Capítulo 10

Domingo por la mañana. Dos perros derriban un cubo de la basura y la esparcen por el césped. Ardillas saltan de un árbol a otro, un gato dobla furtivamente la esquina de la casa, el aspersor de alguien rocía la hierba; por debajo de la superficie borbotean cosas.

Elaine está despierta, alerta, vigilante. Lo oye todo: los crujidos y chasquidos, los cimientos que se mueven, el zumbido regular de la respiración de Paul. Ha pasado levantada la mitad de la noche, con miedo de bajar abajo, con miedo del poli que está ahí fuera, vigilando. Ha tenido un sueño extraño y se ha despertando creyendo que Paul era Pat. En la mitad de la noche, se ha incorporado para echar un vistazo. Paul era Paul. El reflejo de la farola, la luz de la luna, se concentraban en la cúpula reluciente de Paul y conferían un resplandor azul al pelo que renace en su cráneo. Le palpitaba una vena en la sien, le temblaba un párpado. Elaine ha respirado hondo, se ha dado media vuelta y ha seguido durmiendo. Ha soñado que cada mañana, al despertar, había alguien distinto en su cama: Pat, el poli, el obrero con los dedos rotos, el arquitecto, Ted Talmadge. Todos los días había alguien nuevo apretujado contra ella: desnudo. Ha soñado que no tenía modo de detenerlo, ha soñado que perdía el control.

Se ha despertado de nuevo. Ha vuelto a mirar; Paul seguía siendo Paul. Se ha levantado de la cama, recorrido el pasillo y entrado a ver cómo estaba Sammy.

—Déjame en paz —le ha dicho Sammy en sueños. De pie sobre él, proyectaba una sombra de un lado a otro de la cama, una nube oscura sobre el cielo azul de la colcha. Se ha retirado.

—No cierres la puerta —ha murmurado él.

—Está abierta —ha dicho Elaine, saliendo.

Ha vuelto a la cama y se ha tumbado, esperando.

Un ruido: neumáticos, el portazo de un coche, el sonido de la voz de su madre.

—Prueba la puerta de la cocina.

Su padre preguntando:

—¿Tienes llave?

—Si tuviera llave no te mandaría dar la vuelta a la casa. Toca la bocina.

El único toque de claxon es tímido: hiende el aire y procura ser discreto al mismo tiempo.

—Sigue tocando —dice la madre.

Al pitido le sigue otro claxonazo fuerte.

Sammy se asoma tambaleante al dormitorio de Elaine.

—Ha venido la abuela —dice—. Está llamando justo debajo de mi cabeza.

—¿Por qué no bajas a abrirle?

El niño está en pijama y se frota los ojos, dormido.

—No me gusta la abuela —dice—. Me aprieta demasiado fuerte.

Suena otra vez el claxon.

—No estoy —dice Sammy, reptando hasta donde Paul está acostado, y se cubre la cabeza con las mantas.

—De acuerdo —dice Elaine—. De acuerdo.

Paul se remueve en sueños.

—Han venido mis padres —le dice ella. Él se da la vuelta.

—Casa de dormilones —dice la madre, irrumpiendo en la casa por delante de su marido—. Menos mal que no hemos llamado antes de venir.

—Es domingo —dice Elaine.

—Son las nueve —dice su madre.

—Hemos traído un brunch —dice el padre. Lleva bolsas de comida y una caja de cartón blanca de la panadería, atada con un cordel.

—¿Ya habéis hecho compras? —pregunta Elaine.

—Te diré un secreto —le dice su madre—. Cuando te haces vieja, necesitas dormir menos.

—Necesitas menos de todo —dice el padre, posando las bolsas en el suelo.

—He traído a tu padre para que lo veas por ti misma —dice la madre.

—¿Ver qué?

—Exactamente —dice la madre—. Quiero que veas cómo está.

Lo dice directamente en presencia de él.

—Ella cree que soy algo —dice el padre—. La cosa es que soy, simplemente, y eso la molesta.

—La cocina, por cierto, está muy bonita. ¿Quieres enseñar a tu padre lo que estáis haciendo con la casa?

—No hemos terminado —dice Elaine.

—Bueno, quiero enseñarte algo —dice la madre, guiando al padre hacia el cuarto de estar—. Mira este sofá, estos cojines. Todo el mundo tiene que pensar en dónde se sienta. —Se sienta en el sofá y da unas palmadas al cojín junto a ella. Él se sienta a su lado—. Ya lo notas —dice ella—. El relleno se pierde y te hundes cada vez más, hasta que hace falta una grúa para sacarte. Eso es lo que pasa con nuestro sofá. Alguna noche de sábado voy a sentarme y no podré levantarme; me hace pensar que soy vieja.

—Eres vieja —dice el padre.

—No tanto —dice ella. Se incorpora del sofá con cierta dificultad y vuelve a la cocina.

Elaine se sienta al lado de su padre.

—Hace mucho tiempo que no venías —dice, percatándose de que no ha visto a su padre en meses. Parece más viejo y un poco endeble.

—Me gusta estar en casa —dice él—. Tu madre siempre quiere sacarme. Quiere salir, creo que no le importa adonde. Vete, le digo. Vete sin mí. Durante treinta y cinco años he salido de casa todas las mañanas; ahora quiero quedarme.

—Se queda sentado. A veces se pasa sentado todo el día —se inmiscuye la madre desde la cocina.

—¿Y qué? ¿Qué tiene de malo estar sentado? Me he ganado el derecho a estar sentado.

—No me llamaste ayer después de irme —dice la madre a Elaine—. Tienes que tener cuidado con lo que prometes.

—No dije que llamaría —dice Elaine.

