CAPÍTULO 9
La Matanza, fines de agosto de 1848
Un jinete se detuvo frente a la entrada principal de El Capricho. Se quitó el sombrero, echándoselo hacia atrás y apretó el extremo de la montura con las manos. Inspiró hondo hasta llenarse los pulmones de aire. Le llegó el olor del arroyo que corría detrás del monte y el perfume de los eucaliptus. Un cachalote gorjeó cerca de él antes de salir espantado entre las ramas de los árboles cuando el Patalarga comenzó a relinchar inquieto. Le sobó el lomo y de una patadita en las ancas lo echó a trotar nuevamente. A medida que avanzaba por el sendero, iba contemplando la belleza de aquellas tierras en donde había sido tan feliz como si fuera la primera vez. Cerró los ojos y por un segundo se le apareció Rosa María, con la melena colorada alborotada por el viento, corriendo hacia él con una sonrisa en los labios; al volver a abrirlos, descubrió que no había sido más que un espejismo y las inmensas ganas que tenía de volver a verla. No servía de nada hacerse ilusiones, ella no estaba allí, esperándolo como solía hacerlo. Sacó su reloj del bolsillo de su chaleco, era de plata, con tapa de vidrio y desentonaba bastante con sus prendas de gaucho, aun así no había podido deshacerse de él porque era el único obsequio que había recibido de su padre, quien a su vez lo había heredado del suyo. Faltaba un cuarto para las once; a esa hora probablemente Rosa María estaría en misa, acompañada por la nana Felicia, después daría un paseo por la calle de la Florida y despertaría la admiración de todo aquel caballero que se cruzara con ella. Una sonrisa amarga le curvó los labios, habían pasado casi seis meses desde que le enviara la carta, tiempo suficiente para olvidarse de él y aceptar el cortejo de otro hombre. Recordó con nostalgia sus propias palabras, “Yo te esperaré, Leandro”, y esa promesa lo había traído de regreso. Los contactos que lo mantenían al tanto de la situación política en Buenos Aires lo habían tranquilizado diciéndole que el nombre de Leandro De La Cruz rápida e inesperadamente ya no se mencionaba en las tertulias o en las mesas de los cafés. También le habían hablado del aciago final de Camila O’Gorman y el padre Gutiérrez. Había coincidido con la joven en varias reuniones sociales, incluso anotó su nombre para bailar una pieza con ella en más de una ocasión. Lamentó enterarse de su muerte, mas no lo sorprendía para nada. El fusilamiento de Camila y del padre Gutiérrez había sido una de las tantas atrocidades que se cometían bajo el amparo del gobierno de Rosas. El destino de los jóvenes enamorados estuvo signado desde el mismo instante en que sus miradas se encontraron. Él era un hombre consagrado. Ella, una niña de la alta sociedad porteña. Aunque su amor los condenaba, la pasión que consumía sus cuerpos era más fuerte que cualquier prohibición, y acabó por matarlos. Se decía que la idea de la fuga había sido de Ladislao; su madre y buena parte de sus amistades, en cambio, afirmaban que el plan fue pergeñado por la joven Camila, en cuya herencia pesaba la locura de su abuela, la Perichona. Los desdichados amantes fueron descubiertos durante una reunión en casa de unos amigos en Goya, lugar al que habían llegado con una falsa identidad. Uno de los invitados reconoció al cura prófugo, y al día siguiente fueron encarcelados por orden del gobernador Virasoro. Apenas Rosas se enteró, dispuso que condujeran a los reos a la prisión de Santos Lugares. Ni siquiera el lazo de sangre que unía al cura con el gobernador de Tucumán, o el avanzado estado de gravidez de Camila, fueron suficientes para obtener misericordia, y en la mañana del 18 de agosto los amantes fueron fusilados.
Divisó el casco de la estancia a unos cuantos metros delante de él. Unos perros flacos y sucios se le abalanzaron encima ladrando como unos poseídos. Patalarga retrocedió asustado.
—Calma, muchacho —lo instó a moverse pero uno de los perros empezó a olerle la pata y el caballo resopló con fuerza. Alguien silbó a lo lejos y los animales salieron disparados hacia la zona del huerto. Reconoció el andar algo chueco de Marucho y saltó del caballo para salirle al encuentro.
—¿Patroncito, de verdad es usted? —preguntó mirándolo de arriba abajo como si se tratara de convencer de que él no era una aparición.
—Pues claro, ¡el mismo que viste y calza! —Colocó las riendas del caballo alrededor del cogote del animal y se acercó. Estrechó con fuerza la mano de Marucho—. ¿Tan cambiado me encontrás?
Marucho se rascó la cabeza; no había pasado tanto tiempo aunque el joven Leandro sí estaba distinto. Llevaba el cabello mucho más corto y peinado hacia atrás; una barba incipiente le ensombrecía el rostro y hasta lo hacía verse mayor. Como la última vez que lo viera, vestía de peón, seguramente para no llamar la atención. Tomó las riendas de Patalarga y lo escoltó hasta la casa.
—Contame Marucho, ¿cómo anda todo por acá? ¿Cuánto hace que no ves a la familia?
