¿Te has peleado con el Franz?». «No». «¿Estás peleada con él, Mieze?». «No, pero cuéntame algo de él, tú lo conoces desde hace tiempo». «No te puedo decir nada». «Anda». «No te cuento nada, Mieze». La coge, la echa a un lado, ella forcejea: «No, no quiero». «No seas tan terca, chica». «Me voy a levantar, aquí se pone una perdida». «¿Y si te cuento algo?». «Sí, eso está mejor». «¿Qué me darás entonces, Mieze?». «Lo que quieras». «¿Todo?». «Bueno… veremos». «¿Todo?». Sus rostros están juntos, encendidos; ella no dice nada, ni yo misma sé lo que haré, algo pasa por él, ya no piensa, no hay que pensar, inconsciencia.

Él se levanta, lavarse la cara, puah, este bosque, se pone uno perdido. «Te voy a contar algo de tu Franz. Lo conozco hace mucho tiempo. Sabes, tú, es un sujeto muy especial. Lo conocí en la tasca, en la Prenzlauer Allee. El invierno pasado. Él vendía periódicos y conocía a alguien allí el Meck, eso es. Así fue como lo conocí yo. Nos reuníamos allí y lo de las chicas ya te lo he contado». «Pero ¿es verdad?». «Claro que es verdad. Pero es un bobo, ese Biberkopf, un bobokopf, de eso no puede presumir, todas eran mías. ¿Crees que las mujeres me las conseguía él? Ay Dios, sus mujeres. No, si de él hubiera dependido, habríamos ido al Ejército de Salvación para que yo me arrepintiera». «Pero no te arrepentiste, Reinhold». «No, ya ves. Conmigo no hay nada que hacer. Hay que tomarme como soy. Eso es tan seguro como un amén en la iglesia. Pero a ése, Mieze, a ése lo puedes cambiar. Mieze, ese chulo tuyo, tú eres una cosa muy bonita. Chica, ¿cómo puedes pescarte un tipo así, con un solo brazo, una chica tan bonita, cuando podrías hacer bailar a diez con cada dedo?». «Bueno, no digas bobadas, oye». «Está bien, el amor es ciego, ¡pero una cosa así! ¿Sabes lo que quiere ahora con nosotros, ese chulo tuyo? Quiere darse pote con nosotros. Precisamente con nosotros. Primero quería llevarme al banco de los penitentes, pero no lo logró. Y ahora». «No, no hables así de él. No te lo consiento». «Quili, ya sé que es tu querido Franz; tu Franzeken, y que lo sigue siendo, ¿no?». «El no te ha hecho nada, Reinhold».

Cada cosa tiene su tiempo, cada cosa, cada cosa. Es horrible este hombre, que me suelte, no quiero saber nada de él, no necesito que me cuente nada. «No, no me ha hecho nada, y le costaría trabajo, Mieze. Te has buscado un buen ejemplar, Mieze. ¿Te ha hablado alguna vez de su brazo? ¿Qué? ¡Y eres su novia, o lo has sido! Ven aquí, Miezeken, preciosidad, no te pongas así». Qué puedo hacer, no lo quiero. Hay un tiempo para plantar y para arrancar, coser y desgarrar, llorar y bailar, lamentarse y reír. «Vamos, Mieze, qué haces con ése, con semejante cretino. Tú eres un encanto. No te des tantos aires. Porque estés con ése no eres una condesa. Alégrate de haberte librado de él». Alégrate, por qué iba a alegrarme. «Y ahora que gimotee, se ha quedado sin su Mieze». «Bueno, ya basta, y no me aprietes así, tú, que no soy de hierro». «No, de carne, de una carne muy bonita, Mieze, dame el piquito». «Qué te pasa, oye, no me apretujes. No te imagines cosas. ¿Desde cuándo soy tu Mieze?».

Fuera de la hondonada. Me he dejado el sombrero abajo. Me va a pegar, tengo que correr. Y grita ya —él no se ha levantado aún de la hondonada—, grita «Franz», y corre. Ya está él de pie, corriendo, y en dos saltos la alcanza, está en mangas de camisa. Los dos caen junto a un árbol, se quedan allí echados. Ella patalea, él está sobre ella, le tapa la boca: «¿Vas a gritar, furcia, vas a gritar otra vez, por qué gritas, es que te estoy haciendo algo, quieres callarte, eh? El otro día, él no te partió ningún hueso. Pues ten cuidado porque yo no soy igual». Le quita la mano de la boca. «No voy a gritar». «Bueno, eso está bien. Y ahora te pones de pie, tú, y vuelves y recoges el sombrero. Yo no le pongo las manos encima a ninguna mujer. No lo he hecho en mi vida. Pero no me saques de mis casillas. Porque si no».

