CAPÍTULO 14

- Venga, ya es hora de darles la noticia a todos.

Gabe le ofreció el brazo para conducirla a la sala, donde todo el mundo estaba reunido antes de la cena.

Callie sentía un gran vacío en la boca del estómago. No debía haber sellado el trato con un beso. Era un error. Un enorme error.

No quería darle la noticia a nadie, no quería que aquella disparatada idea se hiciera realidad.

¡Prometida en matrimonio! Para casarse. Con Gabriel Renfrew.

Fingir ante todo el mundo que estaban enamorados. No podía. No quería.

Pero debía hacerlo, se recordó. Por Nicky.

Y lo primero que tenía que hacer era recuperar su semblante normal y tranquilo. Olvidar las sensaciones que había experimentado su cuerpo al besarlo. No tenía que haber sido así. En teoría debía ser un beso formal.

No podía enfrentarse a nadie así, toda temblorosa, acalorada e inquieta.

Necesitaba un baño largo y relajante. Un baño frío.

Pero todo el mundo esperaba para entrar a cenar... Callie retrasó el momento dando vueltas ante el espejo, comprobando que el cabello no se le hubiera soltado de los recogidos. Para ser un arreglo rápido, la verdad era que la doncella de lady Gosforth había realizado un trabajo excelente. Aún parecía estar bien sujeto. Y además lady Gosforth le había dado un chal de una belleza exquisita, de fina cachemira carmesí y bordado con hilos de oro, diciendo: «Yo adoro el carmesí, querida, pero el carmesí, por desgracia, no me adora a mí.»

Era cierto: aquel color era demasiado atrevido para una dama de mediana edad, pero a Callie le sentaba perfectamente. Tenía un aspecto muy suntuoso y elegante, y el vestido de un gris apagado era el contrapunto perfecto para él.

En su cabeza se agolpaban las ideas. Ella las desechó.

Con aquel matrimonio Nicky estaría seguro. No importaba nada más.

Sería capaz de hacerlo. Todo era puro teatro, nada más. La vez anterior el problema fue que no hizo caso a todo lo que su padre le había dicho sobre lo que significaba un matrimonio de conveniencia. Se enamoró del rostro bien parecido de Rupert y dejó que sus atenciones y sus galantes cumplidos le hicieran creer que correspondía a sus sentimientos. Fue ella quien se convenció a sí misma de que era un matrimonio por amor.

No volvería a hacerlo.

Hombre prevenido... o mujer prevenida valía por dos.

Si no se enamoraba, no le harían daño. Lo único que tenía que hacer era no enamorarse de Gabriel. Podría hacerlo.

El gato escaldado del agua fría huye.

Era increíble la cantidad de refranes que se lo recordaban. ¿Por qué no les habría prestado atención antes?

—¿En qué piensas? —dijo su futuro marido en voz baja, cambiando el tratamiento formal que habían utilizado hasta ese momento.

—Más vale preve... —empezó a decir ella, pero en seguida se corrigió—. Sólo me revisaba el pelo.

—Estás muy guapa.

«¡Ja! Cumplido galante número uno», se dijo Callie. Volvió a mirar con atención el espejo y vio una cara redondeada, una nariz corriente, un cabello castaño arreglado y falto de atractivo, y un semblante colorado. Para que luego dijeran que estaba muy guapa. Con el ceño fruncido, se miró las sonrosadas mejillas y pensó que quizá se había equivocado al elegir el chal carmesí, después de todo.

—Vamos, no puedes pasarte el resto de tu vida escondiéndote aquí. La cena estará enfriándose, y cada vez que te miro me entra hambre. —Su voz se hizo más grave—. Pareces un delicioso bombón envuelta en ese chisme rojo, así que, a menos que quieras que empiece a mordisquearte...

Callie se apresuró a ir hacia la puerta. Gabe se colocó la mano de ella en el brazo y la condujo hacia la sala. A Callie el brazo de Gabe le pareció cálido y fuerte. Estaba magnífico vestido de etiqueta.

No es que a ella le importara el aspecto que tuviera.

Él la miró sonriente, con ojos afectuosos. Ella le dirigió una fría y cortés sonrisa. Tranquila. Educada. Distante. Así era como había que hacerlo.

Ojalá hubiera podido ponerse la tiara de su madre para darse valor y para darse suerte, pero resultaba bastante inadecuada en una cena informal en familia. Callie mantuvo la cabeza alta cuando entraron en la habitación y todas las miradas se posaron en ellos.