El muchacho carraspeó. Habían sucedido muchas cosas mientras él permanecía exiliado en Montevideo, aunque no era el más indicado para contárselas. Sí le comentó que ya habían empezado a sembrar trigo y que las nuevas cabezas de ganado habían duplicado la cantidad de ejemplares de El Capricho gracias a un jugoso acuerdo entre el patrón y un estanciero de los alrededores. También hablaron de la tensa situación que se seguía viviendo en Buenos Aires con Rosas, quien parecía afianzarse cada día más en el gobierno. Marucho se quedó de una pieza cuando Leandro le contó que Florencio Varela, el fundador de El Comercio del Plata había sido asesinado.
—Fue apuñalado en el umbral de su casa de la calle Misiones —le explicó—. Malherido se arrastró hasta la vivienda de un zapatero de apellido Charbonier, quien intentó asistirlo. Los que estábamos trabajando en el periódico escuchamos los gritos; Madero, quien era su socio en El Comercio del Plata se esforzó por detener la hemorragia pero no fue suficiente… Varela murió a los pocos minutos.
—¿Se sabe quién fue?
Leandro frunció el ceño.
—Su asesinato despierta más dudas que certezas; creo que no es ninguna coincidencia que su muerte se produjera justamente cuando desembarcaron en Montevideo los enviados especiales del gobierno británico y francés que venían a conspirar en contra de Rosas. Sabemos que una semana antes del crimen había recibido una nota firmada por alguien que se hace llamar “El Vizcaíno”, en donde se lo amenazaba con ejecutarlo en un plazo de ocho días si no se retractaba de sus declaraciones; el sujeto nunca apareció pero a mí nadie me quita de la cabeza que el tirano está detrás de todo este asunto. Varela era la pluma y la inteligencia más lúcida de la oposición rosista… y esa, sin dudas, fue su sentencia de muerte. —Sacudió la cabeza, hervía de la ira cada vez que pensaba en los actos barbáricos cometidos por el caudillo en nombre de la causa federal—. Marché al exilio convencido de que desde allí lograríamos vencer a los federales valiéndonos de sus mismas armas, pero lo mío no es la violencia, Marucho, vos sabés que me manejo mejor con una pluma que con la pistola, por eso cuando don Florencio me ofreció unirme a la logia de Los Caballeros Liberales no lo dudé ni por un segundo. He compartido charlas con Valentín Alsina, quien ocupa ahora el puesto de Varela en el periódico, con el coronel Tomás de Iriarte y hasta con José Mármol, un joven y promisorio escritor que se ha atrevido a dedicarle un poema al mismísimo caudillo, pero bueno, hablemos de algo más placentero mejor.
—Ahora tengo novia, patroncito —dijo Marucho henchido de orgullo.
—¿Novia? ¿Vos? ¡No me lo creo!
—La Juliana insistió tanto que terminó por enlazarme.
Leandro se rio.
—Sabía que tarde o temprano esa negra se saldría con la suya.
En ese momento, Juliana, que había abandonado los quehaceres en la cocina atraída por la bulla de afuera, se sorprendió de ver a Marucho en compañía del joven patrón.
—¡Señor Leandro, dichosos los ojos! —exclamó juntando las manos—. No lo esperábamos, ya mismo le aviso a la niña Rosa María que está usted aquí.
Leandro la miró con incredulidad.
—Rosa María… ¿qué hace en la estancia? Pensé que estaría en Buenos Aires. —Bastó saber que la tenía tan cerca para que el corazón se le desbocara en el pecho.
—Llegó hace unos meses —explicó la esclava sin entrar demasiado en los detalles. Ya vería el patroncito con sus propios ojos la razón de por qué la muchacha se había mudado a El Capricho.
—¿Dónde está? Me muero de ganas de verla.
—En el jardín trasero, plantando unos brotes de caléndulas. —Juliana no alcanzó a terminar la frase ya que Leandro salió disparado a buscarla.
Atravesó la galería corriendo, con una sonrisa en los labios, preparándose para aquel encuentro tan esperado. Abrió la verja que daba al jardín y contuvo el aliento cuando la divisó a lo lejos, arrodillada en el suelo, con las manos hundidas en la tierra. Estaba de espaldas a la casa y llevaba el cabello suelto. Detuvo su andar solamente para contemplarla a sus anchas. Ella se distrajo con uno de los perros y observó cómo se secaba el sudor de la frente con el delantal. Aquella posición le permitió ver su rostro de perfil durante un instante, se deleitó con la nariz pequeña y respingada que solía fruncir siempre que algo le disgustaba, las mejillas sonrojadas por causa del sol le parecieron más gruesas de lo que recordaba. Reanudó la marcha y cuando ella se volteó para acariciar al perro se frenó de golpe.
La imagen de la enorme barriga de Rosa María, que había permanecida oculta para él hasta ese momento, lo golpeó con la fuerza de cien latigazos. Se le secó la garganta y cerró los ojos con el único afán de que al abrirlos de nuevo, aquella realidad abrumadora no fuese más que otro espejismo.
Rosa María embarazada… su Rosa María esperaba el hijo de otro hombre.
