Capítulo 3
Paul y Elaine están solos. Han confiado sus hijos a terceros como quien reparte gatitos de una camada en hogares confortables. Dentro de la casa está cada vez más oscuro y hay cada vez menos que hacer. Han olvidado que la civilización está en la acera de enfrente, que hay electricidad en la puerta de al lado. Por fin, cuando ni siquiera ven sus propios dedos delante de la cara, salen a la calle. El chaparrón de la tarde ha despejado el aire. El cielo es de un azul prusia que se interna en la noche.
Elaine tira de la hebilla del cinturón de Paul y emprenden la marcha hacia casa de los Nielson. Podrían haber ido en coche, pero no se les ha ocurrido. El acto de incendiar su casa les ha retraído; es como si les hubieran retirado el carné. Van andando.
—¿Llevamos algo? —pregunta Elaine.
—¿Como qué?
—¿Una botella de vino, una empanada de algo?
Paul no responde. Pasan por debajo de una farola, Paul mira a Elaine y luego extiende la mano para cogerle el brazo, como si fuera el mango de una cachiporra, y retenerla. Se escupe en los dedos y frota la cara de Elaine, escupe y frota de nuevo.
—Estás toda pringada —dice.
Siguen caminando, la brisa les alza la ropa, el olor a humo se eleva como si se ellos se estuvieran quemando, como si estuviesen todavía entre llamas.
—Un atajo —dice Paul, conduciendo a Elaine por diversos jardines del vecindario. Todas las cosas que la víspera eran tan familiares, tan reconfortantes, ahora les parecen totalmente extrañas. Se cuelan en jardines como delincuentes, fisgan a través de ventanas de cocinas para ver la cena que sale del horno, como un truco de magia, el conejo del sombrero.
Una ráfaga de viento trae el rastro aromático de una barbacoa.
Elaine olfatea.
—El olor de la culpa —dice Paul, trastabillando, mareado, con el estómago revuelto de inquietud.
—Casi hemos llegado. ¿No son encantadores, Pat y George, que nos invitan sin más a su casa?
—¿No has oído nunca nada sobre ellos?
—¿Sobre quién?
—George y Pat.
—¿Como qué?
—No sé, cosas.
Doblan la esquina; la casa de los Nielson está justo enfrente.
—¿Qué clase de cosas? —pregunta Elaine.
—Da igual.
Están ante la puerta de los Nielson. Tocan el timbre. Llaman con los nudillos.
—¿Es un juego? —pregunta Elaine—. ¿Lo haces para pillarme?
Paul toca el timbre de nuevo. No hay respuesta.
—Han dicho que dejarían la llave debajo del felpudo —dice Elaine, retrocediendo.
Paul levanta el felpudo.
—¿Cómo puedes hacer esto? Son de los mejores amigos que tenemos. Nos han invitado a su casa... Mientras dure esto, ha dicho Pat.
—No me lo reproches, sólo estoy repitiendo lo que he oído.
—¿Qué has oído?
—Nada, sólo eso, que hubo algo, nadie sabe exactamente qué.
—Eso es horrible —dice Elaine, entrando en la casa—. Así empiezan los rumores. Cuando alguien es demasiado bueno o demasiado agradable, nadie lo soporta, tienen que estropearlo, ensuciar todo lo bueno.
La casa de los Nielson está fresca y silenciosa, como si hubiese pasado la mujer de la limpieza y aún nadie hubiera vuelto a casa para empañar su obra. Brilla la lámpara colgada sobre la mesa de la cocina. La nevera zumba, monocorde. ¿De cuánta ayuda dispone Pat? Es lo que Elaine quisiera saber. La limpieza inmaculada, la absoluta ausencia de desorden, es sobrenatural. Elaine y Paul caminan con pasos sigilosos, trazando una curva, un ocho desquiciado, al cruzar la sala, el comedor, entrar en la cocina y desandar el camino. No saben qué hacer sin sus anfitriones. Están desorientados, sin rumbo.
—¿Y ahora qué? —pregunta Paul.
—No puedo creer lo que me has dicho de Pat y George —sisea Elaine.
—No te lo he dicho, te he preguntado.
Están de pie en la sala. Paul se dirige hacia el sofá para sentarse.
—No —le dice Elaine, agarrándole del brazo—. Tienes las manos sucias, estás cubierto de hollín, hueles.
El se zafa de ella. Va a la cocina. Ella le sigue, asegurándose de que no hace nada extraño ni impropio.
—Hay algo de comida —dice él, abriendo la nevera—. ¿Crees que podríamos tomar un piscolabis?
Ella se le acerca por detrás y cierra la puerta del frigorífico. Él ha dejado encima las huellas de sus manos; ella las limpia con el dobladillo de su blusa.
—Lávate las manos —dice.
Hay latas en la repisa: té, harina, azúcar, un tarro de galletas casi lleno. Todo está en perfecto orden. Es porque tienen hijas, dos chicas en lugar de chicos; las chicas son más limpias, se dice Elaine. En su casa las galletas ni siquiera llegan a guardarse en un tarro; van derechas del paquete a la boca; el tarro está siempre vacío.
Con un ruido sordo, la máquina de hielo vierte sus cubitos, que ruedan lentamente hasta el cajón que los contiene.
—Siéntate —dice Elaine, y los dos se sientan a la mesa de la cocina.
Despacio, como si se derrumbara, Paul pregunta:
—¿Puedo tomar un poco de agua?
Es como si no tuviese normas, límites, ningún sentido de lo que es correcto. Elaine pone los ojos en blanco.
—¿Es pedir demasiado? Estoy seguro de que Pat y George, si estuvieran, me darían un vaso de agua. Seguro que George me daría un whisky. Bueno, si se lo pidiese, me daría hasta una botella entera.
Elaine le da un vaso de agua, tras dejarla correr un minuto para que se enfríe, y advierte lo limpio que está el fregadero, el centelleo del acero inoxidable. Le tiende el vaso y luego seca el fregadero con una servilleta de papel y vuelve a sentarse a la mesa.
—¿Hay algo de comer, algo de queso, quizá? ¿Crackers?
—¿Por qué me preguntas a mí? ¿Necesitas mi permiso? ¿Estás tan lisiado que no puedes hacer nada tú solo? Espera, sencillamente —dice—. No tardarán en volver.
—Me tienes de rehén —dice Paul, recordando el juego de Sammy y Daniel. «¿Qué es un rehén?», preguntaba Sammy—. ¿Los niños saben dónde estamos? —le pregunta a Elaine—. ¿Sabe alguien dónde estamos?
Oyen el sonido de una llave en la puerta.
—Compórtate —dice Elaine.
—¿Hay alguien en casa? —grita Pat.
Elaine y Paul esperan en el pasillo.
—Perdón por llegar tarde —dice George—. El tiempo se nos ha ido volando.
—Espero que os hayáis servido. Espero que no estéis muertos de hambre.
Pat se quita el suéter y lo cuelga pulcramente en el armario del recibidor.
—Qué contenta estoy de teneros aquí —dice, apretando un poco el brazo de Elaine—. ¿Qué queréis hacer primero? —pregunta—. ¿Cambiaros de ropa? ¿Una ducha? ¿Cenar?
—¿Os apetece una copa? —pregunta George—. ¿Un pequeño refresco? ¿Qué va a ser? ¿Una copa?
Es abrumadora la perfecta simpatía de los anfitriones brindándoles una cálida acogida, agua caliente, bebidas, la promesa de una cena excelente y una noche de buen sueño.
Elaine y Paul se quedan sin habla. La hosquedad, la tensión, la amargura y el asco les abandona, se evapora como el calor de una súbita tormenta de verano.
Pat y Elaine, ante ellos, se desviven por ser hospitalarios, les miran como diciendo: ¿Qué podemos hacer por vosotros? Y sus dos hijas, Mary y Margaret, están al lado de sus padres, mirando radiantes a Elaine y Paul, e igualmente serviciales.
—¿Un scotch? — pregunta George.
—Me encantaría —dice Paul, dirigiendo a Elaine una sonrisita como si dijera: ¿Qué te he dicho?
—¿Elaine? —inquiere George.
—Algo más suave.
—Os instalaré en el cuarto de Mary —dice Pat, guiándoles por el pasillo—. Las chicas entretanto dormirán juntas.
—Nos gusta compartir —dice Margaret, la menor. Elaine siente una punzada de náusea.
Las paredes del dormitorio de Mary son de un tono rosa que Elaine sólo acierta a emparentar con el color rosa de una vagina. Hay dos camas gemelas con edredones de satén rosado, un tocador blanco lacado, un pequeño escritorio blanco y cortinas de encaje blancas.
Sobre las camas hay sendos albornoces blancos y esponjosos de felpa, en el suelo hay zapatillas para él y para ella, y en el tocador neceseres individuales como los que te regalan en primera clase de un avión.
—Si necesitáis algo, seguro que lo tenemos —dice Pat alegremente.
—Tenemos de todo —dice Mary—. Tenemos de todo —repite, para llamar la atención de Elaine.
Ésta sonríe.
—Y más —añade la niña feliz.
—Las bebidas —dice George, tendiéndoles los vasos.
El hielo tintinea. Paul y Elaine dan sorbos rápidos.
—Y podéis dejar la ropa aquí.
Pat coloca en el suelo, al lado de Elaine, un cesto de la ropa.
Hay algo extrañamente forzado en el modo en que están todos hacinados en el estrecho dormitorio, bebiendo. Es como si cumplieran apresuradamente las partes de un programa, una serie de réplicas prefijadas, para poder pasar a la siguiente, como si hubiesen llegado tarde y se dieran prisa por recuperar el tiempo perdido.
—Vamos a dejarles solos un minuto —dice George, retrocediendo—. Cada cosa a su tiempo.
—Nos alegramos mucho de que estéis aquí —dice Pat.
Y los anfitriones salen de la habitación, como dejando que sus huéspedes se preparen para algún tipo de tratamiento o trámite. Elaine y Paul se quedan solos, con el vaso en la mano. Él da un par de tragos largos y lo deja en el tocador. Elaine lo recoge velozmente, seca el tocador y pone un libro debajo del vaso. Paul se sienta en el borde de la cama y se descalza. Elaine está a punto de abalanzarse y decirle que no se siente en la colcha de raso.
—Que te den por el culo —dice él, al verlo venir—. Vete a tomar por el culo.
Se desvisten en silencio, con desmaña, en el rosa oscuro que preside los muebles, que son de un tamaño infantil. Ellos aquí son gigantes, zafios y torpes. Se quitan la ropa y ven que está manchada de hollín. Densas pulseras de mugre les envuelven las muñecas y los tobillos. Elaine, avergonzada, está de pie, descalza; los dedos del pie —cuyas uñas conservan restos del esmalte rojo vivo de una pedicura antigua— se infiltran en la mullida alfombra rosa. Espera en bragas y sujetador, dudando si seguir adelante, si echar la ropa interior en el cesto.
—Desnúdate entera, entera —dice Paul, despojándose de su ropa interior.
A regañadientes, ella se desabrocha el sujetador y se baja las bragas, escondiendo sus prendas íntimas en el fondo del cesto.
—Habría que hervirlas —dice— o quemarlas como si estuviesen contaminadas.
Se ciñe muy prieto el cinturón del albornoz alrededor de la cintura mientras Paul abre la puerta del dormitorio. Pat y George aguardan en el pasillo. Elaine se pregunta qué habría ocurrido si ella y Paul hubiesen decidido tumbarse un rato a echar una siesta; ¿Pat y George habrían llamado a la puerta y dicho: «Os estamos esperando»? Se pregunta qué habría pasado si ella y Paul hubiesen reñido: ¿se habrían precipitado contra la puerta y dicho: «Ya basta»? Se pregunta si han estado escuchando...
—Ya tienes mejor aspecto —dice Pat, conduciendo a Elaine por las escaleras al pasillo del cuarto de baño.