El señor Harry Morant, el señor Rafe Ramsey, el señor Luke Ripton y el señor Nash Renfrew se levantaron de sus asientos al unísono. Ella parpadeó; era la primera vez que los veía vestidos de etiqueta. Recordó que Ethan Delaney estaba en el piso de arriba, comiendo con los niños. Gabriel había dispuesto que siempre hubiera alguien con Nicky.

—Ya estáis aquí, queridos. —Lady Gosforth, ataviada con un vestido de seda color verde oliva y adornada con brillantes, avanzó con paso majestuoso—. Le quitan a una la respiración, ¿verdad?, así vestidos de etiqueta y en masse. Debería haberlos visto con el uniforme completo. ¡Querida mía, qué palpitaciones! Y provocan lo mismo en todas las mujeres, de los diecinueve a los noventa años. Bueno, vamos: la cena espera.

Se apropió de Nash como acompañante y encabezó la marcha hacia el comedor.

—Sé que debería haber invitado a unas cuantas mujeres para completar el grupo —dijo lady Gosforth mientras los lacayos rodeaban la mesa, sirviendo sopa de tortuga de una sopera de plata. Miró en torno suyo con satisfacción—. Pero ¿por qué compartirlos?, digo yo. Se le despierta a una el apetito con toda esta belleza masculina a la mesa, ¿no está de acuerdo, señorita Tibthorpe?

Tibby jamás habría pensado en semejante cuestión aunque, a juzgar por sus encendidas mejillas, comenzaba a hacerlo. Con calma, Gabriel cambió de tema, ahorrándole tener que responder.

—Tal vez os interese a todos saber que la princesa Caroline y yo vamos a casarnos el próximo viernes. Desde luego, estáis todos invitados.

Callie, que acababa de obligarse a tomar un poco de sopa de tortuga, se atragantó. Con la excusa de darle unas palmaditas en la espalda y ofrecerle un sorbo de su vino, Gabe murmuró: —¿No te lo advertí? Ha de ser pronto. No hay tiempo que perder.

Callie tomó un gran sorbo de vino e intentó recuperar la compostura.

—Sí, el viernes —dijo todo lo alegremente que pudo.

Se dio cuenta de que Tibby la miraba fijamente, boquiabierta, y le mostró una alegre sonrisa. Tibby se levantó de un salto a darle un beso, pero el tenue frunce dibujado entre sus cejas le indicó a Callie que seguía estando preocupada. Tibby era la única de todos ellos que sabía cuáles eran sus verdaderos sentimientos acerca del matrimonio.

En seguida se produjo un coro de felicitaciones. Cada uno de los hombres se levantó del asiento y fue a besarle la mano. En cuanto a lady Gosforth, se debatía entre la emoción por las próximas nupcias de su sobrino y el horror por la fecha elegida.

Ordenó que abrieran el mejor champán y luego, sin transición, le echó un buen rapapolvo a Gabriel por apremiar a la pobre muchacha sin darle tiempo ni siquiera de comprarse la ropa de novia, y mucho menos, de organizar una recepción decente.

Gabe miró a Callie sonriendo y se llevó su mano a los labios, como la viva imagen de la impaciencia propia de un enamorado. Sus labios eran firmes y cálidos.

—Será sólo una pequeña boda en la intimidad —le dijo a su tía.

A lady Gosforth pareció que se le iban a salir los ojos de las órbitas.

—¿«Pequeña» y «en la intimidad»? —Miró a Callie—. Querida, tú no puedes querer una pequeña boda en la intimidad.

—Oh, sí que la quiero —le aseguró Callie—, porque conozco a muy pocas personas en Londres; una pequeña boda en la intimidad será perfecta.

Cuanto más pequeña mejor. Intentó hacer caso omiso del hormigueo que sentía en el lugar donde él le había besado la mano. Se la frotó a escondidas en la servilleta, como si pudiera quitarse el beso y de algún modo volver a ser dueña de sí.

Estaba siendo ridícula, se dijo. Sólo era un beso.

—¿Y una recepción? —preguntó lady Gosforth.

Gabriel frunció los labios con aire pensativo.

—Bueno, quizá una recepción muy pequeña —admitió.

Nash añadió:

—Sólo para los amigos íntimos y los parientes más próximos.

Lady Gosforth asintió.

—Muy bien: una pequeña fiesta el martes próximo, pero sin notificárselo a nadie; será verdaderamente íntima, Gabriel, te lo advierto. Desde luego, será aquí.

