CAPÍTULO 9
Gabe la pilló desprevenida y por sorpresa. Callie soltó un grito ahogado e intentó echarse atrás, pero los brazos de Gabriel se cerraron en torno a ella. Entonces le empujó el pecho con las manos y sintió el ritmo de su corazón latir más rápido que antes.
Él le rodeó la cintura con un brazo y subió el otro despacio por la columna vertebral, provocándole lentos estremecimientos de calor. Finalmente el brazo se detuvo a la altura de la nuca. Entonces, suave y rítmicamente, Gabe se la acarició con un dedo haciendo que una oleada de sensaciones le subiera y le bajara por la columna.
—¿Q...qué está haciendo? —consiguió preguntar Callie.
Con voz grave, suave y segura, Gabriel respondió: —Demostrárselo.
—¿Demostrarme qué?
Él no contestó, al menos con palabras, pero ella notó que cambiaba de postura y de pronto sintió que sus duros y fuertes muslos le sujetaban los suyos como una abrazadera. El calor de su cuerpo se le filtraba por el fino vestido, y la mezcla de aromas del ungüento sobre su piel se hizo más intensa. Seguro que le manchaba la ropa, pensó, pero sin saber por qué, no tenía suficiente valor como para moverse.
Desde tan cerca vio que sus ojos no eran sólo azules, sino azules con diminutas motas doradas, y que además estaban rodeados de un círculo azul más oscuro. Callie se dijo que eran las motas lo que los hacían chispear. Pero ahora no estaban chispeando. Sus pupilas, oscuras y grandes, parecían atraerla cada vez más cerca, como el vórtice de un remolino.
Bajo las puntas de sus dedos el corazón de Gabe latía con un apremiante ritmo que le resonaba en la mente y en el cuerpo. Sentía la cadencia del latido a través de los muslos de él, del pecho, en los músculos de los brazos que la ceñían con fuerza, en aquel calor que le empujaba el vientre.
Lo miró a los ojos, fascinada. El modo en que clavaba la vista en ella la ponía nerviosa y la hacía sentirse extrañamente débil. Apenas podía respirar. El aliento le salía en superficiales jadeos.
Tenía los labios secos y se los humedeció con la lengua. La mirada fija de él bajó hasta su boca.
Y entonces, con desesperante e insoportable lentitud, Gabe inclinó la cabeza y, con suavidad, hizo algo escandaloso: le lamió la boca. Fue apenas un roce, pero la hizo vibrar de tal manera que llegó a ser doloroso, en algún lugar muy hondo de su interior.
—Sus labios son tan suaves, tan sedosos... —murmuró él, y empezó a acariciarle todo el contorno de la boca con minúsculos y tentadores besos—. Increíble, teniendo en cuenta lo que les hace.
—Yo no les hago nada —se las arregló para decir ella, al tiempo que se estremecía deliciosamente mientras él le sembraba de besos el mentón.
—Sí que les hace —susurró Gabe, y ella sintió su cálido aliento en los húmedos labios como el eco de un beso; como la luz de la luna después de la luz del sol—. Siempre está mordiéndoselos.
A Callie no se le ocurrió nada que decir. Apenas podía mantenerse de pie. Se agarró a los hombros de Gabe para no caerse; eran anchos, suaves y duros como una piedra. La mano se le resbaló en los pegajosos restos del ungüento.
—Y si de verdad tiene que mordérselos —dijo él, con la boca tan pegada a ella que su grave voz vibró contra la piel—, así es como debe hacerlo.
Le mordisqueó los labios hasta que éstos se entreabrieron; entonces le tomó el labio inferior con mucha delicadeza entre los dientes y lo mordió con suavidad, una y otra vez, besando y chupando entre mordisco y mordisco.
Con cada diminuto bocado, las sensaciones corrían por el cuerpo de Callie como olas, yendo, una tras otra, directamente hasta su centro. Entonces se le doblaron las rodillas y de pronto sintió que daba sacudidas y se estremecía entre sus brazos sin poder parar, como si estuviera poseída por algo... O por alguien.
En cuanto él le liberó los labios, ella se echó atrás, sorprendida de sí misma. Le dio un empujón en el pecho y él la soltó. Callie retrocedió tambaleándose: algo raro les pasaba a sus rodillas. Buscó una silla y se sentó con un golpe sordo mientras respiraba jadeando, tratando de recuperar algo de control.
Él gimió con suavidad.
Ella lo miró fijamente.
—¿Le he hecho daño?
—Sí.
El pecho de Gabriel subía y bajaba. Tenía la voz entrecortada y la taladraba con los ojos, ahora de un oscuro azul.
Callie observó su cuerpo. ¿Quién sabe lo que le habría hecho? Se había descontrolado por completo.
—¿Qué he hecho?
