CAPÍTULO 3
La fuga
Melilla 1929
Cuando Abel Domínguez llegó a Melilla, en el buque de la Trasmediterránea que lo transportaba, junto con otros legionarios reclutados y enganchados, según costumbre, por cinco años, la ciudad le pareció fascinante, con ese aroma de frontera que exudaba ya antes de llegar al puerto.
En lo alto, amenazante y soberbio, se contemplaba el monte Gurugú, que daba personalidad a aquel paisaje africano, a cuyos pies se extendía la ciudad de Melilla, con sus partes vieja y nueva, bien diferenciadas.
Las piedras de Melilla vieja, tostadas por el sol desde hacía siglos, le trajeron aromas exóticos, no muy diferentes a los de Ceuta, en cuyas cercanías, en el campamento de Dar Riffien, había realizado el duro entrenamiento de la Legión. Con atención siguió las explicaciones que daba un cabo veterano señalando el Mantelete, el barrio moro, el zoco comercial, con tiendas de artículos para los indígenas, y algún disimulado burdel con hetairas de pelos negros como el carbón y profusión de ladillas. Por ese barrio había comenzado el primer intento de desahogo de la plaza, aproximación al mar y al campo, expansión cerrada por la muralla y la puerta de Santa Bárbara, después continuada con la construcción de un gran muro, balcón al mar y a la vida marinera. Allí se desarrollaba la vida de cafés, freidurías, despachos consignatarios y el nuevo puerto —que había sustituido al antiguo muelle de Florentina— ocupando toda la extensión ganada al mar. En el malecón se veían los barcos atracados y los cargaderos del mineral de hierro de las minas del Rif —propiedad, entre otros, del conde de Romanones, como Abel sabía de haberlo leído en la publicaciones anarquistas—, que los soldados españoles iban a defender con su sangre, esa que se había derramado generosa contra las cabilas rebeldes de Abdelkrim desde 1922, cuando el desastre de Annual, y había continuado hasta la pacificación en 1927, tras el desembarco y la campaña de Alhucemas dos años antes.
El legionario veterano reconocía que la ciudad había cambiado. La industrial Melilla había subido hasta el cerro de Camellos y el fuerte de Cabrerizas altas, cuyo polvorín había explotado en 1928 produciendo un desastre sin precedentes, con varios muertos y decenas de heridos, aún tristemente recordado. La vieja Melilla se trasformaba, quería dejar de ser una ciudad medieval perdida entre las murallas, presidio y castigo para funcionarios, soldados y familias, que aquí penaban el destierro de la patria, rodeados de hombres hostiles, de otra cultura, raza y religión.
Esa era su realidad, legionario en una plaza con permanente actividad militar, clave en las guerras de Marruecos. No disfrutó mucho de la ciudad. A los pocos meses había sido destinado a un fuerte amurallado, Rostrogordo, en Dar Drius, uno de los puestos del interior del Protectorado que cubría la ruta por el interior hasta Ceuta. La tropa y su vida diaria y cuartelera, de guardias e instrucción, de severa disciplina, se le indigestó desde el primer momento. Tenía marcado en las venas el rechazo al espíritu de autoridad, como había rechazado a su padre, a su familia. Al principio de su infancia, que él recordara, no había sido así, pero desde que empezó a tener uso de razón, allí en Salteras, pronto empezó a no acatar los dictámenes paternos. Don Abel Domínguez Ramos, terrateniente con varios cortijos, casado con Dolores Pallarés Fernández, hermana de un industrial catalán que había levantado en el pueblo cordobés de Cabra un imperio oleolícola, no era ni mejor ni peor que los ricos propietarios de la época. Con fincas rentadas, con aparceros o jornaleros en las suyas propias, las que explotaban, llevaban un buen nivel de vida, señoritos de casino, los hijos en las organizaciones de la Iglesia o, incluso los que mostraban disposición, en la banda de música de Nuestra Señora de la Oliva, patrona del pueblo, a tiro de piedra de Sevilla.
