CAPÍTULO 1
Cadáveres vivientes
5 de junio de 1939
Penal San Miguel de los Reyes, Valencia.
La llamada le sacó del sopor. La había oído lejana, pero clara, destacando entre los gorjeos de los pájaros y un silencio de párpados pesados. No eran aún las ocho de la mañana, la hora del desayuno. Como todos los presos, Julián Montes llevaba levantado desde las seis, cuando se tocaba diana, a la que seguía el recuento y el aseo. Hasta que llegaba el momento de ingerir el cazo de malta aguada con algunas trazas de azúcar, muchos echaban un sueño, apoyados o sentados en los camastros. En ese cuchitril del antiguo convento, y ahora penal de San Miguel de los Reyes, era mejor dormitar o ver la realidad con los ojos entreabiertos. Así no se distinguía la miseria de aquellas sucias paredes llenas de letreros y humedad, ni los rostros de sus compañeros, vencidos como él. Aunque de todo, lo peor era verse desfilar por el patio levantando el brazo con el saludo a la romana, imposición cuya desobediencia acarreaba terribles consecuencias. Sobre la vida de aquellos encerrados se trenzaban los hilos del destino —designios de los vencedores—, que a algunos liberaba de aquella tela de araña, condenaba a otros a largos años de cárcel y otorgaba la muerte a una buena parte frente al pelotón de fusilamiento.
Se hablaba poco, el aire cargado de gravedad. Era inútil decir nada, aunque siempre hubiera quien se desfogara por la boca, acusando a unos u otros, demandando pelea. Era lo extraño, pues allí reinaba la parquedad, las sentencias, las frases cortas y afiladas. Se imponía el mutismo, penitencia voluntaria frente a las canciones y músicas de los victoriosos, que hendían el aire, salían por las radios, los altavoces, llegaban de la calle augurando un tiempo sombrío, triunfalismo agresivo sin coto ni freno.
Eran las consecuencias de haber sido derrotados en esa guerra que, tal y como muchos vislumbraban ahora, estaba perdida de antemano. Demasiado tiempo había durado aquella frágil y baqueteada república. Lo de menos ahora era quién tenía la culpa, si el presidente Azaña, si los sucesivos jefes de gobierno, si los comunistas, socialistas o anarquistas o el abandono de las potencias occidentales. Todos habían dado lo mejor de sí, juventud diezmada en los campos de batalla. También habían caído en el otro lado, y ahora los triunfadores dictaban su justicia a hierro y fuego sobre los derrotados que no habían podido escapar.
Allí, en ese universo detenido, se vivía siempre pendiente del nombre voceado que en cualquier momento podían realizar los carceleros. Era mejor no pensar en ello, adormecerse, pasar entre la rendija de los días y las noches con los ojos curvos, como si filtrando la luz todo hiciera menos daño, las visiones de los otros, las conversaciones sobre los llamados el día anterior, que no volvían, o sus últimas voluntades, los encargos a los demás. Así había sido desde la ratonera del puerto de Alicante, y luego Albatera. Julián había asistido a la desaparición de centenares de personas, ritmo que parecía ir en descenso.
Ahora, una vez por semana, el «día de la saca», una veintena larga de presos eran llamados a Paterna para ser fusilados. En la prisión, por las informaciones de los que trabajaban en la oficina, en algunas ocasiones se sabía quiénes «iban p’alante» el fatídico día. En las celdas, entonces, se mantenía el secreto entre los reclusos, para no amargar antes de tiempo al que iba a ser sacrificado. Cuando era llamado por su nombre con la coletilla «con todo», ya se sabía lo que significaba.
Así que una vez que oyó su nombre por segunda vez, más claro y nítido, acercándose, Julián Montes cerró los ojos, como si la hondura de aquella oscuridad pudiera tragarlo y salir de allí mágicamente. O encontrar en ese instante la clave para escapar de la muerte, esa visión genial que caracterizaba a algunos héroes de sus novelas policíacas preferidas. Pero aquello no era una novela. Estaba condenado a la pena capital y en cualquier momento podría ejecutarse la sentencia. Era probable que ese momento hubiera llegado. La flojera le ascendió por las piernas, mientras el carcelero pronunciaba de nuevo su nombre en la puerta de la celda, donde los compañeros, que dormitaban o miraban por la ventana esperando el desayuno, se habían vuelto hacia él con las típicas miradas de despedida.
—Julián Montes, te llaman —bramó la voz tras de la puerta—. Los demás, al fondo.
Por fin abrió los ojos y se incorporó del camastro. Señaló sus pocas pertenencias a los compañeros de infortunio, y fue a quitarse la gastada chaqueta que portaba, cuando el carcelero, ya con la puerta abierta, le espetó:
—No hace falta que hagas testamento. Aún no ha llegado tu hora, Montes. Alguien quiere verte.
Aquel carcelero no era de los peores. Si le hubiera tocado el Piernas, de seguro no le habría dicho nada hasta más tarde, dejando que su corazón se achicara y temblara al andar por el corredor pensando que le esperaba el último momento.
Normalmente, las llamadas no significaban nada bueno —las denuncias e identificaciones podían acarrear palizas o incluso la muerte— pero las palabras del guardián le tranquilizaron. Al menos, de momento, su madre no perdería a ninguno de los hijos ya sentenciados. Ella no se lo merecía: toda la vida había luchado por sacar adelante a la familia, junto con su padre, que había fallecido en un accidente en el tiempo de la república. Otro de los hijos había muerto en el frente, alcanzado en un bombardeo. Los dos que le quedaban se pudrían en la cárcel, y sobre ellos pendía la condena a muerte, lo que había hecho envejecer a aquella mujer, blanqueado por completo su pelo, arrugado su cara y achicado su cuerpo, acusando en él el golpe del destino. Todo eso pasaba por la cabeza de Julián mientras llegaba, escoltado por dos funcionarios, los ojos semicerrados, como acostumbraba, al despacho donde le habían llamado, un mal aire cortándole el costado. A pesar de estar próximo el verano sentía las mañanas húmedas y frescas o tal vez se debiera a la escasa y pobre alimentación.
—Esperen fuera, no entren hasta que les llame.
