Capítulo 5

Es un hermoso día de junio, el cielo es de un azul radiante, el verdor de los árboles es reciente, el aire es fresco y acaricia la piel de Elaine, la libra de sí misma y la introduce en el día.

Es una de esas tardes que la gente nota. Miran al cielo y dicen: «Qué azul», y: «Tienes que salir a la calle; es una pena perdértelo.» «¡Disfruta!», se imploran unos a otros. Es uno de esos días que ponen de buen humor; el aire está cargado de promesas.

Ella está en un torbellino infernal de vértigo.

Es Elaine, Elaine entera. La oscuridad, la putrefacción, las lleva dentro como un veneno que la consume; muerte que devora carne.

Con un estrépito aterrador, Daniel sale de pronto del contenedor, como un muñeco de resorte.

—¿Dónde has estado? —pregunta—. Llegas tarde. Siempre estás en casa cuando nosotros llegamos.

A Elaine se le escapa un grito de sobresalto.

—¿Qué estás haciendo? ¿No puedes salir? ¿Te has caído ahí dentro? ¿Es un juego?

—Estaba buscando algo —dice Daniel, escalando el contenedor para salir.

—¿Qué iba a haber ahí dentro?

—Una cosa —dice él, saltando por el borde y aterrizando en una plancha que ha colocado transversalmente en el suelo.

—¿Dónde estabas, entonces? —repite Daniel.

Se remanga una camisa de vestir que Elaine no le ha visto nunca.

—Estaba con Liz, como debes de saber.

—Oh —dice él, abrochándose los puños—. Pensé que a lo mejor te habías ido a algún sitio.

—¿Adónde?

—No sé, a algún sitio.

—¿Por qué has pensado eso? —dice ella, intuyendo la sospecha de Daniel, el desencanto constante que ella le inspira.

Él se encoge de hombros.

—¿Dónde está Sammy?

—Dentro.

—¿Y la señora Hansen?

—Aquí mismo, no tema —dice la señora Hansen, asomando por la esquina de la casa, frotándose las manos. Son de un denso color marrón oscuro hasta las muñecas; parece como si llevase guantes de conducir de piel. Tiene el delantal manchado de barro—. No lo diga, no lo diga —dice, agitando la mano para ahuyentar la censura de Pílame—. Usa una pala, me dice todo el mundo, compra indumentaria de jardinería, pero a mí me gusta así. Me gusta escarbar en la tierra, donde están los gusanos, etcétera, etcétera —dice, con una dicción ligerísimamente trabada—. ¿No hace un día precioso? —Alza la cara hacia el sol—. Magnífico —dice.

Los niños están en casa. También la señora Hansen. El jardín se está recuperando, el suelo cicatriza. El mundo ha conservado su apariencia. Todo es como era. A Elaine eso la reconforta y a la vez la desconcierta. Se alegra de que las cosas vuelvan a ser como eran, pero eso pone de manifiesto lo rara que se siente: hay una enorme distancia, un infranqueable campo de fuerzas electromagnético entre ella y cualquier otra persona.

—Ha llamado Pat. Y Paul. Y el padre de usted preguntando por su madre. Dice que ella se ha escapado, teme que se haya fugado. La última vez que la ha visto estaba doblando la ropa de la colada y luego ha desaparecido. Dice que no es broma.

Suena el teléfono. Un sonido trastocado; un trino suave que procede del jardín. La señora Hansen rodea la casa corriendo. Elaine y Daniel la siguen.

—Hola —dice, descolgando el teléfono azul que antes estaba en el pasillo y ahora descansa en la tierra, cerca de los arriates de flores. Un largo cordón se pierde dentro de la ventana de la cocina—. Diga —dice la señora Hansen—. Diga, diga. Es su padre —le cuchichea a Elaine.

Ésta mueve la cabeza.

—Lo siento. No ha vuelto todavía. ¿Quiere dejar un mensaje? Ah, estupendo. Qué bien. Se lo diré. —Cuelga—. Ha encontrado a su mujer. No se ha movido de casa, pero se había escondido. O sea que no ha pasado nada, nada malo. Qué bien, ¿no?

Sonríe.

Elaine presume que sus padres llevan cuarenta y siete años jugando a un continuo y singular juego del escondite.

—Se había escondido —dice la señora Hansen.

—¿Dónde está Sammy?

—Dentro —dice la vecina—. Y el de la compañía de seguros anda por ahí, ése es su coche, al lado del bordillo. Lleva una hora merodeando, haciendo preguntas por el vecindario. Me ha pillado cuando yo cruzaba la calle. Iba a buscar el cable largo de teléfono, estaba segura de que teníamos uno, y el hombre me para. Me pregunta: «¿Desde cuándo son amigos?» Y yo le he dicho: «En realidad no éramos amigos hasta el día del incendio.» —Se pone a cuatro patas en el suelo—. Tengo cosas que plantar —dice, excavando en la tierra—. Ha dicho que volverá.

La señora Hansen es la niñera que nunca han tenido. ¿Qué más se puede pedir? Una mujer de edad, con experiencia, madura y un poco achispada. Imposible encontrar una mejor en una agencia.

Elaine entra en la casa.

Sammy está sentado en el suelo delante de la tele, rodeado de hollín y ceniza. Juega a un juego de vídeo, ajeno al hecho de que el fuego haya emborronado la pantalla.

—¿Cómo estás aquí solo? —pregunta Elaine.

—Lo tengo difícil en casa de Nate —dice él, pulsando como un loco los botones de los mandos.

Elaine mira, más allá de Sammy, el agujero en la pared del comedor: incluso tapado sigue pareciendo la entrada de una cueva.

Estallan los zim-zam estridentes del juego de vídeo. Elaine se acerca a la tele.

—No me dejas ver —dice Sammy.

—¿Qué cal si hago esto? —dice ella, apretando la palma contra el televisor y haciendo con la mano un movimiento en arco, como un limpiaparabrisas. La imagen cobra brillo; su mano está manchada de hollín negro.

—No te quedes aquí —le dice a Sammy—. Está demasiado oscuro, y fuera hace un día precioso.

Sammy manipula los mandos y dos edificios vuelan por los aires, formando al caer un animado montón de escombros.

—¡Sí! —le grita al televisor. Y entonces los cascotes adquieren milagrosamente piernas y huyen en desbandada—. Adelante —grita—. Adelante.

Elaine sube al piso de arriba. Se mira en el espejo del cuarto de baño. La cara le resulta familiar, no está contorsionada, crispada por la ansiedad. Le tiembla un párpado, pero eso es todo. La densa niebla de la inquietud, la nube de la culpa es invisible.

Daniel está plantado en la puerta del baño.

—¿Qué estás haciendo? —pregunta.

—Nada —dice ella.

—¿Tenemos un rotulador a prueba de agua? —pregunta él.

—En el cajón de la cocina —dice ella.

El no se mueve de su sitio.

Ella se vuelve hacia él y hace ademán de tocarle, de establecer contacto. Daniel lleva un traje. Ella nunca le ha visto vestido con un traje. Ni siquiera tiene ninguno. Su confusión es evidente.