—Dijiste: «Te llamaré luego» —prosigue su madre—. Yo te llamo todos los días.

—Me llamas porque quieres mi atención; quieres que te preste muchísima atención.

—Es mi modo de prestar atención yo. Te decepciono siempre, por mucho que haga.

—Es recíproco.

—Soy como soy, Elaine. Tengo casi setenta años. La única manera de cambiar de personalidad sería, Dios no lo quiera, que me diera una embolia. Si no, soy así. ¿Te apetece un café? He traído del mío. Muelo los granos todos los días.

—¿Estás deprimido? —susurra Elaine a su padre, confiando en que su madre no la oiga.

Él se inclina hacia ella.

—¿Cómo saberlo? —susurra en respuesta.

—¿Te sientes infeliz?

—No me siento nada —dice él—. A veces noto una punzada en la espalda, un poco de bursitis, pero aparte de eso nada. —Hace una pausa—. No siempre es perfecto. Tu madre quiere todavía perfección. Sigue queriendo algo que nunca ha tenido —añade en voz alta—. No se morirá sin ella.

—Me moriré sin tenerla, ése es el problema —dice la madre.

—Madre, ¿qué quieres? —grita Elaine a la cocina.

—Todo. Lo quiero todo, lo mejor, y tú también deberías quererlo.

La madre irrumpe en la sala; es una fuerza de la naturaleza, su determinación se advierte en las ventanillas de la nariz dilatadas, el centelleo en los ojos, la rigidez de los labios. Es feroz.

—¿Dónde está tu familia? ¿Por qué no han bajado? Reúne a la tropa —dice dando una palmada.

Elaine sube al piso de arriba. Sammy sigue en la cama. Le destapa.

—Hora de levantarse —le dice.

—No —dice él.

—Sí —dice ella.

Paul está en el cuarto de baño, mirándose en el espejo.

—No conozco a nadie que se mire tanto al espejo —dice Elaine—. ¿Qué ves?

—Decadencia —dice Paul—. Los signos tempranos de la putrefacción.

—El desayuno está listo —dice Elaine.

—Ya casi he terminado —dice Paul.

Hay un montoncito de pastillas encima de la cómoda: caramelos mentales. Ella no se acuerda del efecto de cada color. Coge dos, anaranjada y azul. Se viste. Sammy sigue sin moverse. Elaine empieza a hacer la cama; le tira las sábanas por encima, fingiendo que no lo ve. Ahueca las almohadas.

—Paul —llama—. Paul, hay un problema con la cama.

—¿Qué es ahora? —pregunta, sin comprender que es una broma.

—Hay un bulto inexplicable en el centro. A lo mejor tú puedes hacer algo.

—¿No puede esperar?

—Creo que no —dice Elaine—. Creo que deberías resolverlo antes de desayunar.

—Dame un minuto —dice él—, y echaré un vistazo.

Sammy suelta una risita.

Elaine llama a la puerta de Daniel. Finge que su mano es una bocina, finge que está tocando diana, sopla fuerte.

—Arriba, soldado... —dice—. El rancho está servido.

—¿Dónde tienes filtros? —pregunta la madre cuando Elaine vuelve.

—En el cajón debajo de la tostadora, a la derecha.

Elaine podría quedarse ciega y nadie lo notaría. Ha memorizado dónde está cada cosa. Podría navegar años por la casa antes de que alguien cayera en la cuenta. El problema sería un quehacer sencillo, como la colada.

Paul baja brincando la escalera, sus pies planos resuenan como cascos.

—Buenos días —dice—. Mucho tiempo sin verle. ¿Qué tal está?

Paul da una palmada a su suegro en la espalda.

—He visto que Robertson ha contratado a Van Kamp —le dice el suegro.

—Sólo después de ceder a Raleigh —dice Paul—. Y Donaldson se ha quedado con el culo al aire.

—Sí, ¿adónde irá?

—Agricultura orgánica —dice Paul.

—¿Ha cambiado de barco? —pregunta el suegro; es el jubilado que habla con el hombre en activo, que busca un asomo de la antigua vida, un sorbo del zumo. Paul procura dárselo.

—No, se ha metido en cultivos orgánicos —dice.

—No he oído en mi vida semejante cosa —dice el suegro—. ¿Qué quiere decir eso?

—Lo dejó todo colgado y puso una granja de pollos.

La conversación se detiene y luego el viejo la entabla de nuevo.

—¿Sigues hablando con ese otro tipo?

—¿Cuál?

—El tipo con la...

—¿Henry? —dice Elaine. Le duele la cabeza; quizá las anaranjadas y las azules son una mala combinación. Toma un par de aspirinas.

—Ése. ¿Cómo le va?

—Ahora escala rocas —dice Paul.

—¿Qué significa eso? ¿Por qué no entiendo de qué me hablas?

—Es muy literal —dice Elaine—. Ha dejado a su mujer y tiene otra novia y se dedican a hacer excursiones.

—Oh —dice el padre—. Creí que estabais hablando en una especie de código.

—Puede ponerse un poco paranoico —dice la madre—. ¿Dónde está la mesa del comedor?

—Elaine la rompió a hachazos —dice Paul.

—Mamá —grita Daniel desde el piso de arriba—. ¿Dónde está mi molde?

—¿Tu qué?

—Ya sabes, el molde blanco que hice en los boys scouts.

—¿Tu molde de yeso? —dice Elaine. Se acuerda. Se acuerda de haberlo encontrado en el escritorio de Daniel, se acuerda de que Paul lo hizo pedazos, pensando que había algún tesoro escondido dentro. Se acuerda del polvo blanco que se elevó, de los escombros, de los pedacitos por el suelo.

Mira a Paul, que va hasta el pie de la escalera.

