CAPÍTULO 15
El último acto
El interrogatorio tiene lugar en una sala del tercer piso del edificio de Grabador Esteve. Los detenidos llevan confinados allí, en el sótano, desde el día anterior. Han pasado por varios calabozos, incluidos los del ayuntamiento valenciano. Los han separado, sin permitirles hablar entre ellos. A Tina le hacen subir la última.
—¿Cómo conociste a Abel?
—Me vio en el café Aquarium, me siguió a casa y prácticamente me secuestró. Por huir de él me trasladaba a Barcelona, donde próximamente actuaré en el Apolo, con un espectáculo de cuplé que preparaba en Madrid cuando Abel irrumpió en mi casa y en mi vida.
El que pregunta es Manuel Báez, comisionado por el Comité Nacional para la detención de los traidores, tal y como se considera a todos los que componen aquel grupo. El sol ya calienta y se infiltra a través de las cortinas echadas. «Deben de ser cerca de las doce de la mañana», piensa Tina. Se imagina a su madre, pegada a la ventana, atenta al teléfono, a cientos de kilómetros de allí, esperando su llegada desde hace días, y la angustia se le agarra a la voz.
—¿Y por eso fuiste antes a Barcelona? ¿En el coche de Abel? ¿Qué ibas a hacer allí? ¿Tenías alguna misión de la Quinta Columna?
—Jamás he sido política. Fui a acompañar a mi madre, con algunas pertenencias.
—Ya. ¿Entre esas pertenencias no estaban una serie de joyas?
Tina se queda callada. Desconoce qué puede haber contado Abel y hasta qué punto está incriminada.
—Llevabas puesto unos pendientes de brillantes y un collar…
—Me obligó a ponérmelas. Decía que una reina como yo tenía que llevarlas. No quise contrariarle.
—Esa maleta donde ha aparecido la paga de la columna Andalucía es tuya, ¿no?
—Sí, pero no tengo nada que ver con ese dinero. No soy una ladrona.
—No, eso está claro. Haces que roben por ti. Por eso sedujiste a ese garañón que piensa con la polla en vez del cerebro. Logras debilitar nuestra causa haciendo desertar a un compañero, que además es el pagador de la columna y que se lleva toda la paga, para huir con él y pasar a Francia con el dinero y las joyas.
—Eso no es cierto. Ya os he dicho para qué iba a Barcelona. Llamar allí a mi representante, está formando un espectáculo donde van a actuar otras artistas.
—Lo localizaremos, no te preocupes. Pero la verdad es que tú misma propusiste este viaje a Abel, ¿niegas eso?
—No, yo lo que le dije es que tenía que ir a Barcelona, a actuar. Él se ofreció a acompañarme.
—Y tú no dijiste que no, ¿verdad?
Tina enmudece. Ahora sabe la causa de la insistencia de Abel en no despegarse de su sombra ni un minuto y seguirla en escolta hasta Cataluña. No era el ciego amor o, al menos, no era eso sólo. Tina era su pantalla. Jamás pensaría que fueran a detenerles, y si así fuera, él tenía su coartada de vigilarla por facciosa y conseguir sus joyas. Abel ha robado mucho dinero y alhajas, lo que convierte aquel asunto en algo de gran gravedad. La acusan de traidora, de espía, y peor aún, de estar implicada en el robo. Compone el rostro más inocente que puede, intentando que su voz sea dulce:
—No podía, me amenazaba.
—Confiesa, será mejor. ¿Lo sedujiste para pasar a Francia?
—Yo sólo quería huir de la guerra. A él no lo he querido nunca. Compañero, ¿tú has sentido alguna vez el miedo? Yo tenía mucho miedo, sobre todo por mi madre. Lo primero que hice cuando Abel se ofreció, fue evacuarla. No oculto que yo quisiera marcharme, lejos de las bombas, el frente y el peligro. Yo no sabía que Abel había ocultado ese dinero en la maleta. ¡Tenía miedo de él! Veía que manejaba dinero, joyas, pero no me atreví a decirle nada.
—No es eso lo que dice tu amante.
—No es mi amante. No ama quien no tiene elección.
—Pero te has acostado con él, ¿no? Ese pardillo incluso cuenta algunas de tus artes en la cama.
—Por miedo. Ha sido por miedo. Era eso o que me diera un paseo. Lo dejó bien claro cuando me llevó a su cuartel, a Madrid. ¡Prometo que fue por miedo! ¡Jamás podría querer a ese desgraciado!
—Yo creo que harías lo que fuera por dinero, lujo o por salvar la vida. Las cocottes de lujo como tú sois así, sólo os interesan las pesetas, sois parásitos de la clase alta. Pero mira como te dejaron aquí, tirada.
Tina se queda callada.
—¿Qué pintaba Abel? ¿Era simplemente un juguete para tu propósito? ¿O era algo más? ¿No colaboras también con los facciosos, esos a los que tu protector millonario les presta dinero para comprar armamento con el que nos asesinan?
