CAPÍTULO 6
Amores de ida y vuelta
Madrid, 1928
Desde que Tina recibió el cablegrama de Paulino, en la primera semana de abril, diciéndole que desembarcaría en San Sebastián el día 15, le atenazó un manojo de nervios. Por más que intentaran calmarla su madre Constantina, amigas y compañeras como Isabelita Ruiz y María Caballé, a partir de ese momento vivió pensando en el reencuentro. Aún tenían semanas de funciones, y luego la compañía gozaría de quince días de descanso en junio, antes de comenzar la gira por tierras americanas a la que se había resistido en principio Velasco, pero que finalmente haría por rentabilidad y prestigio: en el otro lado del Atlántico se acordaban de En plena locura, así que había que aprovechar el tirón con La orgía dorada.
Aquel hormigueo en la boca del estómago, aquella falta de apetito, ese no estar a gusto en ningún sitio, quedarse mirando al techo o al vacío, pareció calmarse cuando al día siguiente de llegar, Paulino llamó por teléfono, aparato al que Tina miraba con frecuencia, y sobre el que se abalanzaba al primer timbrazo, sin percatarse de las miradas de su madre, que sabía de sobra lo que le pasaba a su hija, sentimiento que se agudizaba cada vez que recibía carta de él en esos catorce meses desde que se conocieron en La Habana.
—Las distancias son muy malas, si lo sabré yo, Tinita. Lo que de cerca puede durar un rato o un suspiro, se eterniza si hay tierra de por medio. Contra el amor imaginado no se puede luchar.
Tras aquella llamada, Tina respiró, la cara iluminada. Paulino le comentó que iría muy pronto a Madrid, donde su agente negociaba su próximo combate por el título mundial con Bertozzolo, en cuanto pasara en Donostia unos días con su madre, familia y amigos. Todos querían homenajearle, abrazarle, y no podía hacer un desaire a sus paisanos y la gente que le quería. A partir de entonces, todas las mañanas, Paulino iba a San Sebastián a llamarla, ya que en el caserío de su madre no había teléfono. La echaba de menos. Aunque las negociaciones sobre el combate se demoraban, Paulino no pudo más y decidió ir a verla.
Bajó entonces la presión y Tina se sintió flotar. Hasta sus compañeros, en la función, se lo notaron. «¿Qué tienes, Tinita, que irradias gracia y frescura?» —le decía Bori— «¿Qué dieta es esa?».
—La dieta del amor —respondía Isabelita Ruiz, que estaba en el ajo.
Descendió de aquella nube cuando Paulino le confirmó que vendría el siguiente domingo y entonces todo fue ya paroxismo. Habían convenido que iría a esperarlo a Burgos. Él no quería que fuese, para evitarle las molestias de una noche de viaje, pero Tina se empeñó y como el cómico Luis Bori, amante de la velocidad tanto como de los chistes, tenía un buen coche, le propuso que la llevara. Tras la última función del sábado, a las dos de la madrugada, se marcharon Tina, Bori y su mujer. A las ocho de la mañana, después de toda la noche sin dormir —ella incapaz, dando conversación a Bori, mientras la mujer del cómico dormía plácidamente en los asientos traseros— llegaron a Burgos, al hotel Londres, lugar de la cita.
Cuando los tres, espantando las brumas del sueño, se disponían a desayunar, oyeron el ruido de un motor que rompía el silencio de domingo de la mañana burgalesa.
—¡Ahí está Uzcudun! —exclamaron, y se fueron hacia la puerta.
Un Paulino Uzcudun elegantemente vestido, sonriente, acompañado de su amigo Juanito Oyarzábal, avanzaba hacia ellos. Lo primero fue un abrazo cálido entre Tina y Paulino, un beso en los labios de algunos segundos que a ellos se les hizo corto y a los demás largo, mientras miraban con esa sonrisa bobalicona de quien asiste al reencuentro de dos amantes. Tras despegarse, llegaron las presentaciones y los saludos de rigor, antes de sentarse a la mesa.
Tina no ocultaba su satisfacción. Parecía una niña pequeña, feliz, sin importarle nada más. Bori preguntó cuánto se quedaría en España y el púgil, dirigiéndose en realidad a Tina, contestó:
—¿Sabes cuándo me voy? Pues de aquí a veinte días.
Una mueca de desilusión asomó a la cara de la vedette. Por carta y por teléfono le había dicho que se iba a quedar varios meses.
—Es broma. No hagas caso, voy a estar hasta septiembre. Tengo que esperar un cable de América.
Paulino decía que venía también con mucho sueño. Llegaban los camareros. El desayuno fue pródigo en café con leche y pan con manteca. El boxeador pidió además panecillos y un par de huevos.
Emprendieron el viaje a Madrid. Tina cambió su plaza con el amigo de Paulino, que viajó en el coche con Bori y su mujer. Como Paulino no conocía el camino, el cómico iba delante. De vez en cuando, chiquillos traviesos con máquinas poderosas, se lanzaban a un duelo de velocidad. Tanto Tina como la mujer de Bori fueron incapaces de decir nada ante esa pugna masculina. Uzcudun intentaba adelantar a Bori en la estrecha carretera, mal asfaltada y con baches, mientras que el actor procuraba no dejarlo pasar. La competición duró decenas de kilómetros y ya cerca de la capital, al llegar a una cuesta antes de Buitrago, los frenos del coche de Bori no obedecieron. El cómico se dio cuenta del peligro, y con serenidad se fue hacia la cuneta, con tan mala suerte que, debido a la velocidad y a la fuerza centrífuga, el coche volcó.
En el otro auto, Tina lanzó un grito y Uzcudun, con la preocupación en la mirada, paró el vehículo de un frenazo. Los dos llegaron corriendo, Tina llorando, cuando ya los tres ocupantes del coche salían por las puertas, afortunadamente sin sufrir ningún percance.