—Quizá te lo has dejado en casa de los Meaders —dice.

—No —dice Daniel—. Estaba aquí. No lo habrás cogido, ¿verdad?

—Que tú no encuentres una cosa no quiere decir que yo la haya cogido.

—Paul —dice Elaine, parándole antes de que la cosa vaya a peor.

Sus padres están de pie en la cocina; ajenos.

—Qué raro —dice Daniel, apareciendo en lo alto de la escalera.

—Sucede —grita Elaine—. El rancho está servido. Llama a Sammy.

—Samster, el chico hámster —dice Daniel—. Hora del rancho.

—Es estupendo —dice Paul, cuando se aprietan alrededor de la mesa de la cocina—. Elaine no suele hacer un desayuno de verdad.

—No me toques —dice Sammy al sentarse.

—Es pronto para tomate, pero me encanta —dice la madre llenándose el plato.

—Le encantan todas las cosas que cuestan el doble de lo que deberían —dice el padre atacando el desayuno.

—¿Alguien quiere huevos? Puedo hacerlos si alguien quiere. He traído una docena.

—Así está bien —dice Elaine—. No hace falta.

—¿Me pasa alguien la cebolla? —dice su padre.

—Justo lo que no deberías comer —dice la madre—. Te va a repetir todo el día.

Elaine escucha a sus padres: «No peleando; hablando.» Tiene la sensación de que algo la picotea, la pellizca, le muerde trocitos de carne. Oye la voz de su madre y la odia.

—Sam, ven aquí, voy a enseñarte algo —dice a Sammy su abuelo.

—No vayas —dice Daniel—. Te va a extraer dinero de las orejas.

—Esa es una señora palabra —dice Paul.

—¿Dinero? —dice Daniel.

—Extraer —dice Paul.

Daniel junta las dos mitades de su bagel, que rezuman crema de queso.

Suena el teléfono, es Joan.

—¿Estaréis en casa más tarde? Tengo una cosita para vosotros. Pensaba pasar a eso de las seis. ¿Qué os parece?

Elaine observa cómo su padre saca una moneda de cuarto de dólar de la oreja de Sammy.

—Extraer —dice Daniel.

—Bien —le dice Elaine a Joan—. Estupendo.

En la sala, después del brunch, el padre de Elaine saca un puro del bolsillo de la camisa.

—¿Desde cuándo fuma? —le pregunta Paul.

—Es su nueva pasión —dice la madre.

—He estado muchos años demasiado ocupado para disfrutar de algo. La jubilación consiste en eso, en descubrir el placer —dice él, cortando la punta.

—Acabamos de limpiar la casa —dice Elaine.

El padre se vuelve a guardar el puro en el bolsillo.

—Esperaré —dice—. Lo fumaré más tarde, con calma.

Elaine observa a su padre hundirse en el sofá de la sala; está un poco rígido, inseguro.

La madre se dirige hacia él.

—¿Estás cansado? —pregunta—. ¿Te gustaría tumbarte unos minutos antes de volver a casa?

Le pone la mano en la frente y luego le alisa con ella el cabello blanco. Elaine nunca ha visto a su madre comportarse así de solícita.

—Estoy bien —dice el padre, apartándola.

La madre se inclina y le besa. Le estampa un besazo largo, directamente en los labios, y Elaine se escandaliza. Es un beso tan tierno, tan sexual, sorprendente. Sus padres se están besando en la sala y ella les observa con los ojos como platos como si fuera una cría: asqueada.

—Vamos, amigo mío, te llevaré a casa —dice la madre, ayudando al padre a levantarse del sofá.

—De acuerdo, amiga mía, vámonos —dice él.

—He dejado las sobras en la nevera. Ha sobrado muchísimo para mañana —dice la madre.

—Gracias —dice Elaine. Es incapaz de abrazar o besar a sus padres. Se alegra de que se vayan. La han asustado. Que se vayan a casa y hagan lo que quieran, pero aquí en su casa no quiere verlos amartelados, no quiere ver cómo se entienden, no tiene esa idea de ellos.

—Ha venido Willy —dice Paul mirando por la ventana.

Daniel abre la puerta.

—Tuviste suerte anoche, largarte antes del hígado —dice Willy al entrar—. Carne comestible, alimento imbatible.

Paul y Elaine están sentados todavía en la sala.

—Hola, Willy —dice Paul, por encima del hombro.

—Hola —dice Willy.

Y nadie dice nada más.

—¿Qué pasa? —pregunta Willy.

—Mis abuelos acaban de marcharse. Estamos como agotados —dice Daniel—. Vamos a mi cuarto.

Elaine se los imagina acariciando las bolsas y hojeando las páginas de revistas de chicas gordas.

—¿Por qué no salís fuera? Hace un día precioso, salid a jugar fuera.

A pesar de las distracciones, Elaine está pensando en el día anterior, en Pat gritando: «¡Quieto!», en el poli con el globo rojo, en la desesperación con que fue a la escuela en busca del consejero. Piensa en el martillo y los clavos. Se concentra en la idea de que la policía investigará: encontrará el martillo con sus huellas digitales y la comprometerán. Tiene una sensación de desgracia inminente; va a suceder algo, algo que no le gustará.

—Tengo que salir un momento —le dice a Paul—. Vuelvo enseguida.

Él la mira.

—¿Qué? —dice ella.

—Tú sabrás.

Se miran. Bastardo, perra, cabrón, puerca.

Existe el miedo constante de que te descubran, de verte descubierto. ¿Qué sabe él? ¿Qué trama ella?

—Necesito estar sola un momento —dice ella.

—Ya estás sola, Elaine, todo el mundo se ocupa de sus cosas.