—Lo repito, no entiendo de política.
—¿Y de espionaje? ¿Entiendes de espionaje? Tú sabías que Abel debía ir a Málaga, con la paga, entre otros, de un batallón que participa en la defensa de Málaga. Porque Abel te habrá contado todo eso, ¿no?
—No sé nada en absoluto de ese tema.
—Pero sabías que hablaba de ir primero a Málaga y luego llevarte a ti, tienes que haber sabido de ese viaje, de la situación en los frentes… Información valiosa para los fascistas.
—Te repito que no sé nada de eso. Si he oído Málaga es como el que oye Barcelona o Bilbao.
—¿Así que no sabías que ese dinero era para pagar a los compañeros de la columna Andalucía? Te acuestas con el pagador, que tiene que ir a Málaga y no sospechas que lleva la paga, para más inri en tu maleta. Y el saco de joyas… ¿Tampoco lo has visto? ¿Qué creías que era? Bien lo sabías, bien. Ibas a huir con él al extranjero… Un golpe perfecto, te haces con un buen botín, las alhajas requisadas, y además con información del frente para tus amigos fascistas. Seguramente le has prometido que le iba a pagar muy bien el servicio tu protector y amante, el viejo verde Juan March, el último pirata del Mediterráneo…
Tina no puede negar el conocimiento de Juan March pero admitirlo es tanto como condenarse.
—Que conociera a March una vez no tiene nada que ver. Yo soy una artista.
—Y una espía. Como Matahari. Pero aquella acabó mal, las espías van a parar al mismo sitio: al paredón. Que es donde vas a ir tú, las de tu calaña no merecen mejor suerte. Ya sabemos que frecuentabas la aristocracia, algunos compañeros nos han informado que eras también amante del dueño del Banco Urquijo, que tenías amigos militares…
—Indalecio Prieto es amigo mío. Llamadle, veréis como me avala.
Y mientras Tina lo dice, aún le parece ver ese camerino, lleno también de flores, y la cajita de la joyería con el broche de brillantes y la nota de Indalecio Prieto: «A alguien que es tan amable y tiene tan buen gusto no puedo por menos que rendirle homenaje, con el ruego de que coma alguna vez conmigo». Era divertido aquel socialista, y buen comedor, de hecho era lo que más le gustaba, pensaba Tina. Pero no, aquellos anarquistas no van a llamar a Prieto, el buen comensal, ni mucho menos para decirle que tenían prisionera a Tina de Jarque, a la que acusaban de espía facciosa.
—¡Qué bárbaro! ¡Qué humos! Así que Prieto, apuntas alto, ¿no? Te da lo mismo, mientras tengan poder y cuartos, ¿no? Pero lo que me dices me recuerda algo. Tus joyas. El degenerado de Abel y el Abogado dicen que están seguros de que tienes joyas guardadas. Y mira, en eso le creemos. Si nos lo cuentas, lo tomaremos como un gesto de buena voluntad. Te estás jugando la vida. Por mucho que lo niegues, no nos vas a convencer de que no tienes guardado un botín en joyas, ya sean las tuyas o requisadas por Abel.
—¡Yo jamás robaría! ¡No me hace falta!
—De eso estoy seguro. Tienes el riñón cubierto. Y más partes de tu cuerpo. Para eso eres artista, ¿no? Tienes miles de admiradores a tus pies, esos crápulas aristócratas y banqueros. ¡Confiesa! ¿Dónde guardas las joyas?
Tina está acorralada. Le da vueltas la cabeza. Tampoco ha comido, con un nudo en el estómago que le ha impedido engullir un plato de arroz que le han ofrecido hace horas. Quizás las joyas, a fin de cuentas, puedan salvarla la vida.
—Os prometo que no lo sé…
—¿Eso quiere decir que admites que están guardadas?
Tina asiente, y Manuel Báez esboza una sonrisa. Ha ganado. No es que se enorgullezca de haber acorralado a una mujer con miedo, poco acostumbrada a la violencia y aquellos ambientes, pero ha logrado su objetivo. Es una zorra fascista, como dicen todos en el Comité Nacional. Una zorra fascista con miedo, capaz de cualquier cosa. Confesará lo que sabe bajo presión.
