CAPÍTULO 13
Londres era más grande de lo que Callie recordaba. Más grande, más ruidoso, más sucio y más apasionante. Empezó a sentir cierta aprensión.
En el almuerzo había discutido con Gabriel, que se había mostrado muy poco razonable. Callie se había limitado a pedirle que le recomendara un hotel, y él le había dicho en términos bien claros que ella no iba a hospedarse en ningún hotel, que iba a quedarse con su tía lady Gosforth, y punto. Ya le había escrito y la tía Maude estaba esperándolos.
Entonces Callie le hizo notar que ella no tenía ningún derecho a imponerse a su tía ni a su hospitalidad. Su tía estaba encantada, afirmó él, dando por zanjada la conversación.
Y cuando Callie aseguró que no comprendía cómo ninguna tía iba a estar encantada de que le colocaran en su casa a unos completos desconocidos, Gabe hizo un sonido maleducado y dijo que él creía conocer a su tía mejor que ella.
La pequeña cabalgata se detuvo ante una impresionante casa de Mount Street. Gabriel ayudó a Callie y a Tibby a bajar de la calesa y subió con ellas los escalones hasta la puerta principal. Ésta se abrió suavemente cuando se acercaron.
—Buenas, Sprotton. Espero que esté bien.
El muy señorial mayordomo inclinó la cabeza.
—Buenas tardes, señor Gabe, espero que su viaje haya sido agradable y sin incidentes, y, ¿me permite añadir cuánto me alegro de verlo por aquí, señor? Señoras. —Inclinó la cabeza en un saludo dirigido a Callie y Tibby, y luego prosiguió, subrayando algunas palabras de un modo solemne y enfático—. Lady Gosforth me ha pedido que los conduzca a todos arriba para que puedan lavarse y componerse...
Pero no pudo terminar la frase, porque una elegante matrona de nariz aguileña lo interrumpió.
—Sí —dijo la recién llegada—. Pero luego he decidido que estaba deseando conocerlas. —Avanzó con las manos tendidas en un cordial saludo que no se correspondía con sus severas facciones—. Ya sé que es el colmo de la desconsideración, queridas mías, recibirlas cuando acaban de llegar de un largo y tedioso viaje, y espero que me perdonen por ello. Encantada de conocerlas. Usted es la Prin... No, la señora Prynne, naturalmente... ya lo sé, Gabriel, pero voy a ser muy discreta... Qué ojos tan magníficos tiene usted, querida... ¿Y usted es...?
Desde lo alto de su larga nariz miró con aire de desdén a Tibby.
A Callie se le ocurrió una vía de escape e intervino. No quería que nadie menospreciara a Tibby.
—La señorita Tibthorpe, mi... mi dama de honor. Y mi... eh... mi palafrenero real está esperando fuera, con el... el compañero de viaje de mi hijo. Perdone, créame que no tenía ninguna intención de abusar de usted, pero su sobrino...
—Tonterías, no es ningún abuso, mi sobrino ha actuado muy bien al traérmela. Supongo que sus sirvientas y lacayos vienen detrás; todos son bienvenidos. Me alegro mucho de recibirla, pues hasta el momento la temporada es de lo más tediosa y, además, esta casa está demasiado vacía. —Le tendió la mano a Tibby—. Encantada de conocerla, señorita Tibthorpe. Y tú eres, por supuesto, Nicholas.
—Nikolai —la corrigió él; inclinó la cabeza de forma muy correcta y dio un taconazo.
—Qué excelentes modales, Nikolai. Toma nota, Gabriel, este niño me ha saludado y tú no.
Gabe inclinó la cabeza con ironía y dejó ver una amplia sonrisa.
—Estaba esperando a que respiraras, tía Maude.
—Tonterías, sabes perfectamente que de otro modo no hay forma de meter baza. Bueno, suban todos. Sprotton los llevará a sus alcobas y preparará agua caliente. ¿Ha dicho usted que sus sirvientas venían detrás?
—No —dijo Callie, incómoda. Ninguna dama viajaba sin su criada.
Por suerte, intervino Gabe.
—Ha perdido a su sirvienta, a sus lacayos y a varios ayudantes de cámara en una tormenta —le dijo a su tía—. Un golpe de mar los tiró del barco cuando venían a Inglaterra. Una tragedia espantosa. Cuando conocí a la señora Prynne, ella y su hijo acababan de salir del mar y estaban empapados.
Lady Gosforth se las quedó mirando fijamente.
—Qué terrible, queridas mías. Y qué bendición que sobrevivieran ustedes. Supongo que eso fue lo que le ocurrió a su ropa también. No se preocupe, mi sirvienta las atenderá y mañana nos haremos con ropa nueva. El té dentro de media hora. Gabriel, ¿adónde vas?
Gabriel, que se dirigía otra vez a la puerta principal, volvió atrás.
—Voy a quedarme en mi club...
—Tonterías, te quedarás aquí conmigo y lo mismo hará también ese desdichado hermano tuyo, y no intentes decirme que no ha venido contigo pues he mirado por la ventana y está sentado fuera en un formidable caballo castaño, tan guapo e inquietante como siempre, junto con el hermoso hijo de los Ramsey y ese otro... Ya sabes, ¿cómo se llama? Ese por el que suspiran todas las chicas. Maravillosamente guapo, con un aire de tragedia mortalmente atractivo...