—Se ha detenido.
Ella no lo comprendía.
—¿Y cómo puede hacer daño eso?
En sus emociones reinaba la mayor confusión. ¿Pero qué acababa de ocurrir?
Él le pasó el dedo suavemente por la mejilla.
—No fue un marido muy bueno para usted, ¿verdad?
Callie parpadeó ante el súbito cambio de tema, y de una sacudida apartó la cabeza de la mano de Gabe. Incluso la caricia de un solo dedo le producía escalofríos por todo el cuerpo.
—¿Rupert? Sí que fue un buen marido. Él me dio a Nicky. Y además nos protegía.
Respiró hondo varias veces y, poco a poco, fue reuniendo los jirones de su compostura.
—Pero no era usted feliz.
—Claro que sí. Era la princesa heredera, la dama más importante del país. Cualquier chica desea eso.
Ahora que se encontraba de nuevo en territorio conocido estaba mucho más tranquila. Mientras no mirase a Gabriel. Ni lo tocase. Ni oliese aquel ungüento. Se secó las manos en la falda; ya estaba estropeada de todas formas.
—Pero usted no. A usted eso le importa un ardite.
—¿Cómo lo sabe?
Ojalá dejara de mirarla. Aunque ella había desviado la vista, sentía el calor de su mirada.
—Una chica a quien le importara la posición social no dejaría que alguien como la señora Barrow la llamara «cariñín». No dejaría que su queridísimo hijo se hiciera amigo de un andrajoso pescadorcillo. No lo dejaría todo sin dudarlo un instante.
Ella no dijo nada. Creía haber recuperado la compostura. Jamás debía dejar que él le hiciera aquello de nuevo.
—Ser princesa no la hizo a usted feliz, y no creo que él la hiciera feliz tampoco.
—Se equivoca —se apresuró a replicar Callie—. Yo era feliz. Y sí que amaba a mi esposo. Lo amaba.
Lo había prometido el día de su boda y lo había amado, de veras lo había amado. Con todo el estúpido entusiasmo de sus dieciséis años.
—Ya veo. ¿Así que aquello fue el sueño juvenil del amor?
A Callie le temblaron los labios y, con un movimiento brusco, le dio la espalda. Fue con paso resuelto hasta la chimenea, cogió un atizador y se puso a golpear el fuego con violencia. El humo entró a borbotones en la habitación.
Al cabo de unos minutos dejó el atizador y anunció: —Nos marcharemos por la mañana.
Él dio un suspiro.
Ella frunció el ceño.
—¿Qué?
Gabe meneó la cabeza.
—Nada. Es sólo que esperaba estar aquí cuando llegara Harry... Pasado mañana. —Le dirigió una mirada de soslayo.
Callie clavó la vista en él, incapaz de creer la desfachatez de aquel hombre. Sin duda por eso la había besado así, para ablandarla.
—A ver si lo tengo claro —dijo ella—. Primero guarda usted mi equipaje bajo llave para obligarme a retrasar mi partida; luego me impone su compañía... ¡no deseada!, durante el viaje, ¿y ahora tiene la insolencia de sugerirme que espere otro día?
Él asintió; sus azules ojos chispeaban.
—En pocas palabras, eso es.
—Porque quiere usted recibir a su hermano.
—Sí.
Ella le lanzó una mirada asesina.
Tras un instante de silencio, él añadió: —Es un hermano muy bueno. Le tengo cariño.
No parecía estar avergonzado en absoluto.
—No me sorprende que sobreviviera usted a la guerra —dijo ella por fin.
La boca de Gabriel se movió con gesto nervioso.
—¿Y eso por qué?
—Porque está claro que nació para que lo ahorcaran —le dijo ella—. O para que lo estrangularan. La verdad es que me sorprende que nadie lo haya estrangulado. Que se haya librado de la ejecución en la horca no me extraña del todo... porque encuentro que las autoridades del gobierno muy pocas veces funcionan. Puede usted esperar a su hermano cuanto guste. Nicky y yo nos marcharemos a primera hora de la mañana.
Gabe la miró mientras Callie salía majestuosamente de la habitación, y se le secó la boca al ver el balanceo de sus caderas. Tenía el cuerpo dolorido y excitado, y se sentía a la vez frustrado y eufórico.
Se puso rápidamente una camisa y se sentó ante el escritorio que había en el rincón; luego sacó una pluma de ave y empezó a afilarla con un cortaplumas de mango de nácar. Su mente no dejaba de revivir aquel beso, pero él la obligó a centrarse en lo que había aprendido sobre Callie.
No había tenido intención de afligirla ni había querido despertarle recuerdos dolorosos. Pero sus preguntas habían provocado unas respuestas tan reveladoras que no lamentaba haberlas hecho.