—Deja que me vaya —dice ella—. Vuelvo ahora mismo.

—Llévate los vídeos —dice él.

—¿Puedo ir? —pregunta Sammy—. Quiero ir.

Hay una pausa.

—Claro —dice Elaine—. Claro que puedes venir. —Le ofrece a Paul la misma oportunidad—. ¿Te gustaría venir con nosotros?

—En absoluto —dice él.

Elaine se va. Sube al coche y se marcha con Sammy.

Pasa por delante de casa de Pat y George. Están en casa, los dos coches están aparcados fuera. Estaciona en mitad de la calle, sin ningún plan concreto en mente. Permanece parada hasta que piensa que pueden verla y acelera. Se pregunta por qué todo parece catastrófico, por qué ella está siempre conteniendo la respiración, a la espera de algo que cambie su vida.

—¿Adonde me llevas? —pregunta Sammy.

—A la videoteca.

—¿Por qué vamos por este camino?

—Para variar —dice ella.

—¿Me estás raptando?

—¿De qué hablas? —pregunta ella.

—No lo sé —dice él.

Devuelven las películas y en el camino a casa Elaine pasa por la escuela de oficios.

—¿He estado aquí antes? —pregunta Sammy.

—¿Has estado? —Elaine entra en el aparcamiento desierto y aparca—. Tengo que comprobar algo sobre la casa. —Siembra una explicación en el cerebro de Sammy, algo que éste pueda repetir si Paul pregunta qué han hecho—. Quédate aquí —dice apeándose.

—¿Por qué?

—Hay mucho polvo, no podrás respirar.

Le está asustando deliberadamente y se odia por ello.

—Date prisa —dice él.

—Sí.

Elaine cruza velozmente el césped hasta los lados partidos de la casa prefabricada. Entra. Han completado su inscripción. Su JÓDELO ahora dice JÓDELO TODO EL JODIDO LÍO. Y alguien ha pasado un cordel, de un hilo rojo vivo, alrededor de los clavos, conectando los puntos. Y alguna otra persona —presume— ha trazado un círculo alrededor de la frase con un rotulador negro y mano temblorosa, poniéndole nota: MALA ACTITUD, B...

Ha debido de haber una fiesta la noche anterior, un cónclave de jóvenes sueltos. Elaine busca el martillo, los clavos. Han desaparecido. Confía en que se hallen en manos aliadas. Espera que nadie haya llamado a la poli.

—¿Qué estabas buscando? —pregunta Sammy cuando ella vuelve al coche.

—Detalles —dice ella—. Siempre que haces algo, tienes que asegurarte de todos los detalles.

Paul. Paul está solo en casa. Está delante de la tele viendo otra cinta de vídeo que compró cuando fue a comprarle algo a McKendrick. Un porno de aficionados: Mujeres del vecindario. Hay algo que le atrae en la pésima calidad del film casero. Piensa en su ligue y en doña Manzana. Cierra los ojos y piensa en Elaine. Se imagina tumbado en la terraza nueva, tomando una copa y escuchando el sonido de la segadora del vecino. Se imagina a Elaine dándole una lamida donde los vecinos no alcanzan a ver. Piensa en la mamada, en la terraza, en el aire cálido de una tarde de junio. Es excitante hasta cierto punto, y luego deja de serlo. Piensa en Elaine y se pregunta qué le ocurre: ¿habrá hecho algo? Se siente henchido de generosidad. Bueno. Es bueno si lo ha hecho, bueno para ella si ha salido de casa y se ha acostado con alguien. Paladea la idea, generoso hasta cierto punto, y después se pregunta con quién ha podido ser, ¿habrá sido con Henry? En un arranque de celos, furioso con Paul por birlarle el ligue, ¿se habrá tirado Henry a Elaine? Piensa en algunos otros hombres —George, el marido de la señora Hansen, el contratista— y decide que sí, es Henry, es el más probable.

Cuando oye entrar a Elaine, apaga la tele y sostiene el periódico del domingo en las rodillas.

—¿Qué estás haciendo?

—Leyendo.

—¿Algo interesante?

—No mucho.

Paul la mira.

—Ha sido agradable la visita de tus padres —dice.

Ella asiente.

—Las cosas están volviendo a su cauce.

—¿Por qué no intentamos pasar un buen rato? —dice Paul—. ¿Qué te parece si vamos al cine a Mamaroneck con los chicos? O a dar un paseo, ¿qué tal si bajamos a dar una vuelta por el río?

—Huele —dice ella—. Había un artículo sobre el río en el periódico: una población de bacterias, huele que apesta.

—¿Te acuerdas...? —dice él, pensando en la noche cuando volvían a casa, la noche en que fueron al cine, pararon en la orilla del río, se fumaron un porro y llegó aquel poli.

—Sí —dice ella, sabiendo a qué se refiere.

Paul se levanta. Extiende la mano hacia la de Elaine. La lleva al piso del arriba.

—Los chicos estaban en Florida con tu madre —dice ella.

—Qué bien tenerlos en casa —dice él.

—¿Dónde está Daniel?

—En algún sitio ahí fuera, con Willy —dice él—. ¿Y Sammy?

—Sentado en el escalón de la entrada —dice ella.

Paul y Elaine están arriba follando. Un polvo rápido; de los que antes les gustaban.

Elaine está seca.

—¿Tienes algo? ¿Algún lubricante?

—Sólo tú —dice ella.

—Oh —dice él.

La chupa.

Ella le chupa a él.

Folian. Elaine está encima.

—Mamá —grita Sammy desde abajo—. Mamá, ha venido la gente.

—¿Qué gente? —pregunta Paul.

—La gente —grita Sammy.

Siguen follando.

—Están aquí —dice Sammy.