—Exigua será perfecto, tía, gracias —dijo él.

Callie se preguntó por qué los ojos de Gabe estaban chispeando. Lo mismo que los de Nash. Incluso Harry que había hablado muy poco, parecía vagamente regocijado.

Alguna broma de familia, sin duda.

—¿De verdad estás contenta con una de esas bodas clandestinas? —le preguntó lady Gosforth a Callie.

—Sí, gracias —Callie sonrió alegre—. Bastante conte... Muy contenta. —En ese momento vio el frunce entre las cejas de Tibby, de modo que ensanchó la sonrisa, decidida a convencer a su amiga de que no había nada en absoluto por lo que preocuparse—. Hace tiempo tuve una boda a lo grande, cuando me casé con el príncipe de Zindaria —les recordó—. Me gustaría que ésta fuese distinta.

Lady Gosforth hizo un gesto desdeñoso.

—Desde luego distinta será...

Hicieron varios brindis con champán por la novia y el novio, y después, por suerte, llegó el siguiente plato. Callie comió casi todo lo que le presentaron y no saboreó casi nada. Gabriel estuvo muy atento, pasándole platos y ofreciéndole exquisiteces.

«Teatro —se recordó ella—. Todo es teatro.»

Por suerte, nadie parecía esperar que diera conversación. Todos hacían planes; planes para su boda.

Lady Gosforth anunció que llevaría a Callie y a Tibby de compras por la mañana. Y que «los muchachos» entretendrían al hijo de Callie y a Jim.

Y entonces Callie recordó que había una cosa que tenía que hacer antes de ir de compras.

—¿Puedo verte en privado después de la cena? —le susurró a Gabriel.

Los ojos de Gabe se animaron. En voz grave y baja, como si planeara una cita de enamorados, dijo: —Por supuesto. Puedes verme siempre que quieras.

—¿Te parece bien en la biblioteca, cuando los caballeros terminen su oporto y se reúnan con las damas? —sugirió ella en voz baja pero formal. No hacía falta fingir cuando nadie más los oía.

Él se llevó su mano a los labios y se la besó de nuevo.

—Estaré esperando el momento con impaciencia.

La acarició con la mirada. El lugar donde sus labios le rozaban la piel parecía palpitar. A Callie la recorrió un escalofrío.

«Gesto galante número cuatro», se recordó. ¿O era el cinco? O el seis...

Cuando las damas se retiraron para dejar a los caballeros disfrutar del oporto y los cigarros, o lo que quiera que hiciesen los caballeros después de cenar, Callie encontró ocasión para hablar tranquilamente con Tibby.

Lady Gosforth se había marchado majestuosamente en un arrebato de alegre planificación, consultando con su mayordomo, su jefe de cocina, su ama de llaves y su secretaria. Callie se había sentido un poco incómoda al dejar que una extraña asumiera la carga de organizarle la boda y le insinuó que podía encargarse ella misma, pero en el acto lady Gosforth le dijo que se olvidara de la idea.

A Callie no tardó en quedarle claro, y de forma muy contundente, que para lady Gosforth la planificación de acontecimientos sociales era como el aire que respiraba, y que lo único que lamentaba la dama era que hubiera tan poco margen para lucir sus talentos.

—Dejádmelo a mí, queridos. Yo sé exactamente qué es lo que hay que hacer. Tú sólo tienes que ser la radiante novia.

Y, dicho eso, salió con aire majestuoso, dejando solas a Callie y a Tibby.

«¿La radiante novia?», pensó Callie; sorprendió a Tibby observándola y le sonrió con expresión arrepentida y apesadumbrada.

—Supongo que estarás preguntándote qué estoy haciendo.

—He de decirte que no me extraña del todo —confesó Tibby—. He notado que entre tú y el señor Renfrew está surgiendo cierta intimidad.

—¿Intimidad?

—Quizá debería haber dicho proximidad... No insinuaba nada indecoroso —se apresuró a corregir Tibby.

Incapaz de soportar que hubiera ningún malentendido entre ella y Tibby, Callie se apresuró a explicar: —No hay intimidad ninguna. No es un matrimonio por amor.

Ya era malo que tuviera que representar el papel de la radiante novia para los amigos y parientes de Gabriel; le hacía falta al menos una persona que supiera la verdad.