—No ha sido nada, no ha sido nada —proclamaba Bori.
—Menos mal, ya creía que estabais muertos o malheridos —se lamentaba Tina con la alarma en el semblante y en la voz.
Entonces sucedió la anécdota, recreada y contada después a la prensa de la capital, que la publicaría al día siguiente. Paulino cogió en volandas el coche y lo levantó como cualquier cosa. Ante la mirada fascinada de las dos mujeres y la cara de sorpresa de Bori, que probaba a ayudarle, el coche volvió a su posición natural.
—¡Señores, que fuerza tan asombrosa! Yo empujaba solamente del tapón —decía el cómico.
Unos hombres que pasaban en un camión y presenciaron la faena, dieron vivas, entusiasmados. No habían pasado ni cinco minutos.
Tina trocó el llanto en risa. Era una risa nerviosa, alborozada. Se lo hubiera comido a besos allí mismo, hubiera hecho el amor con él en el campo, pero iban con retraso. Tenían que llegar a Madrid, comer e ir a los toros. Luego esperaban las funciones de La orgía dorada antes de poder pasar la noche con aquel hombre excepcional.
Luis Bori, con el coche polvoriento, llegó a las tres y media a las puertas del hotel Palace. Detrás, en el otro auto, Paulino y Tina. Apenas bajaron, fueron rodeados por una multitud de chóferes y de gente atraída por los rostros populares. Recibimiento cordial y sencillo al que se sumaron algunos periodistas y fotógrafos que se habían enterado de la llegada de la vedette y el púgil. Tina se trasladó al coche de Boris y los dos famosos se esfumaron velozmente cada uno en una dirección para evitar tantos apretujones.
A pesar del despiste, dos periodistas de La Voz se infiltraron en la habitación de Paulino, una soleada suite frente al Ritz. Allí se encontraron una mesa puesta con dos humeantes platos de consomé. Enseguida aparecieron Juanito Oyarzábal y luego Paulino en albornoz, recién salido del baño.
—¡Hombre, hasta en la sopa! No puedo conversar con ustedes. Precisamente he querido venir sin avisar para ahorrarme tabarras. Ya no puedo resistir tanto aplauso, tanto abrazo, tanto escribir unas líneas de salutación, tanto de hablar de allá y acullá. Estoy sin comer. Y sin vestir.
Comenzó a devorar la sopa y luego, sin mediar palabra, mientras el fotógrafo Alfonso preparaba sus máquinas, atacó un buen pedazo de carne asada rodeado de patatas.
—Oiga, pollo, les he dicho que ahora no quiero nada con ustedes.
—¿Es que tiene usted prisa?
—Claro que la tengo. Como que son las cinco menos cuarto y he de ir a los toros.
—¿Le gustan?
—Más que nada… después del boxeo y las mujeres. Pero a las mujeres sólo puedo verlas. Se ven pero no se tocan, como les dicen a los niños. Yo soy, debo ser, para estas cosas, un niño.
Y lo es, sin duda, pensaba el periodista Ángel Cruz. Era ingenuo, voraz y caprichoso, como un bebé. Un bebé de más de cien kilos que lo haría puré con una sola de sus manos. Pero ahora sorbía zumo de naranja. Y se peinaba. El periodista era de la vieja escuela, sabía torear y recrear una conversación que en realidad había sido mucho más sosa.
—¿Estará usted contento con la recepción en Donostia?
—Más que contento. Mucho cariño y mucha gente. Y mucha satisfacción en tenerme por paisano. Y sobre todo mi madre, que estaba algo malucha, catarro o así tiene, y que me dio muchos besos. Unos besos que tenía yo ganas de volver a catar.
—¿Es que añora usted a la familia?
—Allá lejos, en ese mundo de tantas vibraciones, en ese país en el que la efectividad parece que devora a los afectos como es Norteamérica, la familia de la patria lejana queda a veces un poco borrada; pero todos los días, en cualquier momento propicio, en un instante de meditación, surge potente, enredada en el recuerdo de algo ¡Y si viera usted lo que sirve de consuelo!
—¿Y ahora, en Madrid?
—Vengo a distraerme, nada más. Pero no rehúyo nada por sistema. Si alguien me llama, y me llama bien, contesto.
—¿Se entrena usted igual que antes?
—Exactamente igual que cuando salí de Europa. En algunos detalles he cambiado. Pero no afecta nada a la preparación, que es racional, encauzada y sobre todo, metódica. Que nada sirve si no tiene la protección de una vida ordenada, algo anacoreta, que yo, como habrá usted visto, sigo con rigor. En Europa el boxeo no se lleva con la seriedad que en Norteamérica, donde el entrenamiento es casi una religión.
—¿La técnica de usted ha mejorado?
—Nada. Sigue teniendo su entraña en la táctica mejor, en la de dar. En la de dar cuanto más, mejor. Aparte de que esta, que es la más útil de las tácticas, es la que más gusta en Norteamérica. Y en todos los sitios.
El reportero recordaba sus ataques en tromba al comienzo de su carrera, imprecisos, pero llenos de fuerza, acometidas vibrantes que ocultaban sus defectos y con los que ganaba sus combates por KO en los dos primeros asaltos. Con el tiempo su técnica se reposó, buscando el golpe seco, duro, dejando el ataque en línea recta, para acomodarse a todas las posturas y direcciones. Mientras se vestía, el periodista le arrancaba confesiones sobre los púgiles del momento, algunos rivales como Tunney y Dempsey y sobre su mejor combate.
—El que hice más a placer, el que tuve con Heeny; el que me quitaron contra Godfrey, el enemigo más considerable; el peor, el que hice con Risko, con mi brazo derecho lesionado.