Cuando nació Abel, en 1905, Salteras, en el Aljarafe sevillano, era pueblo grande, más de 1500 almas, devotas según condición. De pequeño, su pelo rubio, sus ojos claros y su cara dulce le granjearon el apelativo de «angelito», con el que le denominaban las beatas que visitaban a su madre. Abel fue a la escuela, ayudó en la parroquia como monaguillo y se apuntó a la banda de música en 1913. Allí estuvo seis años, en los que la música y la flauta constituyeron su pasión, completada con el interés lector suscitado por un maestro republicano. Por ahí llegó su deriva: la filosofía y la política le provocaban muchas preguntas que desembocaron en desencuentros y discusiones violentas con el padre. La madre mediaba, intentaba comprender al hijo único, conseguía levantar sus castigos y consentía en sus caprichos. El enfrentamiento fue creciendo, alimentando una inquina sorda en el pecho del mozo que, cuando podía, se escapaba a Sevilla. Lecturas y amistades fue haciendo entre los miembros de un ateneo republicano, donde también pescaban socialistas y federales, y cuya biblioteca el joven Abel devoró con avidez. Del batiburrillo se intuyó socialista libertario, antiautoritario, alimentado ya por el abismo que lo separaría para siempre de su familia, de la vida del pueblo.
La ruptura se consumó tras el saqueo que, en un descuido de su progenitor, hizo en su despacho. Le sustrajo cinco mil duros que fueron a parar a la causa de la revolución. De esa manera, por la puerta grande, entró Abel Domínguez Pallarés en el sindicato anarcosindicalista, y también en la FAI, pero ese robo le condujo a hacer algo que en principio no entraba en sus planes: alistarse en la legión extranjera, creada hacía poco por Millán Astray. Fue condición impuesta por el padre para no denunciarlo, una vez descubierto el latrocinio. Pero aunque su progenitor pensara que allí iba a cambiar, Abel ya estaba marcado por la fiebre del mundo nuevo, por la consecución de un universo en donde, al final, no existieran banderas, familias, ni por supuesto, ejércitos. Algunas veces, en ese fuerte de Dar Drius, cuartel y frontera, se acordaba de aquella infancia, libre en el pueblo, por los campos y los olivares, feliz como sólo lo son los niños.
* * *
15 de junio de 1939
—Se escapará en el próximo traslado, dentro de unos días. Lo conducirán con otros presos, pero lo dejarán el último, frente a un guardia civil, al que usted apartará en un descuido. Le insisto encarecidamente en la necesidad de no herir a ningún funcionario del cuerpo. No le cerrarán del todo las esposas y los tiros que le lanzarán serán de fogueo. Se esconderá en la ciudad y saldrá lo antes posible de España por sus propios medios, por la frontera francesa, utilizando sus contactos, sobre los cuales no le voy a preguntar. No tendrá dinero, para que sus compañeros no sospechen. Tampoco podrá ir a ver a su madre, ni pedir ayuda a personas conocidas. Su casa estará vigilada.
Manzanedo le había recibido fumando uno de sus Luckys, pero no le había ofrecido ninguno. Esta vez la excusa para sacarlo de la cárcel Modelo había sido testificar en uno de los múltiples consejos de guerra que se sucedían sin descanso condenando a muerte a socialistas, comunistas, anarquistas y republicanos varios. Los franquistas aplicaban con ellos la democracia de la muerte, pensaba Julián. Conocía a algunos a los que juzgaban. En un mismo saco habían metido a compañeros que habían tenido responsabilidades en la conducción de la guerra y simples soldados, gente del común a la que acusaban con idéntica inquina. Los había visto allí, en el banco de los acusados, todos revueltos, con la mirada y el aspecto de los derrotados: ropas desgastadas, barba y desaliño.
En el juicio le habían preguntado por su cadena de mando. Respondió cosas que ya conocían y se evadió como pudo de las preguntas que podían comprometer a otros. No era normal que en los consejos de guerra se llamara a algún testigo, y mucho menos, como en este caso, de alguien que estaba condenado a muerte. Una vez que declaró ante el tribunal, le hicieron salir y le llevaron a una estancia de los juzgados militares. No se sorprendió al ver allí al comandante de la Guardia Civil. Tal vez había sido Manzanedo quien había movido sus hilos para poder charlar con él con tranquilidad. Esta vez no ocultó la novela policíaca que tenía sobre la mesa: El asesinato de Roger Ackroyd, de Agatha Christie. Sin preámbulos, ni siquiera un saludo, el comandante empezó una larga perorata. Estaba claro que le había dado vueltas al plan. Julián le oía con resignación: no podía hacer otra cosa.
