CAPÍTULO 6
Callie bajó la escalera abrochándose los guantes. En el vestíbulo estaba su baúl de viaje, manchado de sal y mucho más ligero que cuando llegó. Como se temía, el agua del mar le había estropeado buena parte de la ropa, le había encogido algunas prendas y había desteñido una chaquetilla de color rojo, cuyo tinte había manchado todo lo que tenía alrededor.
—Nicky —volvió a llamar por la escalera—, date prisa. El señor Renfrew está esperando.
Mientras hablaba, Gabriel entró en el vestíbulo. Alzó la mirada y ella se quedó inmóvil, inmediatamente cohibida. Aquello era ridículo, se riñó Callie en silencio. Como si no hubiera bajado una escalera centenares de veces... con centenares de personas observándola. Estaba acostumbrada a que la gente mirara todos y cada uno de sus movimientos y la evaluara con ojo crítico. Por lo general, para encontrarle fallos.
Ese era el problema. Él no la observaba con ojo crítico en absoluto, aunque llevaba puesta la antigua capa de viaje de su difunta tía abuela, cuyo dobladillo había sido precipitadamente hilvanado. La señora Barrow la había obligado a aceptarla, y también le había dado a Callie uno de los sombreros de la anciana señora: uno de fieltro negro con un ramillete de flores moradas, justo lo apropiado para una viuda.
Se obligó a moverse y fingió abotonarse los guantes de nuevo para no tener que mirarlo a los ojos y ver el afecto que había en ellos.
—¡Nicky! —gritó otra vez.
—Ya está aquí abajo —dijo Gabriel—. En la cocina, despidiéndose de los Barrow y de Jim. Y, seguramente, comiendo pastelillos de confitura. La señora Barrow acaba de sacar una hornada.
Callie asintió. Aquella grave voz... Incluso cuando decía las cosas más triviales, Gabe la hacía estremecerse por dentro. Su ofrecimiento de protegerla le había parecido muy... atractivo. Si su situación hubiese sido distinta, tal vez habría estado tentada de correr el riesgo.
Él dio un paso adelante y le tendió la mano para ayudarla a bajar los últimos escalones, como si necesitara su ayuda. No la necesitaba en absoluto, pero Callie le permitió que metiera su enguantada mano en el hueco de su brazo. Al mismo tiempo, Nicky y su amigo, Jim, entraron en el vestíbulo, seguidos por los Barrow.
—Eh, chaval, tú vuelve aquí —dijo la señora Barrow, y con rápida mano agarró a Nicky por el cuello de la camisa y tiró de él hacia atrás—. ¡No pienso permitir que ningún muchacho salga de mi cocina con pinta de haber estado en una pocilga!
Con un paño húmedo le frotó la cara para quitarle las manchas de confitura, mientras que Jim, viendo su futuro inmediato con aprensión, se apresuraba a restregarse la boca con la manga.
Nicky se sometió a la limpieza al tiempo que dirigía una perpleja mirada a su madre. No lo habían zarandeado de manera tan poco ceremoniosa en su vida, pero a juzgar por su cara, no le importaba en absoluto. Quizá le agradara que lo tratasen como a un niño corriente, en lugar de como un príncipe.
A Callie le gustaban aquellas personas. Habían sido muy buenas con ella y con Nicky, pero no podía contarles la verdad. Si tuvieran idea de quiénes eran ella y Nicky, seguro que se filtraba, y cualquier habladuría acabaría llevando a la mala gente hasta su puerta.
Nunca se perdonaría si alguno de ellos resultara herido... o algo peor, sólo por socorrerlos a ella y a su hijo.
Se despidieron, y Callie reiteró su agradecimiento por la ayuda prestada. Pero justo cuando se volvían hacia la puerta principal, de repente se produjo un fuerte alboroto fuera: el golpear de cascos de caballos, docenas de caballos, como si llegara un pequeño ejército.
«¡El conde Anton!», pensó Callie, al tiempo que cogía de la mano a Nicky.
—Debe de ser Harry; llega pronto —dijo Gabriel y, antes de que ella pudiera avisarlo, abrió de par en par la puerta principal.
Para sorpresa de Callie, en lugar de los asesinos con librea del conde Anton, por la verja delantera entró casi una docena de caballos que se arremolinaron cerca de la puerta principal.