Y Paulino, que había salido vestido como un perfecto gentleman, reía, enseñando su dentadura aurífera en la que había colocado parte de sus 227.000 dólares ganados.
—Trece combates he hecho. Siete he ganado por KO y tengo aspiraciones legítimas, no imaginarias. Todo en un año y medio.
El periodista elogiaba los medios físicos de atleta completo: fuerza, velocidad, flexibilidad.
—Eso ha sido sólo el comienzo. Volveré a pelear por el título mundial —respondía a una última pregunta sobre su tournée por América.
En el Teatro Price, la empinada escalera que conducía a los camerinos era como nunca camino de trasiego. En la segunda función del domingo, tras la cena, Tina se sentía cansada y nerviosa. Casi se durmió ante el espejo con la barra de carmín sobre los labios. No tenía el ánimo para bromas o chanzas de los periodistas. Paulino estaba en la sala, iba a subir a los camerinos y ella sin vestirse, llegando tarde a todos los números. Además de no dormir en la noche pasada y las emociones del viaje, el vuelco del coche de Bori, la corrida de toros y la cena en el hotel Nacional, había tenido una función de La orgía dorada por la tarde y numerosos asaltos de los reporteros, que no la dejaban en paz. Siempre era simpática y amable con ellos, pero esta noche no estaba para nadie. Esa noche, más que nunca, era la estrella, la mujer donde se posaban todos los ojos. Todos conocían su romance con el boxeador. Por la puerta del camerino, abierta de par en par, asomaban periodistas, compañeros, amigos, que se fijaban un momento en su figura, atareada con el maquillaje, e intentaban una imposible conversación porque ella tenía que concentrarse en lo que hacía. Al lado, un jarrón con lilas, era la época. Sobre la estrecha cama turca se distinguía un colorido revoltijo oriental de almohadones y cretonas.
Tina entraba, salía, se revolvía y no encontraba las cosas.
Pasaba Bori:
—¿Lo has visto en el palco número 3?
Pasaba Isabelita Ruiz:
—¡Y qué ovación le han dado!
Pasaba la francesa Lou, a la que el amour le ponía tierna, con las erres más gangosas:
—¿Va a subig?
Pasaba un locutor, muy emocionado. Y las segundas tiples también, y los tramoyistas.
Recordando aquella noche, los periodistas se lucieron:
«Al concluir el primer acto se escucha un rumor distante, oleada de murmullos, tableteo de aplausos; la expectación se puede cortar con un cuchillo, y de pronto, como si no ocurriese nada, Uzcudun el formidable, el epatante transatlántico del boxeo mundial, fondeó en el saloncillo.
Ved al famoso bárbaro. Su rostro es un obús: dos ojillos bajo dos cejas que son cepillos de dientes, una nariz, un respingo, cuya ternilla es un yunque; un pecho como un frontón, dos grúas por brazos, unos pies anchos de elefante y dos manos. ¡La gloria de España! Que se las echa atrás, adelante, sin saber dónde colocarlas a la postre. Y toda la carne a la vista, bañada en un tono de cobre que atemoriza. Uzcudun está muy contento; no podía ser de otra manera. Sonríe con una sonrisa de siempre, sonrisa de púgil, sonrisa fría, igual de placentera ante el elogio amigo que ante el guantazo rival. Aprieta todas las manos que le tienden como el que regala prospectos de propaganda. Todos se miran la suya y hubiesen querido que se la dañara, pero Uzcudun está muy bien educado y viste un elegante terno inglés, indiscutible».
—Es bonito esto.
—¿Te gustó? —preguntaba Tina.
—Estáis todos muy bien. ¡Como en La Habana! ¡Tengo un sueñazo! ¡No he descansado ni un instante!
Las preguntas seguían su estela como flechas disparadas.
—¿Y va usted a boxear, Paulino? —le preguntaba una vicetiple con los ojos desorbitados de admiración.
El hombrote sonreía con su boca de oro. Su mentón avanzaba igual que un espolón de combate.
—Sí, combatiré contra Bertozzolo pronto; no sé si en Madrid, en Barcelona o en San Sebastián. Estaré tres meses descansando y luego, a Nueva York.
—¿Ya sabe usted inglés? —le interrogaba Velasco.
Paulino, como un niño a quien preguntaban la lección, iniciaba un chapurreo incoherente. Se percató pronto, se sonrojó y dijo en español:
—No lo hacía para darme postín, ¿saben?
Concluyó el entreacto. Paulino volvió al palco. Se escuchó otra ovación. El mismo interés en todas las miradas. El coloso «sale, bambolea su facha de rascacielo humano», saludaba.
Al final de la función, Tina y Paulino acabaron sentados en la cama turca del camerino de la vedette. En la puerta seguía el desfile de vicetiples, coristas y periodistas. Al fin uno se atrevió a preguntar, señalando al grupo de admiradoras que desfilaban:
—¿Y esto, Paulino, a qué se debe?
Uzcudun miró extrañado. Tina hizo como que se ruborizaba y bajó los ojos.
—A que somos amigos desde hace catorce meses.
—Pero, ¿hay amores, campeón?
—Amistad nada más. Hasta dentro de seis años no pienso cambiar de vida. Tina de Jarque, que es muy simpática, tuvo la gentileza, con Boris y su esposa de ir a esperarme a Burgos en su auto. Almorzamos en el hotel de Londres y nada más.
—Y, ¿usted Tina?
—Estoy contenta. Hemos estado en los toros, a los dos nos gustan mucho. Hemos cenado juntos. Conocí a Paulino en La Habana, en el año 1927. Yo era siempre una admiradora de Uzcudun, y conste, que no lo he visto boxear, ni me gusta el boxeo, pero lo admiraba y un día vino al teatro a ver la función, y desde entonces somos los mejores amigos. Hacía ya catorce meses que no nos veíamos. Nosotros no tenemos, por ahora, más que una sincera amistad.