—Date prisa —dice Elaine.

—Ayúdame —dice Paul. Tiene la mano en las caderas de ella, empuja a Elaine hacia abajo, la aprieta contra él.

—No es por mí —dice ella, jadeando.

—¿Qué quieres decir?

—Córrete, para que veamos quién ha venido.

—Papá —lloriquea Sammy.

—Voy corriendo —brama Paul.

Se corre. Elaine se despega de él y va a la ventana.

—Son Joan y Ted —dice.

—¿Te has corrido? —pregunta él, apretándose contra ella por detrás.

—No lo sé.

—¿No lo sabes?

Aparca otro coche.

—¿Qué pasa? —quiere saber Elaine.

—¿Cómo puedes no saber si te has corrido o no?

Llegan más coches.

—Date prisa —dice Elaine mientras se visten.

—¡Sorpresa!

Joan levanta los brazos en el aire cuando Elaine y Paul salen por la puerta principal.

—¡Sorpresa! —dice Elaine, imitando a Joan.

—Es una fiesta para inaugurar la casa —dice Joan—. La organicé anoche. Estábamos sentados sin saber qué hacer. Viene toda la pandilla, ¿no es fantástico? Catherine y Hammy han vuelto, y se mueren de ganas de ver a todo el mundo. No han visto una cara amiga desde hace una semana.

Ted se esfuerza en sacar algo del maletero del coche.

—Joan —dice—. Joan, ¿puedes echarme una mano?

—Como no sabía lo que tenéis o no, lo que se ha perdido en el incendio, he traído de todo —dice Joan.

—La casa no está lista del todo —dice Elaine—. La terraza no está terminada.

—Estáis en casa, eso es lo que importa —dice Joan.

Paul la interrumpe.

—¿Viene Henry?

Necesita saberlo. Está obsesionado por Henry, Henry y el ligue, Henry y Elaine, Henry encima de ella.

—Está al llegar —dice Joan.

El coche de los Nielson aparca.

—Es George, una de las niñas M, y... ¿quién es ésa? No es Pat —dice Joan.

Hay una mujer desconocida al volante.

—Mi prima Lois —dice George, abriendo la puerta del copiloto—. Ha venido de visita desde Syracusa. —Les entrega una jarra de martinis—. Ha conducido ella. No quería que se estropeara la ginebra.

Un hombre a quien Elaine no conoce pregunta:

—¿Nos quedamos aquí delante o vamos a la parte de atrás?

—Detrás está lleno de piedras —dice Elaine.

Él clava en el suelo la afilada estaca de una antorcha de bambú.

—Son nuestros amigos de Pelham, les he dicho que viniesen —dice Joan, señalando con un gesto hacia la pareja, ligeramente más joven—. Habíamos quedado para esta noche —susurra—. Y no podía anularlo. Detesto que la gente anule una cita.

—¿Bebidas? ¿Quién quiere tomar algo? —George sostiene la jarra en alto—. Cuando esté vacía, te la quedas —dice George—. Es un regalo de inauguración de Pat y mío.

—En realidad, os debemos un regalo —dice Elaine. Ha estado pensando que tienen que comprarles a los Nielson un buen regalo de agradecimiento. ¿En qué consistiría? Algo que pueda pedir de un catálogo; Pat lo apreciaría.

George se encoge de hombros.

—Lo que se os ocurra.

—¿Dónde está Pat? —pregunta Joan—. No podemos hacer una fiesta sin ella.

—Ya sabes cómo son las mujeres —dice George, prolongando el suspense.

Elaine se pregunta si Pat se lo habrá contado a George. ¿Sabe él más de lo que deja traslucir?

—Ha llegado Henry —dice Joan—. Y, ahora, ¿dónde está Paul?

Paul odia a Henry, odia a Elaine, odia a todo el mundo. Se encuentra con Henry junto al bordillo de la acera y le tiende una bebida.

—¿Qué tal la escalada? —pregunta Elaine.

Henry sonríe.

—Fantástica.

Cuando llegan los Montgomery, todos dejan de hablar y no pueden evitar quedarse mirándolos.

—Qué alegría veros. ¿Cómo estáis? —pregunta Joan, antes incluso de que los Montgomery hayan salido del coche.

Catherine y Hammy se apean; su hija de once años se baja detrás de ellos y mira fijamente al suelo. Catherine y Hammy sonríen y saludan con la mano, la mueven de un lado a otro en el aire, como limpiando cristales.

—¿Qué tal estáis todos? —dicen.

—¿Os apetece una copa?

Paul les señala con un gesto la jarra.

—Sírvenos una —dice Hammy, cerrando la puerta del coche.

—Lamentamos mucho anular lo de anoche —dice Catherine.

—Ha sido una semana de locos —dice Hammy.

—Os hemos echado tanto de menos —dice Catherine—. Estábamos impacientes por volver a casa.

—A nuestro sitio —dice Hammy.

Han dicho lo correcto; no han dicho nada en absoluto.

—¿Cómo estás, en serio? —pregunta de nuevo Elaine, esta vez en privado, unos minutos después.

—¿Cómo voy a estar? —dice Catherine.

—Tiene que ser un gran alivio que todo haya terminado —se inmiscuye Joan.

—No ha terminado, acaba de empezar —dice Catherine, y se detiene. No debería decir nada más, sería ya decir demasiado. Da un sorbo de su bebida—. Sabe mal este martini.

—Son las cebollas —dice George.

—¿No es sorprendente que ninguno de nosotros tenga cáncer todavía? —dice Joan, y nadie sabe de qué está hablando.

La señora Hansen y su marido cruzan la calle.