—Me lo ha dado la señora Meaders —dice—. Estaba en el sótano, entre los trastos. Me gusta.

Se agarra de las solapas y se da la vuelta, como exhibiendo el atuendo.

Hay una mancha enorme en la parte de atrás de la chaqueta; Elaine duda si decírselo o no.

—Quítate la chaqueta —le dice.

—¿Por qué?

—Tiene una mancha.

—No, no tiene.

—Sí tiene.

—Lo dices en broma —dice Daniel—. Te burlas de mí porque llevo traje y te parece gracioso.

—Daniel —dice Elaine—, las madres no se burlan de sus hijos; o por lo menos no delante de ellos. Por eso las madres y los padres duermen en una cama doble, para poder reírse toda la noche de sus hijos.

—No es cierto —dice Daniel, quitándose la chaqueta y buscando la mancha—. Duermen en la misma cama para follar.

—Cuida ese lenguaje, amigo —dice Elaine.

—Como si te dijera algo que no sepas.

¿Qué sabe él? Elaine se siente incómoda, como amenazada.

Daniel saca una libreta del bolsillo, una libreta larga y estrecha como el bloc de notas de un reportero, pero es una lista de tienda de comestibles. En lugar de rayas, tiene categorías; fruta, verduras, carne, pescado, aves.

—¿Cuántos años tenías cuando te casaste con papá? —pregunta.

—Veintiséis.

—¿Cuántos tenías cuando te quedaste embarazada de mí?

—Treinta y uno.

—¿Y qué edad tienes ahora? —pregunta, calculando.

Ella tiene la impresión de que quiere despistarla.

—¿Es un test esto?

—Contesta a las preguntas.

—Cuarenta y tres —dice ella.

Se oye un ruido abajo: Sammy riendo. Sammy divirtiéndose. Elaine recobra el ánimo. Sonríe. Mira a Daniel, que sigue clavando en ella una mirada impasible. El ruido continúa: lo que ella ha tomado por una risa se vuelve más frenético, más parecido a un ladrido, y Elaine se percata de que Sammy está resoplando. Baja corriendo la escalera, agarra por el brazo al niño y le aleja del televisor. Recorre la casa como en volandas, coge del cajón de la cocina el inhalador de repuesto, junto con las píldoras para los episodios agudos, y arrastra a Sammy fuera de la casa. El niño respira como si se asfixiara, como si le faltara el aire. Ella coge el inhalador y se lo aplica a la boca.

—Respira —grita, inyectándole un chorro en la boca. Retenlo —dice ella—. Exhala. —Agita el inhalador de nuevo—. Y respira —dice, inyectándole otro chorro en los pulmones. Le da una píldora y entra en busca de agua.

Sentados en los escalones de la cocina, aguardan a que la pastilla haga efecto. Ella le frota la espalda y le exhorta a respirar lenta y profundamente. El resuello remite.

—¿Estás bien?

Sammy asiente.

—En cuanto notes que viene, tienes que usar el inhalador. No esperes. Pide a alguien que te ayude. ¿Sabes cómo usarlo?

Él asiente.

Ella tiene el corazón palpitante.

—Es culpa mía. No debería haberte dejado estar ahí dentro. Tienes que estar fuera hasta que lo limpiemos todo. ¿De acuerdo?

El asiente de nuevo.

La casa está en ruinas; no es habitable. El ataque de Sammy le demuestra a Elaine que la casa no es fiable, que ella tampoco lo es. Debería haberlo previsto, debería haberle sacado del cuarto nada más verle tumbado en el suelo. Siente por sus hijos el amor más impotente, más dolorosamente inadecuado. ¿Y si ella no hubiese estado en casa? ¿Qué habría pasado si sólo hubiesen estado Daniel y la señora Hansen?

Daniel deambula por el jardín delantero, garabateando notas.

—Ha llegado papá —anuncia, antes de que Paul llegue al camino de entrada.

Elaine está nerviosa. Ni siquiera sabe con certeza de qué sentirse culpable: ¿del engaño (¿acaso importa que haya sido con otra mujer?) o de haber gozado?

Paul aparece.

—Qué día tan increíble —dice, subiendo el camino.

Vuelve a empezar el estertor de Sammy. Elaine le frota la espalda lentamente.

—Respira —le apremia.

—Ya estoy aquí —dice Paul, sonriendo radiante a su familia.

Elaine le mira como si fuese un extraño. Su recuerdo de él es lejano, divorciado, como un déjà vu: ¿qué Paul?

—¿Qué te ha puesto de tan buen humor?

—El paseo desde la estación ha sido una delicia. Hace un día espléndido. Vamos a arreglar la casa. Vamos a tener una terraza y puertaventanas.

—La casa le ha provocado a Sammy un ataque de asma —dice Elaine.

—Oh.

—Y el tipo del seguro anda merodeando por ahí. Está interrogando a los vecinos. Puede que nos diga que no estamos cubiertos. Puede que nos diga: «Lo siento, amigos, todo queda a su cargo.»

—¿Por qué eres tan pesimista?

—Alguien tiene que serlo —dice Elaine.

—Lo estás estropeando —dice Paul—. A todos nosotros. Lo estamos pasando en grande, —Le hace un gesto a Sammy—. ¿Verdad, Sammo?

Sammy cierra los ojos y respira.

—Quizá tú sí lo estás pasando bomba —dice Elaine—. ¿Qué has hecho hoy?

—¿A qué te refieres? —pregunta él a la defensiva.

—Da igual —dice ella. Se acometen mutuamente, se arañan, se dan zarpazos, quieren herir un nervio, provocar una reacción. Elaine da palmadas en la espalda a Sammy—. Mucho mejor ya, ¿no? —Frota una mancha en la pierna del niño—. ¿Qué es esto?

—Nate me ha meado encima —dice él—. Me he echado tierra para limpiarme.

—¿Nate te ha meado encima? —pregunta Elaine—. Qué asqueroso.

—Debe de haber apuntado mal —dice Paul.

—Uh, uhh —dice Sammy. Se levanta y baja los peldaños al jardín.

—Con calma —le llama Elaine—. No te pongas nervioso.

—He intentado hablar contigo todo el día —dice Paul—. No estabas en casa. ¿Has recibido mis mensajes? ¿Has visto mis notas de esta mañana?

—Todas —dice—. Las he visto y he comprado las muestras de pintura y he apuntado nombres y números, formas y tamaños. He hecho todos los recados como una buena mujercita de su casa.

—¿Una mujercita de su casa?

El tipo de la compañía irrumpe a través de los arbustos, un atajo desde el jardín de los vecinos.

—Soy Randy, su agente de seguros —dice, estrechando la mano de Paul. Es más joven que ellos dos, tiene unos treinta o treinta y cinco años, una cara de bebé mofletudo y una capa extrañamente rala de fino pelo castaño, como plumoso. La barriga le tensa los botones de su camisa de manga corta, azul claro. Elaine imagina que cuando alguien le describe como un «tiarrón», él lo toma como un cumplido.

—Traigo su expediente —dice—. Espero que completen la información que necesito, los eslabones perdidos para dejarlo todo resuelto. Espero que podamos despachar el asunto ahora mismo.

Elaine y Paul asienten.

