Capítulo 6
Paul está satisfecho de sí mismo. Se ha levantado y ha salido a la calle. Su taza portátil está llena. Se ha acordado del maletín. Lleva a Sammy a la escuela y después tomará el tren. Pat le ha preparado al niño otro almuerzo, con un pedazo grande de pastel de yema de la noche anterior. Elaine sigue durmiendo. Todo va bien.
McKendrick asoma de pronto desde detrás de un arbusto, empuja su silla hacia el sendero y casi atropella a Paul y a Sammy.
El niño da un grito.
—Te he asustado, ¿eh? —dice McKendrick, y las arrugas de su ceño fruncido son levemente amenazadoras—. Me he escapado. Si llego a estar en esa casa un minuto más me vuelvo loco. Estoy en la calle desde las cinco de la mañana, a la espera de que suceda algo.
—Le estuve buscando ayer —dice Paul—. La luz estaba encendida.
—Pues ahí dentro estaba.
—Le presento a mi hijo Sammy —dice Paul.
McKendrick se encorva para estrechar la mano del niño. No se encorva demasiado.
—Tengo clavos en el culo —dice, y se endereza lentamente—. ¿Qué tren va a coger?
—El de las siete y cuarenta y tres, espero.
—Pues adelante, amigo —dice el viejo, apartando la silla del camino—. Pase algún día a tomar una copa —le grita cuando se alejan—. Tengo alguna cosilla que enseñarle, buen material; he estado navegando en busca de muchachitas.
Sammy le dice adiós con la mano.
—Tardo una hora en subir el camino —dice McKendrick, a nadie en particular—. Una hora, ¿y qué más da? Tengo todo el día. No tengo que ir a ningún sitio.
Paul lleva a Sammy hasta el lindero del patio de la escuela, hasta la valla; los niños afluyen de todas partes, atraviesan el patio de recreo, suben las escaleras y entran en la escuela como impelidos por una atracción magnética.
—¿Puedo dar un trago de café antes de irme? —pregunta Sammy.
Paul le tiende la taza.
—No sabía que tomabas café.
Sammy da un sorbo.
—Qué asco —dice, y da un trago más largo—. Qué asco, qué asco.
—Entra en la escuela —le dice Paul, quitándole la taza.
—Eh, papi —le grita Sammy—. ¿Qué son clavos en el culo?
—Luego te lo digo.
Paul está en el tren. Va a la oficina. Revuelve en su maletín sacando blocs y papeles, haciendo planes.
Está pensando en el almuerzo con su ligue; trabajará de firme toda la mañana, asistirá a todas las reuniones, hará llamadas, interpretará el papel de ejecutivo con empuje, desplegando un grado de energía y entusiasmo que normalmente no es posible sostener. Se cerciorará de que le vea todo el mundo, de que adviertan lo mucho que trabaja, y luego se largará para un largo almuerzo. Se tomará un respiro a media tarde. Piensa en su mano deslizándose debajo de la camisa de doña Manzana, en lo delicioso que ha sido acurrucarse contra Elaine, con Sammy tendido arriba, como la cobertura de una tarta. Piensa.
Le embarga una extraña sensación de virtud, sigue estando tan feliz, tan profundamente aliviado por lo del seguro. Le complace su eficiencia, su capacidad de hacer juegos malabares con las situaciones. Está resuelto a prestar atención a todos los pequeños detalles, a conservar todas sus bazas completas.
—Bonita mañana —dice su secretaria.
—Sí, ¿verdad? —dice Paul.
—¿Le traigo un café?
Paul remueve su taza; el residuo chapotea.
—Tírelo —dice, entregándole la raza—. Y tomaré otro café.
—¿Un donut?
El mueve la cabeza.
—Paso.
—Ha habido un par de llamadas, han colgado dos veces y el señor Warburton quiere verle a las diez.
—Son buenas noticias —dice él—. Gracias.
Entra en su despacho y hunde un dedo en el tiesto. La tierra está un poco seca. La riega y toma nota de pedirle a su secretaria que compre semillas.
Toma más notas. Bebe su café. «Muy bien», se repite a sí mismo. «Muy bien», como diciéndose que todo va bien, de perlas. Llama a doña Manzana.
—Estuviste maravillosa anoche. Sólo quería darte las gracias. —¿Se durmió Sammy?
—Como un leño. Acabo de dejarle en la escuela. ¿Y cómo fue el resto de la noche? —pregunta.
—Húmeda —dice ella.
—Oh —dice él—. Ooooh, qué cochina eres.
Doña Manzana no suele decir cochinadas.
—Fatal —dice ella, riéndose—. Peor imposible.
—Estabas guapísima con aquella camisa.
—No es mía —dice ella—. Es de Gerald.
Hay una pausa.
—¿Y qué hicisteis tú y Nate? —pregunta Paul—. ¿Os volvisteis a dormir?
—¿Nate?
—Sí, le vi en la ventana cuando nos marchábamos.
—Qué raro, fui a verle cuando subí y estaba totalmente dormido.
—Si te doy una camisa mía, ¿dormirás con ella? —pregunta Paul. —¿No ponen tu nombre en el cuello en la lavandería? —pregunta ella.
—Compraré una nueva.
—Úsala primero. Dámela sucia.
—Te veo el viernes.
Pat y Elaine están sentadas a la mesa de la cocina, tomando café.
Acaban de hacerlo aprisa y furiosamente en el cuarto de la colada, Elaine encima de la lavadora, aferrada a los mandos mientras la máquina vibraba enérgicamente debajo de su cuerpo durante la fase de centrifugado, y después Pat, con el culo al aire, sentada encima de la secadora, retumbante, caliente. Elaine se acuerda de haber mirado a una estantería llena de productos de limpieza —Mimosín, Fantastik, Bon Ami—, todos ellos súbitamente cargados de intención, deseo: homoerótica de ama de casa.
—¿Ha sucedido antes? —pregunta Elaine mientras Pat le rellena la taza.
—De vez en cuando.
—A mí no se me habría ocurrido nunca —dice Elaine—. ¿Cuándo lo pensaste? —pregunta Elaine, como si fuese una habilidad física, anímica, que Pat ha inventado, algo como menear las orejas, chasquear los dedos de los pies o mover una ceja, una especie de maña corporal.
—Siempre me han atraído las mujeres —dice Pat.
—¿Entonces por qué te casaste con George?
—Me he fabricado una vida maravillosa —dice Pat—. Nada me importa más que ser normal. Es lo que más quería, una buena vida.
Elaine guarda silencio.
—Eres buena —dice—. Me encanta sentir que me tocas. Tu boca es de terciopelo.
Pat se sonroja.
—Gracias. Es importante para mí hacer bien las cosas.
—Las haces muy, pero que muy bien —dice Elaine.
—Tengo algo para ti —dice Pat, entregándole un regalo.
—Pero yo no tengo nada para ti —dice Elaine.
Pat mueve la cabeza. No importa.
Elaine rompe el papel. Quita el envoltorio.
—Cómo arreglar casi todo: ¿un libro de bricolaje?
—Es mi preferido. Habla de todo, desde lavavajillas hasta puertas de garaje. Te sientes mejor cuando sabes reparar cosas.
—Probaré —dice Elaine—. A propósito, ¿qué clase de bombillas usas?
Se está acordando de la casa de los Nielson de noche, bañada en fluorescencia.
—Venta por correo. Te daré el número. Duran toda la vida.
Paul está juntando sus notas para la reunión, sus listas de proyectos y propuestas. Ha recopilado un gran montón de papeles, confía en impresionar. Enfila el pasillo.
—¿Adónde va? —le pregunta la secretaria.
—A ver a Warburton.
—No —dice ella—. El viene a verle.
—Mierda —dice Paul, volviendo precipitadamente a su despacho para limpiar el escritorio y ordenar la papelería que hay encima.
Es una nueva muestra de poder, la visita al subalterno, que el jefe vaya a verte. Paul lo detesta. Le gusta recorrer el pasillo, prepararse fuera del despacho de la esquina. Esta novedad posee un toque informal falso que en realidad pretende pillar a alguien desprevenido. Paul se apresura. Lo barre todo de encima del escritorio y lo tira a la papelera; la vaciará más tarde. Guarda fotos enmarcadas en el cajón de los lápices, y al hacerlo rompe el cristal que cubre una foto de Elaine. Una mesa de despacho debe ser lo más impersonal posible, sin papeles ni recuerdos ni elementos delatores.
La secretaria llama por el interfono.
—Viene para aquí —dice—. Y viene con Wilson y Herskovitz.
—Pasen, pasen —dice Paul, haciéndoles pasar, como una parada en una gira de Buena Gestión Doméstica, una inspección de guante blanco.
Warburton ocupa la silla justo enfrente del escritorio, y sus dos subordinados, Wilson y Herskovitz, se sientan en el borde del canapé.
—¿Cómo va la casa? —pregunta Warburton—. Me han dicho lo del incendio.
—Estamos cubiertos —dice Paul, sentándose—. En virtud de... una cláusula. —Trata de acomodarse en su asiento—. De hecho, proyectamos aprovechar la ocasión para instalar una terraza y puertaventanas, remozar un poquito.
—Bien —dice Warburton—. Un salto hacia adelante.
Warburton es hábil. Es también cinco años más joven que Paul; es lo que Paul nunca llegará a ser. Y Paul le ha odiado desde el principio, lo cual, para Warburton, fue sólo hace tres años.
—Hablemos del programa —dice Warburton—. ¿En qué punto estamos? ¿Hacia dónde vamos?
—Bueno —dice Paul—, creo que tenemos que pensar en los réditos. Tenemos que pensar en dar menos y recibir más.
—Sí —dice Warburton, asintiendo. Como llovida del cielo, aparece la goma en su mano; siempre hay una goma; Warburton juega con ella cuando está pensando, cuando trama algo, cuando sondea la psicología del otro. La sostiene entre dos dedos y tira de ella, chas, chas.
La secretaria de Paul pulsa el interfono.
—Le llaman por teléfono.
—Estamos reunidos —dice él, sorprendido de que le interrumpa.
—Le llaman por teléfono —repite ella.
—Disculpen —dice Paul, observando cómo juega Warburton con la gomita, y se pregunta qué sucedería si la goma se partiera en dos, si accidentalmente saliera disparada a través del despacho. ¿Iría Warburton a recogerla? ¿Se quedaría sin ella? ¿Admitiría que ha ocurrido algo?—. Será un segundo.
Paul descuelga el teléfono.
—¿Estás dispuesto a sangrar? ¿Estás en onda? Te he concertado una cita con una amiga mía.
Llama la chica, su ligue.
Paul no puede contestar. No puede dar la espalda a los presentes y susurrar: Eres de lo más inoportuna, estoy en una reunión. Se limita a decir:
—Hummm. Hummm.
—Nos vemos a la una en el Road Kill Kaffe, está en el centro.