—¿Cómo ha encontrado usted a Uzcudun?
—Mucho mejor que la última vez.
Una amiga decía:
—Ahora hasta tiene todos los dientes de oro.
—Natural, está en La orgía dorada —respondía alguien el chascarrillo.
Aquella noche, nada más llegar a la habitación del hotel Palace —afortunadamente en otro piso y otro ala que la de Juan March—, Tina se encerró en el baño. Cuando salió, se encontró a Paulino, desabrochada la corbata, derrumbado en la cama. El campeón dormía como un niño y a su vera se acurrucó. Recuperarían aquella noche. Los días siguientes se perdieron de todo y de todos, y se dedicaron a su amor. Cuando Paulino se marchó de vuelta a San Sebastián, Tina, más enamorada que nunca, siguió dándole vueltas a una idea que le rondaba en la cabeza. Debía firmar la gira con Eulogio Velasco en fechas próximas. Sentía que aquel era un momento crucial en su vida. Ante ella se abrían dos caminos, el del trabajo y el del amor. Tenía que elegir, aunque su corazón ya se había decidido.
* * *
Era Tina mujer rumbosa, de corazón de oro, que no dudaba en ayudar a quien fuera su amigo. Hacía algunos años, al principio de su carrera, en Madrid, había conocido y se había hecho amiga de Emeteria Molino, la Molinillo una vedette de segundo plano, hija de una cupletista apodada la Molinete y nieta de la Molina, una bailaora. La Molinillo pujaba también por el triunfo, pero la naturaleza no le había concedido voz. Intentaba descollar en el mundo del cuplé, un mundo cruel que enseguida le señaló con el dedo del fracaso. Emeteria encontró entonces acomodo en bolos por muchos pueblos y algunas pequeñas capitales de provincia, donde empezó a precipitarse en los delirios de la absenta y alcoholes varios. Desde aquella primera época, cuando Tina comenzó a despegar, y la Molinillo, como su reverso, a hundirse en espectáculos cada vez peores, en lugares del llamado género ínfimo, llevada y traída por representantes que casi eran chulos, se vieron cada vez menos. Tina, entre gira por España o viaje a las Américas, la iba a ver y la socorría en lo que podía. Ella sabía que aquellos dineros que le daba la infeliz correría a bebérselos.
Y se fue bebiendo su vida, sorbo a sorbo, perdiendo casa y ahorros. Acabó su periplo en la Ribera de Curtidores, junto a la cabecera del Rastro, en un vetusto piso de la viuda de un traspunte de la gran actriz María Guerrero, habitación de alquiler que desembocaba en un patio de corredor. Tina de Jarque, triunfadora en su profesión, corría con todos los gastos: el alquiler, la comida, los vestidos, las visitas del médico y las medicinas que ya no podían hacer prácticamente nada en un caso como aquel de cirrosis cabalgante. A lo que se añadía el empeño de la vedette fracasada en curarse con aguardiente o anís, las bebidas más baratas.
Un día, a mediados de verano de 1928, los médicos comunicaron a Tina de Jarque que los momentos de su amiga estaban contados y que se aproximaba al final de su vida. Emeteria Molino, en un instante de lucidez, con la certera noticia de la muerte que le aguardaba en pocas horas, quiso despedirse de este mundo como si fuera el último acto de su espectáculo, resucitando otras jornadas gloriosas en los teatros de pueblo. Extrañamente serena, pidió confesión, y tras ella la extremaunción, paso necesario para poder encarar con tranquilidad el último rito, perdonada en sus pobres pecados. Aquella despedida tenía mucho de patético, pero ninguno de los presentes quiso contrariarla en su última voluntad. Para ello Tina había traído sus joyas y vestidos, profusión de lentejuelas, lamés, perifollos, brillos de colores y plumas, pedrería falsa pero relumbrante. Y también sus polvos de maquillaje, con los que retocó para la ocasión a Emeteria, a la que vistió a con sus mejores galas.
—Comencé a beber por un amor contrariado —le decía a Tina, no se sabía como última confesión o advertencia del destino—, y eso me ha matado. ¡Qué vida! ¿Te acuerdas de aquella vez, con Juan March? Ahí ya supe que yo no iba a tener suerte en la vida, que el triunfo no se había hecho para mí, hermana del fracaso…
Una vez vestida y asistida, la Molinillo se sentó en un sillón, como una reina efímera, rodeada de cestas de rosas y claveles. Cerca había un viejo piano, que la casera, la viuda del traspunte, conservaba como recuerdo de una joven hija muerta de tuberculosis pulmonar. Siguiendo los deseos de la vieja vedette, el padre Valentín Pérez Ramos, inquilino del piso superior —músico y poeta—, escolapio exclaustrado, sacerdote en la parroquia de Santa Cruz y director de un grupo escolar, se dispuso a acompañarla en su última función, asistido por Hugolina, «la Hugo», su ama de llaves, que también había ayudado a Tina a vestir a su maltrecha amiga.
Iba apagándose la Molinillo, que la vida parecía írsele detrás de cada compás del chotis de «Las castigadoras», interpretada por el clérigo en el viejo piano. Era música que el padre Valentín, de tanto oírla, se sabía de memoria y que había atacado con brío. La Molinillo, ya hilo de voz, cantó:
Con la falda muy cortita, muy cortita,
ajustadita,
luciendo el talle,
y el pelito muy cortito, muy cortito,
voy muy airosa por la calle.