No estaba preparado para una verdad tan dolorosa. Sintió tristeza y rabia al mismo tiempo; ella le había prometido que lo esperaría y él se había arriesgado a volver a un país todavía convulsionado porque ya no soportaba su ausencia. Se maldijo por pensar así; siempre había sido un egoísta. Primero por desear que Rosa María se olvidara de él cuando se exilió en Montevideo, ahora por pretender que después de todos esos meses ella lo estuviera esperando con los brazos abiertos. Si la había perdido era por su culpa. Pensó en dar media vuelta y regresar por donde había venido, pero no pudo hacerlo. Las ganas de abrazarla eran tan intensas que sabía que no podría irse sin verla, le dolía hasta el cuerpo de tanto extrañarla. Rosa María sonrió y todo él se estremeció. Mientras iba acercándose un sinfín de preguntas se le agolparon en la cabeza, tenían tanto de que hablar, aunque lo único que quería de ella en ese momento era un abrazo.
Cuando estuvo apenas a unos pocos metros de ella detuvo su andar.
—Rosa María… —Había pronunciado su nombre tantas veces en la oscuridad de su pieza en la pensión de Montevideo que le parecía increíble tenerla ahora delante de él.
Rosa María se llevó una mano al pecho, luego se volteó despacio y con la otra mano se cubrió el vientre, no porque quisiera esconderlo sino porque la criatura acababa de dar un salto dentro de ella, seguramente haciéndose eco de su estado de conmoción. Leandro estaba allí, ya no era un sueño y tampoco una ilusión. Trató de ponerse de pie pero temblaba demasiado para siquiera intentarlo.
Leandro se dio cuenta y la asió de la mano para ayudarle a levantarse. Alzó la cabeza y se quedó viéndolo durante un instante que a él le pareció eterno. Cuando vio que una lágrima rodó por su mejilla, se la secó con el dedo pulgar.
—No llorés, Rosa María —le imploró.
Se le echó encima con tanto ímpetu que estuvo a punto de derribarlo. Leandro se quedó tieso cuando sintió en su propio cuerpo que la barriga de Rosa María comenzaba a moverse. Fue una sensación extraña que lo dejó sin saber cómo actuar. Ella lloraba pegada a su pecho y Leandro pudo reaccionar recién al oír su llanto. La envolvió suavemente entre sus brazos, apoyando el mentón en la coronilla hasta hundir la nariz en su melena alborotada. Se le erizó la piel al descubrir que seguía oliendo a jazmín. Durante los meses que estuvo en Montevideo, ciertos detalles habían hecho menos duro el desarraigo: el mate con azúcar quemada que le cebaba por las tardes doña Genoveva, una inmigrante italiana, viuda y a cargo de cuatro niños que vivía en la misma pensión que él y que le recordaba mucho a su madre; las horas que pasaba escribiendo sus artículos para El Comercio del Plata y que evitaban que se distrajera pensando en todo lo que había dejado atrás, y fundamentalmente los ramitos de jazmín que robaba de un jardín vecino para ponerlos por las noches debajo de la almohada y así poder dormirse sintiendo en el aire el perfume de Rosa María.
—Creí que nunca más te volvería a ver —dijo ella sin dejar de gimotear.
Leandro la asió de los hombros y la apartó un poco para mirarla a los ojos.
—¿Recibiste mi carta?
Ella asintió.
—Era peligroso mantener correspondencia con vos o con alguien de la familia, pero imaginaba tu angustia y me arriesgué a escribirte. Le envié la carta a uno de mis contactos y él a su vez se la entregó a Marucho oculta dentro de otro sobre para que te la hiciera llegar a Buenos Aires. Tenía miedo de que se perdiese en el camino o cayera en las manos equivocadas. ¿Me hiciste caso? ¿La destruiste después de leerla?
No supo qué decir, prefirió ahorrarle los detalles de lo que había pasado con su carta.
—Sí, lo hice —mintió.
—Rosa María —desvió la vista hacia el jardín, enfocando su atención en los brotes de caléndulas a medio sembrar. Luego, cuando tuvo el valor necesario, volvió a mirarla a los ojos—, lo que te escribí en esa carta… te pido perdón si te causé algún percance; yo conservaba en mi memoria lo que me dijiste esa noche por eso me atreví a expresar con aquellas palabras cuánto te echaba de menos. Supongo que lo más lógico era que te enamoraras y formases tu propia familia, no tenías por qué esperarme…
—Yo prometí esperarte —lo interrumpió.
—Sí, pero quiero que sepas que no voy a reclamarte nada, no tengo derecho a hacerlo. —Tomó sus manos y se las besó; reparó entonces en el hecho de que ella no llevaba ningún anillo pero supuso que se lo había quitado para trabajar en el jardín—. Si vos sos feliz, yo también lo soy. —No estaba siendo del todo sincero con ella; por supuesto que su felicidad le importaba, pero todavía le costaba asimilar que su Rosa María le perteneciera a otro.
—No me he casado, Leandro y no hay nadie en mi vida —dijo despacio, estudiando su reacción.