George lleva a Paul, cruzando el dormitorio de matrimonio, al baño principal.
—Hay muchas toallas —dice, señalando una pila enorme.
Se duchan. Elaine se lava la cabeza con champú que huele a manzana. Observa la suciedad que se desprende, el agua gris que se cuela por el desagüe. Se lava la cabeza tres veces y después se echa en abundancia un acondicionador que huele a limón. Pone el agua más caliente y luego aún más caliente y se lava, se lava, obsesionada por limpiarse a conciencia.
En la ducha del dormitorio conyugal, lejos de Elaine, Paul, liberado, puede reafirmarse. Le pica el cuero cabelludo, donde crece una capa de pelusa. Lo cubre de espuma y, con una cuchilla de depilar para mujeres, se rapa por tiras, primero la cabeza, luego alrededor de las orejas y hasta abajo del cuello. Se pasa y la emprende con los brazos y las piernas, podándose el pecho hasta recobrar el aspecto primigenio, se raspa los sobacos y las ingles. Se siente aerodinámico y liviano, libre de preocupaciones y cortapisas. Al salir de la bañera tiene mucho cuidado de enjuagarla, de borrar las pruebas, los pelos que han volado por todo.
Al volver a la habitación, Elaine está famélica. Hay diez barras de chocolate en la bandeja de lápices del escritorio de las niñas. Coge dos y luego otras dos, moldeando el papel de aluminio en pequeñas bolitas, minimizando la prueba delatora. El chocolate se derrite en su boca cuando Paul entra. Agarra a Elaine y la besa: el aliento le huele a menta fresca. Ella desliza media barra de chocolate en la boca de Paul; combinada con la menta, es refrescante. Se ríen. Degustan el sabor hasta que se desvanece. Mientras se duchaban, alguien ha extendido ropa encima de las camas: chándals, calcetines, ropa interior. Han ingresado en un nuevo régimen, un culto de perfección y procedimiento.
—No es mi talla —dice Elaine—. Ni siquiera es de mi puta talla —salta.
—Es hora de aprender a soltarse —dice Paul, poniéndose el chándal. Un exceso de tela se acumula en sus tobillos. Se remanga las perneras y las mangas.
Llaman a la puerta, golpecitos de un puño pequeño, y una de las niñas dice: «La cena.»La mesa es primorosa: vasos de cristal, porcelana delicada, plata reluciente. Paul y Elaine se sientan con sus chándals, sus pijamas holgados como niños a quienes se consiente estar levantados hasta tarde. George aguarda pacientemente en la cabecera de la mesa. Y cuando su mujer y sus hijas están listas, hunde un tenedor de dos dientes en el asado. Jugo sanguinolento brota de la carne tostada: unas gotitas salpican el mantel blanco. Todos lo notan.
George para de trinchar.
—¿Quieres limpiar esto? —pregunta con un asomo de pánico en la voz.
—Lo limpiaré más tarde —dice Pat con calma, indicándole que siga trinchando—. Tengo mis métodos.
Ha preparado carne, ha cocinado patatas, zanahorias glaseadas y judías verdes. Se ha asegurado de que haya panecillos calientes y ensalada crujiente, y de que todo esté bien; nada llega tarde o pronto, nada está crudo o quemado.
¿Cómo lo hace? Elaine necesita saberlo. El asado no se estaba cocinando cuando Elaine y Paul han llegado a la casa; ni siquiera estaba descongelándose sobre el mostrador. ¿Y cuándo ha cocinado las patatas y las zanahorias? Está claro que las judías no son congeladas: ¿de dónde las ha sacado Pat? Elaine no las ha visto en la tienda desde hace meses. Comprende lo de los panecillos, lo cual es un alivio. Vienen en un tubo de esos que abres en el mostrador y la masa salta, pero aun así... Y la cocina no es un desbarajuste; justo antes de sentarse, Elaine ha asomado la cabeza y le ha preguntado a Pat si quería que le echara una mano, y Pat estaba ya limpiando, secando las cazuelas y sartenes.
—Se gana tiempo —ha dicho Pat.
Y de este modo Paul y Elaine están sentados a la mesa de Pat y George, en silencio, como personajes de teatro que estuviesen alojados en sus pertenencias, en sus prendas de vestir, que Elaine oye retumbando en la secadora: oye cómo raspan los botones de los pantalones de Paul. Cenan, sumergidos en la confirmación devastadora de que todo lo que sospechaban acerca de que la vida de los vecinos era mucho más agradable que la suya ha resultado ser cierto. Todos los demás vecinos están mejor organizados, más contentos, su vida es menos ajetreada, más satisfactoria. No hay duda de que otros se las arreglan mejor.
El factor fraude, como lo llama Paul, es el temor a ser descubierto. Paul y Elaine ya lo sabían, y provocar el incendio, de hecho, fue en cierto modo una declaración de lo que saben, el gran anuncio formal: «Nosotros no somos esto, no somos como vosotros, hemos fracasado, seguimos fracasando, somos un fracaso.» Y, sin embargo, son exactamente quienes son; no son distintos en absoluto. Son exactamente lo mismo que los demás, y peor aún, están atrapados, totalmente hundidos; así es su vida.
Mastican. Cortan la carne. Paul come con apetito y Elaine con diligencia. Comen las verduras y escuchan la conversación de los Nielson.
—Si empiezo ahora, el día de Acción de Gracias seré lo bastante buena para competir —dice Mary, hablando de sus clases de patinaje—. Joy Reckling lo hizo. Tomó clases y ahora patina por toda la pista. Seguro que si me esfuerzo podría patinar tan bien como ella.
—Patinarás incluso mejor —dice George.
—Serás la campeona —dice Pat.
George y Pat sólo dicen que sí a estos sueños confesados, dicen que bien, que estupendo. Arriba, arriba y adelante. No dicen: No, estás loca, ni ¿Qué demonios estás pensando? Nada está fuera de alcance, todo es posible.
—He pensando en trasplantar el arbusto de lilas. Donde está ahora no crece —dice George—. Si lo pusiera en otro sitio estaría feliz. Quiero que mis arbustos estén a gusto. Las azaleas parecen delirantes, ¿verdad?
Pat guiña un ojo a George, y él le devuelve una sonrisa.
Paul ya no sonríe. Él y Elaine miran a sus platos, avergonzados. En su casa las cosas no marchan así: nada es fácil; cada cual se ocupa de sus cosas, atesora lo poco que tiene, quiere lo suyo y quiere algo distinto. Hablan a la defensiva. Están decepcionados de antemano. Acumulan continuamente pruebas de que les han arrinconado, de que no les han comprendido ni apreciado. Son personas tensas y amargadas, y hasta ahora no se habían percatado. Compare y contraste; las diferencias son muy reveladoras.
—¿Un descafeinado? —Pat se inclina sobre Elaine con una cafetera humeante—. ¿Descafeinado?
—Por favor —dice Elaine, levantando la taza.
Un plato de galletas pasa de mano en mano. «Ummm», murmura Elaine. Coge una. Paul coge otra y después dos y luego tres más.
—Deliciosas. ¿Las has hecho tú? —pregunta Elaine, esperando que Pat le diga que las ha batido esa misma tarde, justo después de meter el asado al horno. Elaine se suelta aún más, escupe una ristra de cumplidos, una especie de síndrome de Tourerte al revés. Prosigue, utilizando lo que dice en voz alta para herirse mentalmente. Debería parecerse más a Pat, debería hacer más cosas, debería ser mejor de lo que es, debería ser más... Nadie la interrumpe.
Al final, Pat se sonroja.
—No las he hecho yo —dice en tono de disculpa.
—Las hemos hecho nosotras —gorjean las pequeñas M&M.
—Bueno, pues sois dos reposteras maravillosas —dice Elaine, volviendo a empezar, latigándose el cerebro por no ser repostera, por no hacer nada a derechas, por no hacer nada de nada—. Sois maravillosas —dice. Qué espanto soy yo, piensa. Coge otra galleta—. Ummm, qué rica —dice. Tú, gorda, deberías estar a régimen, se dice.
La niñas sueltan una risita.
Elaine sonríe.
La cena ha terminado. Mientras Mary y Margaret recogen la mesa, los anfitriones llevan a sus huéspedes al pasillo y les dan instrucciones antes de dormir.
—Hay una lucecita ahí —dice George, señalando una lamparilla en el corredor—. Si necesitáis algo, llamad.
—No sé cocinar —prorrumpe Elaine.
—No tiene importancia —dice Paul.
Cierran la puerta del dormitorio. Hay un camisón sobre una cama y un pijama encima de la otra. Elaine abre de nuevo la puerta. Pat y George se han retirado. Elaine no entiende cómo es posible. Su interés va más allá de la rivalidad normal de ama de casa y se centra en pensar que Pat y George deben de cambiar de forma. Ha estado con ellos toda la velada y en ningún momento les ha visto abandonar la mesa. ¿Hay un ama de llaves escondida? ¿Hay duendecillos que viven debajo del suelo? ¿Cuál es la explicación? ¿Quién hace las cosas?
Paul le da la espalda. Lleva puesto el camisón. Le queda por encima de las rodillas. Ella ve que se ha afeitado las piernas, tiene marcas en las pantorrillas.
—Estás muy mono.
—Gracias. Yo también me veo guapo.
—Nunca te he visto con camisón.
—Estaba encima de mi cama.
Elaine va a la otra, se quita el chándal y se pone el pijama, vistiéndose como si fuera una muñeca de papel: remangándose los puños, abrochando los botones. Se tumba sobre la colcha de raso rosa, con la cabeza posada suavemente en la almohada. Cruza los brazos sobre el pecho, cierra los ojos y se imagina que eso es la forma, la sensación de un ataúd. Paul se tiende a su lado, se apretuja en la misma cama estrecha. Ella se levanta. Coloca una silla contra la puerta y vuelve a acostarse.
—¿Qué hacemos con los niños? —dice él—. ¿Les llamamos? ¿Les damos las buenas noches? ¿Tienes los números de donde están?
—¿Y tú? —contesta ella.
—No.
—¿Ni tampoco el de la madre de Nate?
El se ruboriza. El calor le invade la cara y el cuello. Se figura que su cabeza calva brilla como un pomo, una nuez de cristal fundido: ella ve a través de su cráneo.
—No —dice.
—Mentiroso.
Paul no tiene nada que decir. Aguarda.
—¿No habría que escuchar el contestador de casa?
—Alguien lo ha comprado esta tarde por cinco dólares.
A través de la pared oyen hablar a Pat y a George: se disponen a acostarse, voces en sordina, frases a medias, arreglos, planes soñolientos.
—Es una pasta —dice Paul.
—Demasiada para un solo día —dice ella.
Y guardan silencio un rato.
—Hogar —dice Paul—. El hogar —repite, como un conjuro. Y se detiene. Parece concentrarse, enardecerse.
—¿Por qué lo hicimos? —pregunta.
—Lo hicimos porque era lo único que podíamos hacer.
La lamparilla tiene una bombilla rosa. Arroja una luz rosa sobre las paredes rosas. La habitación resplandece, palpita como un órgano. Paul está pensando en la chica, en el móvil que tiene en el bolsillo. La ha llamado antes desde el cuarto de baño: ella no estaba en casa. El mensaje grabado en su contestador decía: «Hola, ahora mismo no puedo atenderte...»El camisón de Paul empieza a inflarse, a levantarse como una tienda de campaña. Su polla, al hincharse, convierte el camisón en el vértice grande de su circo de tres pistas.
—Fóllame —le musita a Elaine.
El se encarama sobre ella. La cama pequeña cruje.
—Somos horribles —dice ella, debajo de él—. Somos peores de lo que creíamos, peores que nadie que yo conozca.
El peso de Paul sofoca ligeramente la respiración de Elaine.
—No es posible que seamos tan malos —dice él.