—He echado una ojeada alrededor y hablado con los vecinos —dice el inspector—. No me han servido de mucho. Y también he repasado su historial. No hay gran cosa.

—Una vez tuvimos una inundación —dice Elaine—. Reventó una tubería.

—Sí, lo sé —dice el inspector, examinando el expediente.

—Dígame más o menos cuáles son los trámites —dice Paul al agente, nervioso—. Necesito que me expliquen el procedimiento.

El inspector levanta un dedo para mantenerlo a raya. Saca una estilográfica del bolsillo de la camisa.

—¿Van las cosas bien en la oficina? —le pregunta a Paul.

—Sí —dice Paul—. Todo va bien.

—¿Alguna deuda? —pregunta el agente.

—No muchas —dice Paul—. La casa, el coche y un pequeño crédito personal que pedimos hace un par de años para arreglar el cuarto de baño.

—Rehicimos el baño principal —dice Elaine.

Daniel aparece desde el otro lado de la casa y ve la mirada de Paul. Éste sonríe.

Daniel pasa páginas hasta encontrar una limpia y anota algo.

Elaine lo ve venir. Clava los ojos en Paul y mueve la cabeza, no, no, no. Se ve impotente para detenerlo.

—¿Por qué estás tan elegante? —le pregunta Paul a Daniel—. ¿Vas a un entierro?

Daniel mira a Elaine como diciendo: ¿Ves? Os estáis burlando de mí. Apunta algo presurosamente y se aleja.

—Eh —le llama Paul—. Tienes la chaqueta sucia, una mancha en la espalda.

—Te odio, te odio —grita Daniel, echando a correr.

—¿Qué he hecho? —le pregunta Paul a Elaine.

—Vamos a echar un vistazo a la parte de atrás —dice el agente.

—¿Has llamado a Pat para decirle que llegaremos tarde? —pregunta Paul.

—No.

—¿Por qué no?

Elaine no responde.

—Podrías llamarla ahora y disculparte por no haber llamado antes, decirle que te olvidaste y que cenaremos por nuestra cuenta.

—¿No podrías llamar tú?

—¿Qué mosca te ha picado? —dice Paul.

—No me investigues —dice ella.

—Llama. Ni siquiera tienes que entrar en casa.

Paul señala el teléfono azul sobre la tierra del jardín.

Elaine marca el número.

La Pat perfecta, la Pat de la noche anterior, la Pat del suelo de la cocina.

—¿Os espero a cenar? —pregunta.

—No. Nos arreglaremos —dice Elaine, pronunciando cada palabra como si la leyera en un guión, procurando decir lo menos posible.

—¿Estás bien? —pregunta Pat.

Bien mientras... Bien si únicamente...

—Sí —dice. ¿Qué otra cosa va a decir?

—¿Te he asustado? —pregunta Pat—. ¿Me rehúyes?

—Oh, no —dice Elaine, mintiendo—. Sólo que he estado ocupada con la casa y ha venido Liz y luego los chicos y ahora el inspector de seguros. —Elaine se aparta de todos los presentes—. No puedo hablar ahora. —Mira al suelo de tierra—. Estoy en el jardín.

—Te veo luego —dice Pat.

Elaine cuelga.

—Bueno —dice el inspector, metiendo papeles en el fondo de la carpeta—. Me ha preguntado cuáles son los trámites. Básicamente, podría investigar a conciencia sobre ustedes. Podría estudiar su situación económica y tomarles las huellas digitales. Podría enviar un cuestionario a todas las personas de esta manzana. Podría entrevistar a sus padres, a su jefe, a su maestro de primaria. Pero ¿por qué hacerlo?

Una tenue línea de sudor brota en el labio superior de Elaine. El aire vespertino, quieto, es ligeramente caluroso. Comienza a sudar, a respirar muy deprisa, presa del pánico. Es como si la temperatura estuviese subiendo y el sol se estuviera poniendo y la humedad aumentase. El aire carece de aire, no hay nada que respirar.

—Usted me dice que no tiene deudas, y yo le creo —dice el agente—. ¿Pero tiene un extracto bancario al que yo pueda echar una ojeada? ¿Tiene a un fondo de pensiones? ¿Cuánto deposita al mes? ¿Lo está capitalizando? —Hace una pausa y mira entre sus papeles—. ¿Algún problema de salud? ¿Cáncer en la familia? ¿A alguno de ustedes le han diagnosticado recientemente una enfermedad horrible y cara? —El agente les mira atentamente—. ¿Hay algo que no quieren que sepa?

Se rie para si, je, je, je.

Paul se da un golpe en el pecho.

—Tengo una salud de hierro —dice.

—Toco madera —dice Elaine—. No tenemos nada que decir.

—Somos de lo más aburrido —dice Paul—. Ésa es la verdad. Nos aburrimos a nosotros mismos.

—Eso espero —dice el agente—. Espero que no haya ninguna otra historia.

Los chicos siguen corriendo por el jardín, graznando por los walkie-talkies. El inspector se agacha hasta el nivel de Sammy.

—¿Te gusta el pastel de carne que hace tu mamá? —pregunta. Sammy hace una mueca fingiendo que vomita y después eructa en la cara del inspector.

—Odia el pastel de carne —dice Paul.

—¿Hablamos un poco de la parrilla? —dice el hombre, irguiéndose—. ¿Cocinan mucho al aire libre?

—Más en julio y agosto, pero ha hecho tanto calor —dice Paul—. Ya hemos estado en tres o cuatro barbacoas este año.

—No podía cocinar —dice Elaine—. Literalmente, no podía.

Los hombres intercambian un guiño, como diciendo: La mía también tiene estas manías. Elaine lo ve y les odia.

—Entonces ésta es la parrilla que les falló —dice el inspector, acurrucándose junto a los restos. Se mete el expediente debajo del sobaco y se esfuerza en ensamblar las piezas. Trata de juntarlas, pero no se sostienen—. ¿Cómo va esto? ¿Cómo lo hacen? ¿Ella prepara la carne y usted...?

¿Quién vertió el combustible que empapó los carbones, quién encendió la cerilla, quién derribó de un puntapié la parrilla? ¿Quién se atrevió a hacerle esto a la casa que construyó la cooperativa?

—Lo que ocurre normalmente es que llego a casa y todo el mundo está muerto de hambre. Me quito la chaqueta, pongo los carbones, los enciendo y entro a cambiarme mientras prenden fuego. —Paul se encoge de hombros—. Tengo la impresión de que todo es culpa mía.

El hombre levanta la mano.

—¿Deja la parrilla sola?

—¿Qué puedo decir?

—No había suficientes salchichas —dice Elaine—. Sólo había tres, y somos cuatro. Y Paul y Daniel se comen dos o tres cada uno.

Elaine piensa todo el rato: Es una trampa. Paul se está relajando cada vez más con el tipo, como si pudiese decir cualquier cosa, como si fueran amiguetes que han establecido una complicidad porque sus mujeres se niegan a cocinar. Y el inspector adopta una actitud amistosa, imparte consejos, aguarda a que Paul confiese. Aguarda a que Paul se incline hacia él y diga, sugiera en tono confidencial: Pongamos que alguien, accidentalmente, incendió la casa.

