CAPÍTULO 2

Un caso misterioso

Aunque la visita le había dejado un sabor amargo y le había revuelto por dentro, Julián siguió con su táctica habitual durante el resto del día: dormitar en la celda o recostarse en las paredes del patio, contemplarlo todo con los ojos entornados, práctica que le había dejado en la cara un rictus arrugado y una imagen de topo, reconcentrada e ida, horadando en los túneles de sus recuerdos. Necesitaba pensar, concentrarse. Ante las preguntas de sus compañeros de celda, informó que había sido requerido para una identificación. Era habitual en aquellos días que llegaran comisiones de pueblos e incluso otras ciudades preguntando por detenidos a los que se les había achacado la desaparición de algunas personas. A menudo eran pistas basadas en comentarios, rumores, o simples venganzas de quienes ahora querían el ojo por ojo y el diente por diente. Incluso se había dado el caso de acusar a alguien de asesinato y tras su fusilamiento, aparecer más tarde la presunta víctima, vivita y coleando, en otra ciudad.

Una denuncia por parte de alguien rencoroso, tuviera o no razón, podía ser fatal para el que aún no había sido juzgado y agravar la condena. En su caso, ya no importaba. Estaba juzgado y condenado a la pena capital. Otros no habían tenido tanta suerte en el campo de Albatera, identificados por los falangistas que los dejaban después con un tiro en la nuca al borde de la cuneta, sin posibilidad siquiera de juicio amañado.

—No me pudieron achacar otros crímenes, pero comenzaron a preguntarme cosas, por eso tardé tanto —explicó para justificar el tiempo transcurrido, más de una hora—. Eso sí, les pude robar un cigarrillo. Si conseguimos cerillas, lo compartimos.

San Miguel de los Reyes era prisión mayor pero también caserón grande, con aire del antiguo monasterio que había sido, el que le daban los dos patios interiores, el grande y el pequeño —donde se hallaban las dependencias del penal—, separados por la iglesia, de paredes grises. Desde las ventanas se veía la huerta, tormento del encerrado, que imaginaba a los venturosos mortales que gozaban de libertad. En las paredes lucían las colgaduras clásicas de la cárcel: maletas, petates, sacos, improvisados armarios de quien poco tenía. Unas cuantas celdas se hallaban en el primer piso, mientras que en los superiores dormían la mayoría de los penados en corredores habilitados para tal fin. Enmarcados por cubiertas de zinc, voladizo de presidio, en cada uno de esos galpones se acostaban como podían, en una atmósfera cargada, casi irrespirable, unos doscientos cincuenta presos, en dos filas, arrimados a las paredes. Pocos había, afortunados mirados con envidia, que poseían una colchoneta.

La rutina siguió sus habituales pasos, horas de silencios punteadas por conversaciones amargas y sentencias lapidarias: desesperanzas del acorralamiento. La palabra y el caminar representaban las únicas expansiones permitidas en el patio, lugar donde se intercambiaban mensajes, donde corrían bulos y noticias inciertas, los miedos y las expectativas de los encerrados rebotando como pelotas en los muros, volviendo a los grupos, magnificadas, deformadas, círculo vicioso y viciado que sólo lograba aumentar el tormento.

Dentro de aquel ambiente, una lucha sorda tenía lugar en la cabeza y el cuerpo de Julián Montes. Las ideas habían dejado paso al pragmatismo, pero no sin secuelas. Un temor irracional lo invadió, creencia de que los demás iban a notar su componenda, su acomodo, lo adivinarían en los rictus de su cara, en lo huidizo de la mirada. Traición lo llamarían, sin entrar en detalles. Se quebró, lo quebraron, dirían antes de olvidarle para siempre. Y él no se lo merecía. Había luchado desde muchos años atrás, había escrito en los periódicos y desempeñado luego tareas más oscuras, que no le gustaban. Quizá había sido eso. El detenerse al borde de la tentación, el conocer los oscuros recovecos del ser humano, sus derrotas más sombrías. No había matado, pero había visto cosas en la guerra que prefería olvidar. Dentro de la escala de las decepciones, la mayor era la de ver quebrarse a un compañero, doblegarse al poder. Se sentía doblemente derrotado; y del suicidio, que había acariciado, le libraba la imagen de su hermano y de su madre, lo único que ahora le importaba. Pero también se juró que nunca claudicaría. Sería un personaje ambiguo, pero con lealtad final a la causa. Preferiría la tortura a colaborar en la prisión o muerte de algún compañero.

En las horas del patio, Julián se mantenía silencioso, la línea de los ojos como bandera, tic de los que se habían vuelto para adentro o la razón les había abandonado, fuera recurso último, argucia para intentar rebaja de la pena o mejor trato. En todos los casos, las locuras, fueran ficticias o reales, no servían de nada, pero ayudaban a aquellas personas a soportar el infortunio, la tortura de la espera ante el destino final del paredón.