—¿No lo crees?
Se deslizan fuera de la cama y caen al suelo. Están en el hueco entre las camas, hundidos en la peluda alfombra rosa. Él se levanta el camisón, ella se suelta el cordón del pantalón del pijama. Giran uno sobre el otro. Ella está de bruces, agarrando las hebras de la alfombra, pensando que son como los cilios que recubren la garganta, la oreja, los pulmones. Está viajando, como en la película Viaje alucinante, se desplaza a través del cuerpo, de la corriente sanguínea. El dobladillo de raso del camisón de Paul le hace cosquillas en la espalda.
Cuando han terminado, ella se sube el pantalón del pijama. Se ata muy fuerte el cordón. El flujo caliente sale rezumando de ella, le desciende por los muslos.
—Buenas noches —dice, metiéndose en la cama.
—Buenas noches —dice él, como si no se conocieran.
Ella coge un libro de la mesilla de noche y empieza a leer Una arruga en el tiempo. «Vuelve a dormirte», dijo Meg. «Alégrate de ser un gatito y no un monstruo como yo.
Paul se levanta en la noche.
Está despierto y tiene hambre. Se pone una bata y va de puntillas a la cocina.
—Hola, cariño —dice.
—Hola, Paul —dice ella.
El comprende que es Pat, no Elaine. Sentada a la mesa, en pijama, Pat está haciendo listas, gráficos, escribiendo con furia.
—Siéntate —le dice, metiéndose el lápiz detrás de la oreja.
Paul se aprieta más fuerte el cinturón de la bata, temeroso de que ella note que lleva un camisón debajo. Se sienta.
Ella pone cuatro galletas en una bandeja y le calienta un vaso de leche.
—Yo no duermo —dice ella—. Si alguien quiere saber cómo lo hago..., pues así. Me paso toda la noche levantada. Adelanto cosas. Las planeo con meses de adelanto. Saber lo que va a pasar me relaja.
Paul asiente. Se come las galletas.
—Duermo de doce a tres y trabajo de tres a seis, y luego echo una cabezada de seis a siete.
Vuelve a sus listas y gráficos, sus menús. Lo tiene todo previsto, listas de compra de lo que necesita comprar tal día, lo que tardarán en cocinarse las cosas y, teniendo en cuenta los horarios domésticos, qué noche es mejor guisar un estofado y qué otra noche chuletas de cordero, etc. Borra una semana entera y la rehace.
—Has olvidado unas coles de Bruselas —dice él, apuntando a un martes.
—Vete a la cama, jefe —dice Pat, cuando Paul ha terminado su refrigerio—. Te quedan un par de horas de sueño.
Le conduce por el pasillo y abre la puerta del dormitorio. Él entra sin decir palabra y ella cierra la puerta tras él.
Por la mañana. Un traje prestado cuelga del pomo. Hay una camisa blanca recién planchada encima de la silla.
—Me parece que puse la silla contra la puerta —dice Elaine.
—Me he levantado esta noche —dice Paul estirándose. Se siente fresco. Animado.
A ella la molesta.
Llaman a la puerta. Se echan una bata encima.
—Mamá me ha pedido que os traiga esto —dice una de las pequeñas M, entregando a Paul y Elaine ropa limpia, planchada, doblada, prácticamente empaquetada—. Está ocupada haciendo gofres. ¿Os gustan los gofres?
—No —dice Elaine, cogiendo la ropa de las manos de la niña—. No, a mí no me gustan.
—Tú te lo pierdes —dice la niña cerrando la puerta.
—¿Qué te pasa? —Paul revuelve entre la ropa y saca sus calzoncillos, todavía calientes de la secadora—. Deberías ser agradecida.
—¿Y qué te pasa a ti? —pregunta ella—. ¿Desde cuándo eres don Alegre Feliz?
Paul se prueba la chaqueta del traje: es de George. Le queda pequeña. Los brazos se le salen de las mangas, los hombros se le levantan.
—George debe de ser un alfeñique —dice Elaine—. Tienes pinta de idiota.
Él no le hace caso y se pone el pantalón. Le gusta ser más grande que George; le hace sentirse poderoso. Se sube la cremallera.
—No pensarás dejarme, ¿verdad? —salta ella.
—¿Dejarte?
Él copia inconscientemente el tono ansioso de Elaine, su acento de inquietud.
—¿Por qué te pones ese traje? ¿Qué crees que estás haciendo? ¿Adónde vas?
—Voy a trabajar.
—Nuestra casa se ha incendiado —dice ella—. Con tu ayuda.
—Era fin de semana. Hoy voy a trabajar. Tengo un empleo. Tengo que ganar dinero. Esto va costamos mucho. No tengo alternativa. Hay que idear un plan. Es la manera de liberarse. Comportarse con normalidad.
—No me siento normal. Tengo un dolor de cabeza increíble.
—Si te comportas normalmente, te sentirás normal. Vístete y toma una aspirina —dice Paul—. Desayunamos con ellos y luego te llevo a casa.
—No puedo desayunar. No me gustan los gofres.
Elaine está lloriqueando. No puede portarse bien. No soporta ninguna perfección más. No quiere ir a casa y no quiere quedarse sola con Pat. No puede ganar. Va a gritar de un momento a otro. Por primera vez en años, se aferra a Paul: es lo que la define, es lo conocido. Sin Paul, le explotará la cabeza. Se lo imagina: habrá una horrible y enorme erupción. Salpicadura humana. Pat será testigo, y sin pausa correrá a coger sus trapos, sus botes de productos de limpieza. Tan pronto como ocurra acudirá al quite y limpiará todo, como si fuese un vertido doméstico más, parte del quehacer diario. Una marujona.
—Vamos a tomar un zumo y nos marchamos. ¿Por qué no haces una lista de las cosas que hay que hacer?
—¿Ha ocurrido algo durante la noche? ¿Te han hecho un trasplante de personalidad? —pregunta Elaine.
—Es puro sentido común —dice él—. Tienes que retroceder un paso, tener cierta perspectiva. Todo va bien. Nada ha cambiado, nada es distinto.
Ella se calla. Nada ha cambiado. Nada es distinto. ¿Eso es bueno o malo?
—Las mangas demasiado cortas —dice George a Paul cuando entran en la cocina—. Aparte de eso, te queda bien.
—¿Gofres? —pregunta Pat—. ¿Con o sin fruta fresca?
Elaine mira a Paul, sabiendo que él quiere gofres, sabiendo que podría comerse dos o tres bañados en fruta, empapados de sirope.
—Zumo y café —dice Paul—. Me basta con eso.
—¿Y tú? —pregunta Pat.
—Un café sería estupendo, y un par de aspirinas —dice Elaine.
Paul come también un bollo. Está en la mesa, dentro de una panera. Lo coge. Lo unta con mantequilla. Mira a Elaine con expresión culpable. Ella sonríe. Él es un encanto. Su cráneo calvo emite un brillo, un resplandor como la cúpula de un capitolio. Ve algo juvenil y amable en Paul, algo que no ha visto en mucho tiempo.
—Date prisa —se dicen las dos niñas M—. Date prisa o llegaremos tarde.
Elaine se acoraza contra su entusiasmo infantil pensando en sus propios hijos. «Son la siete», anuncia cada mañana como un reloj de cucú humano. «Son las siete y cuarto, vais a llegar tarde. Siete y media, ya no llegáis a tiempo.» Tiene que retirarles la ropa de cama y que tengan frío y se sientan incómodos para que espabilen. «Os he preparado una tostada riquísima, quemada por los bordes, como a vosotros os gusta. ¿Queréis cacao? ¿Leche con chocolate?» Les activa por la vía fácil, glucosa, sacarosa. Si se desmayan cuando estén en la escuela, por lo menos ella les ha llevado hasta allí. Se pregunta qué estarán haciendo ahora mismo: ¿se portan bien, están haciendo desdichada a otra madre, están contentos?
—Adiós —dicen las angelicales M, dando a sus padres un beso de despedida y saliendo disparadas con sus mochilas atadas a la espalda, como un lastre.
Elaine termina su café y posa la taza. Paul apura el fondo de su vaso de zumo recién exprimido.
—¿A qué hora llegaréis a casa? —pregunta Pat.
Todos se detienen. ¿A quién le está hablando? ¿A George? ¿A Paul? ¿A Elaine? Hay una larga pausa.
—Solemos volver a las siete —dice finalmente Elaine.
—Eso cuadra —dice Pat.
Exterior. La hierba está verde. El cielo está brillante. El aire es tibio y fresco, como agua. Es como si hubieran despertado de un sueño. El rocío sobre el césped les empapa los zapatos; crujen al cruzar la hierba y dejan huellas en la acera. Corren hacia casa moviendo frenéticamente brazos y piernas.
Han huido.
Paul y Elaine hablan rápidamente, como si no lo hubiesen hecho durante meses, como si hasta ahora no hubieran podido hablar.
—Me divertí anoche —dice Paul, confesando su placer—. Me gusta ponerme un camisón. Es amplio, liberador.
—Habrá que agenciarte uno.
—Y ella hace un buen café —dice Paul, dando un tono romántico a su aventura común. Está pensando en Pat; Pat que se ocupa de todo. Pat en pijama a media noche. Pat con las galletas y la leche.
—¿Mejor que el mío?
—Mejor no, igual de bueno.
Según caminan, cada vez hablan menos. Su conversación pierde su estructura; deriva hacia palabras raras y aisladas, espetadas, sopladas, como escupidas. Están subiendo una cuesta.
Les sobrepasa el autocar de la escuela. Hay una cara apretada contra el cristal. Sammy les hace señas con la mano. No le ven hasta que es demasiado tarde. Saludan al autocar.
Están más unidos y más desunidos que nunca. Están cerca uno de otro, pero a medida que se acercan a la casa se separan. Él la adelanta. Va por delante. Ella se rezaga. Pierde el resuello corriendo. La casa está embrujada, se volverá contra ella. Se supone que debe cuidarla, mimarla, amarla, devolverle la salud con arrumacos. Ella odia la casa. Le da miedo. No quiere quedarse en ella. Prefiere ir a la ciudad con Paul, preferiría ir a un museo, callejear, ir de compras.
—¿Voy contigo? —pregunta.
—¿A dónde?
—No quiero ir a casa.
—Hay que arreglar cosas, Elaine. Los niños necesitan un sitio donde volver.
La inquietud de Elaine. Está sufriendo un ataque de preocupación. El corazón se le desboca. Tiene las manos pegajosas. Cree que se está muriendo. Ahogando. Corre. Corre por la calle. Paul la sigue. Piensa que es un juego, una broma; corre para alejarse de él, quiere que la persiga.
Ella corre más aprisa.
—Eh, eh —dice él, alcanzándola, parándola.
Los ojos de Elaine son feroces, salvajes.
Paul la atrae hacia él y la mantiene apretada contra su cuerpo.
—Estás bien —dice, aunque está asustado—. Todo irá bien —dice, llevándola de nuevo a su lado de la calle—. Es un simple shock. Estás conmocionada.
Hogar.
El coche de su madre está aparcado en la calle. Paul siente alivio.
—Ha venido tu madre —dice—. Todo va a salir bien.
La madre está aquí. La madre se encargará. Todo volverá a su cauce. Un conjuro temprano.
—¿Vas a pasar todo el día en el trabajo? —pregunta Elaine a Paul.
—¿Dónde, si no?
Se pregunta adonde quiere ella ir a parar. ¿Sabe que a veces va a sitios, ve a gente, doña Manzana, etc?
—Necesito poder contactarte. ¿Y si me hacen preguntas sobre la casa?
—¿Por qué no te doy el móvil de Henry? —Le tiende el teléfono—. El número de mi oficina está memorizado. Es el 0-2 0-2.
—¿Quién es el 0-1?