¿Qué quiere decir con lo de accidentalmente?, dirá el inspector.

Bueno, ya sabe, si alguien tuvo un arrebato de locura y provocó el fuego..., ¿qué pasaría entonces?

Supongamos que un tío trabaja para una compañía de seguros, dirá el agente, y que el individuo que ha quemado su casa le hace esa pregunta. ¿Qué cree que pensaría el tío del seguro?

Elaine oye todo esto en su cabeza. Ve que pierden la terraza, las puertaventanas, la casa, los niños, que pierden el premio que hay detrás de la puerta número tres y que van a parar derechos a la cárcel.

—Háblenos de usted —dice ella, cambiando de tema—. ¿Dónde vive?

—Vivimos en un apartamento en Fordham; garaje particular, terraza techada, club deportivo, un local para fiestas a nuestra disposición. Una casa es demasiada responsabilidad. Todos los días veo las desventajas. Sé lo que pasa. Es mejor no tener nada; así no tienes nada que perder.

Mientras habla, traza diagramas de la vivienda.

Elaine mira los bocetos; dibuja como un niño: una caja cuadrada, un triángulo que simboliza el techo. Unas figuras con forma de palo representan a la familia; la parrilla parece un hombre sin brazos y con tres piernas. Elaine piensa en los anuncios de «¿Sabe dibujar Pepito?» que aparecen en la contraportada de los tebeos. Todo es plano; el inspector no sabe perspectiva. Carece de visión.

—También hay un agujero en el tejado —dice Elaine—. Se ve desde el dormitorio—. Hemos sacado Polaroids.

El agente traza un círculo en el tejado; dibuja una flecha para señalarlo y escribe: «agujero/tejado».

—Supongo que fue más o menos a esta hora —dice, alzando los ojos—. La hora de cenar.

—Hacia esta misma hora —dice Paul, secundándole.

Suena un claxon.

Llaman por teléfono. Contesta la señora Hansen.

—Hola —la oye decir Elaine—. Lo siento, ahora están ocupados. ¿Quiere dejar un mensaje?

Sammy da patadas. Empuja a patadas por todo el jardín la lata de combustible para carbones; suena un retumbo de metal hueco. ¿De dónde la ha sacado? Elaine recuerda haber visto a Paul y a Henry en el jardín el día anterior, a Henry recogiendo la lata, sacudiéndola y tirándola al cubo de la basura. Recuerda que Paul vació el cubo en el contenedor. ¿Cómo ha salido de allí? ¿Es la «cosa» que Daniel buscaba? ¿Se la ha dado a Sammy adrede? ¿Qué está haciendo? ¿A qué juega?

—Wallace, Wallace —grita un chico. El perro de los vecinos cruza el jardín de estampida, con algo en la boca que parece una prenda de ropa interior. En su loca carrera pasa rozando la parrilla, que el inspector ha conseguido por fin mantener en pie; se derrumba—. Wallace, Wallace. —Un chico persigue al perro—. Wallace, vuelve aquí. Me estás volviendo loco, Wallace. ¿Quieres una galleta, una chocolatina? Wallace, vuelve a casa, por favor.

Suena otra vez un claxon.

Daniel se presenta en el jardín.

—Ha venido el señor Meaders.

—Iba para casa y se me ha ocurrido recoger a Daniel, si ya está listo —dice Meaders, apareciendo—. He pensado que así les ahorraba la molestia de llevarlo. He oído que están pasando apuros.

—Tuvimos un incendio —dice Paul.

—¿La instalación eléctrica?

—Un accidente —dice Elaine—. Se volcó la parrilla.

—Esas cosas ocurren —dice Paul.

—No sabría decirle —dice el hombre—. Yo nunca la uso. No me gustan las sorpresas.

—No se diría —dice Paul—. ¿Todo listo? —le pregunta a Daniel—. ¿Tienes tus libros, tus deberes?

Daniel asiente.

—Di buenas noches a todos.

—Buenas noches —dice Daniel.

—Que duermas bien —dice Elaine—. Hasta mañana.

—Detesto a ese tío —dice Paul, cuando se han ido. Ver a su hijo mayor seguir a Meaders tan dócilmente, como si fuera su entrenador, su guía, enfurece a Paul y le resulta descorazonador—. Me revuelve el estómago. Tiene algo que me inspira desconfianza. ¿Cómo se gana la vida?

—Es una especie de inspector de impuestos.

—Oh —dice Paul—. Ya sabía yo que había algo.

Hay un momento de silencio.

—No ha sido para tanto —dice el agente de seguros, firmando sus impresos—. He visto cosas peores. No creerían las idioteces que hace la gente sin pararse a pensarlo. —Hace una pausa—. El otro día pillé a mi mujer lavándose los dientes y secándose el pelo al mismo tiempo. Con una mano mojada y la otra manejando el secador. Tuve miedo de tocarla. «Eh, eh», le digo, «que tienes la mano mojada.» Y ella me mira como si fuera un idiota.

—¿Y ahora qué hay que hacer? —pregunta Paul—. ¿Cuál es el paso siguiente?

—No creo que haya problema —dice el inspector—. Tengo el informe, he hablado con los vecinos. Podría haber ocurrido cualquier cosa. Quién sabe, podría haber sido culpa de ese maldito perro. ¿Lo saben ustedes? Yo no. Por lo tanto, creo que todo saldrá bien.

—¿Eso significa que van a pagarnos?

—Sí, en resumen —dice el agente—. Están cubiertos por la cláusula de estupidez.

—¿De verdad existe una cláusula así? —pregunta Elaine.

—No —dice el hombre, cerrando su carpeta—. Pero le daré un ejemplo: una vez tuve a un tipo al que se le habían congelado las tuberías y va y se pone a descongelarlas con un soplete, y quema la casa entera. Fue un accidente estúpido. No lo hizo a propósito, así pasan esas cosas. Encantado —dice, estrechándoles la mano.

—Ha sido un placer —dice Paul, ufano.

Elaine sonríe.

Paul se vuelve hacia ella, radiante.

—Estamos cubiertos por la cláusula de estupidez. Qué alivio.

Sammy juega con los dos walkie-talkies.

—¿Qué llevas puesto? —pregunta uno.

—¿Quién habla? —pregunta el otro.

—Soy yo —dice él—. ¿Tienes puestos los zapatos y los calcetines? ¿Estás preparado para salir?

—¿Quién es «yo»? ¿Te conozco? —pregunta.

Qué alivio.

En el jardín delantero, Paul y Elaine libran una pelea feroz, en susurros.

—Estoy de buen humor —sisea Paul—. Quiero invitarte a cenar. Quiero estar contigo una hora a solas. ¿Por qué lo estropeas? ¿Por qué lo echas a perder todo?

—Ha tenido un ataque, Paul —cuchichea Elaine—. Estaba en casa jugando con un vídeo. Yo estaba arriba y me ha parecido que se reía, pero no se estaba riendo, estaba resoplando, resollaba horriblemente.

—Pero ahora está bien —dice Paul.

Elaine lo niega con la cabeza. Odia a Paul por ponerla en esta situación, por obligarla a elegir, por ser un puto egoísta.