—Jamás he sido fascista. Actúo para toda clase de públicos, he actuado en espectáculos para vosotros. Aceleré el viaje porque no podía más. Desde que Abel se metió en mi vida ha sido un infierno. Nada más que amenazas, me tenía prácticamente secuestrada. No soy yo quien le ha seducido, sino quien quiere huir de él…
—Justo saliendo con él, en su coche…
—Era la única manera. Y si hubiera encontrado mis joyas ahora podría estar ya muerta. No me dejaba en paz. Él hizo los preparativos. En realidad, no ha dejado de utilizarme en todo el tiempo. Para vigilarme convenció a los mandos de la columna para trasladarse a mi piso y tener campo libre. Me ha usado como excusa para el viaje, y ahora intenta aparecer como si le hubiera seducido con malas artes. Pensaba más en ese botín que en mí y en la fuga con sus compinches, yo he sido la víctima. En cuanto al dinero y a las joyas, yo nunca supe nada. Sabía que llevaba cosas robadas en ese saco, pero, ¿qué podía hacer? Estaba atrapada. No tenía a nadie a quién acudir, me tenía vigilada todo el tiempo, por él o por alguno de los otros, como el Abogado, el Guitarrista o el Perdigones.
—Hablábamos de las joyas. ¿Dónde están?
—Repito que no lo sé. Las tiene mi madre en Barcelona. Si queréis vamos y os las entrego. Además, así podéis hablar con mi representante y que os diga si es verdad o no que iba a actuar allí, en el Apolo.
—No, guapa, tú te vas a quedar aquí, iremos nosotros a por ellas. De momento, escribe una postal a tu madre diciéndole que nos las entregue y que serás puesta en libertad en dos días.
Por primera vez en el transcurso de aquellas horas, Tina mira a su interrogador con esperanza. Es una posible promesa, destinada, por supuesto, a su completa colaboración. Pero no tiene ya otra alternativa. Le traen la postal y casi se la dictan. En ella dice que está en la cárcel de Valencia y en cuanto se resuelva el asunto de las joyas, la pondrán en libertad en dos días. A Tina, aquello de la cárcel, sin ser verdad, no le hace mucha gracia. No tiene ninguna garantía.
—Nos llevaremos tu bolso. Si no hay ninguna oposición y tu madre colabora, lo traeremos con las joyas. Hasta entonces no se tomará ninguna resolución.
Los seis cenetistas viajan a Barcelona en dos coches. En el Comité Regional les espera un compañero que les acompaña a la casa donde se hospeda la madre de Tina, la de la artista Conchita Cisneros. Todos juntos llegan al piso en la Gran Via de les Corts Catalanes. Un hombre abre la puerta. Es el novio de Conchita, Manuel Gabriel, que hace pasar a los cinco policías, el delegado Manuel Báez y al miembro de la regional catalana. La madre de Tina se encuentra en la salita, con Conchita Cisneros, y se levanta alborotada al ver entrar la comitiva.
—¿Pasa algo? ¿Es sobre Tina? ¿Está bien mi hija?
—Perfectamente. Le traemos este bolso y estas llaves de parte de ella. Está detenida acusada de un delito de estafa pero puede ser puesta en libertad en dos días si nos da sus joyas.
Constantina está seria, muy seria. La trampa de la que han querido escapar se ha cerrado para su hija, que está en peligro de muerte. Malditas joyas, maldita guerra, malditos hombres. ¿Cuándo acabará todo aquello? En aquellos meses de guerra ha envejecido diez años. Y ahora aquel golpe mortal, su hija presa, la vida en peligro.
Tanto Conchita Cisneros como su novio y los seis hombres esperan una palabra, una respuesta de la madre de Tina. El silencio se ve roto por una contestación que es un soliloquio:
—Esas joyas es todo lo que ella ha trabajado en la vida, toda una carrera, llena de esfuerzos y afanes. ¡No hay derecho!
El eco de aquellas palabras cae en vacío. Sólo se oye la voz de la anciana. Conchita suspira, con el corazón encogido. Su novio le toma la mano, mientras la madre de Tina retuerce un pañuelo entre sus manos, el mismo con el que se enjugaba las lágrimas. No hay día que no se pase llorando varias horas.
—Si se las doy, ¿no le harán nada a mi hija?
—Saldrá pronto en libertad.
La mujer se levanta y camina hacia la galería, a la vista de todos. Allí, toma una maceta, levanta la tierra y extrae una bolsa impermeable.
—Aquí están. Pero si no es verdad y a mi hija le pasa algo, esas serán joyas malditas, manchadas con sangre que caerá sobre vosotros.
Nadie replica. Manuel Báez recoge la bolsa, la limpia un poco y la abre. Allí está el botín que buscaban.
—Es todo lo que tenemos, nuestras únicas posesiones. Lo hemos perdido todo en esta maldita guerra, pero lo doy por bien empleado si sirve por la vida de mi hija. Ella no ha hecho nada. Tenía que venir aquí, a actuar.
—Sí, hemos de hablar precisamente con su representante, así que nos vamos.
—¿Saldrá en libertad entonces mi hija?
—En dos días. ¡Salud!