Hubo un respiro, un momento de silencio. La cantante, moribunda, cobraba nuevos impulsos para reanudar el chotis en un sobrehumano esfuerzo, el último, intentando con picardía flirtear acaso con la muerte, que ya iba viniendo.
Un chaval
me dijo ayer jovial:
¡Qué bombón
para una indigestión!
Le miré
y así le contesté:
a mí tú
si acaso de vermú.
No era baladí la última estrofa, sino quizá el último rito, el recuerdo de un añorado Cinzano rojo o Martini blanco. Con cara de gusto, soñadora, expiró y cayó su cabeza de lado, con una sonrisa, como adormecida, bajo la mirada de todos, pajarillo sin aire. Ofrecía un aspecto impactante, allí, sin vida, en medio de tanto brillo y pluma. Eran las once de la noche, tal y como se oyó en un reloj cercano. Tina de Jarque cerró los ojos de la fallecida y la besó con cariño en la frente. La señora viuda, que sollozaba muy quedo, se arrodilló, mientras el presbítero cambiaba el tercio hacia el Ave María de Schubert.
Así se lo contó el sacerdote al niño José Baró Quesada, que quizá bajo su influencia, muchos años después, imaginó un final redondo en el que la Hugo pronunciaba una deliciosa oración fúnebre: «Intercede, buen Dios por el alma generosa, aunque empapada en vino, de la Molinillo, sin que te importe el olor del aliento, ábrele la puerta del cielo y acógela en tu seno. Amén».
—Nunca moriré así —dijo Tina, en voz baja, como una confesión—. Nunca el amor me llevará a esto.
—Nadie sabe cuándo ocurrirá nuestra muerte, ni cómo. Ese es el gran misterio del ser humano —sentenció el sacerdote con los últimos acordes de la música.
* * *
El amor y la muerte danzando siempre juntos, pensaba Tina camino de la casa de Álvaro Retana en Torrejón de Ardoz, donde llegó a media mañana. Si en su piso de Manuel Silvela 12 Retana tenía múltiples habitaciones, cada una con un nombre, como el gabinete Marqués de Sade, el salón César Borgia o la sala Madame de Pompadour, decoradas con cuadros, muebles y todo tipo de lujos modernos, en su casa de Torrejón destacaban unas rejas con volutas, envidia de los lugareños, y un patio de 400 metros cuadrados que había arreglado con azulejos y baldosas andaluzas, fabricados por una firma sevillana.
En ese enorme caserón, en la calle del Cristo, Álvaro Retana invitaba los fines de semana generosamente a sus amigos, gente de toda condición. Por allí pasaban los «pistoleros», como se decía en el argot, jóvenes apuestos que iban a la caza de las mujeres que acudían a la academia de Augusto Figueroa 9, regentada por José Casanova, aliado de Retana. Retana daba a estos apuestos efebos un duro para que fueran a los cabarés como el Bataclán para invitar a las jóvenes que querían triunfar y convencerlas de que acudieran a la academia e invirtieran en buenas letras y música que podían proporcionarles el éxito en sus futuros números. También acudían a Torrejón admiradores del polifacético artista, periodistas, escritores amigos, elementos de la farándula y del cotilleo, una variada fauna que sembraba fantasías en las mentes de sus vecinos, que creían firmemente que allí tenían lugar orgías y depravaciones sin cuento.
Era sábado, y aunque Álvaro siempre estaba en pie a las once, dejaba que sus invitados durmiesen hasta el mediodía, en el que se juntaban a comer y a despellejar a todo bicho viviente con cierta notoriedad en los ambientes madrileños. Álvaro nunca desayunaba, y siempre estaba inventando algo, maquinando o escribiendo, cuando no tenía interlocutores con los que seguir una amena e inteligente conversación. Tina se había presentado allí conduciendo su vehículo. Necesitaba hablar con alguien, y Álvaro, Alvarito, era el confidente perfecto. Tenía fama de ser el confesor laico de las vedettes, en cuyos camerinos entraba sin ningún problema mientras las divas estaban ocupadas en su aseo o acicale personal, en actitudes que no hubieran dejado ver a ningún otro hombre. «Lo que no contarían a nadie, esos secretos inconfesables, se lo contaban a la manicura, a la peluquera, a la mujer de la limpieza», escribió en una ocasión. De allí, de esas intimidades él sacaba material para sus novelas, y aunque a veces alguna de las famosas se enfadara, Retana tenía la precaución de no citarla con su nombre. En el fondo, todas acababan sintiéndose complacidas, más aún el narcisista de Álvaro.
Asunción, la criada, abrió la puerta e hizo pasar a Tina. Enseguida llegó Álvaro, que supo interpretar la cara de la vedette. Hacía mucho tiempo que habían gozado en aquella misma casa de un fin de semana de amor, algo que, de común acuerdo, no volvió a repetirse.
—Tienes pena de amores. Conozco esa cara.
Tina sonreía misteriosa.
—¿Ya estás trabajando?
—Aún no había empezado. En esta vida uno tiene que luchar por lo que ama —seguía el novelista—. Ya ves, yo trabajo a veces hasta quince horas diarias, vivo entregado a la fiebre de producir, no puedo permanecer ocioso, no rabio, no deseo nada de los demás y creo en un dios todopoderoso, aunque no es el mismo de los santurrones y puritanos. Y cuando no estoy escribiendo, estoy pintando figurines o haciendo letras para canciones.
La vedette le miraba con sus grandes ojos. Había traído con ella su recién comprado caniche, que revoloteaba alrededor de sus piernas.
—¡Quieto, Chusky, no me lamas los tobillos, que me pones floja! Pues sí, de eso quería hablarte, Alvarito. Estoy enamorada. Y no sé qué hacer.