—Creíamos que el Comité Nacional de la CNT se quedaría en el sur de Francia, pero no ha sido así. El llamado Movimiento Libertario en el exilio ha instalado delegaciones en Perpignan y Toulouse para ayudar a los miles de refugiados que han acabado en los campos de internamiento franceses, pero ese debe ser sólo un lugar de paso para usted. Su objetivo es localizar a algunos militantes libertarios del Comité Nacional, como su secretario Mariano Rodríguez Vázquez, su célebre Marianet, que se ha trasladado a París con la plana mayor. No sólo se ha concentrado allí el Comité Nacional, sino también el peninsular de la FAI y el de las Juventudes Libertarias. Es decir, están todos, al menos los que tenemos identificados entre los que se han escapado: Germinal de Souza, Germinal Esgleas, Francisco Isgleas, García Oliver, Pedro Herrera, Horacio M. Prieto, Serafín Aliaga… Sabemos que forman el Consejo General del Movimiento Libertario.
Mientras Manzanedo hablaba, Julián Montes se percató de que el Movimiento Libertario, como otras organizaciones y partidos republicanos en el exilio, estaba infiltrado. Tenía que ser más precavido que nunca. No se podía saber con certeza quién tenías al lado, así le conocieras desde hacía años. Lo más probable es que la Policía o la Guardia Civil comunicaran a sus agentes infiltrados quién era Montes y qué tipo de misión llevaba. Alguien de esos traidores, en algún momento, le vigilaría. Debía andar con pies de plomo.
—Tiene que entrevistarse con algunos miembros del Comité Nacional y saber lo que pasó en el juicio que hicieron a Tina de Jarque. Por qué se la condenó, qué papel tenía en esta historia. Si Abel Domínguez era su amante y cuáles fueron los pormenores de todo. Tenemos la certeza de que está muerta, pero siempre puede haber un pequeño margen para el error… o los milagros. Que se librara de la muerte y se ocultara en algún lado, donde perdiera la memoria.
El propio comandante Manzanedo era consciente de la fragilidad de ese razonamiento y su tono de voz sonaba hueco, impostado. En el fondo, significaba lo contrario de lo que decía.
—Sí, ya sé que parece inverosímil, pero una persona llamó hace poco diciendo que a Tina no la habían matado, que estaba escondida en una finca en el campo, donde se había refugiado malherida y con la razón perdida tras el fusilamiento.
—¿Y comprobaron quién era y por qué lo decía?
—Naturalmente, pero hablaba de algo que había oído, no supo decir en qué finca, apenas vagamente la zona.
—Siempre hay gente con mucha imaginación…
—Otra persona escribió una carta desde Valencia a la madre de Tina diciéndole que no estaba muerta, que había conseguido salir del país por la frontera francesa, donde la esperaban.
Julián Montes calló. No eran esas sus noticias, pero tampoco tenía la confirmación absoluta de la muerte. No había podido hablar con nadie que hubiera presenciado el fusilamiento y supiera el lugar del enterramiento. Ante el gesto de incredulidad del anarquista, el guardia civil siguió:
—La carta no tenía remite, pero estaba dirigida a la casa de Tina, a la madre, así, con esas letras, quién fuera no conocía su nombre pero sí su dirección en la calle Alcalá. ¿Por qué alguien hace esas cosas? Me lo he preguntado. No creo que sea mala sangre, sino tal vez lo contrario, querer dar una esperanza, vaya usted a saber. Aunque si fuera la madre lo que yo querría conocer es dónde se encuentra su cuerpo.
Montes se mordió la lengua. También las familias de los republicanos asesinados en la zona franquista querrían saber dónde estaban los cuerpos de los suyos, donde los enterraron.
—Ahora están saliendo muchas historias de los que se salvaron en el último momento del paredón, o que los hirieron y no les dieron el tiro de gracia… Y también de gente escondida.
Los dos se quedaron pensativos, como sopesando posibilidades. La vida y la muerte danzaban unidas en la guerra, cara y cruz de la misma moneda, que arrojada al aire, dibujaba extrañas combinaciones donde todo era posible.