Lo más fascinante era la respuesta de Callie a la pregunta que él no le había formulado. Sobre todo, al responder con tanta vehemencia: «Y sí que amaba a mi esposo. Lo amaba.»
¿Era verdad? O, parafraseando a Shakespeare, ¿acaso ella se había excedido en sus protestas?
¿Pero importaba eso? Después de todo, aquel hombre estaba muerto.
Era extraño, pensó Gabe. Hacía muy poco tiempo que la conocía, y además sabía muy poco de ella, pero inexplicablemente, Callie se había vuelto muy importante para él. Y no era sólo lujuria, aunque ésta lo asaltaba todo el tiempo que estaba con ella. Aquella boca suya todavía iba a ser su perdición.
Gimió sólo de pensar en su sabor, en su respuesta dulce y frenética. Casi se había deshecho allí mismo en sus brazos. Si no hubieran estado de pie, tal vez incluso habría sido suya.
Pero no era la primera vez que sentía deseos lujuriosos por una mujer, y su marcha nunca le había provocado pánico. No se había dejado llevar por el pánico en su vida, y mucho menos por una mujer. Pero cuando ella declaró que se marchaba... había sentido algo parecido al pánico.
El soldado que había en él reaccionó inmediatamente para asegurar su posición: hizo prisionero al equipaje. Lo tuvo como rehén hasta que ella dio su palabra de honor. No había sido uno de sus momentos militares más gloriosos.
Sólo después analizó sus actos. Lo sorprendió darse cuenta, pero allí estaba el sentimiento, de verdad y llegado por sorpresa, en su conciencia.
Con tan poco tiempo de trato, no tenía ningún derecho a pensar lo que pensaba ni a hacer los planes que estaba haciendo... Pero por lo visto, no podía evitarlo.
De forma completamente inconsciente, como una francotiradora en la oscuridad, ella le había dado justo en el corazón.
Gabriel no tenía ni idea de que pudiera ocurrir así. Nunca había planeado sentar la cabeza, ni una sola vez había pensado en el matrimonio...
¿Matrimonio? Pero si no iba a casarse, ¿no? No podía casarse.
El matrimonio era para los hombres de familia: los primogénitos que debían tener herederos, los que necesitaban a una heredera... o los estúpidos que se enamoraban.
Gabe no imaginaba que nadie pudiera estar más lejos que él de ser un hombre de familia. Nunca había visto a su padre, y ni una sola vez había estado en el hogar familiar. Había visto a sus dos hermanos mayores dos veces en su vida, que recordara; tal vez fueran tres. Esas ocasiones habían resultado forzadas e incómodas, y desde que eran adultos ninguno de ellos había tratado de que se repitieran.
Su padre había muerto mientras él estaba lejos, en la guerra, y a sus hermanos ni siquiera se les ocurrió comunicárselo. Poco después recibió la noticia de la muerte de su madre... a la que no veía desde que era niño. La muerte de la tía abuela Gert fue lo que más lo afectó; el grado de dolor que había sentido por la severa anciana lo sorprendió por su intensidad. A pesar de ser su pariente más lejana, ella era el miembro de su familia que había tenido más cerca, sin contar a Harry. De modo que no, no era un hombre de familia.
Tampoco necesitaba un heredero. Como tercer hijo estaba exento de cualquier responsabilidad, así que cualquier heredero que pudiera tener aún lo estaría más todavía.
No tenía necesidad de casarse con una heredera ni de ganarse la vida. La tía abuela Gert, la tierna y tiránica viejecita, le había dejado la Granja y casi toda su fortuna, junto con una lista de estipulaciones. En ninguna de las estipulaciones se incluía su matrimonio.
En cuanto a ser uno de aquellos pobres idiotas que se enamoraban, nunca había imaginado que eso pudiera ocurrirle a él. Se había propuesto no permitir que le ocurriera. Los enamorados se hacían cosas terribles, y las consecuencias las padecían los inocentes. Él y Harry lo habían experimentado en primera persona, aunque de modos distintos. Ya era malo destrozarse la vida mutuamente, pero en el matrimonio, cuando las cosas iban mal, eran los hijos los que más sufrían...
Gabe sacó varias hojas de papel de cartas, levemente amarillento, que nadie había tocado desde los tiempos de la tía abuela Gert. Una y otra vez había visto cómo el amor afectaba a los otros, y se creía inmune. Ni siquiera estaba seguro de que ahora estuviera sucediéndole a él.
Lo único que sabía era que cada vez que miraba a Callie quería acariciarla, saborearla, abrazarla... Y que hasta el último de sus instintos le gritaba que no la dejase marchar.
Agitó un bote de tinta. Aquellos instintos lo habían mantenido vivo durante los ocho años de guerra; no iba a empezar a ignorarlos ahora.