En el centro, no tenía pensado ir al centro, tardaría siglos.
—¿No puede ser aquí cerca?
Warburton mira el su reloj, estirando la goma cada vez más rápido.
—No —dice ella—. La cita es en el centro.
—De acuerdo. —Cuelga—. Perdone —dice a Warburton.
Interviene Herskovitz.
—Los réditos están bien, pero ¿qué hay del futuro? Hay que mirar más allá, no siempre a lo inmediato. Uno pierde algo si se mira a los pies.
Paul odia a Herskovitz, siempre acechándole, pujando para avasallarle, para arrebatarle el segundo puesto, el despacho grande, contiguo al de la esquina, que ha estado vacío desde que Sid Auerbach sufrió un paro cardíaco durante una conferencia telefónica.
—Deja que me ocupe yo —dice Paul—. Creo que aquí podemos hacer algo, llegar más lejos si entramos más a fondo.
—Quiero que me exponga una nueva manera de verlo —dice Warburton—. Una visión nueva.
Paul asiente. Consulta su reloj: las doce.
—Bien —dice Warburton, levantándose. Wilson y Herskovitz también se levantan—. Bien —repite, y es como si le hubiera puesto nota: un cinco. No es mala, pero tampoco muy buena. No es un ocho, y tampoco es excelente; no es un nueve, y ciertamente no es brillante; tampoco es un diez. Tiene que mejorar la nota, esforzarse más.
Antes del almuerzo, telefonea a Elaine.
—¿Qué tal las cosas?
—Bien —dice ella—, muy bien. He llamado a Ruth Esterhazy y he conseguido el nombre del que hace terrazas. Está aquí ahora, y estamos hablando. También he conseguido el nombre de un arquitecto para que diseñe las puertaventanas. Y ha venido otro pintor, que acaba de irse. Tenemos ya dos presupuestos. ¿Y qué tal tú? —pregunta.
—Ahora mismo estoy muerto de miedo. Ha venido Warburton con otros dos tíos. La reunión no ha ido bien.
—Bueno —dice Elaine—. Aquí avanzamos. Estamos hablando de un montón de cosas: hay terrazas que se llaman Balneario, Diseño, Intrépida y Fin de Semana.
El hombre de las terrazas tercia:
—Le dejaré unos planos para que los mire esta noche.
Elaine continúa:
—He encontrado también una empresa de limpieza. Van a mandar a un equipo de seis hombres esta tarde. Van a fregotear desde el suelo hasta el techo, incluidas las paredes. Y a absorber el aire de la casa y cambiarlo por algo mejor.
—¿Sí?, ¿como qué? —dice Paul—. ¿Gas hilarante?
Ella no le hace caso.
—Después de lo que le pasó ayer a Sammy, me gustaría que lo hirvieran y lo esterilizaran.
—El pintor puede encargarse de las paredes —dice Paul—. Diles que lo limpien todo menos las paredes. No vamos a pagar dos veces por el mismo trabajo.
—Nos cubre el seguro —dice Elaine.
—Bien, ya que te sientes una potentada, ¿por qué no llamas a uno de esos majaras y que te haga un fengshui? Ya sabes, que cada cosa apunte en la dirección correcta. Seguramente es lo que necesita la casa, una especie de reajuste quiropráctico. ¿Por qué no le preguntas al terracero si sabe hacer eso?
—¿Por qué estás tan enfadado conmigo? —pregunta Elaine.
—No estoy enfadado contigo —dice Paul—. Estoy furioso con todo el mundo, y sobre todo conmigo. Estoy pasando un día asqueroso.
—Lo siento —dice ella—. Espero que la tarde sea mejor.
—Sí, tengo que irme —dice él—. Me voy a almorzar.
Cuelga. No debería haber llamado. Toda su inquietud, su estrés, su culpa, se los ha lanzado a Elaine. Confía en que ella haya sabido esquivarlos, que ni siquiera haya intentado asumirlos. Se disculpará más tarde. Aborrece hacer estas cosas, comportarse tan mal.
Abandona la oficina y sale a la calle. El aire se espesa como el barro. Paul la está jodiendo. Debería estar trabajando. Debería estar almorzando con los colegas, planeando el programa. Tendrá que trabajar más para ponerse al día. El doble de tiempo. Toma notas en la palma de la mano mientras viaja hacia el centro. Más tarde se borrarán automáticamente, con el sudor.
Al salir del metro, mira alrededor. No tiene la menor idea de dónde está, hacia dónde dirigirse.
—¿El Road Kill Kaffe? —pregunta a alguien.
La mujer se detiene. Señala.
—Hacia el este, recto —dice—. Baje un par de manzanas.
Está pensando en su ligue, se pregunta por qué hace exactamente lo que ella le dice, por qué no puede decirle que no. Ella no vive en la realidad; nada es imposible para ella. No se le pasa por la cabeza que para él quizá sea difícil dejar la oficina y bajar al centro en mitad de una jornada de trabajo.
Llega al restaurante. Ella no está. Espera. Por último accede a que la recepcionista le acompañe a una mesa. Abre la carta. Decide lo que quiere.
Piensa lo que va a decirle cuando ella llegue. Quiere decirle que está desbordado, que no da abasto con todo, que tendrá que prescindir de ella. Quiere decirle que no puede permitírselo en ningún sentido: se acabó el juego. Pero no lo hará. Seguirá adelante. Hará lo que ella le pida. Pasa de odiarla a estar un poco disgustado y luego ligeramente divertido. Finalmente, ella entra.
—¿Preparado? —pregunta—. Quiero llevarte a un sitio.
—Ya he pedido —dice él—. Te he esperado y luego me he sentado. ¿Quieres comer algo? ¿Anulo el pedido?
—No, espero —dice ella—. Beberé algo.
—Estoy tomando un mojito, es la especialidad de la casa. Mojitos y bocadillos de ensalada de gambas. ¿Quieres un sorbo?
Ella mueve la cabeza.
—Tenemos que darnos prisa. La cita era a la una y cuarto.
Paul agita una mano hacia la camarera.
—La señorita desea una bebida —dice—. ¿Té con hielo? ¿Una limonada?
—Una margarita helada —dice la chica.
—¿A estas horas?
—¿Qué pasa con estas horas? —dice ella.
Llega el bocadillo de Paul; lo olfatea, se traga las gambas como si fueran aspirinas.
—¿Cuál es tu color favorito? —pregunta ella—. ¿El verde? ¿El azul? ¿El negro?
—El azul —dice él, haciendo señas de que le lleven la cuenta—. ¿Adónde me llevas, a qué clase de sitio?
—Uno de esos que dan un hormigueo —se ríe ella.
—Estoy impaciente —dice él. Está pensando que le llevará a su apartamento y que allí habrá otra chica, quizá su compañera de piso. Estarán los tres solos, dos contra uno. Se imagina a su ligue encima, cabalgándole, mientras la otra se le sienta encima de la cara. Es una fantasía patéticamente común, pero le late la ingle sólo de pensar en esa posibilidad.
—¿Cómo está Henry? —pregunta ella—. No sé nada de él desde hace días.
—Está fuera, en un viaje de trabajo.
—Le he estado llamando al móvil. La primera vez me salió una mujer y ahora está apagado.
—Oh —dice Paul, pensando en Elaine en casa con el móvil—. Volverá pronto.
Paga la cuenta. Ella le conduce calle abajo. Él está nervioso. El vecindario, si se le puede llamar así, es como una zona de guerra bombardeada. Paul no logra imaginar que alguien normal viva allí.
—¿Con quién es la cita? —pregunta.
—Con Gary —dice ella.
El empieza a sudar.
—¿Quién es Gary?
Les abre el portero automático. El edificio huele a gas y a gatos. Suben por una escalera interminable, cada vez más arriba, en la oscuridad.
—¿De qué va esto? —dice él—. ¿Qué estamos haciendo?
—Quiero que te marquen.
—¿Qué quiere decir eso?
—Un tatuaje.
Paul se tambalea. Piensa que está loca. Cae en la cuenta de lo convencional que es él en el fondo. Con Elaine él es el chalado, con la chica está aterrado.
—¿Lo ha hecho Henry? —pregunta.
—Henry es lamentable —dice ella.
—No creo que quiera tatuarme, pero si tú quieres que te tatúen, yo miraré.
—Ya tengo dos tatuajes —dice ella.
El conoce uno, una mariposa justo encima del pecho.
—¿Dónde está el otro?
—En la rendija del culo —dice ella—. Tengo una rosa saliéndome del culo.
—Oh —dice él—. Pues que te hagan otro. Un ramo entero. Yo pago.
—No. Quiero mirarte a ti.
Les abre la puerta un individuo flaco y de voz aflautada. El apartamento es un corredor largo y estrecho, con habitaciones a derecha e izquierda.
—Gary está al fondo —dice el tipo.
—¿Quién es Gary?
—El novio de Nick. Nick es el que ha abierto la puerta. Es pintor.
Gary es grande. Parece un Ángel del Infierno. Tiene el pelo recogido en una coleta. Tiene la barba igualmente recogida en una segunda coleta, sujeta con un prendedor de esos que tienen dos bolas de plástico, justo debajo de la barbilla.
—Hola —dice la chica.
—Llegas tarde —dice Gary.
—Lo siento, él estaba comiendo. —Señala a Paul.
Gary gruñe.
—Bueno, ¿qué va a ser? —pregunta—. ¿Sirena retorciéndose, nombre de soltera de la madre, un ancla?
La chica pregunta:
—¿Puede echar una ojeada al catálogo?
—Claro. —Gary apunta a una pila de libros de tatuaje—. No serás un llorón, ¿verdad? —le pregunta a Paul.
Paul no contesta. Gary se encoge de hombros y sale de la habitación.
—No es precisamente una buena idea —susurra Paul al oído de la chica.
—Pues claro que sí —dice ella, tirándole de la chaqueta, desabotonando la camisa—. Sólo una cosita aquí. —Le pone la boca encima del corazón—.Te noto el pulso con la lengua.
—¿Es tan importante para ti? —pregunta Paul.
—Me gusta que mis hombres estén marcados, para poder decir que son míos.
Le tironea de las tetillas con los dientes. Gary vuelve.
—Podría ponerte unos como éstos, si 'te gustan —dice. Se levanta la camisa y muestra una barriga cubierta por un dragón multicolor y tetillas perforadas con aros de plata.
A juicio de Paul, Gary parece un número de circo.
—Paso —dice.
—¿Por qué no te subes aquí? —dice Gary, palmeando lo que tiene aspecto de ser una camilla vieja de la consulta de un médico.
Paul trata de escaquearse, quiere decir algo como mi seguro de enfermedad no cubre tatuajes, mi madre no me deja o a mi mujer no le gustará. Pero, por otra parte, tiene en mente la idea de remodelarse el cuerpo, sobre todo porque está cambiando, se le empieza a escapar. Piensa que si se tatúa, poseerá algo pequeño y simple, algo como un símbolo antiguo, una fuente oculta de poder. Se dice que forma parte de su adiestramiento para ser un guerrero.