Pero un día, como si fuese el primero de un largo amanecer, Julián Montes comenzó a abrir los ojos y los oídos. Nadie allí se sorprendió. En algún momento tenía que reaccionar, salir de aquella zona de sombras, interesarse por el mundo y lo que ocurría alrededor. Milagros —o hechos sorprendentes para aquellos que no creían— se habían dado. Gente que salía con aval, condenados a muerte que eran conmutados a 20 años, rebajas de condena de quince o diez, detalles de piedad a lo que se sumaría —se decía— un indulto con motivo del cumpleaños del Caudillo o la celebración de su alzamiento. Parecía que lo único a lo que no renunciaba el ser humano era a la esperanza. Ahora, Julián tenía un objetivo. El nombre de una persona, encerrada como él en alguna de las cárceles de Valencia, que sabía de un drama vivido en aquella ciudad dos años antes. La verdad es que él no se había enterado de aquel caso, ocupado en aquel momento como estaba en hacer reportajes para la revolución. Luego, cuando a mitad de 1938 desempeñó el puesto de jefe de una sección de policía, sólo recordaba vagamente que alguno de los compañeros había citado en una ocasión el fusilamiento de una vedette y de su amante que huían con un botín en joyas.

Repasó la página del periódico que le había dejado el guardia civil. A menudo los reclusos guardaban hojas de periódicos atrasados, de aquella prensa que no era la suya, y a la que daban un buen fin: en los retretes normalmente no había mucho papel. En aquellos recortes de diarios atrasados, que se leían por puro aburrimiento, de vez en cuando los reos encontraban nombres de conocidos o parientes, y entonces guardaban la página, como un trofeo o un asidero con la realidad. Allí venía. El 2 de junio de 1939 una brigada policial llegada desde Cataluña había detenido en Valencia a varias personas acusadas de monstruosos crímenes. Entre ellos figuraba un tal Juan Cots Vidal, de Alcoy, acusado de asesinar a la vedette Tina de Jarque y al gerente de la compañía de tranvías, al que habría robado los zapatos para calzárselos él. Aquella era la clase de cosas que ahora pregonaban los periódicos.

No conocía al tal Cots, ni siquiera le sonaba. Se habían movido por lugares distintos, realizando diversos cometidos. Para localizarle, tenía que seguir la lógica del presidio, llegar a él por motivos creíbles y, mientras cavilaba como hacerlo, empezó a sospechar que era vigilado. Y lo era, desde luego, al igual que los más de diez mil presos que se hacinaban en un penal en el que malamente cabrían más de 600. Los funcionarios de prisiones, y los guardias desde las torretas, ejercían una vigilancia que podía calificarse de todo menos discreta en aquel recinto, remedo de cuartel, donde todo se realizaba a toque de corneta o silbato: las formaciones, los recuentos, la salida al patio, las comidas. Imposible saber si alguno de aquellos carceleros le vigilaba de cerca, ejerciendo una presión constante y efectiva.

Llegó a una conclusión más dolorosa: era él mismo el que se vigilaba, el que, tras el sopor y la indolencia de varias semanas, se había despertado a la suspicacia y al ardid. Empezó a preguntarse por qué, precisamente a él, le habían propuesto aquel trabajo. Cuál era la razón última. Por más que ahora le pareciera extraño, no se lo había preguntado a aquel facha. Sabía que tenía que haber planteado la cuestión, pero, consciente o inconscientemente, no lo había hecho, lo que le producía desasosiego. Había sido elegido por haber sido policía de la CNT y tener un hermano con categoría de rehén.

En realidad, y salvados sus escrúpulos, estaba decidido, en el fondo, a hacer todo lo posible por salir de allí. No sin lucha, debatiéndose entre la colaboración con los verdugos y sus propias ideas. Su instinto de supervivencia se imponía. La capacidad de odio del ser humano era ilimitada. Al igual que la venganza. Una conclusión sacada de las novelas policíacas a las que se había aficionado desde su paso por la cárcel en 1934, donde había ido por sabotaje y rebelión, además de por delitos de imprenta. En aquellas horas muertas, para entretenerse, comenzó a leer los manoseados libros de un compañero de celda, y poco a poco aquellos mundos sórdidos comenzaron a engancharle, así como la lógica detectivesca. Algunos personajes le caían bien y a otros los detestaba, pero de todos sacaba alguna frase o moraleja, que se convirtieron, más tarde, en su decálogo profesional y en socorridas muletillas que enriquecían sus reportajes de sucesos, cuando ejerció de periodista. Entre los que le molestaban, en una mezcla de atracción y repulsión, estaba el clasista y odioso Philo Vance, personaje de S. S. Van Dine, conocedor del mundo del arte y especulador con contradicciones: todo el mundo tiene algo que ocultar, era su aportación. Él, muy pronto entraría en esa categoría.