Dos personas, se corrigió; tres si se contaba al señor Nash Renfrew. Los demás quizá sospecharan que aquella apresurada boda tuviera algo que ver con proteger a su hijo del conde Anton, pero como Gabriel fingía estar contento, lo menos que ella podía hacer era fingir felicidad también. Aunque no con Tibby.

—No quiero que lo sepa mucha gente, por razones obvias, pero tú eres mi amiga más antigua y más querida, de modo que quiero que lo sepas. El conde Anton ha emprendido una acción legal ante el gobierno inglés para que devuelvan a Nicky a Zindaria bajo su autoridad como regente.

Tibby juntó las manos horrorizada.

—¡Ay, vaya por Dios!

—Sí; así que el señor Nash Renfrew, que realiza no sé bien qué tareas diplomáticas en el gobierno, dice que casarme con Gabriel... con el señor Renfrew me permitirá mantener a Nicky aquí conmigo. Por eso ha de ser tan pronto.

Tibby se quedó pensativa.

—Entiendo la lógica que hay tras todo eso, y desde luego comprendo que debas hacer lo que haga falta para proteger a Nicky... ¿Pero has pensado en cómo esto te afectará a más largo plazo?

—¿A qué te refieres?

—Me refiero a... lo que estábamos hablando el otro día: cómo fueron las cosas entre tú y el príncipe Rupert.

—No. Es que no es lo mismo en absoluto. —Ella no iba a dejar que fuera lo mismo—. Tibby, querida, esta boda no es más que una estratagema, un... una táctica de ajedrez. Todo está muy claro desde el principio.

En los ojos de Tibby se traslucía la inquietud.

—Tú tienes buen corazón, tesoro, y el señor Renfrew es muy guapo y puede ser tremendamente encantador y persuasivo.

—Ya lo sé. Y precisamente el saber lo encantador y persuasivo que puede ser es lo que evitará que vuelva a sucederme lo mismo. Es encantador y persuasivo con todo el mundo... cuando se respetan sus opiniones, claro.

Dio la impresión de que Tibby no estaba convencida.

Callie prosiguió:

—No soy la niña tonta que era antes. Estuve casada nueve años. Ahora soy una mujer madura de veinticinco años y he dejado atrás todas esas tonterías.

—¿Alguna vez dejamos atrás todas esas tonterías? —se preguntó Tibby con un rastro de nostalgia en la voz.

—No puedo hablar por todas las mujeres, por supuesto —dijo Callie con toda la seguridad que estaba deseando tener—. Pero sí por mí misma. Ahora comprendo de verdad lo que es un matrimonio de conveniencia y sé evitar cualquier peligro. Y además sé manejar al señor Gabriel Renfrew.

Poco después de que los caballeros se reunieran con las damas, Callie se levantó y se disculpó. Todos los caballeros se levantaron y ella se sintió ridículamente cohibida, como si llevara un letrero diciendo que se marchaba a una cita amorosa secreta.

Inmediatamente, Tibby se levantó de un salto también y dijo que, si a lady Gosforth no le importaba, tenía unas lecciones que preparar. Lady Gosforth dijo que lo entendía perfectamente y que ella tenía unas listas que hacer.

Aquello fue la señal para que terminara la velada. Su hermano y sus otros amigos se despidieron, y, con mucha calma, Gabriel salió a la calle para decirles adiós.

Callie subió las escaleras a toda prisa hasta su alcoba, cogió el fardo de tela, volvió a bajar a la biblioteca y esperó. Al cabo de unos minutos la puerta se abrió y entró Gabriel.

Él la llevó hasta una otomana y se sentó con ella.

—Bueno, ¿qué era eso de lo que querías hablar?

—Si vamos a ir de compras mañana, necesitaré dinero.

—Sí, por supuesto.

Se metió la mano en el bolsillo y sacó un fajo de billetes.

Ella se quedó mirándolo fijamente.

—No, no quería decir que debieras darme dinero. Quería pedirte que me consigas dinero. Papá me dejó dinero en fideicomiso, pero los abogados necesitarán tiempo para facilitármelo. Mientras tanto me hará falta dinero en metálico.

Gabe pareció quedarse bastante desconcertado. E intrigado. Sin guardarse el dinero, preguntó: —¿Cómo piensas conseguirlo?

—Quiero que me vendas unas joyas.

Sacó la tela enrollada y le mostró las joyas que había descosido, confiando en que fueran suficiente.

Él se inclinó sobre la tela, fascinado.

—¿Es esto lo que creo que es?

—¿A qué joya te refieres?

—A ésta.