Los últimos rayos del sol rozaron el curvo ventanal octogonal y, perezosamente, se marcharon. Pronto oscurecería. Callie todavía no había admitido la derrota, pero le había concedido un aplazamiento. Él contaba con una noche. Necesitaba al menos dos más; era lo que tardarían los otros en llegar allí.
Cuando ella estuviera viajando, sería muchísimo más vulnerable. No había querido alarmarla más, pero si él hubiera sido el conde Anton y su presa se le hubiera escapado de las manos, pondría hombres en cada una de las carreteras principales que salían de Lulworth y en varias de las principales posadas de la ruta de diligencias que había en la carretera de Londres. A una mujer sola con un chiquillo que cojeaba se les seguiría la pista sin dificultad.
Cuando por fin saliera hacia Londres, se dijo Gabe, a Callie la acompañarían cuatro de los mejores... Los Ángeles del Duque o, como los llamaban algunos, los Jinetes del Diablo: Rafe, Harry y Luke. Y, por supuesto, él mismo.
Harry ya estaba de camino, con los caballos.
Rafe estaba en una reunión social que se daba en una casa de campo en Aldershot, tratando de armarse de valor para hacer lo que su familia esperaba... no, lo que su familia lo instaba a hacer, por mucho que a Rafe se le atragantara hasta la idea: casarse con una heredera.
En cuanto a Luke, estaba en Londres, aunque sabría Dios lo que estaba haciendo... Cualquier cosa que enterrara los recuerdos del convento de los Ángeles. Pobre Luke... De todos ellos, era él a quien más atormentaba el pasado. Si no aprendía a dominarlo, Gabe temía que se volviera loco. A Luke le iría bien tener un problema de verdad por el que preocuparse, algo real que le conectara con el aquí y el ahora: una mujer, un niño a quienes pudiera proteger.
Gabe metió la pluma en el tintero y empezó a escribir.
Aquella noche la cena se sirvió en el pequeño gabinete, y de nuevo la señora Barrow empleó a los niños como camareros, sólo que esta vez le pidió permiso a Callie.
Luego le explicó que antes les había dado de comer en la cocina.
—Los modales del joven Jim no valen para estar delante de la gente, Alteza. Su Nicky, bueno, es un caballerito tan correcto que casi hace daño verlo, así que me parece que Jim pronto aprenderá a comportarse bien.
A Callie no la sorprendió lo que decía la señora Barrow. Nicky era correctísimo, y se notaba todavía más allí, donde todo era más relajado.
Allá en Zindaria, siempre que cenaban en familia, Rupert no paraba de dirigirle a su hijo continuas enseñanzas y críticas: por sus modales, su porte, el modo en que partía el pan o sus esfuerzos por responder a las tácticas para entablar conversación con que su padre lo acribillaba.
Rupert era un hombre bastante bueno, pensó Callie con tristeza, pero estaba decidido a hacer de su hijo un príncipe digno de tal nombre. Sus métodos resultaban demasiado exigentes para un chiquillo sensible.
Y eso era algo que a ella le tocaba remediar.
Quizá el hecho de que Nicky se convirtiera en ejemplo de Jim en cuanto a buenos modales en la cocina le proporcionase un poco de aquella confianza en sí mismo que le faltaba.
Como sabía lo mucho que había disfrutado sirviendo la mesa por la mañana, aceptó.
—Muy bien. Pero después de la cena envíemelo a la sala, por favor.
Había sido un día muy importante y quería hablar con su hijo, saber lo que pensaba y, además, tranquilizarlo si fuera preciso.
También estaba un poco preocupada por el modo en que se había tomado el anuncio de que iban a marcharse. No dijo nada (siempre era obediente y bien educado), pero en su cara se había dibujado un gesto de total consternación.
Callie sabía que era difícil para él. En aquel lugar se sentía a gusto, e incluso parecía hacerle gracia el áspero carácter mandón de la señora Barrow. Había buscado sanguijuelas, se había peleado por primera vez en su vida y de la pelea había sacado un buen amigo... Los varones eran criaturas extrañas.
Incluso había dado el primer paseo a caballo de su vida que no terminaba con él en el suelo, provocando la risa o algo más vergonzoso todavía: un violento silencio.
Aunque viviera cien años, Callie nunca olvidaría cómo la había saludado aquella mañana, todo lleno de barro, sonriéndole desde el lomo de un gigantesco caballo delante de Gabriel, jadeante de euforia y de satisfacción... Y de una incipiente seguridad en sí mismo.
Allí estaba feliz, más feliz de lo que ella lo había visto jamás, y la apenaba llevárselo. Pero era su felicidad o su seguridad. El conde Anton no los había perseguido hasta tan lejos para darse por vencido y volverse a su país sin ofrecer resistencia.