—Fruta en vodka —dice la señora Hansen, entregando a Elaine un bol grande, cubierto con papel de aluminio—. Mi especialidad. Ha estado empapándose toda la noche.

Su marido, el «tapacubos», circula por la concurrencia y se presenta a sí mismo como «El señor Invisible».

Liz, Jennifer y un amigo de Jennifer cruzan el césped.

—Hemos venido andando —dice Liz—. Está más lejos de lo que parece.

—Yo hace años que no camino —dice Joan.

Jennifer presenta a su amigo, Robert, un muchacho de aspecto mojigato, excepto por la serie de bultos o lobanillos al estilo de Frankenstein que le cubren la frente. Jennifer se inclina hacia Paul.

—¿Ves esos bultos encima de sus ojos? Tiene bolas de metal debajo de la piel. Joyas decorativas subcutáneas; implantes. ¿No es precioso? Es más sutil que perforarse. Es como si se viera pero no se viera.

Paul la mira con asombro.

—Va a ser maravilloso —dice Catherine, dando la vuelta alrededor de la casa—. Puertaventanas y una terraza, ¿qué más se puede pedir?

—Mucha gente pediría más —dice Ted.

Están suspendidos en una hora extrañamente dorada, ese raro lapso a principios del verano en que las tardes se prolongan y frenan el descenso de la luz.

Sammy y la hija de los Montgomery juegan con walkie-talkies. Elaine entreoye a Sammy preguntando:

—¿Qué llevas puesto?

—Una diadema —dice la chica.

—¿Y qué hay debajo? —pregunta Sammy, que no sabe lo que es una diadema.

—Pelo —dice la chica.

Daniel y Willy sujetan por las muñecas y los tobillos a la hija de George, la pequeña M. La columpian en el aire; ella chilla. Se le cae un zapato.

—¿Le estáis haciendo daño? —pregunta Paul.

—Willy, es hora de soltarla y despedirte. Hora de que te vayas a casa —dice Elaine.

Ted se sube a su coche y toca el claxon para llamar la atención de todos. Los amigos forman un corro. Joan y Ted sonríen, tan orgullosos de sí mismos, tan inteligentes: buenos para el juego.

—Tenemos una cosilla para vosotros —dice Joan a Elaine y a Paul—. De todos nosotros.

Ted abre el maletero.

—La piece de résistance —dice Joan.

—¿Alguien puede echarme una mano? —dice Ted.

George se adelanta y él y Ted sacan del maletero una gran esfera negra.

Elaine ve algo negro y redondo y piensa en la bola de demolición, en los fuertes golpes contra la casa.

—Una barbacoa Weber —anuncia George, por si alguien lo ignora.

—La mejor del mercado —dice Ted—. Queríamos regalaros lo mejorcito.

—Vamos a ponerle las patas —dice Ted, buscando en el maletero las piezas que faltan.

—Bienvenidos a casa.

—Para la nueva era —interviene Catherine, y entrechocan los vasos; el tintineo de buen cristal suena por un momento como la música de un carillón.

—Podría habernos ocurrido a cualquiera de nosotros —dice Ted—. Esa es la verdad.

Elaine y Paul se miran en busca de algo que decir. Finalmente Elaine farfulla:

—Estamos emocionados. Gracias, muchísimas gracias.

Los hombres instalan la parrilla y llenan la barbacoa de carbones. Henry entrega a Paul una lata de combustible con una cinta roja encima.

—Enciéndela —dice.

Paul se acuerda de cuando desparramó el líquido contra la casa, de los chorros que salpicaron el muro trasero y que después se evaporaron. Recuerda la excitación, la inquietud. Se acuerda de cuando volvió a casa, tarde por la noche, en la oscuridad, y la encontró todavía en pie.

—No siempre tengo buena puntería —dice.

—Todo depende de lo lleno que esté el recipiente y de lo fuerte que aprietes —dice George.

—Venga —dice Ted—. Manos a la obra.

Y Paul, rodeado de los demás hombres, vierte la sustancia sobre las briquetas.

Henry enciende una cerilla, una combustión rápida, virulenta. Tira la cerilla y una llamarada se eleva de la barbacoa.

—¡Bravo! —exclama Joan.

En un alarde, Ted vierte un poco más de combustible en el fuego y las llamas suben más arriba.

—No seas imprudente —dice Joan—. Así ocurren luego los accidentes. Así empezó todo.

Los hombres se ciernen alrededor de la parrilla, a la espera de que los carbones prendan. Las mujeres amasan croquetas con carne de hamburguesa.

George entra en la casa para preparar más martinis; Elaine le sigue. Ha ido a buscar algo, tenía un motivo, pero no recuerda cuál. Ha oscurecido. Enciende algunas luces.

—¿Pat está bien? —pregunta.

—Muy bien —dice George, removiendo la jarra. Se sirve una copa. La apura y se sirve otra—. Está bien. —Añade un chorrito de martini a la jarra—. Es la ventaja de ser el camarero —dice—. Tienes que probar el elixir. ¿Dónde murió Elvis? Llevo todo el día tratando de recordar si murió en el trono.

—¿Es una broma? —pregunta Elaine.

—No —dice George—. Sólo estoy tratando de recordar si murió en el retrete.

La señora Hansen toca con los nudillos en la ventana.

—Música —grita—. Necesitamos música si vamos a bailar. —Lleva en la cabeza, una corona de diente de león; se la ha hecho la hija de los Montgomery.

George mira alrededor de la habitación en busca del tocadiscos, para que alguien lo enchufe.

—Sólo tenemos la tele —dice Elaine.

Acercan el televisor a la ventana, sintonizan un canal de música y suben el volumen.

Fuera parpadean imágenes a través de los arbustos.

—Es como si estuviéramos en una película —dice alguien.