Cogió la tela y la levantó, de modo que se desenrolló toda. Callie se las arregló para atrapar las joyas sueltas antes de que cayeran al suelo.

—¡Sí! —exclamó Gabe—. ¡Son unas enaguas!

Ella se las arrebató de las manos.

—Así que estabas haciendo contrabando después de todo... —dijo él—. Voy a casarme con una hermosa contrabandista de joyas.

—Yo no me dedico al contrabando —le espetó ella, enojada y avergonzada, al tiempo que hacía un hatillo con las enaguas—. Las llevaba cosidas a las enaguas por miedo a los ladrones.

—Los agentes de Aduanas y Consumos aplican unos impuestos en estos casos, pero no discutiremos por una nadería. —Observó los bultos y bollos que seguían cosidos en las enaguas—. ¿Son esas joyas uno de los motivos por los que te persigue el conde Anton?

—¡No! Todas son mías. Ninguna de ellas pertenece a la casa real de Zindaria... Y no tienes por qué mirarme así, no son de la casa real.

—Sencillamente, pensaba que cuando estás indignada tus ojos brillan más que cualquier esmeralda.

Callie decidió no hacer caso a aquello. Gabe era un maestro en la táctica de la distracción.

—Éstas son joyas que me regalaron mi padre o Rupert: por mi compromiso, por mi boda, en mi cumpleaños y en otras ocasiones. Mi marido siempre fue muy claro y muy preciso respecto a qué cosas me pertenecían personalmente, cuáles eran joyas de familia y cuáles pertenecían a la Corona. Sólo me he traído las que me pertenecen personalmente. Estas perlas, por ejemplo, que mi padre me regaló cuando cumplí dieciséis años. Las llevé en mi boda.

—Entonces segurísimo que no vas a venderlas.

Ella lo miró con gesto de frustración. Esa misma tarde él le había prometido tomar en consideración sus decisiones y allí estaba, discutiendo con ella.

—Son mías y las venderé.

—¿Y si tienes una hija?

Callie lo miró de hito en hito, sorprendida, y le dijo: —No voy a tenerla.

En nueve años de matrimonio había tenido un solo hijo, y ahora estaba a punto de meterse en un matrimonio de conveniencia. ¿Cómo se figuraba Gabriel Renfrew que iba a tener otro hijo?

Él apretó la mandíbula con gesto terco.

—Podría ser que la tuvieras. Pero aunque no la tengas, cuando Nicky tome esposa, ¿no te gustaría que le regalara las perlas de su madre para que las llevara en la boda? O si tiene una hija, ¿no se sentiría especial llevando las perlas de su abuelita en su presentación en sociedad?

Callie vaciló. No se le había ocurrido que Nicky quisiera ninguna de sus joyas. Sólo había pensado en ellas como fondos para comenzar una nueva vida.

—¿Por qué te importa eso?

Él se encogió de hombros y desvió la mirada.

—Sólo sé que las mujeres se ponen sentimentales con algunas cosas. Como esa tiara tuya. Para ti significa mucho que perteneciera a tu madre.

—Sí, es cierto.

—De modo que no se te ocurriría venderla.

Ella se rió.

—No, aunque no por el motivo que imaginas.

—¿Y entonces por qué no?

—Porque los brillantes de la diadema de mi madre son falsos.

Gabe se quedó boquiabierto.

—Te conté que mi madre procedía de una familia muy distinguida y muy pobre... Al final todas las joyas eran de imitación. Pero aunque son falsas, son de muy buena calidad y engañan a todos salvo a un experto. —Dejó ver una amplia sonrisa—. Como decía mamá: «Después de todo, somos de la realeza; si mis joyas han de ser de imitación, deben ser de la mejor imitación de Europa.»

Gabe soltó una risilla.

—Me gusta tu madre.

—Sí, era una mujer encantadora —dijo ella con los ojos empañados.

—¿Cuándo murió?

—Cuando yo era niña. Un accidente con un caballo. Mi padre se casó con ella porque era una princesa, pero yo creo que después se enamoraron. Al menos, me gusta creerlo.

Gabriel no dijo nada, pero Callie sintió que la miraba fijamente.

—Mi padre siempre quiso sustituirlos por brillantes de verdad, pero yo no quise, porque entonces ya no sería la tiara de mamá... —Inspiró hondo y volvió al asunto que los ocupaba—. Pero debo vender algunas de estas joyas y necesito tu ayuda para hacerlo, porque no conozco Londres todavía.

—¿Por qué necesitas dinero? —preguntó él.