Callie tenía pensada una íntima conversación de sobremesa con su hijo, pero Nicky apareció con su amigo Jim, y además los hombres la sorprendieron al no entretenerse tomando el oporto para acompañarlos a ella, a Tibby y a los niños.
—¿Queréis que os enseñe a jugar al ajedrez, muchachos? —preguntó el señor Delaney, al tiempo que sacaba una cajita de madera que, al abrirse, se convertía en un tablero de ajedrez—. Es un juego fabuloso para pasar una noche fría.
Jim tenía muchas ganas de aprender, así que Nicky se quedó rondando y observando en silencio. Tibby se acercó a mirar también. Callie sonrió. Incluso su padre consideraba a Tibby una digna adversaria.
Gabe acercó una silla y se puso al lado de Callie. Durante un rato no dijo nada; se limitó a repartir el tiempo entre ver cómo ella fingía coser y mirar la lección de ajedrez.
—Su hijo ya sabe jugar al ajedrez —comentó.
Callie lo miró, sorprendida.
—¿Cómo lo ha sabido?
Él se encogió de hombros.
—Está observando cómo se relacionan los jugadores en vez de intentar aprender la mecánica del juego. Y como me da la impresión de que es un niño al que le gusta saber cosas, supongo que es que ya conoce los movimientos.
Ella asintió con un breve movimiento de cabeza.
—Sí. Mi padre y mi esposo eran muy aficionados a jugar al ajedrez.
—Apuesto a que se lo tomaban muy en serio también.
Callie asintió. Gabe guardó silencio un instante y luego dijo: —Es como verme a mí mismo y a Harry otra vez. Harry era tan salvaje como el joven Jim, y seguramente yo era igual de inseguro que Nicky.
¿Inseguro? Gabe se quedó pensando en la palabra. Nunca se había considerado inseguro.
Pero al ver el rostro reservado e inteligente del pequeño, sus rápidas y tímidas respuestas al ruidoso intercambio de réplicas agudas entre Ethan y Jim, de repente Gabe recordó lo que era sentirse excluido, ansiar ser aceptado y encontrar su sitio de verdad. Agradecer cualquier migaja de aprobación.
Había olvidado que se hubiera sentido así alguna vez.
Miró a Callie a la cara. Sus palabras la habían molestado.
—Es un niño extraordinario y valeroso. No se preocupe, ya se le pasará —le dijo Gabe con dulzura.
A él se le había pasado.
—Mi hijo no es inseguro, y además dudo de que sepa usted siquiera el significado de esa palabra —repuso ella.
Pretendía ser una reprimenda pero, sin darse cuenta, Callie le ofrecía a Gabe una oportunidad que él no desaprovechó.
—Oh, se lo aseguro, comprendo lo que significa «inseguro», en particular desde esta tarde —murmuró con una voz cada más grave.
Bajó la mirada hacia su boca y suspiró de forma insinuante. Y aunque sólo estaba provocándola, el recuerdo del beso de antes surgió de repente, y Gabe tuvo que batallar contra su cuerpo.
A Callie le subieron los colores a las mejillas.
—Si fuera usted un caballero, no mencionaría ese incidente.
Gabe bajó de nuevo la mirada hasta su boca y la dejó allí.
—Fue un incidente especialmente dulce... Como sus labios.
—¡No se le ocurra flirtear conmigo aquí! —le ordenó ella en voz baja.
—¿Ah, no? —Él le dirigió una mirada de sorpresa falsamente inocente—. ¿Y adónde nos vamos a flirtear entonces?
Callie lo miró entornando aquellos magníficos ojos suyos.
—No vamos a ir a ningún lado.
—¿No quiere usted ir a algún sitio?
—No, no pienso moverme de este lugar.
—Estupendo. Creía que iba usted a marcharse por la mañana —dijo él en el acto—. Escuchen todos: la princesa dice que no se va después de todo. Ha decidido permanecer aquí.
Callie se quedó boquiabierta, pero antes de que tuviera tiempo de desmentir aquella escandalosa tergiversación de sus palabras, su hijo cruzó volando la habitación y la rodeó con los brazos.
—¡Ay, mamá, gracias, gracias! Tenía tantas ganas de quedarme, y además Jim me ha hablado de un sitio adonde podríamos ir a pescar, y ¿podemos ir mañana, por favor? Nunca he ido a pescar y quizá te pesque un pez para la cena. ¡Mamá, ya sabes cuánto te gusta el pescado!
Por encima de la cabeza de su hijo, Callie le lanzó una mirada asesina a Gabe, quien confió en no parecer tan engreído como se sentía. Ella había entrado muy fácilmente en su trampa, y como recompensa él ganaba otro día, por lo menos. O más, si podía convencerla. Las cartas iban ya camino hacia su destino, a toda prisa.