—Henry —dice él. No se le ha pasado por las mientes que el teléfono contiene información, cosas que pueden delatarle con respecto a la chica. ¿Quién es 0-3?, se pregunta. ¿Y 0-4? ¿Y 0-5? La memoria posee 99 números. ¿Quién es 0-99?
La madre de Elaine está esperando en el césped.
—Os he estado llamando desde la noche del sábado —dice—. No contestaba nadie. Me preocupé, y por eso he venido. ¿Qué ha pasado?
—Hemos quemado la casa —dice Elaine.
—Ya lo veo —dice la madre—. Pensé que tenía que haber pasado algo. Parece como si un millón de personas hubiesen pisoteado el jardín. Pensé que a lo mejor habías tenido una fiesta loca. Bueno, intenté llamar. Necesitaba hablar. Cuando hablo contigo, me siento mejor.
—Se supone que es al revés —dice Elaine.
—Siempre que hablo con tu padre, cuando trato de tener una conversación seria con él, enciende la tele. Tú no estabas.
—Tuvimos un incendio —dice Paul—. Estamos en casa de unos amigos.
—¿Qué le ha ocurrido a vuestro contestador?
—Lo hemos vendido.
—Bueno, quería saber tu opinión. Fui a casa el otro día y tu padre...
—La casa se incendió —la interrumpe Elaine.
—Ya lo he visto, no he podido evitar verlo. He ido a la parte de atrás... Hay un agujero enorme en la pared de la sala.
Los tres están de pie en el jardín delantero, esperando. Paul consulta su reloj.
—Tengo que irme —dice.
—Me figuro —dice Elaine.
Paul le da un beso rápido en la mejilla. Es la primera vez en años que la ha besado al despedirse.
—Que tengas un buen día —dice él, marchándose.
—¿Paul no está bien? —pregunta la madre.
—¿En qué sentido?
—¿Qué le ha pasado en el pelo? Parece como si le estuvieran dando quimioterapia.
—Ah, eso —dice Elaine—. Es lo que hacen. Cuando empiezan a perderlo, se lo rapan. Se lo afeitan. Mejor calvo del todo que calvo a medias.
—Parece un pez afeitado.
—Así creen que controlan —dice Elaine.
Hay una pausa.
—Estaba preocupada —repite la madre—. Intenté llamar. No contestaba nadie.
Paul camina hacia el tren. Su mente divaga velozmente. Piensa en Henry y en su ligue; ¿por qué él está tan dispuesto a compartirlo? Piensa en doña Manzana, en Sammy diciendo adiós desde el autocar. Piensa en Pat y los pijamas y en Elaine en el suelo la noche anterior, arrancando un gran penacho de la alfombra rosa. Follando.
Pasa una casa tras otra. Desde la distancia ve a alguien que se acerca por el camino, un anciano en una silla de ruedas. Oye el crujido insistente de las ruedas de la silla. El viejo se agarra fuerte y enfila el camino con la concentración de un esquiador que se lanza cuesta abajo. Paul observa y especula sobre si el hombre se habrá roto la cadera, ha sufrido una apoplejía o ambas cosas..., sufrió una apoplejía y al caer al suelo se rompió la cadera.
El hombre le ve, levanta la cabeza, despega una mano de la silla y la mueve en el aire en un ademán de saludo amplio y desmayado.
Paul está a dos casas de distancia y se acerca.
—¿Vio las tetas de Miss Octubre? —grita el viejo—. Grandes. ¿Cree que son implantes? Eh, ¿qué sabe usted de pezones? ¿Qué pasa con los pezones cuando hacen un implante?
El hombre habla a gritos. Su voz resquebrajada por la edad es sorprendentemente aguda. Violento, Paul mira alrededor; no hay nadie, nadie les oye. Se detiene al final del camino.
—Buenos días —dice.
—¿George? —pregunta el viejo, mirando extrañamente, decepcionado, casi seguro ya de que Paul no es George.
—Soy Paul.
—Pensé que era otro —dice el hombre—. Pensé que era George —Se inclina hacia Paul en la silla—. ¿Conoce a George Nielson?
—Llevo un traje suyo —dice Paul, tirando de la solapa.
—Bueno, no me extraña —dice el hombre, radiante de alivio—. Mi vista no es muy buena, pero tampoco demasiado mala. Pensé que era George.
—Soy Paul.
—¿El tío al que se le ha chamuscado la casa?
—El mismo.
—Encantado de conocerle. Soy McKendrick. Walter McKendrick. —Se estrechan la mano. McKendrick se acomoda en su silla y avanza por la acera al lado de Paul—. ¿Va a coger el tren?
—Sí.
—No soporto levantarme y no salir a la calle en el acto. Me siento como muerto. Pase lo que pase, salgo. Recorro el camino, doy la vuelta a la manzana y vuelvo. Haga sol o llueva. Entonces, ¿qué sabe usted de pezones? ¿Cómo se hace la cosa? Antes no había implantes; o tenías tetas o no tenías. Ahora puedes tenerlas tan grandes como melones. Hay revistas enteras de tetonas; me las enseñó George.
O sea que George tiene algo de chispa dentro. Gracias a Dios. Paul se ríe.
—¿Cómo ha dicho que se llama? —pregunta el viejo.
—Paul.
—¿Va a coger el tren?
—Sí.
—Va un poquito retrasado. —El viejo consulta el reloj—. Las nueve y dieciocho. No llegará antes de las diez y media, once menos cuarto.
—Ayer fue festivo.
—No importa si fue festivo o no. La puntualidad cuenta. Yo nunca llegaba tarde.
Paul cambia de tema.
—¿Qué le ocurrió? —pregunta, señalando la silla—. ¿Un accidente?
—Bueno, desde luego no fue intencionado, si es lo que quiere decir. Me rompieron el culo, perdone que hable en cristiano, pero es cierto. Hace dos años, en la estación Grand Central, corría para alcanzar el tren de vuelta a casa. Tropecé y me caí por las escaleras de mármol, casi la palmo. Setenta y cuatro años: les dio un pretexto estupendo para mandarme a mirar las musarañas. Ahora tengo clavijas en el culo, en serio. Clavijas en el culo, en la cadera, en la pierna. Es mi castigo por todas las noches que pasé trabajando. Si hubiera podido, habría muerto sentado ante mi escritorio. Era mi vida. Era feliz así. —Llegan a una pendiente, una cuesta larga y ondulada—. No puedo bajar por aquí —dice McKendrick—. Por mucho que quisiera. Una vez lo hice y no pude volver a subir. Tuve que esperar sentado a que alguien me rescatara. Una mujer con una ranchera me remolcó hasta arriba. —Se detiene—. Estoy agotado, me vuelvo a casa. —Inicia el lento giro, el movimiento coreográfico en cuatro tiempos que da una vuelta completa a la silla—. Pase a verme algún día, le enseñaré una par de cosas. Tengo una señora colección.
—Pasaré —dice Paul, esperando, pensando que debería seguir con la vista al viejo, cerciorarse de que llega a su casa sin percance.
—Váyase —dice McKendrick, ahuyentando a Paul, espantándole como a una mosca—. No pierda el tren.
Paul consulta su reloj. Son las 9.27. El tren sale a las 9.35. Le queda todavía un buen trecho. El viejo tiene razón, no puede perder el tren. Ya va con retraso; no puede retrasarse aún más. Echa a correr.
—¡Sí, señor! —le grita el viejo—. Así se hacen las cosas.
Elaine y su madre entran en la casa.
—Ábrelo todo —dice la madre, gesticulando hacia las ventanas y las puertas—. Huele. Huele —grita mientras trabaja.
Elaine está aturdida, nerviosa. ¿Alguna vez la ha escuchado alguien? ¿Alguna vez le han preguntado lo que quiere? ¿Alguna vez se le ha ocurrido decirlo? Trata de abrir la ventana de encima del fregadero. Forcejea, la golpea. ¡Pam! ¡Pam! Casi atraviesa el cristal con la mano.
—Hazlo suavemente —dice la madre—. Cuando algo está atascado, tienes que manipularlo suavemente.
Elaine lo hace, y el viejo marco de la ventana se abre.
—¿Tienes manzanas y canela? Es lo que se hace en las casas en venta. Ponen una cazuela de sidra y canela en la cocina y los compradores creen que la vivienda es acogedora.
La madre abre la nevera. Emana el hedor de cosas que se pudren. La cierra.
Elaine sube al piso de arriba y abre todas las ventanas.
En el dormitorio conyugal, que está directamente encima del comedor, advierte un agujerito en el techo: un orificio que llega derecho hasta el tejado. Es como el agujerito de una cámara. A través de él ve el cielo, un punto azulísimo. Lo tapa una nube y luego un avión que enseguida desaparece. Todo está en movimiento permanente y ella permanece quieta.
—Ábrete, sésamo. —Oye a su madre hablar a solas abajo.
Ve el maletín de Paul contra una esquina. Saca el móvil y telefonea a los Nielson.
—Paul se ha marchado sin el maletín —le dice a George—. Quería saber si podrías llevárselo a la ciudad. Menos mal que no te has ido.
—No hay problema. De nada. No es nada —dice George, y sus repeticiones, sus negativas indican que se trata claramente de un favor—. Estoy subiendo al coche ahora mismo. Te veo dentro de un minuto.
Aprieta el botón de «Fin» y marca el número de la escuela de Daniel.
—Quiero dejar un mensaje. ¿Podría, por favor, decirle a Daniel Weiss que venga a casa, a casa de su madre, después de clase?
—¿Con quién hablo? —pregunta la secretaria de la escuela, súbitamente recelosa.
—Con su madre —dice Elaine.
—¿Me dice su nombre?
—Elaine. Elaine Weiss.
Empieza a decir algo sobre el incendio de la casa.
—¿Su dirección? —pregunta la secretaria, interrumpiéndola.
—¿Cuál es el problema?
—Tenemos que tener mucho cuidado. Un segundo, por favor.
Elaine espera. El móvil, apretado contra su oreja, empieza a calentarse. Le arde la oreja.
—Elaine —dice la mujer, al ponerse de nuevo, hablando como si fueran viejas amigas—. Todo en orden. Le daré el mensaje a Daniel: tiene que volver a casa, a casa de su madre, al salir de la escuela.
Fin. Elaine se toca la oreja. Está caliente. ¿Hay que limitar la exposición a un móvil, como en el caso de los rayos X dentales?
Suena el teléfono. Suena y al mismo tiempo vibra en la mano de Elaine.
—¿Es el teléfono? —pregunta la madre—. ¿Ya está arreglado?
Elaine abre el móvil.
—Llevo toda la mañana intentando hablar contigo —dice una voz de mujer—. ¿Qué llevas puesto?
Elaine se mira a sí misma.
—Ropa sucia. —Hay una pausa.
—¿No me vas a preguntar lo que llevo puesto yo?
—¿Qué llevas puesto? —dice Elaine.
—¿Me hablas a mí? —grita su madre desde la otra habitación.
—Nada —dice la mujer.
—No —dice Elaine a su madre.
—Sí —dice la mujer.
—¿A qué número ha llamado?
—Al tuyo —dice la mujer.
—Elaine, ¿has oído el teléfono?
—Tengo que irme —dice Elaine, empezando a bajar las escaleras con el maletín en la mano—. Me llama mi madre.
—Te llamaré más tarde.
—Me ha parecido oírte hablar con alguien.
Su madre está en la cocina. Se ha atado un trapo sobre la nariz y la boca, como un bandolero. La cocina apesta a fuego y detergente.
—Tengo que oler algo decente —dice la madre—. He vaciado mi atomizador; me comprarás otro para mi cumpleaños.
Elaine asiente.
—¿Puedo? —pregunta la madre, cogiendo el móvil de Elaine—. Tengo que llamar a la compañía de teléfonos y también a la eléctrica, y debería llamar a tu padre para decirle que todo está bien. ¿Cómo se pone en marcha este chisme?