Ella lo miró directamente.

—¡Qué pregunta tan tonta! Porque lo necesito. Mañana voy a ir de compras, para empezar.

—Para eso no te hace falta dinero. Diles que me envíen las facturas a esta dirección. Y para cualquier capricho, toma. —Empezó a despegar billetes del fajo.

—No, basta ya —le dijo ella—. Eso no es justo. ¿Por qué debe salir mi ropa de tu bolsillo?

Con los dientes apretados, Gabe dijo: —Porque vas a convertirte en mi esposa, y un hombre mantiene a su esposa.

—Seré sólo una esposa de conveniencia... —se detuvo al ver la expresión pensativa que iluminó de pronto los ojos de Gabe, pero se apresuró a continuar—, ¡y si intentas demostrar que soy de carne y hueso, Gabriel, tendrás tu merecido! Hablo en serio en este punto y además esta tarde me prometiste que tomarías en consideración mis opiniones.

—Y eso hago —dijo él—. Estoy escuchando.

Ella puso los ojos en blanco.

Él añadió:

—Me limito a comentar las opciones contigo.

—Bueno, escucha: ya te debo suficiente como para deberte además la misma ropa que llevo encima. Yo tengo mi orgullo, igual que tú.

—Ya veo —dijo él en voz baja.

—Y además de ropa para mí, para Tibby y para Nicky, necesitaré dinero para sufragar el gasto del banquete de boda.

Él volvió a cruzarse de brazos.

—Eso no te concierne a ti.

—Sí que me concierne —lo contradijo ella en tono frustrado—. Si ésta fuera una boda normal, mi familia pagaría la boda y el banquete. Es la tradición: la familia de la novia paga.

—Sí, pero tú eres una viuda sin parientes cercanos. Además, a mi tía le dará un ataque si cualquiera, tú o yo, intenta reembolsárselo. Para ella es un placer, es su regalo de bodas para nosotros.

De nuevo había aparecido aquella terca arruga en el mentón de Gabe.

—No hay ningún «nosotros».

—¿Ah, no? —preguntó él—. Pues a mí me parece que lo hay. De eso precisamente se trata en este matrimonio.

Callie frunció el ceño y pensó si de verdad lo diría en serio... Y por qué no dejaba de llamarlo matrimonio, cuando en realidad sólo era una boda.

—Pero...

—No, si tienes mucha razón: en este momento somos dos entidades distintas —dijo él, enfadado—. Esto es «nosotros».

Y entonces la besó. A conciencia. Y muy posesivamente.

Callie salió del abrazo aturdida, pero resuelta a no demostrarlo. No sabía manejar aquello... manejarlo a él.

—Basta ya... No vas a desviarme de mi propósito. Si tú no quieres ayudarme a vender mis joyas, encontraré a alguien que lo haga.

Él le lanzó una mirada asesina durante un largo instante.

—Eres una mujer exasperantemente tozuda —dijo por fin—. Muy bien, dame esas condenadas joyas. Llevará tiempo efectuar la venta, así que mientras tanto manda que me envíen todas tus facturas a esta dirección... Y sí, te llevaré una cuenta aparte, si insistes, y toma esto para tus gastos.

Callie metió los billetes que él le pasaba en su diminuto bolsito y le dio las joyas. Las perlas también. Sabía que se venderían muy bien. Una mujer que, por motivos políticos, se embarcaba en un matrimonio de conveniencia con un hombre al que hacía menos de dos semanas que conocía, no podía permitirse el lujo de ser sentimental.

Cuando vio las perlas, a Gabe se le ensombreció la cara. Las separó con cuidado de la maraña de joyas que ella le había dado y volvió a soltárselas en el regazo.

—Tal vez esté de acuerdo en vender algunas de tus queridas baratijas, pero éstas no —masculló—. Todo tiene un límite.

—¿Es que no has escuchado nada de lo que he dicho? —le preguntó ella.

—Lo he escuchado todo —dijo él secamente—. Y voy a vender estas otras condenadas joyas, ya que insistes... aunque me cuesta mucho. Pero las perlas que te regaló tu padre cuando cumpliste dieciséis años no están en venta. Son para tu hija o para tu nieta. ¡No vas a sacrificarlo todo, maldita sea!

Y, dicho eso, salió de la habitación con paso airado, dejándola con las perlas en el regazo y con un nudo en la garganta.