Con ellos había tres mozos de cuadra; cada uno llevaba de las riendas dos o tres caballos sin jinete. Un hombre moreno de cabello oscuro, montado en un caballo ruano de poderoso aspecto, parecía estar al mando. Callie se preguntó si sería Harry.
—Que tenga un buen día, capitán Renfrew, señor, ¿y dónde quiere que ponga estas preciosidades? —gritó el hombre, con marcado acento irlandés.
—¡Santo cielo, si es el sargento Delaney! —exclamó Gabriel—. Por la arcada, Delaney —gritó—. Encontrará las caballerizas sin problemas.
—Yo iré a ocuparme de eso, señor Gabe —dijo Barrow—. ¡Qué magníficos caballos! Buenos días, Ethan —le gritó a Delaney.
Una amplia sonrisa apareció de pronto en el rostro del hombre moreno.
—Barrow, ¿verdad? No sabía que estabas aquí. ¡Hoy es día de reencuentro con los viejos conocidos, sin duda alguna! Tú cuidarás bien de estas bellezas, ya lo sé. —Delaney desmontó y le lanzó las riendas a uno de los mozos de cuadra—. Venga, muchachos, lleváoslos y acomodadlos... El señor Barrow es el encargado. Yo voy a hablar aquí con el capitán.
La joven caballada, yeguas en su mayoría, rodeó en tropel el lateral de la casa y desapareció por el arco que daba al patio. Al mismo tiempo Barrow atajó por la cocina para llegar al patio, seguido por Nicky y Jim.
El señor Ethan Delaney subió los escalones, y los dos hombres se estrecharon las manos. De estatura mediana, el irlandés era robusto y fuerte. Caminaba con un balanceo que a Callie le resultó de lo más familiar: la manera de andar de un hombre que, prácticamente, había nacido a caballo. Su rostro de aspecto duro y su complexión de púgil formaban un extraño contraste con su atuendo, pues, aunque vestía traje de montar, iba muy bien arreglado y a la moda, con unas relucientes botas negras, un elegante pañuelo de cuello y una casaca de lana extrafina azul oscuro, de buen corte.
—¿De dónde diablos sale, Delaney? —exclamó Gabriel—. La última vez que lo vi fue en Salamanca, sangrando como un cerdo y poniéndose perdido su precioso uniforme.
—Me encontraba en Tattersalls y su hermano se tropezó conmigo. —Meneó la cabeza—. Últimamente no he tenido mucha suerte que digamos, señor. Ningún caballero de Londres quiere contratar a un viejo irlandés; hay montones de antiguos soldados... Pero por lo visto su hermano ha pensado que tal vez pueda ser de ayuda en este nuevo proyecto de ustedes, así que me ha nombrado adiestrador.
—¡Y con razón! —Gabriel le dio una palmada en el hombro—. Y cuando vean lo bien que se le dan a usted los caballos, se lo disputarán.
—Vaya, pues a lo mejor descubren que no soy un hombre fácil de convencer —dijo Delaney—. Bueno, ¿quiere echarles un vistazo a esos caballos, capitán?
Gabe miró a Callie.
—Delaney, le presento a la señora Prynne, que ha sido mi invitada junto con su hijo. Estoy a punto de acompañarla a casa de su amiga, cerca de Lulworth, así que no tendré tiempo de ver los caballos hasta que vuelva.
—A Lulworth, ¿no? —dijo Delaney después de que hubieron intercambiado saludos—. ¿Pues les importa si voy con ustedes? He oído por casualidad que hay un semental cerca de Lulworth que tal vez esté en venta, y cuanto antes lo compruebe, mejor. —Se volvió hacia Gabe—. Por lo visto un tipo llamado Blaxland, un diablo jugando al chaquete, tiene que venderlo todo. Y parece ser que vende a Rayo por una suma apropiada...
- ¡Rayol ¿El ganador del derby?
Delaney dejó ver una amplia sonrisa.
—Sí, el mismo. Harry y yo tenemos intención de hacerle una oferta a Blaxland.
Gabriel alzó las cejas.
—¿Harry y usted?
El irlandés asintió.