La figura que había dado la orden a los guardias aguardaba sentada detrás de la mesa, iluminada parcialmente por el flexo. Montes pasó al interior y se quedó de pie. Abrió un poco los ojos intentando vislumbrar aquel rostro, saber si lo reconocía, y qué oscura amenaza se escondía tras esa voz acostumbrada al mando.
—Siéntese, haga el favor, ¿un cigarrillo?
—No gracias, no me sentaría bien.
—Ah, olvidaba que aún no ha desayunado. Tómese ese café, es para usted.
Aquello pintaba realmente mal. Tanta amabilidad no podía ser buena. Y el café, allí dispuesto en la mesa. Detrás de aquellas zalamerías se escondía una oferta de traición, estaba seguro. Pero, por otra parte, el aroma de aquel café con leche, calentito y humeante, le tentaba de manera imposible de rechazar. Antes de que el hombre maduro, vestido de civil —un traje en el que no se encontraba a gusto—, pudiera decirle nada más, Julián acercó la mano y cogió el vaso. Echó un azucarillo y se bebió la mitad de un trago. Aunque no era bueno, distaba mucho de la bazofia que les daban en la prisión.
—Se preguntará cuál es la razón de estar aquí. Quién soy yo y cuál es el asunto. En un momento le pondré al corriente. Pero antes dígame, ¿tiene usted delitos de sangre?
—Supongo que ha visto mi expediente, así que lo que le podría contestar lo sabe de sobra: no me acusan de ninguna muerte.
—Ya…
—Me condenan por apresar derechistas, enemigos camuflados… No soy responsable del destino que corrieron. Jamás fusilé a nadie ni participé en ningún paseo. Era mi deber como policía. Antes fui periodista, y eso por lo visto también es peligroso. Y tiene razón, me pregunto quién es usted y por qué me ha hecho llamar.
—Creo que tiene usted derecho a saberlo. Se lo contaré, pero tanto mi nombre, mi cargo, como lo que hablemos aquí, no debe conocerlo ninguna persona, ni siquiera de su familia. De ello depende que usted salga con bien de esta cárcel y además, que a su hermano le sea conmutada la pena de muerte. Voy a ofrecerle un trato.
Eso era. Ya había puesto las cartas sobre la mesa. Buscaban delatores entre los acusados a la pena capital, creyendo que ellos, que tenían la vida que perder, delatarían a amigos o correligionarios.
—Si es para traicionar a mis compañeros, no hace falta que siga. Ya sabe la respuesta. Devuélvame a la celda. Arrostraré mi suerte.
—No vaya tan rápido, Montes, no sea usted tan gallito… Lo que me interesa es otra cosa. Saber qué pasó con una persona fusilada en enero de 1937 en Valencia. Quiero conocer las circunstancias. Estar seguro de su muerte y de que no están a mi alcance los responsables de su crimen. A cambio lograré que le conmuten la pena de muerte a usted y a su hermano, y que se la dejen en varios años de cárcel. Habrá indultos, y saldrán ustedes pronto, podrán atender a su madre…
La mención de su madre originó la primera reacción del encerrado. La mirada se afiló y endureció, los labios se contrajeron y la furia asomó a su ceño. Era evidente que aquel hombre sabía de él y de su familia. Y que parecía tener poder.
—Puede hacer usted lo que quiera. No quiero arreglos con los que deciden sobre la vida y la muerte…
—Pare usted ahí el carro y la propaganda, no se me soliviante, no le conviene. Personalmente puede resultarme odioso, y supongo que es sentimiento recíproco, pero no he venido aquí a pelearme con usted. No tengo tiempo de andarme con bobadas. Le estoy haciendo una oferta generosa, la toma o la deja. Información sobre la certeza y las circunstancias de un asesinato que ocurrió en su zona.
Julián Montes guardó silencio y asintió con la cabeza. El otro siguió.
—Su cadáver no ha aparecido. Un rumor afirma que esa persona puede estar viva y escondida en algún lugar. O haber marchado al extranjero. No lo creemos, pero tenemos que despejar esa última incógnita. Lo más probable es que fuera fusilada, en cuyo caso quiero saber todos los detalles y el lugar donde yace sepultada. Es posible que sus ejecutores hayan sido ajusticiados por los mismos rojos. Entre ellos un tal «Chileno», una bestia sanguinaria.
Julián siguió mudo. Sabía de quien hablaba aquel individuo. Durante unos momentos no pronunció palabra, hasta que aquel hombre misterioso preguntó:
—¿Y bien?
—¿Y si esos responsables del fusilamiento no están muertos?
—Estamos prácticamente seguros de que los que dieron la orden han huido a Francia. No tendrá que delatar a nadie aquí. Aunque tengo mis sospechas, quiero certidumbres. Saber quién fue, por qué motivos, y cómo se produjo todo. Venga, ¿no le intriga? Usted fue un sabueso de los sucesos, ¿me equivoco?
Ráfaga poderosa, a Julián Montes le asaltó el nítido recuerdo de aquella temporada en El Mercantil Valenciano, periódico de izquierdas, de los más leídos, donde se había iniciado en el periodismo en las notas policiales y de sucesos. Eso fue antes de la revolución. Luego había engrosado la plantilla de Fragua social, el periódico de la FAI. En aquellos tiempos de frenesí había imaginado, en el poco tiempo libre que tenía, una novela social sobre los bajos fondos valencianos, situada en el puerto y barrios marginales, y cómo la revolución los había transformado. Afortunadamente, no había pasado de la intención. A la vez que una parte de su mente se alejaba en el recuerdo, otra retomaba dolorosamente el presente: aquel hombre parecía conocerlo, había estudiado a fondo su expediente. Razón de más para sospechar.
—Cuénteme. No sé cuál es el asunto.
—Eso está mejor.
Hubo una pausa teatral. El preso abrió algo más los ojos, aflojó el ceñudo entrecejo.
—Me llamo Juan Manzanedo, soy comandante de la Guardia Civil. De momento es lo único que debe saber. Estoy al frente de esta investigación. Antes de seguir quiero que entienda que debe cumplir lo que acordemos. De ello depende la vida de su hermano, supongo que le importará más que la suya. De momento, la pena capital está suspendida. Usted será el responsable de que se ejecute.