Ataviado con su batín blanco de trabajo, con el que parecía un doctor, debajo casi desnudo, tan sólo con sus calzoncillos y calcetines, y sus zapatos de charol, Retana escuchaba a Tina con su aspecto aniñado.
—¡Ah, el amor! Lo único importante, después del trabajo. Yo he tenido amantes, pero cuando me casaba, aunque fuera experimentalmente, como yo decía, he apostado por esa relación, y lo he hecho tres veces, con Lina Valery, con Luisa de Lerma, la madre de mi hijo, y con Nena Rubens: tú las conoces. Sabes que tengo fama de ser un depravado y todas esas cosas que pregonan los que me critican, pero no tengo tiempo para ocuparme de maledicencias. Si me he sumergido en ciertos ambientes de chulánganos, mariquitas, transformistas y demás era porque eran el material para mis novelas. Hay que probar de todo. Yo respeto a todo el mundo y sus inclinaciones, pero soy mucho menos lanzado y pervertido de lo que todos piensan que es Álvaro Retana.
—¿Qué te voy a contar? De mí, como de la mayoría de las vedettes, se creen que somos devorahombres o mantenidas de lujo, hoy con uno, mañana con otro, dependiendo de las joyas que nos regalen. No digo que no las haya así, pero yo soy como las demás mujeres, quiero casarme y tener hijos, y también trabajar en lo que sé hacer.
—Me visto y vamos a dar un paseo. Lo normal es que lo haga con mis invitados al anochecer, cuando salimos a caminar por la carretera, ante los ojos de los del pueblo, que no sé qué piensan de nosotros, yo con mi batín y un bastón, todos hablando a voces y dando grandes risotadas. Pero no quiero que nadie nos oiga aquí o nos interrumpa.
Fueron pues a pasear por las calles del pueblo. Sin darse cuenta casi, llegaron a las tapias del cementerio.
—Vamos aquí. No es que sea morboso, pero seguro que no hay nadie. Y aunque creas lo contrario, es el mejor lugar para hablar de amor.
Tina lo siguió. No le hacía mucha gracia el lugar, aún presente el recuerdo de la muerte de la Molinillo, pero lo que quería era contarle lo que sentía.
—No sé qué hacer. Ya sabes, por la prensa, de mi amistad con Uzcudun. Me he enamorado de Paulino, pero no sé si tenemos futuro. Él con sus combates, a mí que no me gusta el boxeo y yo con las variedades.
—Acuérdate de la Goya y de Ricardo Torres, Bombita. Él pretendió que ella dejara el teatro y ella que el otro dejara los toros. Se acabó un romance que dio amenísimos reportajes en la prensa —dejó Retana el detalle erudito para ilustrar casos parecidos.
—Él se lo va a decir a su madre. Pero dice que será imposible mientras yo siga actuando. Me propuso que lo dejara todo y que fundáramos un hogar.
—O sea, que te quiere acaparar. Será un duro golpe para la revista de este país.
—Quiero tener hijos, una familia. Soy muy admirada y deseada por muchos hombres, pero no me van a dar lo que yo quiero. Tú sabes que soy muy sencilla, en el fondo echo de menos un mundo fuera del teatro, donde no tenga siempre que fingir y representar mi papel de mujer fatal.
—Con Uzcudun, ahora, no sé si vas a lograrlo. La sociedad vasca no es como la andaluza, o incluso la madrileña, más tolerantes. No piensan bien de estas cosas de la frivolidad.
—Pero entonces, ¿no voy a poder cambiar nunca? ¿No podré enamorarme?
—Claro, olvida lo que te he dicho. Como te dije, hay que luchar por lo que uno quiere en esta vida. Si quieres dejarlo y ser ama de casa, prueba. También se ha dado el caso de vedettes que se retiraron y luego volvieron.
—Esa es también mi duda, el sacrificio. No sé si voy a poder eliminar ese gusanillo de actuar ante el público.
—Eres artista y eso lo vas a llevar hasta la muerte, hablando, por cierto, del sitio en el que estamos. También te voy a hacer una confidencia, Tinita. Si estás presente el día que me muera, por favor, haz que todos se cercioren que estoy realmente muerto al cerrar la tapa. Me da pavor despertarme en un ataúd. Ya ves, me pasa lo mismo que a Lord Byron y a otros grandes hombres.
—¡Ay Alvarito! Eso me recuerda el viaje a Alemania que hice en el año 22, cuando hice mis primeras películas. Un viejo ruso que encontré en el tren, hablando de mi papel en Bigamia decía que en el fondo todos somos cadáveres vivientes, y que tomamos nuestro papel de verdad cuando se acaba la vida. Pero nunca como ahora me he sentido así. El amor me eleva, me conmueve, me hace cometer locuras, estoy todo el día pensando en él.
—El amor es lo mejor del mundo, es por lo que merece la pena vivir, por lo que tiene sentido la muerte. Sin amor no somos nada. Aunque a veces, un poco de sexo también ayuda. ¿Cuándo ha sido la última vez que has hecho «chupichusqui»? Bueno, es una palabra que le debo a una de mis mujeres. Quiero decir, Tinita, intenta hacerlo con otro hombre. Si no puedes, si te revuelve el estómago, entonces ríndete y lucha por el boxeador. Lo que yo te diga no servirá de nada.
* * *
Aunque era un viaje pesado que llevaba casi nueve horas, Tina de Jarque enfiló la carretera de Irún con la fuerza y la ilusión de ver a Paulino y comentarle la decisión que había tomado. No se iría de gira con la compañía Velasco, otra vez a América, para poder estar juntos. Aquí tendría siempre trabajo y podrían acompasar sus ritmos entre Madrid y San Sebastián, hasta decidir cual sería el mejor lugar para establecerse. Sí, esos eran sus planes, y con las alas que da el amor, Tina se presentó conduciendo su Erskine tras hacer noche en Burgos. Iban a pasar unos días, en los que harían excursiones, rememorando esos días en La Habana, cuando iban a cualquier paradisíaca playa desierta.