Por la mañana, al despertar vieron que caía una suave y constante llovizna. El tiempo no afectaba a las compradoras, pero los planes de llevar a Nicky y a Jim a dar una clase de equitación en el parque tuvo que posponerse. No obstante, como la alternativa iba a ser una visita a la Torre de Londres para ver a los animales salvajes, seguida por una excursión al anfiteatro de Astley, los niños no se desanimaron demasiado.

Lady Gosforth había mandado llamar a Giselle, su modista, para que fuera a tomarles medidas a Callie y Tibby, y después para que eligieran los diseños del vestido de novia y los demás vestidos.

Giselle, una elegante francesa de aspecto agrio, se echó las manos a la cabeza.

- Mais milady, ce n’est pas possible... ¡Con tan poca antelación!

Lady Gosforth alzó una ceja.

—¿Ni siquiera para una boda real, Giselle...? ¿La boda real «secreta» de la princesa Caroline de Zindaria? —Hizo un gesto despreocupado—. En ese caso tendremos que recurrir a madame...

Giselle se ablandó visiblemente.

—¿Una boda gueal? Non, non. Hablo sin pensar —se apresuró a decir, mientras sus negros ojos de lince evaluaban a Callie—. Acabo de guecordar que tengo una anulación. Y tengo ayudantes paga ocupagse de los demás asuntos. —Chasqueó los dedos y, de un brinco, la ayudante se adelantó con la cinta de medir—. Yo misma me dedicagué a la pguincesa.

Callie y Tibby no tardaron en verse envueltas en un torbellino de diseños y opciones. Callie tuvo que mostrarse firme y se negó a encargar el número de vestidos que Giselle y lady Gosforth le aseguraban que eran necesarios.

Y Giselle no tardó en arrepentirse de su rápida anulación, pues la princesa parecía lamentablemente poco interesada en el último grito de la moda.

—Llevan demasiados adornos —insistía Callie—. Miren, este diseño parece más una tarta de boda que un vestido.

Pero, tras debatir un poco, por fin fueron capaces de ponerse de acuerdo en el diseño de su vestido de novia. Sería de satén color café au lait, de corte muy sencillo, con un poco de encaje en las mangas y el cuello. Giselle insistió con vehemencia en añadir una cenefa trenzada y con volantes, de satén color blanco y café, que fuera en torno al bajo y al cuello y cubriera por completo las cortas mangas, pero Callie se negó en redondo. Aceptó una cenefa trenzada, pero nada de volantes.

—No quiero parecer anticuada y pasada de moda —les dijo—, pero mis vestidos serán a mi elección. Y sin volantes. No soy una persona de muchos adornos.

Giselle hizo un gesto desdeñoso que indicó que estaba completamente de acuerdo. Y no era un cumplido. La realeza, les dio a entender su gesto, ya no era como antes.

Luego, acompañadas de Giselle, visitaron almacenes de seda donde seleccionaron docenas de cortes de tela para confeccionar. Ella y Tibby los probaban, levantando banda tras banda de tejido de colores... Seda y satén para Callie, mientras que Tibby, testaruda, insistía en que sólo necesitaba bombasí, algodón y lana.

Se engalanaron como jovencitas con todos los colores, y Callie acosó a Tibby para que se encargara un vestido de seda azul para la boda.

—Realza el color de tus ojos, Tibby... —le dijo; de pronto su comentario se volvió imprudente—. ¡Oh, a Ethan le encantará cuando te lo vea puesto!

La pobre Tibby se ruborizó hasta la raíz del pelo y apartó la seda azul, pero Callie se la encargó a escondidas.

Se sentía fatal por aquel desliz. Sabía que Tibby sentía afecto por el corpulento irlandés, pero las dos sabían también que no había ninguna posibilidad de matrimonio entre dos personas tan distintas, de orígenes tan diferentes. Había sido inoportuno y cruel por su parte insinuar que pudiera haber algo entre ellos.

Callie encargó vestidos de colores vivos y luminosos: trajes de mañana de color rosa, verde y melocotón. También encargó un traje de paseo de batista verde y dorada, y otro azul celeste; además, una pelisse, un abrigo forrado de pieles, color esmeralda con adornos en escarlata y blanco, y un spencer azul con alamares de satén blanco tan bonito que casi le partía el corazón.

De todas sus nuevas compras, su preferida era una capa de fina lana color escarlata, con capucha y ribetes de terciopelo de seda negro, para reemplazar la capa que se había dejado en el barco. Levantó la tela pegada a ella, la examinó en el espejo y en ese momento creyó oír: «Pareces un delicioso bombón envuelta en ese chisme rojo...»