—Me figuro que sólo quieres un color —dice Gary.
La chica le está bajando la cremallera de la bragueta.
—Yo lo quiero aquí —dice—. Aquí abajo, una vid que sale.
Paul niega con la cabeza.
—Yo pensaba en el brazo.
—¿Te afeitas? —pregunta Gary.
El pecho de Paul no tiene vello. Y cuando la chica le baja los pantalones, no aparece un bosque fértil.
—La gente convencional no se afeita. Les parece una perversión —dice Gary.
—Llago natación —miente Paul.
—Me estoy excitando tanto —dice la chica, tirando de los pantalones de Paul. Éste se resiste.
—Oh, vamos. No te me pongas difícil. Gary no va a hacerte mucho daño —dice—. Sólo el justo.
—Usas una aguja limpia, ¿verdad? —pregunta Paul a Gary.
—Desechable y esterilizada. Un juego nuevo para cada cliente. —Gary le enseña su instrumental.
Y Paul se encuentra tumbado en la camilla preguntándose cómo han llegado a elegir ese punto, cómo han pasado del hombro, el pecho o la espalda a la ingle. Está desnudo. Gary le ha tapado la polla y las pelotas con una servilleta de papel, en aras del pudor.
Aplica el buril.
Gary sostiene un espejo encima para que Paul pueda ver. Ve un rizo de hiedra, una vena frondosa que se eleva desde abajo; ve algo como de unos quince centímetros de largo.
—¿El sitio exacto? —pregunta Gary.
—Sí —dice la chica—. Sí.
Su respiración eleva de un soplo la servilleta de papel y cosquillea los testículos de Paul.
—Lo tapará el vello, si te lo dejas crecer otra vez —dice Gary, poniéndose gafas, una máscara y guantes de látex.
Paul transpira. La piel se le pone pegajosa.
—Es tan erótico —dice la chica.
—Eso crees tú —dice Paul.
La sensación es de vibración, de quemazón, de mil alfileres pinchando al mismo tiempo, de una cerilla ardiente aplicada a piel tierna. Es placer y dolor; más dolor que placer.
—Oh —dice la chica—. Oh, es fabuloso. Es tan increíble verte, ver la agujita perforando. Y apenas estás sangrando, nada más que un poquito. Oh. Oooh.
Cuando han terminado, Gary unta el tatuaje con una pomada antibiótica, lo recubre todo con una venda antiadherente y da instrucciones a Paul.
—Mantenlo limpio; eso es lo más importante. Te quitas la venda al cabo de unas ocho horas y te pones bastante pomada durante diez días. Lubrica la postilla, porque, si no, cicatrizará mal. ¿Alguna pregunta?
Paul se incorpora. Se cae el pañuelo que le tapa la polla.
—¿Qué te debo? —pregunta la chica.
Paul está mareado. Le intriga que no le ofrezcan un vasito de zumo de naranja, como hacen cuando donas sangre. Mira la venda y piensa en cirugía sin hospitalización: vasectomía. Se pregunta si tendrá que aplicarse hielo. Se baja de la camilla con cuidado y se pone lentamente los calzoncillos, la camisa, los pantalones, la chaqueta.
—Ha sido increíble —dice la chica, cuando Paul sale del cuarto.
El baja las escaleras despacio, débil, encogido. Tiene ganas de tumbarse. Tiene ganas de descansar en algún sitio.
—Me he corrido —dice ella—. Lo he vivido tan a fondo. Mientras él te lo hacía, yo me lo he hecho también. ¿Me oyes? Me he corrido. Has estado increíble.
—¿Vives cerca de aquí? —le pregunta Paul.
—¿Por qué?
—¿Podríamos ir a tu apartamento? Sólo un ratito.
—Oh, sí, claro. Supongo —dice ella—. No lo había pensado, pero sí, vamos. Ahora mismo estoy tan puesta contigo que haría cualquier cosa.
Paul mira su reloj, las dos y media; debería volver a la oficina. Descansará hasta las tres.
Suben cuatro pisos; ella utiliza un montón de llaves para abrir diversas cerraduras. El estilo del piso sólo puede describirse como «gitano demencial».
—No he pagado nada de este apartamento —dice ella con orgullo—. O me lo ha dado la gente o lo he recogido en la calle.
Paul se tumba en la cama, confiando en que sea uno de los muebles que le han regalado. Se desabrocha el pantalón; duele. Duele mucho.
—¿Tienes una aspirina? Y un poco de zumo.
Ella le da un par de comprimidos y una especie de ginseng de hierbas líquido. Quiere follar.
—Creo que no —dice él—. Creo que no debería frotarme con nada.
Ella empieza a mamársela. No surte efecto. Él está impotente.
—No me pasa nunca —dice él, incorporándose y mirando al león fláccido. Y dice la verdad. De todas las cosas que le pasan a Paul, ésta no le pasa nunca.
Ella le mira escéptica: eso dicen todos.
Es por la circulación de la sangre. Se concentra en los pinchazos de alfiler que ahora decoran su piso de arriba, en lugar de afluir a su polla.
Ella hace un mohín.
El extiende la mano hacia ella.
—Ponte encima —le dice—. Siéntate en mi cara.
Ella prueba. Él sepulta la cara en el flujo de la excitación y la trabaja con la lengua, con los dientes, empeñado en que se corra.
Ella se aburre. Se retuerce de un lado para otro. Brinca sobre la nariz de Paul. Finalmente descabalga. No es eso lo que quiere. Él tiene la cara lustrosa, abrillantada por su grasa de transmisión, su aceite de motor.
—Vuelve —dice él.
—Vale ya —dice ella.
Él se queda tendido, avergonzado, humillado. Tanto Elaine como doña Manzana le profesan una adoración incondicional, luzca el sol o llueva, pero la chica parece realmente enfadada. Paul se pone los pantalones.
—Será mejor que me vaya —dice.
Elaine está trabajando en casa. Ha hablado con el hombre que va a hacer la terraza, arreglado el goteo del retrete del baño de arriba, limpiado los redondeles que han dejado grabados las bebidas sobre la mesa del café —utilizando el libro que le ha regalado Pat—, y ahora, mientras espera a que llegue el equipo de limpieza, ella y la señora Hansen están astillando los restos de la mesa del comedor con un hacha que han encontrado en el sótano.
—Qué divertido —dice la señora Hansen, asestando un fuerte hachazo.
Elaine sonríe, observando las astillas sembradas por la habitación.
La señora Hansen da otro golpe de hacha y una parte enorme de la mesa se desgaja.
—No pararía nunca —dice, levantando de nuevo el hacha—. ¿Hay algo más que talar?
—Creo que con esto ya es bastante —dice Elaine.
La vecina deja el hacha en el suelo y mira por la ventana el jardín de su casa.
—No sé si ese árbol de delante está vivo o muerto. No me importaría darle un tajo.
—Parece que tiene algunas hojitas verdes —dice Elaine.
—Qué pena —dice su vecina.
Las dos juntas transportan los fragmentos de la mesa hasta el contenedor, y Elaine los tira por encima del borde.
Hace un calor insufrible, que ha ido aumentando a lo largo del día, y el servicio de información meterológica ha difundido una advertencia.
—¿Qué tal si tomamos una copita bien fría?
Están sudorosas. La señora Hansen respira fuerte.
—Déjeme prepararla —dice ella, ofreciéndose a hacer una jarrita de su «especial» té con hielo: limón, vodka y una docena de gotas de algo que se llama Mano de Santo—. Mi pócima secreta —dice—. Me la dio una amiga. Lo cura todo.
Paul se ha extraviado, ha perdido el rumbo, no distingue el este del oeste, el norte del sur. Al salir del edificio de la chica gira a la derecha, conjeturando que si recorre la manzana llegará a una avenida y allí podrá orientarse. Desde allí llegará a la parte alta de la ciudad.
Conflicto, confusión, debilidad, náusea: su cuerpo requiere cuidados. Tiene que hacer pis. No puede aguantar. Se pega a la esquina de un edificio y orina. La orina rebota contra la pared y le salpica el traje. Retrocede.
Camina y camina. Todos los taxis llevan apagada la luz de libres. Es esa hora extraña del día en que los taxistas cambian de turno y es imposible conseguir que uno pare.
Sin previo aviso, cerca del chaflán de Bleecker y Bowery, Paul vomita, arrojando una papilla rosada y sólida, un revoltijo de gambas enteras. Vomita virulenta, incontenible, incesantemente. Nadie se detiene. Nadie lo advierte. Nadie hace nada.
Sigue andando, piensa que va a desmayarse. Se pregunta, aterrado, si algo ha salido mal, tal vez no debía hacerse un tatuaje ahí abajo, tal vez Gary ha dañado algún órgano, perforado algo importante, una vena, los intestinos.
El aire es pesado, irrespirable, se avecina tormenta.
Paul busca una cabina de teléfono. Llama a la oficina.
—Acabo de almorzar —le espeta a su secretaria—. No me encuentro nada bien. Debe de haberme sentado mal algo que he comido.
—Tiene la voz descompuesta —dice ella—. ¿Dónde está?
—En el centro. En la calle. Acabo de vomitar.
—Pobrecillo —dice ella.
Él quiere que avise a alguien, por si la cosa empeora, por si sucede algo, por si debe hacerse algo; tiene miedo de llamar a Elaine.
—Creí que podría volver a la oficina —dice él.
—Váyase a casa —dice ella—. No venga aquí.
Hay una pausa. Pasa un camión grande.
—¿Hay algún mensaje? —pregunta, recuperándose temporalmente.
—Nada urgente.
—Oh —dice él—. Oh, voy a colgar, ya empieza otra vez.
Cuelga y vomita de nuevo, expulsando los posos del estómago, la bilis espumosa que sale cuando no queda nada más.
Hace en metro el trayecto desde Astor Place hasta Grand Central. Compra una botella de agua que le cuesta tres dólares, se enjuaga la boca y escupe en el andén. Toma el tren de las 3.43 hacia su casa. Está cayendo aún más bajo. Debería estar en la oficina. Herskovitz está ya probablemente tramando un plan, probando la silla del despacho de Paul, hojeando sus expedientes.
En el tren le vence un sueño salobre. Su tiempo de reposo está cronometrado; una alarma automática suena treinta y cinco minutos más tarde. Cuando despierta hace frío en el vagón, como si estuviese refrigerado. Se mete las manos en los sobacos y recuerda que tiene el maletín en la oficina. Se acuerda de la papelera, de que ha tirado dentro todo lo que había en la mesa y luego la ha metido debajo del escritorio. ¡Mierda!