—Está encendido —dice Elaine—. Marca el código de la zona y el número y aprieta «Enviar». ¿Puedes llamar a la escuela de Sammy y decirles que se aseguren de que vuelva a casa?
Por la mente de Elaine pasa de repente la imagen de Sammy diciéndoles adiós en el autocar: ¿cómo han podido no verle?
Fuera, George toca la bocina. Elaine coge el maletín y sale corriendo.
—Saca la basura —dice la madre, señalando el montón de bolsas de basura que hay junto a la puerta.
Un viejo Mustang azul pasa por delante. Sobrepasa a Elaine y luego da marcha atrás. Lo conduce una mujer que lleva un pañuelo azul marino de flores sobre el pelo y gafas de sol oscuras.
—Hola —dice ella—. ¿No es fantástico?
Elaine se acerca al automóvil.
—¿Perdone? —dice sin comprender.
—El vestido. —La mujer se estira su vestido; es el Dior azul de Elaine, el que vendió la víspera la señora Hansen.
—Oh —dice Elaine—: Es estupendo.
—Y mire lo que he comprado en Elmhurst.
La mujer señala un bolso azul de Dior en el asiento trasero.
—Guau —dice Elaine—, usted sabe comprar. —Hay un teléfono instalado entre los dos asientos—. Y tiene un teléfono de coche.
—No podría vivir sin él. Me salva la vida. Bueno, tengo que irme —dice la mujer.
Elaine se queda en el bordillo. Se pregunta si será la de la llamada misteriosa? Encaja: el teléfono, la fijación con la ropa. Elaine vuelve a entrar en casa.
—He cumplido con mi deber —dice la madre, sin soltar el teléfono—. Sammy vuelve a casa, los empleados de teléfonos están ya en camino y los de la luz vendrán antes de que oscurezca.
Suena el móvil. Elaine lo ve vibrar en la mano abierta de su madre.
—No sé si me gusta este aparato —dice la madre. Suena otra vez—. ¿Contesto? ¿Dígame?
Elaine observa la cara de su madre; ¿vuelve a llamar la mujer?
—Una blusa y una falda —dice la madre, y Elaine avanza para quitarle el móvil. Su madre la rechaza—. Gris, o más bien color topo. —Una pausa—. No, no creo que hayamos hablado antes. ¿Es amiga de mi hija? Está aquí mismo. —Otra pausa—. Ropa sucia.
—Mamá —dice Elaine.
Su madre levanta la mano, silenciándola.
—Umm. Ummmm —dice la madre, escuchando atentamente. Se sonroja.
—Mamá —repite Elaine, avergonzada por el rubor rosado en las mejillas de su madre.
—Bueno —dice ésta finalmente—, todo eso está muy bien, pero no creo que nos interese. Gracias. —Se vuelve hacia Elaine—. ¿Cómo se cuelga esto?
—Aprieta «Fin». ¿Quién era?
—No sé. Al principio me ha parecido que era una especie de encuesta, y luego se ha vuelto un poco raro.
—¿Te ha dado la impresión de que llamaban desde un coche?
—No. Creo que no —dice la madre—. ¿Tu número viene en la guía?
—El móvil no es nuestro. Es de Henry.
—Bueno, pues es eso. Apágalo —dice la madre. Y Elaine lo hace.
Paul está en el tren, mirando cómo los demás viajeros beben su café y leen periódicos doblados en cuatro. Está pensando en McKendrick, en su casa con sus clavijas en el culo, hojeando revistas porno. Se alegra de estar de nuevo en el tren, de ir a trabajar. Recuerda la voz débil del viejo: «Si hubiera podido, habría muerto sentado ante mi escritorio.»Piensa en la casa, en que ha dejado a Elaine y a su madre en el césped, abandonándolo todo. No se lo ha dicho a nadie, pero a él también le asusta la casa. No sabe cómo harán para repararla. Teme que haya ocurrido algo irrevocable y horrible, algo que todavía no comprende. Lo que hicieron fue un impulso tan increíble, tan deliberadamente destructivo y tan extrañamente emocionante que se asustó. Todo va bien, se dice, repitiendo lo que le ha dicho a Elaine por la mañana.
Haz una lista. Busca su maletín. No lo tiene. No lo ha cogido. Es como si tuviese siete años y se hubiera olvidado el almuerzo. Desnudo, desprevenido, despavorido. El tren entra en la estación de Fordham y piensa en apearse, cambiar de andén y subir al tren que vuelve para recoger su maletín. Consulta su reloj: es tarde. No tiene idea siquiera de dónde está el maletín. ¿Está en casa, en el recibidor, junto al armario, o lo ha vendido Elaine «por accidente» en la venta del jardín? Si lo ha vendido, ¿qué incluía el precio? Cuando llegue a la oficina, ¿habrá otra persona sentada ante su escritorio?
—Disculpe —le dice al hombre sentado a su lado—. ¿Puede prestarme un bolígrafo?
El hombre se lo tiende, y Paul se escribe en la mano. Seguro. Albañil. Pintor.
—Ha olvidado panadero, banquero o jefe indio —dice el hombre.
—¿Perdón?
—Yo hacía eso continuamente. Odiaba mi trabajo, y en el trayecto hacía listas de todos los demás oficios que podía ejercer.
—Oh —dice Paul.
—Y después renuncié a toda esperanza de que cuajara. —El hombre esboza una sonrisa cálida—. Bob Becker —dice, tendiendo la mano—. Ejecutivo jefe de Pathways International.
—¿Un laboratorio farmacéutico?
—Eso es: medicación para enfermedades mentales, fármacos inteligentes, llegan a los transmisores, actúan sobre los inhibidores. ¿Y usted es?
—Paul. Paul Weiss —dice él, devolviéndole el bolígrafo.
—Ah, ¿y Rifkind? —pregunta el hombre, como si esto fuera una obra de Beckett. Le rodea un aire de irrealidad; todo significa algo, y de pronto también significa otra cosa.
—Sin Rifkind —dice Paul. Y «Rifkind» suena como una palabra que significa algo como: «Muy bien, ¿y usted?»
—Echemos una ojeada a su lista —dice Becker, mirando la mano de Paul.
—En realidad no se trata de una lista de trabajos —dice, manteniendo la mano cerca de su pecho—. Es más bien una serie de cosas de las que tengo que acordarme, cosas que debo hacer.
—Pues entonces veamos la palma. —Becker tira de la mano de Paul, le extiende los dedos, le frota el índice, el corazón, el punto flaco del medio, borrando un poco las notas escritas—. Interesante —dice Becker—. Tiene un montón de cosas que pasan y cantidad de cosas que van a pasar.
Cuando el tren hace su entrada en la estación Grand Central, Becker acerca aún más la mano de Paul, aprieta sus labios contra la palma.
—Encantado de conocerle, amigo mío —dice—. La mejor suerte del mundo.
Hay prisas a la hora de bajarse del tren. A Paul le empujan, azorado por el momento que acaba de transcurrir. La palma le cosquillea, le apesta del beso: ¿ha sido un beso?
Se levanta de puntillas y busca a Becker, pero éste ya se ha ido.
En el metro, trata de olvidar lo que ha ocurrido. Piensa en el trabajo. Tiene ganas de hincar los codos en el escritorio: de reagrupar, organizar. Cogerá el toro por los cuernos. Hará listas, llamadas de teléfono, concertará citas. La chaqueta le aprieta en el pecho. Corre hacia la oficina. En cuanto llegue —al campamento base— se encontrará bien. Hablará con la gente. Pedirá consejos, les preguntará nombres de otras personas que puedan ayudarle, que sepan arreglar cosas. Se restriega la palma una y otra vez contra el muslo.
—Buenos días —dice su secretaria cuando él cruza la puerta.
—Bonito traje —dice una mujer del piso de arriba.
—Gracias —dice Paul, olvidando que el traje pertenece a George.
Está sonriendo. Se alegra de estar en la oficina. Es primera hora de una mañana radiante. Bueno, casi primera...
—Me he dejado el maletín —dice Paul, balanceando los brazos de atrás hacia adelante como un niño que explica la liviandad de su fardo—. He salido de casa sin él. Un olvido tonto.
—Se lo ha traído su amigo George hace un par de minutos.
Paul deja de balancear los brazos. ¿Cómo es posible? ¿Dónde estaba su maletín? Y, lo que es más importante, ¿cómo ha llegado George a la ciudad antes que él?
—Ha dicho que le vería esta noche en la cena, pero que si tiene alguna pregunta que hacerle o necesita algo de él, que le llame a su despacho.
George es un buen hombre, piensa Paul. Y es rápido. Tal vez un poco demasiado bueno. Paul quiere llamarle. Quiere hacerle un par de preguntas rápidas: ¿Has visto las tetas de Miss Octubre? ¿Crees que son implantes? Eh, ¿qué sabes de pezones? ¿Qué pasa con ellos si se hace un implante?
—¿Alguna cosa más? —pregunta a su secretaria.
—Warburton quiere una respuesta al informe.
Paul mira a la secretaria, que tiene todavía su maletín en la mano.
—El informe. Lo guardé aquí dentro el viernes.
Ella da una palmada en el costado del maletín.
—No lo he visto —dice Paul, como si dijera que se lo ha comido el perro—. Hubo un incendio. Estábamos en un motel. Lo olvidé.
—Daré largas —dice la secretaria.
—Lo leeré —dice Paul, llevando el maletín a su despacho.
Su secretaria le pasa una llamada a tres de Henry.
—Ménage à trois —dice la chica.
Paul no dice nada.
—Vamos —dice Henry—. Sigue el juego. Yo soy Bond, James Bond.
—Yo soy la espía rusa —dice la chica.
—¿Y yo quién soy? —pregunta Paul.
—Un diplomático de la ONU —dice Henry.
La secretaria de Paul les interrumpe.
—Tiene una reunión dentro de diez minutos.
El tapa el auricular con una mano.
—Llámeme a la puerta dentro de ocho minutos.
—Desde luego —dice la secretaria cerrando la puerta.
Paul reanuda la conversación. Henry le está hablando a la chica con una mala imitación de Sean Connery. La chica gime con un acento ruso.
Paul escucha.
Piensa en su mano; el beso sigue en su palma, y tiene ganas de hacer pis. Tiene que lavarse las manos y tiene que orinar y piensa que sería extraño que entrase en los urinarios y se lavase las manos antes de hacer pis. No quiere actuar de un modo raro y no quiere tocarse con el beso todavía estampado en la mano. Esperará, esperará para lavarse las manos y para hacer pis. Trabajará, tocará otras cosas. El beso se borrará; se esfumará solo.
Llama a su secretaria por el interfono.
—¿Podría traerme un café, por favor?
Unos minutos después, cuando ella le tiende la taza, él, «accidentalmente», se salpica un poco de café en la mano.
—Lo siento, ¿le he quemado? —pregunta la secretaria.
—En absoluto —dice Paul, sonriendo, secándose la mano con una servilleta, y se queda limpio.
Trabajan. Si su madre está en una habitación, Elaine está en otra. La presencia de la madre, la irritante seguridad de sus opiniones sobre todo, desde la forma de organizar los estantes de la nevera hasta la mejor manera de doblar una toalla, enfurecen a Elaine. Le estimula la descarga química resultante. Trabaja de firme, cada vez más deprisa, y más concienzudamente que si estuviese sola. Recoge las camas, las sábanas olorosas a humo, las toallas, la ropa, etc. Con un cubo, una esponja y su propia mezcla de diversos detergentes, elimina las espesas pisadas de los bomberos. Recorre toda la casa; es una pobre versión de Pat, alguien a quien hay que incordiar para que sea productiva.
En un momento dado baja para volver a llenar el cubo. Su madre ha mezclado una lata descongelada de limonada con una botella de agua de Seltz.
—Tú y yo tenemos que hablar en serio —dice la madre, sirviendo un vaso a Elaine.