—Para llegar al Comité Nacional —rompió el silencio Manzanedo, una vez más—, deberá pasar por el delegado en los campos de internamiento, creo que es un tal Juan Manuel Molina, Juanel, que reside en Toulouse. Allí tendremos usted y yo una cita en un hotel, el hotel Toulouse, dentro de quince días exactos. Estaré una semana. En cuanto supimos que los peces gordos se habían ido a París, pensé en abortar la operación. Pero me convencieron. Tal vez usted, libre en España y en el sur de Francia, consiga saber más cosas…
Montes anotó enseguida el dato. Manzanedo se lo había dicho sin duda para que lo supiera, para que no perdiera de vista que había alguien por encima de él que lo controlaba todo. Sí, ¿pero quién? ¿Y por qué? ¿Qué relación tenía con Tina? ¿Tal era su poder que para averiguar el suceso permitía la libertad de un hombre condenado?
—Así que no me decepcione y no se deje detener en España. No podría realizar la misión y ya sabe lo que eso significa.
La amenaza quedó flotando en la habitación, junto con el humo del Lucky, al levantarse el comandante.
—Sí, lo sé. Que el verdugo ejecutará la sentencia. Y no será venganza, dirán, sino justicia —dijo con rabia.
—Si quiere se la dejo —señaló Manzanedo la novela policíaca—. Yo ya la he leído. Dicen que su final es de los más sorprendentes de Aghata Christie. Pero la verdad, yo descubrí antes de las últimas páginas que el asesino era el narrador. Aunque me confundió un poco, todo hay que decirlo. En vez del mayordomo era el doctor, íntimo amigo de la familia… Un buen golpe de tuerca, ¿no?, una excepción en ese tipo de novelas. Ya no te puedes fiar ni de los autores consagrados.
—Entonces no merece la pena —contestó Montes antes de abandonar la estancia—. Ya la ha destripado, ¿para qué…?
«¡Qué hijo de puta!», pensó Montes. Aquel cerdo era vengativo y rencoroso, eso no se hacía. Contar el final de una novela policíaca, qué retorcido. Una mala pécora. Pero aparte de la venganza novelística, lo que era cojonudo, por no denominarlo de otro modo, era que aquel fascista le conminara a escapar y le pusiera los medios. Qué mal olía todo aquello, qué mal se sentía. Los viejos temores, el miedo a ser descubierto y a ser utilizado, alcanzaron una peligrosa dimensión. Atrapado, como su admirado Antonio Trent en El verdugo espera, una novela que volvería a releer ahora si pudiera. Y cuyo final no contaría a nadie, ni al mismísimo Manzanedo, por más que le odiara.
En la Modelo, tras los primeros días de adaptación y ubicación, a Julián Montes no le había resultado difícil conseguir los nombres de los que en Valencia le podían ayudar en la salida de España. Decidido a la evasión que le iban a facilitar, su preocupación pasaba por hacerse con documentación falsa que pudiera esgrimir en su viaje hacia Barcelona y la frontera, y no delatar con sus movimientos a aquellos que iban a ayudarle. Sólo dos personas en la cárcel sabían sus planes.
—He comprobado que la mejor manera de fugarse es aprovechando los traslados —decía Montes a aquellos compañeros esgrimiendo un fino alambre que se había agenciado para practicar la apertura de las esposas—. Creo que me quieren trasladar donde mi hermano, a Montolivet, me lo han soplado en las oficinas. Si lo hacen, no lo pensaré dos veces. Mejor que me peguen un tiro que esperar la muerte como un corderito.
Unos días después llegó la orden. La mañana del traslado a la prisión militar, Julián Montes pensó que algo iba mal cuando comprobó que las esposas recién colocadas no cedían y que tenía que emplearse a fondo con el alambre. Estaba encorvado, simulando un dolor de estómago, para que los agentes que les escoltaban no supieran lo que estaba haciendo. Al fin logró zafarse de una de ellas, dio un empujón al guardia civil y, en una cuesta, saltó del camión que transportaba a una veintena de penados. Aquellos tiros que oyó silbar a su lado, buscando su cuerpo, no eran de fogueo, sino demasiado reales. En cualquier caso, no le acertaron y protegiéndose primero con los accidentes del terreno y luego en unas chabolas construidas entre el campo y las huertas, logró despistar a sus perseguidores. Algunas caras se habían asomado a las ventanas cercanas, la gente se levantaba. Ocultó las esposas con la mano en un bolsillo y corrió como un poseído hasta que no pudo más y caminó con paso rápido por aquellas calles, respirando una agridulce sensación de libertad. Se registraba ya cierto movimiento por las calles, obreros y oficinistas partían ligeros hacia sus trabajos, en el fresco y la humedad de la mañana. Entre ellos no extrañaba su atuendo, mísero en territorio de míseros, pero si quería continuar con sus planes debía llegar cuanto antes al centro de Valencia.