Él no contestó enseguida, lo que hizo en cambio los sorprendió a ambos de la misma manera, colocó su mano en el vientre de Rosa María y sonrió.
—Entonces…
No estaba lista para responder a aquella pregunta aún. Miró hacia la casa; alcanzó a distinguir a Inés barriendo junto al aljibe y a su nana regando las macetas de la galería. Desde allí y por encima de la puerta que dividía el patio del huerto, no se perdían detalle de lo que sucedía entre ellos.
—Leandro, estoy exhausta. ¿Te parece que hablemos más tarde? Asumo que vos también estarás cansado del viaje —propuso para ganar tiempo.
—Me parece bien. Ya tendremos ocasión de ponernos al día.
Rosa María se dispuso a recoger la canastita de mimbre que contenía las herramientas de jardinería, pero Leandro fue más rápido y la levantó por ella; luego le ofreció su brazo para regresar juntos a la casa.
Mientras caminaba prendida a él, Rosa María soltó una lágrima de felicidad.
Después del baño de tina, que le había quitado el polvo del camino y el cansancio del cuerpo, Leandro se sintió como nuevo. Estaba vistiéndose cuando alguien llamó a su puerta.
—Adelante —dijo mientras terminaba de abrocharse los últimos botones de la camisa.
Juliana entró trayendo sábanas limpias y perfumadas para la cama del joven patrón.
—La niña Rosa María lo espera en el comedor, señor Leandro —le anunció al tiempo que apartaba la manta y la dejaba encima del baúl.
—Gracias, Juliana. —Se puso el chaleco y antes de salir se miró una vez más en el espejo para comprobar su aspecto. Se pasó la mano por el mentón; no había tenido tiempo de afeitarse y aún no se acostumbraba a llevar barba. ¿Qué pensaría Rosa María? ¿Le gustaría así o tal vez prefería al Leandro de meses atrás, con la cara prolijamente afeitada?
Se peinó el cabello con los dedos y antes de abandonar la habitación miró fugazmente a Juliana, la negra lo miraba algo embobada así que supuso que estaba bien así. Saber que Rosa María lo esperaba hizo que bajara los peldaños de la escalera de dos en dos. Cuando entró al comedor, la vio ocupando el puesto de su madre; detrás, como dos perros guardianes, Inés y la negra Felicia no le quitaban los ojos de encima.
Clelia se había esmerado con el almuerzo, además estaba famélico. Se devoró el picadillo de carne con pasas de uva, mientras que Rosa María apenas probó bocado. Tenía el estómago atenazado por los nervios. Ella no habló mucho, sólo se limitó a escuchar con interés lo que Leandro le contaba sobre su estancia en Montevideo. Así supo de su encuentro con Lamadrid, de la logia a la cual había sido invitado a participar y del asesinato del editor de El Comercio del Plata. No pudo evitar sentir algo de celos cuando Leandro le empezó a hablar de una tal Genoveva; una joven viuda que vivía en la misma pensión que él y le cebaba los mates con azúcar quemada que tanto le gustaban. Trató de adivinar si sentía algo por aquella mujer a través del tono de su voz o la expresión de su rostro al hablar de ella con tanta nostalgia, pero solamente percibió una gran admiración.
—¿Cuándo vas a volver a Montevideo? —preguntó de repente, le angustiaba enfrentarse a una nueva despedida.
Leandro dejó la copa de vino en la mesa y la miró intensamente, provocando que ella se sonrojara. La nana Felicia carraspeó con fuerza cuando el silencio entre ambos se hizo demasiado prolongado. Él le dedicó una fugaz mirada cargada de fastidio; empezaba a incomodarle la presencia de las dos mujeres. Adoraba a la negra Felicia pero cuando se empecinaba en proteger a su niña se volvía insoportable.
—No lo sé todavía, mi plan era quedarme unos días en la estancia y enviarle un recado a mi madre para que venga a verme. No puedo arriesgarme a visitarla en la casa de La Merced, además no quiero encontrarme con mi padre… dudo que mi regreso sea de su agrado.
—Papá Estanislao es quien más ha sufrido por todo lo sucedido, Leandro. —Le rozó la mano por encima de la mesa, gesto que provocó otro carraspeo de la nana—. Estoy segura de que se muere de ganas de verte.
Leandro no compartía su certeza; para don Estanislao De La Cruz, él había cometido la peor de las traiciones y nunca se ganaría su perdón, mucho menos si Rosas se mantenía en el poder. Se preguntó qué diría su padre si descubría que pertenecía a la logia de Los Caballeros Liberales y que además escribía para El Comercio del Plata, denostando al caudillo y al régimen federal.
—Mañana mismo mandaremos un chasque a Buenos Aires con una carta para mamá Francisca, yo la escribiré así nadie sospechará nada —anunció Rosa María entusiasmada ante la posibilidad de darle una alegría tan grande a la mujer que, a pesar de todo, siempre seguiría viendo como a una madre.