Es el momento que ella estaba esperando: la reprimenda. Su madre le dirá que recapacite, que se enderece y que haga las cosas a derechas.
—El otro día intenté decirle algo a tu padre —dice la madre—. Le pedí su opinión sobre los sofás de la sala. Estoy pensando en retapizarlos. He encontrado tela, pero es cara... Y entonces me puse a pensar que quizá deberíamos comprar unos sofás nuevos. —La madre se detiene, mira a Elaine como inquiriendo: ¿Me estás escuchando?, y prosigue—: Y entonces le dije: «Es caro el tapizado y es caro cambiarlos. De lunes a martes...»Elaine escucha atentamente, pensando que se trata de una parábola, confiando en que la moraleja contendrá una enseñanza enjundiosa.
—Pero no sé lo que entiendes tú de muebles...
De repente, Elaine no puede escuchar más; el relato es totalmente trivial. Está ocupada en maltratarse: ¿Por qué eres tan crédula? ¿Por qué te engañan tan fácilmente? ¿Por qué piensas siempre que esta vez será distinto? ¿Por qué conservas la esperanza? ¿Qué clase de idiota eres?
Elaine se echa a llorar.
—¿Es el refresco? —pregunta su madre—. ¿No te gusta? Es un poco dulzón... Quizá no tenga suficiente agua de Seltz.
—Soy infeliz. He incendiado la casa y soy infeliz —dice la hija.
—¿Qué quieres que haga? —dice la madre, a la defensiva—. Eres demasiado adulta para que yo te ayude. ¿Quieres venir conmigo? ¿Quieres que te lleve a mi casa?
No dice «a nuestra» casa, no dice «a» casa, sino «a mi» casa. Elaine no ha vivido en ella desde hace veinte años, pero sigue pensando que es su casa o por lo menos la casa, el hogar de la familia.
—¿Quieres venir conmigo? ¿Quieres traer a Paul y a los niños? ¿Sería mejor que viviésemos todos bajo el mismo techo?
Elaine se representa la escena. Se imagina en su cuarto del primer piso, en la cama estrecha de su infancia. Se imagina a Daniel y a Sammy en el cuartito al fondo del pasillo y a Paul en el sofá cama del cuarto de estar. Se imagina despertar cada mañana oyendo en el trasfondo el rumor constante de una riña entre el padre y la madre. «No estamos riñendo, estamos hablando. Es una conversación.»
—¿Eso es lo que quieres? —pregunta la madre.
—No —dice Elaine resueltamente.
¿Qué quiere? Piensa en sí misma en tercera persona, como si la distancia entre la primera y la tercera le diera perspectiva: ¿Qué quiere Elaine? Se esfuerza en contestar a su propia pregunta: Consejo, confianza, orientación, consuelo.
—¿Lo odias? —pregunta a su madre—. ¿Lo odias todo? ¿Odias tener una familia? ¿Me odias a mí? ¿Soy un horror? ¿Somos todos horrorosos?
Su madre la corta.
—¿Quién puede odiar? ¿A quién está permitido pensar cosas tan horribles? ¿Te crees que debes tener ideas respecto a todo? No necesitas tantas ideas. —Suspira—. Fantaseas sobre cómo deberían ser las cosas. Deja de soñar despierta. Pregúntate qué quieres y luego consíguelo. Tienes que hacerlo tú misma; nadie va a hacerlo por ti. Tienes que vivir tu propia vida.
—No sé cómo. No sé lo que quiero. No sé nada —solloza Elaine—. Estoy llorando, y ni siquiera sé por qué. Estoy atascada. Totalmente atascada.
—Tienes una vida maravillosa —insiste su madre.
—Quizá lo que quiero es inalcanzable, quizá no es para mí.
—Estás aburrida, eso es todo.
Elaine deja de llorar.
—Aburrida y te aburro. Soy lamentable. Y estúpida. ¿Cómo puedo ser tan tonta? —dice, y se levanta de la mesa.
Suena el timbre de la calle.
—Has olvidado —dice la madre.
—¿Qué?
—Aburrida, estúpida y gorda.
Su madre se lanza a una antigua cantinela más o menos aproximada: las cosas que Elaine decía de sí misma cuando era una niña.
Elaine no está gorda. No lo ha estado desde que tenía quince años, e incluso entonces era sólo regordeta. Mira a su madre horrorizada, como diciendo: ¿Por qué sigues haciéndome esto? ¿No has oído una palabra de lo que acabo de decirte?
El timbre vuelve a sonar. La madre chasquea la lengua. Deja pasar al electricista y Elaine huye escaleras arriba. Tiene cosas que hacer, pero al llegar arriba no se acuerda de qué.
Se tumba en la cama deshecha, mirando al agujero en el techo. El cielo es azul. Pasan nubes. Cielo, aire, nubes, el sol y la luna; es hermoso. Es lo mismo de siempre. Mira al puntito azul. Duerme. Sueña. Despierta con la sensación de que es cada vez menos ella misma.
La cocina está inmaculada y silenciosa. El cuarto de estar ha sido fregado, barrido y encerado; el olor mezclado de ambientador de limón y cera se cierne en el aire. Sentada en el sofá, su madre lee una revista. Se ha puesto su chaqueta y tiene el bolso al lado. Parece una mujer de la limpieza que espera a que le digan que puede irse a su casa, que espera que le paguen.
—No quería despertarte —dice la madre—. Ha llamado Pat, tu amiga. Quería saber si la necesitabas. Le he dicho que todo estaba controlado. —La madre sonríe por su propia eficiencia—. ¿Has descansado bien? ¿Te sientes mejor? He subido a verte. Dormías como un bebé. Pensé que me daba tiempo de salir a un recado. No me has oído salir, ¿verdad?
Elaine dice que no con la cabeza.
—No he oído nada.
—He ido a la tienda corriendo. Tenía que ir, de todos modos; no tengo nada de comer para tu padre. Te he comprado algunas cosas. No estoy segura de las marcas que compras y he comprado sólo para los chicos. He supuesto que ellos no son tan maniáticos.
Se está disculpando, lo cual también resulta ofensivo. ¿Cómo sabe ella si son o no maniáticos? Elaine y Paul lo son mucho menos que Sammy y Daniel.
La madre coge el bolso y saca sus llaves. Se levanta trabajosamente del sofá.
—Es un poco demasiado blando —dice, mientras trata de ponerse en pie—. Deberías pensar en comprar uno nuevo, no tan hondo. No soy la acróbata que era.
—¿Te vas?
—Tu padre me necesita. Al cabo de unas horas se siente solo. —Respira hondo—. Hay luz, el teléfono funciona, las sábanas están en la lavadora, las toallas en la secadora, los platos fregados. Hay comida en la cocina para los chicos. No sé qué más puedo hacer.
Elaine quiere decir: ¿Y el comedor, y el agujero en la pared? ¿Y lo blandita que ha quedado la alfombra, y la mesa del comedor partida en dos como si fuera leña? Quiere decir: No te puedes marchar todavía, no has terminado. Todavía me siento fatal.
La madre consulta el reloj.
—Llegarán enseguida —dice, caminando hacia la puerta.
Elaine siente ganas de tirarse al suelo y agarrar a su madre por la pierna. Quiere suplicarle que no se vaya. Pero en lugar de eso la acompaña hasta la puerta. Le dice adiós con la mano.
Mamá ha venido. Mamá se ha ido. Todo está como estaba. Elaine cierra la puerta.
La luz del atardecer se cuela en el cuarto de estar y envuelve los muebles, se infiltra en el pasillo. Naranja. Anaranjado de sangre. La roja oleada de la puesta del sol baña las paredes y recubre el suelo, y a Elaine le recuerda las llamas, el fuego.
La casa está vacía.
Se quita la ropa, la arroja a la lavadora y mete las sábanas mojadas en la secadora. Desnuda, sube la escalera como una figura de un cuadro. Se ducha, se lava al mismo tiempo que raspa las paredes del baño con la esponja vegetal que compró para rascar la piel muerta. Está en la quinta velocidad. Como Pat, cada uno de sus movimientos contiene dos: ducha y raspado. Toma nota mentalmente de que tiene que comprar algo para limpiar el cemento.
Chorreando, baja la escalera, preocupada de que alguien la vea a través de las ventanas, la mujer del coche azul, la señora Hansen, un niño que pase. La casa es como una jaula, un escaparate. No oye el sonido de sus pies en el suelo.
El poli está en la puerta de la calle.
—¿Está violando la integridad de la escena del crimen? —dice.
—¿Yo? —dice Elaine, cruzando los brazos sobre el pecho.
—Estoy bromeando. —Se ríe de su propia broma—. Humor de policía.
Están de pie en el recibidor. Ella está desnuda, mojada. Él no parece percatarse de su desnudez, pero tiene que ser consciente de ella: su trabajo consiste en ser observador, en captar los detalles.
—¿O sea que es usted quien está allanando una morada? —dice ella.
—Una simple visita —dice él—, pero más vale que llame a un cerrajero.
—¿Está rota la cerradura?
—Por lo visto —dice el poli.
Ella está pisando un charco, un charquito de agua de baño. Recuerda el día en que se conocieron; ella y Paul habían ido al cine. Al volver a casa se fumaron en el coche un par de canutos y aparcaron junto al agua. Una luz enfocó el coche y alguien dio unos golpecitos en la ventanilla.
—Baje la ventana, señor —dijo el agente.
—Sólo estamos contemplando el panorama —dijo Paul.
—No se hace eso aquí —dijo el poli, y a continuación le pidió el carné de conducir. Paul, convencido de que iban a enchironarles, estaba a punto de sufrir un ataque. Elaine todavía recuerda el color de su cara: de un blanco brillante en la oscuridad, con la piel recubierta de una capa fría y pegajosa de sudor—. Váyanse a casa —dijo finalmente el poli, despidiéndoles, pero olvidándose de devolver el carné a Paul. Al día siguiente se presentó en su casa; Elaine estaba desnuda en la cocina, colocada, y comisqueando. Sonó el timbre y ella se cayó al suelo. Atravesó reptando sobre el vientre el linóleo de la cocina hasta el armario del recibidor. Se levantó dentro del ropero y se puso el abrigo de cachemira de Paul antes de abrir la puerta de la calle.
—Parece ser —dijo el agente— que no devolví el carné a su marido.
—Gracias —dijo ella, cogiendo el carné de las manos del poli y preguntándose si él sabría que estaba desnuda debajo del abrigo, qué pensaría al respecto.
Y ahora, de nuevo, está delante de él, desnuda: esta vez desnuda de verdad.
El la está mirando.
De la piel de Elaine se evapora el agua. Se le pone la carne de gallina. Tiene los pezones arrugados, forman nudos duros que él podría atribuir al deseo.
—Venía simplemente a ver cómo van las cosas —dice él.
Ella asiente. En segundo plano se oye el retumbo de las sábanas en la secadora.
—¿Los niños en la escuela?
Ella asiente de nuevo.
—¿El marido en la ciudad?
—Y mi madre acaba de irse —dice ella.
—Sí, he visto su coche.
Elaine se pone una mano en la cadera.
—Eso —dice.
—Todo se normaliza —dice él.
Se oye un ruido: pasos en los escalones de atrás.
—Los niños —dice Elaine, corriendo hacia la habitación de la colada.
Sale con el cuerpo envuelto en una toalla caliente y otra enrollada en el pelo. El poli se ha ido. Ocupa su lugar la señora Hansen, plantada en la puerta con un plato de galletas.
—He cocinado —dice.
—Oh, bien —dice Elaine, mirando alrededor, por encima de su vecina, a través de ella, intentando encontrar al policía y preguntándose dónde están los niños; está segura de haberlos oído.
—Galletas al ron —dice la vecina, extendiendo el plato hacia Elaine.