—Roger —dice Sammy por el walkie-talkie número uno.

—Oye, no soy Roger —dice, por el número dos.

—Si no eres Roger, ¿quién soy yo?

—Me muero de hambre —dice Paul—. Vamos a llevarle y comemos algo.

—Vale —dice ella—. Si le ocurre algo malo, es culpa tuya.

—No va a ocurrirle nada.

—Corto y fuera —dice Sammy—. Corto. Exterior.

Llevan a Sammy en coche a casa de Nate. Paul se apea y acompaña al niño hasta la puerta. Pulsan el timbre. Abre la puerta Nate.

—Oh, eres tú —dice, y se marcha dejando la puerta abierta.

Paul y Sammy entran en la casa.

—Hola —llama Paul—. Hola, somos Paul y Sam. —Esperan incómodos en el recibidor. Hay ruidos en la cocina. Paul le frota la espalda a Sammy—. ¿Te encuentras bien? ¿Tienes tu medicina por si la necesitas?

Sammy asiente.

—Mamá y yo estamos sólo a una llamada de distancia.

Paul duda si entrar más adentro o buscar a Susan. Se pregunta si Gerald estará en casa.

—Ooooh, baboso —grita Nate, al pasar corriendo por delante de ellos; atraviesa la casa y sube la escalera.

Sammy suspira profundamente.

—No te pasará nada —dice Paul—. ¿Hola? ¿Hay alguien en casa? —Recorre el pasillo—. ¿Susan?

Ella sale de la cocina.

—No he oído la puerta. Estaba moliendo nueces.

Paul sonríe: han mantenido una conversación deliciosa a primera hora de esta tarde, todo va sobre ruedas. Se han citado para el viernes; ella se las ha arreglado para que otra madre recoja a los críos después del fútbol. Será su doña Manzana desde las cuatro y media hasta las seis y media.

—Vengo a dejar a Sammy —dice.

—Hola, Sam —dice ella, dedicándole una sonrisa especial—. ¿Cómo estás hoy? Ha hecho un día precioso, ¿verdad?

Sammy no responde.

Paul se da unos golpecitos en el pecho, imitando ahogos.

—¿Ya estás mejor? —pregunta Susan—. ¿Tienes hambre? He hecho escalopes para cenar. Te gustan, ¿verdad?

—Trae su inhalador, por si acaso.

Ella aprieta el hombro de Paul, se lo acaricia.

—¿Cuántas inhalaciones?

—Dos.

—Te veo mañana —dice Paul, poniéndose de rodillas para dar un fuerte abrazo a Sammy—. Pórtate bien.

—¿Le has dado el inhalador a ella? —pregunta Elaine, en cuanto él sube al coche.

—Lo tiene Sammy.

—Bueno, deberías habérselo dado a ella. ¿Sabe cómo usarlo?

—Lo sabe todo al respecto —dice Paul, arrancando.

En el restaurante chino, Paul se comporta de un modo dulce, cariñoso y atento. Cede el paso a Elaine en la puerta, le ofrece la silla, se la empuja cuando ella toma asiento. Se conduce como un caballero, como si quisiera complacerla, como si le complaciera complacerla. Pero ella está de mal humor. Elaine es el ancla con la realidad, el incesante recordatorio de que no todo va bien. Cuanto más feliz parece Paul, cuanto más contento está, más se enfurruña ella. «¿Por qué tienes que estropearlo todo?», Elaine vuelve a oír en sus oídos la queja de Paul.

Le mira; está radiante. ¿Por qué?

¿Está contento porque tiene que darle una noticia espantosa? Tal vez vaya a decirle que tiene una aventura; está convencida de que él tiene un lío. Tal vez vaya a dejarla. Tal vez está tan condenadamente feliz porque por fin ha encontrado una salida.

—¿Tengo que fingir que todo va de perlas? —pregunta Elaine—. ¿Tengo que hacer como si no viera las cosas?

—No como si no las vieras —dice Paul—. Pero si las vieras menos, si no hicieses una montaña de un grano de arena, las verías mejores.

—¿Tan fácil como eso?

—Por ahí se empieza.

Llega la camarera.

—¿Qué desean esta noche?

—Oh —Elaine dice—, no hemos decidido todavía, no hemos mirado la carta.

Las abren. Elaine piensa en Pat. ¿Se enfadará porque no han cenado en su casa, porque ella no la ha llamado hasta el último minuto?

—Elige tú —dice Paul—. Lo que te apetezca. Sin niños. Sin normas. Sin límites.

Está pensando en doña Manzana, en su otro ligue, en Elaine. Con doña Manzana tiene la fantasía de que es su marido afectuoso, el padre ejemplar: ella no le incordia con nimiedades de dinero, con las cosas que hay que reparar, con el lugar donde pasarán las vacaciones de verano. Con su ligue colma el afán de aventura: ella le ha prometido para mañana algo que «le cambiará para siempre». Y con Elaine tiene rodo lo demás. En su mente no hay tres mujeres distintas, sino continuaciones de una misma mujer. Un pecho gigantesco. En el fondo de él, no piensa que eso puede constituir un problema un problema, que alguna puede sufrir. Es consciente sin embargo de que hay un fallo en su razonamiento, una inmadurez que le permite justificar ante sí mismo lo que hace. Su conducta —su necesidad constante de consuelo— es para él coherente, y por ende debería serlo también para los demás; incluso para Elaine. Para Paul, ella es como una madre que debe aceptarle incondicionalmente, haga lo que haga; no puede estar demasiado harta, no puede abandonarle. Y piensa que Elaine está siempre enfadada con él porque no hace lo que debería. Y Paul está siempre furioso con ella y la odia porque le hace sentir que ha fracasado.

—¿Ya han decidido? —pregunta la camarera.

Paul mira a Elaine, desvalido.

—Cangrejos en sopa de ajo —dice Elaine—. Pollo con jengibre. Arroz moreno.

—Suena muy apetitoso —dice Paul, cerrando eufórico el menú.

—Tu sonrisa me está poniendo nerviosa —dice Elaine.

—No sabes qué peso se me ha quitado de encima —dice Paul—. No me daba cuenta de lo preocupado que estaba. Estoy contentísimo por lo del seguro. Es como recibir un premio aunque no lo merezcamos. Quizá Dios nos lo está dando para que aprendamos la lección: no todas las experiencias tienen que ser negativas. Quizá el quid está en que pierdes la cabeza pero no te arruinas totalmente la vida.

—No creo que debamos decir a todo el mundo que fue una estupidez.

—¿Quién es todo el mundo?

—Los amigos —dice ella—. Es una estupidez, no un premio por civismo, no es como para presumir.

—Estamos cubiertos —dice Paul—. Eso es lo que importa. Además, es divertido. La estupidez es divertida. Oye, si no eres capaz de reírte de ti mismo, desde luego no puedes reírte de los demás.

—La casa no fue estúpida; lo fuimos nosotros —dice Elaine.

—¿Quieres un poco de té? —pregunta él, todavía alegre.

—Por favor.

Él le sirve té.