Leandro asintió; aunque en realidad no estaba seguro de cuáles serían sus próximos movimientos, abrazar a doña Francisca era uno de los gustos que quería darse antes de regresar a Montevideo. Al otro lado del río tenía una vida hecha, con un trabajo que le apasionaba y la posibilidad de luchar por sus ideales sin temor a las represalias. Añoraba a su familia pero nada lo esperaba en Buenos Aires más que una muerte segura. Sin embargo, de algo tenía absoluta certeza, ya nunca más volvería a separarse de Rosa María. Una idea descabellada comenzaba a gestarse en su cabeza y aunque no dependía completamente de él llevarla a cabo, estaba dispuesto a correr el riesgo.
—Decime, Rosa María, ¿cuándo viniste a quedarte en la estancia?
—Hace cinco meses que llegué.
—¿Y en todo este tiempo no ha venido nadie de la familia a verte?
Ella negó con la cabeza.
—¿Te culpan por lo que pasó? —quiso saber.
Rosa María no le respondió. Leandro apretó su mano.
—Nunca ha habido secretos entre nosotros, Rosa María, por favor, decime que aún confiás en mí.
Lo miró directamente a los ojos; había estado cavilando sobre el asunto casi desde el mismo momento en que lo había visto aparecer en el jardín.
—No podía quedarme en Buenos Aires, Leandro. La noticia de mi embarazo hubiera supuesto el escarnio para la familia. Mamá Francisca fue la más severa… ella me echó a la calle cuando se enteró, pero nuestro padre se apiadó de mí y decidió enviarme aquí…
—¿Qué hay de Enrique? ¿Él no te defendió?
Rosa María se quedó callada, sopesando con cuidado lo que diría a continuación. Su silencio sólo acrecentó la inquietud de Leandro.
—Enrique no hizo nada… no pudo hacer nada; él estaba comprometido con la hija de Joaquín Manzanares —explicó.
Leandro empezó a atar los cabos sueltos y no le gustaba nada lo que iba descubriendo.
—¿Qué tiene que ver que estuviera comprometido con esa mujer? —preguntó sospechando cuál sería su respuesta. No hizo falta que ella se lo dijera—. ¿Es suyo, verdad?
Rosa María asintió y el dolor de enterarse que su propio hermano se hubiese acostado con ella superó con creces el impacto de verla embarazada. Enrique y Rosa María… Jamás se lo hubiera imaginado.
—¿Por qué no cumplió con vos? —exigió saber sin poder evitar sentir ira hacia su hermano. Siempre le había gustado enredarse con cualquier mujer que se le pusiera enfrente; incluso las esclavas terminaban cayendo en sus brazos, pero no lograba entender que le hubiese faltado el respeto a Rosa María y a sus padres de esa manera.
—Ya te lo he dicho, Leandro, el matrimonio de Enrique y Ana Manzanares se pactó hace tiempo, es más, a estas alturas ya deben haberse casado. —Vio como él cerraba la mano en un puño.
—¿Si estaba comprometido con ella por qué se metió con vos? Si lo tuviera enfrente ahora mismo… —Se había puesto rojo de la rabia y una vena gruesa le latía en la sien; Rosa María nunca antes lo había visto tan enfadado.
—No quiero que le reclames nada, Leandro —pidió temerosa de que se aventurara a ir a buscarlo en Buenos Aires para resarcir su honor mancillado. Estaba dispuesta a cualquier cosa con tal de evitar otra tragedia, incluso a mentir—. La culpa también fue mía —dijo bajando la mirada. Su mano temblorosa empezó a jugar con la servilleta—. La noche en la que te fuiste yo estaba muy dolida… te había confesado lo que sentía por vos y no te importó nada…
—Rosa María…
—No, Leandro, déjame hablar —le pidió. Quería soltar aquella enorme mentira de una vez por todas—. Estaba devastada, enojada por tu partida, necesitaba arrancarte de mi corazón, olvidarte y ya no pensar más en vos… quería vengarme del mal momento que me habías hecho pasar con tu rechazo. Me encontré con Enrique y me di cuenta esa misma noche que si no podía tenerte a vos, me quedaría con él. Cometí el mayor error de mi vida, no debí entregarme a tu hermano por despecho, lo sé —se tocó el vientre—; pero esa noche también me dio la bendición más grande.
Leandro la escuchaba estupefacto, negándose a aceptar que Rosa María hubiese terminado en los brazos de su hermano buscando vengarse de él. Se sintió terriblemente culpable de toda aquella situación que se había desatado después de su partida. ¿Qué habría sucedido si esa lluviosa noche de enero hubiese obedecido los deseos de su corazón y se hubiese llevado a Rosa María con él? Seguramente el hijo que llevaba en el vientre sería suyo. No quería pensar en lo que habría sido de sus vidas de haber tenido el valor de confesarle que la amaba; estaba convencido de que aún podían tener un futuro juntos, y esta vez dejaría la cobardía de lado. La asió de la mano y se la llevó a los labios; frente a las miradas atónitas de Inés y de la nana Felicia, empezó a besarle los dedos con los ojos cerrados.
Con un rápido movimiento que tomó de sorpresa a las tres, Leandro se puso de pie y la ayudó a levantarse. Rosa María dejó escapar un suspiro cuando él la taladró con sus penetrantes ojos verdes. Luego, sonriendo, miró a la nana y a Inés.