—Tengo unos ahorros guardados, unos ahorrillos... He estado buscando una inversión de futuro para mi vejez. —Se removió, incómodo—. Así no sería sólo el adiestrador sino socio comanditario... Es decir, si a usted le parece, señor.
Se quedó mirando atentamente al hombre más joven con expresión vacilante. Callie advirtió que, además de la edad, entre ellos había una diferencia de posición social.
Gabriel se encogió de hombros.
—Es el sueño y el proyecto de Harry, así que le corresponde a él decidir. Pero si dependiera de mí, yo le daría la bienvenida, Delaney. Un hombre con sus dotes es una valiosa adquisición. Es usted trabajador, y además es un hombre honrado. Trabajaremos bien juntos.
Al irlandés se le iluminó la cara.
—Eso es fabuloso, señor. Harry dijo que a usted no le importaría, pero yo no estaba seguro. Ya sabe, usted es el hijo de un lord y yo sólo soy un pobre irlandés palurdo...
—... que es un genio con los caballos —terminó Gabriel—. Bueno, preferiría no tener a la señora Prynne ahí de pie más tiempo, de modo que...
—Soy perfectamente capaz de estar de pie un poco más —lo interrumpió Callie—. Desde luego, lo bastante para que el señor Delaney se refresque después de su viaje. Y además noto que está usted deseando ver esos caballos que ha traído, así que ¿retrasamos mi partida una hora o dos?
—Es todo un detalle por su parte, señora —dijo Delaney—. Muchas gracias. Iré a comprobar que las yeguas estén instaladas y después me lavaré y me peinaré un poco. Y quizá me tome rápidamente una taza de té.
Inclinó la cabeza y se marchó corriendo.
Gabriel tomó la enguantada mano de Callie.
—Gracias —dijo con voz grave; le alzó la mano y se la besó—. Entonces salimos para Lulworth dentro de una hora.
Ella se ruborizó mientras lo veía bajar corriendo los escalones de dos en dos. Incluso a través del guante, seguía sintiendo su beso.
—Eso es West Lulworth, ahí abajo, y allá está la ensenada de Lulworth.
Gabriel señaló con el puño de la fusta. Iban en un carruaje pequeño, ligero y muy rápido, pintado de gris oscuro con ribetes de color rojo cereza y tirado por dos caballos rucios grises.
—Qué paisaje tan encantador —exclamó Callie.
Contempló la extensión de agua, en forma de herradura perfecta, que se extendía más allá del desordenado conjunto de casitas con tejado de paja que constituían el pueblo. A la luz del sol la ensenada de Lulworth relucía con un azul deslumbrante. La salpicaban unas cuantas barquichuelas de pesca, y en ella había también un gran velero blanco de elegantes líneas.
—¿Dónde vive exactamente su amiga? —preguntó Gabriel.
—En una casa que se llama «Rose Cottage». Está a pocos metros hacia el oeste del pueblo. Tengo una especie de mapa aquí.
Callie sacó una carta de su diminuto bolsito y se la dio.
Ethan Delaney cabalgaba al lado del coche, en su grande y feo caballo ruano. Encajaba bien con él, pensó Callie. El señor Delaney tenía aspecto de haber tenido una vida dura. Su nariz grande daba muestras de haberse roto más de una vez, y además tenía varias cicatrices en la cara y las manos, un diente mellado y una oreja que parecía que se la hubieran mascado en algún momento. Su pelo, tupido y oscuro, empezaba a canear en las sienes y llevaba un corte horroroso, según sospechó ella, para ocultar que era rizado. Sin embargo su chaleco era magnífico, aunque algo llamativo, y sus botas relucían de tanto betún que les había puesto.
—Está haciendo un trabajo fabuloso, joven Nicky —gritó Delaney en ese momento—. ¡No me diga que es la primera vez que coge usted las riendas!
Nicky enderezó la espalda y le dio las gracias con un rápido y tímido movimiento de cabeza.
Inmediatamente, Callie le tomó afecto a aquel hombre. A pesar de su duro aspecto, el señor Delaney tenía buen corazón. Casi tan bueno como el de Gabriel.