—Luke Ripton —dijo Gabriel, intentando no sonreír.
—Eso es, el hijo de los Ripton. Y el otro hombre que parece un elegante boxeador profesional, ese que tiene un niño pequeño sentado a su lado... No es un mozo de cuadra, ¿verdad? No parece un mozo de cuadra.
—No, es el... eh... palafrenero real de la señora Prynne, y el niño es el compañero de viaje de su hijo.
—Es interesante. Sal corriendo y diles que están invitados todos a tomar el té y que no aceptaré un «no» por respuesta. El cocinero ha preparado pasteles de crema de limón y pan de jengibre, y además esos barquillos de azúcar tan de moda, que rellena de nata y son auténticamente decadentes. Y desde luego tú y Harry no os quedaréis en el club. —Lo miró con gesto imperioso—. Bueno, ya puedes marcharte, Gabriel. Llevad los caballos a los establos o se enfriarán con este terrible viento.
Gabriel inclinó la cabeza irónicamente y luego le guiñó un ojo a Callie, que estaba intentando reprimir la risa.
—Ahora ya sabe usted por qué les tengo terror a las mujeres.
Al mismo tiempo, Callie y lady Gosforth dieron un bufido de incredulidad. Lady Gosforth se volvió hacia Callie con una sonrisa.
—Querida, ya veo que es usted justo lo que mi sobrino necesita.
—Pero yo no soy... —empezó a decir Callie.
Pero lady Gosforth acababa de acordarse de otro asunto.
—Ah, y Gabriel —dijo—, tu hermano Nash ha estado aquí buscándote.
La expresión de Gabriel se endureció.
—Eso no tiene nada que ver conmigo.
Lady Gosforth puso los ojos en blanco.
—Bueno, pues sí que tiene que ver contigo... y con tus invitados también. —Señaló con la cabeza a Callie y a Nicky, y luego le dirigió una mirada del tipo «delante de los niños no»—. Nash cenará con nosotros esta noche y te lo explicará. —Lo miró atentamente y con intensidad—. Pero primero tomaremos el té... ¡Diles a esos otros muchachos que los espero! Ahora date prisa y atiende a los caballos.
Gabe le hizo un irónico saludo militar.
—Sí, general Gosforth.
Nash Renfrew llegó una hora antes de la cena.
—Hay un tipo, un extranjero... —le dijo a Gabe cuando estuvieron solos—, un conde de un pequeño y oscuro país, que afirma que cierto señor Renfrew, el hijo de un conde, está reteniendo de manera ilegal a su jefe del Estado. El Ministerio de Asuntos Exteriores creyó que se refería a mí, pero estaba claro que eso era un disparate, de modo que la culpa recayó en ti, aunque personalmente creo que ese hombre debe de estar mal de la azotea. Dice que tienes bajo tu custodia al príncipe heredero de su país, Zan... Zendar...
—Zindaria —lo corrigió Gabe.
Nash entornó los ojos.
—¿Quieres decir que sabes de lo que está hablando?
—Sí. La dama que se encuentra en este momento en el mejor dormitorio de invitados de la tía Gosforth es la madre del príncipe heredero. Supongo que el tipo a quien has conocido es un atildado embaucador rubio llamado conde Anton.
—Santo cielo... Pero esto es espantoso.
—Él es un tipo espantoso.
Nash hizo un gesto impaciente.
—Esto es serio, Gabriel. Es un asunto de Estado. Afirma que al príncipe heredero lo han sacado ilegalmente de su país y que debe ser devuelto.
Gabe se encogió de hombros.
—Su madre sacó del país al príncipe heredero porque intentaban matarlo. Sólo tiene siete años, y su madre, como es natural, intentó defenderlo.
Nash frunció el ceño.
—Desearía que te lo tomaras en serio. Esto puede convertirse en un conflicto internacional.
—Hablo completamente en serio —le dijo Gabe—. La vida del niño está en peligro de verdad.
—Este conde Anton es el regente. Ha asumido toda la responsabilidad sobre la seguridad del niño.
—Él es el tipo que intenta matarlo. Es el siguiente en la línea de sucesión al trono después del niño.
—Ah, ya comprendo... —Nash frunció el ceño—. Entonces es una situación delicada.
—No tiene nada de delicada... —empezó Gabe.
Nash meneó la cabeza.
—Es muy delicada. El conde Anton ha formulado una queja oficial al más alto nivel, lo cual significa que nuestro gobierno se verá obligado a actuar.
Gabe se echó hacia adelante en la butaca.
—No querrás decir que vas a entregar el niño a...
—Yo no, el gobierno. Yo sólo soy un funcionario de poca importancia.
—El niño ha de estar con su madre...
—Según la ley zindaria no. Como príncipe heredero, ha de estar en su país. Y además, en cualquier caso, es ciudadano zindario.
—Su madre es inglesa.
Nash hizo un gesto negativo.
—No. Cuando se casó con el príncipe se convirtió en zindaria. Llevo dos días revisando hasta el último detalle del caso.
—Aunque no creías que tuviera nada que ver conmigo...
Su hermano lo miró con expresión fulminante.
—Por lo poco que te conozco, la propia naturaleza extraña del caso parecía encajar contigo perfectamente.