—¿Puedo ir con Rosa María a dar un paseo por el jardín o van a custodiarla el resto del día? —preguntó haciendo un gran esfuerzo por no soltar una carcajada frente a aquella situación tan graciosa.
Inés y Felicia, con movimientos torpes, se pusieron a recoger la vajilla de la mesa. Leandro entonces aprovechó para llevarse a Rosa María del comedor y una vez afuera, ninguno de los dos pudo aguantar más la risa.
—Sos tan hermosa cuando sonreís —dijo de pronto, delineando mentalmente la curva de sus labios humedecidos.
Ella se ruborizó y apartó la mirada. Leandro la asió suavemente del mentón.
—Mirame, Rosa María —le pidió hablando bajito—. Necesito ver tus ojos cuando te diga que te quiero y que ya no soy capaz de vivir sin vos. —Acercó su rostro al de ella y con el dedo pulgar apenas le rozó el labio inferior. Observó complacido como ella cerraba los ojos y se entregaba a su caricia. Descendió con su mano por el cuello femenino y la atrajo hacia él. Sintió como palpitaba su cuerpo mientras se pegaba al suyo.
—Te quiero, Rosa María —le susurró al oído mientras se embriagaba con su olor.
Rosa María, subyugada por la proximidad de Leandro y sorprendida por la confesión que acababa de hacerle, permaneció quieta, temiendo que cualquier movimiento, acabara con la magia que se había generado entre ambos.
Frente a su pasividad, Leandro la apartó un poco para mirarla nuevamente a los ojos.
—¿Estás bien? No decís nada…
Ella sonrió pero al mismo tiempo una lágrima rodó por su mejilla. El corazón le latía tan de prisa que tuvo la certeza de que estallaría dentro de su pecho en cualquier momento.
—Por favor, Rosa María, tené piedad de mí —le suplicó desconcertado por su largo silencio.
Ella se lanzó a sus brazos y hundió el rostro en el hueco de su hombro. Al siguiente instante, lo sorprendió dándole suaves besos en el cuello, en la oreja, mientras sus manos se aferraban a su cintura con fuerza.
Leandro entonces buscó con desesperación su boca y concentró en un beso intenso todas las emociones que no había sido capaz de expresar durante la última hora, y cuando se apartó para tomar aire, le hizo saber que no había terminado. Le besó la comisura de los labios, la mandíbula, y encontró el punto sensible justo debajo de la oreja. Rosa María se reía, intentando respirar y se retorcía mientras trataba de esquivar sus besos y solamente conseguía ofrecerle otro punto delicioso para ser besado. Olía a jazmín y tomillo, modestos como ella misma, pero con un matiz dulce y silvestre. Leandro no cesaba de susurrarle al oído cuánto la quería; Rosa María se estremeció cuando su aliento caliente le empezó a hacer cosquillas en el cuello. Los besos se tornaron más urgentes, cuando Rosa María se arqueó instintivamente hacia él, Leandro respondió con un gemido. Todo su cuerpo se puso rígido. Ella sintió una vibración y el duro bulto que se apretaba contra su vientre.
Eso bastó para que Rosa María se apartara bruscamente de Leandro y le diera la espalda. Él farfulló un par de maldiciones al aire cuando comprendió que su reacción la había incomodado. Se acercó por detrás y asiéndola de los hombros, la hizo girarse despacio hacia él.
—Lo siento, pequeña, me dejé llevar…
Rosa María se perdió en el verde intenso de su mirada. Hubiese querido gritarle que también lo deseaba, que sus besos apasionados le hacían perder la cabeza, pero no tuvo el valor de hacerlo, le dolía demasiado comprobar que lo que Enrique le había hecho todavía le afectaba. No opuso resistencia cuando Leandro la llevó de la mano hasta el rincón de la galería en donde estaba la mecedora. Se sentó y dándose unos golpecitos en la pierna le dio a entender lo que pretendía que hiciera.
—Vení.
—No… Estoy demasiado pesada —respondió mientras trataba de soltarse.
—No importa —retrucó él ante su débil excusa. Se incorporó apenas un poco para que ella pudiera sentarse en su regazo. Con ambas manos la ayudó a acomodarse; Rosa María le rodeó el cuello con los brazos cuando sintió que la silla se movía hacia atrás—. Tranquila, no vas a caerte.
En aquella extraña posición, su vientre parecía mucho más grande.
—¿Estás cómoda?
Ella asintió aunque su rostro indicaba exactamente lo contrario. Miró al suelo con miedo y se preguntó si la silla resistiría el peso de ambos. Aun así, le agradaba estar entre sus brazos. Apoyó la cabeza en el hombro de Leandro y cerró los ojos, se habría quedado acurrucada allí para siempre.