Tardó más de una hora, metiéndose por calles tortuosas, dando rodeos para evitar un posible seguimiento, para llegar a aquella frutería donde encontraría ayuda. Era muy temprano, lo que ayudaba. Julián se arrimó a la puerta metálica y golpeó con los nudillos. Lo hizo dos veces y después calló. Varios minutos después, un hombre joven abrió las cerraduras y miró con precaución. Detrás escondía una pistola. Era Leoncio Sánchez.
Leoncio Sánchez era frutero de día e impresor clandestino de noche. Entre los compañeros cenetistas se decía que con su pequeña imprenta falsificaba todo lo falsificable con el sello de excombatiente, de la Falange, del ejército o de lo que hiciera falta, y con esta documentación muchos anarquistas pudieron llegar a la frontera y cruzarla en los primeros meses.
Montes hizo un gesto y se acercó, pronunciando el apodo de un compañero que Leoncio conocía bien. Aun pensando en una encerrona, Leoncio le hizo pasar y miró tras él. Julián enseguida le dijo quién era y le puso al corriente de su fuga y de parte de quién venía en la cárcel. Entonces distinguió, en la penumbra del fondo, otra figura con otra pistola en la mano. Tras un rato vigilando la calle, hicieron pasar al huido a la trastienda y de allí a un sótano, donde trabajaban tres jóvenes. Uno de ellos salió a vigilar fuera y Leoncio, con la pistola cerca, comenzó a interrogar al evadido, que aún tenía las esposas colgando de una mano.
—Logré zafarme la mano de una de ellas, por eso pude empujar al guardia y saltar. Estoy condenado a muerte, mi hermano también está en la cárcel. Necesito salir de España, compañero. Una documentación y un poco de dinero, para llegar a Barcelona y la frontera. También me gustaría ayudar a mi hermano. Es posible que ahora tomen represalias contra él y ejecuten la condena a muerte.
Montes buscaba realizar una variante del plan, aunque no sabía si podría llevarse a cabo. Que la organización liberara, con papeles falsos, a su hermano, y huir de inmediato los dos a Francia, con lo que aquel fascista se quedaría con un palmo de narices y sin saber lo que necesitaba. Nunca se había fiado de aquel guardia civil. Quizá estaba ensayando la manera de infiltrarse en el Comité Nacional, y después de aquella extraña misión iba a utilizarle como infiltrado en el Movimiento Libertario, amenazándole con descubrirlo ante los suyos. No, del enemigo nunca había que fiarse, no podía estar en sus manos.
Los dos jóvenes que trabajaban en aquella imprenta clandestina le miraban con ojos concentrados y serios. Él, de estar en su lugar, habría hecho lo mismo. Como si pudiera escrutar sus pensamientos, sabía que aquellos compañeros intentarían comprobar que no era un infiltrado o un traidor.
—Te conozco, compañero —dijo de pronto uno de ellos—. Tú nos diste una charla en las Juventudes Libertarias al comienzo de la guerra. Has cambiado, pero te he reconocido. Eras periodista.
En la ingenuidad de aquellas palabras, Julián sintió su propia situación. Pero el joven no se refería a su interior, sino a su estado físico, ahora más deteriorado. El tiempo, aquel infinito tiempo, no pasaba en balde.
—Más que la guerra, lo que nos cambia es la cárcel. En apariencia, en el encierro no corre tanto el tiempo como en libertad, pero por dentro es peor, va más rápido, mina más. Pegando tiros, en la refriega, con el peligro, a pesar de todo, uno vivía, pero en la prisión nos vamos muriendo mucho más ligeros. ¿De qué agrupación eres?
—De Ruzafa.
—Me acuerdo de aquella charla. A menudo me pregunto que se ha hecho de nuestros jóvenes libertarios.
—Seguimos luchando por la causa, a pesar de haber perdido la guerra. Todos tenemos nuestro sitio en la pelea.
Las falsificaciones de documentos habían sido asumidas por los jóvenes libertarios, esos que habían estado a punto de combatir, o habían tenido algunos meses de guerra, y habían asistido al derrumbe y la derrota final. Ahora, esos mismos jóvenes, organizados por los responsables que habían conseguido salir de los campos de prisioneros, habían empezado la lucha en la clandestinidad, montando empresas, realizando atentados económicos y organizando las líneas de fuga. Eran las mujeres las que servían de enlaces entre el sindicato, las cárceles y los campos y las que llevaban entre sus ropas la documentación que luego pasaban a los presos con cien triquiñuelas.