—¿Quién puede dar avales en Alcoy? —preguntó a uno de los presos que conocía—. No por mí, sino por mi hermano, que trabajó allí en el textil una temporada. Necesito saber si se puede recurrir a alguien.

—Yo no conozco, pero indagaré. Sé que los de Manises están casi todos en el patio pequeño. Quizá los de Alcoy se hayan reagrupado en un mismo pabellón.

También comentó, como por azar, la noticia del periódico:

—Si no nos creíamos nuestros diarios, como para fiarse de éstos —respondía el compañero de la misma forma que él pensaba.

Al día siguiente le dijeron que en la galería sexta se habían concentrado varios de Alcoy. Gracias a las redes de la prisión, y aunque la documentación hubiera desaparecido, quemada en el puerto de Alicante, todos sabían a cual organización pertenecían. Alcoy había sido de la Confederación, la mitad de sus obreros estaba en la CNT.

—Necesito hablar con alguien que estuviera en el textil —preguntó a un compañero en aquella galería.

—Alguno hay, ¿para qué lo quieres?

—Para ver qué posibilidades de aval tiene mi hermano, estuvo trabajando allí en una fábrica. Ahora está en la militar de Montolivet.

—¡Vaya cosa! Mucho mejor si te lo falsifican. Hay dos mujeres que frecuentan Albatera, allí sí que necesitan los avales.

Tejía sus hilos, cuando días después se encontró con la persona que buscaba. La jornada anterior, la de la saca, habían llamado a uno de los reclusos de la celda, Quim Oliver, que acudiera «con todo». Los demás se despidieron de aquel luchador, que partió con entereza de ánimo y aún tuvo tiempo de decir que si pudieran, que lo vengaran. Un nuevo penado entró a ocupar el puesto que había dejado libre Quim. Eran doce, como los apóstoles, según decía alguno siempre, bromeando.

—¿De dónde eres?

—Alcoyano.

—Hombre, uno de Alcoy, Montes. ¿No estabas buscando a alguno de allí? Pues aquí lo tienes.

—Bueno, hace tiempo que no estoy por allí. He pasado estos tres años en Valencia.

—¿Y allí, no estarías por casualidad en el textil?

—En efecto, compañero, era urdidor mecánico.

—¿Como te llamas? —preguntó por inercia Julián.

—Joaquín Cots Vidal. Del sindicato desde el 30.

Aquel era el mismo apellido de la noticia de prensa. Lo habían trasladado a su celda, y en aquel traslado vio Julián la mano del comandante Manzanedo. No sabía si aquella era la causa de la muerte de Quim, si había acelerado el proceso o simplemente había aprovechado la circunstancia. También representaba un aviso que le estaba destinado. Al igual que una potencia exterior y vengativa, la condena podía caer en cualquier momento sobre él. Alguien, poderoso, en el exterior de aquella prisión, hacía y deshacía vidas, como un dios niño juguetón y antojadizo según los vientos de su capricho.

—¿Cots Vidal? He leído hace poco ese nombre. ¿No han detenido a un hermano tuyo por matar a una famosa artista?

Joaquín Cots dudó. Optó un momento por permanecer callado, pero luego pensó que volverían a preguntárselo. Era mejor enfrentar el hecho.

—No, no tengo hermanos. Si te refieres a lo del periódico, no sé por qué me llaman de otra manera. Y por qué lo han sacado ahora. Llevo detenido desde el final de la guerra, pero me interrogaron por ese asunto a mediados de mayo. Yo sólo detuve a Tina de Jarque por orden del Comité Nacional de la CNT. No me gusta hablar de ese asunto. Alguien le tuvo que ir con el cuento a esos cabrones en el campo de concentración, para intentar librarse. También entre nosotros hay ratas.

Lo decía como aviso a navegantes y destinado a todo el que pudiera oírle. Julián sabía que tendría que ganarse poco a poco su confianza.

—Comprendido, pero necesito hablar con alguien de Alcoy. No por mí, yo estoy condenado a muerte y no creo que me salve, pero por mi hermano, que está menos incriminado.

Desde aquel momento, y con la excusa de los avales para su hermano, comenzaron a hablar en el patio.

—¿Y dices que tu hermano trabajó en Alcoy? —preguntaba el recién llegado.

—Un año. Francisco Montes. También se afilió al sindicato.

—Allí lo estábamos prácticamente todos los que trabajábamos en el textil y, la verdad, ese nombre no me suena.

Joaquín Cots no hablaba de su papel en la CNT, donde había sido vocal en la secretaría regional de la federación del textil. A pesar de estar entre compañeros, nunca convenía remarcar la importancia de la posición alcanzada. En la cárcel había cien ojos y oídos. La prudencia era norma habitual.

—¿Y cómo está el asunto de los avales? Sé de algunos patronos que los están dando.