Julián calló. Era un duro esfuerzo. La sangre le pedía lo contrario, rechazar aquella culpabilidad, gritando a la cara de aquel comandante que los únicos asesinos eran ellos, los que fusilaban, pero un sentido de prudencia le hizo morderse los labios. No estaba en disposición de replicar. No había cumplido 35 años, pero parecía más viejo que su interlocutor, que sin duda pasaba de los cuarenta. Con barba, la mirada hundida, que destacaba aún más su nariz aguileña y ropas gastadas, su aspecto ofrecía un doloroso contraste con aquel hombre, afeitado con pulcritud y que desprendía olor a loción Flöid.
—Tiene que saber que siempre cumplo lo que prometo —siguió el comandante, con tempo estudiado—. Le ofrezco dos vidas por la información de un suceso pasado sin comprometerle. Usted también querrá que en sus filas no haya indeseables.
—¿Puedo pensarlo?
—Tiene unos minutos para hacerlo. No es conveniente que le vuelva a llamar. Sus amigos sospecharían, y es lo último que pretendo.
Julián apuró el café que le quedaba. Si volvía a la celda, al menos había conseguido beber algo mejor que el brebaje intragable de la cárcel.
—Ahora sí que le acepto ese cigarrillo.
Extrajo un cigarrillo del paquete de Lucky que le alcanzó Manzanedo. Esos cigarrillos eran un lujo que le recordaron tiempos pasados, cuando era policía. De Fragua social había pasado a comandar una sección de estadística de la CNT. La llamada sección de estadística se dedicaba a labores de contraespionaje, limpieza y vigilancia de partidos y organizaciones del Frente Popular, en especial el PCE y el PSOE. A veces colaboraban con el temido SIM, el Servicio de Información Militar republicano, otras entraban en competencia.
El comandante le encendió el pitillo y Julián sintió como aquel humo relajante entraba por sus pulmones. Dio dos grandes caladas. Entonces se fijó en una novela policíaca de alguno de los carceleros que reposaba en una mesa cerca del perchero y de un desvencijado armario: Garland el misterioso. La conocía, la había leído, le gustaba Antonio Trent, ladrón de buenos sentimientos, el personaje de Wyndham Martyn. ¿Qué habría hecho Trent ante aquel personaje, Manzanedo el misterioso, que le tentaba? Fumar, de seguro, como él. Su organismo se había acostumbrado al final de la guerra a una buena dosis de tabaco, y llevaba privado de él varios meses. El guardia civil notó el efecto del cigarrillo sobre el reo. Consecuencias de la nicotina, su cuerpo se aflojaba y una sensación de leve mareo y de borrachera le subía desde los pies a la cabeza. Montes no sabía cuál de aquellas sensaciones le embriagaba más, si la física del tabaco o la posibilidad de cambiar su anunciado destino.
—Quédese con el paquete. Quedan dos o tres.
—Sería difícil de explicar a los compañeros de celda. Sólo cogeré uno más, puedo explicar que lo he distraído. ¿Qué es exactamente lo que quiere saber?
—Eso quiere decir que acepta. Sabia decisión…
—Si no tengo que delatar a nadie. Y con la condición de que además de conmutarnos la pena, a mi hermano y a mí nos den un pasaporte para poder abandonar el país.
—Eso no puedo prometérselo. Pero intentaré hacer algo si usted cumple a conciencia su parte.
Era promesa incierta, similar a las que él había hecho, en su época de policía, en el interrogatorio a sospechosos o cómplices de la rebelión militar para ganarlos para su campo o al menos, obtener la información deseada. Y como en otros tiempos los detenidos por él, no tenía mucha elección. Así que hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, para no tener que oír su propia voz aceptando un trato de aquel fascista. Aún no estaba preparado para aquello. Su cerebro buscaba excusas que le libraran del sentimiento de componenda con los enemigos. Era su madre, más que su hermano, la causa por la que había aceptado.
—Permítame una pregunta: ¿le sucede algo en los ojos?
—Puede definirlo como alergia a la realidad. No hay mucho que ver aquí. Manías, lo único en lo que uno puede ser libre.
—Pues tiene usted que despertar, lo necesito con los ojos y los oídos abiertos. En la cárcel puede encontrar personas con información y usted sabe sonsacarla. Me da igual cómo la obtenga, quién le informe y dónde esté, pero espero resultados que pueda comprobar.
Por la mente de Julián pasaron, veloces, varios pensamientos. Su cerebro se había sacudido del letargo, había vuelto a la vida; su cuerpo, bajo el efecto del café y el cigarrillo, bienestar inesperado, trabajaba a velocidad de vértigo. Había sido policía, sabía interpretar el lenguaje no hablado. Aquel asunto no era normal, había algo oculto. No hubieran recurrido a él si lo hubieran podido investigar de otra manera. Algo le decía que aquello, más que oficial, era un empeño de alguien con mucho poder, algún pez gordo del nuevo régimen estaba involucrado. Un jerarca que habría perdido a un familiar, a un padre o hermano, en extrañas circunstancias, traicionado o vendido por alguien de su clase.
—Aún no me ha dicho quién es el fusilado y qué información tienen de él.
El comandante de la Guardia Civil cogió un cigarrillo, lo encendió y le alargó una página del periódico ABC. Era de hacía varios días. En aquella hoja estaba subrayada una noticia: «Detenido el asesino de varios personajes famosos».
—Es lo único que se ha publicado, lo hicimos para ver si alguien se iba de la lengua y quería hacer méritos. Pero ya no saldrá ninguna noticia más.
Mientras el recluso empezaba a leer, Manzanedo el misterioso se tomó unos segundos. Se levantó, dio unas caladas a su pitillo y habló, mirando a la ventana, al vacío, al pasado.
—Fusilado no, fusilada. Supongo que habrá oído hablar de Tina de Jarque. Una de las vedettes más famosas y explosivas de su época. Una mujer de bandera.