Desde la estación llamará otra vez a su secretaria, le pedirá que ponga a salvo la papelera antes de que pase el servicio de limpieza. Notas, planes, expedientes. Enloquecido, rebusca en los bolsillos algunas monedas sueltas.
Se apea. Se dirige hacia una cabina. Marca el O y espera.
—Quiero hacer una llamada que pague el destinatario —dice a la operadora cuando por fin ella contesta.
—No le entiendo. ¿Quiere un cobro revertido?
—Sí. Sí —dice.
—Un momento, por favor. —Suena una voz grabada—. Al oír la señal, por favor, diga su nombre.
—Paul —dice él. «Paul», resuena en su oído.
—Espere, por favor.
Hay una pausa. Paul observa a los taxis que cargan pasajeros y parten.
Oye sonar el teléfono, oye el sonido de la voz de su secretaria en el contestador: «No estoy en mi despacho en este momento, pero si quiere dejar un mensaje...» La indiferente voz grabada anuncia: «Tiene una llamada a cobro revertido de... Paul»: Paul oye el sonido de su propia voz. «Diga sí o pulse el uno para aceptar el cobro», zumba la idiota digital.
Cuelga. Vuelve a marcar, esta vez el número de uno de sus colegas del pasillo. De nuevo una voz grabada. Vuelve a intentar el número de su secretaria. Debe de haber aprovechado que él se ha ido a casa para irse ella a la suya; quizá por eso le ha dicho que no volviera a la oficina. Marca rápida y furiosamente, probado todas las extensiones que se le ocurren hasta que por último llama al despacho de Warburton; contesta su secretaria.
—Oh, gracias a Dios, una persona real —dice—. Soy Paul, Paul Weiss.
—Sí —entona ella—. ¿En qué puedo ayudarle?
—Estoy enfermo. He tenido que marcharme temprano. He intentado localizar a mi secretaria por teléfono.
Parlotea, bla, bla, bla.
—No se preocupe —dice la secretaria de Warburton—. Iré yo misma. Yo me ocupo de eso. Personalmente.
—Gracias. Muchísimas gracias.
—Que se mejore —dice ella, y cuelga.
Está aliviado, de nuevo.
El cielo se ha nublado. La estación está totalmente desierta; no ha vuelto ningún taxi. Sopla una brisa extraña y pertinaz. Paul camina. Camina como agachado, corriendo de un lugar seguro a otro, jugando al escondite, no quiere estar a la intemperie cuando la tormenta estalle. Cada vez que se mueve, la ropa le roza la venda, el dolor le hace tambalearse, el estómago se le revuelve y la visión se le empaña. Se pregunta si es posible que el tatuaje se extienda, si una actividad excesiva podría provocar que la línea sencilla, el delicado arco de hiedra, se transmute, se esparza y se convierta en la cara entintada de un monstruo.
El cielo se encapota aún más. Las hojas se alzan, ondeando nerviosas. Se oye el retumbo del trueno. Todo ocurre a un ritmo raro, se diría que se prepara un desastre. Puede que Paul no llegue a su casa. Hay una cabañita en el campo de deportes donde se reservan las pistas de tenis y las canchas de baloncesto. La ve más allá. Se encamina hacia ella. Ha bajado de la acera y corre por el césped. Otro trueno.
Hay una cabina de teléfono en la cabaña. Desde allí llamará a Elaine; ahora es seguro telefonearla, pisa tierra firme, está en el vecindario, se ha tranquilizado y además no tiene otra alternativa. Llamará a Elaine y ella irá a buscarle. Todo quedará arreglado.
—Tiene una llamada a cobro revertido de... «Paul»
—¿Paul? —dice ella burlonamente.
—Di que sí —dice Paul.
—Diga sí o pulse el uno para aceptar el cobro prosigue la voz lunática, que ahora le resulta conocida.
—Sí —dice ella.
—¿Elaine? Elaine, creo que no puedo llegar a casa —dice Paul sin resuello.
—¿Estás bien? Tienes una voz rara.
—Estoy en el parque. He tenido un mal día, una especie de accidente. —Se detiene—. ¿Puedes venir a buscarme y llevarme a casa?
—¿Ir a buscarte? ¿Traerte a casa?
—Sí. Te lo acabo de decir, he tenido un día pésimo.
—Paul, ¿dónde estás? ¿Qué clase de accidente? ¿En qué parque estás?
Él observa a unos niños que siguen jugando al tenis a pesar de las nubes de tormenta.
—Qué cosa más rara —dice—. Creo que veo a Daniel. ¿Daniel tiene una raqueta?
—Paul, ¿te encuentras bien? ¿Me oyes?
—Es Daniel —dice Paul—. Veo a Daniel. Te vuelvo a llamar. —Cuelga. Dos chicos salen de la cancha de tenis y miran al cielo—. ¿Daniel? —llama.
Un trueno. Un relámpago.
Los chicos caminan hacia él, mirándole inexpresivos.
—¿Papá? —dice Daniel finalmente.
Paul asiente.
—¿Qué haces aquí? ¿Me estás siguiendo?
—Voy a casa —dice Paul.
—¿Es tu hora de volver a casa?
—Voy a casa cuando quiero; soy un adulto. ¿Qué haces tú aquí? —pregunta Paul—. Ésa es la cuestión. ¿Por qué no estás en la escuela?
—Salgo a las tres y media —dice Daniel.
—Hola, señor Weiss —dice el otro chico.
—Hola, Willy —dice Paul.
—¿Y qué estás haciendo ahora? —le pregunta a Daniel.
—Reunión de exploradores —dice Daniel.
—Mi padre es jefe de patrulla —dice Willy—. Los miércoles vuelve a casa temprano para dirigirnos. Hoy estamos haciendo moldes de yeso.
El horrible padre de Willy es el hombre al que Paul no soporta, el tipo que fue a recoger a Daniel a casa, el subdirector del fisco de Nueva York.
—¿Desde cuándo eres explorador? —pregunta Paul a Daniel. No se acuerda de que Daniel lo sea—. ¿No tienes que ser primero lobato?
—Desde que estoy en casa de Willy —responde Daniel.
—O sea, ¿toda esta semana?
—Te puedes afiliar en cualquier momento —dice Willy.
Paul quiere decir: Tu madre y yo no creemos en los exploradores, pensamos que es un culto de la extrema derecha. No creemos en nada que requiera vestir uniforme. Por eso nos manifestamos en los años sesenta; por el derecho a no tener que llevarlo.
Paul quiere explicar a Daniel que no es buen rollo ser explorador, que es una auténtica gansada. Y Daniel es demasiado raro y demasiado mezquino para ser un boy scout. Quiere decirle que los exploradores tienen buen carácter, son honrados y dignos de confianza, ayudan a las ancianas a cruzar la calle, quiere decir. Tú no eres así.
—¿Se lo has dicho a tu madre? —pregunta Paul.
—Sí —dice Daniel—. Después de la reunión tengo que ir a casa, y luego Jennifer nos lleva a Sammy y yo a la feria de la escuela.
—A mí —dice Paul—. A Sammy y a mí.
—Sí —dice Daniel.
—Mi padre era capitán de exploradores —dice Willy.
—Oh, oh.
De repente Paul se echa a correr, se esconde detrás de la cabaña del tenis y vomita de nuevo. Regresa donde los niños.
—Estoy enfermo —dice—. He vuelto a casa antes porque estoy enfermo.
—¿Quieres que haga algo? —pregunta Daniel.
—¿Como qué? —dice Paul. Se sienta en el bordillo, con la cabeza entre las rodillas.
—Mi mamá llegará dentro de un minuto —dice Willy.
—Me pondré bien —dice Paul.
El viento amaina.
—Espero que no haya un tornado —dice Willy.
—Hay muy pocos tornados en Westchester County —dice Paul—. ¿Dónde has aprendido a jugar al tenis? —le pregunta a Daniel, dándole conversación para distraerse de la náusea, de la extraña sensación de que algo húmedo, como sangre, le corre por la pierna.
—Tú me enseñaste, hace mucho tiempo, ¿no te acuerdas?
—Pero juegas muy bien —dice Paul.
—He estado practicando —dice Daniel.
—Jugamos todos los días —dice Willy.
La señora Meaders se detiene en el aparcamiento y toca la bocina a pesar de que los niños están allí mismo.
Daniel da unos golpecitos en la ventanilla.
—¿Podríamos llevar a mi padre a casa? Está enfermo.
—Por supuesto —dice ella. Los chicos se instalan en el asiento de atrás y Paul sube al delantero. Tiene miedo de hablar, miedo de que su mal aliento impregne el coche.
—He vuelto antes del trabajo —dice, hablando hacia la ventana, a distancia de todos—. No había taxis en la estación. Pensé que podría ir andando. Y luego este tiempo.
—¿Dónde te llevo? —pregunta ella—. ¿A tu casa o a la de los Nielson?
—A casa. Elaine está en casa. He vomitado —dice Paul, asustado como un niño.
—¿Te sientes mejor ahora?
—Mejor salvo por el coche, que me está dando náuseas.
—¿Quieres que vaya más rápido o más despacio?
—Más rápido.
Lo más rápido que puedas, quiere decir.
Empieza a llover. Caen goterones contra el parabrisas, gotas como platos. Truenos. Rayos. Árboles que se agitan. Y no es más que el principio.
La señora Meaders para delante de la casa; un camión bloquea el camino de entrada.
—Gracias por traerme —dice él, abriendo la puerta y corriendo hacia la casa.
Hombres con monos de trabajo amarillos, con gafas y máscaras, se arremolinan por la casa como abejas. Paul cuenta seis. Visten uniformes de un grosor intimidante; como si fueran a limpiar un área de residuos tóxicos, como si la casa estuviese realmente contaminada. Paul quiere decirles que aligeren la indumentaria; no es para tanto. Quiere decirles: Eh, que vivimos aquí, vivimos aquí desde hace años, aquí no pasa nada.
—Eres un gilipollas —le dice Elaine en cuanto le ve—. ¿Dónde estabas? ¿Qué ha ocurrido? Llamas y luego cuelgas. No vuelvas a hacerme esto, nunca, nunca jamás. Me has dado un susto de muerte.
Él se dirige a la escalera, sube deprisa para verse la herida.
—Y —dice ella— en cuanto has colgado, te han llamado por teléfono.
Paul se imagina que ha sido la chica, su ligue, para preguntar por su estado de salud, su bienestar, su erección débil.
—Ha llamado la secretaria del señor Warburton. Ha dicho que tu papelera está a salvo y que espera que te mejores pronto.
Paul se imagina la papelera encima de su escritorio, con un gran cartel de NO TOCAR pegado con cinta adhesiva y escrito con un apremiante rotulador rojo.
—¿Qué pasa? ¿Te han despedido?
—Están limpiando las paredes —dice Paul, observando a los hombres de amarillo—. ¿Por qué están limpiando las paredes, Elaine?