—Es normal. Les salvamos la vida a todos. A cambio de esa salvaguarda ingresaron en el sindicato. Les incautamos las empresas, pero a la inmensa mayoría les dimos buenos empleos en las oficinas, con un sueldo. Ahora, si son de buena ley, tienen que hacer lo que puedan por ayudarnos.

—¿Alguien te ha avalado?

—Sí, un patrono, gerente de la sociedad Guillén y Vidal. Pero no sé si podría hacerlo por tu hermano. ¿Sabes en qué sociedad estuvo trabajando?

—En la que empecé yo antes de venirme a estudiar, «La Alcoyana». La verdad es que a los que salvamos deberían ahora devolvernos el favor. Pero muchas veces no es así.

Joaquín Cots calló. Él no había sido un duro durante la guerra, a pesar de su empleo como policía en Valencia. Se había limitado a requisar un piso de la calle Sorní y unos muebles de su anterior casero. Él y su hermana Dolores protegieron a un médico cirujano, José María Semper, durante toda la guerra, cirujano que había prometido interceder en su favor.

Pasaban los días. Julián cimentaba su relación con el recién llegado. Sus camas estaban al lado. Hablaban de cualquier tema. En algunos momentos, Julián volvía a la táctica de los ojos entornados. A su lucha con un mundo derrotado sumaba las dudas sobre toda aquella historia y su grado de implicación con los verdugos. Miraba hacia dentro, donde su inteligencia trabajaba sin descanso buscando una salida. Necesitaba ese aislamiento. Luego volvía a tirar la red.

—Compañero, ¿a ti dónde te trincaron?

—En Albatera, a donde nos habían conducido desde el puerto de Alicante —respondía Joaquín Cots—. Soy de los que se creyeron lo de los barcos y cayeron en la ratonera.

—Yo también estuve en esa ratonera y ahora estamos a merced de esos perros. Al menos alguno nos hemos llevado por delante.

—Bueno, la verdad es que yo no me ensucié las manos de sangre. Puedo decirlo claro.

—¡Venga, hombre! Todos sabemos lo que ha sido la guerra. Y más siendo policía.

—He hecho lo que se me ordenaba, y he cumplido como el primero. Pero afortunadamente no he tenido que pegar un tiro a nadie. De eso me salvé.

—Entonces, ¿por qué te acusan de lo de Tina?

—Estaba destinado en la comisaría de Trinitarios y participé en su detención, la entregamos al comisario Gonzalo Fernández junto con los que la acompañaban, ese fue todo mi papel.

—Yo también tuve que detener gente, fascistas, especuladores, aprovechados, de todo. Y algunos acabaron en el paredón. No me arrepiento, aunque, como siempre pasa, hubo excesos, compañeros que se tomaron la justicia por su mano. Demasiada rabia acumulada y demasiado trigo no limpio.

Joaquín se había quedado repentinamente serio, callado.

—Como aquel cabrón, el Chileno, al que liquidaron los Pellicer al principio de la guerra —Julián insistía, viendo el efecto de sus palabras—. Hubo algunos como él. Gracias a aquella escoria, los fascistas tienen ahora la excusa para liquidarnos. Aunque me temo que lo hubieran hecho igual. Esos cabrones no son mejores que el Chileno.

—¿Qué sabes tú de el Chileno? —preguntó Cots entonces, intrigado.

—Lo que me contó mi hermano, que militó en la Columna de Hierro, donde había ingresado el Chileno, un anarquista asturiano que había empezado con atracos para la CNT y se perdió en el hampa. Cumplía condena en Valencia y la revolución lo liberó, como otros muchos, del penal. Aquel animal sanguinario y avaricioso se cavó su propia tumba. Robó, expropió, asesinó en los primeros meses y logró amasar una fortuna en nombre de la organización. Hasta que algunos compañeros le pararon los pies, le juzgaron sumariamente con un compinche, El Xiquet de Gata, les pegaron dos tiros y les dejaron en el camino de Benimarlet con un cartel colgado en el que se decía la razón de la ejecución.

—Sí, fue ordenado por los mismos hermanos Pellicer al frente de la Columna de Hierro. El Chileno ya había cometido muchos desmanes, incluso se metió con su abuelo, que era de clase acomodada. Aunque algunas de las cosas que han pasado se le han achacado al Chileno, no todo es culpa suya. Sé de tenderos y comerciantes que le acusan de haber asaltado sus negocios, y la verdad es que ni podían identificar a los milicianos que lo hicieron.

—Eso es verdad. En el último interrogatorio me preguntaron por el Chileno y su grupo.

—¿Cómo?

—Lo que oyes. Andan buscando en qué crímenes participó, sobre todo en enero del 37.

Joaquín Cots se había quedado rígido, tenso.

—¿Quién te lo preguntó?

—Un comandante de la Guardia Civil, no hace mucho, como una semana.

—¿Te dijo su nombre?

—¿A ti te lo ha dicho alguna vez alguno de estos cabrones cuando nos interrogan?

—¿Y qué le dijiste?