Gabe esbozó una leve sonrisa.
—Me conoces mejor de lo que yo creía.
Nash se inclinó hacia adelante; de pronto su rostro se había puesto serio.
—Gabriel, ojalá pudiéramos acabar con esta desavenencia familiar. Creo que ahora que nuestros padres han muerto, podemos olvidar su lamentable locura y comportarnos por fin como verdaderos hermanos, ¿no?
Gabe alzó una ceja.
—¿Verdaderos hermanos? —preguntó en tono sarcástico—. Si yo soy... ¿cómo me llamabais tú y tu hermano? El bastardo legítimo. Y Harry era el ilegítimo. Así de graciosos os creíais.
Nash meneó la cabeza.
—En ese momento yo tenía once años, Gabriel, y Marcus trece, y sólo repetíamos lo que nuestro padre te llamaba... con gran imprudencia por su parte y de modo cruel, lo reconozco. Y además ya te he pedido disculpas por eso y volveré a hacerlo todas las veces que sea preciso hasta que me perdones, porque me arrepiento muchísimo de ello. Si nuestro padre te hubiera visto alguna vez, habría sabido que eras nuestro verdadero hermano.
—¿Y Harry?
Con precaución, Nash dijo: —Yo lo reconoceré como mi hermanastro ilegítimo.
Gabe dio un resoplido.
—Qué generosidad la tuya. Yo lo llamo hermano, y no acepto nada menos en su nombre. Es tan víctima de la locura de mi padre como lo fui yo. Y además Harry es la única familia que he conocido: Harry, la tía abuela Gert y, desde la última etapa de mi época escolar, la tía Gosforth. Harry es mi hermano, mi amigo del colegio, mi compañero de armas. Para mí tú y tu hermano sois dos extraños.
—No digas «tu hermano». Marcus es hermano tuyo también.
Gabe se cruzó de brazos y cambió de tema.
—Estabas hablando del príncipe heredero de Zindaria. No vas a entregarlo. No lo permitiré.
Nash se echó atrás en la butaca con expresión pensativa.
—No pienso dejarte por imposible, Gabriel. Pero volviendo al tema del príncipe heredero, si el conde busca su perdición, estoy de acuerdo: es preciso proteger a ese niño. ¿Pero cómo?
—Echa de Inglaterra a ese bastardo de una patada.
Nash lo miró de una forma que indicaba que Gabe podía dejar caer la palabra «bastardo» cuantas veces quisiera, porque no pensaba seguirle el juego.
—Por desgracia el gobierno no puede hacerlo —dijo—. Aunque pequeño, Zindaria es aliado de los austríacos y no podemos permitirnos el lujo de provocar un incidente internacional. —Cruzó los dedos y clavó la vista en ellos con gesto pensativo—. Lo que necesitamos es una complicación. Algo para que el Ministerio de Asuntos Exteriores tenga que rumiar, debatir, demorarse... La demora es el arma más útil de un gobierno.
Gabe dio un resoplido. Las demoras le habían provocado muchos problemas en el ejército: demora a la hora de conceder recursos o de suministrar víveres... Las demoras del gobierno lo exasperaban. Miró a Nash. Aunque aquel caso tal vez fuera una excepción...
Entonces se echó hacia adelante mientras se le ocurría una idea.
—Si la princesa estuviera casada con un inglés, ¿cambiaría algo las cosas?
—Sí, desde luego eso complicaría las cosas bastante, pero no lo está.
—Podría estarlo. Conmigo.
Nash se lo quedó mirando fijamente.
—¿Estás loco? Apenas la conoces.
—Eso no importa. Lo que importa es que ella no sólo estaría casada con un inglés, sino que sería con un inglés que cuenta con excelentes relaciones familiares. Una tía que es figura destacada de la alta sociedad, un hermano con una posición ventajosa en las tomas de decisiones del gobierno...
—¡Y otro hermano que es miembro de la Cámara de los Lores y armaría un alboroto enorme si alguien intentara llevarse al hijo de su cuñada! Y además, tú eres un héroe de guerra —Nash se recostó en la butaca y miró a su hermano con gesto de admiración—. Es genial. Eso sirve a nuestro propósito admirablemente... Pero ¿estás seguro de que quieres hacerlo?
Gabe asintió.
—Estoy seguro.
—La moza está para llevársela a la cama, ¿no?
Gabe clavó la vista en su hermano con expresión dura.
—No. —La palabra sonó como un trallazo.
—¿No está para llevársela a la cama?
—No es asunto tuyo, hermano.
La violencia de su reacción sorprendió a Gabe. La simple idea de que Nash considerara a Callie una moza para llevársela a la cama le había hecho sentir deseos de darle una buena paliza. Su hermano ni siquiera la conocía.
Nash lo miró con frialdad.
—De acuerdo. Al fin y al cabo será mi cuñada. Pero habrá muchas habladurías.
—Cuento con ello —dijo Gabe—. Cuanta más gente sepa de la boda, más difícil será que se lleven a su hijo fuera del país.
«Eso es —se dijo Gabe—. No dejes de recordarte que todo es por el niño.»
Aquello no tenía nada que ver con las emociones primitivas que brotaban con fuerza en su interior. En cuanto se le ocurrió la idea quiso ponerla en práctica, quiso que ella fuera su esposa. Ya, sin dilación. Su esposa.