Se ruborizó al recordarlo y estuvo a punto de escoger una tela verde en su lugar, pero cambió de opinión. Nunca había ido de color escarlata. ¿Por qué dejar que las palabras de Gabe la detuvieran? Además, le gustaba sentirse un bombón.

Compraron medias de seda y algodón; encargaron nuevos corsés y adquirieron camisolas, enaguas, bragas y camisones.

—¡No pensarás comprarte ésos! —exclamó lady Gosforth en un momento dado.

—Sí, ¿por qué no? —Callie había elegido varios camisones de algodón y uno de franela—. Duran mucho y abrigan.

Lady Gosforth se quedó tan escandalizada que no pudo pronunciar palabra en un minuto entero.

—¡Una no se compra un camisón para que abrigue y dure! ¡No a tu edad, y menos cuando se está a punto de convertirse en esposa!

—Yo sí —dijo Callie con firmeza, y compró los camisones que había elegido.

Lady Gosforth hizo un gesto desdeñoso que superó al de Giselle en desprecio por el estado de la realeza en aquellos días, pero a Callie pareció no importarle.

Por un lado le apetecía derrochar en el tipo de ropa que ansiaba, pero no dejaba de ser consciente de que era preciso conservar la ropa y tener un vestuario lo más flexible posible. Estaba divirtiéndose. Y además no tenía que rendir cuentas a nadie. Era una sensación embriagadora.

La noche antes de su boda, a Callie la despertó en mitad de la noche el sonido de la lluvia al caer, que tamborileaba sin cesar en los vidrios de la ventana y bajaba gorgoteando por los canalones.

No era la lluvia lo que la había despertado. Eran sus sueños. Sueños de besos. Besos perturbadores que la despertaban en mitad de la noche, acalorada y con el camisón enrollado en torno al cuerpo.

Era muy difícil soportar un beso de forma serena y cortés, en particular teniendo en cuenta cómo besaba Gabriel.

Ojalá besara como Rupert.

No, eso no.

Callie no sabía lo que quería.

Sí, sí que lo sabía... Pero eso no iba a suceder. Aquél iba a ser un matrimonio de conveniencia, una maniobra, una estrategia de ajedrez. Se acabaría tan pronto como el conde Anton resultara vencido. Entonces irían por caminos distintos, casados pero con vidas separadas.

¿Resultaría vencido el conde Anton alguna vez?

Salió de la cama. No debía dar vueltas a cosas sombrías. Sólo porque fuera de noche y estuviera lloviendo, no tenía que estar triste también. Metió los pies en las zapatillas demasiado grandes de la señora Barrow, que aún conservaba y, arrastrándolos, fue a la ventana. Descorrió las cortinas y miró afuera.

El fuerte aguacero inicial había cedido. Ahora seguía lloviendo en forma de constante llovizna, que formaba riachuelos que bajaban por el cristal de la ventana; hilos de agua que se encontraban y se juntaban para luego dividirse otra vez. Como las personas.

Algún día Gabriel se iría también por su camino. La pura y desinteresada galantería sólo llegaría hasta allí.

Las luces de las farolas de gas brillaban entre la lluvia como borrosos halos dorados, relucientes en la oscuridad. La lluvia que goteaba del alero recogía la luz de las farolas y se convertía en sartas de perlas doradas.

Miró sus perlas, que estaban sobre el tocador, donde las había dejado, y las cogió. Eran tan largas que acostumbraba a ponérselas con varias vueltas. Unas esferas tan puras, tan perfectamente escogidas... Dejó que se le deslizaran por entre los dedos al tiempo que admiraba su lustre, su brillo y su tacto, y recordaba.

La primera vez que las llevó fue en la fiesta de su decimosexto cumpleaños. Unos días después se las puso el día de su boda con el guapo y dorado príncipe, la encarnación de todos sus sueños solitarios.

Hacía años que no se ponía sus perlas. Desde el día en que visitó a Rupert en el bosque.

Pero eran hermosas. Recordó las palabras de Gabriel: «Las perlas que te regaló tu padre cuando cumpliste dieciséis años no están en venta. Son para tu hija o para tu nieta.»

Y Callie se dijo que tenía razón. Ni papá ni las perlas tenían la culpa de que Rupert no la amara. Las conservaría para su futura nieta. Y, mientras tanto, volvería a ponérselas, empezando por su boda del día siguiente, como un gesto de fe en el futuro.