Gabriel había decidido aprovechar el viaje para enseñarle a Nicky a llevar un tronco de caballos, haciéndole demostraciones y explicándoselo con voz tranquila y grave. Luego, al llegar al tramo despejado de la carretera, le había pasado a Nicky las riendas, le había enseñado a agarrarlas y había dejado que le cogiera el truco él solo. Nada de abrumar al niño con una sarta de consejos para ponerlo nervioso; ni rastro de ansiedad. Sencillamente, se puso cómodo y le confió a Nicky su queridísimo par de grises.
—Sí, tiene un don innato —convino Gabriel mientras leía con detenimiento la carta—. Maneja las riendas con mucha delicadeza.
Callie vio que su hijo lanzaba una rápida mirada de reojo al hombre grande que estaba junto a él, tratando de estimar si el cumplido era auténtico o no. En seguida se hinchó de orgullo, de forma casi visible, y dirigió la mirada de nuevo hacia la carretera, frunciendo el ceño con tremenda concentración.
Callie se mordió el labio. ¿Por qué no le habría dado ese tipo de consejos su padre ni le habría dedicado elogios así de informales? Ella no recordaba ni una sola vez que Rupert le hubiera dicho a su único hijo que hacía algo bien. A los ojos de su padre, Nicky nunca estaba a la altura: era un inválido; por consiguiente, un heredero indigno.
Qué irónico que allí, entre extraños, su hijo empezara a florecer. Aquellos dos hombres tan distintos le habían mostrado una tranquila aceptación y ese tipo de amabilidad poco expresiva que sólo los hombres muy seguros de sí mismos sabían demostrarle a un niño tímido e inseguro.
Tras una breve lectura de la carta de Tibby, Gabriel volvió a coger las riendas y torció por una estrecha calzada llena de baches. Al cabo de unos minutos llegaron a una casita cubierta de rosas. Estaba al final de un camino embarrado, demasiado estrecho para que pasara el coche.
No se veía la puerta principal, pero en una ventana, una cortina se movió un poco.
—Ahí dentro hay alguien —comentó Gabriel.
—Iré un momento a preguntar —dijo Ethan Delaney, y bajó a caballo por el camino.
A Ethan el jardín le pareció tan bien cuidado y tan ordenado como un cuadro. Se apeó y, haciendo crujir la grava bajo sus pasos, tomó un sendero que rodeaba el lateral hacia la entrada.
La puerta principal tenía una aldaba de latón muy brillante. Ethan llamó con un rápido repiqueteo; era consciente de que lo observaban.
La puerta tardó un poco en abrirse, y sólo una rendija. Por ella apareció una mujer de unos treinta y cinco años, pequeña, pálida y de aspecto severo, que parecía... ¿enfadada?
—¿Qué se le ofrece? —preguntó.
El tono de su voz contradecía abiertamente su expresión. Clavó en Ethan una mirada penetrante y, con actitud furtiva, se sacó un trozo de papel de la manga y se lo enseñó.
Ethan miró el papel. Para él no significaba nada.
—Buenos días, señora. ¿Me pregunto si esto no será...?
Ella negó con la cabeza mientras lo miraba tan fijamente que Ethan creyó que los ojos se le iban a salir de las órbitas, y luego le pasó el papel con gesto brusco. Perplejo, él lo cogió.
—¿Y qué quiere que haga yo con...?
Para su asombro, la mujer extendió el brazo y le puso los dedos en la boca. Luego, con voz clara, dijo: —Perdone, pero el sitio que usted busca está justo al otro lado del pueblo. Ha desperdiciado el viaje. Tiene que dar la vuelta e ir en sentido contrario.
Mientras hablaba lo empujó con insistencia con la mano, le echó una mirada feroz y, con los ojos muy abiertos, señaló hacia atrás, primero a la derecha y luego a la izquierda.
Ethan frunció el ceño al caer en la cuenta. Aquella mujer tenía problemas. Y además estaba intentando decirle que se marchara.
Entonces, con voz relajada y potente, dijo: —Vaya, maldito sea el tipo que me dio tan malas indicaciones. Perdone que la haya molestado, señora. ¿Sabe usted?, es que queremos echarle una ojeada a un semental... Rayo... A lo mejor ha oído usted hablar de él, ¿eh, señora? Un campeón, que ahora pertenece al señor Blaxland, de la granja Rose Bay... Pues nada, entonces me voy ya, y gracias por su ayuda.