La mujer que había repetido hasta el cansancio que no volvería a casarse jamás.
Nash asintió.
—Sí, tienes razón. Me encargaré de organizarlo inmediatamente.
Gabe frunció el ceño cuando, de pronto, cayó en la cuenta de que en el plan había un agujero bastante grande.
Al ver la expresión de su cara, su hermano dijo: —Tienes tus dudas, ¿verdad?
—No, no es eso...
—Si lo que te preocupa es la licencia especial de matrimonio, yo me encargo de eso. Y seguro que la tía Gosforth estará encantada de montar una de sus «pequeñas recepciones».
—Sí —dijo Gabe en tono distraído—. Cuantos más testigos haya, más difícil será que el gobierno actúe.
Y más difícil que ella se escapara.
Nash asintió.
—Me alegro de que entiendas la importancia de la familia, después de todo.
Gabe le dirigió una mirada severa.
—Por una buena causa, sí. Pero todavía no te entusiasmes demasiado con este plan.
—¿Por qué, qué problema hay?
Despacio, Gabe dijo: —Hay sólo una pequeña pega: una pequeña mosca en el bote de la pomada.
—¿Y cuál es?
—La novia.
—¿La novia? ¿Ella es la pega, la mosca? ¿Crees que tal vez esto no le agrade?
—Por no decir algo peor.
—No te preocupes, yo hablaré con ella —dijo Nash con voz llena de seguridad—. Se me da muy bien explicar cosas y convencer a la gente. Es mi trabajo, después de todo. Tráela aquí.
—¿Casarme con Gabriel Renfrew? ¡De ninguna manera!
Callie clavó la mirada primero en el hombre que le habían presentado como «el Honorable Nash Renfrew, que tiene un puesto importante en el gobierno», y luego en Gabriel. Se parecían mucho: la nariz, el mentón y aquellos penetrantes ojos azules. Y no digamos ya los hombros, la altura y la exasperante creencia de que sabían qué era lo mejor para ella.
—¡No pienso hacerlo! —repitió—. Es una idea ridícula. Debe de haber otra forma.
Nash meneó la cabeza.
—Lo hemos pensado mucho. Es el único modo que se nos ocurre para impedir que mi gobierno le devuelva su hijo al gobierno zindario.
—Al gobierno zindario no —se apresuró a replicar ella—. ¡Al conde Anton, la víbora que no ha dejado de maquinar para asesinarlo!
Nash se encogió de hombros.
—Lo sé; Gabriel me lo ha contado. Es una lástima, pero a menos que tenga usted pruebas, algo que Gabriel me asegura que no tiene, nuestro gobierno no puede ponerles trabas a las personalidades de importancia; el conde ha presentado todo el papeleo burocrático oportuno.
—¡El papeleo burocrático! —gritó ella, enfadada—. ¿Qué clase de personas antepondrían el papeleo burocrático a la seguridad de un niño?
Nash le dirigió una mirada que ya había visto en su hermano.
—Princesa, para un gobierno el papeleo burocrático lo es todo.
Callie le lanzó una mirada asesina y dio unos cuantos pasos furiosos por la habitación.
—Entonces me llevaré a mi hijo y huiré.
Él se encogió de hombros.
—Eso no hará más que retrasar lo inevitable. La localizarán, se la llevarán de vuelta a su país y, como usted habrá infringido la ley, la separarán de su hijo.
—¡Pero yo soy inglesa! ¡He vuelto a mi país para estar segura!
Nash hizo un gesto pesaroso.
—Por desgracia, princesa, su nacionalidad cambió al casarse. Por eso...
—¡No! ¡Ni siquiera lo tendré en cuenta! Ese plan es completamente ridículo.
—No es ridículo, ¿sabe? —dijo Gabe—. Tiene muchísimo sentido. Y además yo soy el candidato perfecto.
Ella dio un bufido.
—Sí —insistió Nash—. No conseguirá usted a nadie que le venga mejor... Al menos sin perder tiempo, y en este asunto no hay tiempo que perder. Con las relaciones familiares de los Renfrew... nuestro hermano mayor es un conde, ya sabe, disponemos de lo necesario para crear todo tipo de escándalo si alguien intenta separarla de su hijo, o de su esposo.
—¡Esposo! —exclamó ella con aborrecimiento—. Yo no quiero un esposo.
—¿Ni siquiera si eso salva a su hijo?
Callie lo miró angustiada.
—¿Cómo funcionaría ese plan?
—Si usted se casa con Gabriel, se convertirá una vez más en ciudadana inglesa. Y como él tiene excelentes relaciones familiares —Nash miró directamente a su hermano—, las emplearemos con el fin de presionar al gobierno para que retrase su acción.
—¡Retrasar! —exclamó ella—. ¿Para qué sirve el retraso? ¡Porque, si lo he comprendido a usted bien, al final tendrán que entregar a mi hijo a un asesino!
Nash la miró con gesto escandalizado.
—Princesa, se lo aseguro: el gobierno inglés tal vez esté plagado de defectos, pero en cuestiones de demora creativa no tenemos rival.
Callie se mordió el labio y se pensó lo que Nash acababa de decir.
—¿Cuánta demora cree usted que podría conseguir?
—Para siempre —dijo Nash con orgullo.
Ella lo miró con expresión dudosa.
