Capítulo 7

Comienza el trabajo.

La tormenta ha causado daños en todas las casas de la manzana; hay ramas y hojas por todas partes, geranios decapitados cubren el sendero de baldosas, y las plantas en tiestos dan la impresión de haber sido batidas durante la noche.

La señora Hansen está arreglando el jardín delantero de Elaine. Lleva una rama en cada mano. Hojas de un verde brillante le enmarcan la cara; su pantalón caqui actúa de camuflaje. Es la mujer que se convierte en árbol.

—Hola, hola —llama desde detrás de las hojas—. Hola, hola dice como una niñita jugando al escondite.

—¿Es usted, señora Hansen?

Ella arroja las ramas, formando un montón en el suelo; es más fuerte de lo parece.

—Vaya nochecita, ¿eh?

—Descontrolada —dice Elaine.

—Un castigo de Dios —dice la vecina—. Ha caído un rayo sobre una casa en Oak Street, y en Maple Street hay un árbol encima de un Mercedes. No lo lamento por ese hijo de perra; odio los coches alemanes —dice—. A las tres de la mañana estaba haciendo un ponche para tranquilizarme. La tormenta me puso los pelos de punta.

—¿Un ponche caliente?

—Sí, pero hubo un apagón y tuve que tomarlo frío. Mi marido y yo hemos estado toda la noche levantados a ver lo que pasaba. —Mira alrededor del jardín—. He venido a poner orden aquí. Lo último que le faltaba es más desorden. Su teléfono ha estado sonando como un loco, cada diez minutos desde las siete y media. ¿Esperaba llamadas?

Elaine dice que no con la cabeza.

—Habría preparado una cafetera y habría contestado al teléfono, pero...

Elaine mira al otro lado de la calle. El jardín de los Hansen está limpio como una patena, tiene la hierba tan cuidada que parece peinada. La fachada de piedra de la casa es perfecta.

—Tiene precioso el jardín —dice Elaine, percatándose de que no sabe en absoluto cómo es el interior de la vivienda; se lo imagina con todo comprado en Ethan Allen.

—Me he levantado temprano —dice la señora Hansen—. La radio dijo que quizá hubiese un tornado, pero no lo confirmaron.

—Es usted un buen elemento —dice Elaine, advirtiendo que el cabello alborotado de la vecina está teñido de un color castaño rojizo, y consciente de que se ha inventado una historia acerca de la señora Hansen que podría o más bien no puede ser cierta.

—Yo antes salía mucho, muchísimo —dice ella—. Pero de pronto, un buen día, decidí que no quería salir más. No quería tener horarios ni hacer planes. Renuncié. Y me encerré en casa. Más o menos un año. No salía para nada. Todo el mundo se llevó un buen susto, pero yo sabía que estaba bien..., era lo que me hacía falta.

—¿Desde cuándo vive aquí?

—Hizo veintisiete años el pasado abril.

—¿Es feliz usted? —pregunta Elaine, y de inmediato lamenta haber llegado tan lejos.

—No estará pensando en mudarse, ¿verdad? No después de todo esto, de habernos hecho amigas.

—No voy a ninguna parte —dice Elaine.

—No me asuste. Sólo me faltaba eso.

Suena el teléfono dentro de la casa.

—El teléfono —dice la señora Hansen.

—Yo lo cojo —dice Elaine.

—¿Por qué no me haces caso? —pregunta Liz—. ¿He hecho algo que te haya ofendido?

—No sé qué decir —dice Elaine. Suena a excusa, pero lo dice en serio—. No sé qué decir, de verdad.

—Bueno, vas a tener que decirme algo. No aguanto esto, es ridículo.

—No eres tú, soy yo —dice Elaine.

—Ya sé que eres tú —dice Liz—. Ya me hablarás de eso. Paso a recogerte al mediodía. Tomaremos un poco de requesón; he empezado una dieta nueva.

—Esa dieta es antigua —dice Elaine al colgar. Se asoma a la ventana de la cocina y mira el contenedor: está casi lleno. Dentro está la mesa del comedor, media docena de pares de zapatos que tiró la víspera y los restos de la barbacoa, que alguien ha arrojado encima de los demás trastos.

Vuelve a sonar el teléfono.

—Elaine, voy a comprarte un contestador —dice su madre.

—¿Has estado llamando toda la mañana? La señora Hansen me ha dicho que han llamado.

—No —dice la madre—. Pero anoche te necesitaba y no pude localizarte.

—Estábamos fuera.

Elaine se traslada al comedor, extendiendo el cordón del teléfono. Se queda parada en el sitio que antes ocupaba la mesa y se pregunta cómo ocupar ese hueco, qué comprar para reemplazarla.

—Exactamente —dice la madre—. Fuera en medio de una tormenta, nada menos. Tengo prisa ahora, pero iré más tarde. Y te llevaré el contestador.

Elaine cuelga. Y el teléfono suena de nuevo.

—Diga —dice exasperada.

—Una simple comprobación —dice una voz de mujer.

—¿Quién es?

—¿Quién quisiera que fuese?

—Creo que se ha equivocado de número —dice Elaine, y cuelga.

Respira hondo. La casa ya no huele. No huele a nada. No hay ningún olor, ni vivo ni muerto, es inexistente, sin connotaciones. Neutro. Han hecho un trabajo excelente.

Suena el teléfono.

—¿Qué? —dice Elaine en lugar de hola.

—Hola, soy Rich Perloff, su arquitecto. La he estado llamando toda la mañana. Primero suena y suena y nadie contesta, y luego comunica. ¿No tiene un contestador o un servicio de llamada en espera?

—¿Quién llama? —pregunta Elaine.

—Rich Perloff. ¿Está en casa? ¿Puedo pasar ahora? Si quiere que pase, tiene que ser ahora —dice.

—Muy bien —dice ella—. Venga. Estoy en casa.

Elaine cuelga. Busca en el aparador las páginas amarillas. Es hora de que haga algo por su cuenta. Está buscando información: escuelas, programas profesionales, actividades para salir de la rutina. Deja que elijan sus dedos. Marca un número.