La saludó con la cabeza y regresó sin prisas por el sendero, silbando entre dientes. Al instante oyó que la puerta se cerraba tras él.
El señor Delaney montó en su caballo y volvió al trote hasta el carruaje que esperaba en al extremo del camino.
—¿Entonces no era la casa de Tibby? —dijo Callie.
Ethan meneó la cabeza ligeramente e hizo un vago gesto con la mano señalando hacia adelante. Luego se alejó con el caballo.
—¿Señor Delaney? —insistió Callie.
Pero él no le respondió hasta que hubieron pasado al otro lado de la colina. Entonces se detuvo, se volvió hacia ella y, al cabo de un momento, dijo: —Su Tibby, bueno... ¿Tendrá unos treinta y cinco años, es pequeña, esbelta, con el pelo y los ojos castaños, y tiene un modo de mirar a un hombre que lo hace sentirse como un gusano?
—¡Sí! —exclamó ella—. Esa es mi querida Tibby exactamente. ¿Y por qué nos marchamos, si está allá?
—Porque su querida Tibby tiene problemas —le dijo Ethan Delaney—. Ahora mismo ha hecho lo imposible por librarse de mí. Me ha dado esto.
Le pasó el trozo de papel.
Callie leyó la nota y luego la apretujó sin fuerzas entre los dedos.
—Ay, Dios mío... Es culpa mía.
Gabe vio que se había puesto muy blanca.
—¿Qué dice ahí? —le preguntó, pero ella ya no lo oía.
Con delicadeza, le sacó el papel de los dedos y leyó la nota en voz alta: «Socorro. Me tienen prisionera unos peligrosos extranjeros. Por favor, avise a las autoridades. Srta. J. Tibthorpe. Rose Cottage.»
Gabe miró a Callie.
—Y usted sabe quiénes son, ¿verdad?
Ella se estremeció y asintió.
—El conde Anton y sus hombres. Es el primo de mi marido. —Le dirigió una sombría mirada y bajó el tono de voz—. Él... Él quiere ver a Nicky muerto. Y a mí también, supongo.
—Bueno, pues no lo conseguirá —le dijo Gabe con calma—. Así que deje de preocuparse y dígame: ¿cuántos hombres cree que puede haber?
Ella meneó la cabeza con gesto impotente.
—No lo sé.
—Creo que hay tres o cuatro en esa casa —dijo Ethan—. No se preocupe, señora —añadió—. El capitán tendrá un plan.
Callie se volvió hacia Gabriel.
—¿Lo tiene usted?
—Lo tengo —dijo Gabe con una leve sonrisa—. Tranquilícese, sacaremos a su amiga sana y salva de ahí.
Hablaba con una tranquila seguridad en sí mismo que preocupó a Callie. El conde Anton era un hombre cruel y malvado, y allí, donde nadie lo conocía, ni siquiera tenía que fingir ser de otra manera.
Había un cruce más adelante, y Gabriel utilizó el espacio más ancho para darle la vuelta al carruaje.
—Nicky, espero que recuerdes lo que te he enseñado, porque necesito que lleves el coche otra vez por donde hemos venido...
—Yo puedo llevarlo —le dijo Callie—. No es de mi agrado, pero Rupert... mi marido, me hizo aprender.
—Estupendo, en ese caso lo llevará usted. Pero antes póngase esto —Gabe se quitó el sobretodo de viaje y se lo pasó—. Mi sombrero también. No quiero que los hombres que hay en esa casa vean que es una mujer.
Alargó la mano hasta el sombrero de Callie y la ayudó a quitárselo; luego la ayudó a ponerse el sobretodo, que le quedaba demasiado grande. Le arremangó las mangas, le abrochó los botones y después le puso su sombrero en la cabeza.
—Me siento ridícula —murmuró ella.
Él sonrió.
—Está usted encantadora. Remétase esta manta de viaje por encima de las faldas... Estupendo, ya está. Bueno, lleve el carruaje de vuelta... a la Granja. Cuéntele a Barrow lo que ha ocurrido y él se ocupará de todo.
—¿Y Nicky? —preguntó ella—. Lo buscan también a él.
Miró hacia atrás, a la perrera, y, en silencio, le hizo una pregunta con los ojos.