Sube al cuarto de baño de arriba y se baja los pantalones. Es una chapuza, una chapuza rezumante y gelatinosa: la tinta oscura de la hiedra, la sangre, el brillo de la pomada, todo conspira para dar la impresión de que algo serio mana de su cuerpo, algo orgánico e intestinal.
Empieza a limpiarse la herida afanosamente.
Entra Elaine.
—Oh, Dios —dice—. ¿Qué ha pasado? —Se tapa la boca con la mano—. ¿Qué es eso? —pregunta, hablando a través de los dedos—. ¿Te ha atacado un animal?
—Un tatuaje —dice él.
Ella retira la mano de la boca.
—Bórralo —dice—. Bórralo ahora mismo.
—No creo que pueda.
—¿Es permanente?
Ella se agacha para mirarlo más de cerca, atentamente.
—Supongo que sí —dice Paul, cayendo en la cuenta de que no lo ha preguntado—. ¿Tenemos vendas? ¿Alguna pomada antibiótica?
Elaine abre el botiquín. Se arrodilla delante de Paul, con líquido desinfectante, un tubo de Neosporin y algunas gasas.
—No te muevas —dice, aplicándole la gasa. A él le alivia el enfado de Elaine, su tosca cura le excita. Tiene una leve erección—. No te muevas —dice. El desinfectante pica.
—Elaine —dice él—, es como si hubiera perdido la cabeza. Me siento tan raro. —Hace una pausa—. Estoy mareado —dice—. He comido un bocadillo de gambas. He estado vomitando toda la tarde, cuatro veces, en plena calle. Nadie ha movido un dedo —dice—. Estoy asustado —dice—. Muy asustado.
—Estás bien —dice ella, untando la zona de pomada y poniendo una venda nueva encima de la herida—. Seguramente te has deshidratado; por eso te sientes raro. Te haré un té.
Ella se levanta del suelo.
—¿No podría ser un zumo en lugar de té?
—No, si has vomitado.
—Tengo que tumbarme —dice él, yendo hacia la cama.
—No consigo entenderlo —dice ella—. ¿De dónde has sacado tiempo para ir a hacer esto?
—Durante el almuerzo —dice él—. He comido muy deprisa.
—Quizá te ha sentado mal eso.
—No lo sé. Elaine —la llama—. Está bien lo de las paredes. Quizá cuando estén limpias no haya que pintar, quizá podamos ahorrar algún dinero en eso.
—Yo sólo quería dejar todo saneado para Sammy —dice ella.
—Lo sé.
Se tumba en la cama. Se oye el fuerte estruendo de un trueno. Se tapa con las mantas y el cielo se abre. Descarga. Paul está tendido de espaldas y empiezan a entrar gotas de lluvia por el agujerito del tejado, atraviesan el techo y aterrizan en el centro de su frente, repiqueteando, tap tap tap, sobre sus pensamientos.
Cuando Paul se despierta, Jennifer, la hija de Liz, está a su lado, la voz de la razón.
—¿Estás vivo? —pregunta.
—No lo sé. ¿Lo estoy?
—Respirabas raro.
—¿Sí?, ¿cómo?
—Jadeando —dice ella.
—Debo de haber soñado.
—¿Estás enfermo?
Jennifer aprieta contra la frente de Paul su mano un poco punky de Florence Nightingale de diecisiete años.
—Majara —dice él, incorporándose.
—¿Quieres un paño frío?
El dice que no con la cabeza.
—Es como si me hubieran atropellado —dice él—. Vomité. Cuatro veces, en plena luz del día, y nadie se dio cuenta.
—¿Sólido o blando?
—Solidísimo —dice él—. Ensalada de gambas.
—Acuoso.
—No, realmente.
—Acuoso no es una pregunta, es un comentario —dice Jennifer—. Acuoso quiere decir como de agua.
Mientras Jennifer habla, Paul la oye como si arrastrara ligeramente las palabras, un pequeño ceceo que nunca había advertido. La mira. Ella va a decir algo: un pequeño punto reluciente chispea en su lengua.
—Jennifer —dice él—, ¿qué te ha pasado en la lengua? ¿Le ha pasado algo?
—Me han horadado —dice ella.
—¿Horadado?
—Sí, perforado. Me han puesto un aro.
—Oh —exclama Paul—. Oh.
—¿Por qué tanto escándalo? —dice ella—. No es la primera vez que lo hago.
—Voy a vomitar —dice Paul. Tiene arcadas y escupe en un kleenex. Pensar en el dolor le está mareando—. Estoy enfermo. Me siento muy mal.
—¿Quieres un refresco?
Ella es su Jennifer, su esperanza, su promesa. Es quien le impulsó a comprar esta casa, a emprender esta vida, hace doce años. Jennifer a los cinco, disfrazada de muñeca harapienta, parecida a un payaso, jugando en la hierba; Jennifer emperifollada, con círculos amplios de óxido de zinc pintados en las mejillas, y en el centro de ellas, dibujados con la barra de carmín de su madre, dos anchos redondeles en forma de dianas gemelas, le hizo pensar, por alguna razón, que vivir allí sería agradable. Piensa en Jennifer, ecuánime, fiable, fuerte, la querida canguro de sus hijos. Y ahora ella tiene diecisiete años, está a punto de terminar el instituto y proseguir sus estudios. Jennifer con el cuerpo perforado, punteado por la gramática de su generación.
—Ginger ale —dice ella ofreciéndole el vaso—. Me lo ha dejado Elaine.
Paul da un sorbo. La pajita es de papel, ajado, fláccido. Se cae.
—¿Dónde está? ¿Dónde está Elaine? ¿Dónde está todo el mundo?
—Elaine se ha ido a la ferretería, Sammy está en casa de la señora Hansen, Daniel está con los boys scouts, mi madre tiene clase hasta las cinco y media y yo estoy aquí contigo.
—¿Eres mi canguro?
—Supongo.
—¿Sabes lo que hice? —pregunta Paul—. ¿Sabes por qué estoy enfermo? ¿Te lo ha dicho Elaine?
Jennifer asiente.
—¿Puedo verlo?
El procura enseñarle solamente el tatuaje y nada más. Mantiene la polla tapada. Retira la venda y enseña la llaga carnosa.
Ella se queda sin habla. Boquiabierta. Le brilla el aro de la lengua.
Rápidamente, él lo tapa todo.
—¿Te afeitaste tú o te afeitaron? —pregunta ella.
La tormenta ha pasado y el sol sale de nuevo, aunque sólo sea transitoriamente.
Una escalera golpea contra la ventana del dormitorio, una cara se aprieta contra el cristal. Unos nudillos llaman a la puerta. Los hombres de amarillo reanudan su trabajo.
—Lamento molestarles —dice el jefe del equipo, con la voz amortiguada por la capucha protectora—. Pero tendrá que desalojar el cuarto.
Los hombres de amarillo abren de par en par las ventanas y adosan a la casa gruesas mangueras blancas que bombearán aire limpio y aspirarán el sucio, mangueras que como un respirador artificial insuflarán aire nuevo a la casa.
Paul se levanta de la cama. La brigada de limpieza se mueve con cuidado a su alrededor y forma un amplio corro para dejarle paso, como si estuviese contaminado. Él camina hacia la escalera. Uno de los hombres le sigue, con pasos torpes.
—Se olvida esto —dice, y entrega a Paul el vaso del refresco.
En la escalera, Paul se cruza con un tipo anormalmente bajo; tiene las perneras del traje amarillo remangadas en un voluminoso dobladillo.
—¿Está enfermo? —pregunta el bajito, con la voz asimismo velada por su capucha, como de apicultor—. A veces limpiamos una casa en la que alguien ha muerto o después de un asesinato, pero nunca cuando la persona sigue dentro.
—Estoy bien —dice Paul, al pasar por delante, con su vaso en la mano—. Perfectamente. Sólo tengo un poco de náuseas. He tomado una ensalada de gambas en mal estado.
Más abajo, Paul se cruza con el cabecilla de la manada, el jefe de los hombres amarillos.
—¿Le he oído hablar con el bajito? —pregunta.
—Sí —dice Paul.
—Él no debería haberle hablado. Nadie debe hacerlo. Se supone que tiene que tener la boca bien cerrada.
—Oh —dice Paul—. Bueno, supongo que se ha olvidado.
—La empresa es mía —dice el hombre—. Yo la inventé. Soy el presidente. Limpieza a fondo. Aspiramos los conductos de ventilación, hervimos las sábanas, volteamos los colchones. Polvo, piel muerta, bacterias microscópicas: hay kilos de esas cosas en cada habitación.
El gran jefe habla tan animada, tan vehementemente, que se le empaña la máscara facial.
Y Paul, en efecto, nota que las cosas están cambiando en la casa: que la neblina mohosa se está disipando, el mal olor a humedad y a quemado se evapora. El aire parece más fácil de respirar, y todo, en general, se está volviendo más agradable.
—Es estupendo —dice—. Fuera lo viejo, adelante lo nuevo.
Da un palmada en la espalda del jefe. El hombre amarillo emite un gran resoplido.
—Espero que esté satisfecho —dice. Y Paul no sabe si habla en serio o si lo dice de guasa.
—Espero —dice Paul, bajando despacio, caminando como si acabaran de operarle de una hernia.
Jennifer está sentada a la mesa de la cocina, con un juego infantil de acuarelas y papel. Paul teme mirarla y ver el aro de plata que le revuelve el estómago. Se sienta de soslayo, mirando a la ventana. No puede por menos de advertir que la cocina está inmaculada; está más que impoluta, resplandece. Los armarios presentan un tono más claro, y hay algo fino y limpio en el aire: huele como un salón de exposiciones.
—Te falta poco para terminar el instituto, ¿verdad? —pregunta Paul a Jennifer.
—Acabo el año que viene —dice ella.
—¿Sabes lo que quieres ser?
—Quiero dirigir una gran empresa, como Sony o así. Quiero dominar. Mi proyecto es licenciarme en historia universal y luego hacer un máster de empresariales.
—¿De verdad? —¿Es ésta la Jennifer de sus sueños y esperanzas, la Jennifer de su imaginación?—. Pensé que querrías ser cantante o ceramista o algo por el estilo.
—No de profesión. Hago cerámica para relajarme, pero el dinero manda. ¿Te das cuenta de que he trabajado desde que tenía cinco años? A los diez tenía dos trabajos, y el año pasado tuve tres empleos a tiempo parcial además de aprobar el curso con matrículas.
—¿Puedes ayudarme a hacer los deberes? —pregunta Paul, sinceramente admirado.
—Siempre que no sean matemáticas.
—Hablo en serio. Tengo problemas en mi trabajo —dice—. Es como si sintiera la respiración de un animal en la nuca. Me siento observado. Necesito aclarar un par de cosas.
—¿Como qué?
—¿Qué es importante ahora mismo? ¿Qué impulsa a un consumidor a comprar algo?