—No hay ningún peligro —le recordó—. Nadie sabe que usted está aquí, y no hay nada que relacione este lugar con la señorita Tibthorpe.
Vio que Callie tomaba en cuenta sus palabras al tiempo que se mordía el labio con aire pensativo. Gabe la miró, reviviendo las sensaciones que lo habían invadido al mordisquearle justo aquel mismo labio. Aún notaba el sabor a oscura miel silvestre de ella. Su cuerpo palpitó de recuerdos... Y de deseo.
Ella se acordaba también; Gabriel lo notó por el modo en que dejó de morderse el labio bruscamente y, con un parpadeo, le echó una cohibida ojeada. Al ver que él estaba mirándola se ruborizó más todavía.
Aunque Gabe también vio que estaba íntimamente furiosa por cómo la había engañado, Callie le dijo a su hijo que muy bien, que se quedarían otro día y que sí, que le permitía que fuera a pescar si el señor Renfrew los acompañaba para garantizar su seguridad.
—Estaré encantado —dijo Gabe.
Nicky se puso derecho.
—Gracias, mamá, señor.
A pesar de que casi no era capaz de contener su entusiasmo, se las arregló para hacer una meritoria inclinación de cabeza y luego volvió corriendo a la partida de ajedrez.
Callie le lanzó una irónica mirada a Gabe.
—Pues espero que disfrute de la pesca.
Él se rió.
—No, no lo espera.
—Es usted muy grosero —le dijo ella—. ¿Cómo va a saber lo que pienso?
—Ya se lo he dicho: su cara revela sus pensamientos.
—¡Tonterías! —replicó Callie—. Nadie me ha dicho nunca semejante cosa.
—Yo sé justo lo que está pensando —murmuró él.
Las cejas de ella formaron un escéptico arco.
—¿Ah, sí? Pues dígamelo, por favor.
Gabe se inclinó hacia adelante, demasiado cerca para la tranquilidad de espíritu de Callie, que se balanceó hacia atrás con cautela. Entonces él le escudriñó la cara y dejó ver una amplia sonrisa.
—Ahora mismo está deseando que me caiga en un agua muy fría y muy turbia... y que tenga sanguijuelas.
Callie lo miró con frialdad y añadió: —Y muchos hierbajos gelatinosos.
Echó un vistazo por la sala en busca de otro tema de conversación. Algo inofensivo y aburrido. En las paredes había varios cuadros; algunos paisajes, bastante oscuros y sombríos, y unos cuantos retratos que hacía años que se habían quedado anticuados.
La intrigó un retrato que estaba encima de la repisa de la chimenea. Representaba a una mujer de mediana edad, de rasgos afilados y aspecto severo. Sus ojos, de un vivo color azul, fulminaban a los ocupantes de la habitación desde lo alto de unas napias enormes.
Pobre mujer, tener que sufrir una nariz así... Eso le hizo dar gracias por su nariz corriente y respingona.
De repente la voz de Gabe la sacó de sus reflexiones con un sobresalto.
—Mi tía abuela Gert —dijo—. Ella nos crió a Harry y a mí, y me dejó esta casa. —Se puso de pie—. Bueno, ya que no quiere dejarme flirtear con usted, salvaré mi orgullo retirándome y ofreciéndole a su hijo jugar una partida. Parece estar un poco aburrido y hay otro juego de ajedrez allí en la vitrina. ¿Quiere usted acompañarnos?
—No, gracias, tengo costura —dijo ella en tono cortés.
Se quedó mirando cómo cruzaba la habitación e invitaba a su hijo a jugar una partida con él. Por su actitud parecía que estaba pidiéndoselo a otro adulto.
Luego echó un vistazo al retrato de aquella mujer de rasgos duros que estaba sobre la chimenea y se preguntó por qué una anciana tía abuela habría criado a los dos hijos menores de un aristócrata pero no a los mayores. Y por qué Harry era un hermanastro. Y además un salvajillo.
A la mañana siguiente después del desayuno, fiel a su palabra, Gabriel llevó de pesca a Jim y a Nicky. Fue un desayuno sencillo: habían llegado cuatro criadas para empezar a trabajar aquella mañana, y la señora Barrow estaba muy atareada, dirigiendo un alegre frenesí de quehaceres domésticos.
Callie y Tibby se refugiaron en la habitación octogonal y se llevaron con ellas la costura. A Nicky le hacían falta camisas nuevas y Callie necesitaba más ropa interior, de modo que las dos se sentaron en la tibia y soleada habitación, y se dedicaron a coser y a ponerse al día de los importantes pormenores ocurridos durante los años que habían pasado separadas, hablando y haciendo planes.
Alrededor de las once el señor Delaney asomó la cabeza por la puerta de la sala.