—Instituto Técnico de Westchester.

—Quisiera información sobre... —dice Elaine.

—Un momento, que le paso.

—Bud Johnson —dice un hombre descolgando.

—Quisiera una información... —Se interrumpe.

—¿Tiene problemas el alumno en la escuela, falta a clase, le han expulsado o le han detenido?

—Es para mí. Llamo para mí.

—¿Qué edad tiene?

—Cuarenta y tres.

—Oh, no lo creo —dice Bud Johnson.

—Sí, es cierto.

—No, me refiero a que nuestro programa no le serviría a usted. Es para chicos «estúpidos» —le dice Bud—. ¿Cómo se llama?

—Elaine.

—Elaine, ¿sabe usted lo que busca?

—No —dice ella—. Es la primera llamada que hago.

—Hábleme de usted.

—Estoy casada, tengo dos hijos y me estoy volviendo loca.

—¿Y seguramente ya ha intentado asfixiarse en clases de aerobic?

Elaine no responde.

—Era una broma.

—No he ido a clases de aerobic en mi vida.

—De acuerdo. ¿Qué historial académico tiene?

—Universidad de Nueva York hace mucho tiempo.

—¿Ha trabajado?

—No desde entonces.

—Hummm. Hummm.

Ella no sabe con quién está hablando, no sabe lo que busca; esto parece una pérdida de tiempo y es algo así como si hubiese llamado a un teléfono de la esperanza para suicidas; no puede colgar.

—¿Y para qué cree usted que serviría ahora?

La voz de Bud es calmada, tranquilizadora.

—No lo sé —dice Elaine.

—¿Qué ha intentado hacer?

—El otro día una amiga me dio un libro de bricolaje. Hasta ahora he reparado el desagüe y el retrete, y debo reconocer que le he cogido el tranquillo enseguida.

Se pregunta cómo será Bud. Se lo representa moreno y con rizos.

—En sus sueños más salvajes, ¿qué se ve haciendo dentro de dos años?

Inexplicablemente, Elaine se ruboriza.

—Oh —dice—. Oh. No sabría responder a eso.

—Bueno —dice él con cautela—. Me gustaría hablar de su situación con usted, y quizá podamos sacar algo en claro.

—Estoy asustada —dice ella—. Estoy muy asustada.

—¿Le gustaría hacer un hueco para vernos hoy, más tarde?

—A las dos tengo que ir a la obra en que actúa mi hijo. Hace de cabeza de rinoceronte.

—Nos vemos a las cuatro. Creo que podré salir para esa hora. ¿En el Odyssey Diner de Central Avenue?

—¿Cómo le reconoceré?

—Llevaré una carpeta de papel manila. —Suena una campana al fondo—. Tengo que irme —dice—. Ánimo.

El arquitecto aparca en el camino de entrada y casi atropella a la señora Hansen, que salta hacia los arbustos, escapando por los pelos.

—Atropélleme, ande, no se prive. ¿A qué viene tanta prisa? El incendio está apagado —dice la señora Hansen saliendo de entre la maleza.

—¿Es usted la suegra? —pregunta el arquitecto llamando al timbre—. ¿Vamos a añadir una habitación para usted, para que la gallina vuelva al gallinero?

La señora Hansen señala con un gesto la casa de la otra acera.

—Soy la vecina de enfrente —dice con orgullo.

—Tiene el tejado deshecho —dice el arquitecto.

—Ya lo sé —dice ella—. Lleva diecisiete años puesto.

—Todo lo bueno conoce su fin —dice el arquitecto.

—Gracias por venir tan deprisa —dice Elaine, invitándole a entrar.

—¿Han lavado las paredes? —pregunta el hombre.

—Ayer —dice ella.

—Lo huelo —dice él.

—Ya no huelen —dice ella.

—Exacto —dice—. ¿Qué tratan de ocultar?

—Hubo un incendio. —Elaine le conduce al agujero de la pared. La tormenta se llevó volando el plástico, y el conjunto parece algo empapado, en el yeso de alrededor empieza a formarse una mancha, y hay una especie de hinchazón extraña, un bulto en la pared que no estaba el día anterior—. Pensamos en aprovechar la ocasión... para añadir una terraza y puertaventanas.

—Un lifting —dice el arquitecto.

Elaine prosigue, sin prestarle atención:

—Estuvo aquí ayer el hombre de la terraza. Elegí ésta.

Le enseña al arquitecto una foto y un pedazo de papel con las dimensiones.

El arquitecto mueve la cabeza.

—Demasiado cuadrada. Necesita algo más estrecho, algo con forma, con estilo.

Y antes de que Elaine pueda decir nada, extiende la mano, arranca el yeso de la pared y empieza a palpar los bordes.

—¿Quién provocó el incendio?

—Una parrilla volcada.

—Nunca he oído nada semejante.

Elaine no pestañea.

—¿Tiene una escalera?

—En el garaje.

El arquitecto transporta fuera la escalera grande de Paul y la instala en el jardín, no lejos del agujero.

—Suba —dice, y Elaine empieza a trepar. El la sigue—. Quiero que me cuente su fantasía: usted en su jardín, ¿cómo se ve usted? Cuénteme su fantasía y luego hablaremos de la realidad.

A tres peldaños de la cima él grita:

—Pare. Vuélvase. —Ella lo hace—. ¿Qué ve?

—Cielo, árboles, casas. —Mira más atentamente—. Un remolque que se lleva el Mercedes de Maple Street.

Ve la intersección de cuatro jardines: madera, cable y vallas que convergen en un punto. Un columpio, una piscina, un jardín japonés.

—Este es su panorama —sentencia el arquitecto desde debajo de ella. Gesticula, la escalera se mueve—. Iba a empezar una obra grande esta mañana. Anoche, a las doce, llamaron para anularla; van a divorciarse. —Mira hacia abajo de la escalera, que se balancea—. Algo que podría interesarle, si contrata mis servicios, es una habitación segura. He instalado montones.

—¿Segura? —pregunta Elaine. Piensa en paredes acolchadas, sin esquinas agudas, un ama de casa que enloquece.