—La idea de algo mejor, de algo más. La fantasía. Los hechos carecen de importancia.
Paul hunde un pincel en la pintura roja y empieza a hacer un dibujo.
—Sigue —dice.
—No te compares tú ni tu producto diciendo: «No vamos a decirle que nuestro producto es mejor que el de ellos.» No anuncies: «No vamos a intentar venderle esto o esto otro.» Da un salto más allá. Afirma. Hay poder en la afirmación. Afirma tu derecho.
—Afirma tu derecho —dice Paul, cambiando del rojo al negro, mojando el pincel—. Afirma tu derecho.
Pinta esta frase de un lado a otro de la página.
A distancia se oye un ruido sordo, el de aire bombeado, como un corazón que late.
—¿Hay alguien? ¿No hay nadie? —dice la señora Hansen, llamando a la puerta lateral con los nudillos.
—Estamos en la cocina —dice Paul—. Entre.
—Aquí está —anuncia la señora Hansen, entregando a Sammy.
Sammy lleva un plato de galletas.
—Las he hecho yo —dice—. ¿Queréis una?
Pensar en comida revuelve de nuevo el estómago de Paul.
—Yo quiero una —dice Jennifer. Las galletas de Sammy son extrañas figuras torturadas, maníacos de ojos abultados por una pizca de canela, con un pelo demencial, rociado de azúcar, y la boca resquebrajada.
Jennifer mastica la cabeza de una galleta.
—No está mala —dice, con el aro de plata envuelto de migas.
La señora Hansen recorre con la mirada la cocina.
—Todo parece más limpio —dice—. ¿Han pintado los armarios o es que tengo jaqueca?
—Han lavado las paredes —dice Paul.
Entra Elaine, cargada con una bolsa de la ferretería.
—¿Dónde estabas? —le pregunta Paul.
—He ido a buscar una herramienta para arreglar la tubería que gotea.
Fuera, oyen a Daniel gritando a uno de los hombres amarillos:
—¡Eh! Eh, tú, ¿quién eres? ¿Qué estás haciendo aquí? Esta es mi casa.
Elaine sale corriendo.
—Daniel —dice—. Calla, Daniel. Son los hombres del equipo de limpieza.
—Parece que hayan venido de otra galaxia —dice Daniel al entrar en casa—. ¿Qué le ha pasado a Odetta?
—Sólo viene cada dos viernes, y no hace el trabajo difícil.
—¿Y qué es ese ruido? —pregunta Daniel.
—La bomba de aire. Están cambiando el aire de la casa, saneando todo.
Elaine mira alrededor de la cocina y advierte que la veta de mugre sobre la tapa de la cocina, la mancha que lleva siglos tratando de limpiar, ha desaparecido. Se acerca más. Brilla. Inspecciona el horno; está reluciente y no queda ni una miga, hasta han abrillantado las manijas de todos los armarios y cajones. No hay ninguna huella. Respira profundamente. El aire es puro.
Sammy coge dos galletas.
—Este es el bueno y éste es el malo —dice, haciendo chocar una contra otra—. Y la única manera de matar al malo es comérselo.
Da un mordisco al malvado.
Elaine aprieta la cabeza contra el pecho de Sammy.
—Respira hondo —dice, escuchando—. Otra vez —dice—. Bien. Muy bien.
—Es como ese juego de la escuela —dice la señora Hansen—. Sammy ha hecho galletas, Paul y Jennifer han hecho un dibujo, Elaine ha comprado una herramienta, y... —Se vuelve hacia Daniel—. ¿Y tú has hecho un pisapapeles en la clase de manualidades?
Mira al bulto blanco que Daniel lleva en la mano.
Él la mira como si ella fuese idiota.
—Es un molde —dice—. Un molde de yeso de mi mano izquierda.
—Es muy bonito —dice la señora Hansen.
—Da igual si es bonito, lo que cuenta es la prueba. Se puede hacer un molde de las huellas de un neumático para averiguar de qué coche es. Se puede hacer un molde de cualquier cosa.
—Qué interesante —dice la señora Hansen.
Daniel se encoge de hombros.
—Es sólo una pieza del rompecabezas.
La señora Hansen mira el reloj.
—Me voy ya —dice—. Es hora de dar de comer a mi tapacubos.
—¿Tapacubos? —pregunta Paul.
—Mi marido —dice ella.
—Tiene que traerle a cenar una noche de éstas —dice Paul.
—No tan pronto —dice ella—. Esta tarde hemos hecho astillas la mesa del comedor. Dios, qué divertido. Clac. Clac.
Imita la acción del hacha.
—Ya decía yo que notaba algún cambio —dice Paul.
El presidente de la empresa de limpieza entra en la cocina. Se quita el casco y lo sujeta contra la cadera, como un actor que sale al escenario para recibir los aplausos. Se planta delante del auditorio y adopta la pose de: No soy un tipo elegante, pero interpreto a uno en la tele.
—Estamos acabando —dice—. Vamos a desenganchar las mangueras y a embalar los cepillos y escobas. Notarán la diferencia ahora mismo, pero sé que el efecto completo normalmente tarda en notarse veinticuatro horas.
—Yo lo noto ya —dice Paul—. El aire está claramente más limpio.
El presidente sonríe, como si fuese demasiado obvio.
—Me gustaría dejarles una partida de esponjas —dice, y entrega a Elaine un saco de plástico lleno de esponjas de diversos tamaños y colores, todas ellas con el logotipo de la empresa—. ¿Sabe que su esponja de cocina es la cosa más sucia que hay en la casa?
—No lo sabía —dice Elaine.
—Cámbiela, y cámbiela con frecuencia —dice el hombre. Elaine asiente.
El hombre extiende las dos manos hacia Paul, sonríe y le aprieta algo contra las dos palmas.
—Boñiga de caballo petrificada. Absorbe las toxinas, las extrae del corazón a través de las manos. —Hace un gesto que equivale a un saludo—. Que se mejore —dice al marcharse.
Los trajes amarillos han abandonado la casa.
La tarde ha tenido un sesgo surrealista que empieza a esfumarse en cuanto Elaine y los niños están en casa. Cada uno de ellos es un elemento de una ecuación, cada uno es como un ancla, un contrapeso.
—¿Qué tal en la escuela? —pregunta Paul.
—Bien —dice Sammy—. Hemos hecho un ensayo.
—¿Un ensayo de qué? —pregunta Jennifer.
—Una obra de teatro —dice Sammy—. Yo soy la cabeza de un rinoceronte.
—Chupi —dice Daniel—. El año pasado eras la cola de un elefante.
—¿Cuándo es la obra? —pregunta Jennifer.
—Mañana —dice Sammy.
—¿Mañana, y me lo dices ahora? —dice Elaine.
—Ni siquiera te lo ha dicho —dice Daniel—. Se lo ha dicho a Jennifer.
—¿Por qué no me lo has dicho? —pregunta Elaine.
Sammy se encoge de hombros.
—No te he visto —aventura.
Jennifer mira el reloj.
—Bueno, chicos, es hora de ir a la feria.
—Necesitamos dinero —dice Sammy.
—Tenemos que estar allí a las siete —dice Jennifer.
—Dales dinero —ordena Elaine a Paul.
Paul se mueve para coger su cartera. El ademán le irrita la herida. Lleva pantalones de chándal; no tiene bolsillos ni dinero en metálico. Su monedero está arriba, dentro de los pantalones.
—No importa, tengo yo —dice Elaine, buceando en su bolso, del que saca un par de billetes de veinte, su botín de la venta de trastos.
—Dale algo a Jennifer también —dice Paul—. Es una canguro excelente.
Elaine le mira recelosamente y saca otro billete de veinte dólares.
—Asegúrate de que cenáis bien —dice Elaine—. Tomad proteínas.
—Que lo paséis bien —dice Paul, y ellos salen por la puerta.
El plato de galletas de Sammy y el extraño molde de Daniel se quedan encima de la mesa.
—¿No le notas nada raro Sammy? —pregunta Elaine.
—Es estrés. Está sacando todo el estrés acumulado. El que me asusta es Daniel.
—¿Sí?, ¿por qué?
—De la noche a la mañana se hace scout y un maldito detective aficionado. No me fío ni una pizca de él. Creo que es un soplón.
—Paul —dice Elaine—, estamos hablando de Daniel.
—Tú espera y verás —dice él.
Elaine se vuelve para subir la escalera.
—¿Vas a vestirte para cenar?
—Me duele si llevo pantalones —dice Paul.
—Bueno, te prestaría un vestido mío, pero temo que te lo quedes.
—Nunca se sabe —dice Paul siguiéndola—. ¿Crees que puedo ir con estos pantalones?
—¿No te puedes poner un traje y comportarte con normalidad, aunque te duela?
—Si eso te hace feliz, no me importará que me duela.
—Creo que estás confundiéndome con alguna otra —dice Elaine, y rápidamente se da media vuelta.
—¿Cómo describirías tu estado de ánimo? —dice Paul—. ¿Podríamos decir, para empezar, que es mala leche?
Elaine hace caso omiso y descuelga el teléfono.
—Voy a llamar a Pat y George para decirles que nos veremos en casa de Joan.
—¿Tenemos obligación de ir? Estoy fatal. Llevo toda la tarde enfermo. —Se siente pequeño y débil y nada seguro de poder mantener la fachada habitual—. Soy el huevero..., la morsa2—canta para sí.
—Nos vendrá bien estar con gente —dice Elaine, convenciéndose ella misma—. Nos recordará quiénes somos —dice.
—¿Quiénes quieres que seamos? —dice Paul, entrando en el dormitorio—. ¿Cómo se llamaba el tipo que mató a John Lennon?
—No lo sé, ¿por qué?
—Estoy intentando acordarme.
Los pantalones del traje están colgados de la barra de la ducha; perfectamente planchados. Los azulejos relucen, hasta el cemento blanco parece resplandeciente. Paul ve su reflejo en los grifos de cromo.
—¿Cuánto cobra el tío de la limpieza?
—No quieras saberlo.
—Tengo curiosidad —dice Paul, retirando el vendaje. Se aplica un poco más de pomada sobre toda la herida y piensa que como mínimo la mantendrá lubricada. No se atreve a mirar el tatuaje. Ver el daño que él mismo se ha infligido le aterra, es una muestra de demencia, otra más de la lista: un incendio, el ligue, su trabajo.
—¿Te ha dolido? —pregunta Elaine cuando entra a maquillarse—. ¿Te ha dolido mucho?
Tiene los ojos fruncidos en una posición extrañamente acusadora, mientras apoya contra el lavabo la página arrancada de una revista, con una cara y las instrucciones paso a paso.
—Me figuro que es una zona sensible —dice maquillándose.
Paul repara en que el color del lápiz de ojos de Elaine se llama Ficción, y que la barra de labios se llama Puro Fraude.