—No me olvidé de tu cumpleaños —dijo mientras jugueteaba con su pelo, enredando los dedos en sus suaves bucles—. Más tarde te daré tu regalo…
—Que estés aquí es el mejor regalo, Leandro —manifestó Rosa María con una sonrisa. Su cumpleaños número diecinueve había sido diferente a todos los anteriores; por primera vez lo había pasado lejos de Buenos Aires y de la familia. Inés y la nana habían insistido en festejárselo de todos modos, así que organizaron una fiesta sorpresa en la cual estuvieron presentes todos los criados. El ritmo contagioso de los negros que bailaron candombe alrededor de la fogata, y sobre todo la algarabía de los niños, le habían hecho olvidar al menos por un rato la ausencia de aquellos a los que amaba. Había terminado extenuada, con los pies más hinchados que de costumbre, pero feliz por estar rodeada de tanta gente buena que no la juzgaba ni la importunaba con preguntas incómodas.
Leandro escuchó como Rosa María le relataba emocionada sobre la fiesta sorpresa que habían tramado Inés y la nana Felicia a sus espaldas. Le dio rabia que nadie de su familia hubiese venido a la estancia para festejar su cumpleaños, y también sintió celos de toda la gente que sí había tenido el privilegio de estar a su lado en un día tan especial para ella.
—¿Cuánto falta para que nazca?
Rosa María contuvo la respiración cuando sintió la mano de Leandro en su vientre.
—Según la nana, siete semanas —respondió—. Por las noches me cuesta encontrar la posición correcta para que deje de moverse. —En ese preciso instante, como si la hubiese escuchado, su hijo pateó con fuerza.
—¡Vaya! ¡Creo que tiene prisa en salir! —exclamó Leandro soltando una carcajada. No apartó la mano, muy por el contrario, le acarició el vientre esperando sentir otra patada. Quiso saber si ya había elegido un nombre y como estaba seguro de que sería una niña, empezó a hablarle a la pequeña Davinia con tanta dulzura que Rosa María tuvo que hacer un gran esfuerzo para no echarse a llorar. Quería enterrar en algún rincón de su mente los malos recuerdos y permitirse soñar con un futuro feliz al menos por un instante… un futuro en el que sólo existían Leandro, su hija y ella.
Fue inevitable para Leandro no pensar en ese momento en Camila O’Gorman, quien al momento de su fusilamiento estaba embarazada de ocho meses, casi el mismo tiempo de gestación que tenía Rosa María. Supuso que ella desconocía el final que habían tenido su amiga y Ladislao Gutiérrez. El hecho había ocurrido hacía apenas un par de semanas y al estar alejada de Buenos Aires, la trágica noticia no había llegado aún a la campaña. Prefirió no contárselo para evitarle la tristeza. Permanecieron en la galería durante buena parte de la tarde, Rosa María incluso se había adormecido entre los brazos de Leandro mientras él le recitaba los versos de La Cautiva que tanto le gustaban. De vez en cuando la nana Felicia se asomaba por la puerta que daba a la cocina o enviaba a Inés que los espiara para asegurarse de que a su niña no le hacía falta nada; por supuesto, la compañía del joven Leandro era lo único que Rosa María necesitaba. Cuando se acercó la hora de la merienda, ella dispuso que se les cebara mate en el salón. Leandro la abandonó un momento para subir hasta su habitación; regresó con un paquete envuelto en un papel brilloso entre las manos. Le entregó su obsequio y esperó su reacción.
Rosa María, ansiosa, desató rápidamente la cinta de raso y aunque sospechaba lo que era, puso cara de sorpresa cuando vio que se trataba de un libro de poesía.
—Apenas lo vi, supe que era para vos. ¡Feliz cumpleaños, pequeña! —dijo estrechándola entre sus brazos.
—¡Gracias, Leandro! Lo empezaré a leer esta misma noche… —Cuando intentó apartarse de él, fue imposible. Leandro apretó la boca contra la suya y notó la respuesta inmediata de ella. El libro de poesías terminó cayendo al suelo y Rosa María levantó los brazos hasta sus hombros. El la besó durante mucho rato y profundamente, saboreando sus labios, recordando el peso de ella entre sus brazos. Rosa María se aferró a él con fuerza cuando sus piernas dejaron de responderle; Leandro notó la abultada silueta de su cuerpo contra el suyo y la hinchazón de sus pechos por encima del escote del vestido. Colocó suavemente la rodilla entre las piernas femeninas, lo que obligó a Rosa María a ponerse de puntillas. Le gustó sentir sus finas manos en el cuello y embriagarse con el olor a jazmín de su piel. Se separaron bruscamente cuando la nana Felicia apareció para anunciarles que el mate estaba listo.
Esa noche, tras las intensas emociones que habían compartido a lo largo del día, ninguno de los dos pudo conciliar el sueño. El bebé también estaba más inquieto que lo habitual y Rosa María no tuvo más remedio que abandonar la cama. Intentó dormir en la mecedora pero fue inútil. Tomó el quinqué y salió al pasillo; al pasar por la habitación de Leandro, escuchó ruidos en el interior. Sin saber exactamente por qué, se detuvo frente a su puerta, tal vez con la esperanza de que él la abriera y volviese a tomarla entre sus brazos. Se sorprendió por el rumbo que estaban tomando sus pensamientos, sin embargo no fue capaz de moverse cuando vio que el pomo de la puerta se movía.