—La pareja que me encargó la obra pensaba instalar un dormitorio seguro: línea telefónica subterránea, depósito de agua, oxígeno. Podría construirle un solo cuarto, digamos, con un baño principal, por menos de cinco mil. Tengo una puerta grande a prueba de balas, con un pomo que se cierra desde el interior. En estos tiempos nunca se sabe cuándo habrá que huir pitando, asegúrese unos minutos de calma. No se puede contar con que la policía llegue cuando la necesitas.

Saca una regla del bolsillo, se sienta a la mesa de la cocina y dibuja en una hoja del papel cuadriculado de Sammy. Jura mientras trabaja.

—Mierda. Cojones. Goma —dice—. ¿Tiene una goma de borrar?

Mide. Hace un plano. Tarda menos de veinte minutos.

—Aquí tiene sus puertaventanas —dice enseñándole el plano—. Y aquí la terraza.

—¿Puedo hacer sugerencias?

—¿Hay algo que no le guste en mi dibujo?

Elaine lo examina.

—¿Todas las puertas dan a la terraza?

—Sí —dice el hombre.

—Pues supongo que está bien —dice ella.

—No me diga que se va a echar atrás. No me diga que me va a decir que no. No me diga nada que no quiero oír. —Está incubando una rabieta. Se levanta de la mesa, agita los brazos—. ¿Por qué me hace esto? ¿Por qué me hace esto a mí? —Entra en el comedor. Contempla el agujero. Respira hondo varias veces—. Perdone —dice—. Perdone si me estoy poniendo un poco tenso. Esta mañana no he meditado. Siempre medito por las mañanas. Para centrarme. Y me ha disgustado tanto la anulación de la pareja. Es malo para todos nosotros cuando una pareja se vuelve atrás. Significa que todos hemos fracasado.

—¿Cuánto va a costar la obra? —dice Elaine, que se siente obligada a preguntarlo—. ¿Llamo a mi marido?

Paul está en la oficina. Ha ido a la juguetería y se ha comprado un juego infantil de acuarelas y papel. El estuche dice que no son tóxicas, y él considera que eso es bueno. Está pintando un plano en el que muestra el color del éxito para una empresa de margarina: un amarillo claro, color mantequilla.

Está sentado a su escritorio: se ha desabrochado los pantalones. Le duele la herida, pero trabaja, y extrañamente se encuentra bien. La idea es audaz, pero es lo que hace falta ahora: algo distinto.

La chica ha telefoneado varias veces, usando nombres diferentes. Él no contesta a las llamadas. Está ocupado, el trabajo ha comenzado. Está repasando mentalmente los sucesos de la víspera: se ve hablando con George, tomando el comprimido analgésico, entrando en el dormitorio donde Elaine lee en la cama. Recuerda que se desviste; la imagen de su tatuaje aparece en primer plano, a todo color, y el brillo de la pomada antibiótica bajo el delgado haz de la linterna. Y en eso Elaine se le acerca, Paul la empuja, ella rebota contra la cama, él gana la puerta y sale al pasillo, perseguido por ella. Paul y Elaine dan vueltas en torno a la sala, como en un perverso juego de afrontar, placar al matrimonio y derribarlo.

Elaine le golpea.

Paul le tira del pelo.

Elaine le aporrea.

Y en un momento dado la pelea se detiene. No termina, se detiene.

Piensa en lo que Jennifer le dijo ayer por la tarde: «Los hechos carecen de importancia.»Moja un pincel en la pintura púrpura. «Hay poder en la afirmación», se dice recordando las palabras de Jennifer. «Reclama tu derecho», dice Paul en voz alta, cambiando del púrpura al rosa.

—Tengo que llamar a mi marido —dice Elaine, descolgando el teléfono.

La secretaria de Paul le pasa la llamada.

—Está aquí el arquitecto —anuncia Elaine—. Le han cancelado una obra. Quiere empezar ahora, pueden traer la maquinaria de demolición esta misma tarde. Pero yo quería consultar contigo.

—Precisamente estaba pensando en ti —dice Paul, mojando el pincel en agua y escurriéndolo—. Estoy pintando en mi escritorio.

—Yo estoy hablando de pie en la cocina —dice ella.

—¿Estás pasando un buen día? ¿Te encuentras mejor?

—Sí —dice ella, y no puede decir más.

—¿Está a tu lado, ahí mismo?

—Sí —repite ella.

—¿Es el tío que trabajó para los Esterhazy, ese del que están contentos?

—Sí —repite Elaine.

El arquitecto deambula por la cocina, resoplando y jadeando. La casa empieza a oler a algo; está absorbiendo el olor del arquitecto, su preocupación y su agua de colonia.

—¿Te ha dado una cifra? ¿Tenemos que buscar a un contratista?

—No. Él tiene gente.

—¿Quieres que haga él la obra?

El arquitecto coge el teléfono de la mano de Elaine.

—Oiga —dice—, es una pequeñez, no es construir una casa. Simplemente se trata de que entre un poco más de luz; no exagere su importancia. —Hace una pausa—. Me da igual lo que usted diga, pero le he dicho a su mujer que supuestamente yo iba a empezar hoy una obra y la han anulado, se divorcian en vez de edificar una casa... y por eso he venido. Usted puede hacer lo mismo, puede encargarme el trabajo o dar largas. Si dice que sí, comienzo ahora mismo. Ahora o no hay trato. No hay que marear la perdiz. Si algo le interesa, tómelo —dice el arquitecto—. No me haga perder el tiempo. Todo el mundo me hace perder el tiempo.

—Cállese un minuto y déjeme pensar —grita Paul.

El arquitecto devuelve al teléfono a Elaine.

—Qué puto gilipollas —dice Paul.

Elaine no dice nada.

—¿Crees que debemos aceptar? ¿Puedes decirle que te deje algo por escrito, un presupuesto aproximado, decirle que lo necesitamos para el seguro?

El hombre vuelve a quitarle el teléfono a Elaine.

—¿Va a decir que sí o que no?