—Señorita Tibthorpe, me preguntaba... Estoy pensando en ir con el coche a la granja Rose Bay para ver ese semental y, puesto que su casa de campo está de camino, he pensado que a lo mejor quiere usted pasarse a ver si encuentra ese gato suyo. Es decir, siempre que no le importe esperar mientras yo le echo una ojeada a ese semental.
—¿Importarme esperar? Claro que no. —Tibby dejó la camisa que estaba cosiendo para Nicky y se puso de pie de un salto—. Gracias, señor Delaney, es usted muy atento. Estoy muy preocupada por Kitty-cat; es un animalito tan adorable y ha tenido una vida tan dura... —Se volvió hacia Callie—. No te importa, ¿verdad, Callie?
Callie sonrió.
—No, claro que no, Tibby querida. Vete. Espero que encuentres a tu Kitty-cat.
Tibby se marchó corriendo y Callie se quedó sola.
Prosiguió su costura. En honor a la verdad, estaba disfrutando mucho de aquella paz... pues los últimos dieciocho días los había pasado viajando, deteniéndose pocas veces y apenas durmiendo. Era maravilloso quedarse quieta sin más y no tener que preocuparse ni estar alerta; se encontraba en paradero desconocido y Nicky estaba seguro.
Sabía que con Gabriel estaba seguro de verdad. Era un hombre de quien se fiaba... en cuestiones de protección, al menos. Había sido afortunada al caer bajo su resguardo, al contar con aquel respiro antes de proseguir su camino.
Pero sólo era eso... un respiro. No se había tomado todas aquellas molestias para escaparse de una cárcel sólo para cambiarla por otra. Y era una cárcel; ya veía las señales de alarma. Segura y cómoda tal vez, pero cárcel de todos modos. Una cárcel que se habría buscado ella.
Era propensa a querer meterse en la boca del lobo.
Aquélla fue la primera lección verdadera de su matrimonio. Incluso después de tantos años, el recuerdo aún tenía la facultad de llenarla de humillación. Cómo había hecho el ridículo con Rupert. Qué ridículo tan público.
Creía que había conseguido olvidar todo aquello, pero el beso de la habitación octogonal, aquel beso extraordinario, aturdidor, sublime y terrible, lanzaba inequívocas señales de alarma.
Jamás volvería a poner su felicidad en las manos de un hombre. Ahora tenía más edad y era más juiciosa.
Se marcharía. Protegería a Nicky y se protegería a sí misma.
Aprovechó aquel momento de intimidad para descoser algunas de las joyas que había cosido en sus gruesas enaguas; no las más valiosas: sólo un alfiler de rubíes y unos pendientes de perlas. Artículos pequeños y fáciles de vender que le darían dinero en efectivo para viajar.
La cuestión era si encaminarse a otro escenario rural para vivir allí tranquilamente, o desaparecer en Londres.
«No puede seguir huyendo. Es preciso detener al conde Anton.»
Gabe tenía razón, lo sabía, pero ¿cómo iba ella a detener al conde Anton? Lo único que lo detendría sería la muerte, y no estaba segura de que fuera capaz de matar a nadie. Intentó hacer una lista con las opciones que tenía, pero no dejaban de reducirse sólo a dos: huir o matar al conde Anton... huir o matar al conde Anton.
Si Nicky abdicara... pero no podía, al menos hasta que cumpliera dieciocho años. Y, de todas formas, ella no quería que lo hiciera. Ser el príncipe de Zindaria era su derecho natural.
Planes y posibilidades se arremolinaban en su cerebro. El sol entraba a raudales por la ventana octogonal. La tibieza era divina. Dejó la costura en el regazo y cerró los ojos, sólo para disfrutar de ella un instante.
Nicky irrumpió en la habitación parloteando por los codos.
—¡Mamá, me lo he pasado estupendamente! ¡Hemos cogido muchos peces y hemos encendido un fuego en la playa, y los hemos cocinado y nos los hemos comido... con los dedos, mamá! Y era el pescado más delicioso que he comido jamás en mi vida. Y además hemos desenterrado almejitas de la arena y las hemos cocido y nos las hemos comido también. Y hemos visto a otros dos niños que Jim conocía y son muy simpáticos, y me he caído y me he mojado, pero ya estoy seco porque uno de los otros niños vivía en una cabaña rarísima cerca de la playa y me prestó ropa mientras la mía se secaba. ¡Ay, mamá, tenías que haber estado allí!
Para cuando se detuvo a tomar aliento, Callie se reía sin parar.
—¿Y has pensado en guardarme un pez, mi valiente pescador?
—Sí, claro, mamá. Te prometí que lo haría.