Paul mira a Elaine como a una extraña, como si no se conocieran. La mira con la expresión absolutamente franca, idiotizada —carente de historia— con que mira una coneja. La mira como si estuviese enamorado de ella.

Elaine está tentada de preguntarle: ¿Sabes quién soy yo? Para recordarle que es su mujer, la persona con quien se pelea continuamente. Pero desiste, fiel a su decisión de no insistir en las cosas que no funcionan.

—La primera vez que salí con una chica la llevé a un restaurante chino que estaba en Palmer Avenue, en Bronxville —dice él—. Había un neón rojo en la ventana y unas diez mesas. Sally Potter. Pedí chow mein. Ella no comió nada. Ni un bocado. Gusanos, me dijo después. Su madre le había dicho que la cocina china se hacía a base de gusanos.

Elaine trata de calmarse, de animarse, de sincerarse con Paul. Está disgustada consigo misma por enfadarse, por hacer las cosas más difíciles.

—Suponte que acabamos de conocernos —dice ella—. Que es la primera vez que salimos.

El parece sorprendido.

—¿No quieres hablar de la casa? ¿De lo que vamos a hacer? Creí que podríamos hablar de la terraza, de las puertaventanas.

—Quieres que finjamos que somos novios, ¿no es eso?

—Sería bonito —dice él—. Y finjamos que nos llevamos bien.

—Vale —dice Elaine—. Vale.

La camarera les sirve la comida y cenan opíparamente, hablando de la casa, de ventanas y puertas.

Él lo intenta y ella también, y es la primera vez que lo están intentando juntos al mismo tiempo.

Él suele intentarlo hasta que se cansa y desiste, y luego ella lo intenta un ratito y se exaspera con Paul porque él no advierte su esfuerzo y se empujan y se pinchan hasta que los dos dejan de intentarlo. Pero ahora mismo, en este momento, sus esfuerzos están sincronizados, y parece que funciona.

Cerca del fin de la cena, Paul se inclina encima de la mesa y comienza a comer del plato de Elaine. Le coge un pedazo de cangrejo, se lo mete en la boca y dice:

—Te quiero. Te quiero con toda mi puta alma.

Y en ese instante lo siente, lo siente de veras.

—Eso es agradable —dice ella—. Yo también te quiero —añade, contagiada de talante generoso.

Durante ese momento son las fantasías que tienen de sí mismos, su ego mejor, las personas que les gustaría ser, pero un minuto más tarde vuelven a ser lo que son habitualmente: mezquinos, aburridos, limitados.

—¿Qué has hecho con Liz todo el día? —pregunta Paul.

—Poca cosa, algunas compras, las cosas que escribiste en las notas —dice Elaine—. ¿Qué problemas tienes con Liz, a todo esto? ¿Por qué la odias?

—Es amiga tuya. Te tiene de un modo que yo nunca te tendré —dice Paul—. Le dices cosas de mí, que soy horrible, lo mucho que me odias. La odio porque ella me odia, así de simple.

—No te odia —dice Elaine—. ¿Quieres saber la verdad? Apenas hablo con ella de mis intimidades. No sé qué decir. Tengo miedo de decirle nada a nadie. Pensarán que estoy loca. —Hace una pausa—. Tú eres el que cuenta cosas de nosotros; tú llamaste a ese..., ¿cómo se llama?, ese chupapollas, Tom, desde el motel. ¿Por qué a Tom? ¿Por qué pensaste de repente en Tom?

Paul se encoge de hombros.

—Es listo y tranquilo, y sabía que nos ayudaría.

—¿Y yo? ¿Qué pasa conmigo? Te escondes en una ducha, confesándote con alguien que te la mamó en la universidad, mientras yo espero sentada en la taza del retrete...

—Lo siento.

—¿Por qué lo sientes? —quiere saber Elaine—. Dejémoslo. Dejémoslo por ahora. No riñamos, al menos por una noche. ¿O es que somos tan adictos?

Dejan de pelearse.

—¿Llamo para ver qué tal va Sammy? —pregunta Paul.

—Estoy segura de que está bien —dice Elaine—. Simplemente me ha dado un buen susto. Sus ataques siempre me asustan.

Paul le aprieta el brazo comprensivamente y le arrebata del plato el último pedazo de pollo.

Ella no le dice a Paul que se alegra secretamente cada vez que está ausente cuando Sammy tiene un acceso, siempre que se entera después, cuando ya ha pasado; como cuando lo sabe por una llamada de teléfono desde la escuela, o por una nota enviada por el entrenador de fútbol. La aterroriza pensar que un día el inhalador no funcione, que un día será peor y ella no podrá hacer nada.

—Voy a llamar —dice él.

—Déjale en paz —dice Elaine.

Llegan sus galletas de la suerte, las abren al mismo tiempo: dos vaticinios caen de la galleta de Elaine. «Conocerás sitios», dice el primero. «Has recorrido un largo camino», dice el segundo.

—¿Qué dice el tuyo? —pregunta.

—Serás afortunado en el amor y el trabajo —dice él.

Cuando salen del restaurante, Paul agarra a Elaine del brazo y la atrae hacia él: ella se siente bien a su lado y él se siente bien junto a ella, grande, reconfortante, protector.

—Gracias por la cena —dice ella.

—No hay de qué —dice él.

En el trayecto a casa de Pat y George, Elaine se acuerda de esa mañana y la inquieta la reacción de Pat cuando abra la puerta: ¿la abrazará y le dará un beso de bienvenida? ¿Hará una escena? Y si la hace, ¿qué debe hacer Elaine? Piensa en no hacerle caso; en fingir que no ha ocurrido nada.

—No corras tanto —le dice a Paul.

—Sólo voy a cincuenta por hora —dice Paul.

Elaine desearía no ir a casa de Pat. Preferiría volver a la suya, dormir en su cama, con los niños al fondo del pasillo, con el maldito agujero en la pared del comedor, y pasar allí la noche.

Paul aparca en el bordillo.

Están encendidas todas las luces en casa de los Nielson. La casa resplandece, vibra contra la noche; el resplandor se esparce sobre el césped, sobre la hierba de los vecinos y orilla incluso los bajos de las viviendas contiguas, eclipsando a las farolas de la acera.

Tocan el timbre; los timbrazos rasgan la noche. Nadie acude. Tocan de nuevo. No contesta nadie. Paul busca la llave en el bolsillo; Elaine le detiene.

—Están en casa —dice—. No uses la llave cuando la gente está en casa.

Así que vuelven a llamar. Una y otra vez. Empieza a ser extraño, sobrenatural; Paul y Elaine empantanados en mitad de la noche, en la entrada pequeña y oscura, mientras que el resto de la amplia vivienda brilla, efervescente.

Paul rodea el perímetro de la casa y atisba por las ventanas. Ve a las niñas M en un cuarto y da unos golpecitos en el cristal. Ellas gritan.

—Aquí están —llama Paul a Elaine.

Ella cambia de una mano a otra las bolsas de compras que lleva consigo.

Un minuto después se abre la puerta de entrada y una cegadora luz blanca les deslumbra.

No hay rastro de Pat y George.

—Llegáis tarde —dice la niña M—. Ya hemos cenado.