—No me hable en ese tono —dice Paul—. Estoy diciendo que adelante, bien, póngase el mono de faena. Necesitaré ver algo por escrito cuando llegue a casa.

—Tiene malas pulgas —dice el arquitecto, colgando—. ¿Puedo usar el teléfono? —Elaine asiente. Él marca—. Joey, adelante. Te digo la dirección; es una terraza y puertaventanas. Te dejo un boceto en la mesa de la cocina. Necesitas la almádena; hay una pared de piedra que demoler. Estaré en mi despacho dentro de una hora, y te llamo desde allí. —Cuelga—. ¿No se lo he dicho? El contratista es mi cuñado, casado con mi hermana pequeña, tenemos una especie de negocio familiar. Hacemos de todo, desde habitaciones seguras hasta piscinas.

—No, no me lo ha dicho —dice Elaine, que se siente ligeramente timada.

La señora Hansen entra, se prepara un cóctel —vino blanco con zumo de arándanos en un vaso alto— y vuelve a salir. Elaine mira el reloj. Las once y media.

—Oiga —le dice al arquitecto—, mi hijo tiene asma. Me preocupa muchísimo el polvo. ¿Puede hacerme el favor de evitarlo?

—Yo tuve asma —dice el hombre—. Me pasé la infancia con asfixias de muerte. Evito el polvo. Sellaremos todo el sitio. Ni siquiera se dará cuenta de que hay obra. ¿Puedo usar el teléfono otra vez?

Ella asiente.

—Joey, ¿te acuerdas de aquel rollo de plástico que sobró de la obra en el gimnasio? Mételo en el camión. Tenemos que mantener limpia la casa; hay un chico que no respira bien.

—Gracias —dice Elaine.

—No hay de qué.

Suena el teléfono. Contesta el arquitecto.

—Es para usted —dice, y se lo tiende a Elaine.

—Espero que no haya sido una locura dar una cena una noche laborable —dice Joan Talmadge.

—Fue deliciosa —dice Elaine—. Siempre sienta bien salir de casa.

Se oye un ruido al fondo.

—Estoy en mi despacho —dice Joan—. Esto es un desmadre. Ha habido alzas y bajas del mercado todo el día. —Aspira—. ¿No vives en tu casa todavía?

—Pronto —dice Elaine.

—Bueno, en cuanto vuelvas haremos una fiesta de bienvenida.

—Sería estupendo —dice Elaine.

—Ted piensa que eres un encanto —dice Joan—. Después de marcharos estuvimos hablando, y de todas las mujeres tú eres la que más le gusta.

—Bueno, gracias. Ted también me gusta a mí.

—¿De veras piensas matricularte en medicina? ¿No tienes que tener veintidós años o algo así?

—¿Sabes algo de Catherine? —pregunta Elaine cambiando de tema.

—Oh —susurra Joan—, un mal asunto, muy malo, peor de lo que imaginas. De hecho, nunca he oído una cosa igual. El chico hizo algo horrible, inconcebible. Se volvió loco. Arrancó dos dedos de un mordisco a una profesora, el índice y... ¿cuál es el más largo?, el de mandar a alguien a tomar por el culo. Se los arrancó y se los comió. La mano herida se infectó y luego ocurrió algo raro, un coágulo envenenado o algo así, y la profesora ha muerto. El chico la ha matado. Diecisiete años y ya un asesino, ¿te imaginas?

—No parece que quisiera matar a nadie.

—Comió carne humana. Figúrate lo que deben de estar pasando Catherine y Hammy —dice Joan, llevando el peso de la conversación—. Llevo toda la mañana tratando de imaginármelo, y no puedo. Era una maravilla de chico. Siempre haciendo cosas con las manos..., un artista. Con talento.

—Estarán aquí dentro de una hora —dice el arquitecto, despidiéndose—. ¿Quiere que hable con su agente de seguros? Soy muy bueno con esa clase de gente —dice, hablando mientras Joan sigue haciéndolo. Elaine trata de escuchar a los dos a la vez.

—No —dice ella. No quiere que hable con nadie.

—Sí —dice Joan—. Es increíble pero cierto.

—Disculpa —dice Elaine—. Estaba aquí el arquitecto, que se marcha ahora.

—Tengo que repetir continuamente la historia para que sea verídica —dice Joan—. Estoy en mi despacho, tengo que irme. Quiero llamar a Pat, te llamaré más tarde.

Liz llega, aparcando justo en el momento en que el arquitecto arranca.

El roca el claxon. Grita.

—Eh, no me deja salir. Me está obstruyendo el paso.

—¿Lista? —pregunta a Elaine, haciendo caso omiso del arquitecto.

—Sí, déjame sólo decírselo a la señora Hansen.

Elaine dice adiós a su vecina, que está al otro lado del jardín. La señora Hansen la despide con la mano.

—¿Qué edad tiene? —pregunta Liz.

—No tengo ni idea, calculo que unos setenta.

En medio del jardín, la señora Hansen ha edificado un extraño altar a las fuerzas destructivas de la naturaleza, una especie de falso tipi, una singular pila de hojas, ramas y ramitas.

—Salgo a almorzar —le grita Elaine—. Y luego rengo una cita a las cuatro... ¿Estará aquí cuando lleguen los niños?

—Por supuesto —dice la vecina—. Estaba pensando en enseñarles cómo se mandan señales de humo. —Señala a la pila con un gesto—. Nunca se lo he dicho, pero hace muchos, muchos años, dirigí a un grupo de scouts.

—Muy bien —dice Liz cuando están en el coche—. ¿Cuál es el problema? ¿Quién está haciendo qué a quién?

—Estoy varada —dice Elaine—. Estoy increíble, horriblemente varada. Es como si estuviese en coma y no pudiera despertar. Como sumergida, debajo de la superficie.

—¿Por eso no me hablas? Elaine, las mujeres llevan años atascadas. Escriben libros al respecto; piensa en Silencios, de Tillie Olsen, piensa en Charlotte Perkins Gilman.

—No estoy hablando de libros. ¡Estoy hablando de mí! —exclama Elaine—. Yo soy El empapelado amarillo.