Los hombres salen con rapidez dejando una onda de irrealidad en el aire. La escena se ha desarrollado en menos de veinte minutos, aunque a todos les parece un siglo aquel período. Luego Constantina, lenta, pero inexorablemente comienza a llorar. Conchita Cisneros llega junto a ella y llora a su vez mientras el novio, de pie, masculla maldiciones contra aquellos desalmados si no cumplen lo prometido. Los lloros y la angustia se instalan en aquel piso. Si ya con la guerra y la separación de su hija el gusano roedor de la muerte ha ido anidando y excavando sus túneles en el corazón de Constantina Castro, aquel día comienza para ella el principio del fin. Porque no hay noticias a los dos días, ni a la semana, ni nunca. La guerra sigue su curso, mientras que su corazón, cada vez más herido, se va apagando poco a poco.
* * *
Al arrojarme al calabozo de la comisaría de Trinitarios, pensé que era mal fario aquello de acabar mi vida encerrado, tal y como se había pasado una buena parte de mi juventud, esa juventud dedicada a la causa que había traicionado. ¿Cuándo fue la primera fecha de la traición? Ya ni me acuerdo. Quizá no vino en los primeros días, con la rabia de la guerra, resistiendo en los pueblos, volando puentes y huyendo luego del enemigo, sino en Madrid, la cómoda retaguardia, cuando jugaba a ser juez de las vidas de otros, requisar para la organización y al final para mí mismo. O tal vez ocurrió antes, cuando comencé a atracar, o a practicar la expropiación social, tal y como nos gusta decir.
Sí, he disfrutado despojando a los ricos de todo lo que he podido, no sólo objetos materiales, sino su dignidad y sus maneras. Me gusta bajar los humos a los facciosos emboscados. Pero he ido más allá de lo que pregona nuestra justa causa, y además empecé a pensar que aquella aventura de la revolución podría ir mal. Por eso comencé a acumular botín, bajo el pretexto de la contabilidad del batallón.
Y luego vino mi aventura con Pepe Pareja, breve, casi a escondidas de los demás del cuartel, porque a pesar de todo lo que pregonan o pregonamos los anarquistas, no están bien vistos esos «excesos». Pepe me fue seduciendo, poco a poco, y yo me complací en ello, y le tenté incluso, yo que no había conocido mujer, salvo una triste y penosa experiencia con putas en Melilla, caí en sus redes. Quizá ya ahí estaba perdido, ofuscado, vivía en la nube de la revolución, de subvertir el orden, ese orden que me había condenado a años de cárcel por querer cambiar las cosas. Sí, quizá era la euforia, la venganza contra ese ejército que me había machacado en África, esa Legión que aborrecí, como todas las instituciones que me recordaban a mi familia, a mi pueblo, la jodida Iglesia, los señoritos. Y al final, ha sido esa aventura la que me ha perdido.
Digo mal. En realidad yo mismo me he perdido. Entre pistolas y requisas en la capital de España me he ido perdiendo. La violencia, la acción, la rabia, ese vértigo en el que estaba inmerso, me ha tomado y poseído. Atrás queda el tiempo casi detenido de las cárceles, cuando leía a Einstein y su teoría de la relatividad, organizaba coros libertarios o escribía colaboraciones para los periódicos anarquistas. El tiempo y el espacio, qué misterios, pronto se pararán, todo se parará, de la única manera posible, justicia revolucionaria, con una bala en el corazón. Lo único que merecen los traidores.
Mi vida, bien pensado, no es más que una suma de traiciones. Por eso tal vez fustigué tanto a los que se desviaban, a los renegados, desde mis escritos, mis artículos en El libertario, en La Revista Blanca. Pienso ahora que era por esa causa, la de ser un abonado a la traición. Traidor fui a mi clase, maldiciéndola, huyendo de ella, del caserón donde reinaba mi padre, mi madre de botica e iglesia. Robando y deshonrando a la familia, lo que merecía sin duda, pero en esa negación ya estuvo el principio de todo, destinado a ser judas errante, pieza que nunca encaja, legionario rebelde en una jerarquía donde lo único que valía era la disciplina hasta la muerte. Traidor al honor militar, a la patria que borró pasados para hacer a los hombres iguales, buscadores de la muerte, sembradores de ella, profesionales del terror, aplicado, inmisericorde, a uno mismo. Y traidor por último a la causa, sostén de una vida, objetivo e ideal, uno se descubre al fin terrenal y egoísta, hedonista y degustador de placeres, no tan lejos de la clase a la que abominé, traidor pues a mi familia y a mi casta, al ejército, por la causa, y traidor a ella por el amor, o la lujuria, el placer del poder, de ejercerlo, de tener dinero. Traidor a Pepe, traidor por Tina. Sí, he sido seducido, pero tanto por el cuerpo de Tina como por su mundo, he sucumbido a los encantos de una vida regalada, que no se ha hecho mi cuerpo sino para el disfrute, tanto tiempo retenido, combatido, aquellos fugaces destellos de sexualidad entre hombres, el capítulo de Pepe Pareja, felizmente olvidado, si acaso como ejemplo de poder transgredir los límites, de buscar ese más allá del placer físico, ese equivalente a la muerte, la disolución en el placer.