—Nada, no podía decirle nada. Sé que el Chileno no pudo ser, no estaba entre los vivos en enero del 37. Yo no era policía todavía, pero tampoco les iba a decir dónde me encontraba entonces y lo que hacía. Ya tienen demasiada información de cada uno… ¿Acaso tú sabes algo de eso?

—Algo sé, compañero. Y con lo que me acabas de decir deduzco que no están seguros de qué pudo ocurrir en el caso de Tina de Jarque. Así que si te lo vuelven a preguntar, no sueltes nada. Como dices, conocen demasiadas cosas ya…

—Tú debes saber lo que pasó con esa tal Tina. Si no fuiste tú y no fue el Chileno, alguien tuvo que ser.

—No sé quién pudo hacerlo. Pero las órdenes vinieron de arriba, del Comité Nacional, vino uno con nosotros a detener al grupo, Manuel Báez.

—Entonces estarás tranquilo. Si no participaste…

—Eso, como sabes, aquí da igual. Me dijeron que acabaron fusilándola más tarde, supongo que en el picadero de Paterna.

—¿Y allí la enterraron?

—Ni idea. El que puede saberlo es Armand Guerra, el director de cine libertario que trabajó con ella en su última película. Sé que luego anduvo indagando…

—¿Trabajó con ella?

—La dirigió en una película, Carne de fieras, creo que se llamaba.

—¿Era esa que bailaba desnuda ante unos leones…? Nadie logró verla, pero se habló mucho de ella.

—Por lo que yo oí aquellos días la bailarina era francesa, una tal Marlene. Eso lo contaba Armand Guerra en un libro que publicó en el 38.

—Ahora que lo dices, me acuerdo de ese libro aunque no lo leí.

—Yo tampoco, pero alguien de mi grupo sí y lo comentó. Armand Guerra la conocía y fue a preguntar por ella, pero ya era demasiado tarde.

Manuel Báez y Armand Guerra, dos nombres, dos pistas. El toque de corneta atronó el penal. Había que formar para el recuento y la cena, prepararse para otra noche negra de sueños e incertidumbres.

A lo largo de los días siguientes, se siguió afianzando la relación entre Julián Montes y Joaquín Cots. Hasta que Montes, en el patio, oyó otra vez aquella fatídica voz del carcelero que le llamaba.

—¡No te preocupes todavía, rojillo, aún no ha llegado tu hora! —le dijo el funcionario de prisiones—. Esta vez te trasladan a la cárcel Modelo. Están concentrando allí a los condenados a muerte. Recoge tus cosas, que aún no te despides del mundo. En dos horas salís para allá, cuando llegue el furgón.

Por un instante, Montes pensó que aquel sádico jugaba con él y en realidad sí iba a ser fusilado. Seguramente ya habían averiguado lo que necesitaban saber y habían prescindido de él. Pero los nombres que luego siguió gritando el carcelero eran de reclusos acusados con penas menos severas.

—No te preocupes, Julián, la Modelo no es peor que esto. Yo vengo de allí —a su lado, Joaquín Cots le intentaba dar ánimos.

—Bueno, quién sabe si nos volveremos a ver. Voy a escribir un mensaje para mi madre, para que sepa de mí. Te agradezco los nombres de los patronos de Alcoy, mi madre ha pedido los avales, a ver si surten efecto. Aunque me voy sin saber en realidad qué fue lo que pasó con Tina de Jarque.

—¿Ha dicho dos horas, no? Y tus cosas las recoges enseguida. Aún tenemos tiempo, te contaré lo que yo sé…

Si fuertes eran las maneras de la represión, descarnadas formas que apabullaban y aplastaban, las respuestas de los vencidos tenían que ver con el ingenio y la ayuda mutua. A las puertas del penal, niños y jóvenes vendían cerillas y tabaco, cigarrillos sueltos o picadura hecha de colillas, sustitutiva de muchas cosas, el hambre la primera, además de calmar los nervios. Al salir, escoltado por la Guardia Civil para subir a los camiones de traslado con algunos prisioneros, Julián dejó caer al suelo, con disimulo, una caja de cerillas. Otros lo hacían con un paquete de tabaco vacío, en cuyo interior, en una minúscula nota escrita a lápiz, informaban de lo indispensable a las familias: me juzgan tal día. Montes había escrito en un papel de fumar, con la letra tan fina y pequeña como le era posible, un mensaje para su madre. Uno de los mozalbetes que vendían tabaco puso su pie sobre la caja de fósforos. Después, cuando el camión se marchara, la recogería con cuidado e iría a la dirección indicada. Su madre, como las otras familias que recibían así algún mensaje de sus presos, daría al mensajero lo que pudiera, unos céntimos o un pan.

«No te preocupes, madre, ni por mí ni por Antonio. Ahora no te lo puedo explicar, pero he sabido que no nos van a fusilar de momento. Hay esperanzas, así que anímale y dile que pronto saldremos libres. Que confíe en mí».