—Oh —dice Liz—. Bueno, ¿qué vas a hacer?

—No lo sé —dice Elaine, decepcionada por la reacción de Liz. Esperaba algo más; la oferta de un esfuerzo colectivo. ¿Qué podemos hacer, qué puedo hacer para ayudarte?—. Estoy tan avergonzada —dice—. Se supone que estas cosas no suceden. Se supone que las mujeres ya no tenemos que estar atascadas. Estamos viviendo ya el posfeminismo y yo estoy en la edad de piedra. Me he perdido todo el rollo. Hasta tú lo viviste —dice. Suena como un corte. Se calla.

Están sentadas a la mesa del restaurante. Liz pide el plato de dieta.

—Yo tomaré lo mismo —dice Elaine, incapaz de tomar una decisión propia.

—Pensé que tenías una aventura y que no te atrevías a contármela —dice Liz—. Sé cómo eres, muy ética, un poco ingenua, y quería decirte que si has capitulado y te has convertido en una perra cachonda y plañidera como todas las demás..., pues que está bien.

—Todo el mundo lo hace —confirma Elaine frívolamente.

—Exactamente —dice Liz, metiendo la cuchara en el requesón.

—No sé qué decir —dice Elaine. Se siente humillada y desilusionada. Ha fracasado radicalmente, en todos los sentidos. Contempla su plato; la lechuga iceberg le recuerda a Pat.

—Soy tu mejor amiga, recuerda —dice Liz—. Me puedes contar lo que quieras, por horrible que sea.

No puede contarle lo de Pat; si se lo cuenta, se imagina a Liz ofendida, competitiva, posesiva. Se la imagina diciendo: «Es increíble que lo hicieras sin contar conmigo, sin pensar primero en mí. Yo lo habría hecho si hubieses querido.»

—¿Con quién te has liado? —pregunta Elaine.

—¿Liado? Los líos: si alguien llamara a mi puerta, me lo follaría, sin hacer preguntas, sin pensarlo dos veces.

—Creo que Paul tiene otra amiguita —dice Elaine—. Se comporta raro. Se ha rapado el pelo, quiero decir todo el vello, y duerme en camisón.

—¿No se habrá liado con una drag queen? —se burla Liz.

—Dice que es un modo de expresión. Espero que no sea un asunto serio.

—¿Serio?

—Alguna que conocemos o alguna mejor que yo. —Elaine aspira un poco de aire—. Le pegué —dice—. Anoche, en casa de Pat y George, estaba tan histérica que le zurré.

—Oh, por favor —dice Liz—. Yo le zurraba a Roger como si estuviera ablandando un pedazo de carne.

—¿Él te respondía?

—No, era «mejor» que eso. Tenía sus propios modos de vengarse.

—¿Como cuáles?

—Me dejó.

Hay un silencio atroz.

—Lo siento —dice Elaine.

—Sea lo que sea, resuélvelo —dice Liz—. Haz cualquier cosa antes de divorciarte. Después del primero, los siguientes son sobras: un mercadillo.

—Tengo la impresión de que estoy haciendo flotar a un cadáver —dice Elaine, cogiendo la cuenta.

Circulan en silencio. La cólera y la inquietud de Elaine son paralizantes. No sabe qué hacer para salir del paso, cómo salvarse.

—¿Te apetece venir a la obra de Sammy? —le pregunta a Liz.

—No puedo —dice Liz—. Tengo que terminar un trabajo de clase.

Liz deja a Elaine en casa. Un grupo de hombres está maniobrando una grúa pequeña en el camino de entrada y en torno al contenedor. Les dirige la señora Hansen, como un controlador aéreo.

Elaine mira el reloj. Sin decir palabra, sube a su coche y parte: tiene una hora libre. Aburrida y medio loca, llama a Pat por el móvil.

—Ven a verme —dice Pat.

Elaine aparca en la entrada y entra corriendo en la casa.

—Sammy actúa a las dos —le dice a Pat.

—Te llevaré yo —dice Pat. Sus besos son insistentes y certeros. Saben a cereales y a café. Las dos están en la sala, la misma de la noche anterior. Están sentadas en el sofá. Pat sabe que es inútil intentar que Elaine la acompañe al dormitorio; no ocurrirá. Le está desabrochando la blusa. A Elaine la inquieta que alguien pueda verlas por la ventana, que las niñas lleguen a casa, que llame al timbre un vendedor de enciclopedias. Piensa en la noche anterior, en Paul en la oscuridad, Paul en el suelo, acorralado en el hueco entre la mesa y el sofá. Piensa en el roce suave de la piel de Pat sobre la suya. La está desvistiendo.

—Espera —dice Pat. Se levanta y corre hacia el pasillo. Elaine espera sentada en el sofá. Piensa en la pelea, una ridícula rutina doméstica, los dos bailando a oscuras por el cuarto, como en una escena de película en blanco y negro, una astracanada. Fútil. Todo es fútil.

Pat vuelve en bata. Empiezan otra vez. Besa a Elaine. Ésta todavía no sabe con certeza lo que significa besar a otra mujer.

Atrae a Pat hacia ella.

La bata se abre. Ciñe las caderas de Pat un ancho cinturón negro, un arnés con tachones de plata y correas que le bajan por las piernas. El artilugio es como una armadura medieval o como el avío de un motorista. Y le cuelga algo.

—Buster3—dice Pat.

—Conozco a alguien que tiene un gato que se llama así —dice Elaine.

Pat tiene otro en el bolsillo. Lo saca: un colmillo pálido y carnoso que parece que se está pelando.

—Lo he hecho yo, con el molde de una vela y material de artesanía.

Elaine capta un aroma familiar en el aire.

—Huele a astillas de cedro —dice.

—Lo guardo entre mis suéters —dice Pat. Se mete la mano en la bata y acaricia el que lleva puesto—. Este lo compré por teléfono. Lo llaman un caramelo, un caramelo de color champán.