Tina a veces parecía mirarme como si estuviera loco, y un poco de mis casillas sí me ha vuelto, porque cómo comprender que se comportara tan delicadamente conmigo, que me proporcionara tanto placer refregarme con su piel, tomando mi pene en su boca, y luego cabalgando su cuerpo furiosamente, por delante y por detrás, azotándole las nalgas tal y como me ha enseñado, gozo divino, agarrándole los pechos, disolviéndome en ella. Ya todo está perdido, y en esos delirios en los que extraño su cuerpo y sus huecos de placer me doy cuenta de para quién he sido el peor traidor: para Tina, mi diosa. A ella he inmolado en mi loca huida, en la podredumbre en la que he caído. Ella no se merece eso. Aunque sólo fuera por haberla amado, todo habría valido la pena. Si supiera que ella, aunque fuera un instante, me ha amado de verdad, por mí mismo, sería un último consuelo, que quizá no merezco. Pero, ¿quién va a hablar bien de mí ya? ¿Quién va a hablar de Abel Domínguez Pallarés, traidor…?
* * *
Hay poco que deliberar. Los miembros del Comité Nacional presentes —Marianet, Galo Díez, Manuel Báez, Serafín Aliaga, Delio Álvarez, Rueda Ortiz, Horacio Martínez Prieto—, tienen claro que no pueden permitirse un traidor y ladrón dentro de sus filas. El caso del socialista Atadell está aún muy fresco. Además, que el castigo recaiga en alguien que se ha caracterizado por defender las ideas con su pluma y sus pistolas, sufriendo años de cárcel por la causa, es un aviso y un escarmiento. El rostro de todos es adusto, grave, reconcentrado. Cuando hacen pasar a Abel, según la costumbre de los anarquistas de que el acusado pueda defenderse si está su vida en juego, le miran directamente a la cara. Abel, por su parte, camina cohibido, mirando al suelo y al techo, paseando fugazmente la mirada por aquellos rostros, sin atreverse a sentarse. Es consciente de la extrema gravedad de aquel juicio, un consejo de guerra llevado a cabo por la plana mayor de la organización que rige los destinos de la Confederación en aquellos tiempos difíciles donde está en juego no sólo la revolución social, sino su propia supervivencia como sindicato.
Contrariamente a lo que pudieran suponer, Abel apenas habla. No quiere rebatir ninguna de las acusaciones que le hacen, ni polemizar con sus compañeros, sabedor de cuál será el resultado. Está condenado y lo sabe, y no tiene ni fuerzas ni ánimos para discutir, buscar excusas, culpar a otros, a Tina, de lo que ha intentado. Tiene la dignidad de saberse culpable y no luchar inútilmente por una salvación imposible. Pero, en un último intento, intenta exculpar a aquella criatura que puede seguir la misma suerte que él.
—Tina no sabía nada de mis manejos. Es absolutamente inocente. La engañé y utilicé, no merece pagar por algo que es exclusivamente culpa mía.
—Pobre pelele, no sé quién de los dos ha utilizado más al otro —responde Báez.
Algunos de los miembros del Comité Nacional han asistido, en aquellos meses de guerra, a casos parecidos de compañeros que han enloquecido, acaparando bienes, dinero y joyas, asesinando incluso para ello. Quizá ha sido el vértigo, la liberación de las espitas de toneles sometidos a mucha presión. La euforia ha podido con ellos, la falta de escrúpulos contagiada por muchos de aquellos presos sociales o comunes que han salido de las cárceles. Pero esos compañeros, algunos con cierto tiempo de militancia, no tenían la cultura de Abel, ni eran capaces de escribir como él. Seguramente ha sucumbido a algo más que las tentaciones de dinero o venganza: la seducción de una vedette, de una cortesana de lujo que seguramente trabaja para los facciosos. No es raro, con su juventud, Abel ha pasado muchos años en las cárceles, no ha gozado de mujer y era presa fácil para una mujer bien plantada como aquella.
—Muy caballero eso, casi diría de moral burguesa, aunque tú precisamente has escrito en contra de esa moral hipócrita. Es difícil creer en la inocencia de una individua como esa que ha sido amante de esos parásitos que son nuestros enemigos de clase.
—Si lo fue o no, no lo sé. Lo que sí os puedo decir es que no me sedujo. Se acostó conmigo no por su propia voluntad, sino forzada por la situación. Muchas mujeres hubieran hecho lo mismo.
—Sobre todo si trabajan para la Quinta Columna y el triunfo de los facciosos. Iba a conseguir, además de un buen botín, que desertaran siete compañeros.
—Ni el Guitarrista ni Perdigones sabían nada. Venían como chóferes, para turnarse en los coches, no llevaban siquiera equipaje. Ellos creían que tras Valencia, iríamos hacia Málaga, donde, entre otras cosas, llevábamos la ametralladora.