—Hemos llamado —dice Elaine.

—Va a haber lío.

Paul y Elaine están paralizados en el recibidor, con la puerta de la calle todavía abierta y la noche negra todavía a su alcance.

Aparece Pat, con una cesta de la colada apoyada en la cadera.

—Estaba recogiendo —dice—. ¿Habéis esperado mucho?

Ver a Pat provoca en Elaine una corriente roja y caliente que se le remansa en la entrepierna. Por un segundo piensa que ha sufrido un accidente, piensa que ha mojado las bragas. Junta las piernas. Y reza.

—¿Molestamos? —pregunta Paul.

—Oh, no, nada de eso. En absoluto. Entrad, entrad.

La puerta se cierra de un portazo.

—No sé dónde está George —dice Pat—. Debe de estar en el sótano. Sordo y mudo cuando está ahí abajo. ¿Qué tal ha ido con el tipo de la compañía de seguros?

Elaine ha perdido el habla, está estupefacta, exánime, asustada. Deja las bolsas en el suelo.

—No puedo expresarte el alivio que siento —dice Paul.

—Bueno, espero que todavía tengáis hambre —dice Pat—. Apuesto a que os habéis olvidado de la noche que es. ¿Recordáis el pequeño interrogatorio de esta mañana sobre vuestros platos favoritos? El miércoles es la bolsa de sorpresas. He mantenido la comida caliente.

—Lo siento mucho —salta Elaine. Está consternada. Piensa en correr al cuarto de baño, en vomitar, en desmayarse o en resarcir de algún modo a Pat.

—Somos idiotas —dice Paul—. Idiotas irresponsables, desagradecidos.

—Olvídalo —dice Pat, llevándoles a la cocina—. Ahora estáis aquí y eso es lo que importa. Seguro que estáis hambrientos. No habéis cenado, ¿verdad?

—Nada de nada —dice Elaine, confiando en que Pat no huela la comida china.

—Famélicos —dice Paul, frotándose la barriga—. Sin fuerzas.

Dedica a Elaine una sonrisa de complicidad. Ella no se atreve a mirarle.

Pat ha preparado dos sitios en la mesa de la cocina. Servilletas diestramente plegadas en forma de flores resplandecen dentro de los vasos de agua.

—Qué atenta eres —dice Elaine, embargada de culpa por no haber llamado, por todo.

Pat se inclina sobre la mesa y enciende las velas.

—Sentaos —dice, moviendo una silla. Sus manos rozan las de Elaine, y brota de nuevo una erupción de calor.

Paul toma asiento.

—Siéntate —dice Pat, desplazando la otra silla. Se ata un delantal y empieza a sacar cosas de los hornos, a anunciar el origen de cada plato a medida que los deposita encima de la mesa—: Pollo frito con salsa de crema y copos de maíz; la receta es de la capitana del equipo de Margaret. Coles de Bruselas, como las guisa George. Puré de patatas, uno de tus platos —le dice a Paul—. Y espárragos, para ti —le dice a Elaine—. Los he hecho con queso pecorino derretido encima, espero que te gusten así, sazonados con queso. Y, por supuesto, una ensalada.

—Dios mío —dice Paul—. Dios mío —repite—. Es impresionante.

«Dios mío» es una expresión que Paul no ha empleado nunca; es la que usaba su padre cuando no sabía qué decir.

Elaine está al borde de las lágrimas. Se introduce en la boca una col de Bruselas.

—Deliciosa —dice, y entonces se acuerda de que «deliciosa» es lo que la ha llamado Pat esa mañana, en el suelo de la cocina. Se ruboriza.

Ha accedido a tener una amante. Su amante le está sirviendo la cena, mientras su marido observa. Le palpita la cabeza, le zumba a causa del monosodium de glutamato, le tiembla el labio. Recuerda haber oído que no te ocurre eso si tomas leche con la comida china.

—¿Tienes leche? —pregunta.

—Claro —dice Pat, sirviéndole un vaso.

La luz encima de la mesa está encendida y las velas arden, y el efecto es una mezcla entre una cena romántica para dos (o tres) y un interrogante.

—¿Cuál es tu plato favorito? —Paul pregunta a Pat.

Se comporta como un buen invitado. Con el estómago lleno, está cenando de nuevo. Elaine le mira y siente por él un afecto sincero. Su marido y su amante.

—Oh, a mí me gusta todo —está diciendo Pat.

—¿Lo que más? —dice Paul.

—Pues supongo que lo que más me gusta es... bueno, la lechuga iceberg —dice Pat—. No es nada, pero me encanta. Dame una ensalada de esa lechuga, con tomate, cebolla y picatostes y estoy en la gloria. Eso es. Lechuga iceberg.

Hay un silencio. No hay nada que decir.

—Dios mío —repite Paul.

—Deliciosa —repite Elaine.

—¡Pat! ¡Pat! —brama la voz de George desde las profundidades de la casa. Es una voz severa y desagradable.

—Disculpad —dice Pat, quitándose el delantal, que cuelga en un gancho junto a la puerta. La puerta de la cocina se cierra, oscilante, detrás de ella.

Elaine está pensando en Pat, Pat en el suelo, con la bata abierta, la luz matutina.

—Gracias a Dios que hemos cenado en un chino —dice Paul—. A decir verdad, me estaba entrando hambre.

Coge un par de coles del plato de Elaine y le pregunta si puede chupar los huesos de pollo.

—¿No has comido bastante?

Ella empieza a recoger la mesa, lleva platos al fregadero, se mueve como bailando, en su cuerpo el recuerdo de los rincones que Pat ha tocado.

Paul sigue sentado a la mesa.

—Podrías ayudarme —escupe ella.

Se oyen palabras al fondo. George que pierde los estribos. Las niñas M lloran. Por ser tan inesperado, tan impropio de George, resulta aterrador.

Elaine cede al pánico. Confiesa:

—Es culpa mía, por no haber llamado. Estaba ocupada. Liada con cosas. Estaba con Liz y luego han llegado los niños y el inspector y después tú.

—No todo es culpa nuestra —dice Paul—. La gente tiene sus problemas.

Y por primera vez Paul y Elaine se alegran de no ser Pat y George, se alegran de que las dos aullantes niñas M no sean sus hijas; es demasiado duro, demasiado difícil soportarlo.

Pat entra de nuevo por la puerta de la cocina.

—¿Todo bien? —pregunta Elaine.

—Tenemos nuestros encontronazos —dice Pat, retirando papel de aluminio de una cazuela y mirando a Paul—. De postre hay tu pastel favorito: pastel de yema cubierto de chocolate. ¿Os sirvo una taza de té?

—Eres realmente encantadora —dice Paul a Pat mientras ella le sirve un trozo enorme de pastel en el plato.

Elaine sabe que él lo dice en serio, y se siente complacida.

—¿Pastel? —pregunta Pat a Elaine. Elaine dice que no con la cabeza.

Elaine está en el cuarto de baño, lavándose los dientes. Entra Pat.

—He tenido que esperar hasta que se han acostado.

—Me siento fatal —dice Elaine, enjabonándose la cara.

—¿Por qué?