—¿Lo has sentido o estabas haciendo otra cosa en ese momento?
Él no contesta. Aguarda. Se abotona la camisa. Se la mete dentro de los pantalones y se sube la cremallera.
—¿Qué ha pasado con la mesa del comedor, Elaine? ¿Por qué la habéis destrozado?
—El daño era irreparable —dice ella, terminando de maquillarse y chasqueando los labios; se limpia la boca con unos toques de papel higiénico.
—No somos millonarios, Elaine.
—¿Por qué siempre todo se reduce a dinero? Así es como ves que buscas camorra. Dices una estupidez sobre dinero.
Paul se pone la chaqueta.
—¿Estás lista o quieres llamar y decirles que no vamos porque el jueves es el día de quedarnos en cama peleándonos?
—Sube al coche —dice Elaine.
—Sé que es una locura salir a cenar un día laborable —dice Joan Talmadge al abrir la puerta—, pero pensé que sería divertido. Ted se va mañana de viaje tres semanas, y mi club del libro no se reúne esta noche. Me alegra mucho que hayáis venido.
—No llegamos tarde, espero —dice Elaine.
—Llegáis, por lo menos. Los Montgomery no pueden venir. Ha ocurrido algo —susurra Joan.
—¿Cómo estáis, pareja? —pregunta Ted saliendo de detrás de Joan y apretándole el hombro—. ¿Qué os sirvo para remojar el gaznate?
—Vino blanco —dice Elaine.
—Scotch —dice Paul.
—¿Con agua?
—Con hielo —dice Paul.
El tiempo empieza a mejorar. Joan abre la puerta de la calle y se asoma.
—Sé que es una locura —repite, sin hablar con nadie en concreto—, pero pensé que sería divertido.
Cierra la puerta.
—Un frente fuerte que avanza —dice Ted.
—Espacio aéreo despejado mañana —dice Joan.
—Vasos, vasos —dice Ted.
—En el aparador —dice Joan.
Joan se inclina y le susurra a Elaine:
—El chico de los Montgomery ha intentado suicidarse. O poco menos. Catherine y Hammy han tenido que ir a una reunión con el claustro de profesores. —Joan hace una pausa y mira por la ventana—. Dios, espero que no les haya pillado la tormenta.
Ted está arrodillado en el vestíbulo, enfrente del mueble donde guardan vasos de vino, platos y vajilla de repuesto. Sostiene tres vasos en cada mano y no puede levantarse.
—Joan —gimotea blandamente—. Joan, Joan.
Ted fue jugador de fútbol. Trabaja en la oficina comercial de una cadena de información deportiva. Antes conseguía las mejores entradas en el Garden para todo el mundo; ahora ya no lo hace, y Paul no sabe si le han promovido o le han degradado.
Joan se sitúa detrás de Ted, le desliza las manos debajo de los brazos, cuenta: «Uno, dos y tres», y le levanta lo suficiente para que él se incorpore. Se vuelve hacia Elaine y se encoge de hombros.
—A veces se queda doblado y hay que desdoblarlo —dice.
—Mi maldita lesión de rodilla —dice Ted, avergonzado.
Paul asiente. Cree ver a su ligue a cierta distancia, pasando del comedor a la sala. Piensa que debe de estar alucinando.
—¿Están aquí Pat y George? —pregunta Elaine.
—Por supuesto —dice Joan.
A Elaine la pone nerviosa ver a Pat fuera de contexto, Pat con George, Pat con otras parejas, Pat vestida. ¿Hablará Pat con ella? Está nerviosa y excitada: como cualquiera cuando se enamora.
Ted les tiende sus bebidas respectivas. Ellos dan un trago. Paul se recuesta contra el marco de la puerta de la cocina y Elaine va a buscar a Pat.
—Entremeses —dice Joan, saliendo con una bandeja—. Miniblinis.
Paul se mete uno y después otro en la boca, y se los traga enteros.
—Ricos, ¿eh? —pregunta ella—. Son de beluga.
—Humm, humm.
El se limpia los labios con una servilleta de papel. De nuevo cree ver a la chica, pasando de una habitación a otra, yendo de un lado para otro por delante de él, una provocación hipnótica.
—Sorpresa, sorpresa —dice Henry rozándole.
—Creí que estabas de viaje.
—Acabo de entrar volando... y, chico, tengo los brazos cansados —dice Henry bromeando—. Salté del último avión. —Coge el vaso de Paul—. Tienes pinta de necesitar un trago.
La chica se coloca al lado de Henry.
—Te acuerdas de mi amiga, ¿verdad? —dice Henry, guiñándole un ojo. El guiño es tan extraño que parece un pestañeo largamente prolongado, como si Henry tuviese algo en el ojo y parpadease con fuerza para deshacerse de la molestia.
Ella le acecha, se propone ser su ruina. Es una insensata, no conoce límites. Lleva una falda que es más bien una codera, una tirita. La bilis le sube a Paul a la garganta. Echa a correr hacia el cuarto de baño. Los dos canapés que ha comido ascienden en flecha y salen propulsados como por un motor a reacción. Aterrizan dentro del retrete intactos, como dos ojos que le miran desde un mar de espuma amarilla. Se enjuaga la boca, se lava la cara y vuelve a unirse al grupo.
—Os hemos esperado —dice George—. Al final le he dicho a Pat: «Tenemos que irnos sin ellos. Son listos, sabrán venir solos.»
—Lo siento —dice Paul, que odia el tono paternalista, el rapapolvo—. Los niños, la tormenta, la casa..., se nos ha hecho tarde. Os hemos llamado —dice.
George le da una palmada en el hombro.
—Olvídalo —dice, y entrega a Paul su vaso vacío, se mete en el cuarto de baño y cierra la puerta con llave.
Paul tiene la impresión de ser un depravado bajo el efecto de una droga. La herida le arde. La chica de Henry es peligrosa; podría matarle. Busca a Elaine. Necesita protección. Se coloca junto a Elaine y escucha lo que ella habla con Ted.
—He empezado a arreglar cosas —dice Elaine—. Ayer reparé el desagüe y hoy he trabajado en el retrete. ¿No sería fantástico poder repararlo todo? ¿No sería maravilloso ser mecánico de coches? ¿O electricista? ¿O incluso fontanero? —Hace una pausa—. Necesito creer que puedo ser útil, y es demasiado tarde para estudiar medicina.
—Una gran profesión —dice Ted—. Nunca es demasiado tarde.
—A veces sí —dice Elaine—. El momento pasa. Llega y se va.
—La sopa está en la mesa —anuncia Joan—. Cada cual tiene marcado su sitio.
Paul rodea la mesa. Encuentra su nombre entre el de Liz y el del ligue: la tarjeta de ésta dice simplemente INVITADA DE HENRY.
Elaine está enfrente, entre Pat y George.
—Extraña mujer a la vista —dice Pat, acomodándose.
—He vomitado toda la tarde —susurra Paul a la chica, mientras se pone la servilleta en las rodillas—. Y el elástico de la venda no sujeta bien; ahora mismo los pantalones me frotan contra toda esa chapuza.
—Me estás poniendo cachonda —dice ella en voz casi tan alta como para que la oigan.
—¿Qué tal la casa? —pregunta Ted, sirviendo el pescado—. Eso queremos saber. ¿Sabéis cuál fue la causa del incendio? Y lo que es más importante, ¿os cubre el seguro?
—Nos cubre —dice Paul, mirando a Elaine para ver si le consiente hablar de la cláusula de estupidez.
—En lugar de poner parches para repararlo todo, estamos aprovechando para ampliar la casa. Vamos a añadir puertaventanas y una terraza —dice Elaine.
—Oh, me encantan las puertaventanas —dice Joan, sirviendo judías en un plato pasándolo.
—Maravillosas judías —dice Pat.
—Quiero preveniros a todos —dice Joan—. He estado en la oficina todo el día. Esta cena la he hecho deprisa y corriendo, en una hora, más o menos.
—Ya se nota —escupe George en el oído de Elaine.
—Preciosas, las flores —dice Elaine.
—Las cultivo yo —dice Joan, pasando platos—. Es mi terapia.
En realidad, Joan es un as de las finanzas. Cuando estaba en casa con su primer hijo, empezó a especular con inversiones. El año pasado le dijo a Elaine que había ganado medio millón, y eso cuando el mercado estaba un poco bajo.
—¿Qué hacéis el Cuatro de Julio? ¿Alguien tiene planes de fuegos artificiales? —pregunta Liz.
—Nosotros ya estamos planeando las vacaciones de Navidad —dice Joan.
—¿Tenemos planes? —le pregunta Paul a Elaine.
Ella niega con la cabeza.
—No te preocupes —dice Pat—. Haréis lo que hagamos nosotros.
—Somos tan aburridos. Ni siquiera le he dicho a la agente de viajes adonde queremos ir —dice Joan—. Le diré: «Elija usted. Elija un sitio que a mí no se me ocurriría, y háganos una reserva para dos semanas.»Fuera, retumba un trueno. Ramas agitadas barren las paredes de la casa.
Joan golpea con la cuchara su vaso.
—Es una delicia veros aquí a todos. Me han encargado que os diga lo mucho que sienten Catherine y Harry no poder acompañarnos, pero esperan ver a todo el mundo la noche del sábado.
Ted, Liz y Pat aplauden.
Terminada la cena, Ted intenta levantarse para ayudar a Joan a recoger la mesa, pero le fallan las piernas; se pone de pie y se cae, lo intenta dos veces y por último se queda sentado.
—Quédate ahí —dice Joan, dándole una palmada en el hombro—. Quédate sentado.
El tremendo retumbo de un trueno y un relámpago estremecen la casa.
—Ese ha tenido que caer contra algo —dice George, corriendo a la ventana.
Suena otro trueno que corta la electricidad.
Tomando esta avería como una señal, la chica echa la mano a la bragueta de Paul y se la agarra. El gime.
—¿Qué es eso? —dice alguien—. ¿Qué ha pasado?
—Nada —tartamudea Paul—. Es sólo... la silla... el dedo del pie.
Vuelve la luz.
—Tengo tarta de queso para los valientes, merengue para los que temen a los kilos, y un bol de bayas para los medrosos. ¿Qué vais a tomar? —pregunta Joan—. ¿Ménage à trois? ¿Un poco de cada cosa?
Pat y Liz hablan en voz baja.
—¿Embarazada? —dice Liz—. ¿A los cuarenta y siete años? ¿Hacían cosas?
—No hacían nada —dice Pat.
—Qué pesadilla, un embarazo a los cuarenta y siete. Me parece impensable hasta que tengan actividad sexual —dice Joan, lamiéndose los dedos—. ¿Café? —pregunta—. Tengo un bote de descafeinado. A ver, levantad las manos. Uno. Dos. Tres.
—Que lleguéis sanos y salvos —se dicen unos a otros cuando se despiden.