—Eso lo comprobaremos, desde luego —truena Marianet—. Pero, ¿cómo un hombre como tú cayó en eso, compañero?, ¿cómo acabaste con todos los vicios burgueses que tanto fustigabas desde tus artículos en La Revista Blanca, donde escribías junto a Federica Montseny? Yo he leído esos artículos y no te reconozco. ¿Para qué te sirvió tanto tiempo en las cárceles? Te has emputecido. Tú que eras un hombre puro y un ejemplo para las Juventudes Libertarias, una referencia para el sindicalismo sureño…
Abel guarda silencio. De alguna manera, desea que todo aquello acabe cuanto antes. No puede soportar la mirada de sus correligionarios, de aquellos compañeros a los que ha traicionado, junto con la causa. Merece la muerte.
—En recuerdo de aquellos días en los que eras un león combatiente, te dejamos elegir. Puedes morir en el frente de batalla, combatiendo contra los fascistas en primera línea, intentando llevarte a alguno por delante.
Abel parece pensar en aquellas palabras, o tal y como alguno de los presentes ya sospecha, en realidad está muy lejos de allí. Pero al final regresa.
—No, he sido un traidor y sería para mí un honor que no merezco, morir en la línea de fuego. Matadme cuanto antes, no perdáis tiempo.
* * *
¿Y por qué? ¿Por qué tengo que morir? Porque todo el mundo se volvió loco, los políticos, los militares y los obreros, todos quieren matarse… Pero, ¿por qué quieren matarme a mí, que no he hecho nada? Mira que ir a morir así, ante un pelotón, jamás imaginé esta pesadilla, no me entró en la cabeza un final semejante. Esta maldita guerra, esta absurda locura que me llevará por delante, yo que nunca me metí en política, que traté igual a unos y otros, de izquierdas y derechas, aunque en ese mundo de lentejuelas, de brillos y plumas, sea el ambiente frívolo de los que consideran señoritos.
Toda mi vida no he hecho más que trabajar, en los escenarios, cantando, bailando, dando placer a los demás, con belleza, armonía, sensualidad. Y eso, ahora, ha obrado en mi contra. De qué sirve decir que hablo cuatro idiomas, peor, si ya me han acusado de espía, de ser amiga y querida de aristócratas, de qué sirve decir que fui de las primeras en traer el jazz, en enseñar el pecho, de seducir cantando y bailando, aunque eso sí, me entregué pocas veces. A veces pienso que he disfrutado tanto de la vida, de los viajes, de los países y escenarios en los que he triunfado que algún precio tendría que pagar. Yo creía que mi precio era el amor, porque una diva mantiene siempre una discreta niebla sobre su corazón, en la que a veces se alternan dos hombres o pasa mucho tiempo sin ningún inquilino. En el fondo, siempre estamos solas.
Reconozco que he sido una privilegiada, que he hecho lo que he querido en mi trabajo y en mi vida, he elegido amante y me he dejado querer muchas veces, me he rodeado de cosas caras y bonitas, entre ellos esa colección de brillantes en la que basaba mi futuro y que también ha ido a parar a estos bárbaros. Pero no merezco un final así. Sólo intenté conservar lo que era mío, bien sé yo lo que me costó ganar aquellas piedras.
Me acusan de espía, de haber seducido al infeliz Abel. ¿Al infeliz Abel? ¡Al infecto Abel! No se puede decir que lo haya seducido, accedí a que se acostara conmigo. Creí que lo podría manejar, que lo peor había pasado, que si me había escapado del paseo y las joyas estaban en Barcelona, con mi madre, pronto podíamos escaparnos a Francia. Me equivoqué, el miedo me pudo, no me dejó pensar con claridad, quitaba importancia a lo del dinero y las joyas que manejaban, no creía que al final aquello me fuera a involucrar, lo había hecho por salvar la vida. Pero cuando eres presa del miedo, cada uno tiene una reacción. A mí me paraliza, no puedo comprender como hay gente con tantas ganas de matar. No me deja defenderme bien, no digo lo que tengo que decir, me bloqueo. Me imagino en la jaula de las fieras, inerme ante los leones.
¿Por él? ¿Por haber tenido aventuras con algunos banqueros, como muchas artistas, como muchas mujeres? ¿Por eso me tienen que matar? Si estuviera liada con el que me acusan no me habría dejado en Madrid, a mi suerte.