* * *
Otoño de 1922
Todo había ido tan rápido… Tan rápido como se deslizaba el paisaje camino de Alemania, aquellos campos ordenados, aquellas granjas francesas, tan distintas de las españolas, aún en lo común, las caballerías, los mulos y bueyes, y tantas vacas…
Su madre, sentada enfrente, dormía a ratos, y Tina, con los ojos abiertos, miraba por la ventanilla con la actitud lejana de quien imagina, nerviosa y excitada. Con dieciséis años cumplidos, no era la primera vez que salía de España. Aquellos paisajes eran conocidos, visiones infantiles, imágenes fugaces que recordaba junto a las palabras de su padre, con el que había recorrido algunas ciudades europeas —París, Berlín, Bruselas, La Haya—, alma itinerante del circo. Su espíritu alentaba en la joven Tina, y aunque hacía siete años que había muerto, en aquel viaje estuvo más presente que nunca. Le vinieron recuerdos de aquellas funciones, donde lo que más admiraba era esa capacidad de Tonitoff para cambiarse tanto de vestimenta como de maquillaje. Era un actor, un transformista, un artista en el arte de hacer reír. Alguien que ensayaba con obsesión, y que hasta que no perfeccionaba la rutina no estaba satisfecho. Aun así, a veces se permitía la improvisación. Para Tina, aquellos momentos, admirando a su padre en el escenario, empapándose de público y de sus reacciones, contemplando sus gestos, sus palabras, sus movimientos, eran música celestial. Siempre supo que aquel primer viaje europeo había sembrado las semillas de lo que luego llegaría a ser su vida, que allí estaban las claves de lo que vendría: un viaje entre el placer estético, el esfuerzo, los ambientes artísticos, el siempre desconcertante público, el dinero y la disipación.
El de ahora era también un viaje largo, que daba para mucho. Su presencia, su joven belleza, atraía las miradas masculinas de los compañeros de viaje, tanto del compartimento como los que se cruzaba en los pasillos o en el vagón restaurante. Constantina, su madre, estaba siempre atenta. Ya sabía del mundo y de los deseos de los hombres, y no tenía de ellos muy buen concepto. Acudía siempre al quite, cuando veía algún peligro, y enseguida conseguía que el pollo pera se lo pensara mejor antes de continuar con su conquista. Porque algunos, al enterarse de que la joven actriz viajaba a Alemania a rodar una película, lo intentaban como si ser artista fuera sinónimo de frivolidad y desenfreno. Pero allí estaba ella, remarcando el buen hacer de su hija, que sabía y estudiaba idiomas, lo que corroboraba una novela en alemán y un diccionario. Al final aquellos libros que portaba disuadían a aquellos viajeros que pensaban, al menos, matar las horas muertas enamorando a una joven actriz con su brillante conversación. Varios lo habían intentado en el pesado viaje desde Madrid a París y alguno más lo intentaría en el trayecto entre París y Berlín.
—¿Pero de qué le va a servir el idioma si las películas no se oyen? —preguntaba el compañero de viaje, un poco amoscado por la actitud de Tina, que no le daba carrete y volvía tras una sonrisa, a su obra en alemán.
—Es igual, pero habrá que entenderse con el director, el productor… Saber lenguas nunca está de más —decía Tina.
—Y qué lo digas, Tinita, acuérdate de tu padre, sabía hacer reír en cinco idiomas —punteaba el diálogo la madre.
—¿Qué sabe usted sobre esa obra que está leyendo? —preguntó de pronto en un francés con acento, un anciano que había subido en París.
—¿Es usted alemán?
—No, ruso. Exiliado. Voy a visitar a unos parientes en Alemania, ¿le gusta a usted Tolstoi?
—Leí Anna Karenina y me encantaría interpretarla —respondió Tina en su buen francés. De siempre se le dieron bien los idiomas. Tenía oído.
—Pero, ¿por qué lee El cadáver viviente?
—Bueno, es por la película que voy a hacer en Berlín, Bigamia. Hago el papel de una cantante gitana que tiene un romance platónico con Fiódor, el protagonista. Él a su vez está casado con Liza, pero le gusta escaparse con los gitanos. ¿Conoce la obra?
—Y todas las de Leon Tolstoi, soy ruso. También le conocí a él. Fuimos vecinos.
Tina abrió los ojos. Todos los demás compañeros del vagón, incluida su madre, se eclipsaron y de repente sólo hubo ojos para aquel hombre, bastante maduro, con porte de aristócrata arruinado, elegante dentro de su vestido negro, apoyado en un bastón de madera con empuñadura de plata.
—¿Qué sabe de esa historia? —insistió el ruso.
—Bueno, por lo que sé, la esposa de Fiódor tiene a su vez otro romance platónico con Karenin, el mejor amigo de su marido. Karenin corresponde al amor de Liza, pero son incapaces de fugarse o incluso de caer en la tentación de amarse, a menos que Fiódor le conceda el divorcio a Liza. Por su parte, Fiódor no puede presentar la demanda de divorcio sin manchar mi honor, es decir, el honor de la cantante gitana.
—Así que decide suicidarse…
—Justo en ese momento estoy, cuando escribe un mensaje, contando por qué se mata. Qué pena…
—Bueno, aún le queda bastante para morirse. La cantante gitana, es decir, el papel de usted, interviene en ese instante y le impide que se arroje al río. Le convence para huir juntos y buscar una nueva vida, dejando que su esposa siga con la suya. Fiódor abandona la ropa a las orillas del cauce, con el mensaje del suicidio en un bolsillo del pantalón. Las autoridades, todo el mundo, creen que se ha ahogado, los primeros Liza y Karenin, que se casan enseguida. Dos nuevas parejas comienzan una nueva vida, cuatro personas en busca de la felicidad. Pero como si fuera un castigo por el engaño urdido, a Fiódor se le tuercen las cosas. Comete la primera equivocación, al no cambiar de nombre. Y la relación no va bien con la cantante gitana: se pelean y se separan, no llegan a casarse. Fiódor vuelca su frustración en la taberna, con el vodka. «¡Soy un cadáver!», grita y arma alboroto, tirando vasos. Algo dentro de él le incita a protestar contra su destino. Lo que consigue es que su identidad salga de nuevo a la luz, por lo que de inmediato, Liza es arrestada por bigamia. ¿Adivina usted cuál es el final de Fiódor?