Llegó un poco cansada a la ciudad norteña, en medio de una brisa suave y agradable que mitigaba el calor que había sufrido en el trayecto en aquellos días finales de julio. La primera dificultad surgió cuando, tras hospedarse en el hotel María Cristina, intentó ver a Paulino en la casa donde se entrenaba para su próximo combate del 15 de septiembre. Uno de los dos managers de Paulino, que le abrió la puerta, fue tan directo como poco galante. Ni siquiera la invitó a pasar.
—Paulino está corriendo por la playa, luego tiene gimnasio, aparatos y combate con sparring. No debes molestarlo. No queremos que se desconcentre.
—Pero habíamos quedado en vernos, me dijo que viniera. Estaré sólo unos días, no molestaré. Tan sólo quiero verlo y hablar con él.
—No podemos permitir que te vea, ni siquiera cinco minutos. Sería peor. No te podría sacar de la cabeza y eso lo debilitaría tanto como si os dejamos pasar dos o tres días juntos. No puede ser.
Los intentos de Tina resultaron, a la larga, infructuosos. Ni siquiera el otro manager, que salió a la puerta, le autorizó a que le hablara por teléfono.
—Esto del boxeo es así, no es nada frívolo, preparar un combate de los pesos pesados es muy duro, y Paulino tiene que estar al cien por cien. Si tanto le quieres y quieres lo mejor para él, espera hasta el día 15, el día del combate.
Aquellos hombres estaban decididos. Habían levantado una muralla alrededor del boxeador, y Tina comprendió entonces aquel sentimiento que se había levantado en algunos ambientes del boxeo y medios vascos y que la habían definido como mala compañía para el púgil. Si además, a Paulino se le ocurría perder, su condena social sería inapelable. En el fondo, definían la situación. Paulino tenía que saber que Tina vendría, y si se dejaba aislar así, si no se imponía a su equipo técnico, ella no podía hacer nada. Le parecía humillante esperar allí hasta el día 15 del mes siguiente, casi siete semanas. Tentada estuvo de pasar a Biarritz, y de avisar a Juan March, por si estaba por allí, pero el despecho y la desilusión asomaron a su cara. No se quedaría, y tampoco anularía su gira con Velasco.
Intentó hablar con Juanito Oyarzábal, el amigo de Paulino, y tras algunas idas y venidas, al final lo logró. Le dejó una nota para el púgil, y arrancó a aquel rostro ceñudo la promesa de que se la pasaría a Uzcudun, para que se comunicara con ella. Nunca supo si se la dio o no. Antes de que Paulino diera señales de vida, un mes antes del combate Tina partió hacia tierras americanas.
Otra vez el barco, el vértigo de la gira que empezaba con la travesía oceánica. Pudiendo ser sedante para su corazón, el mar sin embargo le recordaba veladas pasadas con Uzcudun, y ella entonces se metía en el trabajo, en volver a ensayar los números de La orgía dorada, hablar con Eulogio y las otras vedettes, almas gemelas que le contaban los estragos del amor en aquella profesión y cómo el éxito y el triunfo estaban hechos para no tener amarras. Eran mujeres de carácter, María Caballé, Isabelita Ruiz, y todas sabían del peligro de enredar su corazón, acostumbradas como estaban a halagos y requiebros amorosos. Al final, todo se quedaba en las compañías, acaso en la farándula, amores epistolares, al dorso de postales de los números de la revista en la que se veían más lucidas.
—Yo también he tenido muchas desilusiones en mi vida, Tina —le decía Eulogio Velasco—. La mayor, tenerme que ir de Madrid. Esa ciudad, ese país, no está preparado para lo que me gustaría hacer, para lo que sé que puedo hacer, un gran teatro estable de variedades. La vida es así, Tina, si te dedicas al espectáculo. Siempre hay que estar apostando. A veces se gana, otras se pierde. En el amor es parecido.
En 1928 aquella aventura americana acabó en Río de Janeiro. Tina aprovechó para aprender ritmos brasileños, en especial la samba y bailar con las vedettes brasileñas. En el Teatro Recreio, cuyo empresario era Antônio Neves, Ary Barroso puso música a la revista de Olegario Mariano Laranja da China. Fueron varios espectáculos. Las primeras figuras eran Mesquitinha, Aracy Cortes, Tina de Jarque, Isabelita Ruiz, Olga Navarro, en una pléyade de grandes estrellas. El 25 de octubre de 1928 Tina de Jarque se separó de la compañía Velasco en Brasil, en Río de Janeiro, para ir a impresionar películas a los Estados Unidos, a Nueva York, donde se encontró con Paulino Uzcudun, que aún permanecería allí boxeando y dirimiendo títulos y bolsas, una buena temporada. Por segundo año consecutivo pasaba la navidad y el fin de año en la ciudad de los rascacielos. «Esto va a ser una constante», le decía Tina a su madre, que veía que cuando no rodaba en los estudios le invadía un extraño desasosiego. Paulino estaba en aquella ciudad, a poca distancia de ella, pero pareciera que entre los dos se encontrara un extenso océano de por medio.
En abril de 1929, terminado su trabajo en tierras americanas, Tina y su madre volvieron a Europa en el transatlántico Îlle de France desde Nueva York. El Îlle de France era un transatlántico francés de la Compañía Générale Transatlantique, el primer buque de línea que dio un vuelco a la decoración interior, celebrando el estilo moderno, basado en los postulados del Art-Decó. El navío estaba recién estrenado, pues había comenzado su funcionamiento el año anterior, con el primer viaje entre el Havre y Nueva York. En los enormes salones, elegantes pasajeras fumaban cigarrillos y lucían abanicos de plumas, y los pasajeros paseaban alrededor de las amplias cubiertas al sol.