Es sumamente insólita la imagen de Pat con un arnés negro de cuero que sostiene una polla translúcida de plástico, empinada como un surtidor falso. ¿Por quién se toma Pat? ¿Quién quiere ser? ¿Se da cuenta del aspecto que tiene? ¿Se ha mirado en el espejo? Un pliegue enjuto de carne sobresale del arnés. ¿Se supone que es una erección?

—No necesitas eso —dice Elaine—. Puedo prescindir.

—Por favor —dice Pat con voz turbia y ávida—. Me apetece. Déjame.

Elaine está en el sofá y Pat encima de ella; componen una estampa sin gracia, puramente técnica.

—¿Está dentro? —pregunta Pat.

—Sí.

Hay que llenar un agujero. Es tan distinto de una mano, de una lengua, de lo auténtico.

Elaine oye algo.

—¿Qué es eso? —pregunta, incorporándose; tiene buen ángulo de visión. En esa postura, mira por encima del hombro de Pat. Le preocupa que alguien las sorprenda. Una cosa es que pillen a alguien haciéndolo con la esposa del vecino y otra que dos esposas lo hagan juntas, y otra todavía que lo hagan con un artefacto llamado Buster—. He oído un ruido.

—La secadora —dice Pat—. Se ha apagado.

Pat la folla. No es un acto tierno. No son dos mujeres solitarias que se consuelan; es algo más, fantásticamente brusco, casi brutal.

Pat la embiste. Buster resbala y entra de cualquier manera, a veces ensartando a Elaine y a veces clavándosele en el culo, en los muslos. Pat empuja. Buster se sale. No llega a su destino.

—Métetelo —dice Pat, desesperada—. Mételo tú.

Elaine lo conduce de nuevo dentro de ella, una sonda inánime, un enchufe, un corcho en vez de una polla. Tías con minga, un palo y una teta. Los pechos de Pat chocan contra Elaine. La sedosa sensación de piel sobre piel, el movimiento, el balanceo, la honda excavación logran su meta. Elaine anilla las piernas alrededor de Pat y la sujeta; su coño aprieta el chisme ciego, sordo y mudo que la perfora, el Buster sin cerebro.

—¿Te has corrido? —pregunta Pat.

—Sí —dice Elaine.

Pat descabalga. Se desata el arnés y el consolador cae al suelo; rebota.

Hay un momento de silencio, un remanso. Pat, apoyada en el codo, mira a Elaine.

—¿Quieres que te lo haga yo? —pregunta ésta, esperando que Pat decline el ofrecimiento—. Te lo debo. Tú no has tenido ningún...

—Me basta así —dice Pat.

El artilugio yace fláccido —no fláccido, sino inerte— en el suelo.

Elaine advierte un segundo agujero en la parte trasera del arnés.

—¿Para qué es eso?

—Un tapón del culo —dice Pat.

Elaine ha oído la expresión una sola vez; a sus hijos. No se imagina qué es, cómo funciona ni dónde lo han aprendido sus hijos y Pat.

—¿Sabes lo que sería fabuloso? —dice Pat—. Que pudiéramos irnos un fin de semana, las dos solas, a algún sitio donde no tengamos que fingir. ¿Provincetown, quizá?

—Oh. —Elaine se está vistiendo, tiene prisa—. Creo que no es un buen momento para mí —dice.

Arranca rápidamente. El coche orilla la escuela de Sammy como si no lo condujese ella, sino que la llevaran, la transportaran a lo largo de un trayecto que la lleva de Pat a Paul y de Paul a Pat, de aquí para allá. Ida y vuelta.

Persiste el recuerdo de Buster dentro de ella, contrae todavía el útero, estruja el cilindro hueco, marca el ritmo de su pulso.

La han follado.

Y ahora llega tarde.

La escuela de Sammy. Ventanas altas, pupitres bajos. En cada aula hay un alfabeto desplegado de la A a la Z, como una moldura de pared a pared. PRIMAVERA EN FLOR, anuncia el tablón de anuncios. Flores de papel en abundancia. MIS PLANES PARA EL VERANO: sobre páginas de rayas espaciadas, los niños han garabateado sus sueños: campamento, casa de la abuela, Europa.

Elaine se cuela en los lavabos de chicas. Su estatura sobresale, el espejo le corta la cabeza. Sólo se ve desde el pecho a las rodillas. Otra cabeza de mujer adulta asoma por encima del tabique de un retrete. Sus miradas convergen y se ríen.

—Me siento como una jirafa —dice la mujer tirando de la cisterna.

Biblioteca. Clase de arte. Laboratorio. El auditorio es a la vez la cantina; han retirado las mesas del almuerzo y han colocado en filas centenares de sillas de metal plegables. Elaine se sienta en la esquina de una hilera e inspecciona la sala. A la izquierda está Wendy Trumble, que entrevista a estrellas del cine para una revista femenina. Toma siempre el tren de las 12.15, «viajo a la ciudad para un pequeño almuerzo», y apenas le da tiempo de recoger a sus hijos después del partido de fútbol. Hay otras mujeres, mitades de parejas con las que Paul y ella han cenado alguna que otra vez, hace mucho tiempo, y a las que no han vuelto a ver. Se pregunta por qué. ¿A quién no le gustaba quién? ¿Debería haber hecho algo más? A la derecha, delante, está Claire Roth, la psiquiatra cuyos hijos son de la misma edad que los de Elaine. Claire, con su consulta carísima en Greenwich Village, y Sam, su perfecto marido abogado que la lleva en coche al trabajo todas las mañanas. Cuando los Roth vinieron a vivir aquí, Elaine les invitó a una barbacoa; pensó que los chicos se llevarían bien. No ha vuelto a ver al matrimonio. Claire la mira.

—¿Cómo estás? —pregunta Elaine.

Claire asiente con la cabeza. ¿Se acuerda siquiera de Elaine?

Una mujer, más allá, sonríe. Elaine le devuelve la sonrisa. No tiene idea de quién es: ¿será la que se folla Paul? La mujer le dirige una sonrisa aún más amplia, se le ven los hierros de la dentadura yElaine cae en la cuenta de que es una amiga de Jennifer que a veces hace canguros.