Leandro sonrió al encontrarla allí. Él también planeaba ir a buscarla; había intentado en vano conciliar el sueño pero cada vez que cerraba los ojos, en lo único en lo que podía pensar era en Rosa María. Ella lo observaba en silencio y él aprovechó para deleitarse con su belleza. La llama del quinqué hacía fulgurar la abundante melena colorada que llevaba recogida en una cinta a un costado de la cabeza. El camisón se le estrechaba en el talle debido al volumen de su vientre, resaltando las curvas de su voluptuosa silueta embellecida por la maternidad. Sus pechos habían crecido y esa misma tarde los había sentido apisonarse contra su cuerpo. Posó sus ojos verdes en las mejillas arreboladas y en sus labios carnosos… deseaba tanto besarla, pero sabía que una vez que lo hiciera, ya no sería capaz de detenerse.
—No podía dormir…
Lo dijo con tal inflexión de candor en la voz que le enardeció los sentidos. Leandro hizo un gran esfuerzo para controlarse, llevaba deseando a Rosa María durante mucho tiempo, negándose a sí mismo la posibilidad de amarla, que ahora debía echar mano al poco sentido común que le restaba para no cometer una locura. No quería precipitar las cosas y mucho menos malinterpretar sus palabras. Rosa María simplemente acababa de decirle que no podía dormir; seguramente por causa de su hijo, no porque pretendiera algo más.
—¿Qué tal un vaso de leche tibia con miel? —sugirió apoyando la mano en el quicio de la puerta. Bajar a la cocina y alejarla de su propia cama era en ese momento su mejor opción.
Rosa María desvió la mirada con discreción hacia el pecho velludo de Leandro que se asomaba por la solapa entreabierta de la bata de merino. Había visto a Leandro con el torso desnudo en muchas ocasiones, cuando solían escaparse a la hora de la siesta para darse un chapuzón en el arroyo que bordeaba la estancia, aunque el cosquilleo que sentía ahora en el estómago no se comparaba a nada de lo que había experimentado antes. Todo había cambiado entre ambos, desde la manera en la que se miraban hasta esos pequeños gestos que pasaban inadvertidos para los demás pero que ellos sabían reconocer al vuelo. Respiró hondo; lo que más deseaba en ese momento no era un vaso de leche tibia; esa noche quería dormir entre los brazos de Leandro. Si había tenido la osadía de plantarse frente a su puerta, ahora debía armarse de valor para proponérselo.
—¿Qué es lo que querés realmente, Rosa María? —preguntó de pronto Leandro, como si acabara de adivinar sus pensamientos.
Ella alzó la cabeza y lo miró directamente a los ojos.
—Quiero dormir con vos, Leandro.
Leandro apretó la mandíbula. La petición de Rosa María acababa de echar por tierra cualquier intento suyo por mantener el buen juicio a flote. Él era hombre y cuando se trataba de Rosa María, también era débil… ¿cómo era posible no sucumbir a la tentación cuando tenía al alcance de la mano el objeto de su deseo?
No había malinterpretado sus palabras… ella quería estar con él y aunque fuese sólo para dormir entre sus brazos, carecía de las fuerzas necesarias para negarse.
Le quitó el quinqué y lo dejó en el piso. Luego, de la mano, la hizo entrar en su habitación. Cerró la puerta despacio, dándole quizá la última oportunidad de arrepentirse, aunque ya no estaba seguro de que pudiese dejarla ir.
Rosa María observó la cama deshecha; al parecer él también había pasado la noche en vela. Lo sintió acercarse por detrás y cuando le desató el cabello, entornó los párpados para concentrarse en el ligero roce de sus dedos contra el cuello mientras le quitaba la cinta de raso.
—Leandro… —murmuró con vos trémula.
—Lo sé, Rosa María, no quiero asustarte, sólo deseo vértelo suelto. —Le acomodó los pesados bucles de manera que cayeran en forma de cascada sobre su espalda. Comprobó maravillado que estaba mucho más largo de lo que recordaba; lo moldeó a su gusto y ella, expectante de saber cuál sería su próximo movimiento, lo dejó hacer.
Con una mano en la cintura, Leandro la escoltó hasta la cama. Bajó la almohada para que estuviera más cómoda y la ayudó a recostarse; sin quitarse la bata, se ubicó a su lado, pegándose a su cuerpo. Rosa María enseguida apoyó la cabeza en su hombro y Leandro aprovechó para rodearla con los brazos. Ella respiraba acompasadamente mientras que a él le costaba respirar con normalidad.
—Buenas noches, Leandro —dijo Rosa María dejando caer su mano en el pecho masculino.
Leandro entrelazó sus dedos a los de ella y con el dulce aroma a jazmín que emanaba de su cabello, se quedó dormido.
Temprano, al día siguiente, Rosa María despertó y se encontró sola en la cama de Leandro. Cuando salió al pasillo se topó con Inés, quien le dijo que el joven patrón había salido a dar un paseo a caballo. Lo esperó para desayunar con él, pero Leandro no apareció. Lo esperó para almorzar juntos y tampoco llegó.
A la hora de la cena, Rosa María comprendió por fin que Leandro había vuelto a abandonarla.