Tenía un lujoso comedor de primera clase, un gran hall de entrada que alcanzaba cuatro cubiertas, una galería de tiro, un equipado gimnasio, e incluso un tiovivo. Las cabinas disponían de camas en vez de literas. La créme de la créme internacional de la política, la aristocracia, los negocios, el teatro, el cine, las artes y los deportes se peleaban por embarcar en el buque. A pesar de ese lujo y refinamiento que le rodeaba, ajena a él, Tina volvía triste, melancólica, contemplando largo tiempo el mar, esa infinitud. Constantina no podía ayudarla a superar la melancolía. Aunque su segunda gira había sido productiva en lo artístico y lo económico, su corazón todavía andaba desacompasado por su último encuentro con Paulino, un mes antes. Había sido muy breve, en el bar del hotel de Nueva York donde se hospedaba Uzcudun, vigilados por manager y cuidador, que habían vuelto a imponer al púgil lo que consideraban mejor para él, es decir, su alejamiento de la vedette. Tenía que conseguir olvidar a Paulino, algo en lo que pensar en el viaje de vuelta a España. Aquel océano era una buena cura. Mirando aquellas olas, a bordo de aquel buque que la devolvía a Europa con su madre, Tina pensó que, como a veces en la vida, había que volver a empezar de nuevo.
Recomponerse, volver a sonreír, a dejar hablar y bailar al cuerpo, alegría que había que contagiar en todos y cada uno de los números de la revista. Ya era hora de dar un paso adelante y poner en marcha alguna de las ideas que había tenido en los últimos años. Sí, montaría una compañía y un espectáculo, una revista de jazz, alegre y divertida, fina, elegante, con un punto de melancolía. Acaso como se sentía su corazón. Había triunfado en su carrera, pero no en el amor. La vida, seguro, le daría otra oportunidad.
* * *
«No me hice artista ni por necesidad ni por vocación. Me hice artista a los quince años por una apuesta y para demostrarles a ciertas amigas mías, que me tenían una hincha de locura, que yo realizo siempre lo que me propongo. Así que me presenté al concurso del Teatro Novedades, y gané. Me propuse ser vedette y… ¡Voilà! Si mañana me propusiera realizar una excursión al Polo Norte o a la selva virgen, pues es natural que la realizara, ¡pues no faltaba más! Claro es que después de todo, y antes de nada, de algo hay que vivir, y en el teatro no se vive mal, sabiéndolo llevar con un poquito de paciencia… y mala intención». Así he respondido a las preguntas de una revista, me llevo bien con los reporteros, les doy lo que quieren y me dan popularidad, cariño, lo que necesito en esta profesión, donde me desenvuelvo bien.
Y sin embargo, ¡qué difícil el amor, qué difícil la vida! Sé que soy envidiada, deseada por muchos hombres, adorada incluso, pero no he tenido suerte en el amor. La primera pasión fue la más corta, y aún me dejó un perfume de irrealidad, de cuento de hadas. Juan March me conquistó con una generosidad que no volvió a repetir. Hubo algo, sí, una chispa, que me hacía disculpar aquel cuerpo y aquella cara afilada. Fueron dos noches en las que nos amamos, y luego Juan March siguió a lo suyo y yo a lo mío, y aunque nos vimos varias veces más, ya éramos solo viejos amigos, examantes, compañeros de viaje. Él sólo vivía para sus negocios, la mujer no era más que un receptáculo para su deseo. Cuando se pasaba, pasabas, todo era muy rápido. Aun así le estoy agradecida. Nunca me forzó a nada que no quisiera hacer.
En un universo masculino como este, sujeto a los caprichos y deseos de los hombres, la voluntad de anteponer la carrera artística al amor pasa siempre factura. Por un lado aleja los posibles amores profundos y atrae a un sinfín de candidatos a amantes, hombres que saben de lo efímero y pasajero, siempre viajando, del carácter del amor de las vedettes. Ay Alvarito, cómo me ilustraste en este punto. Si tuve alguna ilusión contigo, pronto se me quitó, lo que tardé en advertir lo que te gustaban los excesos.
Y amé, claro, aquí y allá, a ratos, buscando iguales, gente exquisita, hasta que llegó Paulino y llegaron las dudas, las certezas. Y una vez más, la desilusión. Escrito estaba que si triunfaba en mi carrera no me iba a sonreír el amor en la vida, y quizá esa sea toda la paradoja de mi suerte. Paulino y su ambiente me rechazaban invocando profesionalidad, en el fondo temerosos del poder de la mujer, de que yo pudiera elegir también. El escenario, la canción, el baile, un parlamento picante han sido los lugares donde he volcado ese mundo de ternura y placer que llevo dentro, en el fondo fiel por naturaleza a quien habría de amarme, al elegido, que aún no ha aparecido, y quizá no lo haga nunca.
Y lo peor es el resabio del gusto, el saber que el amor es el mejor estado del mundo y la imposibilidad de poseerlo permanentemente, efímero y fugaz, amor que no he conseguido atrapar, mejor así, con muchos amigos, pero sin anclajes. Una vez que se ha experimentado, ya es imposible olvidarlo. Sólo el mero hecho de haber disfrutado de esa sensación hace que merezca la pena el desamor y la travesía de desiertos sentimentales. Sola, sí, aunque me pese, porque yo fui concebida para el amor, y a él me ofrendo y me entrego en cuerpo y alma cuando es menester. Porque la vida, ya lo dice mi madre, es demasiado corta y nunca sabemos cuándo se acaba.