—Conducid con cuidado —dicen Joan y Ted haciendo señas de adiós desde la puerta—. Nos vemos el sábado en casa de los Montgomery.
Paul y Elaine hablan en el coche.
—¿Joan y Ted no tienen vida sexual? —pregunta Paul.
—No lo sé, ¿por qué?
—Ella ha dicho: «Me parece impensable hasta que tengan actividad sexual.» ¿Las demás parejas no practican el sexo?
—No lo sé.
—¿Deberíamos dejarlo?
—No lo sé—. Aunque sólo sea eso, es lo único que hacemos bien; reñimos y follamos. Por eso seguimos casados.
Paul se ríe.
Elaine no dice nada.
—Se supone que hablaba en broma.
—¿Dónde está la gracia?
—Estabas de un humor excelente en la cena, ¿qué ha pasado?
—No lo sé —dice Elaine.
Circulan siguiendo la luz roja trasera, el tubo de escape del coche de los Nielson. La electricidad ha fallado en todas partes; hay árboles caídos, linternas encendidas.
—Salúdale —dice Paul cuando pasan por delante del poli de Elaine, que dirige el tráfico.
—¿Crees que debemos echar un vistazo a la casa? —pregunta Elaine.
—No —dice Paul—. Podría ser peor.
La noche es oscura como boca de lobo. Es como si no hubiese nada alrededor; si no lo ven, no existe. Reptan hacia el recuerdo del hogar.
Se perfila la casa de los Nielson, reluciendo débilmente como una nave espacial que se apaga, a falta de combustible.
—Pat y George deben de tener un generador de emergencia —dice Paul.
Las dos niñas M les reciben en la puerta.
—¿Os habéis asustado cuando se ha ido la luz? —les pregunta Pat.
Ellas dicen que no con la cabeza.
—Hemos jugado a campamentos.
Luces de emergencia, alimentadas con una batería, iluminan todo el perímetro de la habitación.
—Nunca se sabe lo que puede durar el apagón —dice George, apagando interruptores por todo el cuarto.
—¿Y si apagamos ya las luces de campamento? Mañana hay escuela, al fin y al cabo —dice Pat llevando a las niñas a la cama.
—¿La espuela? —pregunta George a Paul.
—¿Tienes algún analgésico? —pregunta Paul.
—Creo que queda uno que tomaba para mi desviación de tabique. ¿Te duele algo?
—Creo que servirá —dice Paul.
George recorre el pasillo y vuelve con una pastilla y una linterna.
—Perdón por todo el jaleo de anoche —dice George, depositando la píldora en la palma de Paul—. A veces se pierden los estribos. Soy tan exigente —dice—; es eso, que tengo grandes expectativas.
Paul asiente.
—De todos modos —dice George—, bajé al sótano, me fumé un poco de hierba y me sentí mucho mejor. Lo hago de vez en cuando. No se lo digas a Pat; no quiero que lo sepa.
Paul mueve la cabeza.
—Descuida —dice—. No se lo diré.
Hierba y pornografía. Nadie me creería, en fin de cuentas, piensa.
—Es mi modo de despejar la atmósfera —dice George—. La próxima vez baja conmigo, si te apetece. ¿Fumas?
—Claro —dice Paul. Claro que fuma. Él hace de todo. No le cuenta a George nada de la vez en que él y Elaine fumaron crack, y ella era la fuente de delante del Hotel Plaza, bengala de chispas, colores y luz. No le cuenta que fue uno de los momentos en que estuvieron más colgados —sin segundas—, un instante de comunión y comunicación, y que ahora le inquieta que él y Elaine se hayan desviado, y no sabe seguro si se trata del flujo y reflujo habitual.
—¿Dónde ha ido Elaine? —pregunta a George.
George se encoge de hombros.
—Debe de haber ido con Pat. Qué porquería de cena, ¿no te parece? —dice George, sirviéndose una copa—. Qué idea más tonta, una cena en día laborable. La gente no puede beber lo bastante para que valga la pena.
George nunca se ha mostrado tan ácido.
—Creí que sólo lo pensábamos nosotros —dice Paul.
—Lo ha pensado todo el mundo —dice George—. Y, Dios, la rodilla de Ted es de lo más deprimente. Está hecha polvo. Un hombretón como él y ni siquiera es capaz de levantarse de la mesa.
—Yo quería quedarme en casa. Pero Elaine necesita ver a gente. Se siente rara si está sola mucho tiempo. ¿Dónde dices que está?
George se encoge de hombros. Apura su copa. Le da a Paul una linterna.
—Que duermas bien —dice, y se pierde en la oscuridad del pasillo.
Elaine está en el dormitorio.
—¿Adonde habías ido?
—¿Adonde había ido? —repite ella—. ¿Adónde iba a ir?
—No sé.
El haz de la linterna de Elaine enfoca la página de una revista.
—Tú también tienes linterna —dice él.
Ella no le hace caso.
El rosa oscuro de las paredes del cuarto de las niñas M parece incluso más carnoso que de costumbre; tiene el tono de algo sin oxígeno, de un órgano enfermo. A Paul le pone nervioso.
—Tenemos que irnos de aquí antes del fin de semana —dice. Deja la píldora encima de la mesilla y se descalza.
—¿Qué es eso? —pregunta ella.
—Un regalo.
—¿Mío o tuyo?
—Mío —dice él.
—¿Hay más?
—Me lo ha dado George. Le sobraba de su desviación de tabique.
Paul extiende la mano hacia el vaso de agua.
—El agua es mía —dice Elaine, poniéndola fuera de su alcance.
—¿Qué mosca te ha picado?
No hay respuesta.
Paul se desviste. Se retira el vendaje y se examina la herida largo tiempo a la luz de la linterna. A media luz, tiene un aspecto a la vez mejor y peor. Hay algo del tatuaje que le gusta: es la marca de una suerte de valor enfermizo.
—Hazme un favor —dice Elaine mirando cómo él se examina—. Tenlo siempre tapado. No todo el mundo tiene que ver lo que has hecho, y no quiero que los chicos lo vean. Asustará a Sammy, y Dios sabe lo que pensará Daniel.
—¿Por qué me tratas así? —pregunta Paul, volviendo a poner la venda en su sitio, y preparándose para pasar la noche.
—¿Por qué? —Elaine retira de golpe las mantas y balancea los pies por encima del borde de la cama. Puesta de pie, le enfoca la cara con la linterna—. ¿Por qué? —dice, acercándose a él, apuntándole.
Él está desnudo frente a ella.
—Esta tarde has estado maravillosa —dice él—. Me has cuidado, no me has preguntado nada. Has estado increíble. Me he sentido a salvo. Lleno de esperanza y de amor.
Ella le mira atónita, estupefacta.
—¿Qué clase de imbécil crees que soy?
—Chsss, que pueden oírte —dice Paul.
—¿Supones que voy a tragarme que estabas trabajando en la oficina y que de repente, como por ensalmo, has pensado «Voy a hacerme un tatuaje en la ingle», como quien piensa que le apetecería una taza de café? —cuchichea Elaine, malévolamente—. ¿O sería mejor que me creyera que te habían raptado unos alienígenas en la calle Cincuenta y siete y que la hiedra envenenada que llevas debajo del cinturón es su insignia, el logotipo de su nave espacial?
—No estoy diciendo... —dice Paul.
—No estás diciendo, eso es —dice ella, haciendo ondear la luz delante de él—. Tú crees que puedes ir por ahí, hacer lo que sea con quien sea y volver a casa a gatas para que yo te cuide. Te crees que soy maravillosa, fantástica, que lo perdono todo, que yo lo arreglaré. ¿Quién te has creído que soy? —dice en voz alta—. No soy tu madre.
—No —dice Paul—. No eres mi madre. No estás en tus cabales. De pronto te has vuelto una doña Perfecta que lo repara todo y quiere hacer algo con su vida. No es demasiado tarde para estudiar medicina —dice en un tono ruin y sarcástico.
—¿Con quién follas? —pregunta Elaine.
—¿Con quién follas tú? —replica Paul—. Debes de follar con alguien, porque de lo contrario no te comportarías así. ¿Te follas a Liz? ¿Te gusta? ¿Qué tal es?
Elaine le golpea.
No ha pegado a nadie en toda su vida. Le pega de nuevo, fuerte.
Él abre la boca.
—Puerca.
Ella vuelve a golpearle. Una y otra vez, hay algo gratificante en el picor de su mano contra la piel de Paul.
Él le agarra los brazos, las muñecas.
Ella emite un grito como de guerra.
El confía en que nadie la haya oído.
—Cállate —sisea.
—Cállate tú —dice ella.
Él la aparta de un empujón.
Ella cae contra la cama, rebota y se abalanza sobre él.
—¿Dónde te han hecho ese tatuaje, Paul?
—Estás como loca —dice él, empujándola.
—¿Como loca? —dice ella—. ¿Como loca?
El coge la pastilla y sale del cuarto; ella le sigue. Los pies de ambos recorren deprisa el pasillo. Ella le pega y le araña en la espalda. Él se vuelve y se retuerce, tratando de escabullirse. Sofá, sillas, mesitas y lámparas: es una carrera de obstáculos doméstica y pérfida. Todo se interpone. Bailan alrededor de la habitación, giran, se balancean, se agachan. El codo de Paul alcanza la mejilla de Elaine. La pierna de Paul choca contra la esquina de la mesa de café, y lanza un grito.
—Cállate —se burla ella.
Le acomete. Él tropieza con una otomana y se va al suelo. Se oye un gruñido, el sonido del aire que se le escapa. Ella cierra el puño. Le asesta un puñetazo en la barriga. Él le tira del pelo, como si pretendiera arrancárselo. Ella, a caballo sobre él, sirviéndose de los dos puños como si fueran varas, le aporrea sin tregua.
Él es un hombre desnudo y ella es su mujer, con su hermoso camisón nuevo. Le está zurrando en la oscuridad, en la sala de la casa de unos vecinos. Él está acorralado en el espacio entre el sofá y la mesa. No hablan. No hay nada que decir. Lo único que se oye es el ruido sordo y repetitivo de la mano de Elaine contra el cuerpo de su marido, y la expresión intermitente de la sorpresa de Paul: gemidos y gruñidos. Y entonces la pelea se detiene. Él está tendido, hecho un ovillo. No se mueve. No se defiende. Ella coge un almohadón del sofá y le sacude con él. Ahora Elaine está llorando. Todo es fútil; no hay nada, nada más que tristeza y frustración. Suelta el almohadón.
Él se mueve para levantarse.
—Cuidado con la cabeza —dice ella.
Él la precede en el camino de vuelta al dormitorio a través del pasillo. Parte en dos el comprimido que le ha dado George; ella le da el vaso de agua. Él traga la mitad de la pastilla y da un sorbo, y luego ella hace lo mismo.
Se duermen.