* * *

La Modelo lucía un estado lamentable, al igual que las otras cárceles, con instalaciones deterioradas y sucias, tiempo de hacinamiento que se sumaba a los avatares de la guerra pasada, donde había albergado a otros reclusos, los que ahora tenían la sartén por el mango. Las paredes mostraban su catálogo de desconchados, y hasta aquella parte de la dirección a la que le habían conducido dejaba traslucir malos cuidados. El guardia golpeó con los nudillos en la puerta de un despacho y abrió a continuación. El comandante Manzanedo esperaba sentado en el sillón del director de servicios donde hicieron entrar a Julián Montes, el último de los reclusos trasladados. Esa entrada sorprendió un tanto al guardia civil, que dejó un libro que tenía en las manos y lo ocultó bajo un periódico, pero no tan rápido para que el anarquista no se percatara de que era una novela policíaca, la famosa tapa amarilla de la colección oro de la editorial Molino le había delatado. Así que era él, y no un carcelero, el que leía aquellos libros. Aquel hombre, además de misterioso, era singular.

—Siéntese. Espero que haya obtenido ya alguna información relevante.

Esta vez no le ofrecía ni café ni cigarrillos. El tiempo de la cortesía había pasado.

—Poca. Creo que lo sabe usted casi todo. Quién la detuvo y por orden de quién. Aunque en el penal hay algunos de Madrid, nadie los conoce o sabe algo de esos nombres que me facilitó.

Montes se refería a un documento que uno de los enviados de Manzanedo le había hecho llegar a una celda de castigo, donde le habían encerrado días atrás por un motivo nimio. Era la copia de las investigaciones de dos policías franquistas de Sevilla sobre la creación en Madrid de la columna de milicias Andalucía-Extremadura, de la CNT, y su cuartel en el convento de Santo Domingo. Durante el día que permaneció en la soledad de aquella celda —eso sí, habían tenido la deferencia de dejarle dentro un bocadillo, un termo de café con leche y unos cigarrillos— se dedicó a empollarse aquel informe y sobre todo sus nombres.

Básicamente lo que decía es que la columna no fue constituida hasta mediados de agosto de 1936, cuando llegaron a Madrid los anarquistas significados huidos de Sevilla, Huelva y Badajoz, y empezó realmente a funcionar con una estructura seria. A finales de mes se constituyó el primer comité, integrado por Carlos Zimmerman, Piñeiro Zambrano —andaluz emigrado a la capital, militante de primera fila del sindicato de la construcción de Madrid, junto con Cipriano Mera y Teodoro Mora—, Francisco Royano, Nieves Núñez y Abel Domínguez.

Al amparo de esos primeros días se juntaron allí muchos de los que nadaban a gusto en los ríos revueltos de un Madrid y una España inmersos en la vorágine de la Guerra Civil. Dos brigadillas se dedicaban a buscar recursos con incautaciones, recursos que se sumaban al millón de pesetas fruto de los saqueos de la retirada de Andalucía de bancos como el Español de Crédito de Constantina.

Las brigadillas, sin muchos escrúpulos, se encargaban de los registros y la detención de personas de derechas, algunas de las cuales fueron eliminadas. Con la llegada de anarquistas de peso, que reorganizaron el cuartel, muchos de aquellos elementos marginales, del mundo de la delincuencia, emigraron a la zona de Jaén. Quedaron entre otros, José Pérez Pareja el ditero, Juan Arenas el chato arenas —todos con antecedentes como pistoleros y atracadores antes de la guerra, afirmaba el documento— bajo las órdenes de Abel Domínguez. En contacto con ellos, Serapio Gutiérrez Martínez el Guitarrista, que por ser de Madrid y vivir en el barrio de Salamanca conocía numerosos domicilios de personas de orden.

Serapio Gutiérrez Martínez, que tocaba habitualmente para figuras como Vicente Escudero, el bailarín, tenía inquina contra la clase alta, la de los caseros, porque le habían desahuciado con su mujer e hijos. Así que se había hecho de la CNT y, según el informe, en los primeros tiempos había vestido mono, pañuelo rojo al cuello y pistola al cinto. Luego fue también jefe de la guardia del cuartel. Se citaban otros nombres como Felipe Salas y algunas mujeres, y entre los asesinatos de los que se acusaba a varios miembros del cuartel se citaba el de la artista Tina de Jarque, fusilada junto con el contador de la columna, Abel Domínguez.