—No, no, cuénteme, por favor…
—Desesperado, Fiódor se pega un balazo en la cabeza, y se convierte en un cadáver real. Fin de la farsa. Lo que empezó como engaño se acabó convirtiendo en verdad. Aunque la historia real no fue exactamente así.
—¿No?… ¿La conoce usted?
—Leon se basó en la historia de Gimer, un alcohólico que simuló su propio suicidio y fue sentenciado a cumplir su pena en Siberia. El Teatro del Arte de Moscú intentó poner la obra en escena, pero Tolstoi daba largas, inventaba pretextos. Tenía sus razones. Alguien le había contado a Gimer que Tolstoi había escrito una obra de teatro sobre su historia, y cuando cumplió su condena, se presentó en su casa de Yásnaya Polyana. Tolstoi vio su desamparo total, se hizo cargo de él, le convenció para que dejara la bebida y le consiguió trabajo en el tribunal donde lo habían condenado. Como había devuelto a la vida y a la sociedad a Gimer, Leon dejó la obra en el cajón, donde durmió muchos años.
—Pero finalmente salió a la luz…
—Ahí, señorita, tengo una versión directa de la historia. Yo era un pequeño terrateniente. En 1908 me enteré en la ciudad de la muerte de Gimer. Aquel día volví a mis propiedades y pasé por la casa de mi vecino. Tolstoi estaba en la cama, con fiebre. Le comenté el hecho, apuntillando: «ahora el cadáver está muerto de verdad», esperando una réplica inteligente o divertida. Pero su reacción me sorprendió. Tolstoi había olvidado por completo a Gimer, lo que había hecho por él, e incluso la obra de teatro que había escrito. Se lo recordé, por lo que yo sabía de años atrás. Tolstoi se sorprendió: «Estoy muy contento de que haya escapado de mi pensamiento para dar lugar a otra cosa. Pero en algo le voy a corregir. Todos somos cadáveres vivientes, arrastramos la muerte en nuestras espaldas hasta que ésta nos posee de verdad, y entonces pasamos a ser cadáveres reales. Yo a veces me siento como tal, un cadáver indultado sin saber cuando acabará la farsa, el engaño y cuando emergerá la verdad».
Se hizo un silencio. Tanto su madre como los otros ocupantes del vagón, un español y un francés, se habían desentendido de la conversación hacía rato y miraban aburridos por la ventanilla.
—Ya ve usted, cadáveres vivientes. Eso decía el viejo Tolstoi, que en gloria esté. Muchos pensaron que el nombre de Fiódor era por Dostoievski pero en realidad se trataba de Fyodorov, un filósofo místico ruso que pensaba que la humanidad debía unirse para aprovechar las fuerzas de la ciencia y poder conseguir resucitar a todos los muertos. Nada más ni nada menos que ganar la batalla a la muerte. El viejo Tolstoi le dio la vuelta al filósofo. La guerra está de antemano perdida.
Aquella conversación la dejó pensativa. Se le quedó grabada por mucho tiempo. Todos parecían cadáveres en aquellas películas donde había que vocalizar y desgañitarse, además de hacer muchos aspavientos, precisamente porque las películas aún eran mudas en aquella época, la era del automóvil y el cinematógrafo.
* * *
1906 sería un año de alegría y cambio para aquella familia, alma y cuerpo de circo. Hija de Antonio Jarque y Constantina Castro, el 27 de enero nació Constantina y las cosas marchaban para los Jarque, con casa en la calle Montañans, al pie de Montjuic, cerca del Paralelo, en esa Barcelona de principios del siglo xx. Trabajo no faltaba. Desde hacía años, los circos acogían en sus filas a la extensa familia Jarque, dinastía antigua de trapecistas y equilibristas, también payasos. Vida ambulante, las más de las veces, otras asentada por temporadas en circos estables, como el Alegría, de la Ciudad Condal, tres mil espectadores en la plaza de Cataluña, o el Tívoli, más tarde el Olimpia.
Vida endogámica la del circo. Siempre se encontraba pareja en miembros de otras familias de la troupe, roce del trabajo y los avatares, sin tiempo para establecer vínculos duraderos con alguien de fuera del ambiente. En ese universo se aseguraba la permanencia del veneno del espectáculo, de hacer soñar o reír a los espectadores, público al que agradaban porque, en el fondo, lo conocían bien, sabían de sus problemas y de la necesidad de olvidarse de ellos, aunque fuera por unas horas.
El abuelo, Santiago Jarque, ya había sido popular, como clown, con el nombre de Santiaguini. Tuvo familia numerosa con la abuela Kamila Ecuyere Isabel. De diez hijos, murieron cuatro a los pocos años, pero los seis restantes destacarían en las pistas. La hermana mayor, María del Pilar, belleza escultural y torneada, trabajaba como trapecista de equilibrio. A los veintitrés años, en 1895, se casó con un payaso y saltador, Humberto Guillaume, de una célebre familia circense, que haría famoso luego el nombre de Antonet. Otra de las hermanas, Miquela Jarque, gimnasta aérea, se especializó en ejercicios de fuerza dental. Casó con Càndit Bárcena, un pintor rápido de cuadros de gran tamaño, al óleo. Tuvieron cuatro hijos, que acabarían en el espectáculo del circo por ley natural: tres niñas que trabajarían la acrobacia y un niño que continuaría la tradición de payaso. Consuelo Jarque, también gimnasta aérea, se casó con Pietro Briatore, un gran artista circense de afamado nombre. Trabajaron el malabarismo sobre caballos, al igual que los tres hijos que tuvieron, un niño y dos niñas. Otra hermana, Kamila, de una gran belleza, destacó como trapecista de gran vuelo aéreo. Finalmente, Casimiro, el hermano más pequeño, montó un número espectacular sobre el alambre, aunque era asimismo buen malabarista, antipodista y director de circo.