Sale un chico a escena. El desfile del verano: una fábula, anuncia. La orquesta escolar toca. «Yo vivía en un pueblecito, al fondo de los Montes Nuez, a la orilla del río Miel. Era un pueblo apacible, hasta el verano en que llegó un hombre.» El telón se levanta.

«Qué pueblo más apacible», dice un chico con barba, que desplaza de un hombro al otro una gran escopeta. Los lugareños salen al escenario con cestas y azadas e inician sus quehaceres, con una coreografía de danza.

Dos filas más adelante, Elaine ve a la madre de Nate. ¿Cómo se llama? ¿Por qué nunca consigue recordar su nombre? Mira la nuca de la madre de Nate; algo en ella le hace pensar que es un fracaso; es la mujer que se ocupa del hijo de Elaine cuando ésta no puede ocuparse de él. Es la que llegó a su puerta el día después del incendio, llena de las mejores intenciones, de buenas ideas. Vista de espaldas, parece satisfecha de sí misma. No parece sufrir. Y su corte de pelo es bonito.

Suenan disparos en el bosque, los animales huyen en estampida. Hay un gran alboroto de animales que corren por el escenario, atraviesan el bosque, vadean el río, entran y salen del pueblo.

El escenario se vacía y una chica del lugar —la hija del cazador— yace muerta en los escombros, y hay también un rinoceronte herido. El cazador contempla el cuerpo de su hija. «¿Qué he hecho?», dice. «He destruido lo que más amo.» El rinoceronte moribundo levanta la cabeza y mira a los espectadores. Cae el telón.

Las madres aplauden. El telón vuelve a levantarse y los animales cantan una canción: «Vamos a llevarnos bien, todos los días a partir de ahora...» Los actores saludan. Suenan más aplausos y luego hay un estrépito de sillas de metal que se pliegan.

—¿Cómo estás? —le pregunta a Elaine la madre de Nate.

—Bien —grita ella en medio del barullo—. ¿Y tú?

La sesión de sexo la ha dejado tocada.

—Acabo de llegar —dice—. He salido pitando de mi clase de aerobic. Si no voy todos los días me deprimo.

¿Qué significa «depresión» para ella? ¿Que no hornea galletas por la tarde, que bebe, que folla con la mujer del vecino? Elaine mira las zapatillas de tenis rosas de la madre de Nate y siente el impulso de asestarle un puntapié. Susan, ahora recuerda su nombre, Susan.

—Mamá, mamá. —Los tirones de Sammy la despiertan de su trance. Su hijo está frente a ella, con la cabeza del rinoceronte en la mano.

—Has estado estupendo, cariño —dice Elaine—. El mejor rinoceronte que he visto en mi vida.

Sammy hace una reverencia.

Nate llega, todavía con su disfraz de cazador.

—Estás muerto —le dice a Sammy.

—La obra ha terminado —dice Sammy—. Ahora estoy vivo.

—Eres un cazador muy fuerte —le dice Elaine a Nate.

—Un asesino nato —dice la madre de Nate—. Lo ha heredado de Gerald.

—¿Nos vamos a casa ya? —pregunta Sammy.

—En realidad pensaba llevarles a tomar un helado —dice la madre de Nate—. ¿Te parece bien?

—Por mí, perfecto —dice Elaine, perfectísimo. Respira hondo; el aire del auditorio está viciado, corrompido por el hedor de bocadillos a medio comer, el olor agrio, a cuajada, de la leche derramada.

—¿Vienes con nosotros? —le pregunta Susan.

—Por favor, por favor —dice Sammy tirándole de la manga.

—No puedo. Tengo una cita a las cuatro —dice Elaine cuando salen del local.

—Quiero ir contigo —dice Sammy—. Quiero irme a casa.

—No voy a casa, tengo una cita. Pero te diré un secreto —dice ella susurrando al oído de Sammy—. Pronto estarás de vuelta en tu cuarto. Y creo que tendrás una sorpresa agradable.

—Yo voy a tomar un banana split —dice Nate.

—Yo también —dice Sammy.

—Pues yo dos banana split y un batido de chocolate —dice Nate.

—Yo también —dice Sammy—. Tomes lo que tomes, yo también.

Paul ha estado pintando en su despacho toda la jornada. Cuando ha ido a tirar el agua sucia, ha corrido el rumor de que trama algo. Y de que cojea un poco.

—Ha debido de ser horrible lo de las gambas —dice su secretaria, pidiéndole para el almuerzo un bol de sopa de pollo. Paul menciona que intentó hablar con ella para decirle que no vaciase la papelera—. Oh, ya me había ido —dice ella sin disculparse.

Herskovitz y Wilson pasan a verle mientras Paul come en su despacho, desmigando crackers en la sopa. Hay láminas de acuarela a su alrededor.

—¿Trabajando a la hora de comer? —pregunta Herskovitz.

—¿Horas extra? —pregunta Wilson.

—Debe de ser terapia ocupacional —dice Herskovitz—. Mi suegra la hace en su programa de asistencia diurna para enfermos de Alzheimer.

Más tarde, cuando Paul se dispone a lavar los pinceles y dar por terminada la jornada, Warburton asoma la cabeza.

—Bonitas pinturas. ¿Me regalas una? ¿O sólo vale la serie completa?

—Coja la que quiera —dice Paul, subiéndose deprisa la cremallera del pantalón; se pone de pie y estira las piernas.

Warburton escoge la titulada «Reclama tu derecho».

—Tengo la impresión de que necesito un eslogan elocuente —dice sentándose inclinado hacia adelante, en la silla de Paul—. No querrás el despacho de la esquina, ¿o sí? —pregunta, en tono conspirador—. En teoría podría ser tuyo. Pero me gusta dejar desocupado un despacho. Mantiene la tensión, da un incentivo a los chicos. Siempre tiene que haber algo que les motive. ¿No estás de acuerdo?

A Paul le gustaría ese despacho. Nada bueno le ha ocurrido en el trabajo desde hace mucho tiempo: se ha limitado a esperar sentado.