—¿Siempre?
Nash hizo un gesto despreocupado.
—Por lo menos hasta que su hijo sea mayor de edad.
—¿O hasta que el conde Anton muera? —preguntó Gabe.
Nash inclinó la cabeza.
—En efecto. —Miró a su hermano con los ojos entornados—. Aunque si lo asesinas tú, Gabriel, no valdría. Eso complicaría las cosas enormemente.
Ella miró a Gabe con inquietud.
—No quiero que usted cometa un asesinato.
—Pues entonces su única alternativa es «cometer» un matrimonio —replicó Gabe.
Acorralada y desesperada, Callie le lanzó una mirada llena de rencor.
Gabe lo lamentaba por ella... O casi lo lamentaba. Estaba resuelto a convencerla. Ahora que estaban en Londres, Callie era muy capaz de desaparecer sin más. Su idea de hospedarse en un hotel le había causado una gran conmoción.
Tenía que conseguir que le prometiera casarse con él. Una promesa la retendría.
—Si esto salva a Nicky, ¿hay alguna opción, en realidad?
—No lo sé. No puedo pensar. Necesito tiempo —dijo ella con expresión preocupada.
Gabe la miró fijamente a los ojos y vio que estaba aterrorizada.
Una vez más, se preguntó qué le habría hecho su marido para que Callie tuviera tanto miedo de volver a casarse. Tenía que tranquilizarla. Él no le haría daño y la trataría con cariño...
—Sería puramente una cuestión de conveniencia —dijo Nash en ese momento.
De nuevo Gabe sintió el irresistible deseo de estrangularlo. Al tiempo que le lanzaba una dura mirada a su hermano, se apresuró a corregir sus palabras.
—Si es eso lo que usted quiere.
Nash alzó las cejas, pero, tranquilamente, añadió: —No piense en ello como un matrimonio; considérelo simplemente una maniobra legal, algo así como un gambito de ajedrez. Un matrimonio entre usted y mi hermano bloquearía la demanda del conde Anton por la custodia del niño y además la enmarañaría en debates legales, brindando de ese modo a nuestro gobierno una excusa para demorarse. —Esperó un instante—. Tras pensarlo muy detenidamente, creo que es el único modo de que conserve usted a su hijo consigo. —Se puso de pie—. Gabriel, tenías razón en lo de la mosca en el bote de pomada. Los dejo para que hablen de ello en privado. Me parece que entre ustedes hay cuestiones que deben resolverse antes de que pueda realizarse ningún acuerdo. Hasta la cena, que será dentro de... —consultó su reloj de bolsillo— quince minutos.
—¿Qué ha querido decir con lo de la mosca en el bote de pomada? —preguntó Callie en cuanto la puerta se cerró detrás de Nash.
—Nada. Sólo se trata de una preciosa mosca de encantadores ojos verdes. Y de la pomada más fragante —dijo Gabe con dulzura—. ¿Recuerda el olor de la pomada? Tenemos muy buenos recuerdos de la pomada, usted y yo...
Ella clavó en él una mirada severa.
—O por lo menos yo —se apresuró a terminar Gabe. Era evidente que Callie no estaba de humor para seducciones.
—¿Sabe?, ésta es la razón de que tenga tantas dudas sobre cualquier acuerdo al que pudiéramos llegar —le dijo ella—. Usted no se toma en serio a las mujeres.
—Sí que me tomo a las mujeres en se...
—Usted toma en serio a las mujeres como la señora Barrow. Usted se toma en serio a su tía abuela Gert, pero no a mí. Usted nunca me escucha.
—Yo sí que...
—Usted hace caso omiso de mis expresos deseos y no tiene la menor consideración con mis decisiones, y yo no puedo ni quiero soportarlo.
Gabriel se quedó sorprendido.
—Pero eso no es así en absoluto.
—Sí que lo es. Y además, sí me molesta, usted me toma el pelo, empieza con sus jueguecitos seductores y finge que no ha ocurrido. Como ahora. Yo tengo graves preocupaciones... Le he dicho repetidas veces, antes de que nada de esto surgiera, que no tenía ninguna intención de volver a casarme... ¡Y para colmo me habla usted de pomada! ¡Y me llama «preciosa mosca»! Como si mis preocupaciones fueran tontos disparates femeninos. ¡Bueno, pues allá en Zindaria los hombres me decían que mis temores sobre que alguien intentaba matar a mi hijo eran tontos disparates femeninos, y se equivocaban y yo llevaba razón, y además no tengo intención de aguantar que me traten como a una boba!
Dicho esto, se fue como una flecha a la ventana y se quedó quieta, de espaldas a él. El pecho le subía y le bajaba, y tenía la columna vertebral rígida de tensión.
Gabe vio que Callie estaba a punto de llorar. Y comprendió que tenía razón. Se sintió escarmentado y lleno de remordimientos. No había querido menospreciarla, sólo engatusarla para que estuviera de un humor más alegre.
¿De veras era un bravucón tan autoritario? No tenía intención de serlo. Hacía sinceramente lo que creía que era correcto.
Pero ahora comprendía lo que a ella debía de parecerle.