Pero de todos los hermanos de la familia Jarque, fue el padre de Tina, Antonio, el que más descollaría. Con el nombre de Tonitoff, y como todos los grandes payasos, creó su personaje, un clown de cara blanca, un tipo inédito y original: rasurado de cabeza, un solo mechón de cabellos al aire, provocador, hirsuto, en la mitad de la coronilla, una raya vertical en la comisura de los labios. Tenía un rostro flexible, que utilizaba con la eficacia de un mimo excepcional. Con boca de pliegues caídos dotaba al rostro un gesto agridulce, de amargo desdén. Esa mueca desdeñosa fue signo distintivo, que otros imitaron inspirándose en su máscara. A lo que sumaba la utilización de un atractivo maquillaje, desarrollado para agrandar las facciones y retorcer las proporciones. Su cabeza era una máscara trazada con tres líneas. Aquel tipo de chino, vestido con mucha riqueza, era siempre aclamado.
Su guardarropa era de una extraordinaria variedad. Salía a la pista con trajes deslumbrantes, de gran estilo, y esa cuidada apariencia realzaba su interpretación. Era muy cumplido con las mujeres y continuamente estaba solicitado por las damas. Tuvo varias aventuras amorosas que se comentaban en los camerinos, para desesperación de su esposa Constantina.
Tina rememoraba aquellos números de su padre, así como algunas de sus palabras. Quería que se acostumbrara al circo y tuviera largas y esbeltas piernas. En uno de sus primeros recuerdos nítidos, aún con menos de cinco años, su padre la suspendió en el aire por los pies, cabeza abajo.
—¿Pero por qué le haces eso a la niña? —protestaba su madre.
—Para que aprenda a ver el mundo al revés. Este mundo está tan loco que hay que verlo cabeza abajo para que tenga sentido.
A la edad de diez años, Tina era ya una joven gimnasta, con brazos y piernas firmes, bien torneadas, y su mundo era el del circo, con sus hombres y mujeres singulares. Entre esas historias trenzadas en el que se iluminaban trozos del pasado, de gloria en los escenarios, Tina comenzó a empaparse del ambiente de las representaciones, del siempre desconcertante público. Su debilidad, al igual que la de otros miembros de la familia, después de su padre, fue Antonet. Primero, antes de conocerlo, oyó historias sobre su tío, que escuchaba con la pasión infantil de un maravilloso cuento de aventuras, un viaje jalonado de triunfos y actuaciones ante personajes importantes, reyes, príncipes, gobernantes, artistas, pintores…
Humberto Guillaume, Antonet, llegó a ser una estrella en el mundo de los payasos. Había nacido en Brescia, un pueblo de la Lombardía, en el seno de una de las grandes familias circenses italianas, los Guillaume. Humberto, espoleado por su padre, llegó hasta Barcelona y el Circo Alegría, donde actuaba con gran éxito, en 1884, el clown Bébé: su hermano César Guillaume, trece años mayor que él.
Humberto tenía la chispa en los ojos. Esa chispa mezcla de ambición por agradar al público y conquistarlo, por hacer cosas diferentes, que asombraran. En 1889 comenzó su carrera, cuando su hermano lo tomó como augusto, con diecisiete años. Era además buen saltador. Se elevaba por encima de un grupo de cuarenta soldados, con bayoneta, que disparaban en esos momentos los fusiles al aire: ¡Pum!
Tras cumplir el servicio militar, se casó con María Pilar Jarque, aquella hermosa trapecista que había conocido en el circo. Haciendo pareja con Tonino debutó en el Circo Price, de Madrid. Después, los dos actuaron en Barcelona y más tarde marcharon a América del Sur. Seis años después se separaron porque Antonet quería unirse con su cuñado Tonitoff, Antonio Jarque.
Olfateadores de nuevos tiempos, los clowns, al principio del siglo xx, desarrollaron las bases definitivas del cara blanca y el augusto, con grandes dúos que potenciaban el contraste entre las dos figuras. Un secreto, si acaso, necesario para el éxito: la máscara del augusto sintonizaba con su carácter y su variedad rivalizaba con la repetitiva cara del clown blanco, máscara elegante. Antonio de Jarque, Tonitoff, era un hombre alto, tocado por un sombrero redondo, modelo jipijapa, una gran flor en la solapa de su chaqué, y un bigote poblado y rubio. Calzaba botines afilados con tacón, y portaba un bastón fino y liviano. Parecía un paseante feliz de balneario que enarbolara su mejor sonrisa al encontrarse un grupo de conocidos. Exudaba simpatía y su presencia y su cara inducían a los demás a la risa.
Antonet era el augusto, el que terminaba empapado o con la cara embarrada de crema, el perdedor perpetuo, en esa pulsión vital con el clown Tonitoff, fino, distinguido en el humor, con un punto de ironía. Los payasos podían cambiar de papel a lo largo de su carrera. Los caras blancas, cuando morían, eran sucedidos por sus augustos. Este sistema se respetaba y evitaba los celos entre payasos que debían estar bien compenetrados para producir la risa del público. A su padre y a su tío todo les iba muy bien hasta el año 1904, cuando de regreso de una gira por Sudamérica, Tonitoff pensó en asentarse una temporada en Barcelona, tener un hijo. Aprovechando esa circunstancia, Antonet planteó la cuestión.
—Verás, Antonio, estoy cansado de ser augusto. Quiero ser clown, creo que ahí puedo hacer algo, darle mi toque personal. No quiero parar quieto ahora. Creo que puedo hacer un buen clown, al menos lo voy a intentar.
Antonet tenía del clown un alto concepto. Creía que debía poseer una elegancia y una fantasía que no preocupaban mucho a los clowns de aquellos tiempos. Así que —a regañadientes de él— se separó de Tonitoff y se juntó con el augusto belga Little Walter.
Tonitoff se unió a Seiffert, con el que continuó haciendo giras por los escenarios europeos, llevando a su esposa y a su hija. Desde los tres años, Tina vivió fuera de España. Los Jarque pasaron por Italia, Francia, Alemania y Holanda, hasta que en 1914 las cosas en el continente se torcieron, con el estallido de la Gran Guerra. Primero pudieron regresar Tina y su madre, mientras que su padre, enfermo de tuberculosis, tuvo que quedarse, retenido.
Por fin a principios de 1915 volvió Tonitoff, pero ya muy tocado y débil, aunque siguió actuando hasta el día de su muerte, ocurrida el 23 de noviembre de 1915, en la pista del Circo Tívoli. Antonio Jarque, el famoso Tonitoff, murió echando sangre por la boca.