—Está bien, compañero —dijo Leoncio—. Hay que obrar con rapidez. Lo primero, quitarte esas esposas, conseguirte otra ropa, esta la quemaremos. Luego hay que cortarte el pelo, teñirlo de negro, afeitarte la barba, dejar solo el bigote y hacerte una foto. No hay cosa que más les joda a estos fascistas que se le escapen las presas que habían marcado para matar. Te felicito por tu arrojo, Montes, aunque a partir de ahora tendrás que irte acostumbrando a un nuevo nombre. Por ejemplo, Manuel Oliva Sánchez. Vamos a ver cuando podemos tener todo listo para sacarte de aquí. Hoy dormirás en el sótano, aunque no es lo más conveniente, pero en un par de días te sacaremos a otro refugio, y cuando la documentación esté lista podrás marchar. Calculo que en una semana.
—¿Se podría hacer algo por mi hermano? Intentar sacarlo con papeles falsos, o de otra manera…
—Tu fuga los habrá puesto sobre aviso. Intentaremos ver como está la situación.
No era comprobación baladí para los responsables cenetistas. No sólo por si podían hacer algo, sino por saber si realmente había componendas. Se empezaba a sospechar de delaciones, se habían producido algunas detenciones y todos creían ver los fantasmas de la traición por todas partes.
Mientras Leoncio salía a abrir la frutería y a tomar las disposiciones oportunas para alertar a Esteban Pallarols, el máximo responsable anarquista, Julián Montes comenzó su transformación. Con las manos liberadas, una vez limados los bordes de la esposa, con una palangana y los útiles de aseo que le llevaron se cortó y afeitó la barba y se tiñó pelo y bigotes de color negro. El proceso de transformación en Manuel Oliva Sánchez había comenzado.
* * *
Dar Drius, 1931
Aquello no podía durar. Durante cerca de tres años había seguido la consigna que se había propuesto de no significarse, si acaso ir haciendo labor de zapa en la primera bandera, entre los hermanos de armas más proclives a la llamada de la revolución social, propagar poco a poco las ideas. En marzo de 1931 fue ascendido a cabo. Un mes después, con la proclamación de la república, por fin pudo ir destapándose, recibir periódicos por correo, hablar sin tener que ocultarse. Ese cambio de actitud no pasó inadvertido. Los mandos sospecharon pronto de aquel legionario que leía y escribía tanto. La vigilancia sobre él se redobló desde que en octubre de ese año, para conmemorar el día del ejército, en un certamen literario, presentó «Patria, deber y disciplina en sus nuevos aspectos», trabajo dirigido al resto de la tropa que, sin embargo, sólo llegó a la mesa del comandante. El informe del mando al coronel jefe de la legión fue tajante: «El escrito está pleno de rebeldía e indisciplina, nacido de los conceptos francamente comunistas y antimilitaristas en que lo basa, razón por la cual no se leyó a la fuerza de la bandera y quedó en mi poder. Según informes recabados, parece que pertenece a la FAI y tiene una conducta amoral y rebelde».
«PATRIA, DEBER Y DISCIPLINA
en sus nuevos aspectos.»
Para vosotros, hombres de un día que sepultasteis en un «nada importa su vida anterior» el fracaso de vuestra vida. A vosotros, bebedores del champaña del dolor, piruetistas de la vida, cómicos del azar, que libasteis la copa del dolor sin sentir el batir de alas de la embriaguez de vuestra misma tragedia. (…)
La rebelión o indisciplina nace de la injusticia y nunca habrá ejército más disciplinado que aquel que goce de la máxima libertad. Si, cómo dijo Calderón, «en batallas tales los vencidos son traidores y los vencedores leales», ved como quien hoy es traidor mañana adquiere caracteres de héroe, merced a un simple cambio político y quienes castigaron su rebeldía son los mismos que le elevan a la categoría de mártir. La vida no es otra cosa que verse a sí mismo no traicionándonos en nuestras convicciones. (…)
Los sufrimientos nos han regenerado, brindamos el tributo a nuestras vidas si es preciso por el reinado de la justicia y del derecho, levantando sobre las ruinas de la España imperialista otra nueva España donde impere la Libertad sin misticismo, tanto en el corazón de los que obedecen como en la conciencia de los mandatarios.