—Esto se debe a los años que he pasado como oficial en el ejército —explicó con arrepentimiento y pesar—. Uno tiene que decidir lo que es mejor para cuantos están a sus órdenes, y luego se convierte en un hábito. —Tragó saliva—. Y en cuanto a las burlas, no lo decía para desmerecerla a usted en absoluto. Es simplemente mi manera de ser. Lo que tía abuela Gert llamaba mi «lamentable e inoportuna tendencia a la frivolidad». Por lo visto ha empeorado... —Inspiró hondo y cuando volvió a hablar el tono de su voz era firme—. Pero estoy dispuesto a cambiar. No sé si podré —confesó—, pero si usted se casa conmigo, le prometo que lo intentaré.
Junto a la ventana se produjo un largo silencio, hasta que por fin Callie dijo: —Me agrada bastante su frivolidad a veces. Usted me hace reír, y además sé que soy demasiado seria. Pero en ocasiones pienso que emplea la frivolidad para esconder algo más hondo. —Se dio la vuelta y lo miró—. Es una manera de hacer frente al lado más oscuro de la vida, ¿verdad? Una forma de demostrar alegría ante la oscuridad, o de echar una ojeada a la superficie en lugar de mirar cara a cara el abismo...
Gabriel tragó saliva; se sentía como un insecto pinchado en un alfiler. Como si se enfrentara a un abismo.
—Quizá. A veces. Y a veces sólo es... No puedo evitarlo. Perdone si le molesta.
Ella lo miró con gesto escrutador y luego esbozó una sonrisa.
—¡A veces cuando muestra esa actitud me entran ganas de pegarle!
—Pues pégueme —dijo él inmediatamente—. Tengo la cabeza muy dura y... —de repente se interrumpió—. Ya estoy haciéndolo otra vez, ¿no? —preguntó con arrepentimiento y pesar.
Ella sonrió, aunque en esta ocasión del modo apropiado.
—Sí, pero no me importa. Me da igual lo frívolo que sea siempre que me escuche. Y está escuchándome, ¿verdad?
—Sí. —Dios mío, sí, estaba escuchándola.
Callie cruzó la habitación y volvió a sentarse; se alisó las faldas y dejó las manos en el regazo antes de decir: —Ha sido usted sincero conmigo, así que intentaré explicarle mi posición —dijo—. Sé que no siempre he elegido lo más prudente, pero el decidir por mí misma es una experiencia nueva para mí... una experiencia muy nueva y muy valiosa.
»Durante toda mi vida mi padre lo decidió todo por mí... Lo que yo hacía, lo que me ponía, lo que aprendía, lo que comía, a quién conocía... durante todas las horas del día. Y luego, cuando sólo tenía dieciséis años, me casé con el príncipe Rupert de Zindaria, quien me ordenó la vida de forma incluso más detallada y estricta que mi padre.
»Después los dos murieron con dos meses de diferencia, y durante todo un año permanecí atrapada en aquella existencia inflexiblemente ordenada hasta que la vida de mi hijo se vio amenazada, y entonces no supe en quién confiar, de modo que tuve que decidir por mí misma lo que tenía que hacer porque no había nadie más en el mundo con quien contar para que me protegiera.
»Así que tomé una decisión... la primera y, probablemente, la más importante de mi vida... No fue una decisión muy valiente, lo reconozco: huir; pero fue decisión mía y lo hicimos. Huimos.
»Y en cada uno de los dieciocho días siguientes fui tomando una decisión tras otra, para mí misma y para mi hijo. Y algunas fueron buenas y otras no, pero fueron mías también, y he aprendido de ellas —lo miró—. En mi vida no hay mucho que sea verdaderamente mío. Pero en este tiempo he aprendido una cosa: decidir por uno mismo puede ser aterrador... pero también es vivificante. Hemos llegado hasta aquí, Gabriel. He cruzado Europa con mi hijo, sola y sin ayuda. Y estoy orgullosa de ello.
»De modo que no me trate como a una niña tonta. Mi padre me mantenía así, y después mi marido, pero he jurado que no volveré más a esa situación. He pensado no casarme nunca, no profesarle nunca votos de obediencia y deber a ningún hombre.
En ese momento se le quebró la voz.
El discurso la había alterado de nuevo; se levantó de la butaca y dio unos cuantos pasos agitados por la habitación. Gabe la miró, sin tener ni idea de cómo convencerla. Lo único que se le ocurría era abrazarla, besarla y no parar hasta que consintiera en casarse con él.
Pero tenía la sospecha de que tal vez ella no recibiera con agrado aquella actitud en ese preciso instante.
Al fin Callie dijo: —Comprendo por qué mi matrimonio con un inglés es necesario...
Gabe contuvo el aliento.
Ella se mordió el labio, lo miró con gesto preocupado y añadió: —Pero quizá debería pedirle a su hermano que me buscara otro candidato.
—¿Otro candidato? —Gabe estaba atónito—. ¿Qué otro candidato?
Callie hizo un gesto impaciente.
—No sé. Alguien a quien le dé igual lo que yo haga; que no intente ordenarme la vida, que me deje seguir mi propio camino. En realidad no importa, ¿no? Al menos en un matrimonio de conveniencia. Tal vez incluso su hermano quiera pensárselo. El matrimonio con una princesa emparentada con la mitad de las familias reales de Europa sería toda una ventaja para la carrera de un diplomático emergente...
—¡Usted no va a casarse con mi hermano! —estalló Gabe.