Él la entendió. Construida en la trasera del coche había una caja destinada a llevar los perros de caza. Desde luego allí cabía un pequeño, que de ese modo no quedaría a la vista, pensó Gabe. Era una idea excelente.
Entonces se volvió hacia Nicky y dijo: —Nicky, quiero que...
Pero dejó la frase sin terminar. El rostro de Nicky estaba muy serio, todo enormes ojos verdes; una versión en miniatura de su madre. Al niño le temblaban los labios, pero su delgado cuerpecillo se sostenía derecho como un palo, y tenía la pequeña barbilla bien apretada. Estaba listo para enfrentarse a su suerte.
Ningún poder del mundo obligaría a Gabriel a decirle a aquel valiente pequeño que se escondiera en una caja... en un ataúd, como un ratón asustado.
Miró a la madre del niño con un gesto de advertencia, y luego le dijo a Nicky: —Quiero que cuides de tu madre.
Callie lo miró frunciendo el ceño y abrió la boca para discutir. Gabe hizo un levísimo gesto negativo con la cabeza.
—¡Sí, señor! —contestó Nicky como un pequeño soldado; Gabe vio que ella miraba a su hijo y se mordía el labio.
—Tu madre va a llevar los caballos y no podrá apartar la vista de la carretera. Tú debes ser sus ojos y sus oídos, de modo que te mantendrás alerta por si ves extraños en el camino.
—Sí, señor.
—Si ves a alguien tienes que decírselo, y si a ella le parece que hay algún peligro, te pasará las riendas... Te las apañarás, estoy seguro; lo has hecho muy bien antes. Confío en que mantengas la cabeza fría.
Nicky tragó saliva, pero el pecho se le hinchó.
—Sí, señor.
Gabe ayudó a Callie a subir al asiento del cochero, y luego, de un compartimento secreto que había junto al asiento, sacó dos pistolas que en seguida inspeccionó.
Callie abrió los ojos como platos.
—Pero si usted les dispara a los hombres del conde Anton, a lo mejor Tibby...
—No tengo ninguna intención de disparar. Estas son para usted.
—¿Para mí? Pero...
—Si alguien la importuna, sólo tiene que apuntar con el cañón y apretar el gatillo. Están cebadas y a punto. —Las puso en el asiento, junto a Callie—. Si no le da, no importa: nosotros oiremos el disparo, sabremos que tiene usted problemas y acudiremos.
—Pero yo sé cómo...
—Mantenga abierta la tapa de este compartimento. Están diseñados para tener las pistolas a mano por si aparecen bandoleros o salteadores de caminos. Sólo tiene que pasarle las riendas a Nicky y sacar las pistolas.
—Pero los hombres que están en casa de Tibby estarán armados...
—Y yo también, señora —dijo Ethan Delaney; con un discreto movimiento, y como por arte de magia, sacó un siniestro cuchillo.
Afligida, ella miró al señor Renfrew.
—No se preocupe por nosotros —le dijo él—. Somos soldados, ¿recuerda?
—Pero no sabe cuántos...
Gabe esbozó una sonrisa.
—Da lo mismo.
Callie miró primero a uno y luego al otro.
—Pero...
Él le dio una palmadita en la mano.
—No se preocupe por nosotros: Ethan y yo sabemos cuidarnos. Usted limítese a concentrarse en llevar a Nicky... y a mis animales, sanos y salvos de vuelta a la Granja. Y al llegar cuénteselo a Barrow. Nosotros haremos el resto. Ahora déjeme ver cómo coge las riendas.
Callie le dirigió una inquieta mirada, pero se enrolló las riendas en las manos de forma correcta y Gabriel asintió.
Luego se inclinó hacia adelante y, en un abrir y cerrar de ojos, le dio un beso en la boca; un fuerte, breve y posesivo beso.
—Tenga cuidado. Bueno, andando.
Bajó de un salto y le dio al caballo de la izquierda una palmada en el anca. Los animales partieron rápidamente. Gabe siguió con la mirada a Callie hasta que hubo girado a la izquierda y empezó a subir la colina, de vuelta hacia la Granja, alejándose del pueblo de West Lulworth. Nadie la siguió.
Esperó hasta que el carruaje se perdió de vista y entonces se volvió hacia Ethan.