—Ah, deliciosas —dice ella, confusa. De nuevo se oye el ruido de alguien en la escalera de la cocina.
Sammy y Daniel aporrean la puerta.
—Hola, hola —dice Elaine, abriéndoles—. ¿Qué tal estáis? Mis cachorritos, mis polluelos. —Se esfuerza en mostrar entusiasmo—. Bienvenidos a casa.
Besa a sus dos hijos en la frente.
—Buenas tardes —dice la señora Hansen, mirando a las criaturas que se las ingeniaron en tomarla de rehén la víspera por la tarde, y la retuvieron dentro de la casa mientras la precintaban con cinta de casete como si fuese el escenario de un crimen.
—Deme solo un minuto —dice Elaine, disculpándose para ir a vestirse. Sube corriendo la escalera y se pone lo primero que encuentra: un par de pantalones caqui de Paul, un cinturón grande y una camiseta. Vuelve a bajar. Abajo no hay nadie.
Han salido al jardín. La señora Hansen ha juntado las piezas de la mesa de picnic y preparado un sucedáneo de té.
—Galletas al ron y limonada —dice anunciando el menú.
Sammy da un mordisco a una galleta y la escupe.
—Aj —dice—. Sabe a medicina.
—Dámela —dice Elaine, cogiendo la galleta.
Son fuertes y sabrosas, empapadas de alcohol: esponjas de ron.
—Delicioso —dice Elaine.
Daniel se come cuatro y empieza a dar tumbos como un borracho por el jardín.
—Más galletas, quiero más —mendiga.
—Creo que ya has comido bastantes —dice Elaine.
—No hay nada como el sabor de algo rico por la tarde —dice la vecina—. Yo era una gran cocinera. Cuando mis chicos eran pequeños, hacía de todo. Lo cocinaba todo.
Levanta la vista hacia el cielo y se sirve otra galleta.
La fachada trasera de la casa está quemada. Gruesas vetas negras ascienden hacia el rejado, cada una más alta que la anterior: marcas de patinazos en la trayectoria hacia la tragedia, el resultado de una loca carrera de la que no hay vencedor.
El agujero del comedor es un pinchazo, un redondel que tiene el mismo aspecto chamuscado y mordido que los que dejan en los dibujos animados los cartuchos de dinamita cuando estallan. ¿Ha hecho el agujero el fuego, al extenderse por la vivienda, ávido de destrucción, o lo han abierto los bomberos en su esfuerzo por extinguir las llamas? ¿Qué ha sido antes, el huevo o la gallina, el fuego o el agujero?
Su jardín. Sus petunias, impacientes, y los geranios han sido pisoteados, sus tallos aplastados. Las flores, sin creerse que están muertas, conservan su color, como si contuviesen la respiración.
Elaine va hacia el arriate de flores devastadas. Se pone a cuatro patas y trata de resucitar lo que queda. Apuntala las flores. Apoya a unas en otras, pero todas se caen. Empieza a tirar de ellas y arranca violentamente lo que está aplastado. No soporta la visión de semejante estrago.
—Siniestro —dice la señora Hansen, agachándose a su lado.
Elaine piensa que la vecina ha venido a llevársela. Se la imagina diciendo: Vamos, querida, ya basta, y llevándola fuera como si fuese una enferma mental, que se arranca el pelo y no sólo flores muertas.
—Estas flores están mustias —dice la vecina, sacando una herramienta del bolsillo y desplegando un par de tijeras—, pero apuesto a que reviven en un vaso de agua con azúcar. —Corta los tallos de un tijeretazo—. Mi instrumental —dice, dando un golpecito a la herramienta—. No voy sin él a ninguna parte.
—«Puedes llamarme Flor» —dice Sammy, repitiendo su frase favorita de Bambi, película que Daniel llama A la espera de que te atropelle un coche.
El jardín parece un pozo de alquitrán, una mezcla embarrada de madera calcinada y piedra. La parrilla sigue donde estaba, tumbada de costado, y hay bloques sobrantes de briquetas quemadas que empiezan a desmenuzarse en la tierra, a endurecerse y fijarse: la fosilización de América.
Daniel clava un palo en la podredumbre, la remueve.
—¿A qué ha venido ese poli?
—A hacer una ronda.
—¿Por qué llevabas una toalla?
—Acababa de ducharme. ¿Qué tal ha ido el día? —pregunta, cambiando de tema—. ¿Qué tal en la escuela? ¿Has empezado bien? ¿Te han dado un buen desayuno en casa de los Meaders?
Daniel la mira directamente a los ojos, midiéndola.
—No sueles ducharte a media tarde.
—Estaba sucia —dice ella.
Él revuelve la tierra con el palo.
—¿Qué es esto? —dice, destapando una caja de cerillas quemadas; las recoge con el palo, evitando instintivamente tocar la prueba con las manos desnudas.
—Parecen cerillas —dice ella.
—A lo mejor significan algo —dice él.
—¿Estás haciendo una investigación? —pregunta Elaine, sin saber en qué bando está Daniel.
—No lo sé —dice el niño, removiendo la tierra con aire desgraciado.
—¿He hecho algo malo? —dice Elaine.
—¿Lo has hecho?
Elaine ve en el niño el mismo desdén que ha visto en Paul. Se le encoge el estómago. Trata de sobreponerse.
—Te pareces tanto a tu padre —dice, extendiendo la mano hacia la mejilla de Daniel, que la aparta.
—¿Follas con el poli?
A ella no se le había ocurrido pensarlo.
—¿Follas? —pregunta Daniel.
Oye decir a su hijo «¿Follas con el poli?», y piensa sí. Sí, follará con el poli si el poli quiere follar con ella.
—No digas «follar» —dice al niño.
Elaine está derrengada. Se siente frágil, como convaleciente de una enfermedad. Mira a la señora Hansen con la esperanza de que haga algo. Ha reunido a sus hijos para la visita pero no aguanta más. Sus necesidades la agobian. No sabe cómo conectar con Daniel; no hace nada a derechas con él. Confía en que Paul vuelva a casa pronto y la recoja. Dejarán a los niños en casas de amigos y él la llevará de vuelta a casa de Pat y George. El día ha sido interminable. Hace una vida doméstica en un hogar roto.
Se oye un retumbo estruendoso, vivo, metálico, un impacto de metal que estremece el suelo, como el sonido de un accidente de coche. Lo notan en los pies y después en las piernas, como una explosión, un estallido seguido por un denso bufido de aire, la brisa de algo desplazado de sitio.
—¿Qué ha sido eso? —grita Elaine.
La señora Hansen da la vuelta a la casa, inspeccionando.
—Han traído el contenedor —anuncia.
Paul está en el tren de regreso a casa. Ha sido un día perdido. Ha leído el informe y dado su opinión, lo que es más de lo previsto, pero ha pasado la jornada, en conjunto, preocupado.
«Limpia el bol.» Es lo que le ha dicho el tipo del tren, el besamanos, esa mañana. «Cuando estás atascado, cuando no sabes qué hacer, sigue adelante, haz otra cosa. Si tomas cereales en el desayuno, limpia el bol.»Paul ha recorrido los pasillos de la oficina en busca de consejo: ¿Eres propietario de la casa? ¿La compraste o la has construido? ¿Es de ladrillo o madera? ¿Tiene el tejado plano o inclinado? ¿Tienes experiencia en albañilería? ¿Seguros contra incendios? ¿Pintores? ¿Restauración? ¿Reconstrucción?
—¿Qué ha pasado? ¿No has podido con la barbacoa? —le ha dicho uno, burlándose, como si dijera a un hombre de verdad no se le quema la casa.
—Las cosas se desmandaron —ha dicho Paul.
—Me figuro —ha dicho el tipo.
Las tres veces que ha intentado hablar con Elaine por el móvil le ha contestado una grabación: «El usuario con el que desea hablar está temporalmente fuera de cobertura. Por favor, vuelva a llamar más tarde.»Paul ha pensado en su amigo Tom; el Tom de la universidad, el Tom a quien no ha visto desde hace años. La otra noche, en el cuarto del motel, se sintió sumamente próximo a su antiguo camarada. Fue a Tom a quien llamó, y éste le consoló por teléfono mientras Elaine observaba.
Paul ha buscado el nombre de la empresa en la que Tom trabaja y le ha llamado.
—¿Cómo estás? —le ha preguntado.
—La cuestión es cómo estás tú.
—Estoy bien —ha dicho Paul—. Escucha, ahora mismo estaba pensando en ti. Quería darte las gracias por lo de la otra noche.
—No hay de qué —ha dicho Tom—. Dime, ¿cómo va la cosa? ¿Qué ha pasado con la policía y el inspector del seguro?
—Esperamos noticias —ha dicho Paul, pensando que preferiría que hablaran de otra cosa, de dónde han pasado todos estos años, de sus vidas respectivas, sus temores y fracasos.
—¿Tienes una idea de lo que va a costarte?
Han hablado de números, de signos más y signos menos. Han hablado sin hablar, sin decir nada, nada más que de hechos y de cifras.
—Me encantaría verte algún día —ha dicho Paul.
—Sí —ha dicho Tom—. Ahora estoy un poco liado, pero en cuanto esté más libre, por supuesto.
—Quedamos así, entonces.
—Si puedo ayudarte en algo...
—Ya me has ayudado. Mucho. Muchísimo.
—Muy bien, pues —ha dicho Tom.
Paul ha colgado con la sensación de que están más lejos en vez de más cerca. Inmediatamente después ha llamado a doña Manzana. La ha telefoneado ansioso de una dosis de contacto. Las cosas han ido bien con Elaine esa mañana, lo cual ha sido agradable, pero no quería forzarlas; no podía confesarse con ella ni pedirle consuelo. Ha llamado a doña Manzana y ha respondido el contestador. Ha pulsado el primer acorde de Mary tenía un corderito —su código secreto— y ha colgado.
Paul está en el tren. Todos los días va y viene con los mismos viajeros. Sabe en qué ciudad vive cada cual, qué abrigos llevan, qué desayunan, pero ignora por completo quiénes son. Viajan en el tren juntos y son totalmente anónimos. ¿Le reconocen ellos a él? ¿Notan que algunos días tiene mejor aspecto que otros? El tren da un bandazo, una mujer a la que ve todos los días desde hace años se acerca por el pasillo, y él la saluda con la cabeza. Ella hace lo mismo. Ya ves, se dice, es fácil hacer amistades.
Paul estornuda. Busca un kleenex en el bolsillo y se pregunta qué está haciendo; nunca ha llevado kleenex en los bolsillos. Pero encuentra uno, y lo utiliza. La chaqueta no es suya, es de George. Inspecciona los demás bolsillos; un billete cortado de un concierto en el centro comunitario, un envoltorio de celofán vacío, borra de bolsillo rosa, y un rodillo casi entero de pastillas de menta. Desenvuelve una.
Va a casa andando desde la estación. El cielo brilla todavía con la fría luz estática de un sol que ni asciende ni declina, sino que parece difuminarse lentamente, acostarse en el horizonte. Camina sorprendido por la cantidad de pensamientos que tiene, y siente curiosidad por saber si alguien ha estudiado alguna vez la velocidad con que discurren y por qué las preocupaciones corren más deprisa que los pensamientos. Saca su calculadora de bolsillo y trata de contar los pensamientos; cada vez que piensa algo, pulsa más uno, y si de nuevo piensa lo mismo, lo eleva a una potencia.
Deja de pensar, se dice, vive este momento.
El aire es agradable, se dice. La temperatura es ideal, ni demasiado fría ni demasiado calurosa, perfecta. Mientras camina siente el impulso de silbar: el estribillo de «Dock of the Bay», de Otis Redding. El mundo es su espejo. Su talante es ecuánime. La naturaleza es benevolente.