Aquella enfermedad terrible, aún con poca y mala cura, la había contraído en algún infame lugar de aquellos escenarios, de aquellos países, pensó y dijo siempre Constantina, y fue fundamental para apartar a su hija de los cargados ambientes del circo. Durante su adolescencia, muerto ya su padre, su madre le fue inculcando las reglas para triunfar y la necesidad de una completa higiene, algo casi enfermizo a lo largo de toda su vida. Había que actuar ante el público, que para eso pagaba, pero lo más lejos posible de él, de sus toses, de sus gérmenes, de su miseria en suma.
Tina, que había acompañado a sus padres por Europa, se había criado en ambientes modernos, entre criadas y amas, con pulcritud alemana. Había pasado por Berlín, Bruselas y La Haya. Fruto de aquellas estancias hablaba bien el francés y dominaba el alemán. Con doce años había conocido y practicado el nudismo, veraneado en Schevenigen, cerca de la capital holandesa, donde existía un solárium y zonas nudistas, y donde se había acostumbrado a ver los cuerpos desnudos no como algo pecaminoso sino como algo bello y natural.
Pero ella no seguiría aquel mundo de pistas ambulantes, de personajes singulares e historias divertidas. Primero lo intentó como mecanógrafa, para lo que estudió en una academia cerca de su casa. Era una jovencita alta y hermosa, que destacaba. Espoleada por una apuesta con sus amigas, se presentó a un concurso de belleza en el Teatro Novedades, que ganó, y ahí empezó todo. Luego debutó en el Edén Concert como canzonetista para pasar al Lyon d’Or e iniciar su carrera, una carrera que podía empezar así o por la etapa de chica de revista, o suripanta, corista de largas piernas y anchas y deslumbrantes sonrisas.
—¡Si estás hecha para esto, Tinita! —le decía su madre y alguna de sus tías al verla actuar, o cuando ensayaba números en el salón de la casa familiar.
—Desde luego, es mucho menos cansado y esforzado que el circo —decía Consuelo.
—Y si triunfas, niña, tendrás mucho más dinero y fama —añadía Miquela—. Eso hay que cogerlo al vuelo, agarrarlo por los dientes, como yo te he enseñado.
—Sí, sí, le hemos enseñado muchas cosas, pero ninguna le ha servido de mucho. Todo eso de la revista y la canción lo ha sacado ella de dentro.
—De algo le tenía que servir el haber nacido en familia artística.
—Bueno, esto de la revista no es tan divertido, pero también puedes viajar mucho. Eso sí, cuidadito con los pulpos, ya sabes, hija —aconsejaba Miquela.
—Uy, tías, no hay cuidado. He tenido ocasión de conocer a más de un fresco, pero a esos «neveras» se les ve venir de lejos y con hacerse a un lado y dejarles pasar, no hay atropello.
Y aunque comenzó a prepararse en canto y en baile, a Tina le siguieron fascinando los payasos, sobre todo Antonet, al que iba a ver en Barcelona siempre que podía, acompañado de su tía María Pilar o sola, con alguna de las compañeras de las academias en las que se afanaba en el cultivo de las bellas artes, declamación, música, teatro…
* * *
Tras un viaje agotador de tres días llegaron a la gran estación berlinesa. Tal y como había prometido el productor, un asistente alemán les esperaba con un cartel y, una vez que descargaron el baúl con el equipaje, les condujo a un pequeño hotelito donde se alojarían aquella temporada.
Le sorprendió la monumentalidad de Berlín, capital que en su memoria estaba mitificada por la infancia y adolescencia. En cada rincón, en cada plaza, buscaba esos espacios vividos recordando las palabras de su padre sobre las personas, el carácter común:
—Con los alemanes es muy sencillo. Hay que saberse la norma. Si te sabes la norma y la aplicas, funciona. En el humor no fallan. El fracaso les da una risa nerviosa, como si le tuvieran miedo. Por eso son tan estruendosos, sus carcajadas parecen un huracán a plazos. Y por eso se ríen tanto de las tortas del augusto. Público exigente para la perfección técnica, sobre todo de malabaristas, trapecistas, caballistas, equilibristas, y muy infantil con los payasos. Y muy educados, eso también…
Tina tenía una ventaja que hacía bajar la guardia de aquellos teutones, que encontraban una imagen dulce en aquella cara, joven y risueña: su estatura. Era una espiga morena de largas piernas, con un toque oriental, que aparentaba tener más años de los que tenía. En su maquillaje destacaban sus ojos negros en aquella piel morena, tan diferente del resto de las actrices, rubias y de ojos claros. Ese exotismo y poderío les fascinaba. Ella notaba esas miradas, y a su manera, las explotaba con ingenuidad. La suya era una actitud que se abría al mundo, curiosa y divertida, con ganas de aprender. Había llegado milagrosamente a aquel universo y pretendía quedarse allí, en aquella carrera a la que parecía estar destinada. Pero por eso había que aprender paso a paso, el trabajo siempre como norma, según le remachaba su madre, Constantina, confidente y amiga, isla de refugio para calmar los nervios, una balsa de ánimo y fuerza en los momentos clave, que tenía la experiencia del mundo del circo y un temple fuera de lo común.
A Constantina Castro, una gallega de El Ferrol que había conocido a Antonio Jarque, Tonitoff, en una de las giras del clown y se había enamorado locamente de él, no le espantaban ni le impresionaban las grandes capitales europeas, si acaso le entraba tristeza, tristeza de otro tiempo en el que las había conocido con su idolatrado marido, así como el triunfo en los grandes circos. A pesar de haber pasado ya siete años desde su muerte en Barcelona, tenía aún muy presente su pérdida, y recordaba a menudo anécdotas de aquellos primeros días, cuando entraban en alguno de aquellos impresionantes cafés:
—Me acuerdo de que en un café como este, en París, cerca del Nouveau Cirque, Picasso nos invitó a su mesa. Tu padre le comentó que le había visto con Rosita de Oro en Barcelona, y aquello le pareció formidable. Bebía y fumaba como un condenado, y quería saber como era la vida detrás de las bambalinas. Me temo que le decepcionamos un poco. Ya sabes, tu padre, cuando no estaba en el escenario, tiraba más bien a triste y serio, a poeta, aunque a veces tenía su punta de gracia:
«Verá usted, señor Picasso, nuestra vida, aparte de lo que puede ver en el circo, se basa en lo mismo que la suya, sólo que a otro nivel» —le decía al pintor—. «Es talento y ensayo detrás de la intuición. Ideas y trabajo que visten lo que uno lleva dentro. Sólo que nuestro triunfo es la risa y, aunque deje durante días un buen regusto, eso es algo tan efímero que jamás podrá trasmitirlo ningún cuadro, por más exacto que sea. Los payasos se suelen olvidar de un circo a otro. Si ese es nuestro fracaso, esa es su gloria. Usted puede perpetuar una sensación de disfrute y, por eso, al final, será mucho más famoso que nosotros».