—Cuando la detuvieron en su casa de Madrid, estaba con un tal Álvaro de Retana, según contó la criada —le informaba Manzanedo—. El tal Retana es un buen pájaro. Pásmese: escritor de novelas de un erotismo pervertido, figurinista, mariquita, rojo… ¡Y funcionario del Tribunal de Cuentas! Le echamos el guante y está acusado de pedir objetos religiosos a Ángel Pedrero, el poderoso y corrupto jefe del SIM, ahora a buen recaudo esperando juicio y castigo por sus crímenes. Algunos de estos objetos que empleó luego con fines sacrílegos ese Retana los tenía aún en su casa. Tina de Jarque se rodeaba de compañías poco recomendables. Supongo que serían esos ambientes de la farándula. Interrogué en la cárcel de Porlier a ese individuo, pero dijo que no la vio más a partir de entonces. Temía que le detuvieran a él también, porque en ese momento era considerado desafecto, pero luego, por la documentación que tenemos, se acabó ofreciendo al SIM. No me fío de él.

Aquello había sonado como una confesión —la confirmación para Montes de que no tenían nada claro a qué jugaba aquella vedette—, pero enseguida el comandante se rehízo.

—Me interesa el proceso que le hicieron. Por qué la condenaron verdaderamente, si fue por espía o por otra causa. Y cuáles eran las circunstancias. Qué tipo de relación la unía a ese tipejo, Abel Domínguez. Creo que se lo dejé bien claro. Si usted no coopera o esto no avanza, nuestro acuerdo tampoco.

Era una amenaza precisa, contundente, rubricada incluso con un gesto de levantarse, tal vez para salir del despacho, o intimidar desde la altura. Pero el motivo, según dedujo Montes, era ocultar aquella novela en cuya lectura había sido casi sorprendido. El anarquista aguantó la sonrisa y comenzó a hablar lenta, pausadamente, sin dirigirse a él, la mirada perdida más allá, traspasando la materia de aquel cuerpo que había vuelto a sentarse, que olía a tabaco y a colonia Álvarez Gómez, olor de mando. Si aquello hubiera sido una escena de las novelas de Nero Wolfe, el cultivador de orquídeas, el detective, en este caso él, le hubiera comentado el cambio de fragancia, del mentol al limón. Pero el momento no era propio para agudezas.

—¿Por qué no le propuso el trato a Joaquín Cots, el que la detuvo? Él podía tener más información o forma de obtenerla.

—Precisamente por haber participado en la detención no me fío tampoco de él. No tiene su formación y sus recursos y no sé su grado de implicación. Necesito datos, hechos, que no tenga encima más sospechas sobre lo que me cuenten.

—Vaya, no se fía usted de nadie. Yo lo tengo muy difícil con los pocos datos que tengo y un solo testimonio. Por lo que parece, uno de los responsables, el tal Abel Domínguez, pensaba fugarse con la paga del batallón y un saco de joyas. Parece ser que estaba liado con la vedette.

—¿Eso es todo lo que ha averiguado de Cots? Eso ya lo sabemos, es lo que declaró en la comisaría, cuando le interrogamos.

—Cots no sabe mucho más, sólo los vio juntos cuando estaban detenidos, y Tina juraba que no tenía nada que ver con él, que se había liado porque quería huir a Francia y que no participaba del saqueo. Pero lo que ocurrió sólo lo conoce el Comité Nacional que la condenó por ladrona y agente de la Quinta Columna: Marianet y los demás.

A pesar de que la decepción podía hacer que el guardia civil se echara atrás en el acuerdo, Montes no pensaba darle toda la información que tenía. No muy ducho en las artes del disimulo, pensó que su cara, sus gestos, podían traicionarle. Bonita posición, la suya. Se sintió como el traidor perfecto, como el típico confidente, jugando a varias bazas, siempre dando algo y guardándose cosas. Justo el tipo de sujetos que detestaba, las sabandijas que no podía soportar cada vez que salían en las novelas policíacas. El guardia civil era un tipo astuto, se veía que algo le daba vueltas a la cabeza.

—¿No me estará ocultando información?

—¿Por qué motivo? —Montes contestó rápido, para disipar dudas y ofrecer verosimilitud—. Usted dijo que en cuánto supiera lo sucedido haría que nos conmutaran la pena. ¿Por qué iba a ocultarle algo?

—Yo fui sincero, Montes. Quizá he sembrado pájaros en su cabeza. Pero recuerde a su hermano, no lo olvide nunca. Ni a su pobre madre.

Aquello crispó a Montes. Su mandíbula se contrajo, rechinó los dientes. Manzanedo lo advirtió, pareció convencerse.

—¿Por qué una mujer como ella, se liaría con un tipo así? —preguntó el comandante para desviar la tensión.

—¿Tiene usted alguna foto de ella?

—¿Y para qué la quiere?

—Simple curiosidad. Su cara me suena vagamente, los ambientes de la farándula no eran mi especialidad.

Surgió un silencio incómodo. El comandante Manzanedo dudaba de acceder a su petición. Quizá pensara que Montes tenía una idea viciosa en la cabeza. Las prisiones eran duras y frías, con tantos hombres, se echaba de menos cualquier presencia femenina, aunque fuera en fotografía. La imaginación era la única libertad de la que disponían los reclusos.