Va tras ella.

«No tienes que darte tanta importancia con tu Franz, aunque seas su puta». «Ahora sí que me voy». «Cómo que te vas, tú no estás bien de la cabeza, no sabes con quién estás hablando, así puedes hablarle al cretino ese». «No sé… qué hacer». «Volver a la hondonada y portarte bien».

Cuando un hombre quiere degollar a una ternera, le pone una cuerda al cuello y se la lleva al banco. Allí levanta la ternera, la tumba en el banco y la ata fuertemente.

Caminan hasta la hondonada. Él le dice: «Échate ahí», «¿Yo?». «¡Como grites! Chica, me gustas, si no, no hubiera venido, te lo digo: aunque seas su puta, no eres ninguna condesa. Y no me armes jaleo, tú. Sabes, eso no le sale bien a nadie. Ya puede ser hombre, mujer o niño, en eso no me ando con bromas. Pregúntaselo a tu chulo. El te podría decir cosas. Si es que no se avergüenza, claro. Pero yo también te las puedo decir. Te las voy a decir para que sepas quién es. Y para que sepas a qué atenerte si empiezas conmigo. Él también quiso empezar, qué cosas tiene en ese melón. A lo mejor quería también chivarse. Estaba vigilando una vez, mientras nosotros trabajábamos. Y va y dice que no quiere, que él es un hombre honrado. Ése no está en sus cabales. Entonces yo le digo que tiene que hacerlo. Y tiene que venirse en el coche y yo sin saber aún qué hacer con el tipo, siempre ha sido un voceras, y mira por dónde, viene un coche detrás de nosotros y pienso, ahora verás, muchacho, para que nos refriegues por las narices tu honradez. Y afuera del coche. Ahora ya sabes dónde se quedó su brazo».

Manos heladas, pies helados, fue él. «Y ahora te echas y eres cariñosa, como está mandado». Es un asesino. «Peno sarnoso, canalla». Él está encantado. «Ya ves. Ahora grita lo que quieras». Ahora obedecerás. Ella grita, llora: «Peno, quisiste matarlo, lo desgraciaste a él y ahora me quieres a mí, so cerdo». «Sí, te quiero a ti». «Cerdo. Te escupiría en la cara». Él le cierra la boca: «¿Vas a querer ahora?». Ella está azul, trata de apartar la mano de él: «Asesino, socorro, Franz, Franzeken, ven».

¡Su tiempo! ¡Su tiempo! Cada cosa tiene su tiempo. Estrangular y curar, romper y construir, desgarrar y coser, su tiempo. Ella se tira al suelo para escapar. Forcejean en la hondonada. Socorro, Franz.

Ya organizaremos la cosa, le gastaremos una broma a Franz para que pueda reírse toda la semana. «Quiero irme». «Quiere irse. Ha querido irse ya muchas veces».

Él se arrodilla sobre su espalda, sus brazos alrededor del cuello de ella, los pulgares en la nuca, el cuerpo de ella se estremece, se estremece, el cuerpo de ella se estremece. Su tiempo, nacer y morir, nacer y morir, cada cosa.

Asesino me llamas y me traes aquí, y a lo mejor querías burlarte de mí, so golfa, no conoces a Reinholdchen.

Fuerza, fuerza, es segadora, tiene la fuerza de Dios que es fuerte. Suéltame. Ella se debate aún, patalea, golpea hacia atrás. Arreglaremos la cosa, y luego que vengan los perros y se coman los restos.

Su cuerpo se estremece mece su cuerpo, el cuerpo de Mieze. Asesino dice, ahora verás, eso te lo ha debido enseñar él, tu querido Franz.

Se da un golpe con el hacha en la cerviz de la res y se abren con el cuchillo las arterias de ambos lados del cuello. La sangre se recoge en el recipiente de metal.

Son las ocho, el bosque está relativamente oscuro. Los árboles se balancean, se mecen. Ha sido un trabajo duro. ¿Todavía dice algo? Ya ha dejado de jadear, la muy furcia. Eso es lo que le pasa a uno por ir de excursión con semejante carroña.