Tonitoff era un excelente clown, aclamado por público y crítica, según remarcaba su viuda. Con su pareja mítica, Antonet, durante cuatro años, de 1900 a 1904, había recorrido buena parte de Europa. A veces Constantina llegaba a sentir unos injustificados celos:
—«¡Parece que estés casado con él en vez de conmigo!», ya ves, Tinita, le decía yo, y no sabes ahora lo que me arrepiento. Pero es que a veces se me hacían pesadas las horas de ensayos y ensayos, o incluso, las horas del discurrir, donde durante horas decían lo primero que se les ocurría, lo primero que pensaban, para desecharlo al momento, sustituida la primera idea por otra mejor. Y otra, y otra más. Y así hasta que yo me iba a mis quehaceres, aburrida de tanto ingenio.
En Francia, trabajaron en el Circo Plège; en Rusia, en el Circo Cineselli; en Alemania, en el Circo Schumann con sus caballos, malabaristas, ciclistas, tragasables, funambulistas. Los circos rusos eran los más famosos en el mundo entero y eran frecuentados por las clases altas. La celebridad mundial de Tonitoff se cimentó en esta larga estancia en Rusia, pero sobre todo después de su actuación en el Circo Berekov, que actuaba en el Nouveau Cirque de París.
Tras Rusia y París, vino Roma. En el gran circo de la capital italiana, Tonitoff creó una compañía estable de cuatro payasos. Antonet, que hacía de augusto, recorría la pista en un sentido con la máquina, mientras Tonitoff se dedicaba a pedalear en sentido contrario sobre el monociclo. Su madre había contado la escena tantas veces, que Tina tenía de aquel espectáculo una imagen impactante guardada en un paisaje indefinido: en el fondo la arena del redondel circense se deslizaba aquella fantasía de gracia y color, estelas que dejaban flotando en el aire aquellos hombres magníficos, siempre a punto de chocar, de caerse, maravillosamente hábiles, diciendo frases que hacían brotar la risa y daban al espectáculo una tensión que se revolvía en una hilaridad compulsiva del público. Antonet, el augusto, se sometía a la disciplina alocada de Tonitoff, que le exigía cada vez más, hasta conseguir caídas inverosímiles, acrobacia sobre ruedas que le desmadejaba en actitudes de total resignación, glorificador del desastre. En el sutil desarrollo, las tartas que le lanzaba el cara blanca producían un sentimiento de fatalidad, solo superado al final por una jugada maestra, que dejaba al clown por tierra, el augusto triunfante. Sólo un minuto, el tiempo en el que el otro se levantaba y le perseguía…
Estas y otras anécdotas desfilaban de vez en cuando por la mente y la boca de Constantina, que las recreaba con nostalgia. Cuando hablaba de Roma y del circo de Italia, a su madre se le llenaba la cara de lágrimas. Una noche mágica asistió el propio rey Víctor Manuel, que les felicitó por su trabajo y que asistiría luego con varios miembros de la familia real en varias ocasiones.
—¡Qué noches! Aquellos cuatro payasos, Grock, Beby, tu tío Antonet y tu padre, pedaleando en las bicicletas, subiéndose al alambre, haciendo todo lo que sabían hacer hasta conseguir que el público se retorciera de risa, algunos hasta se meaban. Estuvimos casi dos años en Roma, fue magnífico…
Añoranza del tiempo joven y prometedor, la vida en disfrute y alegría, la del trabajo constante y el aprecio. Otros tiempos, claro, antes del desarrollo de los teatros de varietés y el cinematógrafo. Pero si los tiempos quitaban, los tiempos traían. Y allí estaba ella, Tina, para demostrar de lo que podía ser capaz. Esponja para bailes y nuevos ritmos, sin dejar la canción, ahora empezaban a dar fruto los cursos de canto, la educación de la voz, los dineros gastados en academias y maestros particulares de su madre en aquella Barcelona de la Primera Guerra Mundial.
Aquel viaje a Alemania, para interpretar su pequeño papel en Bigamia, de un director de reciente fama en su país, Rudolf Walther-Fein, era una auténtica prueba de fuego. Era una bomba a punto de estallar, estaban convencidos agentes y representantes. En la Ciudad Condal había sido convencida por el productor Miguel de Miguel, que buscaba estrellas sureñas para el cine germano —era la única cantante en España que sabía algo de alemán—. Fue en una cena homenaje al cuplé cuando el productor se lo ofreció, y dos semanas después, cumplidas las formalidades y los contratos para tres intervenciones en las próximas películas de la productora Aag, partió Tina hacia Alemania, que en aquel entonces vivía la efervescencia de la República de Weimar, tras la defenestración del Káiser y el Reich alemán, consecuencias de la derrota de la Primera Guerra Mundial.
—Ya ves, tuvimos que irnos a España por la Gran Guerra y ahora estamos de vuelta —le decía Constantina a su hija.
—Sí, pero sin papá —respondía ella.
—Ya lo sé, hija, ya lo sé, me acuerdo mucho de él. Por eso precisamente tienes que hacerlo bien. Tu padre estaría muy orgulloso de ti, como lo estoy yo. Ya sabes, las carreras nunca se saben hasta dónde llegan, pero hay que empezarlas con fuerza, con alegría y con suerte. Y de eso tú tienes un rato.