—Tiene vistas, un váter de ejecutivo. ¿Sabes lo fantástico que es no tener que cruzar el pasillo y encerrarte a cagar en un retrete? Yo no puedo cagar en sitios públicos, no puedo —dice Warburton.

Paul asiente. No sabe si Warburton está jugando con él. Mira el reloj; va a perder el tren de las 4.23, va a llegar tarde a su cita con doña Manzana.

—Es un despacho agradable —dice—. Pero la decoración es espantosa. Sid Auerbach no tenía gusto.

—Se podría decorar de nuevo.

—¿Pintarlo? ¿Poner otra alfombra? —pregunta Paul.

—Equiparlo —dice Warburton—. El otro día, precisamente, vi una silla de oficina con brazos ajustables en mil posturas distintas. Un asiento tan confortable es como un ataúd; puedes estar dentro años. Es algo donde pensar —dice Warburton al marcharse—. Algo donde dormir.

Elaine va a su cita con el asesor. Él le dirá qué hacer, ella lo hará y se sentirá una mujer mejor. Circula por Central Avenue. El tráfico es denso. Se apresura. En el parking del restaurante vuelve a pintarse los labios, se cepilla el pelo y se inspecciona en el espejo retrovisor.

Él la ve inmediatamente. Le hace señas desde una mesa del fondo.

—Bud Johnson —dice, estrechándole la mano.

—Elaine.

Bud viste como un profesor: camisa de manga corta, funda de estilográfica en el bolsillo, gafas. No tiene el pelo moreno y rizado, sino fino y muy escaso, con profundas entradas.

—Seguramente se pregunta por qué está usted aquí. Permítame decirle quién es Bud Johnson —dice. Ella tiene la impresión de que él ha hecho esto otras veces—. En el instituto fui un alumno medio de un familia media. Me crié en Yonkers. Nadie me habló de alternativas posibles. Al salir del instituto me enrolé en el ejército. Creí en eso de «Sé lo que quieres ser». Yo quería pilotar helicópteros. —Se da unos golpecitos en las gafas—. Con mi mala vista no podía pilotar nada. Odiaba aquello. Al salir, al cabo de cuatro años, estudié para asesor psicopedagógico, con idea de aconsejar, de ayudar a los chicos a elegir sus estudios. Acabé en Westchester Tech porque ya le he dicho que me gustaba reparar cosas. En resumen, allí estoy. Organizo periodos de prácticas, servicios de colocación; conozco a un montón de buenos mecánicos, técnicos, reparadores. Me viene muy bien. Si yo no sé reparar algo, sé quién lo hace.

—¿Qué sabe reparar? —pregunta Elaine.

—Casi todas las piezas de mi coche; hago carpintería, electricidad, un poco de fontanería y pintura, y me gustan los ordenadores. —Bud le dice que es lo mismo que esa gente que afirma que habla idiomas; un poco de francés, un poquito de italiano, unas frases de alemán. Hace una pausa—. Pensé que podríamos hablar de las cosas que pueden interesarle. He hecho una pequeña prospección: los campos más obvios son enfermería, turismo y propiedad inmobiliaria. Pero ¿la tientan estas opciones?

Elaine mueve la cabeza. De improviso rompe a llorar. No quiere hacerlo, pero llora. Le afluyen lágrimas incontenibles. Él le da servilletas de papel. Parece un poco incómodo, espera que nadie le vea con una mujer llorando.

—No creo que tenga arreglo. No creo que usted pueda ayudarme. Se nos incendió la casa, mi marido se ha hecho un tatuaje, los niños están en casa de vecinos y no se creería lo demás si yo se lo contara. No es sólo una cuestión de estudios. Es mi vida. Estoy varada. —Se sorbe la nariz—. Probablemente usted piensa que ojalá no hubiera venido. Seguramente está pensando: ¿Quién es esta loca?

—¿Qué significa «varada»?

—Significa que debería tomar una gran decisión, dar un paso enorme. Y no hago nada. No soporto mi vida, y no puedo cambiarla.

—Quizá no es un gran paso —dice—. Quizá tiene que dar uno pequeño y luego otro.

—¿Cómo pude permitir que ocurriera? No recuerdo haber sido así.

—Vamos a hablar de ese paso inicial —dice Bud—. Ha cogido el teléfono y me ha llamado; eso es bueno.

Elaine le mira. No parece que él quiera follársela; se siente aliviada. ¿Está casado, es marica? No sabría decirlo.

—Le he traído unos cuestionarios de intereses. —Es el gran momento, el momento para el que Bud ha estudiado. Esparce un fajo de páginas encima de la mesa. Elaine coge una titulada: «Índice de miedos: ¿Le asusta la aspiradora? ¿Darse un baño? ¿Estar desnuda? ¿Ver desnudos a otros?»

—No es ésta —dice él, recogiendo la página—. Debo de haberla mezclado.

Ella coge otra hoja. Más preguntas: «¿Le gustan los números? ¿Cuáles son sus temas favoritos? ¿Qué momento del día prefiere?»Bud pide una empanada mientras ella rellena los huecos en blanco. Cuando ha terminado, él recoge las páginas.

—Las miraré más tarde.

La camarera sirve a Elaine una taza de café.

—Hay cosas que están cerca —dice él—. Iona, Sarah Lawrence, y si quiere viajar, ir a la ciudad, el mundo entero se le abre. Podría manejar el detector de mentiras al cabo de seis semanas, aprender a cuidar perros en diez.

—Yo sólo quiero sentirme mejor.

—Se sentirá mejor cuando tenga algo propio. Vaya a la biblioteca y pida libros acerca de posibles carreras. Empiece a hacer listas. No se sienta forzada a tomar una decisión, sólo empiece a pensar qué cosas le interesan. Tiene mi número, llámeme. Y si necesita un sitio adonde ir, salir de casa o esconderse, venga a la escuela. Estoy de siete y media a cuatro de la tarde.

Les llevan la cuenta. Elaine la coge.

—Yo pago —dice—. Es lo menos que puedo hacer.

—La llamaré el lunes —dice él—. Estudiaremos el caso. Vamos a «desvararla».

—Gracias.