—¿De cuántos estamos hablando?
—Hay por lo menos dos hombres dentro con ella, quizá más. Oí varias voces.
Gabe asintió.
—Estupendo. Pues éste es el plan —dijo, y le explicó al irlandés exactamente lo que quería que hiciera.
Ethan soltó un silbido.
—Osado, señor, y no digamos ya arriesgado para su persona.
Gabe hizo una mueca.
—Usted haga lo que le digo, y yo me preocuparé por mi persona. —Dejó ver una amplia sonrisa—. A decir verdad, tengo muchísimas ganas.
—Harto de la vida tranquila, ¿eh?
—Un poco —reconoció él.
Hasta que había llegado Callie.
Ethan sonrió también.
—Pues entonces, vamos a ello.
Gabe trepó por el muro de piedra seca y, con sigilo, fue rodeando hasta llegar a la parte trasera de la casa. Desde allí le hizo una señal a Ethan, quien volvió trotando por la carretera, silbando fuerte, y entró de nuevo por el camino de la casa de Tibby. Bajó del caballo y, después de enrollar las riendas de cualquier modo en un arbusto, sin dejar de silbar bajó dando grandes y ruidosas zancadas por el sendero de grava y llamó a la puerta.
Tras un breve debate en voz baja, la puerta se abrió una rendija y se asomó Tibby. Al ver a Ethan abrió mucho los ojos.
Él la miró sonriendo y le hizo un guiño.
A Tibby le subieron los colores a las pálidas mejillas. Ethan comprendió que no estaba ruborizándose sino que estaba enfadada.
—Lamento incomodarla otra vez, señora —dijo en voz alta, exagerando más su acento y dando la impresión de haberse tomado unas cuantas copas—, pero olvidé que tenía un mapa encima para llegar a la granja Rose Bay, donde está el semental, ya sabe, ese del que le hablé, el campeón... Así que he pensado que podría enseñarle a usted este mapa para ver si me da unas indicaciones con sentido común.
Se produjo un breve silencio y la puerta se abrió un poco más.
Tibby metió medio cuerpo por el hueco. Sólo tenía un brazo libre, y Ethan advirtió que su falda estaba torcida, como si se la agarrara alguien.
—Muéstreme el mapa —dijo ella con los labios apretados.
Ethan sacó la nota que ella le había dado y se la enseñó. Tibby lo miró desconcertada pero había logrado captar su atención. Él volvió a guiñarle un ojo y dijo en voz alta: —Bueno, señora, aquí está la granja Rose Bay, a ver si puede usted indicarme dónde estamos ahora.
Hizo crujir el papel y le tomó la mano libre. En un movimiento automático ella fue a resistirse, pero se detuvo.
—Usted está aquí —le dijo—, y aquí es adónde tiene que ir para encontrar la granja que busca.
Ethan le apretó la mano en un gesto de aprobación y dijo: —Gracias, señora. Pero ¿le importaría mostrarme por dónde tengo que tirar, nada más? Señálemelo... Es que no soy muy bueno con los mapas de papel.
—Sí, desde luego.
Ella dio un tironcito y, al cabo de un instante, quienquiera que estuviese sujetándole el otro brazo se lo soltó. Tiraban de su falda más fuerte que nunca, pero ahora la mayor parte de su cuerpo estaba en el hueco, entre la puerta y el marco.
Ethan le dirigió una expresiva mirada y, en silencio, contó hasta tres. A la de tres, de un tirón, la sacó de la entrada y la estrechó contra su cuerpo. Se oyó el ruido de un desgarrón, pero Ethan no se detuvo a mirar. Dio un agudo silbido, e inmediatamente en la parte trasera de la casa sonó un fuerte estruendo.
En ese mismo instante Ethan cogió en brazos a Tibby, que dio un chillido y forcejeó sin mucho convencimiento, corrió por el sendero y luego la levantó hasta ponerla sobre su caballo.
Ella estuvo a punto de caerse, pero se las arregló para ponerse derecha y quedarse en su sitio.
—¿Pero qué diantres...?
—¡Silencio!
Ethan se montó detrás de ella, le ciñó la cintura con un brazo y se alejó galopando. A sus espaldas, no se oían más que gritos y estrépito por toda la casa.