—Martinis, aquí tenéis los martinis —grita George cuando vuelven a juntarse con los otros. Golpea el vaso contra la jarra, con un sonido como el que produce el heladero.

El hombre de Pelham enciende las antorchas de bambú y la escena empieza a parecerse a una fiesta en la selva, una reunión tribal. El aroma de la cidronela impregna el aire, mezclado con el olor de carne que se asa. Los automóviles que pasan reducen la velocidad.

—Esto es perfecto —le dice a Paul el amigo de Jennifer—. Estáis invirtiendo el fenómeno del jardín, contrastando la interioridad de atrás con la exterioridad de delante; reemplazando el espacio público por uno privado, sin preocuparos de quién pueda veros ni de lo que puedan pensar. Es una acción radical.

—Haz cualquier cosa menos casarte con él —le susurra a Jennifer la señora Hansen—. Te convertirá en escombros.

—¿Qué va a pasar luego? —pregunta Elaine a Catherine.

—No quieras saberlo —dice Catherine.

Elaine le aprieta el brazo, instándola a que responda. Liz y Joan se mantienen alerta, a la espera de oír lo que dice.

—La única manera de tratar al chico es tratar a toda la familia. Tenemos que ir allí y seguir una terapia familiar en el centro.

—¿Os mudáis? —pregunta Joan, sin entender.

—¿Y si no estáis de acuerdo? —pregunta Elaine.

—El Estado puede procesarle como a un adulto.

—No pueden hacer eso, ¿verdad? —dice Joan—. Parece algo extremo, ¿no?

—Se comió los dedos de una profesora —dice alguien.

—Le podría pasar a cualquiera —dice George dando la vuelta a las hamburguesas.

A Hammy le tiemblan los labios.

La luz mengua, pájaros grandes se congregan en las líneas eléctricas. Se llaman unos a otros.

—Escuchad a los pájaros —dice Elaine. Y todos lo hacen.

—Es una vida maravillosa —dice la señora Hansen.

—¿Quién puede juzgar? —dice el tapacubos de la señora Hansen, alzando su vaso—. Todos tenemos opiniones a manta, creemos que sabemos mucho. No sabemos nada.

Todos están contentísimos de volver a estar juntos. Perciben el calor, la calidez, el parpadeo de las llamas. Ninguno es lo que parece, ninguno lo que los demás creen, ninguno es lo que los demás quieren que sea. Todos son algo más y algo menos: profundamente humanos.

—Estoy tan contenta de estar aquí —dice Catherine; luego se echa a llorar y corre al interior de la casa.

—Hace una semana —susurra Paul a Elaine, que no lo ha olvidado ni por un minuto—. Casi a esta misma hora. Esparcí el líquido y prendí fuego, luego lo aticé y tú volcaste la parrilla.

—Prendimos el fuego que reventó la burbuja que quemó la casa y así sucesivamente —concluye Elaine la canción por él.

—¿Saben lo que ocurrió?

—Creo que no —murmura ella.

—¿Te molesta lo de la barbacoa?

—Un poco. ¿Y a ti?

—La cena está servida —dice George, retirando las hamburguesas del fuego.

Los niños emergen del jardín cubiertos de tierra. Han inventado un juego llamado «nubes mágicas» que consiste en girar dando patadas a terrones sueltos: se han ensuciado.

—¿En qué estabas pensando? —preguntan los padres, sacudiendo a los niños, desprendiéndoles a golpes la tierra de su ropa. Los niños, mareados de júbilo, atontados por los giros, se ríen histéricamente y se dejan caer sobre la hierba.

Catherine ha vuelto. Se ha lavado la cara, se ha empolvado la nariz y ha tomado alguna de las pastillas que le recetó el médico.

—Le viene al pelo —dice la señora Hansen, poniendo una raya de mostaza en su perrito caliente.

—Delicioso —declara Joan, y todos asienten—. Me alegro mucho de haber tenido la idea.

Ha anochecido ya. La luz del fuego, el resplandor de las antorchas, juegan con sus caras y las bañan en un amarillo anaranjado. Los adultos toman la famosa fruta en vodka de la señora Hansen, y los niños se empapuzan de emparedados de chocolate, nubes y galletas integrales. «Extrae», dice Daniel, formando una papilla con todos los alimentos juntos, y repitiendo su cantinela del día. Tiene los dedos untados de una sustancia blanca y pegajosa.

—¿Cuántas has tomado? —pregunta Elaine, preocupada de que duerma bien.

—No las he contado —dice él.

—¿Estaban bastante hechas? —pregunta Liz—. La mía estaba un poco cruda en el centro.

—¿Alguien quiere una copa de sobremesa? —pregunta Paul—. ¿Qué va bien con las hamburguesas?

—Brandy —dice George.

Se sientan en la hierba, bebiendo y mirando a las estrellas.

—¿No es una delicia sentarse al aire libre? —dice Ted—. No salimos nunca fuera sin un motivo concreto.

—Sobre todo cuando está oscuro —dice Joan—. Detesto la oscuridad.

Unos faros barren a las figuras sentadas, un coche entra en el camino, se oye un portazo.

—Es Pat —dice George.

Al cruzar el césped, Pat dice a los presentes:

—Llego tarde.

—Hemos terminado —le responde Elaine.

—Te has perdido la cena —dice Joan.

—¿Te apetece un trago? —George pregunta a su mujer—. Acabo de preparar una jarra.

Elaine entra en la cocina en busca de un vaso para Pat; ésta la sigue. El aparador está vacío, todos los vasos están sucios, lo único que queda en la repisa es un tazón de café de George.

—No tengo mucho que ofrecerte —dice Elaine.