Legionarios, «¡Viva España Libre!», «¡Viva la República!», «¡Viva la Legión!».
A partir de entonces, a su alrededor se tejió una red que empezaba por los oficiales de servicio, seguía con los suboficiales y terminaba en legionarios escogidos, ejerciendo una vigilancia sutil que se extendía asimismo a los que le trataban.
Y aquello, efectivamente, estalló. El 29 de octubre abandonó la guardia en la puerta principal del fuerte y, sin el fusil y el machete reglamentario, que dejó en el cuerpo de guardia, se paseó por el poblado del campamento, con cierto aire de provocación ante sargentos y oficiales e incluso frente al bar La Peña donde los legionarios se gastaban su soldada jugando a las cartas.
El resultado fue un mes de arresto, recluido y aislado del resto de la fuerza, que se encargó de realizar, de malos modos, un teniente y un sargento, con los que Abel forcejeó e intercambió insultos. En el informe oficial del incidente se insistía en que era un individuo peligroso y rebelde. Se inició el procedimiento por abandono del servicio. Ingresado en el calabozo del fuerte de Rostrogordo, fue depuesto de su empleo «por hacer mal uso de las divisas propagando actos e ideas contrarias a la disciplina» y se decretó procesamiento en prisión preventiva hasta que, en febrero de 1932, el juez le encausó por sedición e insulto a un oficial. Le interceptaron los periódicos La Tierra y Mundo Rojo, que repartía a cinco legionarios, y le intervinieron las cartas. En una dirigida a otro legionario, Pedro Sánchez Marín, lamentaba que a él y los demás les hubieran molestado por su causa. Le recomendaba que procurara leer a los precursores del ideal: «Las persecuciones que se sufren por el ideal se verán algún día coronadas por el éxito» y le pedía que le mandara sus cosas, sobre todo libros, papel y objetos de escritorio. «En el periódico El libertario de ideal anarquista he escrito artículos sobre el Tercio ¡Ay el día que llegue la hora de la justicia! Pedro, Periquillo, tienes que aprender a odiar a los oficiales, a esos césares de espuela y sable que crearon el pelotón y los tormentos para el castigo de sus hermanos».
Dos meses más tarde, en abril de 1932, fue trasladado a la cárcel pública de Melilla por causar baja en el cuerpo. El juez lo procesó por sedición en el fuerte Rostrogordo y le impuso una pena de 6 años y 1 día de prisión. Tras su etapa de legionario, comenzaba su vida de preso.
* * *
En la estancia umbría del sótano, a salvo de miradas u oídos indiscretos, Julián Montes recibió la visita de Esteban Pallarols, el que estaba al frente, de facto, del Comité Nacional cenetista dentro de España. Pallarols, que no había cumplido los veinticinco, había conseguido escapar de Albatera con órdenes de libertad falsificada. El responsable cenetista se había informado sobre él y en apariencia no dudaba de su fuga.
—Menuda la que liaste. Han estado más de dos días buscándote, peinando varios barrios. Aún hay más policía de la normal en las estaciones.
—Tengo que salir de España. Si queréis, puedo llevar un mensaje al Comité Nacional en Francia…
—En realidad el Comité Nacional es el que está aquí, aunque ahora lo llamamos Junta Nacional del Movimiento Libertario, nos centramos en la ayuda a los represaliados, la liberación de presos y la reorganización de la CNT.
—¿Y entonces, en Francia…?
—En París han creado el Consejo General del Movimiento Libertario, algo de momento inoperante. Te ayudaremos, compañero, pero tendrás que cumplir a rajatabla lo que convengamos. No sólo es tu pellejo, sino el de muchos compañeros el que se puede poner en peligro. Puedes ir haciendo un informe sobre las cárceles, quizá eso allí les pueda interesar. Y desde luego, nos interesa a nosotros que no se olviden como las estamos pasando aquí.
Julián, que sí podía contar, y mucho, del mundo de las cárceles, desconocía qué estaba pasando en España y en el exilio. Pallarols le puso en antecedentes.