Maleza encima, el pañuelo en el árbol más próximo, para poderla encontrar luego, con ésta ya he acabado, por donde andará Karl, tengo que buscarlo. Al cabo de una hora, de vuelta con Karl, es un gallina, cómo tiembla el tipo, se le doblan las piernas, tener que trabajar con este novato. Está muy oscuro, buscan con linternas, ahí está el pañuelo. Han traído palas del coche. Entierran el cuerpo, arena encima, maleza encima, nada de pisadas, hombre, hay que borrarlas todas, ponte derecho, Karl, parece como si estuvieras tú dentro.

«De manera que ahí tienes mi pasaporte, un buen pasaporte, Karle, y aquí tienes dinero y te esfumas mientras; el aire esté cargado. Dinero tendrás, no te preocupes. Como dirección, siempre Pums. Yo me vuelvo. A mí no me ha visto nadie y a ti no te puede hacer nada nadie, tienes tu coartada. Listo, en marcha».

Los árboles se balancean, se mecen. Cada cosa, cada cosa.

Está completamente oscuro. Su rostro está aplastado, sus dientes aplastados, sus ojos aplastados, su boca, sus labios, su lengua, su cuello, su vientre, sus piernas, su regazo, soy tuya, tienes que consolarme, Distrito de Policía de la Estación de Stettin, Aschinger, me siento mal, vamos, en seguida estaremos en casa, soy tuya.

Los árboles se mecen, empieza a soplar viento. Huh, hua, huh-uu-uh. La noche avanza. Su vientre aplastado, sus ojos, su lengua, su boca, vamos, en seguida estaremos en casa, soy tuya. Un árbol cruje, está en el lindero. Huh, hua, huh, uu, uh, es la tormenta, viene con pífanos y tambores, ahora está sobre el bosque, ahora baja, cómo aúlla ya está abajo. Los gemidos vienen de la maleza. Es coleó cuando algo se rasga, aúlla como un peno encerrado y chilla y gimotea, escucha cómo gimotea, alguien debe de haberlo pisado, pero con tacones, ahora cesa otra vez.

Huh, hua, huh-uu-uh, la tormenta vuelve, es de noche, el bosque está tranquilo, árbol con árbol. Han crecido en paz, se agrupan como un rebaño; cuando están así tan juntos, la tormenta no llega hasta ellos tan fácilmente, sólo los de afuera tienen que creer en ella, y los débiles. Mantengámonos juntos, quedémonos inmóviles, es de noche, el sol se ha ido, huh, huah, uu, huh, otra vez empieza, ahí está, ahora está abajo y arriba y alrededor. Una luz amarillorrojiza en el cielo y otra vez es de noche, luz amarillo rojiza; noche, el gimoteo y los silbidos se hacen más fuertes. Los que están en la linde saben lo que se avecina, gimotean, y la hierba, pero ella puede doblarse, puede aletear, pero qué pueden hacer los gruesos árboles. Y de pronto no sopla ya el viento, ha cesado, no lo hace más, pero todavía chillan ante él, qué va a hacer ahora.

Cuando se quiere derribar una casa, no se puede hacer con las manos, hay que coger la piqueta o enterrar una carga de dinamita. El viento no hace otra cosa que hinchar un poco el pecho.

Fíjate, toma aliento, luego lo echa, huh, huah, uu-uh-huh. Cada aliento es pesado como una montaña, lo echa, huh, huah, uu-huh, la montaña rueda hacia delante, rueda hacia atrás, lo echa, huh, huah, uu-huh. Adelante y atrás. El aliento es un peso, una bala que golpea y va contra el bosque. Y cuando el bosque se queda como un rebaño sobre la colina, el viento rodea el rebaño y pasa rugiendo.

Ahora empieza: vumm-vumm, sin pífanos ni tambores. Los árboles se inclinan a izquierda y derecha. Vumm-vumm. Pero no saben seguir el ritmo. Cuando los árboles están a la izquierda, va vumm hacia la izquierda sobre ellos, que crujen, crepitan, se rompen, se quiebran, revientan, chisporrotean. Vumm, hace la tormenta, tienes que inclinarte a la izquierda. Huhhuah, uu, huh atrás, ya ha pasado, se ha ido, hay que saber esperar el momento. Vumm, ahí viene otra vez, cuidado, vumm, vumm vumm, son bombas de aviación, quiere arrasar el bosque, quiere aplastar el bosque entero.

Los árboles aullara y se mecen, crepitan, se quiebran, chisporrotean, vumm, está en juego la vida, vumm, vumm, el sol se ha ido, pesos que se derrumban, noche, vumm vumm.

Soy tuya, vamos, pronto estaremos allí, soy tuya. Vumm, vumm.