—Desde luego que sí, cielo. Gracias. —Miró al hombre alto que se apoyaba con ademán relajado en la puerta, observándolos con una leve sonrisa—. Gracias, señor Renfrew. —Alzó la vista y le sonrió—. No he visto a Nicky tan feliz... oh, nunca. Eso hace que todo valga la pena.
—¿Incluso el retraso que le he impuesto?
—Sí, incluso eso, aunque... —Callie escudriñó su largo y delgado cuerpo—. Supongo que no se habrá caído usted también, ¿verdad? —preguntó esperanzada.
Él se rió.
—Nones.
—¿Ninguna langosta o ningún cangrejo le ha pellizcado los dedos de las manos o de los pies?
—Nones.
Ella soltó un fingido suspiro.
—Vaya; bueno, imagino que no se puede tener todo. Deberemos contentarnos con lo estupendamente que se lo ha pasado Nicky.
Intentó no sonreír, pero la sonrisa se le escapó de todas formas.
Pasó los dedos con gesto cariñoso por el pelo de Nicky... y vio algo. Entonces frunció el ceño y miró más de cerca.
—¿Qué...? Esto es un... Es un...
—Una liendre. Un piojo —dijo Gabriel, mirando por encima de su hombro—. En realidad, varios piojos. Mire, ahí hay otro.
—¿Piojos? —exclamó ella—. ¿Mi hijo tiene piojos?
A él pareció hacerle gracia su horror.
—No se preocupe, no comen mucho.
Ella clavó la vista en él, muda de indignación.
—No le gustan mucho las cosas que se retuercen y se arrastran, ¿verdad? —comentó él—. Sanguijuelas, piojos...
—¡No, no me gustan demasiado! —le espetó ella, enojada y molesta por su regocijo. Los piojos eran bichos repelentes y sucios. Su hijo no había estado jamás en su vida expuesto a semejantes insectos—. ¿Nicky, cómo te has...? —no terminó la frase; debía de haber ocurrido cuando se cambió la ropa por la de aquel otro niño. Miró a Gabriel—. ¿Cómo ha podido usted permitir que pasara esto?
Gabe se encogió de hombros en ademán indiferente.
—Las liendres no lo matarán. Usted misma ha dicho que ha pasado un día estupendo. Además, a lo mejor incluso le sientan bien.
—¿Que le sientan bien? —Callie se estremeció.
—Algún día Nicky será príncipe heredero de Zindaria. Dígame, ¿quién será mejor gobernante, el hombre que no tiene ni idea de la vida cotidiana y de las penalidades de la gente corriente, o el hombre que, de niño, se codeaba... o se rozaba la cabeza, con los hijos de los pobres?
Ella cerró los ojos.
—De acuerdo, creo que no le falta razón.
—Así que no se preocupe por los piojos y los golpes, ni por los arañazos ni el barro ni las pulgas...
Ella abrió los ojos.
—¿Pulgas? —dijo con voz débil.
Los ojos azules brillaron de picardía.
—Seguro que hay pulgas. Pero la señora Barrow está de lo más acostumbrada a tratar con los niños y con el «ganado» que traen de vuelta. Meterá volando a Nicky y a Jim en una bañera, los repasará con un peine de púas finas y les pondrá en el pelo su crema especial para las liendres... Es apestosa pero eficaz, se lo aseguro. Y además hervirá su ropa en la caldera de lavar.
—¿Cómo sabe usted tanto de...? —Les echó un vistazo a los piojos que había en el cabello de su hijo y se estremeció.
—Yo también he tenido piojos otras veces. Son una continua molestia en el ejército... Sí, hasta los oficiales los tienen. Y además cuando éramos niños, también Harry y yo pillamos nuestro correspondiente «ganado corporal». Nos criamos como salvajes con los chavales de por aquí también.
Callie le dio un empujoncito a su hijo.
—Anda, Nicky, ve a enseñarle a la señora Barrow lo que has cogido hoy además del pescado.
Nicky se levantó y exclamó: —¡He tenido sanguijuelas y ahora tengo piojos!
Callie y Gabriel se rieron ante el evidente orgullo con que el pequeño contaba sus éxitos.
—Efectivamente, Nicky, y esa experiencia te hará mejor príncipe algún día —dijo Gabriel, al tiempo que le revolvía el cabello al pasar.
Callie lo miró y sonrió.
Una vez que Nicky se hubo marchado, Gabe le dijo a Callie: —Me alegra ver que lo acepta usted.
—Dios me libre de estorbar la evolución principesca de Nicky. —Miró a Gabriel—. Supongo que no habrá pillado usted «ganado» también...
—No. Se ve que hoy no tiene usted suerte.
Callie trató de no sonreír.
—No estoy tan segura —dijo—. Ahora acaba de revolverle el pelo a mi hijo. Y además lleva unos minutos rascándose... Quizá debería ir a ver a la señora Barrow usted también.