—Hemos pensado mandar a Francia a dos miembros del Comité Nacional, para que cuenten a Germinal Esgleas, que ha sucedido a Marianet después de su accidente mortal, la fuerte represión que estamos viviendo en el interior, con las ejecuciones masivas. Cada día caen decenas de libertarios en Madrid, Barcelona y Valencia. El Consejo General del Movimiento Libertario tiene que acudir en nuestro auxilio. Habría que tratar de que los sindicatos y los partidos republicanos franceses cambiasen su actitud hacia nosotros y presionen a Franco para que deje de fusilar.
—Entonces, es cierto que Marianet ha muerto.
—El 18 de junio pasado.
—En la cárcel algunos pensaban que era un bulo —dijo Julián, que de pronto cayó en la cuenta de que sin duda lo sabía Manzanedo y sin embargo no le había comunicado nada.
Tal vez los responsables anarquistas no habían difundido la noticia para no desmoralizar más al personal, por más que Marianet hubiese sido muy criticado en la última parte de la guerra.
—Ya lo sabe todo el Movimiento Libertario.
—¿Y cómo fue?
—Por lo visto, ahogado en el río Marne.
Aquella era una mala noticia para sus planes. La muerte del máximo responsable cenetista durante la guerra no era demasiado lógica, aunque pudiera haber sucedido así. Sin ir más lejos, Galo Díez, conocido anarquista vasco y miembro del Comité Nacional, había muerto ahogado en la playa del Saler en el 38, después de una congestión.
—No sabemos mucho más. Hay rumores de todo tipo. Marianet le había escrito a principios de junio a Juanel, el delegado de CNT en los campos de concentración, que se pusiera en contacto conmigo para que le diéramos importante información sobre el interior de España.
Días antes, mientras permanecía en el sótano de la frutería, Julián había asistido a una escena insólita. Leoncio había recibido un envío de tres paquetes de cajas de tornillos. Disimulados entre las piezas, se hallaban envoltorios con monedas antiguas de plata, del siglo xix. El envío provenía de Esteban Pallarols, que ante la escasez de dinero y después de que un compañero, Ramón de las Casas, le informara del escondrijo en una tumba del cementerio de Alcañiz, decidió ir a por el botín, 400 amadeos de plata, procedentes de una requisa, para atender a las necesidades más perentorias de la organización.
—Es necesario que insistas a Juanel sobre las penurias por las que atravesamos y en qué situación nos encontramos. Tenemos que evacuar a libertarios con responsabilidades huidos de Albatera y escondidos. Existe la posibilidad de salvar más vidas a cambio de dinero. Necesitamos su ayuda para sobornar a algunos funcionarios. Pero hay que actuar rápido.
—De acuerdo, lo transmitiré. ¿Podréis hacer algo por mi hermano?
—Lo intentaremos, Montes. De momento, nuestros informes son que han aumentado la vigilancia sobre él. Lo tienen en una celda individual. Sin duda esperan que hagamos algo. Cualquier intento de evasión o de liberarlo de la cárcel sería un suicidio. Estamos evaluando si falsificar una orden de libertad, pero deberíamos hacerla coincidir con alguna otra de verdad, es muy arriesgado, podríamos perder nuestros contactos en la cárcel. Nos ocuparemos de ello en lo posible. Tu presencia aquí lo complica todo, así que prepárate para una inminente salida.
Julián Montes se percató de que no era tan importante como otros libertarios y que si caía, no era una gran pérdida para la organización, que guardaba a buen recaudo a los que consideraba imprescindibles. Aquello, lejos de importarle, en esos momentos le favorecía. Recibió la documentación falsa y dinero para poder viajar hasta Barcelona y más tarde hacia la frontera pirenaica. Oficialmente como parte de su disfraz, pero secretamente complacido, se compró dos novelas policíacas. No desentonaban en el ambiente y servían de distracción. Compró La casa a medio camino, de Ellery Queen y La liga de los asustados, de su último descubrimiento, Nero Wolfe, el detective creado por el escritor norteamericano Rex Stout. Para él era una buena literatura, por lo sagaz de la trama, la agudeza de los diálogos y la ágil narración: aunque sus ideas políticas no le gustaran, admiraba la capacidad indagatoria de aquel grueso detective tacaño, amante de las orquídeas y de la cerveza, de la que engullía al menos diez litros diarios. Así, acompañado de sus héroes novelescos y con misión ambigua, Julián enfrentó los próximos pasos de su historia. Tenía nombres, personajes reales, una trama real, unos enigmas. Y la acción. Quien le iba a decir que él mismo iba a vivir una auténtica novela.
Corrían los últimos días de junio de 1939.