—Llevo una conmigo. Pero no se la puede quedar. Mírela un rato tan sólo.

Manzanedo levantó el periódico y de la novela que había dejado bajo el diario extrajo la foto, que le servía de guardapáginas. Con un rápido vistazo, Montes supo que el libro era de Agatha Christie, pero no pudo averiguar el título. El comandante volvió a poner el periódico encima, tapándolo. Julián cogió la foto que el otro le adelantaba. Tina estaba vestida de lujo y fantasía, en la apoteosis de una revista. Sus carnes morenas asomaban entre telas y brillos enmarcados por plumas. La vedette sonreía, risueña, y sus ojos resaltaban en el conjunto.

—Tenía usted razón, aunque no es mi tipo, es muy guapa. Para hacer perder la cabeza a cualquiera, más si no pertenece a esos ambientes.

Montes seguía mirando la fotografía, tal vez para aprendérsela de memoria y que su imagen le acompañara luego en la fría celda.

—No sé por qué se liaría con Abel, tendrán que preguntar en Madrid, donde se conocieron.

—Hemos hablado con su criada. Según ella, fue por miedo. Pero tal vez había algo más. Nunca me creo la primera explicación.

—El miedo hace cometer errores, desde luego, pero si fue condenada a muerte debía ser porque estaba implicada. Aquí, con esa pose y esa cara, parece que no ha roto un plato, que lo único que rompía eran corazones masculinos. Pero lo que me han contado es que era espía y que participaba de la estafa. Aunque usted no lo crea, en la zona republicana no se mataba sin más.

—Ya. Zarandajas. Ha caído en mis manos el original de una novela titulada Seducción que habla de Tina de Jarque y su triste historia con Abel Domínguez. Según el libro, fue Tina quien le sedujo cuando Abel iba persiguiendo a un miembro de la Quinta Columna y llamó a su casa.

—¿Y quién lo escribió?

—Eduardo de Guzmán, un periodista de los suyos, anarquista, el director del diario Castilla Libre durante la guerra. No le dio tiempo a escapar como sus compinches del Consejo Nacional de Defensa y cayó prisionero en Alicante. Entre sus pertenencias en Albatera tenía una maleta que contenía ese manuscrito, que le requisamos. A simple vista hay muchos errores, Guzmán habla de oídas o mezcla cosas en su imaginación, pero querría disipar cualquier duda. Por ejemplo, habla de que se conocieron tras la batalla de Guadalajara, pero esa batalla fue meses después de que salieran de Madrid.

—Leí aquel diario y al compañero Guzmán, pero no le conozco en persona.

Entonces el guardia civil soltó la bomba.

—Es fundamental saber qué hizo Tina. Cuál fue su verdadera implicación. Y si para eso hay que preguntar a los miembros del Comité Nacional, que permanecen en Francia, vaya pensando en la fuga, en unos días. Le orquestaremos un escape para cubrirle las espaldas, pero lo demás es responsabilidad suya. No me interesa cómo cruce ni que mecanismos utilice. No le seguiremos. Eso sí, dispondremos una cita en una ciudad francesa, y si no aparece, ya sabremos a qué atenernos con su hermano.

Aquellas palabras hicieron que Julián abriese los ojos de inmediato. El giro final le resultó sorprendente. Daba profundidad al argumento, posibilidades de desarrollo. Y, a la vez, le despertó una sensación de peligro indefinido. Aquello que le estaba sugiriendo aquel hombre podía ser una trampa, no sabía de qué naturaleza.

—Haga sus contactos —siguió Manzanedo, mientras con la mano abierta indicó al preso que su momento de disfrute con la fotografía había acabado—. En poco tiempo tendrá un traslado y será el momento. Recibirá mis instrucciones un día antes.

—¿Es buena? —Montes dejó la fotografía en la palma de la mano del guardia civil.

—¿A qué se refiere?

—A esa novela.

Por primera vez desde que Manzanedo entró en su vida, Montes disfrutó con el desconcierto del guardia civil. Lo vio mirar al lugar donde había dejado la novela policíaca. Gozando de cada una de sus palabras, Julián habló despacio.

—Me refiero a la que me acaba de decir hace un momento, la del compañero Guzmán. Si me deja leerla, tal vez tenga alguna pista de la que tirar. A mí siempre me ha gustado leer. Me encantan las novelas policíacas —dijo con intención.

—No, no merece la pena, puede confundirlo —respondió Manzanedo tras un par de segundos, ya repuesto—. Usted céntrese en la realidad, en la verdad. La muerte es una cosa muy seria.

«Y tanto», pensó Julián. Por eso los vencedores aplicaban la pena capital con tanta profusión. Eran gente seria, los fascistas, con sonrisa de chacal. Así al menos le pareció el comandante Manzanedo cuando se levantó y en el último momento le ofreció un cigarrillo.

—Tenga. Relájese, para sus nervios. Ya verá que en esta película no somos los malos.