—Perdona por haberme marchado tan bruscamente ayer. —Pat se aprieta contra Elaine—. Estoy un poco enamorada de ti.

Elaine friega un vaso sucio.

—¿Vino? ¿Un martini? ¿Agua mineral?

—¿Qué vamos a hacer? —pregunta Pat.

Elaine se desliza fuera de su alcance.

—Paul y yo estamos arreglando la casa, recomponiéndolo todo. No hay nada más que hacer —dice Elaine, tendiendo a Pat el vaso vacío.

En el césped se oye el canto de grillos y el zumbido del aspersor de algún vecino.

—Su césped será el mejor cuidado —dice Paul.

—Hay alguna maldición sobre esa casa. Nadie se queda —dice Liz—. Cambia constantemente de inquilinos.

—¿Quién vive ahí ahora? —pregunta Joan.

—Una pareja con un bebé —dice Elaine, volviendo a sentarse—. No sabemos más. Les vemos a veces paseando al niño en el cochecito.

—Ésa es la Osa Mayor —dice George, señalando arriba. Y todos observan el cielo. Es más grande que ellos, y es sedante, y todos guardan silencio.

—Ahí va el transbordador espacial —dice Daniel cuando pasa un avión.

—¿De verdad? —pregunta Sammy.

—No —dice Liz—. Es un avión que ha despegado de La Guardia, un vuelo nocturno a Europa, lleno de banqueros, estrellas de cine y fugitivos.

Todos respiran hondo varias veces. Apuran sus bebidas, extienden los brazos y las piernas y dicen: «Es tan relajante, estoy tan relajado. Por primera vez en mucho tiempo me siento como si no tuviese la menor preocupación en el mundo.»El tapacubos de la señora Hansen saca un paquete de bengalas y da una a cada uno.

—Por el verano —dicen ellos, entrechocando las bengalas, brindando.

Las chispas son de un blanco brillante, fosforescente, limpio y claro. Son una dulce explosión que estalla en la noche y se evapora en el aire.

—Por todas las cosas brillantes y bonitas.

—Touché —dice Ted, haciendo fintas de esgrima con Paul.

Y de pronto todos están ya satisfechos.

—Gran día mañana —dice George, poniendo un broche final—. Vuelta al trabajo, vuelta a la escuela. Casi me olvido: tengo vuestras cosas en mi coche. —Baja hasta el coche y vuelve con una caja de ropa—. Aquí las tenéis —dice.

A la luz de las antorchas Elaine ve que están todas perfectamente planchadas.

—Gracias —le dice a Par—. Por todo, siempre.

—Malditas rodillas —dice Ted, al tratar de levantarse de la hierba.

—Te llamo mañana —dice Liz, que se marcha con Jennifer y Robert.

Al final, la meta consiste en quedarse con algo: una esposa, niños, incluso los padres si uno lo consigue. La meta consiste en que no te dejen solo, viejo y pobre en la calle. Todos piensan que podría sucederles, a todos les inquieta la posibilidad de alejarse tanto de la realidad que al regreso no sean bien recibidos: piensan en pordioseras, en hombres que viven sobre rejillas de vapor, en el hijo de los Montgomery. Todo el mundo sabe en secreto que se trata de algo que podría sucederles en cualquier momento: un error o un accidente.

Paul y Elaine se quedan solos con la barbacoa.

—¿Y ahora qué? —pregunta ella.

Paul la mira.

—¿Alguna idea?

Podrían volver a hacerlo. Sería más difícil de explicarlo esta segunda vez. Tendrían que hacer un trabajo mejor, debería ser algo espectacular e ineludible, tendrían que poner verdadero empeño.

—Pon la tapa —dice Paul—. Se apagará sola.

—¿Y las antorchas?

—Estarán apagadas para mañana —dice Paul.

Los chicos salen de la oscuridad, y los cuatro —Paul, Elaine, Sammy y Daniel— van de cacería, a retirar desechos, reunir vasos y platos, cuchillos y tenedores, ketchup y mostaza. Llevan cosas al interior de la casa, pasan de la oscuridad a la luz. Todo está crudamente iluminado; procuran amoldarse.

Sammy se tapa los ojos.

—La mayonesa está por ahí, en algún sitio —dice Paul enviando a Daniel en misión de reconocimiento en plena noche.

—Ha salido bien, ¿verdad? —dice Elaine a Paul, mientras llena el lavavajillas—. Qué buenos amigos tenemos. No creo que quieran herirnos —dice, y al decirlo suena extraño.

—¿Por qué herirnos? —se pregunta Paul.

—Porque es lo que la gente hace, está continuamente tratando de ponerte la zancadilla y pasarte la segadora por encima.

Añade el jabón.

Daniel regresa con el tarro de mayonesa, con briznas de hierba adheridas al borde.

—La tapa se ha perdido en el curso de la acción —informa con la boca nimbada de restos de nubes y migas de galleta.

—Gracias —dice Paul, metiendo la mayonesa en la nevera.

—Las nueve, al baño y a la cama —anuncia Elaine a los chicos. Está resuelta a que el día de mañana empiece con buen pie. Ha aprendido una lección de Pat: anticiparse—. Tic, toe, os he comprado a los dos un despertador. —Se los da a los niños a modo de regalo—. Puestos en hora, listos para sonar. El desayuno es a las siete en la cocina, se pasará lista.

Más tarde, al acostar a Sammy, que tiene la piel todavía caliente de la bañera y el pelo aún húmedo, y que sigue desprendiendo el olor dulzón y lechoso de un niño, le hunde la cabeza en la hondura del cuello y aspira profundamente.

—Buenas noches —le susurra al oído—. Que duermas bien, reza para que no haya golpes ni mordiscos.