—Por la cena. Por todo. —Levanta la cara y se ve en el espejo—. ¿Lo sabe George?

—Por supuesto que no, ¿por qué iba a saberlo?

—Lo digo por la pelea.

—Las niñas no han conseguido entrar en Hanford; está disgustado. Cree que no han trabajado suficiente, es una tontería.

Pat toma la cara húmeda de Elaine con ambas manos y la besa. Se recuestan contra el tocador. Por el rabillo del ojo, Elaine se observa en el espejo: nunca ha visto besarse a dos mujeres.

—Se me ha hecho larguísimo el día —dice Elaine.

—Duerme —dice Pat, saliendo del cuarto de baño.

Elaine recorre el pasillo, cierra la puerta del dormitorio y apoya una silla contra la puerta.

—¿Todo en orden? —pregunta Paul.

—Sí. —Se desviste. Rebusca en sus bolsas de compra—. Tengo un regalo para ti —dice, sacando los camisones.

—Guau —dice Paul—; a juego.

Se los ponen los dos y se acuestan en la cama de Paul.

—Tenemos que arreglar la casa —dice Elaine—. No podemos estar aquí eternamente; es demasiado complicado.

—Confía en mí —dice Paul, apagando la luz—. Se alegran de que estemos con ellos.

—Mañana —dice Elaine—. Empezamos mañana.

El teléfono suena en algún lugar de la casa. No hacen caso; no es su casa, no es problema suyo. Unos nudillos llaman a la puerta.

—Os llaman por teléfono —dice George—. El chico está al teléfono. Creo que podéis descolgar el Garfield que hay ahí; tiene el rabo roto, pero lo demás funciona.

—De acuerdo, gracias —dice Paul.

Elaine ha encendido la luz y mira alrededor del cuarto. Hay un gato Garfield, de plástico color naranja, en la mesilla. Lo señala con el dedo. Paul lo descuelga y se lo pasa.

—Hola —dice Elaine, hablando hacia la panza del gato.

—Quiero ir a casa —dice Sammy.

—¿Respiras bien? —pregunta Elaine.

—Quiero ir a casa —rezonga Sammy.

—Papá y yo no estamos en casa —dice Elaine—. Recuerda, tú estás en casa de Nate y papá y yo estamos con Pat y George.

—Quiero ir donde estáis —lloriquea Sammy.

—Cielo, aquí todo el mundo duerme. Pórtate bien y vuelve a dormirte.

—No —dice Sammy.

Paul coge el teléfono.

—¿Está Susan ahí? Dale el teléfono a Susan.

—Qué hay, Paul —dice ella—. Siento despertarte; ha tenido un mal sueño. Quería llamar.

—Quiero ir a casa —exige Sammy en segundo plano.

—Le voy a dar una taza de cacao y luego vuelvo a acostarle —dice Susan.

—Gracias —dice Paul—. Estupendo.

Susan devuelve a Sammy el teléfono.

—Tú y yo vamos a tomar un poco de cacao caliente y luego te voy a contar un cuento increíble —dice ella—. Di buenas noches a tu padre.

—Pórtate bien —dice Paul—. Te quiero.

En mitad de la noche, el teléfono suena otra vez. George da golpecitos en la puerta.

—Vete a buscarle —murmura Elaine.

Paul descuelga a Garfield el gato.

—Voy ahora mismo —dice Paul a Susan, quitándose el camisón y vistiéndose deprisa.

La luz de la entrada está encendida y Sammy espera fuera, con su pijama de Superman. Ella está detrás de él, con una camisa grande y blanca de hombre, y la luz la envuelve en un color amarillo de ictericia. Se inclina para decirle algo a Sammy, y los ojos de Paul, automáticamente, se clavan en el escote de su camisa. Está desnuda. Ve su cuerpo hasta abajo: sus pechos enteros, lánguidos sobre el torso. Se empalma. A veces basta con poco.

—Está un poco desorientado —le susurra ella a Paul, con el aliento un poco maloliente de sueño. Él avanza hacia ella y sus dedos se deslizan rápidamente debajo de la camisa, encuentran el punto, le separan los labios.

—Oh —dice ella—. Oh.

Él desearía que entraran en la casa, convencer a Sammy de que se quedase.

—¿Estás seguro de que quieres irte? —le pregunta al niño.

Sammy asiente, mirando fijamente al coche.

Paul se imagina que posee a Susan en el Barcalounger de Gerald, en la posición de asiento tumbado al máximo, con las piernas de Susan anilladas en torno a sus brazos, mientras arriba la familia duerme.

—¿Has cogido tus cosas? —pregunta Paul, retirando los dedos que tiene introducidos en doña Manzana.

Ella le entrega la mochila de Sammy y una bolsa de papel de estraza.

—Ya le he preparado el almuerzo —dice.

Hay en esto algo ligeramente romántico: un padre que rescata a su hijo en medio de la noche, Sammy de pie en los escalones con su pijama de Superman, cuyos poderes le han fallado.

—No quería esperar dentro de casa —dice Susan—. Ha salido corriendo. He tenido que perseguirle por el jardín.

—Quizá sea la medicación. Quizá le vuelva hiperactivo, puede tener ese efecto.

A Paul le avergüenza que Sammy tenga un comportamiento tan extraño.

—Sucede —dice Susan.

Sammy empieza a andar hacia el coche.

—Con cuidado —le advierte suavemente doña Manzana—. Tienes los cordones desatados.

Paul la besa en la mejilla y corre para ayudar a Sammy a subir al coche.

Sammy está tiritando. Es junio, pero no hace un calor excesivo. Le castañetean los dientes.

—Corre —dice el niño—. Quiero ir a casa.

Cuando arrancan, Paul mira hacia arriba para ver si hay alguien en la ventana del primer piso.

—Mira —dice—. Ahí está Nate, diciéndote adiós.

Sammy empieza a sollozar, a gemir.

—¿Qué? —pregunta Paul—. ¿Qué te pasa? —Trata de consolar a su hijo mientras conduce—. ¿Ha pasado algo?

Y, tan de repente como ha empezado, Sammy se detiene.

—Tengo hambre —dice.

Paul no sabe qué responder. Nunca ha visto a nadie romper a llorar y parar tan bruscamente. ¿Sammy está despierto o dormido? ¿Sucede todo esto en sueños?

—Tengo hambre —repite el niño.

—¿No has cenado? —pregunta Paul.

Sammy no responde. Paul saca un bocadillo del almuerzo que ha preparado Susan, le da la mitad a Sammy y se come la otra mitad: su tercera cena, un bocadillo hecho por doña Manzana. Lo paladea, dando vueltas en la lengua a la mantequilla de cacahuete y a la jalea, lo hace durar.

—De puntillas y sin mirar a ningún sitio —dice, conduciendo aSammy por el pasillo en casa de Pat y George—. Todo el mundo duerme.

Paul se desviste y se introduce en la cama, donde Elaine ya está dormida. Sammy se mete en a la cama también; los tres están en una cama pequeña, Sammy con su pijama de Superman extendido sobre la cabecera, tendido más arriba que sus padres, como si se hubiera despeñado desde una gran altura y aterrizado con un gran estruendo. Dulce Sammy.