Frente a él ve a una ardilla en la calle con una nuez grande en la boca. Avanza y retrocede, sin decidirse a cruzar. La ardilla se adelanta; el tesoro que lleva en la boca lastra su avance. La camioneta no ve al animal; se oye un pequeño crujido. Paul mira al coche, ve al conductor, una mujer que mira en el espejo retrovisor. Observa a la ardilla, que agita la cola, los últimos instantes de su vida son una tentativa veloz y frenética de eludir lo que ya es inevitable.
Paul apresura el paso durante el trecho restante.
La señora Hansen está sentada a la mesa de picnic del jardín, mirando al vacío.
Sammy está a su lado.
—¿Quién te piensas que eres, tío? —Habla consigo mismo y aguarda una respuesta—. Eh, eh, tú, te estoy hablando.
—Buenas noches —dice Paul.
—Elaine está dentro —le dice la señora Hansen.
La casa apesta. Una niebla olfativa enrarece el aire: fuego, humo, agua sucia y el perfume de la madre de Elaine, todo ello bañado en una fina película de jabón detergente.
—Elaine —llama.
—Estoy arriba —dice Elaine.
Paul entra en el comedor. Lo que queda de las cortinas se ha convertido en una masa tupida y fibrosa. Plástico grueso recubre el agujero en el costado de la casa. Las paredes están rayadas, como si alguien hubiese tratado de limpiarlas con una esponja sucia. Paul contempla el destrozo en el pleno relieve de la luz del día: es mejor y peor de lo que había pensado. No es total, no hará falta demoler la casa, pero el estrago existe, es real. El cuarto está arrasado.
La vivienda no sirve para que Paul, el manitas, haga un alarde de virtuosismo viril. No es cuestión de ponerse a atornillar un tornillo suelto, ahorrando un operario y setenta y cinco pavos. La casa tampoco es como una radio que él sepa desarmar con la alegría de descubrirle las tripas, con la seguridad de que luego sabrá montar cada diodo. Paul nunca ha reparado nada. Y se recuerda a sí mismo que él ha sido el causante de esta ruina; la ha provocado sin pararse a pensar ni por un momento si sabría o no reconstruirla. Peor aún —y esto no se lo confesaría a nadie—, se lo pasó en grande. Fue tonificante, fue de puta madre.
Sube arriba.
Elaine está tumbada en la cama deshecha.
—Ya va quedando mejor —dice él.
Ella refunfuña. No pretende hacerlo. Quiere decir algo, pero tan sólo le sale un gruñido. Durante todo el día ha tenido cosas que decirle a Paul, cosas que van desde lo más tierno y generoso hasta lo espantoso: te adoro, eres el mejor, podemos reparar la casa, podemos mejorarla, esta mañana has estado fantástico. Pero luego me he acordado de lo gilipollas que eres y de que te estás follando a no sé cuántas mujeres y te odio, te desprecio. Eres repulsivo, una mierda asquerosa, y quiero romper. Sólo romper, sea lo que sea lo que signifique eso.
—He intentado cien veces llamarte al móvil —dice Paul—. Pero lo habías apagado.
—Estaba encendido, pero empezamos a recibir llamadas raras: una mujer que quería saber lo que yo llevaba puesto. Al principio pensé que era una encuesta, pero ha vuelto a llamar y lo he desconectado.
Paul se sonroja.
—Lo siento —dice ella—. De todos modos, el teléfono funciona. Mi madre se ha encargado.
Elaine señala el agujero en el techo.
—¿Crees que lo han visto? ¿Habría que decírselo a alguien?
—Haremos una foto —dice Paul—. ¿Dónde está la Polaroid?
—En la cómoda, en el cajón de abajo, en tu lado.
Paul coge la cámara, se la cuelga del cuello y se tiende en la cama junto a Elaine. Apunta hacia el agujero y dispara. La cámara expulsa una copia.
—Oh —dice Daniel, al entrar en el dormitorio y encontrar a sus padres totalmente vestidos y tumbados en la cama sin hacer, mirando fijamente al techo.
Elaine examina la foto: ha salido oscura, con un punto de luz en el medio.
—Quizá sea mejor que saques otra —dice.
—¿Tenemos bolsas de congelados? —pregunta Daniel.
—¿Para qué?
—Para una cosa.
—¿Qué cosa? —pregunta Paul.
—¿Hay alguna? —insiste Daniel.
—Si hay, estará en el cajón de abajo, al lado del papel de aluminio.
—Ya he mirado ahí.
—Entonces no quedan.
—¿Podemos comprar?
—Tus deseos son órdenes —dice Elaine—. ¿De qué tamaño?
Daniel se encoge de hombros.
—Mediano, supongo.
Paul se pone de pie en la cama, apunta al techo y dispara de nuevo.
—Cuando venía a casa he visto atropellar a una ardilla —dice.
—¿Cogemos una escalera e intentamos taparla, por si llueve? —dice Elaine.
—¿Taparla antes de que llueva? —pregunta Paul—. ¿A la ardilla?
—La grieta.
—No —dice él, levantándose de la cama—. Vamos a mover la cama. ¿A qué hora tenemos que estar en casa de Pat y George?
—A las siete.
—Habrá que espabilarse. Necesito ropa limpia.
—He hecho la colada.
—Bien.
Cambian de sitio la cama.
Mientras Elaine prepara la bolsa que van a llevar a casa de sus amigos, se pregunta si están abandonando una casa o mudándose a otra.
Al salir por la puerta Paul se acuerda de las pastillas que tiene en el bolsillo.
—Eh, venid aquí un segundo —dice, haciendo un gesto a Elaine y a los chicos. Es lo único que puede ofrecerles, y no es nada: una golosina rancia, un intento desesperado de reconquistarles. Entra en el retrete contiguo a la puerta de la cocina.
—¿Al cuarto de baño? —pregunta Daniel.
—Sí.
—¿Todos? —pregunta Elaine.
—Sí.
Se amontonan dentro. Sammy se sube encima de la tapa del inodoro. Paul baja la persiana.
—Cierra la puerta —ordena a Elaine—. Una vez me contaron una cosa; quiero ver si es verdad. —Se mete en la boca varias pastillas redondas—. Mirad si salen chispas —dice, separando los labios y enseñando los dientes al masticar las pastillas. Dispone de una fracción de segundo para cautivarles.
Salen chispas volando.
—Guau —dice Sammy.
—Qué raro, rarísimo —dice Daniel.
—¿Cómo lo haces? —pregunta Elaine.
Paul les entrega lo que queda del rodillo y todos mastican, y de sus bocas emana una especie de tenue centelleo, un surtidor de fosforescencia. En ese momento Paul se siente padre, es la primera cosa que han hecho en familia desde hace realmente mucho tiempo, y es perfecto; no hay combustión, no hay llama ni riesgo de herida.
—Fabuloso —dice Elaine, saliendo del cuartito.
—Qué raro, rarísimo —repite Daniel.
—Que lo pasen bien —dice la señora Hansen—. Les veré mañana.
En el coche, reconfortado por el éxito de su truco, Paul hace una sugerencia.
—¿Qué tal si una noche de esta semana salimos los cuatro a cenar a algún sitio bonito?
—¿Por qué? —pregunta Daniel.
—Para que tu madre y yo no nos sintamos solos.
—Es mejor preguntarles a los Meaders —dice Daniel—. Son una familia muy organizada.
—¿Tengo que llamar a no-sé-cómo? —Elaine se dirige a Sammy—. ¿Cómo se llama la madre de Nate?
—¿Mamá? —dice Sammy.
Daniel le golpea.
—Listillo.
—Dímelo, ¿cómo se llama? —pregunta Elaine a Paul.
—Susan —dice él—. Se lo preguntaré cuando dejemos a Sam.
Es una excusa oportuna para apearse y hablar con ella: la mamá de Nate, Susan, doña Manzana. Aparca en la entrada y toca el claxon.
La puerta de la calle se abre. La luz del recibidor enmarca como una aureola la cabeza de doña Manzana. Suculentos aromas de cena perfuman el atardecer. Paul reprime el impulso de apartar a Sammy, correr al interior de la casa, cerrar de un portazo, dar una vuelta a la llave, pasar el cerrojo, apoyar una silla contra la puerta y cruzar los dedos en forma de X por encima de su cabeza, una cruz que le proteja de Elaine, de sus hijos, de su propia vida.
Quiere irse a casa. Quiere descansar. Quiere el consuelo de un regazo que no espere nada de él. Quiere a su madre.
—Te he echado de menos hoy —le dice a doña Manzana.
—No soy dueña de mi tiempo —dice ella, molesta—. Te he llamado.
—¿Has recibido el mensaje?
—Sí —dice ella, posando la mano en el hombro de Sammy y llevando al niño dentro—. Mañana es mi turno de llevar a algún vecino en el coche.
—¿Eso significa no?
—Significa que todavía no lo he pensado. Te llamaré —dice ella, cerrando la puerta.
—Buenas noches, papá —dice Sammy a través de la rendija.
Paul vuelve al coche. Está oscureciendo, es esa hora extraña en que la tierra y el cielo se funden, en que no se ve con claridad.
—¿Qué noche ha dicho que estaría bien para la cena? —inquiere Elaine.
—He olvidado preguntárselo —dice Paul, arrancando.
—¿De qué habéis hablado?
—¿Quieres que dé media vuelta para preguntárselo?
—No. La llamas mañana —dice Elaine.
—Bien.
Entran en el camino que lleva a la casa de los Meaders.
—No te olvides de mis bolsas —dice Daniel a Elaine—. Y puede que necesite otras cosas, material y demás —dice al apearse.
—No tengo ninguna duda de que me lo dirás —dice Elaine—. Que pases una buena noche. Haz los deberes.
—Y no te olvides de averiguar qué noche les viene bien para la cena, o tu madre te mata —dice Paul.
Solos, se dirigen a casa de Pat y George. Viajan en silencio, no en el silencio acerado de la rabia ni el silencio censurado de la frustración, sino el simple silencio de una pausa, un instante a solas, una tregua callada.
Cuando llegan, todas las luces están encendidas y hay música en casa de Pat y George. La pareja de anfitriones y las dos pequeñas M bailan con ropa típica de las islas y collares de plástico colgados del cuello.
—Las cenas del martes son cenas temáticas. Placemos un espectáculo y entre platos bailamos —dice George—. Llegáis con unos minutos de retraso y hemos empezado sin vosotros.
Una de las niñas M les ofrece cubitos de piña clavados en un palillo, mientras la otra ocupa el centro del escenario en medio de la sala.
—Pía estado ensayando toda la tarde —susurra Pat.
—El tema de esta noche es Pacífico Sur —dice George. Y, como si jugara a las anillas, arroja collares de plástico sobre las cabezas de Elaine y de Paul. Elaine, que sostiene la bolsa que ha preparado en casa, se siente como un viajero que al apearse se ha equivocado de parada.
La pequeña M abre la boca.
—Si me lo pidieran, escribiría un libro —canturrea.
No pueden competir. Los pocos buenos momentos de Paul y Elaine —el té de la señora Hansen en el jardín, los dos tendidos en la cama mirando el agujero, las pastillas que brillan en la oscuridad del cuartito de baño—, sus diminutos destellos de esperanza no pueden compararse con la producción a gran escala de los Nielson. Paul y Elaine han vuelto a la casilla de partida.
Elaine mira a Pat y piensa que debe de haber tenido un día muy distinto. Ella está exhausta —le parece que la tarde ha durado tres semanas— y Pat está exultante, sentada en el sofá con sus dos hijas, haciendo una pantomima de I'm Gonna Wash That Man Right Outa My Hair.
—Siempre hacemos cosas así para no aburrirnos —dice George—. Es el modo de evitarlo, salir al paso del aburrimiento.
Las niñas cantan su canción y bailan, y la cena se sirve en bandejas en el cuarto de estar: un plato caliente y agrio, con poi, «que se hace con raíces de taro», explica una de las niñas M. Y la función prosigue.