—Bueno, no, sólo lo he mencionado como una posibilidad —le explicó ella.
—Usted no necesita ninguna otra posibilidad... ¡Me tiene a mí!
Callie frunció el ceño.
—Pero usted mismo ha dicho que tiene el hábito de dar órdenes.
Gabe la miró con cara de espanto. ¿Cómo podía pensar siquiera en casarse con otro?
—Cambiaré —dijo.
—No, no cambiará.
Él tragó saliva.
—Probablemente no lo bastante para su gusto, pero le prometo que lo intentaré.
Ella frunció el ceño, perpleja e inquieta por la evidente determinación de Gabriel de casarse con ella.
—La verdad es que parece como si quisiera usted casarse conmigo. ¿Por qué?
Gabe clavó en ella una mirada inexpresiva.
—¿Por qué? —preguntó con voz ahogada.
—Sí, ¿por qué? Hace menos de diez días que me conoce. ¿Por qué quiere embarcarse en un matrimonio de conveniencia con una mujer a la que apenas conoce, que no desea casarse y que no piensa prometer ni amarlo ni obedecerlo?
Era una buena pregunta. Él se pasó un dedo por dentro del cuello de la camisa. Carraspeó. Se había quedado totalmente en blanco.
—Eh...
Justo en ese momento sonó la campanilla de la cena.
—¡La cena! —exclamó Gabe, agradecido, y señaló hacia la puerta—. La tía Gosforth detesta que la hagan esperar.
Ella no se movió.
—Cuando haya usted respondido a mi pregunta.
Gabe buscó una respuesta que la convenciera... porque la verdad la ahuyentaría. Lo sabía porque la verdad casi lo había matado del susto a él.
Tras la puerta oyó cómo los habitantes de la casa y los invitados bajaban la escalera para reunirse en respuesta a la llamada de la cena.
—Por galantería —dijo por fin—. Por pura y desinteresada galantería. No resisto ver a una mujer con un niño en apuros. Y además no tengo planes de casarme con nadie más. Si un matrimonio de conveniencia es el precio de su seguridad, no supone pagar mucho.
Callie lo observó con aire pensativo.
—¿Y no le importa que yo no prometa amarlo ni obedecerlo? ¿Que para mí esto sólo sea una... una táctica de ajedrez?
—No, no me importa en absoluto —mintió él con convicción.
Ella vaciló y luego le tendió la mano.
—Entonces vamos a cerrar este acuerdo con un apretón de manos; nos embarcaremos en un matrimonio de conveniencia y seremos absolutamente sinceros el uno con el otro desde el principio.
—Desde luego, sinceridad desde el principio —convino Gabe, diciendo la mentira con aplomo.
No tenía la menor intención de dejar que aquello se quedara en un matrimonio de conveniencia. Sintió una leve punzada de culpabilidad al mentirle, pero la reprimió. Era casi la verdad.
Por el motivo que fuese, ella tenía miedo a ponerse en las manos de un hombre. Por supuesto la culpa la tenía aquel patán de príncipe Rupert.
Tenía que aprender que con Gabe estaba segura.
La posición de Gabe estaba clara también; sólo que no la manifestaba de forma completa y total. Intentaría cambiar sus costumbres dominantes... o por lo menos, escuchar sus opiniones. Los protegería a ella y a su hijo con la vida. Y se casaría con ella.
Gabe apenas pudo contener la oleada de intensa emoción que experimentó ante aquella idea: su esposa.
Le agarró la mano extendida y se la estrechó.
—Pero ésta no es forma de acordar un trato así —dijo—. Yo soy amante de las tradiciones.
Y entonces la atrajo hasta sus brazos.
Recelosa, Callie se puso tensa y echó la cabeza hacia atrás para apartarse de él.
—¿Qué hace?
—¿Qué cree usted que hago? ¿Cómo dice aquella frase...? Sellar el trato con un beso.
—Pero si ya hemos cerrado el trato con un apretón de manos.
—Sí, y ahora nos besaremos.
Gabe sabía que podría tomar el beso, sin más, pero hasta entonces todos los besos se los había dado por sorpresa: se los había robado. Ahora, de pronto, quería un beso de Callie, sencillo y sincero; un beso con el que hacer un pacto; un beso que contuviera una promesa.
—No tenemos por qué besarnos —insistió ella, con la columna vertebral preparada para resistirse al brazo que él le había pasado por la espalda.
Gabe aún tenía la mano de Callie en la suya y sus nudillos le rozaban el seno. No creía que ella lo hubiera notado.
Él sí lo notaba. Buena parte de su atención se centraba en aquel leve y torturante roce de su piel con el algodón, que tenía debajo un tibio y suave seno.
Cambió ligeramente de postura y sintió que el dorso de la mano se deslizaba sobre un excitado y endurecido pezón.
Callie sintió un escalofrío al notar el contacto y bajó la vista hacia sus manos unidas. Por fin se había dado cuenta. Los ojos se le oscurecieron y, con un parpadeo, volvieron a subir hasta él. Se humedeció los labios.
En el acto el cuerpo de Gabriel reaccionó. Y ella también.
Se movió, intentando soltar la mano de un tirón, pero él no la dejó y su movimiento sólo consiguió arrastrar el nudillo de Gabe de nuevo por el erguido pezón. Callie dio un grito ahogado.