Nadie dará cuenta de la verdad de mi final, de mi triste destino. Ni siquiera Álvaro Retana, Alvarito, podrá escribir lo que de verdad pasó. Ay, cómo me acuerdo de ti, de aquellas conversaciones frívolas que teníamos sobre la muerte, nosotros que no pensábamos de verdad en ella, que no la temíamos porque la veíamos muy lejos. Me reía de tus temores, Alvarito, a que te enterraran sin estar de verdad muerto y despertarte en la tumba. ¡Ay Dios! ¿Será posible que yo me vaya a convertir en un cádaver? Dicen que ante la cercanía de la muerte pasan las imágenes de tu vida por la cabeza. Yo repaso mi vida, mis errores, mis aciertos, la gente a la que quise y me quiso, las cosas que no pude hacer, como tener un hijo… Y no sé por qué me acuerdo ahora de aquel viaje a Alemania, de aquellas conversaciones con el anciano ruso que me hablaba de que todos somos cadáveres vivientes. Para mí, dentro de poco, se acabará la farsa y sólo seré un cadáver de verdad ¡Ay Dios, triste de mí, qué negra suerte la mía!
Y hay algo que me enerva, que me fusilen con aquellos con los que no he tenido nada que ver, los culpables de mi ruina. No voy a tener a nadie al lado a quien hablar, voy a morir sola. Todos morimos solos, pero, ¿por qué la sordidez de esta muerte? ¿Por qué tengo que morir? Yo no he traicionado a nadie. No seduje a ese desgraciado. Si fuera a seducir tenía bocados más altos, el mismo Indalecio Prieto bebió los vientos por mí en una ocasión, ¿por qué iba a seducir a Abel?, y entonces la coletilla, por el botín, porque sabía lo que guardaba Abel, sus requisas. Eso era lo último, acusarme de ladrona, cuando yo hubiera dado toda mi casa y mi fortuna por irme fuera de España. Pero no valen razones con ellos. No se les mete en la cabeza que yo no fui la seductora, y el que creían pardillo era en realidad un pajarraco, al que seguramente ha vendido alguno de sus compañeros, el tal Pepe Pareja, con el que tenía amores. Bien sé yo que esos celos son peores que los de las mujeres. Por más que lo pienso: ¿Por qué? ¿Por qué tengo que morir? Aún soy demasiado joven, esta guerra pasará, la gente necesitará alegría. Yo podría dársela, llevo un mundo dentro todavía, mucha belleza.
Y morir yo es morir mi madre también, no lo resistirá mucho tiempo, yo soy la razón de su vida. ¿Por qué? ¿Por qué tengo que morir? ¿Por qué me voy a extinguir?
* * *
Los sacan juntos. Tina y María lloran, no pueden ocultar las lágrimas. Están atados Abdón y su mujer, Abel y el Abogado. Tina está sola, con las manos a la espalda. Sabe lo que le espera, se recoge el vestido, intenta mirar hacia lo alto.
—Mira, ligera de ropa hasta la muerte —dice un ejecutor gracioso.
—Les rogaría que no me dispararan a la cara. No me desfiguren, háganlo por respeto, mi última voluntad.
—Coqueta, desde luego. Genio y figura.
—Basta ya, acabemos de una vez con esto… ¿Preparados? ¡Apunten! ¡Fuego!
Suena la descarga y el cuerpo de Tina cae casi encima del de Abel. Quizá por la última advertencia, sólo varios disparos la han alcanzado, pero ninguno mortal. Cuando el responsable de la ejecución llega hasta ella, con la pistola en la mano, no es capaz de disparar el tiro de gracia. Con una respiración agónica, un estertor, la vida se le va por las heridas a Tina de Jarque, mientras que nadie, allí, hace nada. Un miliciano intenta taparla con un capote, pero queda fuera la cara, que, con los ojos abiertos y una mueca de agonía, mira hacia el infinito azul del cielo. Esos movimientos lo único que logran es extender la sangre que empapa su cuerpo. Apartada de los otros, ninguno del pelotón la mira a los ojos, ninguno se quiere llevar esa imagen de la moribunda. Saben que podría perseguirles.
Cuando Tina exhala el último suspiro, el carro de bueyes que espera en el picadero de Paterna se pone en camino. Lleva los cuerpos fusilados y, a pesar de la paja que absorbe la sangre, va dejando un reguero sangriento. Entre el empleado y varios ejecutores suben su cuerpo, que cae sobre el grupo desmadejado y empapado de sangre.
Por fin el tiempo y el espacio se han detenido.
* * *
En la segunda entrevista con Isabelita, fuera ya del camerino y de presión del comienzo del espectáculo, Julián Montes había querido conocer los detalles del final. Quedó con ella en Chicote, en la Gran Vía. Un sitio que ya conocía y donde jamás iría a buscarlo la Policía. Buen lugar para rematar su historia. A Isabelita sin embargo, no le gustaba. Se veía que estaba incómoda. Sabía lo que se cocía alrededor y no quería que se la confundiera, aún más por ser de la farándula de las variedades.
—¿Y qué pasó después de la muerte de Tina?
—Después de aquella tragedia, mucha gente creyó los rumores de que había pretendido huir con joyas, otros no por mala fe, tuvieron miedo y se fueron retirando. El caso es que me encontré sola en Madrid. Gracias a una persona muy influyente, el comisario José Barchina, tengo que decirlo, aunque era republicano se portó muy bien conmigo. Me puso un policía en Madrid día y noche para ir al teatro, porque nadie quería ir conmigo, al Maravillas, y yo tampoco quería llamar a nadie porque no quería perjudicarlos.
Isabelita hace una pausa. Contar lo de aquellos días parece aún afectarla. Pero se repone y sigue.
—Estuvimos así dos años, terminé dos días antes de terminar la guerra, repusimos Las Leandras y muchas obras, siempre de revista y de tiple, estaban entre otros, el maestro Alonso, Conchita Rey, la Portillo, una gran actriz de carácter, Esperancita Roy, Roberto Lindio, que era el que ponía los números, y Rafael Arcos, que también había actuado con Tina en su última película, Carne de fieras, una que habían empezado cuando la guerra.
Montes la dejó hablar. Como en la novela policíaca que le hubiera gustado escribir, a la manera de Rex Stout y su astuto detective Nero Wolfe. Aquella historia, sin embargo, tenía otra substancia, intrínsecamente española, fruto de aquella locura que había sido la guerra.
—A Constantina, la madre la asustaron. Fueron a Barcelona, le quitaron las joyas… ¡Pobre, lo que tuvo que pasar esa mujer! Cuando terminó la guerra yo mandé dinero a Barcelona para que viniera a Madrid, a su casa, donde yo estuve viviendo una buena parte de la guerra, para que no la saquearan o pasara a otras manos. Por allí vino Álvaro Retana, la madre de Mimi Montián, Tatá, Rafael Reus, unos cuantos artistas. Yo lo tenía todo a mi nombre, tenía la casa fabulosa en todo. La pobre Constantina estaba ya muy mal, no se repuso de lo de Tina, de alguna manera nos culpaba a todos los que habíamos tenido que ver con ella, yo tuve que cortar las relaciones. Creo que su final fue fatal, pocos meses después murió en el cuarto de la criada, con una amiga que tenía ella. Le hicieron firmar que lo donaba todo a la criada cuando estaba inconsciente. Eso podría usted investigarlo.
—Todo se andará.
—Yo fui a buscar su tumba. Ella murió entre la carretera de Valencia a Paterna, el 23 de enero a las 3:30 de la tarde. La fusilaron, por lo que yo me enteré murió la pobre desangrada. Así me lo contó Armand Guerra, el cineasta anarquista con el que había hecho esa película en la guerra. Fue a preguntar por ella cuando le llegó una de las cartas que yo le escribí. Después, a mediados del 39, en julio, me fui a Paterna a buscar su sepultura puesto que nadie se acordaba de ella.
Julián no pudo por menos que pensar que en aquel momento él estaba cruzando a Francia con su derrota y su pacto a cuestas.
—No sé qué había pasado con el enterrador, pusieron uno nuevo que no sabía nada. Yo entré con una amiga, y fue horrible, en el anochecer, aquellas tumbas parecían tan bárbaras y brutales… Me dijeron: «estas son de invierno, estas de verano, pero no podemos decir dónde está». Yo llevaba un ramo de flores, lo puse en medio de todas, y me dio tal congoja que, si no me sacan, me quedo allí. La pobre, enterrada sin un epitafio y después de que la llevaran en una carreta de bueyes.
—¿Entonces, no encontró la tumba? ¿Y no pudo ocurrir que Tina se salvara?
—¡Ojalá hubiera sido así! Eso fue precisamente lo que dijo una persona que llamó a la madre, que se había salvado del fusilamiento y que estaba en una finca del campo, escondida. Todo mentira, algo cruel…
La cara de Isabelita había cambiado. A Montes no se le ocurrió interrumpir su arrebato y la dejó flotar en la evocación.
—Aún la estoy viendo, en enero de 1937 con un trajecito azul, cuando se marchó, que yo la despedí, nos entró una cosa, nos abrazamos y nos echamos a llorar, porque yo no sé por qué vi que iba engañada, no se la podía ayudar y no se podía hacer nada. Yo no fui porque no había sitio en el coche y quedaron en que fuera otro día, porque yo también tenía contrato. Pensábamos trabajar en Barcelona para luego irnos a Brasil. Pero a ella la esperaban, una persona que la esperaba, en Suiza, lo tenía todo arreglado.
—¿Quién la esperaba en Suiza?
—Bueno, eso no se lo debería decir. Ahora es alguien muy influyente.
La iluminación se hizo en la mente de Julián Montes.
—¿No sería un gran banquero? ¿Alguien que ayudó al movimiento nacional?
—No es algo que se pueda airear por ahí. Era amiga suya desde el año 22, cuando la vio actuar en Madrid. Fueron amantes, y luego amigos, se veían muy de vez en cuando. Pero no la avisó de lo que se iba a preparar. Tina se quedó en Madrid. Y con ella, la mala suerte. ¡Ay, cada vez que me acuerdo!