—Está usted empeñado en este beso, ¿verdad? —La respiración le hacía subir y bajar el pecho.
—Sí.
El ligero y torturante movimiento de cada aliento contra el dorso de su mano lo volvía loco, pero Gabe se esforzó por controlar su cuerpo.
—¿Por qué? Usted ha estado de acuerdo en que éste sea sólo un matrimonio de conveniencia.
—Pero a todo el mundo tiene que parecerle auténtico —le recordó él—. Si queremos que la gente nos arrope y nos preste su apoyo frente a la demanda legal del conde Anton, tendremos que ganarnos su simpatía.
Callie frunció la frente mientras sopesaba sus palabras.
—Seguro que habrá muchos comentarios sobre el carácter apresurado de esta boda. Las opiniones se dividirán en dos bandos: o bien la he dejado embarazada y al final voy a hacer lo que Dios manda y me caso con usted, o estamos tan locamente enamorados que no podemos esperar. En cualquier caso lo considerarán un matrimonio por amor, y el mundo adora a los enamorados.
Sin darse cuenta, Callie había ido relajando el cuerpo que tenía pegado a Gabriel a medida que reconocía la verdad de su interpretación. Él prosiguió: —Sin embargo, cuando la noticia de la demanda del conde Anton para que le devuelvan a su hijo salga a la luz... y saldrá a la luz, las mentes más agudas de la alta sociedad se harán preguntas sobre este repentino y oportuno matrimonio. Así que debemos convencerlos... a todos, hablo de tía Maude, de mis amigos y de todo el mundo, de que esto es de verdad y estamos enamorados. Los amantes amenazados son todavía más románticos. Así el conde Anton no tendrá ninguna posibilidad.
—Su hermano sabe que esto es falso.
—Nash es diplomático: sabe mantener la boca cerrada —dijo Gabe, confiando en que fuera cierto.
Apenas conocía a su hermano, pero por lo general tenía buen ojo para la gente. A pesar de los amargos antecedentes que había entre ellos, el Nash adulto lo había sorprendido.
Callie se mordió el labio y él intentó no gemir.
—¿Entonces tenemos que fingir que estamos enamorados? —preguntó ella.
—Creo que sería buena idea —contestó Gabe con voz desapasionada. Tenía el cuerpo torturado y dolorido de deseo.
—¿Y empezamos desde este momento? ¿Con un beso? ¿Para sellar el trato?
—Sí, y además para ponernos en situación —dijo Gabe, asombrado por lo indiferente que sonaba su voz, mientras su silencioso cuerpo sentía de todo menos indiferencia.
Ella tragó saliva.
—Muy bien.
Se lamió los labios y se puso de puntillas. Gabe bajó la cabeza para acercarse a ella pero, aunque le costó controlarse, no tomó su boca; quería que ella acudiera a él.
Ella titubeó, con la boca a pocos centímetros de la suya. Gabe sintió su suave aliento en la piel; jadeaba un poco. Lo miró fijamente a los ojos, escrutadora, pensativa e indecisa. Él notaba, olía que estaba excitada, pero ella no daba muestras de tener conciencia de ello.
Callie apretó sus labios suavemente contra los suyos y se echó atrás, aguardando su reacción. Él no se movió ni la soltó, sólo esperó. E intentó acordarse de respirar.
Ella volvió a rozar sus labios con los de él, y esta vez no se apartó. Gabe sintió el ligero roce de su lengua y se abrió para ella. Callie todavía no estaba preparada para nada más y no aceptó la silenciosa invitación, sino que lo besó con fuerza, apretando sus labios con la boca entreabierta, con las bocas y los alientos pegados. Y con los cuerpos pegados.
Ya era suficiente. Era más que suficiente, teniendo en cuenta que él no podía hacerla suya en aquel instante y allí mismo.
Los nudillos de Gabe estaban atrapados entre ellos dos, apretados contra el seno de Callie. Le devolvió el beso, obligándose a no tomar las riendas. Movió ligeramente el nudillo de acá para allá contra el pezón, duro como una piedra, y ella se estremeció, dio un respingo y se echó atrás.
Gabe la soltó en el acto. Callie se tambaleó, y él la cogió por la cintura para que no se cayera.
Con los ojos muy abiertos, ella clavó la mirada en Gabe. Parecía conmocionada y al borde del pánico.
—Entonces ya está —dijo él con voz seca—. El trato está acordado. Realizaremos un matrimonio de conveniencia y haremos todo lo posible por hacer creer a la alta sociedad que estamos enamorados.
Ante su prosaica reacción, Callie se tranquilizó visiblemente. Sí, pensó Gabe, eso era lo que la asustaba: la pasión. Ciertamente, el príncipe Rupert debía de ser un tosco zoquete para tratar de forma desmañada a aquella joya de mujer.
Pero Gabe no era tan tonto: sabía reconocer un regalo de valor incalculable cuando se lo encontraba en la cima de un acantilado. Él sabría prodigarle atenciones.
Una vez que fuera suya, la seduciría con todos los recursos que poseía. Haría lo imposible por quemar aquel matrimonio de conveniencia en las llamas de la pasión y forjar con él algo valioso y duradero.
Tenía que enseñarla a amarlo.
Porque, que Dios se apiadara de él, él la amaba.